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GENTE QUE NO LEE

Triunfo Arciniegas

1 de enero de 2022

Leer no es una obligación, y uno puede pasarse la vida sin este placer y no hay problema. Otros
viven sin conocer París o Nueva York o sin un atardecer en la playa con la persona amada, y lo
mismo. La lectura, aunque enriquece la existencia, no garantiza la felicidad.
No terminar un libro es uno de los derechos fundamentales del lector, por supuesto, pero
pretender que esta desdicha sea una crítica literaria es una mezquindad. Un intelectual colombiano
dijo con cierto orgullo que no había pasado de la segunda página de “El olvido que seremos”, la
grandiosa y celebrada novela de Héctor Abad y texto fundamental sobre el duelo, y otro, todavía
más estúpido, le celebró el comentario. El primero pretendía hacer ver que se trata de un libro malo,
y no es así. Tanto el uno como el otro sólo expresan su odio por el autor, que no es monedita de oro.
Nadie lo es.
Hay cantidad de libros que uno no termina, por una y otra circunstancia, pero debería
guardarse la lista en el más oscuro de los cajones, o al menos debería reconocerse en el mismo
renglón que se trata de su propia incapacidad y no siempre o casi nunca de la calidad del libro. No
he podido con “Ulises” ni con “Bajo el volcán”, y en el tercer intento, precisamente durante la
pandemia, sólo llegué a la mitad de “Guerra y paz”, pero en ningún momento pretendo demostrar
que Joyce o Malcolm Lowrey o Tostói sean malos escritores. No soy tan estúpido ni tan ignorante
como para afirmar semejante barbaridad.
Un lector tan grande, un crítico tan reconocido como Vargas Llosa, no puede con Proust.
Nabokov no hablaba bien de Cervantes. Tolstói detestaba a Shakespeare. Hay tantos casos.
Alguna vez Chejov, en pleno e inclemente invierno ruso, alquiló dos caballos y un trineo y
fue hasta Iasnaia Poliana a visitar al viejo y venerable Tolstói, quien reconoció el talento del
visitante. Precisó que sus cuentos eran tan buenos que le hubiera gustado escribirlos, pero que como
dramaturgo era terrible. "Eres espantoso", dijo Tolstói. "Eres aún peor que Shakespeare." De
regreso, el pobre Chejov azotó con el látigo a los caballos, mientras le gritaba a la luna: "Soy peor
que Shakespeare".
La anécdota me parece esplendorosa. Y no resulta del todo disparatada. Ante el Chejov
cuentista me quito el sombrero, pero el dramaturgo me aburre. Por otra parte, leo más cuentos que
obras de teatro, y la dramaturgia es una de mis grandes ignorancias.
En fin, en este rosario de desaciertos, el caso más patético que conozco lo protagonizó el
intelectual paisa Fernando Vallejo, a quien tanto le festejan sus pendejadas y que en tres páginas se
proponía desbaratar “Cien años de soledad”, nada más ni nada menos. Su primer editor rechazó el
texto diciéndole que pretendía matar un elefante con un cortaúñas.
"Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído",
escribió Borges. Uno, que no tiene tal categoría, debería decir simplemente que se enorgullece de
leer, no de no leer.
Y hay casos peores: gente que habla mal de los libros que no ha leído. Oyen el comentario
en un bar o en algún evento literario y lo dan por hecho. Y no leen porque precisamente se pasan el
tiempo en los bares o en eventos literarios o en sus trabajos. Otros censuran a un autor por su
pensamiento político o sus fulminantes éxitos y renuncian a toda su obra, pasada o futura.
El caso más extremo sucedió en Cali. Uno de estos intelectuales que tanto abundan dijo que
una determinada novela de un escritor colombiano era mala, y el otro le señaló que la novela
todavía no se había publicado. Detalle clave. "Pero la hijueputa novela es mala", insistió.

Ilustración de Jonathan Wolstenholme

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