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EL MOVIMIENTO OBRERO DESDE 1930 135

En términos de la organización del proceso de trabajo mismo, en 1930 en la


mayoría de los países latinoamericanos cabe discernir tres elementos bastante
definidos de lo que podríamos llamar «clase trabajadora». En primer lugar, había
en Chile, Bolivia, Perú y México grupos de mineros, y en Colombia, Venezuela
y México grupos de trabajadores de la industria del petróleo. Puede que tales tra­
bajadores tuvieran vínculos estrechos con comunidades rurales, como ocurría
indudablemente en la región andina, y también puede que hubiera mucha rota­
ción de la mano de obra y mucho movimiento migratorio entre las regiones
mineras y los centros urbanos permanentes, como ocurría en Chile. Era impro­
bable que los mineros fuesen un segmento de la población activa cuyos miem­
bros procedían del propio segmento. No obstante, es probable que el aislamien­
to espacial de las comunidades mineras y la agregación de gran número de hom­
bres (frecuentemente jóvenes) formando una masa compacta y relativamente
homogénea produjeran un nivel alto de identidad «de clase». Esta identidad po­
día verse reforzada por la intransigencia de la dirección o por grandes fluctuacio­
nes de la demanda de mano de obra en el sector minero. Donde los propietarios
de las minas eran extranjeros, como ocurría a menudo, los conflictos laborales y
la conciencia de clase con frecuencia también iban acompañados de exigencias
nacionalistas de que pasaran a ser propiedad del estado.
Un segundo sector que se acercaba mucho a lo que podría llamarse «clase
trabajadora» eran los trabajadores de grandes empresas situadas en ciudades
pequeñas o en el campo. Esto era frecuente en el caso de las fábricas textiles, por
ejemplo. El resultado era una homogeneidad parecida a la que existía en las
comunidades mineras, pero a menudo con diferencias significativas en términos
de organización social y activismo industrial. En tales poblaciones de una sola
industria los patronos con frecuencia eran propensos a tratar de ejercer varias
formas de control paternalista sobre los trabajadores. Especialmente en la indus­
tria textil, solía haber empleos para mujeres además de para hombres, y a veces
también para adolescentes y niños. Si bien la composición más equilibrada del
conjunto de trabajadores no garantizaba la tranquilidad en el apartado de las rela­
ciones laborales, sí quería decir que era mayor la probabilidad de que la estrate­
gia paternalista funcionara con eficacia.
Finalmente, a muchos de los trabajadores de las grandes poblaciones y ciu­
dades del continente se les podría calificar con propiedad de proletarios. Así
ocurría de manera especial en algunos de los puertos y entre los trabajadores de
los ferrocarriles, los transportes municipales y las empresas de servicios públi­
cos. En Colombia también deberían incluirse los trabajadores del río Magdalena.
Además, muchos otros empleados municipales y gran número de trabajadores de
establecimientos industriales eran principalmente asalariados y como tales se
consideraban a sí mismos. Poco sabemos de los artesanos y los trabajadores inde­
pendientes. La medida en que estaban realmente proletarizados, su relación con
el proceso de industrialización, la medida en que se consideraban a sí mismos
miembros de una clase trabajadora y sus actitudes ante los sindicatos y la políti­
ca son aspectos que aún no se han estudiado. Tampoco es mucho lo que se sabe
de las masas que trabajaban en pequeños establecimientos manufactureros y en
el sector servicios, que se hallaba en expansión. .
En conjunto, no sería irrazonable decir que en los primeros años del decenio
de 1930 existía un proletariado poseedor de una fisonomía social definida de for-
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debía o no debía lanzar un ataque directo y fundamental contra el sistema capi­


talista con el objetivo de llevar a cabo una transformación social radical, o si de­
bían aceptarse las líneas generales del capitalismo, al menos en el presente inme­
diato, y dirigir los esfuerzos a mejorar la condición de las clases trabajadoras.3
Esta decisión estratégica, presentada generalmente como una dicotomía entre
revolución y reforma, era inherente a la situación subordinada de las clases tra­
bajadoras, a sus reivindicaciones acumuladas y a su fuerza organizativa y elec­
toral en potencia. La serie de grupos y organizaciones comprometidos, al menos
teóricamente, con la reconstrucción revolucionaria de la sociedad latinoamerica­
na ha sido diversa.4En la práctica, sin embargo, muchas de estas corrientes nomi­
nalmente revolucionarias, en particular dentro del movimiento obrero, han adop­
tado posturas que no.se distinguían de muchas de las que aceptaban sus rivales
reformistas. Así, aunque los debates estratégicos dentro de los trabajadores orga­
nizados se han expresado típicamente en estos términos ideológicos, las verdade­
ras decisiones han sido entre, por un lado, una estrategia en gran parte cooperati­
va y, por otro lado, una estrategia de enfrentamiento. No podía haber ninguna
respuesta a priori correcta a la pregunta de si se serviría mejor a los intereses a
largo plazo de la clase trabajadora por medio de una estrategia de enfrentamien­
to con la esperanza de obligar a los patronos y al estado a hacer concesiones, o
si cierto grado de cooperación con los patronos o el estado (o con ambos a la
vez) produciría una pauta de crecimiento que serviría mejor a dichos intereses.
No podía haber ninguna respuesta a priori a esta decisión estratégica porque el
resultado final dependería en parte de los actos de los demás participantes en
el juego, y el trabajo no podía prever tales actos. Dada la necesidad inherente de
tomar una decisión estratégica, era inevitable que dentro del movimiento obrero
surgieran divisiones y conflictos que se expresaban mediante términos en gran
parte ideológicos. Aunque este dilema estratégico ha sido común a todos los
movimientos obreros, la manera en que llegó a definirse esta decisión en térmi­
nos concretos fue muy propia del contexto latinoamericano.
En primer lugar, la importancia de la política gubernamental para los traba­
jadores organizados en América Latina siempre ha sido alta y ha hecho que el
interlocutor directo fuese el estado más que la patronal. Esto ha significado que
los actos de los sindicatos han ido dirigidos al estado tanto o más que a los patro­
nos. En segundo lugar, dada la rapidez del cambio social y económico habido en
América Latina desde 1930, así como la rápida recomposición del conjunto de
los trabajadores industriales en la mayoría de los países de la región, estas deci­
siones estratégicas entre cooperación y competencia se han tomado dentro de
horizontes temporales muy variables. Se han dado casos, de hecho, en que algu­
nos líderes obreros sagaces han podido combinar una estrategia de cooperación
a largo plazo con una táctica de enfrentamiento inmediato y con ello han obteni­
do resultados máximos de la negociación laboral. Por supuesto, la elección tác­
tica de enfrentamiento o cooperación también ha dependido hasta cierto punto

3. Una forma reciente y sutil de utilizar este dilema para analizar los movimientos obre­
ros es Ruth Berins Collier y David Collier, Shaping the Political Arena: Critical Junctures, The
Labor Movement and Regime Dynamics in Latín America, Princeton, Nueva Jersey, 1991.
4. Véase el capítulo «La izquierda en América Latina desde c. 1920» en el presente vo­
lumen.
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del color político del gobierno del momento. En tercer lugar, la elección de la
estrategia de cooperación no ha significado sencillamente una política laboral
reformista, «socialdemócrata», sino que a menudo ha llevado a una sumisión
casi total de los líderes sindicales a determinados gobiernos, generalmente a
cambio de oportunidades de enriquecimiento personal.
Estas decisiones estratégicas dentro del movimiento laboral, recubiertas de
divisiones ideológicas nacidas de los debates generales de América Latina (así
como de la palestra internacional), junto con las divisiones socioestructurales
dentro de las clases trabajadoras, significaron que la unidad organizativa era difí­
cil de obtener, con frecuencia encubría desacuerdos profundos y corría el peligro
constante de venirse abajo.
La identidad propia en el mundo del trabajo también estaba estrechamente
ligada con la cuestión de la ciudadanía. En el decenio de 1930 los varones adul­
tos ya tenían derecho al voto en la mayoría de los países latinoamericanos, aun­
que en muchos de ellos las mujeres no pudieron votar hasta los años cuarenta y
los analfabetos estuvieron excluidos del electorado en Brasil, por ejemplo, hasta
1985. Con estas excepciones importantes, la ciudadanía para los trabajadores
urbanos en la América Latina contemporánea no ha girado en torno al asunto del
derecho al voto. Sin embargo, estaba centrada en tres cuestiones: apoyo a la
democracia contra las dictaduras militares; legislación laboral favorable, inclui­
do el derecho a la actividad sindical independiente; y un sentido difuso pero,
pese a ello, importante de no ser «ciudadanos de segunda clase». El movimiento
obrero en América Latina ha adoptado diversas actitudes ante la cuestión de la
ciudadanía. Si bien los movimientos obreros de la posguerra han adoptado gene­
ralmente una actitud positiva ante gran variedad de asuntos relacionados con la
ciudadanía y los derechos humanos, ha habido veces en que al menos algunos
sectores de la clase trabajadora han apoyado a gobiernos autoritarios y dictato­
riales que ofrecían a los trabajadores no sólo mejoras materiales, sino también un
mayor sentido de dignidad.
En los años treinta y cuarenta las exigencias de ampliación de la ciudadanía
estuvieron estrechamente vinculadas a las luchas a favor de la institucionaliza-
ción de los sindicatos obreros. Durante este período era frecuente que los sindi­
catos se considerasen a sí mismos no sólo como organizaciones de grupos de
intereses especiales, sino también como representantes de las aspiraciones de una
entidad mucho más amplia a la que solía llamarse «el pueblo». Aquí está una de
las raíces del populismo en la política latinoamericana. En algunos aspectos, los
movimientos que suelen calificarse de populistas daban cuerpo a una exigencia
un tanto incipiente de ciudadanía más completa. Esto resulta claro, por ejemplo,
en el discurso del peronismo, con su celebración de los descamisados y la impor­
tancia que concede a la dignidad de los trabajadores. La ideología populista, de
la cual Perón no es más que una muestra, recalcaba, entre otras cosas, la acepta­
ción de las clases sociales bajas como actores legítimos en el cuerpo político, y
de ahí, por extensión, la legitimidad de sus reivindicaciones de plena ciudadanía.
La ciudadanía no significaba únicamente el derecho al voto, que, en todo
caso, ya se había hecho extensivo a los varones alfabetizados, sino también la
exigencia de que se respetaran las instituciones democráticas y se garantizaran
los requisitos esenciales de la democracia: la libertad de prensa, el imperio de la
ley, elecciones libres y limpias, la libertad de asociación. Había en ello vínculos

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