y de morros en la cocina sobre la caja del carbón, con la fal da por encim a de las rodillas. Finalm ente, Wolfgang se compadeció y se fue con ella a pasear. Esto sucedió ya el prim er día de este golpe del destino. Los días siguientes transcurrieron prácticamente igual. Por fin, cuando ya podíamos respirar, nos dimos cuenta de que los pintores habían colocado mal las ventanas y no se podía cerrar ninguna. Wolfgang y yo estuvimos trabajan do medio día para poner todo en orden y por la noche caí mos agotados en nuestras camas. Durante todo este tiempo Stella no se había interesado por lo que hacíamos. Por las mañanas iba como siempre a sus clases y las tardes las pasaba acostada en su cama, cla vando la mirada en la pared. El trabajo, a pesar de que me resultaba muy pesado y odioso, me vino bien. Me permitía despreocuparme de Ste lla. Era muy consciente de su situación, pero no me podía imaginar lo que tendría que pasar ahora, y aún menos po día esperar que Richard me ayudase en este asunto. Para él Stella ya no existía. Había arreglado todo lo que había que arreglar, y seguía su camino con esa cara de hom bre muy ocupado al que no se le puede molestar en sus negocios importantes. El domingo salimos con el coche al campo, por fin ha bía parado de llover. Stella rechazó mi invitación y se dis culpó diciendo que tenía que estudiar. Yo estaba contenta de pasar todo un día sin verla. En el coche, sentada al la do de Richard, me relajé un poco y durante algunas horas la olvidé por completo. Richard estaba de un buen hum or encantador y se esforzaba visiblemente en hacerme el día lo más agradable posible. Nadie puede hacer esto tan bien 84 Reí en voz alta. Me miró fijamente y seria, y me pinchó con una aguja en el brazo. -N o es para reírse -dijo. Me callé asustada, no sabía que me había reído. Mi co razón estaba bien, era incluso muy fuerte y duro, nadie lo sabía mejor que yo. Me senté y pregunté por Stella. La en ferm era aún no sabía nada, estaba en urgencias y no tenía nada que ver con la sala de operaciones. -¿Es hija suya? -preguntó un poco más suave y aparen tem ente dispuesta a perdonarm e mi inoportuna risotada. Dije que no y ella pareció arrepentirse inmediatam ente de su indulgencia. -Túm bese —ordenó con un aire malvado-, y piense que estas cosas ocurren por nuestro bien aunque no lo com prendamos. Obedecí. Seguramente la enferm era tenía razón y, aun que no la tuviese, yo no estaba en condiciones de hacer va ler mis argumentos. Me había desabrochado el cuello de la blusa y, cuando miró para otra parte, lo abroché rápida m ente de nuevo. Con este gesto recobré también mi fuerza y mi serenidad. -Ya me encuentro mejor -m e atreví a decir. Me miró incrédula y me dejó con la amenaza de que vol vería pronto. Me senté y esperé. Cuando llegó el médico, vi en su cara que Stella había muerto. La habían operado porque la formalidad del pro tocolo así lo exigía. En realidad no esperaba otra cosa, con vencida de la minuciosidad de sus proyectos. -¿Le pido un taxi? —me preguntó aquel hom bre alto y extraño de bata blanca. Asentí y pidió a una enferm era que se ocupase de ello. Opinó que en el estado en que me encontraba era mejor 86 Nada puede borrar lo que ocurrió aquel día en el que Wolfgang, dándom e la espalda, me dijo: -¿Puedes decirle tú a papá que a partir de octubre quie ro ir a un internado en el campo? Me quedé m irando fijamente su estrecha nuca testaruda que recubría su pelo negro y brillante. -Pero -balbucí-, pero Wolfgang, ¿por qué? Ignoró mi pregunta, del mismo modo en que una per sona bien educada ignora las preguntas inoportunas. -Ya es tarde para hacer la inscripción -dije precipitada m ente-. Eso tendríamos que haberlo hecho antes. De repente se dio la vuelta y añadió: -Ya me he inscrito yo mismo, mamá. Siempre has dicho que el aire de la ciudad no me va bien. Todavía quedan pla zas. Creo que a papá le parecerá bien. Claro que le parecerá bien, pensé enojada. De nuevo sentía vergüenza frente al chico que había sido mi niño. Respiré profundam ente y dije: -Q uizá tengas razón. Al fin y al cabo papá dará su apro bación. Tu salud no es precisamente buena. Y las vacacio nes -añ ad í- serán m ucho más bonitas. Bajó sus largas pestañas hacia las mejillas y dijo: -Claro, mamá. Luego vino hacia mí y durante un momento posó su me jilla contra la mía. En su mirada el disgusto y la lucidez glacial estaban enturbiados por un poco de compasión y tristeza. Pero no me gusta la compasión, así que dije: —Está bien. Hablaré con papá. Fue hacia la puerta, y yo permanecí, para siempre, sola. Me sobrevino la idea de hacer las maletas e ir de viaje con Wolfgang. Podría alquilar en otra ciudad dos habita ciones, para mí y los niños, y volver a empezar de cero. 90