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PRÓLOGO

A más violencia, más lírica

Para los que no la vivimos: ¿dónde encontramos la caja negra o la caja de


resonancias de los años 70? ¿Dónde hay más información: en Pescado Rabioso,
Aquelarre, La Máquina de Hacer Pájaros o en los discos de un César Isella y
Mercedes Sosa? ¿En los protocolos del arte político de universidad o en un disco
de Invisible? La respuesta no está soplando en el viento: está en las páginas de
este libro fundamental de Martín Graziano que reconstruye parte del último
proyecto colectivo de Spinetta.

Almendra + Pescado = Invisible. Spinetta encuentra su economía perfecta:


solidez, madurez, belleza. La historia de un disco de canciones que, incluso,
recuperan esa pátina coloquial con la que Spinetta permite que respiremos
mejor su lírica, cuando tiñe de un leve humor una poética tomada a veces
demasiado en serio, con gravedad.

Spinetta y todo el rock se enfrentaron a los dilemas de la época: ¿cómo


construir sobrevivencia en un tiempo de “a todo o nada”? En esa pulsión, en ese
flujo y reflujo de experiencias comunitarias, contestatarias, comerciales,
conscientes o deliberadamente de espaldas a la Historia (a la guerra), se fija el
rumbo de eso que nos encanta llamar “historia del rock”. Que no es más que
una serie de coordenadas y contraseñas de la experiencia de la juventud
argentina que quiso internacionalizarse, crear su Woodstock, y que a la vez lo
hizo bajo la forma de una apropiación: hizo algo, diríamos sin decir “nacional”,
muy “de acá”. Un rock de acá bajo el mandato borgeano de “El escritor
argentino y la tradición” (¡tenemos toda la cultura occidental para nosotros!) y
el impulso de fijación al suelo, a nuestro suelo, a nuestra casa común. Hacer
rock de cero. “Porque hoy nací”, aullaba Javier Martínez en Manal.

Spinetta, tal vez al revés que el Charly García de los 70, no funcionó como
“antena” lúcida en la captación de los signos de época, sino como sismógrafo.
Atento a los temblores, sus canciones eran muchas veces ritos de fuga contra
esa realidad concreta: a más represión, más despojamiento; a más violencia,
más lírica. Eso exige de su obra una escucha discutida y nada complaciente.
Spinetta fue por momentos la voz de un joven argentino que decía “yo soy lo
que hice con lo que el Estado hizo de mí”. Su vibrato “generacional” no es el
testimonio de un trovador sino la información tóxica, lisérgica, evadida, el vaho
que subía desde el fondo de olla humano de un rockero del sur, un surrealista
de Bajo Belgrano (criollo del universo, como decía de sí el poeta Francisco
Madariaga), neurotizado por el clima político, por momentos, y creyente de una
forma de arte “liberador” que se proponía tanto huir de la sociedad autoritaria
como de la “disciplina militante”, y también hundirse en el autoconocimiento de
eso de lo que los militantes escapaban: el yo interior. Parafraseando a Lezama
Lima, si era “deseoso aquel que huye de su clase”, Spinetta pertenece a esa
rebelión, cuya propuesta caótica y a contrapelo era “conocerse y revolucionarse
a sí mismo”.

En esa Argentina en armas podías hacer la colimba e ir a la guerra que te


mandara el Estado, o hacer tu propia colimba montonera para hacerle la guerra
al Estado. La historia del rock es la historia de quienes no pusieron el cuerpo. O,
por lo menos, no “ahí”. O de quienes traspusieron en la escena otra forma de
poner el cuerpo. Una tercera posición. Y esa es una clave, diríamos, casi de
quimera peronista en el rock: entre la sangre y el tiempo, construir tu tiempo. El
rock nace cristiano y a la luz de un canto en el parate de la marcha al muere.

Martín Graziano aborda la producción cultural del rock con la mayor


profundidad que se merecen ese puñado de discos, imágenes y canciones.
Como un autodidacta hace nido en sus obsesiones y reconstruye en la historia
de UN disco (“El jardín de los presentes”, Invisible, 1976) la escena de una época
en que las vanguardias fundaban acuerdos que la política rompía (Spinetta y
Piazzolla). Spinetta en el tenso camino de construir una distancia, una cierta
“autonomía” creativa bajo una dictadura que no respetaba ni la indiferencia,
conoce el éxito maduro de su vida: padre, ídolo, creador, amigo de Guillermo
Vilas, personaje de la revista Gente, respetado por Piazzolla. Así, esta suerte de
novela de lo imposible (hacer rock en 1976) traza un mapa cultural que estaba
abajo del mapa represivo y nos enfrenta quizás al mayor hito controvertido de
la historia del rock: 1976 fue un gran año para “el movimiento”. Algo que el
propio Miguel Grinberg, con valentía inconsciente, escribió en sus reeditadas
crónicas del diario La Opinión. Los grupos que quedaban habían alcanzado
madurez y conversaban con las vanguardias del jazz y el tango, eran elogiados
en un almuerzo de Mirtha Legrand. Mano a mano. Vive su primavera en esa
primera ciudad del Proceso.

La dictadura organizó y sistematizó profesionalmente la heredada “represión


lopezreguista” (esa represión más lumpen), vació las calles, y encontró que el
rock organizaba la fiesta de una “multitud inocente”. Retirado el mar de la
política radicalizada, el rock quedó al desnudo: en su mercado, en su
convocatoria, en su comunidad. El rock como sobreviviente. El rock como
hermano menor del militante que escucha el temor de la madre que espera a la
madrugada la vuelta del hijo valiente. El rock como el escritor de canciones de
buhardilla. Guitarra criolla vas a llorar. El rock como una lengua hecha de miedo
y evasión, alimentada por esa discordia que Graziano distingue bien entre la
contracultura y las izquierdas, que puede tener muchos puntos de contacto,
encuentro y ruptura. ¿El rock sabía? ¿Qué sabía el rock?

Cuando murió Spinetta, en el legendario programa 678, lo homenajearon


musicalizando las imágenes canónicas de la represión de la última dictadura con
las canciones de “El jardín de los presentes”. Allí, Luis Alberto parecía lanzar
referencias políticas en esas palabras que sobrevolaban la época como
etiquetas precisas: plaza de mayo, libros, memoria, niño condenado, libertad. El
montaje tenía un secreto absurdo: el aislamiento, la inconsciencia política de
Luis habían hecho posible la sincronía de ese disco. Por un segundo Luis dijo lo
que ocurría en una época sin saber lo que decía. Lo insoportable de su
escolástica efímera y “casual”: “Los libros de la buena memoria” o “Las
golondrinas de plaza de Mayo” cifraban señales de 1976 de “casualidad”, sin
querer. De hecho, tras el informe, la periodista Mariana Moyano hizo la justa
salvedad y aclaró que Spinetta no estaba hablando de la política represiva en
ese disco del 76; así además se encargó de aclararlo el propio Spinetta, como
cuenta Graziano.

Spinetta dijo años después lo que Martín cita: “En las épocas que yo sentí más
cerca el dolor de esa gente que sufría atrocidades e injusticias hice las canciones
más místicas y líricas de todas, porque la manera de resarcirme del sufrimiento
no era ponerme a hablar de eso y seguir embadurnando con la mierda de otros
mi creación.” ¿Y entonces? Ese era el “programa poético”, el núcleo
controvertido, inmaterial, casi “políticamente incorrecto”. Su: “¿Después de la
ESMA? Más poesía.” ¿Qué hay en ese “embadurnar con la mierda de otros su
creación”? Esa idea de “sacralidad del arte” fue su verdadera vocación anti
política, su nudo, aún cuando es ese contexto, ese contexto cultural y político
que reconstruye Graziano, lo que le devuelve vitalidad a estas canciones
“místicas” y “líricas”. Son esa Historia y esa mierda asordinadas las que le dan
misticismo justamente a ese puñado de canciones. Spinetta huía de la realidad,
pero la realidad no huía de él.

El rock de los 70 no fue un perseguido político, aunque se haya “exiliado”. León


Gieco contó que se enteró del grado de represión en Europa en 1978, a pesar de
que se había ido de un país que lo prohibía y asediaba. El Gieco bitácora de las
memorias correctas se construyó post 83. El rock reunió una sensibilidad
subterránea que atravesó la época, una memoria tóxica, lúcida, y un arte por
momentos furiosamente autónomo y por momentos en sincronía con las
energías insurgentes. Como los soldados de Perón, los putos y faloperos también
estuvieron en el campo de batalla. ¿O “Desatormentándonos” de Pescado
Rabioso (1972) no refleja más la convulsión de Trelew que un disco del Cuarteto
Zupay? Entonces, ¿el rock “sabía”? ¿Se movía entre la prudencia, la ignorancia y
las resistencias posibles? ¿Fue el hermano menor del militante, asfixiado por la
opresión, por el desierto de la ciudad, asumía sin pudor el miedo? ¿Mantuvo la
llama de una “sociedad civil” mientras el Estado libraba su guerra sucia contra
las militancias políticas? Su palabra fue “sobrevivencia”, en su circuito de
recitales, comercios, lecturas, representó un modo de vivir en el mientras tanto
de la represión profunda: de La Balsa a los gomones del Belgrano, canciones de
deriva de la carne de cañón de la juventud argentina.

Esta historia de “El jardín de los presentes” reconstruye las condiciones de una
época. Es un texto de osteopatía. Hacer crujir algo, articulaciones, recuerdos,
hilos, que hace años no se mueven. Nos trae un disco de canciones cuyo “valor
cívico” se encuentra, justamente, en esa fuerza inconsciente de decir sin saber
del todo qué se dice. En nombrar con oscura soledad las golondrinas de esa
plaza vaciada, la de Mayo, que apenas unos años después figuraría el rito
trágico. Tal vez ese inconsciente surrealista en el que “artísticamente” se siente
obligado a bucear contenía una información social y política en estado salvaje
que cualquier conciencia lúcida y censora hubiera reprimido.

Martín Rodríguez

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