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LA CONVERSIÓN

[Traducido de: Anna BISSI, Nel segreto della tua dimora.


La conversione. Piemme (Roma 1984) 13-17.]

"Con mi tierra árida,


luché para tener flores",
dicen los versos de Emily Dickinson.

Esta bella imagen poética, límpida y concisa, se adapta bien para


describir el empeño del camino vocacional. En el "desierto" de nuestra vida es
necesario disponer un lugar acogedor y apto para hospedar a Aquél que, desde
siempre, viene a salvarnos. Y así como el Bautista preparaba en el desierto los
caminos del Señor, invitando a la conversión, también los formadores y
animadores de comunidades religiosas deben sentir la importancia de educar a
los hermanos en el sentido del pecado y de los límites, y en el empeño siempre
más radical a reorientar su propia vida hacia Dios. Conversión entendida no tanto
como cambio de conducta práctica, externa; sino más bien como cambio interior,
como "humilde llamada y acto de confianza", como necesidad que surge de un
encuentro, como lo fue para Pablo, el hijo pródigo deslumbrado en el camino de
Damasco. La metáfora del desierto transformado en jardín expresa muy bien esta
necesidad que nace de un deseo de acogida, de hospitalidad, innato en la
interioridad de cada hombre; de un deseo por preparar en el secreto "su morada"
(cfr. Sal 26) para acoger a Aquél a quien, desde siempre, busca nuestro corazón
(cfr. Cant 3, 1).

Se especifican así dos elementos característicos de todo camino de


conversión:

 Es un cambio radical, cualitativo. No se trata de añadir compromisos


respecto al pasado, ni de reforzar la voluntad para conquistar un mayor
control de sí, ni de escalar la montaña de la perfección; sino que
corresponde más bien a la exigencia espontánea de preparar la propia
casa para acoger al Huésped. Más que añadir algo "más perfecto" a lo
que ya existía en el pasado, es cambiar cualitativamente la situación, el
estilo.
 La conversión, además, es comprensible solamente si se inscribe en una
relación interpersonal. No es conquista de sí, sino encuentro con el Otro,
acogida del Otro que ha puesto su morada en medio a nosotros.

La conversión religiosa consiste en ser tocados por Ese que nos toca ab-
solutamente. Es enamorarse de manera ultramundana. Es entregarse totalmente
y para siempre sin constricciones ni reservas. La conversión, por tanto, es un don
de Dios al cual debemos responder con la completa transformación de toda
nuestra vida: sentimientos, pensamientos, palabras, acciones...

Es una invitación de Dios a llegar a ser como El, a retomar la antigua


semejanza.

El mismo deseo está en el origen del pecado y de la conversión: Adán y


Eva querían llegar a ser como Dios; sin embargo lo que les impulsaba era un
orgulloso deseo de supremacía, un soberbio atribuir al Creador un papel
irrelevante en sus vidas, un intento por entender el secreto de su omnipotencia
para usarlo en forma egoísta. También la conversión nace del deseo del corazón
para llegar a ser como El, pero la motivación no es más el orgullo autosuficiente,
sino el enamoramiento.

Aquellos que se aman tienden a ser cada vez más semejantes, a asumir
el mismo modo de pensar, algunas veces aún de hablar y de obrar. La conversión
no es sólo buscar el rostro de Dios. Aunque éste sea el primer paso por parte del
hombre como respuesta a su iniciativa, no basta. Precisamente esa búsqueda
lleva a hacerse transparente, a dejarse interpelar por Cristo, en los propios gestos,
en las palabras, en los silencios, en la acción, en los sentimientos del corazón. Es
enamorarse de Cristo para llegar a ser como El y poder repetir con Pablo: "...con
Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida
que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó a sí mismo por mí" (Gál 2, 19b-20). Esto implica, como consecuencia
obvia, un empeño concreto; empeño que compromete, en primer lugar, el campo
moral. Se trata, ante todo, de verificar en qué modo colaboramos a la acción de la
Gracia, y cómo usamos los medios ordinarios que están a nuestra disposición
(sacramentos, compromisos de la consagración religiosa, oración, penitencia,
examen de conciencia - revisión del día...). No pretendemos aquí tratar de este
tema. Queremos, en cambio, preguntarnos si no hay dentro de nosotros, además
del pecado, otros condicionamientos que limitan nuestra capacidad de conversión
y que desfiguran nuestro "ser hechos a imagen y semejanza divinas".
La psicología del profundo nos recuerda que la persona humana puede
ser impulsada hacia diversas direcciones. Una dirección es aquella de la
autotrascendencia, que responde a la tendencia a superarse a sí mismo por algo
que vaya más allá de nuestros deseos inmediatos. Otra dirección es aquella
constituida por el impulso hacia la satisfacción de las propias necesidades,
definidas como "tendencias a la acción derivantes de un déficit del organismo o de
potencialidades naturales inherentes al hombre, que tienden a actualizarse".

Algunas de estas necesidades (agresividad, gratificación sexual, evitar el


riesgo, exhibicionismo, humillación, dependencia afectiva, falta de confianza)
están en contraste con los valores vocacionales y, por lo tanto, son llamadas
"disonantes"; otras en cambio están en consonancia con la vocación religiosa o
sacerdotal (afiliación, ayuda a los otros, conocimiento, dominio, orden, reacción,
éxito).

Hablando de las necesidades disonantes, surge espontánea la pregunta


si siempre y necesariamente son negativas. La respuesta dada por la psicología
del profundo es que lo son, en el sentido que influyen sobre el crecimiento
vocacional y obstaculizan el camino de conversión, sólo si son centrales e
inconscientes; sólo si --sin ser consciente de ellas-- la persona es impulsada a
satisfacerlas para mantener la propia auto-estima. Ese aspecto de inflexibilidad en
la satisfacción de la necesidad, de la cual la persona no se da cuenta, transforma
el deseo psicológico en impedimento al camino de conversión. Es decir, el
problema se presenta no tanto por la presencia de las necesidades disonantes
(con las cuales conviviremos siempre en esta vida), sino por el impulso a
satisfacerlas incondicionalmente. El paralelo con el campo fisiológico quizá nos
puede ayudar a ejemplificar: saborear un buen vaso de vino ocasionalmente
puede incluso hacer bien al organismo; las dificultades surgen para el alcohólico
que necesita beber y no sabe limitarse. Lo mismo vale para el ámbito psicológico.

De eso surgen dos reflexiones prácticas:

 Si las necesidades disonantes, centrales e inconscientes, son obstáculo


para nuestra conversión, entonces es necesario reflexionar sobre la
importancia de usar todos los medios a nuestra disposición para
favorecer el propio camino de crecimiento y, en el caso de quien tiene un
rol de formador, animador o superior de una comunidad, también de
aquellos que le han sido confiados.

 Junto a la responsabilidad de usar los medios extraordinarios, está


siempre el compromiso personal por ampliar los propios horizontes y
hacer de las necesidades psicológicas materia de nuestra revisión de la
jornada. Si es cierto que una parte de ellas puede escapar de nuestro
conocimiento, también es cierto que es válido el empeño por hacer surgir
aquella área preconsciente que, con la ayuda de los medios normales
(revisión de la jornada, celebraciones penitenciales, sacramentos, ora-
ción...), puede llegar a ser objeto de real atención y conocimiento por
parte nuestra.

La atención dirigida a nuestras necesidades psicológicas no está sólo


ligada al hecho de que pueden constituir un obstáculo en nuestro crecimiento
espiritual. Esas pueden asumir un doble significado en nuestra vida: pueden
representar un impedimento objetivo pero también pueden transformarse en
oferta, en don, en holocausto de nosotros mismos y ofrecernos de este modo una
ocasión para amar más radical y profundamente al Señor. Pueden frenarnos en
nuestra carrera hacia El, pero cuando nos esforzamos por hacerlas conscientes y
aceptar la intensidad del deseo por satisfacerlas, cuando elegimos gratificarlas en
modo equilibrado o, más aún, cuando optamos por renunciar a su satisfacción por
un valor más alto y ofrecemos nuestro vacío interior, nuestra sed no satisfecha,
nuestra hambre de "algo para nosotros" sacrificada a El; entonces, nuestras
necesidades disonantes se transforman en el pan y el vino, constituyen la materia
del sacrificio cotidiano, la prolongación del Sí de nuestra profesión religiosa.
Aquello que podría alejarnos de El se transforma en ocasión para una intimidad
siempre más profunda porque ha nacido de un sacrificio de sí hecho por amor.
Nuestros límites se convierten en ocasión de salvación, el desierto se convierte en
jardín, la morada se hace cada vez más acogedora para hospedar a Aquél que
bien conoce el peso de nuestra humanidad.

Este conocimiento nos permite reflexionar una vez más, con sentimientos
de agradecimiento, sobre el amor providencial del Señor que nos dona la gracia
de transformar nuestro pecado, nuestra naturaleza humana e imperfecta en medio
de crecimiento, en ocasión de conversión, en trampolín de lanzamiento hacia una
vida totalmente dedicada a El.

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