Está en la página 1de 14

PROVINCIA DE BUENOS AIRES

DIRECCIÓN GENERAL DE CULTURA Y EDUCACIÓN


DIRECCIÓN DE EDUCACIÓN SUPERIOR
UNIDAD ACADÉMICA E.N.S. “JOSÉ M. ESTRADA”
INSTITUTO SUPERIOR DE FORMACIÓN DOCENTE Nº 163
CARRERA: PROFESORADO DE LENGUA Y LITERATURA
ESPACIOS CURRICULARES: LENGUAS CLÁSICAS II
HISTORIA SOCIAL Y CULTURAL DE LA LITERATURA III
PROFESORA: NOEMÍ CESIO
ALUMNA: JOHANNA RADUSKY
AÑO: 2021

El duelo de hermanos como mito fundacional: reescrituras clásicas, modernas y posmodernas

Un mito de origen o mito fundacional es una estructura simbólica que sirve para explicar el origen o nacimiento de
una ciudad, nación, creencia, cultura, costumbre o tradición, con el objetivo, al mismo tiempo, de crear una
sensación de pertenencia y de dar sentido al presente histórico a partir del entendimiento de los propios orígenes.
Una de las características de los mitos fundacionales es la repetición de algunos elementos comunes,
también llamados arquetipos.
En este sentido, uno de los arquetipos culturales que atraviesa distintos mitos fundacionales relacionados
con diferentes sociedades o culturas es el duelo o disputa entre hermanos que puede llegar incluso hasta la muerte,
y cuya falta o crimen permanece como una especie de culpa objetiva con la que debe cargar la estirpe de sus
descendientes.
Esta culpa objetiva constituye una suerte de castigo heredado por la sociedad o cultura a la que da origen el
mito, y la hace responsable de un delito, una falta o un exceso primigenio que pesa en toda la vida comunitaria
posterior y que debe ser expiada o exculpada por los miembros de dicha comunidad, con absoluta independencia de
la conducta personal o de la participación de los mismos en el suceso.
La existencia de esta culpa objetiva, de este castigo heredado que se perpetúa en el imaginario colectivo de
una sociedad ha provocado que, en su interés por comprender las raíces de los problemas políticos y sociales, por
expresar sus preocupaciones intelectuales y éticas y por limpiar la memoria colectiva de acuerdo a las pautas de
cada presente, los escritores hayan propuesto, en diferentes sociedades y épocas, distintas reescrituras de estos
mitos fundacionales, con el propósito de hacer de la literatura una herramienta capaz de explicar, comprender y
expiar los “males” de una cultura.
En el siguiente trabajo, analizaremos tres mitos fundacionales relacionados con el duelo entre hermanos
como arquetipo cultural, el mito de Rómulo y Remo, el de Caín y Abel y el de los hermanos Martín, hijos de
Hernán Cortés, a la luz de las reescrituras que de dichos mitos han propuesto diferentes autores, tales como los
poetas latinos Horacio y Virgilio, el español Miguel de Unamuno y el mexicano Carlos Fuentes. En ese recorrido,
intentaremos dilucidar cuál fue el objetivo que persiguió cada uno de estos autores al retomar estos mitos en su
obra, y de qué manera se relaciona dicho objetivo con sus contextos históricos de producción y con la poética
desarrollada por cada uno de ellos.

Un clásico: el mito de Rómulo y Remo en Horacio y Virgilio

Tal como lo detalla Pierre Grimal en su Diccionario de la mitología griega y romana, según la tradición más
corriente de la leyenda de Rómulo y Remo, ambos hermanos son hijos del dios Marte y de Rea Silvia, también
llamada Ilia. Cuando los niños nacieron, el rey Amulio, tío de Rea, mandó a arrojarlos al Tíber, “pero el río había
experimentado una crecida por las lluvias, y una contracorriente, en vez de llevar la canasta al mar, la había varado
aguas arriba (…). Allí, Rómulo y Remo fueron recogidos por una loba que acababa de parir sus crías, y que se
compadeció de los niños. Los amamantó, y de este modo los salvó de morir de hambre” (Grimal, 1981:469-470).
Ya llegados a la edad viril los dos hermanos descubren su verdadera historia, dan muerte a Amulio y
restituyen el trono de Alba a su abuelo Numitor, que es el legítimo heredero.

1
“Luego parten los dos a fundar una ciudad. Están de acuerdo en principio; desean establecerla en el lugar
en que han sido salvados, o sea, en el emplazamiento de la futura Roma. Pero en su ánimo no han determinado aún
el sitio exacto, y, para conocerlo, resuelven, por consejo de Numitor, consultar los presagios. A tal efecto, Rómulo
se instala en el Palatino, y Remo, en el Aventino. La ciudad será levantada allí donde los presagios sean favorables.
Remo vio seis buitres, y Rómulo doce. Habiéndose pues, pronunciado el cielo en favor del Palatino — y, por tanto,
de Rómulo —, Rómulo se pone a trazar el límite de su ciudad. Este primer recinto es un foso abierto por un arado
tirado por dos bueyes. Remo, decepcionado por no haberse visto favorecido por el cielo, se burla de este recinto,
que puede franquearse tan fácilmente, y, de un salto, penetra en el perímetro que su hermano acaba de consagrar.
Éste, irritado por el sacrilegio, saca la espada y mata a Remo. En la forma más antigua de la leyenda parece que
este asesinato ha tenido como único móvil el sacrilegio de Remo” (Grimal, 1981:466-467)
Horacio y Virgilio son dos de los poetas que hacen uso, cada uno a su modo, de la leyenda de Rómulo y
Remo, en ambos casos como parte de un planteo mitificante de la historia de Roma. Cabe recordar que ambos
poetas enmarcan su obra en el contexto histórico-político del principado de Augusto, y son parte de una generación
que vio en la figura del primer emperador romano la solución para todos los males que hacía muchos años
aquejaban a Roma.
Augusto era visto por sus contemporáneos como un instrumento providencial de una reconstrucción y una
reforma integral que pondría en armonía las tradiciones y la necesidad de construcción de un mundo y un orden
nuevos. En el ámbito del arte, esto supuso una búsqueda de equilibrio entre el pasado y el presente, un regreso a la
tradición y al pasado mítico de Roma con el objetivo de vincularlos con un presente que se consideraba de paz y de
justicia. De esta manera, el objetivo de Horacio y de Virgilio al hacer uso del mito fundacional de Rómulo y Remo
fue ponerlo en conexión con el presente augústeo, aunque cada uno bajo su propia impronta.
En el caso de Horacio, el planteo que hace el poeta de la historia de Roma parte del mito autóctono de
Rómulo y Remo, bajo una expresión literaria que imita el esquema desarrollado por Esquilo en la Orestíada: falta,
transmisión de la culpa a la estirpe, castigo, reconocimiento, expiación y exculpación.
En este sentido, la noción de culpa primigenia y de expiación que afecta a toda una estirpe, es en Horacio
de origen griego, pero el poeta supo dar al concepto tradicional un giro peculiarmente romano, que consistió en
buscar una falta inicial en la raíz de la historia patria (para Horacio, el homicidio de Remo por Rómulo) y
reinterpretarla o resemantizarla para explicar el porqué de las guerras civiles.
En esta línea, en el epodo VII Horacio poetiza sobre la motivación de las guerras civiles. Considera al
fratricidio, es decir, al crimen fraterno, como la primera de las guerras civiles y la expresión mítica para representar
las tensiones contemporáneas:

EPODO VII A LOS ROMANOS

¿A dónde, a dónde, impíos os despeñáis? o ¿por qué con la diestra


empuñáis sables ya envainados?
(...)
¿Acaso os arrebata un furor ciego o una fuerza aún más cruel
o una culpa? Responded.
Callan, una blanca palidez decolora sus rostros
y abatidos los espíritus quedan atónitos.
Así es: persiguen a los romanos amargos destinos
Y el crimen de la matanza fraterna
desde que la sangre de Remo inocente hacia la tierra ha fluido,
maldita para sus descendientes.

De esta manera, vemos cómo en este epodo la sangre derramada de Remo a partir del crimen fraterno se convierte
en “una culpa”, un “amargo destino”, una maldición para los romanos, destinados a perecer por su propia mano.
En el epodo XVI, el poeta mantiene esta idea de una estirpe maldita, nombrando a los romanos como una
“raza impía y manchada de crímenes” gracias a la cual “una nueva edad se ensangrienta con las guerras civiles, y

2
Roma se destruye con sus propias fuerzas” pero, a diferencia del epodo VII, sin explicitar el motivo original de esta
situación, representado por el crimen fraterno de Rómulo.
Este tema de la culpa originaria reaparece asimismo en las odas de Horacio. En varias de ellas, el punto de
partida del poeta no se modifica: siguen siendo para el romano los crímenes y las faltas de sus ancestros. Pero, a
diferencia de los epodos, en las odas se insinúa una solución posible a la maldición que arrastra la estirpe romana.
En sus odas, Horacio plantea una regeneración ética de las costumbres, a la que deben contribuir todos,
pero además plantea la necesidad de que alguien asuma en sí mismo la expiación de la ofensa perpetrada contra los
dioses por el sacrilegio inicial. De esta manera, la purificación de la falta reclama un expiador externo. No se trata
de un pago sangriento con sacrificio animal; aquí implicará una tarea política de pacificación y ordenamiento, un
plan de contenido político-religioso llevado adelante por un individuo.
Este sujeto expiador de la maldición romana es presentado por Horacio en su Oda 1, 2. En ella, el poeta
comienza nombrando una serie de calamidades de tres tipos que han afectado a Roma: una tempestad de nieve y
granizo, una inundación del Tíber y las guerras civiles causadas por las faltas de los padres y/o antepasados:

ODA 1, 2: EL EXPIADOR

Nieve suficiente ya y cruel granizo a la tierra


envió nuestro Padre y después de golpear
con enrojecida diestra la sacra fortaleza
hizo temer a la ciudad, (...)

Vimos al rojizo Tíber, tornadas con ímpetu


sus ondas desde la orilla etrusca
ir a derribar los palacios de un rey
y los templos de Vesta, (...)

Diezmada por la falta de sus padres nuestra juventud


sabrá que entre ciudadanos se ha aguzado el hierro
con el que mejor perecieran los persas temibles,
sabrá de nuestras luchas.

Ante esta situación crítica sufrida por el pueblo romano, surge en el poema la pregunta acerca del del dios salvador,
del posible expiador del crimen fundacional de Roma:

“¿A qué dios invocaría el pueblo cuando se desploma


el imperio? ¿Con qué plegaria
las doncellas consagradas fatigarían a Vesta,
sorda a sus cantos rituales?

¿A quién dará Júpiter la tarea de expiar


el crimen? (...)”

Como respuesta a esta pregunta el poeta elige finalmente al dios Mercurio, “hijo de Maya nutricia”, quien en su
epifanía cambia su forma divina y adopta la del joven Octaviano, vengador del asesinato de Julio César. De esta
manera, el expiador se presenta en el poema como Mercurio Augusto, a quien el poeta implora que permanezca
largo tiempo protegiendo y dirigiendo a los romanos, sin retirarse enojado con sus protegidos a otro santuario o al
cielo:

“o tú, alado hijo de Maya nutricia,


si cambiada tu figura, asumes en la tierra

3
la del joven soportando que se te llame
vengador de César.

Tardo vuelve al cielo y largo tiempo


quédate gozoso entre el pueblo de Quirino,
e indignado con nuestras faltas, no te arrebate
una brisa muy veloz;

más bien prefiere aquí los grandes triunfos,


aquí ser aclamado como padre y príncipe,
y no dejes que los medos cabalguen impunes
siendo tú, César, nuestro jefe.”

Siguiendo la misma línea, en la Oda IV, 15 Horacio presenta esta expiación como algo ya cumplido, en un himno
de agradecimiento al Princeps por la tarea realizada, por haber acabado con el castigo heredado al haberle puesto
fin a las guerras civiles y extendido los frutos de la paz:

“Tu edad, oh, César,

otra vez ha suscitado copiosas las mieses en los campos


y devuelto a nuestro Júpiter las enseñas
arrancadas a las puertas altivas
de los partos, y libre de guerras

cerrado el templo de Jano Quirino, y la licencia


violadora del orden le ha impuesto frenos
ha suprimido las culpas y de nuevo
convocado las antiguas usanzas (…)

Siendo el César custodio de lo nuestro, ni el furor


civil o la violencia limitarán la paz,
ni la cólera que forja espadas
y enemista las urbes desdichadas.”

De esta manera, vemos cómo en la poesía de Horacio el mito fundacional de Rómulo y Remo es retomado, en
primer lugar, como una explicación o justificación mítica de los conflictos civiles que aquejaban a Roma en los
años previos al principado de Augusto y, en segundo lugar, en función de enaltecer la figura del propio Augusto
como salvador y expiador de esa falta primigenia, devolviendo al pueblo romano la paz perdida a partir del crimen
fraterno.
En lo que respecta a Virgilio, como dijimos, también retoma la leyenda de Rómulo y Remo como parte de
un movimiento de regreso al pasado legendario de Roma con el objetivo de ponerlo en conexión y armonía con el
presente augústeo, aunque con algunas diferencias en comparación con su compatriota Horacio.
El uso que Virgilio hace de la leyenda de Rómulo y Remo se evidencia especialmente en la Eneida. En esta
obra, la primera mención que encontramos de la historia de los dos hermanos se produce en el Libro I. En él,
quejándose Venus ante Júpiter acerca de los males causados por Juno a su hijo y los suyos, Júpiter confirma a
Venus, para tranquilizarla, el destino victorioso de Eneas y su estirpe:

“Aquí se reinará trescientos años completos


por la raza de Héctor, hasta que Ilia, princesa sacerdotisa,
preñada de Marte le dará con su parto una prole gemela.

4
Después, contento bajo el rubio manto de una loba nodriza
Rómulo se hará cargo del pueblo y alzará las murallas
de Marte y por su nombre le dará el de romano.”

Como vemos, en la primera referencia a Rómulo y a Remo que aparece en el discurso de Júpiter a Venus se nombra
a los hermanos como parte de la genealogía a través de la cual el pueblo romano descenderá del troyano. Luego,
Júpiter le adjudica a Rómulo el poder pero sin nombrar el crimen fraterno ni el destino de su hermano.
Más adelante, el poeta inserta en el discurso de Júpiter sobre el futuro de Eneas y de Roma a la labor de
Augusto, una vez finalizada la cual se concretará el fin de las guerras civiles. Tanto Fides como Vesta, divinidades
vitales en la vida religiosa de la edad augústea, son nombradas en paralelo con Quirino (imagen de Rómulo
divinizado) y Remo:

“Con el fin de las guerras más suave se hará el áspero siglo:


la canosa Lealtad, y Vesta y Quirino con su hermano Remo
darán sus leyes, y serán cerradas las sanguinarias puertas de la Guerra...”

En este fragmento, los hermanos ya no son tomados como una imagen de la historia que realmente ocurrió sino
como un símbolo divino, sin producirse ningún tipo de diferenciación entre ellos. De esta forma, vemos de qué
manera Virgilio, a diferencia de Horacio, no sólo evita toda mención al asesinato de Remo a manos de Rómulo,
sino que además los reconcilia en un paralelismo divino que será de ayuda para el princeps durante su imperio.
Esta conexión entre el pasado mítico y el presente de Roma que se evidencia en el Libro I volverá a
aparecer con mayor fuerza en dos episodios clave de la Eneida: el descenso de Eneas a los infiernos, que se
produce en el Libro VI, y la descripción de las armas de Eneas, consignada en el Libro VIII.
En el Libro VI Eneas, en compañía de la Sibila de Cumas, desciende al mundo de los muertos, donde el
caudillo troyano se encuentra con la sombra de su padre, Anquises, quien le revela la historia futura de Roma,
desde sus primeros descendientes albanos hasta el propio emperador Augusto:

“Y el hijo de Marte se hará compañero del abuelo [Numitor],


Rómulo, a quien de la sangre de Asáraco su madre Ilia
parirá ¿No ves cómo se alzan sobre su cabeza dos crestas
y el mismo padre de los dioses ya con su honor lo señala?
¡Ah, hijo! Bajo los auspicios de éste aquella ínclita Roma
igualará su imperio con las tierras, su espíritu con el Olimpo,
y una que es rodeará sus siete alcázares con un muro,
bendita por su prole de héroe (…)
Ahora vuelve hacia acá tus dos ojos, mira este pueblo
y tus romanos. Aquí César y toda la descendencia
de Julo que ha de venir bajo la gran bóveda del cielo.
Este varón, este es el que con frecuencia oyes que se te ha prometido,
César Augusto, linaje de un dios, que de nuevo abrirá
los siglos de oro en el Lacio...”

En este pasaje Virgilio mantiene su decisión de evitar toda mención al crimen fraterno de Remo a manos de
Rómulo, y se limita a nombrar a Rómulo como guerrero, constructor de las murallas protectoras e iniciador de una
estirpe de héroes.
Asimismo, la mención de Rómulo como fundador de Roma y de su grandeza se realiza, en el marco del
discurso de Anquises a su hijo, en un paralelismo con su abuelo Numitor y con Augusto, representándose a los tres
como fundadores en algún aspecto del estado romano.
Como dijimos, la última mención a la leyenda de Rómulo y Remo se produce en el libro VIII. En él, Venus
va a visitar a Vulcano en su fragua y le pide una armadura para su hijo. Vulcano forja entonces para Eneas un

5
escudo en el que están representadas escenas de la historia de Roma, entre ellas, la crianza de Rómulo y Remo por
parte de una loba, la batalla de Accio en el 31 a. C y la posterior consagración de César Augusto como emperador,
representante de la gloria de Roma:

“Había figurado también en la verde gruta de Marte


la loba tumbada recién parida, con los niños gemelos jugando
colgados de sus ubres y mamando sin miedo
de su madre; ella, con su suave pescuezo agachado,
los lamía por turno y moldeaba sus cuerpos con la lengua. (…)
En medio se podían ver las flotas armadas, la batalla
de Accio, y podías ver hervir todo Léucate con la
formación de batalla y brillar las aguas con el oro.
Por una parte, César Augusto llevando a los ítalos a la guerra
con los senadores y el pueblo, con los penates y los grandes dioses (…)
César, llevado a las murallas de Roma con su
triple triunfo, consagraba a los dioses ítalos un voto inmortal (…)
Tales imágenes admira en el escudo de Vulcano, regalo de
su madre, y desconocedor de aquellas cosas, se regocija con las imágenes,
levantando en su hombro la gloria y el destino de sus descendientes”

De este modo, vemos cómo Virgilio vincula a través del mito de Rómulo y Remo, al igual que Horacio, el pasado
legendario de Roma con el presente de su obra, representado por el principado de Augusto. Sin embargo, a
diferencia de su compatriota, Virgilio produce esta relación a partir de valores puramente épicos, tales como la
valentía, la audacia, la gloria, la entrega y el honor, evitando toda mención a la culpa originaria y al supuesto
destino trágico de los romanos.
En este sentido, podemos decir que ambos poetas toman las imágenes de Rómulo y de Remo desde
diferentes perspectivas. Horacio retoma el mito para encontrar la causa de las contiendas entre los mismos
romanos, estableciendo el asesinato como culpa primigenia de todo el pueblo, que será expiada de la mano de
Augusto, encargado de establecer el orden y de finalizar las guerras internas. Virgilio, por su parte, no toma a
Rómulo como integrante de esta culpa primigenia. La imagen que Virgilio crea de Rómulo es muy diferente,
debido a que, por un lado, evita nombrar el destino de Remo y, al nombrarlo, lo hace partícipe de un simbolismo
divino que formará junto a su hermano. Por otro lado, la imagen de Rómulo ayuda a representar la imagen que
Virgilio desea formar de Augusto.
En ambos poetas la relación de Rómulo y Augusto es clara, Horacio lo identifica como expiador de la falta
cometida por el primero, y Virgilio establece un paralelismo entre la imagen de Rómulo como fundador de la
ciudad, primer augur y dios deificado y la de Augusto como fundador de la edad de oro en Roma, expresando
claramente la combinación característica de la Eneida entre la narración legendaria, la síntesis de la historia romana
y la exaltación de la obra de Augusto.

La envidia moderna: el mito de Caín y Abel en el Abel Sánchez de Unamuno

Otro duelo de hermanos que constituye un mito fundacional de la cultura occidental es el de Caín y Abel,
consignado en el libro 4 del Génesis, en el Antiguo Testamento. Según la historia, de la unión de Adán y Eva nace
primero Caín, labrador, y luego Abel, pastor de ovejas. Ambos hermanos realizan una ofrenda a Dios: el primero
ofrenda los frutos de la tierra, mientras que el segundo sacrifica los primeros nacidos de sus rebaños y quema su
grasa.
Según el relato, a Dios le agradó más la ofrenda de Abel, hecho que provocó la envidia de Caín, quien
acabó por esta razón asesinando a su hermano.

6
Al percibir Dios lo que había sucedido, maldijo a Caín: “En adelante serás maldito, y vivirás lejos de este
suelo fértil que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano ha derramado. Cuando cultives la
tierra, no te dará frutos; andarás errante y fugitivo sobre la tierra”.
Asimismo, Dios hizo una marca a Caín para que nadie lo matara, bajo la promesa de vengar siete veces a
quien lo hiciera y le evitara así su destino.
Uno de los escritores que recuperó el mito de Caín y Abel como metáfora sobre su propia época fue el
español Miguel de Unamuno. En 1917, Unamuno escribió Abel Sánchez: una historia de pasión, obra en la que
reelabora el mito bíblico en las figuras de Joaquín Monegro y Abel Sánchez, centrándose en la envidia de Joaquín
hacia Abel y contextualizándolo en la España de la época.
Miguel de Unamuno perteneció a una generación de escritores denominada como la Generación del ’98,
quienes coincidieron en su esfuerzo por recuperar la esencia de España y en la rebelión frente al atraso social y
económico en que vivían los españoles a fines del siglo XIX, al mismo tiempo que compartieron características
intelectuales, de pensamiento, y respecto a su modo de concebir las formas literarias.
En este sentido, una de las características de la Generación del ‘98 señalada por Martín de Riquer es la de
poseer en común “una base de preocupación patriótica” (De Riquer, 1972:250) que desemboca en un patriotismo
marcado y en el interés por lo folklórico y por el color local. En esta línea, la reelaboración del mito de Caín y Abel
le sirve a Unamuno para expresar su preocupación acerca de la situación y el destino de su país en el contexto
histórico de producción de su obra.
En el prólogo a la segunda edición de la novela, el propio Unamuno confiesa haber escrito una “historia
congojosa” para librarse de ciertas “congojas patrióticas” y señala a la envidia como el vicio capital característico
de los españoles. Del mismo modo en que Horacio abordó el mito de Rómulo y Remo en su poesía, la envidia
cainita también representa en la obra de Unamuno una culpa primigenia, objetiva, un castigo heredado por el
pueblo español:

“Y esta terrible envidia, phthonos de los griegos, pueblo democrático y más bien demagógico, como el español, ha
sido el fermento de la vida social española.” (Unamuno, 1928:3)

A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX España era una nación en crisis, luego de la pérdida de tres de sus
últimos enclaves coloniales (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) a manos de Estados Unidos y la consiguiente abolición
del imperio colonial establecido por la Monarquía, así como también por la posterior situación social y económica
provocada por el impacto de la Primera Guerra Mundial.
Esta situación de crisis instaló en ese contexto un clima de desconfianza entre los españoles y una pregunta
acerca de la propia identidad, de la posición del país en la escala y el escenario internacional, es decir, produjo el
interrogante acerca del propio lugar de inferioridad o superioridad con respecto a un “otro”.
De esta manera, el personaje de Joaquín Monegro constituyó para Unamuno la excusa literaria con la que
ahondar y explorar el modo en que los españoles se percibían a sí mismos como individuos y como nación, una
forma de extrapolar el problema de la identidad y de la envidia a un espacio más general, al ámbito de lo colectivo.
Si consideramos a la identidad como una construcción, como un proceso relacional que requiere
necesariamente de un otro, de una alteridad para configurarse, entenderemos por qué, en el caso de la obra de
Unamuno, la relación entre Joaquín y Abel se plantea como una relación dialéctica, en la que uno no puede vivir sin
el otro o, mejor dicho, en la que cada uno necesita del otro para poder definirse. Ya en las primeras páginas del
relato, la identidad de uno es descripta en relación con el otro. Dice el narrador: “Aprendió cada uno de ellos a
conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos
de crianza” (Unamuno, 1928:5).

“Pues en la soledad, [Joaquín] jamás lograba estar solo, sino que siempre allí, el otro. ¡El otro! Llegó a
sorprenderse en diálogo con él, tramando lo que el otro le decía...” (Unamuno, 1928:61)

Es por este motivo que, a pesar de tener oportunidad de dejarlo morir, en una ocasión en la que Abel enferma
gravemente, Joaquín decide salvarlo para no ver comprometidas, en sus palabras, su “salud mental” y su “razón”. A

7
diferencia del relato bíblico, Joaquín (Caín) no se deshace de Abel ante la primera afrenta sino que decide
mantenerlo con vida, en un proceso en el que se hace necesario sostener al otro en tanto otro, para preservarse al
mismo tiempo a sí mismo.
Este planteo especial de una relación de mutua necesidad entre Joaquín y Abel tiene que ver con una
relectura del mito que se encuentra inserta en la propia obra. En el capítulo XI, Abel, el artista, confiesa a su amigo
su intención de pintar un cuadro inspirado en “la muerte de Abel por Caín, el primer fratricidio” (Unamuno,
1928:35). Este hecho da lugar a un debate entre ambos personajes en el que Joaquín deja sentada su posición: así
como la existencia de la enfermedad permite definir y valorar la salud, las flaquezas, las desgracias y los defectos
del prójimo también sirven para que los agraciados puedan jactarse de su fortuna:

“- (…) El agraciado, el favorito de Dios era Abel...el desgraciado, Caín…


- ¿Y qué culpa tenía Abel de eso?
- ¡Ah!, pero ¿tú crees que los afortunados, los agraciados, los favoritos, no tienen culpa de ello? La tienen de no
ocultar y ocultar como una vergüenza, que lo es, todo favor gratuito, todo privilegio no ganado por propios méritos,
de no ocultar esa gracia en vez de hacer ostentación de ella. (…)
- ¿Y tú sabes (…) que Abel se jactara de su gracia?
- No me cabe duda, ni de que no tuvo respeto a su hermano mayor, ni pidió al Señor gracia también para él. Y sé
más, y es que los abelitas han inventado el infierno para los cainitas porque si no su gloria les resultaría insípida. Su
goce está en ver, libres de padecimiento, padecer a los otros...” (Unamuno, 1928:37-38)

Mediante esta relectura del mito, Joaquín revela la verdadera naturaleza egoísta, narcisista, de Abel. El pintor está
dominado, en sus palabras, por “el soberano egoísmo que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno. Ingenuamente,
sencillamente no se daba cuenta de que existieran los otros. […] No sabía ni odiar; tan lleno de sí vivía” (Unamuno,
1928:20)
Al igual que el Abel bíblico, el Abel pintor ha recibido los dones de la fortuna, no conoce la frustración de
los deseos incumplidos o el rechazo de los otros, y su felicidad es una experiencia que no ha soportado ninguna
forma de resistencia. En este sentido, no se puede hablar de mérito ni de gracia, sino de un destino inevitablemente
dichoso que contrasta con y se define a partir de la existencia como puro padecer de Joaquín.
Este contrapunto entre las miradas y las personalidades de Joaquín y Abel se ve favorecido en la obra
gracias al despliegue, por parte del autor, de otro de los rasgos propios de los escritores de la Generación del ’98: el
rechazo del paradigma de la novela realista vigente hasta el momento.
Unamuno plantea justamente su concepto de nivola como resistencia a la idea tradicional de “novela”. La
nivola representa para el autor el rechazo de las características de la novela realista, tales como la caracterización
psicológica, la ambientación y la narración omnisciente en tercera persona. En palabras de Martín de Riquer:

“En su obra narrativa, Unamuno renuncia a todo lo externo, caracterización, ambiente, enredo argumental,
concentrándose en el diálogo para manifestar los problemas de la personalidad, en las cuestiones en que gira el ser
o no ser de los hombres…” (de Riquer; 1972:254).

En el caso de Abel Sánchez: una historia de pasión, la concentración en el diálogo por sobre la narración en tercera
persona coloca en primer plano el contraste y el contrapunto entre los personajes, así como también los conflictos y
contradicciones que los atraviesan. A esto se suma la inserción en el relato de una narración en primera persona
hecha, a modo de confesión a su hija, por el propio Joaquín Monegro. Al comienzo de la novela, anuncia el
narrador:

“Entremézclanse en este relato fragmentos tomados de una confesión (…) y que viene a ser al modo de comentario
que se hacía Joaquín a sí mismo de su propia dolencia” (Unamuno, 1928:5)

8
El uso de este recurso literario permite al autor resaltar la complejidad psicológica y las contradicciones del
personaje de Joaquín, generando un contraste entre la actitud y los sentimientos narrados y aquellos que el propio
personaje reconoce en su confesión:

“Al anunciar Abel a Joaquín su casamiento, este dijo:


- Así tenía que ser. Tal para cual.
- Pero bien comprendes…
- Sí, lo comprendo, no me creas un demente o un furioso (…)
‘En los días que siguieron a aquél en que me dijo que se casaban- escribió en su Confesión Joaquín- sentí como si
el alma toda se me helase. Y el hielo me apretaba el corazón. Eran como llamas de hielo. Me costaba respirar. El
odio a Helena, y sobre todo, a Abel, porque era odio, odio frío cuyas raíces me llenaban el ánimo, se me había
empedernido” (Unamuno, 1928:19-20).

La concentración en el diálogo y en la narración confesional por sobre la narración en tercera persona permiten
también al autor de esta nivola desplegar otra de las características propias del movimiento literario al que
perteneció. A saber: el marcado subjetivismo y sensibilidad individual que devienen de la simpatía que todos estos
escritores tenían hacia el pensamiento romántico encarnado en Mariano José de Larra. Dicho subjetivismo se
combina en esta obra con la influencia del existencialismo, sobre todo de aquel representado por Kierkegaard, a
quien Unamuno leyó en su idioma original (danés, idioma que aprendió para leer las obras de Ibsen). De esta
manera, el diálogo, la conversación y la confesión se erigen como vehículos de presentación de los problemas
anímicos de los personajes y de su conciencia del existir como base de su pensamiento.
La perspectiva existencialista supone, en la obra de Unamuno, tomar como punto de partida una visión de
hombre como ser existente, razonando y sintiendo, y sobre todo, sufriendo. Es aquí donde surgen las
contradicciones en el individuo: un constante preguntar sin obtener respuestas claras, que en el caso de Joaquín se
expresa mediante una permanente sensación de duda con respecto a Dios y a la fe, entre otras cuestiones:

“-¿El desconfiar de Dios es maldad? Vuelvo a preguntárselo.


-Sí, es maldad.
-Luego desconfío de Dios porque me hizo malo, como a Caín le hizo malo. Dios me hizo desconfiado…
-Le hizo libre.
-Sí, libre de ser malo.
¡Y de ser bueno!” (Unamuno, 1928:49-50)

En este camino el sujeto arrastra la duda y la contradicción hasta la propia la muerte. De ahí se desprende el
sentimiento trágico de la vida en la obra de Unamuno, de la naturaleza contradictoria inherente del hombre. Porque,
en palabras de Joaquín, “esta es la tragedia humana, y todo hombre es, como Job, hijo de contradicción”
(Unamuno, 1928:82)
En este discurrir constante acerca de la vida y la muerte, Joaquín llega a preguntarse incluso si su odio
sobrevivirá a su propia existencia, si se trata justamente de una culpa objetiva, de una especie de maldición o de
castigo heredado, que él pasará al mismo tiempo a sus descendientes:

“Y entonces pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría conmigo o si me sobreviviría; pensé si el odio
sobrevive a los odiadores, si es algo sustancial y que se transmite...” (Unamuno, 1928:39)

Sin embargo, como respuesta a este interrogante, la obra deja abierta la posibilidad de redención, de expiación de
esa falta primigenia promovida por el odio y la envidia. A diferencia de lo que piensa Joaquín, el odio no
necesariamente se transmite a la estirpe para ser inmortalizado, sino que puede ser expiado por los descendientes.
Esta posibilidad está representada, en la historia, por la figura del pequeño Joaquín, nieto en común de Joaquín
Monegro y Abel Sánchez, como metáfora y representante del futuro de los españoles.

9
Hacia el final de la historia, ya en su lecho de muerte, Joaquín reconoce haber odiado por haber nacido en
tierra de odios, y pide, para ser exculpado, que le acerquen a su nieto, con el objetivo de pedirle perdón:

“¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser: ‘Odia a tu prójimo como a ti mismo’.
Porque he vivido odiándome; porque aquí todos vivimos odiándonos. Pero...traed al niño (…)
Y cuando el niño llegó le hizo acercarse.
-¿Me perdonas?- le preguntó. (…)
-Di claro, hijo mío, di si me perdonas.
-Sí.
-Así, solo de ti, solo de ti, que no tienes todavía uso de razón, de ti, que eres inocente, necesito perdón.” (Unamuno,
1928:105)

De este modo, vemos cómo a partir de la reelaboración del mito de Caín y Abel, Miguel de Unamuno ubica en la
sociedad de su época, al igual que el poeta Horacio, las consecuencias de una falta primigenia, de la envidia
fratricida que se configura como pecado capital y como maldición heredada por los españoles. Pero, del mismo
modo que el poeta latino, Unamuno también plantea la posibilidad de una exculpación, de una expiación futura que
supone necesariamente, en primer lugar, el reconocimiento de esa falta y, en segundo lugar, el perdón y la
superación del rencor entre los contemporáneos.

Relecturas posmodernas: “Los hijos del conquistador” y la identidad latinoamericana

Por último, otro duelo de hermanos que funciona como mito fundacional, en este caso de la identidad y cultura
mexicana, en particular, y latinoamericana, en general, es el que el escritor Carlos Fuentes tematiza en su nouvelle
“Los hijos del conquistador”.
La obra de Fuentes se estructura en 26 episodios, agrupados en dos bloques de trece cada uno y construidos
en forma de diálogo alterno entre los dos hijos de nombre Martín del conquistador Hernán Cortés: Martín 2, el
mestizo, quien se presenta como “el primer Martín, hijo bastardo de mi padre y de doña Marina mi madre india, la
llamada Malinche, la intérprete sin la cual nada habría ganado Cortés”, y Martín 1, el criollo, hijo de Cortés y la
española Juana de Zúñiga.
La pugna entre los dos Martines es extrapolada y transformada, en esta obra, en metáfora de la sociedad
mexicana (y latinoamericana) contemporánea. En este sentido, Fuentes pone en acto sus propias ideas plasmadas en
La nueva novela hispanoamericana. Allí, el escritor plantea que a partir de la crisis del realismo burgués, de “la
forma burguesa de la novela y su término de referencia, el realismo” (Fuentes, 1972:17), se desarrolla durante el
siglo XX una nueva “convención representativa de la realidad, que pretende ser totalizante en cuanto inventa una
segunda realidad (…) a través de un mito” (Fuentes, 1972:19). De esta manera, para el autor, el objetivo de la
nueva novela hispanoamericana es el de “conquistar una nueva universalidad (…): la universalidad de la
imaginación mítica” (Fuentes, 1972:22).
Es en esta línea que podemos decir que “Los hijos del conquistador”, si bien se encuentra inspirada en
hechos históricos, opera la creación, la invención de una segunda realidad, de un mito a través del cual Fuentes
explica y enfrenta, al enfrentar a los dos Martines, a las que el considera las dos divisiones de la sociedad
mexicana: lo criollo y lo mestizo. Según el autor, esta duplicidad vive en cada mexicano como una ruptura interna
de su relación consigo mismo y con su entorno. En el diálogo decimotercero, Martín 2 se pregunta acerca de su
propia descendencia mestiza, sobre su lengua, sus tradiciones y sus creencias, dejando entrever la dualidad que
Fuentes atribuye a la identidad mexicana:

“padre, hijo y espíritu santo, jefe, chamaco, súcubo, ¿con cuál de ellos te quedas, mexicanito nuevo, indio y
castellano como yo, con el papacito, el escuincle o el espanto? (…) Los vi inventándose un color, una lengua, un
dios, tres en vez de mil, ¿cuál lengua?, ¿escuincle o chaval, chaval o chavo, guajolote o pavo, Cuauhnáhuac o
Cuernavaca donde nació mi hermano (…)?, ¿cuál Dios, espejo de humo o espíritu santo, serpiente emplumada o
Cristo crucificado (…)? ¿cuál madre de Dios, Tonantzín o Guadalupe? (...)” (Fuentes, 1993:pág. 91)

10
Esta duplicidad es reforzada, en el relato, por la paradoja del nombre: ambos herederos de Cortés, el criollo y el
mestizo, se llaman Martín. Sin embargo, el primero de los Martines en nacer, Martín 2, el mestizo, no será el
primero en reconocimiento social. “Debí ser Martín Primero, pero sólo soy Martín Segundo” (Fuentes, 1993:66),
dice, y más adelante su hermano, el criollo, refuerza: “Martín Segundo. Segundo, sí, segundón, aunque te duela”
(Fuentes, 1993:77).
A la luz de los conceptos de nacionalidad y de identidad, esta paradoja del nombre se transforma entonces
en la paradoja de la realidad mexicana, de la historia fundacional de la nación: al poner al segundo en nacer, al
criollo, la condición de primero, se resume la condición de segundón del mestizo, con todos los condicionamientos
culturales que ello comporta.
De esta manera, a partir de la descripción de las contradicciones que convivían en el tiempo de los
Martines, entre opresores y oprimidos, vencedores y vencidos, criollos y mestizos, primeros y segundones en la
escala social, Fuentes logra visibilizar las tensiones que él siente actuales en la sociedad mexicana.
Para lograr esta configuración mítica de la historia como alusión a la realidad presente, el autor despliega
en su obra recursos y procedimientos típicamente posmodernos, como el de ficcionalizar la información que
proviene de los documentos históricos en función de sus propios intereses.
Tal como resalta el propio Fuentes en La nueva novela hispanoamericana, en el siglo XX la mentalidad
realista y su expresión literaria, la novela realista, entran en crisis, así como también la creencia en la inteligibilidad
del discurso histórico y en la posibilidad de narrar los hechos “tal como fueron”. En este marco, la literatura
aparece como un discurso capaz no de reconstruir la historia, sino de reinterpretarla, de ofrecer una versión
alternativa de la realidad.
El relato de Fuentes se transforma entonces en ejemplo paradigmático de la pugna entre la historia escrita y
la subyacente, entre la lectura oficial y la subalterna, entre la voz del autor y la de la fuente primaria de la
información.
Este hecho se encuentra vinculado a una de las características centrales de la obra: la presencia de distintas
voces narrativas que representan al mismo tiempo versiones antagónicas o contradictorias acerca de un mismo
hecho. En este sentido, cada uno de los Martines se hace responsable del desarrollo de un programa narrativo
propio, en el que se destacan aspectos divergentes de la historia, generando visiones alternativas y apelando a la
controversia.
De este modo, mientras que Martín 1 pretende restaurar la gloria de su padre, de la cual depende también
su propio prestigio, Martín 2, por el contrario, se interesa por recordar eventos que revelan otras facetas del
conquistador, presentando una mirada alternativa sobre los mismos hechos ya narrados anteriormente por el otro
Martín:

Martín 1: “Mi padre regresó a España en 1530. Nunca se vio a un capitán de las Indias regresar con tanta gloria
(…) y así se encaminó hasta la corte en Toledo, entre banquetes y fiestas, precedido de una fama y boato que a
todos impresionaron. Al llegar a la corte, entró tarde a misa y pasó adelante de los más ilustres señores de España,
para ir a sentarse junto al rey don Carlos, entre los murmullos de envidia y desaprobación. ¡Nada lo detenía a mi
padre! Todo lo prodigó, salvo cinco esmeraldas finísimas que hubo de Moctezuma y que siempre guardó con celo
para sí, como prueba, digo yo, de sus hazañas. (…) De estas joyas se vanaglorió mi padre, tanto que la reina (…)
quiso verlas y quedárselas (…) Mas tanto las estimaba mi padre, que a la propia emperatriz se las negó...” (Fuentes,
1993:73-75)

Martín 2: “¿No prefieres mi franqueza? ¿No sabes que su imperial regreso a España con una corte propia y
desparramando riquezas confirmó al Rey en la sospecha de que este soldado quería ser el soberano de México? Sus
regalos exagerados a las mujeres enfurecieron a los maridos. Su insolencia de pasar sin permiso por encima de los
grandes en la misa y sentarse junto al Rey, su desdén de no regalarle, ni siquiera venderle, las esmeraldas a la
Reina, ¿no crees que todo ello enfrió al Rey y a la corte, predisponiéndolos contra nuestro padre,
encabronándolos?” (Fuentes, 1993:80)

11
De esta manera, vemos cómo Martín 1 se centra en las hazañas, en exaltar el carácter heroico de su padre y la
grandilocuencia de sus acciones, mientras que Martín 2persigue, en sus palabras, una imagen más franca, más real
y menos mitificada de Hernán Cortés.
Esta alternancia entre los programas narrativos y los puntos de vista de los dos hermanos posibilita
entonces la configuración de un enfoque narrativo múltiple, a partir del cual distintas miradas dialogan entre sí,
complementándose y/o contraponiéndose a lo largo de todo el relato, sin asumir ninguna de ellas veredictos de
verdad histórica. De esta manera, la polifonía y la configuración de diversas voces narrativas contribuyen a la
desnaturalización del discurso histórico como un discurso monolítico y totalizante, con pretensiones de verdad y
universalidad.
Además de reafirmar el carácter polifónico de la obra, la alternancia de los modos narrativos y los puntos
de vista a lo largo del diálogo entre Martín 1 y Martín 2 demuestra la complejidad de encasillar a los personajes
históricos bajo miradas unívocas. Esto se relaciona con otro procedimiento típicamente posmoderno: la intención
de disolver estereotipos y de deconstruir las figuras heroicas masculinas con el fin de otorgarles intimidad,
retratando a los personajes como cuerpos sexuados, envejecidos, vulnerables, repletos de fragilidades morales y
pasiones:

Martín 2: “Me detengo en lo único que realmente me apasiona y conturba: la vida sexual de mi jefecito, su
violencia, seducción y promiscuidad de la carne. Tenía infinitas mujeres (…) A los maridos los enviaba fuera de la
ciudad para tener libertad con las esposas. Con más de cuarenta indias se echaba carnalmente. Y a su mujer
legítima, Catalina Xuárez dicha la Marcaida, se le acusó, llanamente, de haberla asesinado. (…) De abuso carnal
(…) lo acusan seis viejas criadas iletradas.” (Fuentes, 1993:71)

Martín 1:“Estuve junto a él cuando murió. Un franciscano y yo. Ni uno ni otro pudimos salvarlo del horrible
desgaste de la disentería. El olor de la mierda de mi padre no lograba, sin embargo, vencer el fresco aroma de un
naranjo que crecía hasta la altura de su ventana y que, por esos meses, florecía espléndido” (Fuentes, 1993:67)

A la ficcionalización y reordenamiento del discurso histórico y la deconstrucción de estereotipos se suma la


inserción, en la obra, de un gran componente simbólico, que contribuye a la configuración del relato como un mito
que sirve para explicar, entre otras cuestiones, el sincretismo cultural y las tensiones contemporáneas en la sociedad
mexicana.
En el fragmento anterior, este componente simbólico está representado por el naranjo, que aparece en la
obra como una imagen que funde y conecta ambos continentes, Europa y América, en distintas dimensiones
temporales. Esta utilización del naranjo como símbolo queda más clara en los siguientes fragmentos:

Martín 1: “Recordó que al llegar a Yucatán lo deslumbró ver un naranjo cuyas semillas trajeron hasta allí los dos
náufragos desleales, Aguilar y Guerrero. (…) Le pidió semillas de naranjo al contramaestre de a bordo. (…) Pero
en la costa acapulqueña buscó un lugar bien sombreado y frente al mar cavó hondo y plantó las semillas del
naranjo. (…) Ahora, el perfume de la flor del naranjo entraba por la ventana de sus agonías.” (Fuentes, 1993:79)

Martín 1: “Recordé entonces la muerte de mi padre, el aroma del naranjo en flor que entraba por la ventana en
Andalucía, y quise imaginar que en su faltriquera, desde que desembarcó un día en Acapulco y allí sembró un
naranjo, mi padre traía esas semillas guardadas (…) y ellas permitirían a los frutos gemelos de América y Europa
crecer, alimentar, y un día, con suerte, encontrarse sin rivalidad.” (Fuentes, 1993:113-114)

Otros elementos que funcionan en el relato de Fuentes como símbolos del sincretismo cultural son las marcas de la
viruela en las caras del indio y del mestizo, como producto del contacto con el español, y la hibridación que se
produjo entre la arquitectura precolombina y la arquitectura colonial:

Martín 2: “Todo lo vi yo desde la obra que por entonces se iniciaba de la catedral de México (…) en nada distinto
yo de los albañiles y cargadores que allí se hacinaban (…) con las caras arañadas por la viruela y las narices

12
escurriéndoles mocos pues aún no se acababan de acostumbrar al vil catarro europeo. (…) Yo, hermano, parado en
lo que quedaba del vasto muro azteca de las calaveras, sobre el cual comenzaba a levantarse la catedral (…) pensé,
Dios mío, ¿cuántos cristianos vendrán algún día a orar a esta catedral, sin imaginar siquiera que en la base de cada
columna del templo católico está inscrita una insignia de los dioses aztecas?” (Fuentes, 1993:84-85)

Pero el episodio más simbólico de la obra, el que definitivamente instaura a los dos Martines como fundadores de
la cultura mexicana, es aquel en que ambos hermanos forman parte de una especie de rito fundacional o iniciático.
En él, el valle de México es representado mediante la metáfora de un vientre, del que, luego de que el criollo y el
mestizo metan sus manos, va a nacer el futuro país, en el que se funden las voces, las culturas, las creencias
indígenas y españolas:

“Metemos las manos, los dos Martines, en ese vientre abierto [el valle de México] (…) Entonces surge del fondo de
la laguna, inesperadamente, un coro de voces (…) Una canta en náhuatl, otra en castellano, pero acaban por
fundirse (…) Se funden las voces para cantar juntas al paso fugaz de la vida” (Fuentes, 1993:95-96)

De este modo, vemos cómo la obra de Fuentes congrega elementos característicos de las ficciones posmodernas,
tales como la hibridez, la ficcionalización de la historia, la polifonía y la deconstrucción de estereotipos, con el
objetivo de configurar un relato que opere como una realidad segunda, como un mito que sirva al mismo tiempo
para explicar y poner en tensión las contradicciones de la identidad y la historia mexicanas, en función de analizar
aquello del pasado que aún persiste como deuda, como crisis, como preocupación ética, y que debe ser
problematizado y/o resuelto por los contemporáneos.

Por medio de este recorrido por las obras de diferentes autores, relacionados con distintos contextos de producción
y diversas poéticas, vemos cómo el duelo o la pugna entre hermanos se ha configurado a lo largo de la historia
como uno de los arquetipos culturales que atraviesa los mitos fundacionales de la cultura occidental.
Por medio de la relectura de estos mitos fundacionales a la luz de su propio presente histórico, estos autores
han podido dar cauce a sus propias preocupaciones intelectuales, éticas y políticas. De esta manera, si bien cada
uno de estos escritores se vio influenciado por su propio contexto, encontraron todos ellos en la literatura una
herramienta para revisitar y resignificar el pasado, para comprender la propia historia, cultura o identidad y para dar
sentido a la experiencia.

13
Bibliografía

ANÓNIMO (1995) Biblia latinoamericana (62° edición). Editorial Verbo Divino, Navarra.

DE RIQUER, M. (1972) Historia de la literatura universal. Editorial Planeta.

DE UNAMUNO, M. (1928)Abel Sánchez: una historia de pasión. Versión digital (epub).

FUENTES, C. (1972) La nueva novela hispanoamericana, Editorial Joaquín Mortiz, México.

FUENTES, C. (1993) “Los hijos del conquistador” en El naranjo, Alfaguara, México.

GRIMAL, P. (1981) Diccionario de la mitología griega y romana. Paidós, Barcelona.

HORACIO (2007) Odas, canto secular, epodos. Editorial Gredos, Madrid.

VIRGILIO (1992) Eneida. Editorial Gredos, Madrid.

14

También podría gustarte