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Envuelto en una bruma de silencio y misterio,

Medita sus pasiones, las encarna en hechos,


Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
encue
Envuelto en una bruma de silencio y misterio,
Medita sus pasiones, las encarna en hechos,
Y las manda a otros en alas del Destino,
Como esa Voluntad invisible que nos guía,
¡Súbitas, calladas, inescrutables!
 
Hacia el año 1764, un grupo de ingleses que se hallaba de viaje por Italia se
detuvo durante una excursión a los alrededores de Nápoles, ante el pórtico de
Santa Maria del Pianto, iglesia aneja a un antiguo convento de la orden de los
penitentes negros. La magnificencia de su atrio, aunque desgastado por el tiempo,
despertó en los viajeros tanta admiración que sintieron curiosidad por visitar su
interior, y con este propósito subieron la escalinata de mármol que conducía hasta
ella.
A la sombra, detrás de los pilares, un individuo paseaba con los brazos cruzados y
la mirada baja, recorriendo toda la extensión del atrio, tan absorto en sus
pensamientos que no se dio cuenta de que se acercaban desconocidos. El rumor
de pasos, no obstante, le sobresaltó; se volvió y, sin detenerse, corrió a una puerta
que daba acceso a la iglesia y desapareció.
Había algo demasiado sorprendente en su figura y demasiado singular en su
reacción para pasar inadvertido a los visitantes: era un hombre alto, cargado de
hombros, de tez pálida y facciones duras; con unos ojos que, al mirar por encima
del embozo de la capa, parecían reflejar una enorme ferocidad.
Los viajeros, al entrar en el templo, buscaron con la mirada al personaje que los
había precedido, pero no lo descubrieron en ninguna parte; sólo vieron surgir otra
figura de las sombras que poblaban las largas naves laterales: un fraile del
convento contiguo, que era quien solía enseñar a los visitantes los objetos de
especial interés que guardaba la iglesia, y que con esa intención acudía ahora al
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