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Domingo II de Adviento

Ciclo B
6 de diciembre de 2020

Pueblo de Sión, alegres noticias se te anuncian. El mensajero sube a lo alto del monte y en
el desierto se escucha su voz, fuerte y segura. La venganza de la majestad se ha
transformado en piedad y misericordia. Tu elección es servicio a las naciones. El perdón
está a la mano del que se arrepiente. Todos somos convocados. Buena nueva. Evangelio.
Principio definitivo de toda historia. Posibilidad egregia de toda vocación. Jerusalén recibe
en su corazón la embajada de la libertad. Las rutas hacia ella se vuelven accesibles. El
consuelo de Dios se reitera, con ecos de gloria. La tierra se dispone para generar su fruto
supremo. Regado por la conversión, el Espíritu prepara su invasión de gozo.

Desde el principio se menciona que Jesús es quien trae la buena nueva. Más aún, que él
mismo es la buena nueva. El texto que presenta san Marcos es el Evangelio de Jesús, es
decir, que Jesús porta y que Jesús mismo es. E inmediatamente se nos remite a la persona
del precursor, para mostrar que algo diseñado previamente se está cumpliendo. Juan es
ángel, apóstol, preparador. Todos estos términos estaban ya en la profecía y se traducen en
el tiempo nuevo. Y nos alcanzan, con todas sus evocaciones e insinuaciones. Más que
nombres, son acciones. Anunciar, ser enviado, preparar. Con su bautismo, Juan disponía los
ánimos de quienes tenían la oportunidad de ser contemporáneos a la plenitud de los
tiempos. Los acontecimientos cruciales de la historia de la humanidad que ocurrían ante sus
ojos podían pasar desapercibidos si una voz poderosa nos los alertaba. Un proceso intenso
se reclamaba de ellos, no sólo de enterarse de una información que se les avisaba, sino
sobre todo por la llamada a un cambio de rumbo y de mentalidad que se les urgía. Con el
acontecimiento y la presencia de una persona se están movilizando las eras. Un dinamismo
nuevo, una vitalidad nueva, se acercan a los hombres. Al introducirnos la Iglesia en el
anuncio del Bautista, refresca el inicio de nuestro camino vinculándonos de nuevo a Cristo
y sembrando en nosotros ese mismo dinamismo, esa misma vitalidad. Despertándonos a su
perenne vigencia. Se nos llama a la conversión, sí, como si estuviéramos partiendo de
nuevo por primera vez al encuentro del que ya conocemos. Gracias a ello, percibimos que
hay siempre una faceta que no hemos agotado del misterio, y que no hemos de dejar que la
inercia nos acostumbre a su verdad. Hay algo asombroso, inaudito, sorprendente en el
anuncio cristiano. El mensajero nos vuelve accesible la trascendencia de aquel que lo ha
enviado, y nos acerca el misterio orientándonos a su recepción. Nos relacionamos con él y
recibimos de él mismo la marca nueva de su justicia.

Nuestro tiempo entra, así, a los ritmos impenetrables de Dios. Para él, un día es como mil
años y mil años, como un día. Es su eternidad la que renueva la cercanía y la que vuelve
vigente su promesa, para hoy y para siempre. Es también ella la que asimila las voces
proféticas a la del Bautista, y la que nos hace afines, ya desde Cristo, a la misma realidad
que atraviesa los tiempos. Es ella la que le da contenido a nuestra experiencia, como
auténtica tensión hacia el Dios vivo, y la que hace eficaz la sacramentalidad de nuestra
liturgia. Pero, además, es a ella en su plenitud a la que nos dirigimos, de modo que la
vivencia presente no es sino semilla de una abundancia que aún desconocemos. Por ello
nuestra existencia es también oportunidad de retomar el rumbo, ocasión de enderezar los
senderos, razón de fecundar los momentos con el mismo grano de esa presencia, de ese
acontecimiento, de ese dinamismo. De esta manera también nuestro día se acerca a los mil
años de Dios, y nuestros mil años se funden en el único día de Dios. La paciencia de Dios
es el espacio de nuestro acontecer, de nuestra conversión, para que su juicio coincida con su
perdón y nuestra redención.

¡Con cuánta santidad y entrega debemos vivir esperando y apresurando el advenimiento


del día del Señor! ¡Con cuánta seriedad debemos emparejar nuestra senda, para que no
haya en ella mancha ni arruga! Subamos a la cumbre. La piedad es la genuina respuesta al
don de Dios que nos abre el camino de una vida para acoger su cercanía con dignidad y
gratitud. Ya viene. Él. Su nombre se reserva en la predicación del precursor, pero con
claridad se contiene en el principio. Es Jesús. El Hijo de Dios. El que bautizará con Espíritu
Santo. Su identidad nos es familiar, pero no hemos terminado de concebirlo. Permitamos
que este tiempo nos lo engendre, para que nazca en nosotros, para que también nosotros lo
anunciemos desde Sión, desde la Iglesia, a todas las naciones. Para que también nosotros
seamos evangelio. Ángeles, apóstoles, precursores. Para que su eternidad viva en nosotros y
nosotros pervivamos en su secreto. ¡Levántate, Jerusalén! Dios te trae su alegría.

Lecturas
Del libro del profeta Isaías (40,1-5.9-11)

“Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón de Jerusalén y


díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre y que ya ha satisfecho por sus
iniquidades, porque ya ha recibido de manos del Señor castigo doble por todos sus
pecados”. Una voz clama: “Preparen el camino del Señor en el desierto, construyan en el
páramo una calzada para nuestro Dios. Que todo valle se eleve, que todo monte y colina se
rebajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se allane. Entonces se revelará la gloria
del Señor y todos los hombres la verán”. Así ha hablado la boca del Señor. Sube a lo alto
del monte, mensajero de buenas nuevas para Sión; alza con fuerza la voz, tú que anuncias
noticias alegres a Jerusalén. Alza la voz y no temas; anuncia a los ciudadanos de Judá:
“Aquí está su Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo.
El premio de su victoria lo acompaña y sus trofeos lo anteceden. Como pastor apacentará su
rebaño; llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a sus
madres”.

Salmo Responsorial (Del Salmo 84)


R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos al Salvador.
Escucharé las palabras del Señor,
palabras de paz para su pueblo santo.
Está ya cerca nuestra salvación
y la gloria del Señor habitará en la tierra. R/.
La misericordia y la verdad se encontraron,
la justicia y la paz se besaron,
la fidelidad brotó en la tierra
y la justicia vino del cielo. R/.
Cuando el Señor nos muestre su bondad,
nuestra tierra producirá su fruto.
La justicia le abrirá camino al Señor
e irá siguiendo sus pisadas. R/.
De la segunda carta del apóstol san Pedro (3,8-14)

Queridos hermanos: No olviden que, para el Señor, un día es como mil años y mil años,
como un día. No es que el Señor se tarde, como algunos suponen, en cumplir su promesa,
sino que les tiene a ustedes mucha paciencia, pues no quiere que nadie perezca, sino que
todos se arrepientan. El día del Señor llegará como los ladrones. Entonces los cielos
desaparecerán con gran estrépito, los elementos serán destruidos por el fuego y perecerá la
tierra con todo lo que hay en ella. Puesto que todo va a ser destruido, piensen con cuánta
santidad y entrega deben vivir ustedes esperando y apresurando el advenimiento del día del
Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los
elementos. Pero nosotros confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y
una tierra nueva, en que habite la justicia. Por tanto, queridos hermanos, apoyados en esta
esperanza, pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con él, sin mancha ni
reproche.

R/. Aleluya, aleluya. Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos, y todos los
hombres verán al Salvador. R/.
Del Santo Evangelio según san Marcos (1,1-8)

Este es el principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. En el libro del profeta Isaías
está escrito: He aquí que yo envío a mi mensajero delante de ti, a preparar tu camino. Voz
del que clama en el desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”. En
cumplimiento de esto, apareció en el desierto Juan el Bautista predicando un bautismo de
arrepentimiento, para el perdón de los pecados. A él acudían de toda la comarca de Judea y
muchos habitantes de Jerusalén; reconocían sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Juan usaba un vestido de pelo de camello, ceñido con un cinturón de cuero y se alimentaba
de saltamontes y miel silvestre. Proclamaba: “Ya viene detrás de mí uno que es más
poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa
de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el
Espíritu Santo”.

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