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El Dios de la Misericordia

Domingo García Guillén

Enviado: diciembre de 2016


Versión definitiva: diciembre de 2016

Resumen: El autor del artículo explica el tratado teológico sobre Dios y es misionero de la mi-
sericordia. Tratando de unir ambas facetas, habla aquí del «Dios de la misericordia»,
caracterizándolo con siete adjetivos o expresiones verbales. En primer lugar, se trata
de un Dios «sospechoso», según las críticas de los llamados «maestros de la sospecha».
El único modo de superar estas críticas es conocer a Dios tal como Él es, escucharle,
puesto que es un Dios que se revela, abriendo su corazón a los hombres. El contenido
de esta revelación es el misterio de Dios, que lo caracteriza como un Dios «trinitario».
Esta comunión trinitaria no es cerrada, sino que incluye a los hombres. Dios, en la
visión cristiana, es «inclusivo». El quinto de los rasgos alude a la experiencia cristiana
de Dios, especialmente en los místicos y santos: es un Dios «padecido» o «vivido». Se
extraen también las consecuencias prácticas de la fe en un dios misericordioso para la
praxis. Por último, el artículo ensaya una sistematización filosófica de la misericordia
divina. Tal y como se ha revelado en Jesucristo, Dios «da que pensar».

Palabras clave: misericordia, Trinidad, cuestión de Dios, teología de los santos

The God of Mercy

Abstract: The author of this paper is a professor for Trinitarian Theology and he is also a
missionary of mercy. Trying to unite both facets, he presents the «God of mercy», cha-
racterizing Him with seven adjectives or verbal expressions. First, He is a «suspect»
God, according to the criticisms of the so-called «masters of suspicion». The only
way to overcome these criticisms is to know God as He is, listening to Him, since
He is a God who reveals Himself, opening his heart to mankind. The content of this
revelation is the mystery of God, that characterizes Him as a «Trinitarian» God. This
Trinitarian communion is not closed, but includes mankind. God, in the Christian
vision, is «inclusive». The fifth of the traits alludes to the Christian experience of God,
especially in the mystics and saints: he is a «suffered» or «lived» God. The practical
consequences of faith in a merciful God for praxis are also extracted. Finally, the paper
rehearses a philosophical systematization of divine mercy. As revealed in Jesus Christ,
God «provides food for thought».

Keywords: mercy, Trinity, question of God, theology of the saints

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El diez de febrero de 2016, Miércoles de Ceniza, comenzaba la cua-


resma del año jubilar de la Misericordia. Con aquella ocasión, el papa Fran-
cisco introducía en la Iglesia un ministerio novedoso: los misioneros de la
Misericordia. La Bula Jubilar los definía como «signo de la solicitud materna
de la Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la
riqueza de este misterio tan fundamental para la fe». Según esta presenta-
ción, los misioneros tendrían dos competencias básicas: ser «predicadores
convincentes de la misericordia» y administrar el sacramento de la reconci-
liación1. Por el carácter extraordinario del año jubilar, y con ánimo de no
poner ningún límite a la misericordia divina administrada en el sacramento,
el papa Francisco quiso dotar a estos misioneros de la capacidad de perdo-
nar también los pecados reservados a la Sede Apostólica2. Se trataba de
una misión temporal, directamente vinculada a la celebración del Jubileo
Extraordinario. Por eso, estaba llamada a extinguirse con la clausura de la
Puerta Santa3. Pero el papa Francisco invitó a los misioneros a continuar
su ministerio más allá el año Jubilar. Con esto quedaría un signo concreto
«de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a lo largo y ancho del
mundo»4.
Yo mismo fui enviado como misionero de la Misericordia por el papa
Francisco, junto con un nutrido grupo de presbíteros de todo el mundo.
No puedo sino agradecer este año lleno de bendiciones para mi ministerio
presbiteral. Han sido numerosas las invitaciones a confesar y predicar la
misericordia en distintos lugares. Mi corazón se ha llenado de nombres y
gratitud5. Creo que también he sido enriquecido en el plano de la reflexión
teológica. La predicación obliga a ser concretos. A dirigirse directamente

1 Cf. Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 18.


2 El Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, encargado de los Misioneros de la Mi-
sericordia, señalaba en carta del 10 de febrero (Prot. IM 356/2016/P), que han de entenderse los
siguientes pecados: «1) profanación de las especies eucarísticas mediante sustracción o detención
de las mismas para uso sacrílego; 2) violencia física contra el Romano Pontífice; 3) absolución del
cómplice contra el Sexto Mandamiento del Decálogo; 4) violación directa del sigilo sacramental
por parte del confesor».
3  Así lo recordaba el presidente del Pontificio Consejo, en carta del 13 de octubre de 2016

(Prot. IM/1788/2016/P).
4  Francisco, Carta apostólica Misericordia et Misera 9.
5  Si tratara de escribir una lista completa de agradecimientos, creo que no bastarían las

páginas de este artículo. Pero me ciño a los que me parecen ineludibles. Ante todo, a Daniel Ri-
quelme, con quien he compartido y comparto la misión. Antonio Jesús García Ferrer ha acompa-
ñado el proceso espiritual (semejante a un parto) por el que un joven profesor de teología se fue
convirtiendo en misionero de la misericordia. A D. Francisco Conesa (ahora, obispo de Menorca)
le debo gran parte de la teología que sé, y el estímulo constante para no dejar de estudiar y servir

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a la existencia –a veces rota y herida– de quienes escuchan. A no entrar en


discusiones sutiles que no ayudan al encuentro con Jesucristo. Sin embargo,
aunque no se diga en voz alta, hablar del Dios de la misericordia supone
realizar opciones teológicas importantes. Este artículo pretende explicitar
las intuiciones y convicciones que se fueron consolidando durante las pre-
dicaciones, conferencias y celebraciones penitenciales. Sólo con la distancia
del tiempo, voy apreciándolas con claridad6.
Mi objetivo es caracterizar al Dios de la misericordia, trazando los
rasgos de su fisonomía teológica. Conviene explicar un poco la expresión
que da título a esta contribución. No es que haya más de un dios. Pero sí
es posible entenderle (y malentenderle) de muchos modos. Pretendo hablar
de Dios desde su acción misericordiosa respecto de los hombres y mujeres
en cada época y lugar. Trato de aprender de los creyentes de la Biblia que,
al expresar su experiencia religiosa, hablan de Dios con algunas oraciones
verbales y adjetivos que describen su acción7. El Antiguo Testamento habla
de un Dios que crea, que hace promesas, que libera, que da órdenes, que
guía a su pueblo8. Pablo de Tarso emplea también oraciones de este tipo,
hablando del Dios «que da la vida a los muertos y llama a lo que es lo mis-
mo que a lo que no es» (Rom 4,17), «quien nos da la victoria por nuestro
Señor Jesucristo» (1Cor 15,55), el Dios «que por Cristo nos ha reconciliado
consigo» (2 Cor 5,17-19) y «aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús
nuestro Señor» (Rom 4,24; 8,11; 2 Cor 4,14; Col 2,12; 1 Pe 1,21)
Desde esta perspectiva, trazaré los perfiles del Dios de la misericor-
dia, describiendo siete características suyas por medio de un adjetivo o ex-

a la Iglesia con la caridad intelectual. Last but no least, quiero mencionar la doctora Aurora
Crespo, que ha leído con paciencia y amistad estas páginas y me ha hecho preciosas sugerencias.
6  Durante el año jubilar y su preparación, he publicado dos textos en los materiales de uso

interno del Plan Diocesano de Pastoral, que constituyen una primera aproximación a los temas
aquí tratados, cf. D. García Guillén, «El Rostro de la Misericordia. Presentación de la Bula
“Misericordiae Vultus” del papa Francisco», en: Encuentro con Cristo, rostro de la misericordia
del Padre. Programación Diocesana de Pastoral 2015-2016, Diócesis de Orihuela-Alicante, Ali-
cante 2015, 117-137; Idem, «Mientras vamos de camino. Una mirada peregrina al Jubileo de la
Misericordia», en: El encuentro con Cristo, camino de la misión. Programación Diocesana de
Pastoral 2016 – 2017, Alicante 2016, 27-46. Algunas secciones del presente trabajo aparecieron
antes en esos textos.
7  Para lo que sigue, cf. D. García Guillén, «Creer, sólo en Dios. El lugar del objeto en

el acto de fe», en: J.L. Cabria–R. de Luis Carballada (ed.), Testimonio y sacramentalidad.
Homenaje al profesor Salvador Pié-Ninot, San Esteban, Salamanca-Madrid 2015, 113-143 (es-
pecialmente, 133-140).
8  Cf. W. Bruegemann, Teología del Antiguo Testamento. Un juicio a Yahvé. Testimonio.

Disputa. Defensa, Sígueme, Salamanca 2007, 165-250.

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presión verbal. En primer lugar, me referiré a Dios como alguien sospecho-


so, tomando en cuenta algunas críticas del pensamiento reciente. Puesto que
no todas las críticas son fundadas, pasaré a señalar en el segundo apartado
que, para conocer a Dios, hay que comenzar escuchándole, puesto que es
un Dios que se revela, abriendo su corazón a los hombres. Y se ha mostrado
como eterna comunión de amor entre el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Por eso decimos que es un Dios «trinitario», objeto de la tercera sección
del trabajo. De la confesión trinitaria de Dios, extraeremos en la cuarta las
consecuencias prácticas para la vida de los cristianos: el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo han decidido introducir a los hombres y mujeres de cada
época y lugar en su comunión eterna. Por eso, sostengo que el Dios mani-
festado en Jesucristo es «inclusivo». Aunque la revelación divina acogida
por la fe sea el objeto de la teología, conviene recordar que Dios no puede
asimilarse a un «objeto» teórico. La misma fe es un encuentro personal,
que algunos creyentes han descrito en términos muy vivenciales. Por eso,
nuestra quinta afirmación será que el Dios de la misericordia es un Dios
«padecido» o «vivido», atendiendo principalmente a la experiencia de los
santos. Por eso mismo, en sexto lugar abordaremos las consecuencias de la
fe en un dios misericordioso para la praxis. Sólo al final, en la séptima de
nuestras afirmaciones, volveremos a la especulación filosófica sobre el Dios
de la misericordia. Del Dios «sospechoso» del principio habremos pasado al
Dios «que da que pensar».

1.  Un Dios «sospechoso»


El primer adjetivo que aplicamos al Dios de la misericordia es el de
«sospechoso». O quizá sería mejor decir: «sospechado». Los siglos XIX
y XX han conocido un desfile de acusaciones y reproches al Dios de los
cristianos, que no podemos ignorar aquí. A pesar de las significativas dife-
rencias que existen entre sus sistemas de pensamiento, autores como Karl
Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud, comparten un rasgo común:
la sospecha como principio interpretativo. Los tres coinciden en cuestionar
la herencia cristiana como humus de la cultura occidental europea. Paul
Ricoeur ha detectado esta corriente subterránea que une a los tres y los ha
denominado «maestros de la sospecha»9.

9 Cf. P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México DF-Buenos
Aires 200411, 32-35.

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La misericordia es, sin duda, uno de los rasgos más «sospechosos»


del Dios cristiano a ojos de estos autores. Sostienen que los cristianos han
ocultado la porquería de la historia bajo la alfombra de la compasión. Que,
en lugar de resolver las desigualdades o enfrentarse a los conflictos, los se-
guidores del Crucificado han optado por una misericordia que haga olvidar
que existe una injusticia sangrante10.
La crítica de Karl Marx a la religión hereda muchos de los argumen-
tos preparados por Ludwig Feuerbach quien, tomando el concepto hegelia-
no de «alienación», lo aplicó a la idea de Dios. Para Feuerbach, el hombre se
encuentra desposeído de algo que habría de pertenecerle de pleno derecho.
Se lo ha arrebatado una realidad ilusoria que recibe el nombre de «Dios».
Desde su punto de vista, «Dios no es más que un mito en el que se expresan
las aspiraciones de la conciencia humana; el que no tiene deseos no tiene
dios (...) Los dioses son los votos del hombre realizados»11. El anarquista
Bakunin lo formulará después señalando que «Dios surge, y el hombre se
anonada, y cuanto más grande se hace la divinidad, más miserable se vuelve
la humanidad»12. Marx adopta también la perspectiva hegeliana de la alie-
nación. Comparte con Feuerbach la visión de un hombre a quien un dios
parásito ha expoliado de sus atributos. Pero, a la vez, interpreta la aliena-
ción en términos económicos: el obrero queda expropiado del fruto de su
trabajo por un sistema injusto. De ahí que la religión sea el refugio perfecto
para los alienados: quienes han sido privados de su dignidad en favor de un
dios supremo y del resultado de sus esfuerzos por un patrón abusivo. Por
eso, dirá Marx en una frase muy citada: «la religión es el gemido de la cria-
tura atormentada, como también es el espíritu de las situaciones carentes de
espíritu. Es el opio del pueblo»13. La misericordia no sería sino el principio
activo de este narcótico que trata de hacer olvidar los efectos de las injusti-
cias profundas.

10  Cf. M. Acquaviva, «I filosofi e la misericordia», Fides et Ratio Taranto 9 (2016), 37-

80; G. Fidelibus, «Misericordia y pensamiento. Un recorrido por la filosofía contemporánea»,


Mayéutica 42 (2016), 133-153; W. Kasper, La misericordia. Clave del evangelio y de la vida
cristiana, Sal Terrae, Maliaño 20123, 22-25 («La misericordia, bajo la sospecha de ideología»);
P. Gilbert, «Misericordia, virtù dei deboli o dei forti? La vita del vangelo», Studia Patavina 73
(2016), 19-36.
11  L. Feuerbach, citado en H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid

20124, 32.
12  M. Bakunin, citado en H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, 38.
13  K. Marx, citado en: W. Kasper, La misericordia, 23.

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Friedrich Nietzsche protesta enérgicamente contra los compasivos


en una diatriba que encontramos al inicio del segundo libro de Zaratustra14.
El lugar que ocupa el discurso es significativo: el apartado precedente enun-
cia una de las principales razones por las que Nietzsche no puede admitir
una divinidad: «si hubiera un dios, ¿cómo toleraría yo no ser Dios? Por
tanto, no hay dioses»15. Tras la invectiva contra los compasivos, habla de
los sacerdotes, a quienes reprocha no saber «amar a su Dios como no fuera
crucificando al hombre»16. El contexto en que se habla de compasión y
misericordia está directamente relacionado, así pues, con la crítica al dios
cristiano y su exaltación del sufrimiento. Nietzsche critica la actitud compa-
siva (Mitleid) de quienes responden al dolor ajeno con el propio dolor. Con
ello, en lugar de poner en el centro a quien sufre, atraen la atención sobre sí
mismos. Zaratustra se niega a seguir este camino y menos aún a obtener un
reconocimiento público por ello17. Sólo habla una vez de los «misericordio-
sos» (Barmherzigen), a quienes reprocha que «son bienaventurados en su
compasión». Subvirtiendo el macarismo evangélico (cf. Mt 5,7), Nietzsche
censura a quienes son felices regodeándose en el dolor ajeno. No es que
haya que olvidarse de ayudar a los demás. Pero habrá que hacerlo con dis-
creción, sin humillarles ni condescender en su dolor, puesto que el mundo
necesita una nueva raza de creadores, más inspirados por la alegría que por
el dolor, capaces de amarse a sí mismos y a los demás. «Todos los creadores
son duros»18.
Varios pensadores han reconocido en las palabras de Nietzsche el
antídoto contra un cristianismo dolorista, ignorante de la resurrección y
empeñado en exaltar el sufrimiento. No hay duda: la predicación actual
del evangelio de la misericordia no puede ignorar estas sugerencias19. Pero
sería ingenuo ignorar que Nietzsche no se enfrenta a una imagen falsa de lo

14  Cf. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Planeta, Barcelona 1992, 107-109. Seguimos esta

traducción, que modificamos según el original alemán para distinguir entre misericordia («Bar-
mherzigkeit») y «compasión» («Mitleid»).
15  Ibidem, 105.
16  Ibidem, 111.
17  «Si he de ser compasivo, no quiero ser llamado así; y, si lo soy, séalo solamente a distan-

cia» (Ibidem, 107).


18  Cf. Ibidem, 109.
19  Cf. G. Amengual, «¿Cómo pensar y creer en Dios después de Nietzsche?», en Á.

Cordovilla – J.M. Sánchez Caro – S. del Cura Elena (ed.), Dios y el hombre en Cristo, Fs.
Olegario González de Cardedal, Salamanca 2006, 71-93; O. González De Cardedal, ««Dionisio
contra el Crucificado». La fe en Cristo después de Nietzsche», Teología 80 (2002) 11-52.

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divino, sino al Dios cristiano, el Dios crucificado20. Al rechazar la miseria,


desprecia también la misericordia. Con esto –he aquí el drama del ateísmo
que denunciaba De Lubac– Nietzsche se cierra a sí mismo la puerta de la
compasión21. No hay que excluir que sus recelos ante la misericordia estén
relacionados con su propia experiencia vital. «En ningún momento de mi
vida he sido mimado con amor, créame» – confesaba en una de sus cartas,
señalando que desde su infancia se había resignado a vivir así22.
Nos falta el tercero de los maestros de la sospecha que señala Paul Ri-
coeur, precisamente aquel a quien quiso buscarle un grupo de compañeros:
Sigmund Freud. También en sus obras puede encontrar un cristiano algu-
nas advertencias apreciables sobre el peligro de deformar imagen bíblica de
Dios23. Pero conviene no olvidar el rechazo que el fundador del psicoanáli-
sis experimenta frente esta experiencia descrita en la Biblia, particularmente
visible en lo que respecta a la misericordia y el amor desinteresado. Freud
encuentra una paradoja inherente a todas las religiones: cada una de ellas
es «una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante
para aquellos que no la reconocen»24. Las declaraciones evangélicas sobre
el amor le causan particular repugnancia. Es absurdo hablar de un «amor
universal» al estilo de un Francisco de Asís, un amor que no pide ser corres-
pondido, ni distingue entre quienes merecen ser amados y quienes no son
dignos25. Algo similar puede decirse del precepto de amar al prójimo como
a uno mismo (Mt 22,39). Aunque existiera antes del advenimiento del cris-
tianismo, con esta religión se ha convertido en principio central. Puesto que
amar consume tantas energías en el sujeto, parece lícito amar sólo cuando se
obtiene algo de ello: cuando pueda amarme a mí mismo en el otro, cuando el
otro sea más perfecto que yo… Pero amando a todos por igual cometo una

20  «El Dios cuya muerte anuncia Nietzsche no es solamente el Dios de la metafísica; es

precisamente el Dios cristiano» H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, 109. El rechazo del
Crucificado aparece con más claridad al final de Ecce homo: «¿Me ha comprendido? Dionisos
contra el Crucificado, cf. F. Nietzsche, citado en H. de Lubac, El drama del humanismo ateo,
112, nota 299.
21  «Yo comparo a Nietzsche con Jesús. Jesús fue muerto por los hombres por haberles

anunciado al Padre que está en los cielos. Nietzsche se mató a sí mismo, su inteligencia se
sumergió en la noche, por haber proclamado, aceptado, querido, “la muerte de Dios”» H. de
Lubac, Por los caminos de Dios, Encuentro, Madrid 1993, 136.
22  F. Nietzsche, Carta a la señora Baumgartner, en: O. González de Cardedal, «“Dionisio

contra el Crucificado”», 21.


23  Cf. R. Cabezas de Herrera, Freud, el teólogo negativo, Upsa, Salamanca 1989; C. Do-

mínguez Morano, Creer después de Freud, Paulinas, Madrid 1992.


24  S. Freud, Psicología de las masas, Alianza, Madrid 1984, 37.
25  Cf. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid 2015, 100-101.

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terrible injusticia con quienes de verdad se merecen mi amor. En el fondo de


este rechazo frontal del amor cristiano se encuentra la convicción freudiana
de que el hombre no es un corderito inocente, sino un lobo que apenas con-
sigue reprimir su agresividad innata26. ¿Por qué tendría yo que malgastar el
amor con alguien que me mataría, aunque no se atreve?
La lista de quienes sospechan de la misericordia podría continuar:
Jean Paul-Sartre27, los representantes del llamado «nuevo ateísmo»28… Pero
engrosar la nómina de autores no cambiaría el perfil que se ha ido trazando
al hilo de las críticas de los tres maestros de la sospecha. Del Dios cristiano
se rechaza una compasión falsa que oculta y enmascara las miserias huma-
nas. Un Dios «humano, demasiado humano» –que diría Nietzsche– utiliza-
do hábilmente para silenciar los suspiros de la opresión del hombre por el
hombre, en un vil intento de sublimar las bajas pasiones de violencia que
laten en lo profundo de la psique humana. Estas críticas –lo hemos señalado
ya– son justas y haremos bien en prestarles atención si queremos un discur-
so sensato sobre Dios. En efecto, un ser con los rasgos negativos que hemos
ido señalando no merecería la fe del hombre29. Parafraseando a Benedicto
XVI hay que decir que los cristianos creemos en Dios, pero no en cualquier
dios30.
Y precisamente porque los cristianos creemos en un Dios con rasgos
muy precisos, hay que recibir estas afirmaciones críticas de los maestros
de la sospecha de un modo crítico. Mucho de lo que dicen es falso, y no se
corresponde con la realidad del Dios «vivo y verdadero» (1 Tes 1,9). Como
acertadamente señalaba Henri de Lubac, «el Dios que ellos rechazan no es
con frecuencia más que la caricatura del que adoramos»31. La misma «sos-
pecha» que sirve como denominador común para autores tan diversos, les
lleva a una desconfianza continua que siempre está justificada.

26 Cf. Ibidem, 107-110.


27 Cf. G. Fidelibus, «Misericordia y pensamiento», 143-150.
28  Puede leerse la atenta exposición de F. Conesa, «El nuevo ateísmo: exposición y análisis»,

Scripta theologica 43 (2011), 547-592. Entre los autores que analiza Conesa, podemos citar (por
su expresivo título) el libro de C. Hitchens, Dios no es bueno. Alegato contra la religión, Debate,
Barcelona 2008.
29  Cf. J. Vidal Talens, Un Déu digne de l’home, Saó, València 1995.
30  «Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un

rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad
en su conjunto» Benedicto XVI, Carta encíclica Spe Salvi, 31.
31  H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, 68.

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Nuestra búsqueda no puede detenerse en las críticas. El «Dios de la


misericordia» que anhelamos ha de ser divino sin dejar de ser humano. Un
Dios distinto del hombre, capaz de salvarle, pero a la vez un Dios cercano
que responda a sus anhelos más profundos. Un Dios que al mismo tiempo
sea extraño y entrañable32. A quien podamos llamar nuestro Dios33, pero
continúe siendo el Dios vivo y verdadero, que libremente nos salva revelán-
dose a nosotros.

2.  Un Dios revelado


La segunda característica del Dios de la misericordia es que se ha
revelado a los hombres. Judíos y cristianos tenemos la convicción de que
podemos dirigirnos a Dios porque antes Él ha salido previamente a nuestro
encuentro. Buscamos, porque fuimos encontrados34. Respondemos, porque
alguien nos llamó primero. La constitución Dei Verbum del Concilio Vati-
cano II describe la fe como la respuesta a una llamada previa: «Al Dios que
se revela [Deo revelanti] el hombre ha de prestarle la obediencia de la fe»35.
En esta respuesta a la revelación de Dios, la escucha tiene una impor-
tancia prioritaria. De ella procede de la fe, como afirma Pablo (Rom 10,17).
La misma constitución sobre la divina revelación recibe su título de la ac-
titud oyente: «Dei Verbum religiose audiens…»36. En la reciente encíclica
Lumen Fidei, firmada por el papa Francisco y con una gran colaboración
de Benedicto XVI, se destaca la importancia de los sentidos para la fe37. El
papa compara la experiencia creyente con los sentidos del oído, la vista y el
tacto. Pero comienza precisamente por el oído, señalando que la revelación
de Dios requiere una actitud atenta por parte del ser humano38. La atención

32  Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Sa-

lamanca 20104, 873-874 («Extrañeza y entrañeza»).


33  Puede verse lo que a propósito de Hb 11,16 afirma Á. Cordovilla, El Misterio de Dios

trinitario. Dios-con-nosotros, BAC (Sapientia Fidei 32), Madrid 2012, xvii.


34  Esta idea aparece en la tradición cristiana con formulaciones distintas, cf. L.F. Ladaria,

El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Secretariado Trinitario, Salamanca 20104,


21 nota 9;
35  Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum 5.
36  Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum 1.
37  Cf. Francisco, Carta encíclica Lumen Fidei, 29-31.
38  Cf. F. Conesa, «La Revelación como vocación», Facies Domini 4 (2012), 13-30; Idem,

«Ver, oír y tocar con la fe. A propósito de la Encíclica Lumen Fidei» en: J. L. Cabria – R. de Luis
Carballada (ed.), Testimonio y sacramentalidad, 87-111; Z.J. Kijas, «Warum ist das Hören
so wichtig im Glauben? Hören auf Gottes Wort nach dem Beispiel der Heiligen», Miscellanea
francescana, 114 (2014), 38-53.

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que el hombre presta a Dios por la fe se describe en Lumen Fidei con tres
verbos muy precisos: reconocer la voz de Dios, acogerla en libertad y seguir-
la en obediencia. Esta última expresión, «obediencia de la fe», que hemos
leído en Dei Verbum, procede también de las cartas de Pablo (Rom 1,5;
16,26), e insiste nuevamente en el sentido del oído. Una de las principales
oraciones de Israel, el Shemá, comienza precisamente con el imperativo de
escuchar: «escucha Israel» (Dt 6,4). También en los libros proféticos encon-
tramos continuas llamadas a escuchar la palabra que Dios dirige al pueblo
(Is 1,2; Jer 22,29; Miq 1,2; Mal 2,2…). Y lo mismo en los escritos poéticos
y sapienciales, como el salmo que la liturgia llama «invitatorio» que expresa
un deseo para los creyentes: «ojalá escuchéis hoy su voz» (Sal 95,7).
Esta prioridad que el Primer Testamento concede al sentido del oído,
contrasta con sus reticencias frente a la visión: algunos textos afirman que
se puede ver a Dios, mientras otros niegan esta posibilidad39. El mismo tex-
to del Decálogo comienza con una locución de Dios, que invita a escuchar
sus palabras, pero prohíbe al hombre fabricarse imagen alguna de lo divino
(Ex 20,1-4). Tanto la preferencia por lo auditivo frente a lo visual, como la
prohibición de las imágenes, creo que han de interpretarse como un recor-
datorio permanente de la diferencia que existe entre Dios y los hombres. El
Dios de la Biblia no es un Dios imaginado o concebido por la mente huma-
na. Incluso cuando revela su nombre, Dios manifiesta que no quiere dejarse
aferrar en conceptos o categorías manidas. El «yo soy el que soy» (Ex 3,14)
parece ser una advertencia a los hombres: sabrás quién soy si me ves actuar
en tu historia40.
Al hombre no le está permitido fabricarse imágenes de lo divino. La
única imagen posible es la que el mismo Dios ha dejado en la tierra: el ser
humano, hombre y mujer, que el creador hizo a su imagen y semejanza. El
Nuevo Testamento radicaliza esta opción divina: el Dios invisible se hace
visible en la carne de Jesucristo (Jn 1,14). La Imagen eterna se hace tempo-
ral, visible y tangible. Dios se expresa en la vida de su Hijo. Nuevamente,
pide del hombre no «imaginarse» a Dios, sino acogerlo en el modo humilde
y escandaloso en el que se ha manifestado a Él: «a Dios nadie lo ha visto, el

39  La contradicción es sólo aparente, como muestra R. Fornara, La visione contraddetta:

La dialettica fra visibilità e non visibilità divina nella Bibbia ebraica, Editrice Pontifica Univer-
sità Gregoriana (Analecta Biblica 155), Roma 2004.
40  Cf. B.S. Childs, El libro del Éxodo. Comentario crítico y teológico, Verbo Divino, Estella

2003, 109; W. Zimmerli, Manual de teología del Antiguo Testamento, Cristiandad, Madrid 1980,
18-19.

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El Dios de la Misericordia 89

Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha narrado» (Jn 1,18). Y si la
encarnación resulta escandalosa, todavía es más sorprendente que la mayor
manifestación del amor divino sea la cruz41.
Mantener la sorpresa ante la revelación de Dios, por escandalosa
que resulte para la corrección política de cada época, es una de las tareas
de la teología. Su misión le impulsa a resistir la permanente tentación de
atenuar los rasgos concretos con los que Dios mismo ha querido manifes-
tarse a los hombres. También la teología tiene rasgo de ser idólatra, como
ha mostrado Adolphe Gesché42. Según el teólogo belga, la imagen de Dios
puede pervertirse desde la ética y la filosofía, pero también existe una ido-
latría teológica, que opera de modo inverso a los dos primeros tipos men-
cionados. Si la deformación ética y filosófica dan por buenas imágenes de
Dios que son falsas, la idolatría teológica parte del «Dios vivo y verdadero»
pero lo convierte en falso para adaptarlo a las propias necesidades. Aunque
comiencen por una escucha del Dios revelado, algunas teologías interpre-
tan la revelación desde categorías filosóficas, sociológicas o culturales que
acaban por falsearla.
Para evitar la «idolatría teológica» denunciada por Gesché, algunos
autores contemporáneos han invitado a la teología a que rompa con las ata-
duras del pensamiento filosófico, rechazando una idea demasiado general de
Dios, para centrarse en la novedad del Dios manifestado por Jesucristo. Jo-
seph Moingt, por ejemplo, celebra la muerte del dios de los filósofos que va
permitir el nacimiento de una idea de Dios mucho más cercana a lo revelado
en Jesús43. Más radical aún, Thomas Ruster ha propuesto evitar las exposi-
ciones demasiado generales de Dios («dios consabido») para centrarse en
las metáforas bíblicas, mejor cuanto más impactantes. Con ello, Ruster cree
que los teólogos podrán cumplir mejor el mandato bíblico de no fabricarse
otros dioses44.
Estas propuestas pueden tomarse como serias advertencias frente a
los excesos de una concepción general de lo divino. Pero no son una alter-

41  Cf. D. Barthélemy, Dios y su imagen. Esbozo de una Teología Bíblica, Fundación Maior,

Madrid 2011.
42  Cf. A. Gesché, «Sobre la idolatría siempre posible», en: Idem, Dios (Dios para pensar,

III), Sígueme, Salamanca 2010, 155-165.


43  Cf. J. Moingt, Dios que viene al hombre I: Del duelo al desvelamiento de Dios, Sígueme,

Salamanca 2007.
44  Cf. T. Ruster, El Dios falsificado. Una nueva teología desde la ruptura entre cristianismo

y religión, Sígueme, Salamanca 2011.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


90 D. García Guillén

nativa real para el discurso cristiano sobre Dios45. Una cosa es esforzarse
por resaltar la novedad del Dios que se muestra en Jesucristo, y otra muy
distinta destruir el lenguaje común, que permite a la teología dialogar con
hombres y mujeres de otros credos y formas de pensamiento. Como indica
Kasper, «si se separa al Dios de la Biblia del Dios de los filósofos, la teología
corre peligro de encaminarse hacia un gueto erigido por ella misma»46.
Se plantea entonces la cuestión de subrayar la novedad del Dios de
Jesucristo sin romper los vínculos con otros discursos sobre lo divino. Una
propuesta de mérito es la del teólogo argentino Ricardo Ferrara que, para-
fraseando a Aristóteles, afirma que Dios se dice de muchas maneras. Por
eso, entre el discurso filosófico de Dios y el discurso teológico se produz-
can tanto correspondencias como profundas paradojas47. Ferrara sitúa su
propuesta en el ámbito del ser: siempre se trata del mismo Dios, aunque
hablemos de Él con distintos lenguajes. Una respuesta más atenta a la sen-
sibilidad filosófica de la Modernidad es la que encontramos en el teólogo y
cardenal Walter Kasper. A la pregunta sobre la identidad entre el Dios bus-
cado por la razón y el Dios confesado por la fe, Kasper responde desde una
metafísica de la libertad, inspirándose en J.E. Kuhn, un teólogo que enseñó
en el siglo XIX en la facultad de teología de Tubinga. Hay que partir de la vi-
sión filosófica de Dios, para evitar el riesgo de aislamiento que hemos leído
más arriba. Pero esta visión ontológica de Dios necesita un correctivo. Dios
se ha «autodeterminado», revelándose históricamente en Jesucristo por el
Espíritu Santo. Esta generosidad divina hace que no sea suficiente tener una
idea general de Dios48. En su libro sobre la misericordia, Kasper ha resu-
mido esta antigua intuición suya señalando que «resulta posible partir de la
comprensión filosófica del ser, para luego interpretarla con mayor detalle y
precisarla desde la comprensión bíblica de Dios»49.

45  Una revisión crítica de estas posturas puede encontrarse en A. Cordovilla, Crisis de Dios

y crisis de fe. Volver a lo esencial, Sal Terrae, Santander 2012, 54-59.


46  W. Kasper, La misericordia, 89.
47  Cf. R. Ferrara, El misterio de Dios. Correspondencias y paradojas, Sígueme, Salamanca

2005.
48  Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 20118, 180, 335, 346. En el

prólogo a las últimas ediciones, destaca la importancia de esta intuición tomada de Kuhn: la
verdad cristiana proporciona una definición más precisa de Dios, que la concreta, la purifica y
la mejora, cf. W. Kasper, «Prólogo. Nuevos aspectos de la doctrina sobre Dios», Ibidem, i-xxviii
(aquí ix-x).
49  W. Kasper, La misericordia, 90 y las respectivas notas al final del libro, cf. Ibidem, 222

nota 67, 228 nota 12.

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El Dios de la Misericordia 91

Al afirmar que el Dios de la misericordia es un Dios revelado, que-


remos poner el énfasis en que un cristiano no se puede conformar con una
imagen estereotipada de lo divino como ese «dios consabido» del que ha-
bla Thomas Ruster. Los estrechos mimbres de este dios de los filósofos no
rinden cuenta de la soberana libertad que Dios ha manifestado teniendo
misericordia. Aprendemos cómo es Dios escuchando y prestando atención
a lo que Él nos ha mostrado de sí mismo50.

3.  Un Dios trinitario


Hay un aspecto de lo divino que los cristianos atribuimos a la genero-
sidad divina de haberse revelado a nosotros. Reconocemos como novedad
absoluta de nuestra confesión de fe que el único Dios no vive en aislamiento
solitario. La vida entera de Jesús habla de Dios como una comunión de per-
sonas, un eterno intercambio de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo.
La doctrina de la Trinidad no se encuentra formulada en el nuevo
Testamento de modo teórico. La constante referencia de Jesús al Padre, la
promesa del Espíritu y la particular autoridad con la que enseñaba, consti-
tuyen la semilla a partir de la cual germinará, siglos después, la confesión
trinitaria de la Iglesia. Sólo con el esfuerzo de la razón iluminada por la
fe, la comunidad cristiana alcanzó a ver en todos sus matices lo que Jesús
nos había mostrado sobre Dios. Sucedió así porque el mismo Dios quiso
tratarnos como un pedagogo, respetando nuestros ritmos para educarnos
poco a poco, abriéndonos gradualmente la puerta de su corazón. Gregorio
Nacianceno lo explica así:
El Antiguo Testamento anunció manifiestamente al Padre y más oscu-
ramente al Hijo. El Nuevo Testamento dio a conocer abiertamente al
Hijo e hizo entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu está
presente en medio de nosotros y nos concede una visión más clara de
sí mismo. Pues no era prudente que, cuando aún no se confesaba la
divinidad del Padre, se proclamase abiertamente al Hijo, y que, cuan-
do no era admitida todavía la divinidad del Hijo, se añadiese al Espí-
ritu Santo como un fardo suplementario (…) Por medio de añadidos

50 Cf. A. Gesché, «Aprender de Dios lo que Él es», en: Idem, Dios (Dios para pensar, III),
83-119.

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92 D. García Guillén

parciales (…) de progresos de gloria en gloria, la luz de la Trinidad


brillará para los más luminosos51.

En el texto del Nacianceno coinciden contenido y forma de la revela-


ción. El Dios Trinidad se revela trinitariamente. Aplicando este principio,
trataremos de leer la revelación progresiva de la Misericordia en la gradual
manifestación de cada una de las divinas personas. Añadiremos un cuarto
apartado, atendiendo a la misericordia como un atributo trinitario.

3.1.  Dios Padre misericordioso


Gregorio Nacianceno declaraba que «el Antiguo Testamento anunció
manifiestamente al Padre». Pero desde el punto de vista cuantitativo hay que
reconocer que el nombre de «Padre» no es el más numeroso en la primera
parte de la Escritura cristiana. Tampoco el más importante. Para algunos
autores, en el Antiguo Testamento «Padre» no pasa de ser un título entre
otros52. Esto se debe a que Israel quiso diferenciarse de los pueblos de su
entorno, como Egipto, Siria y Canaán, donde la paternidad ocupaba el cen-
tro de la relación de los hombres con Dios. Llamando a Dios «padre», estas
culturas del Oriente Próximo lo ponían como origen del mundo y autor
del orden social. Pero entendían esta paternidad divina con una importante
connotación física y sexual, concibiendo su acción creadora como una ex-
pansión de lo divino53.
La religión de Israel, en cambio, quiere marcar muy bien la diferencia
entre Dios y el ser humano. Por eso, habla pocas veces de un Padre creador:
apenas en dos pasajes (Mal 2,10; Is 45,9-10). La Alianza es la imagen favo-
rita de la Biblia hebrea para relacionar a Dios y al hombre. En ella, aunque
entren en relación, Dios y el hombre siguen permaneciendo libres. El gran

51 Gregorio Nacianceno, Discurso 31,26 (Biblioteca de Patrística 30, 252-253). Puede en-
contrarse un comentario en D. García Guillén, «Padre es nombre de relación». Dios Padre en la
teología de Gregorio Nacianceno, Editrice Pontifica Università Gregoriana (Analecta Gregoriana
308), Roma 2010, 307-316.
52  Cf. F. Courth, Der Gott der dreifaltigen Liebe, Bonifatius (Amateca, 6), Paderborn 1993,

113-115.
53  Cf. F. García López, «Dios Padre en el Antiguo Testamento, a la luz de las interpretaciones

recientes de la religión de Israel», Estudios Trinitarios 24 (1990) 385-399; X. Pikaza, «Padre»,


en: Idem – N. Silanes (ed.), Diccionario teólogico «El Dios cristiano», Secretariado Trinitario,
Salamanca 1992, 1003-1021; G. Ravasi, «Dio Padre d’Israele e di tutti gli uomini nell’Antico
Testamento», en: S. A. Panimolle (ed.), Abbà-Padre. Dizionario di Spiritualità Biblico-Patristica
I, Borla, Roma 1992, 19-54; G.M. Salvati, «La professione di fede in Dio Padre fra rivelazione
cosmica e rivelazione storica», Lateranum 46 (2000) 65-80.

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El Dios de la Misericordia 93

momento de esa alianza es el Éxodo. Varias veces se dice que Dios ha en-
gendrado al Pueblo de Israel al sacarlo de Egipto (Ex 4,22; Dt 14,1 y 32,5).
Cuida al pueblo como un buen padre lo hace con sus hijos (Is 1,2-3; 63,16;
64,7; 30,1-9; Jer 3,4-22; 31,9; Os 11,1).
La paternidad de Dios se manifiesta sobre el pueblo entero. Aun así,
a veces se destaca la protección paterna de Dios sobre algunas personas,
como David y el Mesías que él prepara (2 Sam 7,14; 1 Crón 17,13; Sal 2,7;
89,27; 110,3b). Pero la paternidad de Dios no se restringe a su relación
con los reyes: en los salmos encontramos designaciones de Dios como el
«Padre de huérfanos y protector de viudas» (Sal 68,6), o la certeza de quien
exclama: «si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá» (Sal
27,10). El libro de la Sabiduría lleva esta idea al límite. Los perseguidores
dicen del creyente judío: «si el justo es hijo de Dios, él le asistirá y le librará
de las manos de sus enemigos» (Sab 2,18)54.
El Dios de Israel, que no se dejaba llamar «Padre», acaba consintien-
do este nombre con tal que se recuerde quiénes son sus hijos predilectos:
quienes más sufren. Por eso, el nombre de Padre no resulta suficiente para
expresar su protección. Hay que decir que es «un Padre maternal». Es ver-
dad que en ningún lugar del Antiguo Testamento se dice que Dios sea una
madre, ni aparece invocado como tal. Pero en algunos textos su lenguaje
es inequívocamente maternal. El segundo Isaías formula el sufrimiento del
pueblo exiliado con estas palabras: «Yahvéh me ha abandonado, el Señor
me ha olvidado» (Is 63,12) y entonces Dios le responde: «¿Acaso olvida
una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del Hijo de sus entrañas?
Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 63,13). Algo similar
encontramos en la experiencia del Éxodo, cuando el pueblo echa de menos
las ollas de Egipto y se queja amargamente a Moisés. Él se dirige a Dios, di-
ciéndole: «¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha
dado a luz, para que me digas: “Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza
al niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres”?»
(Nm 11, 12-13). En los dos textos encontramos la idea de que Dios ha «pa-
rido» a su pueblo al sacarlo de Egipto.

54  Sobre este texto y su importancia dentro de una lectura teológica de la Biblia, cf. A. Gi-
ménez González, «Si el justo es Hijo de Dios, le Socorrerá» (Sab 2,18). Acercamiento canónico
a la filiación divina del justo perseguido en Sab 1-6, Verbo Divino (ABE Monografías y Tesis 48),
Estella 2009.

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94 D. García Guillén

Esta imagen maternal de Dios está muy presente cuando hablamos de


la «misericordia» de Dios. Una de las palabras hebreas con las que se habla
de este amor compasivo de Dios es «rahamim». Habitualmente se usa para
hablar de las entrañas de una madre, que ama a su hijo porque lo ha llevado
dentro de ella55. Por eso decimos que la misericordia de Dios es entrañable.
Su presencia no asusta ni aterroriza. Sobrecoge, sí, pero tan sólo porque
ante tanto amor sólo podemos quedar sorprendidos y caer de rodillas en
adoración56. Ésta es la experiencia de Moisés, cuando Dios pasa delante de
él: «Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico
en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Aunque las palabras que siguen hablan de
castigo, la imagen fundamental es la de una madre ante los hijos que ha lle-
vado en su vientre, que los invita a descansar en su regazo. No se me ocurre
una imagen más opuesta al miedo57.

3.2.  La Misericordia se hace carne


El texto del Nacianceno sobre la revelación progresiva de la Trinidad
distingue entre una manifestación clara y otra parcial u oscura. El Antiguo
Testamento dejaba entrever la divinidad del Hijo, que sólo con la llegada del
Nuevo será diáfana. No se trata de dos etapas separadas, sino más bien de un
único plan de salvación de Dios que culmina en Jesucristo. Esta unidad del
plan salvífico pide que subrayemos las raíces judías de Jesús y la primera co-
munidad cristiana sin olvidar la radical novedad de la venida de Jesucristo58.
Hay dos textos del Nuevo Testamento que, en mi opinión, ilustran
bien este elemento inesperado del evento Jesucristo. El evangelio de Juan
confiesa que la Palabra eterna de Dios ha llegado a ser carne humana: o lo-
gos sarx egéneto (Jn 1,14). No es pequeña la osadía de juntar en una misma

55  Remito a la excelente explicación de Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in Misericordia,

4, nota 52. Son también muy atendibles las sabias palabras de O. González de Cardedal, La
entraña del cristianismo, 43-59.
56  Como replicando a Rudolf Otto sin citarlo por nombre, Hans Urs von Balthasar señala

que el Dios de la Biblia no es un tremendum ni un fascinosum, sino, sobre todo un «adorandum»,


cf. H. Urs von Balthasar, Herrlichkeit. Eine theologische Ästhetik III: Theologie. Teil 2: Neuer
Bund, Johannes, Einsiedeln 1969, 249.
57  No he tratado de hacer una exposición completa sobre la misericordia en el Antiguo

Testamento. De entre la abundante literatura, cf. A. Rodríguez Carmona, La primera alianza.


Una historia de misericordia, BAC, Madrid 2015; J.-P. Sonnet, «Justice et miséricorde. Les
attributs de Dieu dans la dynamique narrative du Pentateuque», Nouvelle revue théologique
138 (2016), 3-22.
58  Cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras sagradas en la Biblia

cristiana (2001), nn. 19-65.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 95

frase elementos tan dispares (al menos, a primera vista) como palabra, carne
y devenir. La carta de Pablo a Tito muestra la misma sorpresa describiendo
la venida del Hijo para salvarnos: «se manifestó la bondad de Dios nuestro
Salvador y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hubiéramos
hecho nosotros, sino, según su propia misericordia…» (Tit 3,4-5). Mientras
Juan destaca la novedad de la carne asumida por la Palabra, la carta a Tito
habla de «manifestación» de algo que estaba oculto, en línea con los otros
textos paulinos que hablan del «misterio»59. Si Pablo se centra en el amor
y misericordia de Dios, Juan habla del «logos», es decir, la palabra y razón
universal. Uniendo las perspectivas que ofrecen ambos textos, observamos
que el amor, la bondad y filantropía divinas no son un concepto abstracto.
Las entrañas de misericordia de nuestro Dios se han hecho carne.
Los últimos papas han insistido mucho en esta novedad que la encar-
nación aporta a nuestra visión de Dios y su misericordia. San Juan Pablo II
lo expresa con belleza al inicio de su encíclica sobre la misericordia:
Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotes-
tamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica
usando semejanzas y parábolas sino que, además y ante todo, él mis-
mo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la miseri-
cordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente
«visible» como Padre «rico en misericordia»60.

El teólogo Joseph Ratzinger habló muchas veces de la novedad que


la encarnación introduce en nuestra visión de Dios61. Ratzinger se fija en el
discurso de Pablo en el Areópago de Atenas. Al anunciar allí al «Dios des-
conocido», el apóstol optó por el Dios de los filósofos frente a los dioses del
mito griego y la religión romana. Pero esta visión de lo divino, aunque sus-
tancialmente auténtica, seguía manteniéndose en el terreno de las ideas. A
este dios «pensado» de la filosofía le faltaba la relación. Es decir: el amor62.
Con esto, puede entenderse mejor lo que afirma Benedicto XVI cuando des-
cribe la situación religiosa a la llegada del cristianismo:

59  Cf. R. Penna, Il «Mysterion» paolino. Traiettoria e costituzione, Paideia, Brescia 1977.
60  Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in Misericordia, 2. Sobre la misericordia en el magi-
sterio del papa polaco, cf. E. Olk, Die Barmherzigkeit Gottes als zentrale Quelle des christlichen
Lebens. Eine theologische Würdigung der Lehre von Papst Johannes Paul II, Eos Verlag, St.
Ottilien 2011.
61  Para lo que sigue, cf. D. García Guillén, «El Rostro de la Esperanza. Lectura cristológica

de Spe Salvi», Scriptorium Victoriense 58 (2011), 151-221.


62  Cf. J. Ratzinger, Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische

Glaubensbekenntnis, Kösel, München 20056, 126-138.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


96 D. García Guillén

El mito había perdido su credibilidad; la religión de Estado romana se


había esclerotizado convirtiéndose en simple ceremonial, que se cum-
plía escrupulosamente pero ya reducido sólo a una «religión política».
El racionalismo filosófico había relegado a los dioses al ámbito de lo
irreal. Se veía lo divino de diversas formas en las fuerzas cósmicas,
pero no existía un Dios al que se pudiera rezar63.

Este Dios al que se puede rezar ha de combinar la razón y el amor.


El logos del evangelio de Juan y el Dios filántropo de la carta a Tito. No
puede quedarse en idea descarnada, ni verse reducido a un sentimiento pa-
sajero. Es una persona. La primera encíclica de Benedicto XVI subraya que
la novedad del cristianismo reside precisamente en la persona de Jesús: «la
verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas,
sino en la figura [Gestalt] misma de Cristo, que da carne y sangre a los
conceptos»64. Que el papa alemán use el término «Gestalt» tiene su impor-
tancia, puesto que con él se designa una realidad personal. Benedicto XVI
vuelve a emplearlo cuando describe la «fisonomía de la esperanza»65. En la
visión del papa emérito, Dios nos ha mostrado su Rostro en Jesucristo. Ser
cristiano significa encontrarse con esta persona, descubrir el Rostro huma-
no de Dios66. Desde aquí resulta fácil afirmar que Jesucristo es la Misericor-
dia hecha carne: «Jesucristo es la misericordia divina en persona: encontrar
a Cristo significa encontrar la misericordia de Dios»67. Quizá no sea casual
que estas palabras fueron las últimas que pronunció Joseph Ratzinger como
cardenal, durante el cónclave que lo elegiría como Benedicto XVI.
Estas intuiciones sobre la fe como un encuentro personal han sido
recogidas por el papa Francisco, especialmente en la encíclica Lumen Fidei
que recibió del pontífice alemán68. También se ha hecho eco de las afir-
maciones de san Juan Pablo II sobre Jesucristo como la misericordia hecha

63 Benedicto XVI, Carta encíclica Spe Salvi, 5.


64 Benedicto XVI, Carta encíclica Deus Caritas est 12. En el primer tomo de Jesús de Naza-
ret encontramos una afirmación similar: «Aber was hat Jesus dann eigentlich gebracht? (…) Er
hat Gott gebracht: Nun kennen wir sein Antlitz, nun können wir ihn anrufen» J. Ratzinger–Be-
nedikt XVI, Jesus von Nazareth I: Von der Taufe im Jordan bis zur Verklärung, Herder, Freiburg
– Basel – Wien 2007, 73.
65  Cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Spe Salvi, 24-31.
66  Resumo aquí las afirmaciones de Benedicto XVI en sus encíclicas Deus Caritas est 1 y

Spe Salvi 4 y 31.


67  J. Ratzinger, Homilía en la misa «pro eligendo pontifice» (18 de abril de 2005).
68  Pero también en la exhortación Evangelii Gaudium, donde parece expresar su propia vi-

sión, cf. D. García Guillén, «Una Iglesia en salida. A propósito de Evangelii Gaudium», Facies
Domini 6 (2014), 53-94 (aquí 62-68)

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 97

carne. Comentando la definición «Dios es amor» que encontramos en la


primera carta de Juan, señala Francisco que este amor «se ha hecho ahora
visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino
amor»69. Ambas perspectivas (la fe como encuentro y la encarnación de la
misericordia) aparecen reunidas en las primeras palabras de la Bula que
convoca el Jubileo: «Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El
misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra (…)
Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela
la misericordia de Dios»70.
Al tomar explícitamente como referencia un texto de la constitución
dogmática sobre la revelación Dei Verbum (n. 4), el papa Francisco indica
desde el comienzo de la Bula que la revelación de Dios en Jesucristo ha de
entenderse como revelación de la Misericordia. En la vida de Jesús –dirá
Francisco más adelante– «todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de
compasión»71. A partir de este principio, puede hacerse una cristología de la
misericordia, que contemple el amor entrañable de Dios Padre en cada uno
de los acontecimientos o misterios de la vida de Cristo72. Me limitaré a seña-
lar los aspectos mínimos de esta cristología de la misericordia, que vendría
a ser un comentario amplio de la frase del papa Francisco que hemos leído
más arriba: «Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su
persona revela la misericordia de Dios»73.
Podemos iniciar nuestro discurso cristológico, bien desde la exis-
tencia histórica de Jesús (cristología desde abajo), bien desde su identidad
como Hijo del Padre (cristología desde arriba) o bien desde la experiencia
de encuentro con Cristo que cada cristiano tiene por la acción del Espíritu

69  Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 8.


70  Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 1.
71  Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 8.
72  Sobre la teología de los misterios, cf. O. González de Cardedal, Fundamentos de Cris-

tología I: El Camino BAC (Normal 651), Madrid 2005, 591-660; H. J. Sieben–W. Löser–M.
Schneider, Theologie der Mysterien des Lebens Jesu, Patristisches Zentrum Koinonia-Oriens
(«Edition Cardo», 142), Köln 2007; P. L. Vives Pérez, «Apuntes teológicos sobre los misterios
de la vida de Cristo», Facies Domini 2 (2010), 13-42.
73  De la inabarcable bibliografía, destaco los trabajos que me han resultado especialmente

provechosos, cf. P. Cabello Morales, «“Como vuestro Padre es misericordioso”. La misericordia


en el evangelio de Lucas», Isidorianum 25 (2016), 287-334; E. Justo Domínguez, «La misericor-
dia del Padre revelada en la acción salvadora de Cristo», Estudios trinitarios 50 (2016), 99-131;
W. Kasper, La misericordia, 65-85.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


98 D. García Guillén

Santo (cristología desde dentro)74. Esta última tiene mucho que ver con la
experiencia de misericordia que cada cristiano tiene en su vida eclesial (nos
ocuparemos de ella al hablar del «dios inclusivo»). Una cristología ascen-
dente de la misericordia se fija en la condición humilde en la que nació el
Hijo de Dios, y en su opción concreta por los pobres y marginados. En este
ámbito, resulta imprescindible la perspectiva aportada por los evangelios
sinópticos. En cambio, una teología descendente de la misericordia presen-
ta al Hijo eterno como revelación concreta de la misericordia del Padre,
teniendo como centro la reflexión del cuarto evangelio.
Otro capítulo imprescindible son las llamadas «parábolas de la mise-
ricordia» recogidas en el evangelio de Lucas75. Estas sencillas narraciones
describen la compasión divina en términos muy concretos, tratando de con-
vertir al receptor en agente de misericordia. Esta finalidad práctica se per-
cibe en las tres parábolas que aparecen en el capítulo quince del evangelio
según san Lucas. El hecho que desencadena la narración es, de acuerdo con
el evangelista, que «los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Ese
acoge a los pecadores y come con ellos”» (Lc 15,2). La parábola del Buen
Samaritano –de la que nos ocuparemos más adelante– tiene también una
finalidad práctica: cambiar la actitud del letrado, que empieza preguntando
a quién debe ayudar, y termina escuchando una invitación al compromiso:
«Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). En último término, el buen samari-
tano ha de identificarse con el mismo Jesucristo, que socorre al hombre que
ha sido herido en el camino de su vida76. De este modo, la invitación que
recibe el letrado encubriría una llamada al seguimiento de Jesús. La pará-
bola del Hijo pródigo (Lc 15,11-32) presentaría una imagen del Padre que
acoge siempre a sus hijos en su vuelta a casa, sea porque se marcharon sea
porque se indignan ante la misericordia incondicional de Dios con los pe-
cadores. Mateo ha recogido otra imagen de la misericordia del Padre, que
Francisco denomina «parábola del siervo despiadado» (Mt 18,21-35)77. En
ella, Jesús recuerda la obligación de perdonar de corazón cada una de las
ofensas que se reciben, puesto que Dios Padre nos ha perdonado previa-
mente a nosotros.

74  Cf. O. González de Cardedal, Fundamentos de Cristología II: Meta y Misterio. BAC

(Normal 658), Madrid 2006, 964-966.


75  Cf. A. Pitta, «Las parábolas de la misericordia», en: Pontificio Consejo para la Promo-

ción de la Nueva Evangelización, Misericordiosos como el Padre. Subsidios para el Jubileo de


la Misericordia 2015-2016, BAC, Madrid 2015, 69-139.
76  Cf. J. Ratzinger–Benedikt XVI, Jesus von Nazareth I, 239-241.
77  Cf. Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 9.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 99

Algunas contribuciones teológicas relacionan la revelación de la mise-


ricordia del Padre en la vida de Jesucristo con la teología de la «proexisten-
cia». Con este término, se quiere recordar que Jesús ha vivido su vida como
entrega continua. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). La expresión máxi-
ma de esta existencia en favor de la salvación de los hombres se encuentra
en las palabras que, durante su última cena, pronuncia sobre el cáliz. An-
tes de ser entregado a los hombres, Jesús se entrega libremente. Y lo hace
–según las dos versiones recogidas por los autores del Nuevo Testamen-
to– «por vosotros» (Lc 22, 19s; 1 Cor 11,24) o «por muchos» (Mt 26,28;
Mc 14,24). Desde aquí, resulta coherente entender el misterio pascual de la
muerte y resurrección de Jesucristo como un don de amor misericordioso.
«En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros»
(1Jn 1,13).

3.3.  El Espíritu de la Misericordia


La revelación de la Misericordia no estaría completa sin el don del
Espíritu Santo78. Aquello que Jesús hizo en un lugar y momento histórico
determinados, para un grupo de personas concretas, llega a nosotros a tra-
vés de su Espíritu:
Dios Padre ha realizado su designio de salvación con la mediación
única de Jesucristo, su Hijo unigénito. Pero este acontecimiento de
Cristo no llega a los hombres más que por la acción del mismo Espíri-
tu cuya acción y efectos en nosotros acabamos de enumerar. El Espíri-
tu Santo universaliza y hace eficaz para todos los tiempos y lugares la
obra de Cristo, realizada en un momento y un lugar determinados. Al
universalizarla la actualiza, es decir, la hace presente, como acontece
principalmente en los sacramentos, y de modo especial en la eucaris-
tía. Al actualizarla la interioriza en el hombre, de manera especial en
el creyente79.

Resulta imposible imaginar la obra de Cristo sin esa triple acción de


universalizar, actualizar e interiorizar que se debe al Espíritu Santo. Por
eso, la acción del Hijo y el Espíritu Santo no pueden separarse. Tampoco es
lícito contraponer el Espíritu a la carne del hombre. Ni siquiera en los textos
paulinos donde el apóstol presenta la lucha entre las tendencias de la carne

78  No hay mucho escrito sobre la pneumatología de la misericordia, cf. E. Olk, Die Bar-

mherzigkeit Gottes, 216-220.


79  L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 153-154.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


100 D. García Guillén

y el Espíritu divino (Rom 8,9). Bien al contrario, me parece que la historia


bíblica del Espíritu puede contarse como su lento acercamiento al hombre
para habitar en su carne.
En las primeras páginas de la Biblia resulta casi imposible reconocer
que el Espíritu es una persona. Aparece como viento que aletea sobre las
aguas en la creación y separa las aguas del Mar Rojo (Gn 1,2; 8,1; Sal 33,6;
Ex 10,13; 14,21; 15,8; Sab 1,7). Otras veces se muestra como la vida que
hay en todos los seres; si Dios retira su espíritu, las criaturas mueren (Sal
104,29-30). Pronto el Espíritu empieza a tocar el corazón de las personas:
suscita jueces, profetas y reyes. De ser una fuerza impetuosa e incontrolable,
comienza a manifestarse como vida de Dios que quiere habitar en carne hu-
mana. El hombre no siempre se lo permite e incluso Dios tiene que retirar
su Espíritu de los hombres (Gn 6,1). Pero Dios quiere volver a habitar entre
ellos, y promete que algún día su Espíritu reposará en el Mesías (Is 11,2).
Todo Israel se convertirá en un pueblo mesiánico, en el que el espíritu y la
profecía serán patrimonio de todos (Jl 3,1-5).
Para iniciar el camino de retorno al hombre, el Espíritu desciende
sobre la carne de Cristo en el Jordán. El Bautismo de Cristo (Lc 3,21-22
y par) está narrado como una unción mesiánica, en la que el Espíritu des-
ciende como ungüento sobre la carne de Jesucristo, para quedarse y reposar
sobre él, como había prometido el profeta Isaías. Ahora Jesús está «lleno del
Espíritu Santo» (Lc 4,1). No es que Jesús necesite del Espíritu Santo para Él
mismo. Lo recibe para dárnoslo a nosotros80. En la humanidad de Cristo, el
Espíritu Santo ha vuelto a descansar sobre la carne del hombre. Y esa vuelta
se produce precisamente en el Bautismo de Jesús81.
Ahora el Espíritu ha vuelto para quedarse, para reposar de modo es-
table en la humanidad de Cristo y, a través de ella, en cada hombre y mujer.
Ireneo de Lyon lo ha formulado de forma muy bella diciendo que el Espíritu
«descendió sobre el Hijo de Dios hecho Hijo del Hombre, para acostum-
brarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres

80  No puedo extenderme en esta bella teología de la unción. Se encontrarán preciosas re-

flexiones en los trabajos reunidos en el volumen de L.F. Ladaria, Jesús y el Espíritu: la Unción,
Monte Carmelo, Burgos 2013.
81  «El Jordán parece ser el momento puntual del retorno del Espíritu a la humanidad

en el segundo Adán, contrapunto de aquel otro momento puntual en que el Espíritu se alejó
completamente del ser humano» G. Hernández Peludo, Cristo y el Espíritu según el «In Ioan-
nis Evangelium» de san Cirilo de Alejandría, UPSA («Plenitudo Temporis», 11), Salamanca
2009, 289.

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El Dios de la Misericordia 101

y a morar en la criatura de Dios, obrando en ellos la voluntad del Padre y


renovándolos de hombre viejo a nuevo en Cristo»82. Al impulsar a Jesucristo
en cada uno de los Misterios de su vida en la Carne, el Espíritu Santo se va
empapando de la vida de Jesús. Este proceso de «acostumbramiento» nece-
sitará para madurar todo el tiempo que dura la vida de Jesús. Por eso afirma
el evangelio de Juan que, durante la vida terrena de Cristo «todavía no se
había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39).
Tras su glorificación, el Espíritu podrá ser derramado cada hombre y mujer.
Esto sucede en Pentecostés. El primer discurso de Pedro confirma que la
profecía de Joel se ha cumplido (Hch 2,17ss). Todo el pueblo puede recibir
ahora el Espíritu. Todo el pueblo ha sido ungido por el Santo.
Esta unción del Espíritu se manifiesta, en primer lugar, en que cada
hombre y mujer recibe el consuelo divino. Como el Buen Samaritano, Cristo
ha ungido las heridas de la humanidad con el aceite del Espíritu (Lc 10,34).
Pero, como en la parábola, el samaritano ha tenido que marcharse. Nos ha
dejado en manos del posadero que siga cuidándolo. Los padres de la Iglesia
han reconocido en el posadero de la parábola al Espíritu, que continua los
cuidados de Jesús con nosotros83.
Desde esta perspectiva, creo que la acción del Espíritu en cada hom-
bre y mujer recuerda a las obras de misericordia. Si atendemos a las cor-
porales, vemos que el Espíritu nos proporciona el alimento espiritual que
necesitamos, el agua para calmar nuestra sed, el vestido de la gracia que
cubre la desnudez de nuestras miserias; nos hace sentirnos siempre en casa,
aunque seamos extranjeros; cura las enfermedades de nuestro corazón; nos
libera de la prisión y de la muerte que nos procura el pecado.
Algo similar podemos decir respecto a las obras de misericordia es-
pirituales. Me centraré en la de «enseñar al que no sabe», recuperando una
bella intuición de Raniero Cantalamessa. Algunos hombres y mujeres se
imaginan a Dios como un padrastro malvado, un ogro sediento de sangre
o un carcelero despiadado. El Espíritu disuelve en nosotros esas imágenes
falsas de Dios, para volver a mostrarnos su verdadero rostro: el de un padre
misericordioso que, para salvarnos, no ha escatimado ni siquiera a su propio
Hijo84.

82  Ireneo, Adversus Haereses III,17,1 (SCh 211,330).


83  Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, 866-867.
84  Cf. R. Cantalamessa, El Rostro de la Misericordia. Pequeño tratado sobre la misericordia

divina y humana, Edicep, Valencia 2015, 175-176.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


102 D. García Guillén

Actuando en cada uno de nosotros, el Espíritu nos capacita para «ha-


cer nosotros lo mismo» (Lc 10,37; cf. Jn 13,15) que Jesús ha hecho con no-
sotros. Nos permite reconocer al Señor en todos aquellos a quienes damos
de comer y beber, a quienes acogemos, asistimos y visitamos, a quienes en-
terramos respetando la infinita dignidad de su cuerpo. Si Moisés se arrodilló
ante la zarza, parece también nosotros hemos de reconocer la presencia de
Dios por el Espíritu en la carne herida de nuestros hermanos, esa carne de
la que Pablo dice que es un templo de Cristo (1 Cor 6,19). Bautizados en
Cristo, hemos recibido el mismo Espíritu que le ungió a él para «proclamar
la libertad a los cautivos» (Lc 4,18).

3.4.  La misericordia como principal atributo divino


Hasta hace poco más de cincuenta años, el tratado teológico sobre
Dios comenzaba hablando de la unidad divina, con un lenguaje similar al de
la metafísica, y sólo después se explicaba la trinidad de personas. La renova-
ción de la teología del misterio de Dios trajo consigo la unificación de ambos
tratados De Deo Uno y De Deo trino. Con este nuevo modo de organizar la
materia, perdió importancia el tratamiento de la unidad de Dios. Algunos
hablan incluso de un «olvido de la esencia»85.
Al quedar descuidada la esencia, la teología de los atributos divinos
se vio seriamente afectada. Su lugar tradicional estaba en el tratado De Deo
Uno: tras hablar de la única esencia divina, se abordaban las «propiedades»
o atributos divinos, comunes a las tres divinas personas: la omnipotencia, la
eternidad, la omnipresencia… y también la misericordia. De ahí la discreta
atención que han recibido los atributos divinos en la teología trinitaria de
los últimos decenios86. Como es lógico, sucedió lo mismo con la miseri-
cordia, Walter Kasper muestra la demoledora realidad de los manuales de
teología trinitaria: casi ninguno, incluido el suyo propio, se había ocupado
de la misericordia como un atributo trinitario87.
Precisamente éste enfoque trinitario es el que faltaba en los trata-
dos clásicos De Deo uno, que hablaban de Dios sin más especificación. Se
echaba de menos alguna indicación trinitaria, como la que encontramos en

85 
Cf. R. Ferrara, El misterio de Dios, 466-468.
86 
Destacan los trabajos monográficos de B. de Margerie, Les perfections du Dieu de Jésus
Christ, Cerf, Paris 1981 y W. Krötke, Gottes Klarheiten. Eine Neuinterpretation der Lehre von
Gottes «Eigenschaften», Mohr Siebeck, Tübingen 2001.
87  Cf. W. Kasper, La misericordia, 216, nota 33.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 103

Gregorio Nacianceno, en un discurso de tono más bien filosófico. Para que


nadie se llame a engaño, señala: «cuando hablo de “Dios”, hablo del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo»88. Necesitamos una teología trinitaria de los
atributos divinos89. Para ello, no sirve cualquier teología de la unidad divi-
na. Necesitamos una interpretación dinámica de la unidad de Dios, que la
imagine como eterna comunión e intercambio de amor90. Se trata de leer en
clave trinitaria la «definición» del apóstol Juan: «Dios es amor» (1Jn 8,16).
Al fin y al cabo, los desarrollos de la teología trinitaria no pretenden más
que sacar las consecuencias de esta bella afirmación joánica91. El Padre y el
Hijo y el Espíritu Santo comparten un único amor. Ése es su ser, su única
esencia y divinidad. El evangelio de Juan muestra a Jesús teniendo todo
en común con su Padre y con el Espíritu92. Un ejemplo muy ilustrativo
de esta teología dinámica de la unidad divina es el modo en que el cuarto
evangelio habla de la «gloria»93. Dirigiéndose al Padre, el Hijo manifiesta
haberle glorificado en la tierra y le pide ser glorificado también él. El Hijo ha
entregado esa gloria a los hombres para manifestarles que ha sido enviado
por el Padre. Y esa gloria, podemos entender, se identifica con el Espíritu
Santo que glorificará a Jesús tomando «de lo suyo» (Jn 13,31-32; 16,14-15;
17,5.22-24). De este modo, como afirma Piero Coda, «la gloria designa el
eterno y recíproco don de sí del Padre y del Hijo, en el Espíritu Santo, en el

88  Gregorio Nacianceno, Discurso 38,8 (SCh 358, 118,14-15; Biblioteca de Patrística 2,
52). El mismo texto aparece también en Discurso 45,4 (PG 36, 628C).
89  Contamos ya con algunas aportaciones, cf. L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 38,

nota 51, de entre las que podemos destacar las clarificadoras reflexiones de H. Urs von Baltha-
sar, Theologik II: Wahrheit Gottes, Johannes, Einsiedeln 1985, 128-138. De entre las propuestas
más breves, cf. C. Garcia Andrade, «Los atributos divinos a la luz de la Trinidad», Communio
22 (2000), 134-151; D. Staniloae, Dios es amor, Secretariado Trinitario, Salamanca 1995.
90  Se trata de una perspectiva que incorporan muchos tratados recientes, cf. Á. Cordovilla,

El Misterio de Dios trinitario, 515-520; A. Cozzi, Manuale di dottrina trinitaria, Queriniana,


Brescia 2009, 940-944; G. Greshake, Der dreieine Gott. Eine trinitarische Theologie, Herder,
Freiburg-Basel-Wien 1997, 179-216.
91  Cf. W. Kasper, La misericordia, 95; L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 27, 411 y

516.
92  Josep Maria Rovira Belloso ha estudiado el Evangelio de Juan, detectando tres tipos de

relación entre el Padre del Hijo: relación de origen, participación y comunicación, cf. J. M. Ro-
vira Belloso, Tratado de Dios uno y trino, Secretariado Trinitario, Salamanca 1993, 461-463.
Con una metodología exegética más depurada, el reciente estudio de C.R. Sosa Siliezar, La
condición divina de Jesús. Cristología y creación en el evangelio de Juan, Sígueme, Salamanca
2016, señala cinco ámbitos en los que se da una sinergia o cooperación entre el Padre y Jesús: la
creación, el trabajo, la representación, la oración y la resurrección.
93  Cf. P. Coda, Dalla Trinità. L’avvento di Dio tra storia e profezia, Città Nuova, Roma

2011, 310-312.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


104 D. García Guillén

cual Dios resplandece en sí y al mundo en la luz irradiante de su ser»94. Esta


visión dinámica de la unidad trinitaria es la que se nos ofrece en la liturgia.
En ella experimentamos el amor trinitario y somos incluidos en su ritmo.
Cada celebración nos recuerda que «todo don viene del Padre, por el Hijo
y Señor nuestro Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo, y en el mismo
Espíritu, por Jesucristo retorna de nuevo al Padre»95.
Este intercambio de amor eterno es la fuente de la que brota la Mi-
sericordia. Porque el Padre ama eternamente al Hijo en el Espíritu Santo
pueden amarnos también a nosotros. Aunque viven en felicidad completa,
han decidido libremente crearnos, salvarnos y santificarnos. Dios Padre ve
en cada uno de nosotros al Hijo de su amor, puesto que fuimos creados a
imagen y semejanza suya. Lo proclama la liturgia en un bello prefacio, que
subraya precisamente la misericordia de Dios: «tu amor al mundo fue tan
misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo,
sino que en todo lo quisiste igual al hombre, menos en el pecado, para po-
der así amar en nosotros lo que amabas en él»96. Dios Padre nos concede
también su Espíritu. La tradición cristiana oriental se refiere a él como el
«divino iconógrafo»97. Esta metáfora tan bella compara la acción del pneu-
ma divino con la de los pintores de iconos, capaces de reproducir una y otra
vez un mismo tema teológico introduciendo siempre matices distintos. El
Espíritu Santo embellece la imagen divina con su gracia, haciendo de cada
hombre y mujer una obra única de la acción divina. Éste es el sentido pro-
fundo de la «semejanza» divina en el ser humano (Gn 1,27).

94 P. Coda, Dalla Trinità, 312. Traducción mía.


95 J. López Martín, «Liturgia», en: X. Pikaza–N. Silanes (ed.), Diccionario teólogico «El
Dios cristiano», 813-829 (aquí 816). Me permito remitir a un trabajo mío de próxima publica-
ción: D. García Guillén, «Adsit praesentia Trinitatis aeternae. Liturgia y teología trinitaria», en:
G. Tejerina Arias - G. Hernández Peludo (ed.), Glorificatio Dei, Sanctificatio hominum, Fs.
José María de Miguel González, Secretariado Trinitario, Salamanca 2017.
96  Sexto prefacio dominical del tiempo ordinario (Ordinario de la Misa, n. 62). Puede leer-

se la alusión a este prefacio que encontramos en Francisco, Carta apostólica Misericordia et


Misera 5.
Este prefacio, en la liturgia propia de la diócesis de Orihuela-Alicante, se emplea en la fiesta
de la Santa Faz (jueves segundo de Pascua). Este propio litúrgico fue preparado con mimo por
José Antonio Berenguer. Me permito remitir a un precioso trabajo suyo, publicado en el primer
número de nuestra revista, cf. J.A. Berenguer Cerdá, «Mirada a la Faz de Cristo desde los textos
litúrgicos, especialmente los del Propio de Orihuela-Alicante», Facies Domini 1 (2008) 69-89.
97  Cf. M. Schneider, «Die Mysterien des Lebens Jesu. Dogmatische und liturgische Akzen-

te», en: H. J. Sieben–W. Löser–M. Schneider, Theologie der Mysterien des Lebens Jesu, 40-75
(aquí 74).

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 105

Este divino amor por el hombre no desaparece con el pecado. En


medio de la miseria humana, Dios Padre ha enviado a su Hijo y al Espíritu
Santo para salvarnos (Ga 4,4-6). Precisamente porque nos ama: «tanto amó
Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él
no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Estamos en el corazón del
misterio de la Misericordia. Dios responde al pecado y la desorientación de
los hombres trayendo la salvación. Un gran maestro de espiritualidad como
Ignacio de Loyola invita a meditar este misterio de la divina misericordia:
Traer la historia de la cosa que quiero contemplar, que es aquí cómo
las tres Divinas Personas miraban toda la planicie o redondez de todo
el mundo llena de hombres... Ver las personas, las unas y las otras:
y primero las de la haz de la tierra en tanta diversidad, así en trajes
como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en
guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos y otros enfermos,
unos nasciendo y otros muriendo.... Todas las gentes en tanta cegue-
ra... Cómo hablan unos con otros, cómo juran y blasfemian etc. Así
mismo lo que dicen las Personas Divinas, es a saber: «hagamos reden-
ción del género humano»98.

San Ignacio ha puesto estas bellas palabras en labios de la Trinidad:


«Hagamos redención del género humano». Difícilmente se podrá describir
mejor que la misericordia brota del amor eterno del Padre que envía al Hijo
y al Espíritu Santo. El papa Francisco, hijo espiritual de Ignacio, parece in-
spirarse en esas palabras cuando afirma en la bula de convocatoria del año
Jubilar: «desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda
del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia.
Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella
se acerquen»99.

4.  Un Dios inclusivo


La visión de la Trinidad en clave de comunión que permite la actual
teología trinitaria de la misericordia necesita un modo adecuado de visua-
lización, una representación artística adecuada que ayude a creer y orar
con los sentidos. Se trata de lo que con una expresión potente (aunque
algo simplificadora) se ha denominado el paso del triángulo al icono100.

98  Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 102 y 106-107.


99  Francisco, Bula Misericordiae Vultus 25.
100  Cf. C. Pifarré, «Del triángulo al icono», Sal terrae 91 (2003), 193-202.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


106 D. García Guillén

Gisbert Greshake ha dedicado algunas páginas de su importante propuesta


trinitaria a las representaciones artísticas del Misterio trinitario de Dios101.
Una de ellas recibe el nombre de Andréi Rublev (ca. 1360-1430), también
denominada «philoxenia» por recibir inspiración del episodio bíblico de los
tres que visitaron a Abraham (Gn 18). Aparecen tres ángeles, sentados a la
mesa, que se corresponden con el Padre, y el Hijo y el Espíritu Santo. Se ha
escrito mucho sobre el juego de miradas de los tres ángeles, que han resul-
tado muy útiles para imaginar la comunión de las Tres divinas personas. La
mesa está abierta hacia el espectador, de modo que el espectador recibe una
invitación a sentarse y quedar incluido en ese banquete de amor102.
El cuarto rasgo del Dios de la misericordia es, precisamente, que nos
incluye en su comunión. Él es un Dios «inclusivo» o «incluyente», que abre
su misterio a los hombres y les invita a participar de su comunión. En los úl-
timos decenios, han surgido varias propuestas que destacan esta dimensión
inclusiva de la fe trinitaria. Pionero en este ámbito, como en tantos otros, el
teólogo evangélico Jürgen Moltmann proponía en la década de los ochenta
un modelo «abierto» de Trinidad, en el que la unidad divina quedaba califi-
cada como «invitante [einladende]»103. Más recientemente, el católico Jür-
gen Werbick presenta a Dios como alguien «inclusivo», que se da a conocer
a los hombres implicándose en su vida y su historia, y los invita a implicarse
los unos en la vida de los otros104. Más cerca de nosotros, contamos con
la propuesta de Daniel Izuzquiza que extrae las consecuencias sociales del
misterio trinitario hablando de una Trinidad que «incluye»105.
Para comprender mejor esta capacidad inclusiva del Dios revelado en
Jesucristo, comenzamos presentando la práctica de Jesús, a fin de poder tra-
zar después los contornos de una eclesiología capaz de incluir a todos. Por

101 
Cf. G. Greshake, Der dreieine Gott, 539-554.
102 
«Las actitudes de los ángeles, dispuestos en círculo abierto hacia el espectador, hacen
pensar en una conversación o en una consulta de familia (…) Entramos en la conversación de
los Tres, sentándonos a la mesa con ellos» S. Babolin, «El icono de la Trinidad de Rublev. Del
consejo eterno al banquete eucarístico», Communio 22 (2000), 180-189 (aquí 184 y 189).
103  Cf. J. Moltmann, «Die einladende Einheit des dreieinigen Gottes», en: Idem, In der Ge-

schichte des dreieinigen Gottes. Beiträge zur trinitarischen Theologie, Kaiser, München 1991,
117-128.
104  J. Werbick, Gott verbindlich. Eine theologische Gotteslehre, Freiburg-Basel-Wien 2007.

El adjetivo «verbindlich» se entiende no sólo como «vinculante» u «obligatorio» (tal es su signi-


ficado habitual) sino en el sentido de implicar juntos a Dios y al hombre. La traducción italiana
acierta al interpretarlo como Un Dio coinvolgente.
105  Cf. D. Izuzquiza, «La Trinidad nos incluye a todos. Repercusiones sociales de la fe en un

Dios comunión» Sal terrae 91 (2003), 215-229.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 107

último, nos ocuparemos de uno de los medios privilegiados para acceder al


abrazo de misericordia que Dios Padre nos ofrece por medio de Jesucristo
en el Espíritu Santo: el sacramento de la reconciliación.

4.1.  La práctica inclusiva de Jesús


El evangelio según san Lucas cuenta una visita que dos discípulos de
Juan el Bautista hicieron a Jesús (Lc 7,18-23). Su maestro les envía para
saber si Jesús es o no el Mesías esperado. Pero Jesús no responde con pala-
bras. Al menos no al principio: tras realizar varias curaciones, Jesús inter-
preta su propia praxis terapéutica: «Id y anunciad a Juan lo que habéis visto
y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los
sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados». En estas
curaciones, tal y como las describe Jesús, se están cumpliendo varias de las
promesas del profeta Isaías (26,19; 35,5-6; 42,7; 61,1). Sin embargo, existe
el riesgo de no entender el mensaje que proyecta la praxis de Jesús, o ma-
linterpretarlo. Por eso, él mismo lanza una bienaventuranza con ánimo de
advertencia: «Y ¡bienaventurado el que no se escandalice de mí!». No son
palabras vanas, puesto que el riesgo de tropezar con el ministerio de Jesús es
muy real: estar ciego, cojear o tener lepra eran, según la Escritura, factores
de exclusión de la comunidad de Israel.
Un pasaje similar a este, y que contribuye a iluminarlo, es la lectura
de Isaías 61 que Jesús realiza en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21). Lucas
presenta a Jesús lleno del Espíritu, que ha recibido en su bautismo en el
Jordán, e impulsado por ese mismo Espíritu ha vuelto a Galilea. Jesús presta
voz a las palabras del profeta y señala que en su persona se están cum-
pliendo las promesas. Él es el Mesías, el Ungido del que hablaba Isaías. Su
unción mesiánica ha sucedido durante su bautismo en el Jordán, mediante
el descenso del Espíritu a su carne. Los signos mesiánicos de los que habla
en la sinagoga son similares a las que realizará delante de los discípulos
del Bautista. Cuando los paisanos de Jesús comprendan que sus palabras
tienen pretensión mesiánica, intentarán despeñarlo. Otra vez el riesgo de
escándalo.
El segundo de los pasajes lucanos expresa más claramente la condi-
ción mesiánica de Jesús. El primero presenta un elenco más completo de los
signos que confirman que Jesús es el Ungido. Por medio de estas curaciones,
Jesús acredita que es el enviado de Dios. Cuando incluye a los privados de
visión, salud o vida en la comunidad mesiánica, confirma el origen divino
de su misión y ministerio.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


108 D. García Guillén

Desde esta perspectiva que nos proporciona la lectura «mesiánica»


del ministerio curativo de Jesús, podemos leer otros episodios de su vida.
Algunos son similares a los descritos en el pasaje del Bautista, como las
curaciones de leprosos que Jesús realiza a lo largo de su vida. Basta leer,
por ejemplo, Mc 1,39-45. Tras limpiar al leproso, Jesús lo envía a que se
presente al sacerdote para que conste su reincorporación como miembro de
pleno derecho de la comunidad mesiánica, de la que le había sido expulsado
por su enfermedad. También las liberaciones de los malos espíritus conlle-
van una sanación de los vínculos sociales que estaban rotos o dañados. Se
observa con claridad en el episodio del endemoniado de Gerasa, que recoge
el quinto capítulo del evangelio según san Marcos106. La situación anterior
al paso de Jesús se describe en términos muy duros: «nadie podía dominarle
(…) andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose
con piedras» (Mc 5,3-5). Expulsado de la sociedad y, temido como un peli-
gro social, vive sin más compañía que los muertos, incapaz de controlar sus
emociones y autolesionándose. En cambio, cuando Jesús le cura su situa-
ción cambia de modo radical. Marcos lo ha descrito de forma concisa pero
impactante al afirmar que sus paisanos lo encontraron «sentado, vestido y
en su sano juicio» (Mc 5,15). Paradójicamente, a Jesús su acción inclusiva
le cuesta su propia exclusión. Al expulsar los demonios, Jesús les ha per-
mitido refugiarse en una enorme piara de cerdos («unos dos mil»), que se
precipitan acantilado abajo. Jesús deja sin medios de subsistencia a toda
una comarca para salvar a un hombre solo. Por eso «ellos le rogaban que se
marchase de su comarca».
La actitud de Jesús respecto a las mujeres ilustra también la dimen-
sión inclusiva que estamos subrayando. Inmediatamente después de la libe-
ración del joven de Gerasa, el evangelio de Marcos nos describe la curación
de una mujer que tiene descontrolado el flujo menstrual (Mc 5,21-43). Las
prescripciones del Levítico (Lev 15,19-24) convertían a la mujer en impura
hasta una semana después de su regla. A ella, y a todo el que tuviera cual-
quier tiempo de contacto (incluso casual) con ella o sus objetos. La situa-
ción se volvía especialmente insoportable para quienes, como la mujer del
evangelio, padecen «flujo de sangre durante muchos días» (Lev 15,25-30).
La mujer, pensando que quedará curada, toca a Jesús. Pero Jesús no se deja
utilizar como talismán. Quiere saber quién se ha curado al tocarle, porque

106  Cf. L.M. Romero Sánchez, La eficacia liberadora de la palabra de Jesús. La intención

pragmática de Mc 5,1-20 en su contexto lingüístico y situacional, Verbo Divino, (ABE Monogra-


fías y Tesis 49), Estella 2009.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 109

la fe sólo puede ser un encuentro personal. Cuando él puede mirar a esta


mujer y escuchar sus razones, le dice: «Hija, tu fe te ha salvado». Al dirigirse
a ella como «hija», Jesús la invita a experimentar la misericordia y dejar de
sentirse excluida107.
Otros encuentros de Jesús con las mujeres expresan también esta ac-
titud de incluirlas en la comunidad mesiánica. Un buen ejemplo es la mujer
encorvada que Jesús curó (Lc 13,10-17). Jesús la llama, poniéndola en el
centro de la sinagoga. La saca del aislamiento y la posición de inferioridad
en la que le ha sumido su condición de mujer enferma. Los jefes de la sina-
goga protestan porque la curación fue un sábado. Jesús recuerda que, tam-
bién en sábado, se puede desatar un animal para llevarlo a abrevar. Con más
razón –argumenta– hay que liberar a una hija de Abraham a quien Satanás
ha tenido atada.
No es menos significativo el episodio de la pecadora que entra en casa
del fariseo con el que Jesús estaba comiendo (Lc 7,36-50). La vida de esta
mujer también cambia en el encuentro con el Maestro: «la mujer entra sin
dignidad ni consuelo en la casa del fariseo y sale dignificada, reconocida,
perdonada»108. Aunque no lo diga en voz alta, el anfitrión se escandaliza
por la actitud de Jesús con esta pecadora. Un buen judío nunca compartiría
el mismo techo, mucho menos la misma mesa, con un pecador manifiesto.
También en esto se manifiesta el proyecto inclusivo de Jesús, que no duda en
compartir espacio y comida tanto con publicanos como Leví (Lc 5,29-30)
o Zaqueo (Lc 19,1-10) e incluso con los mismos fariseos, a los que tantas
veces se enfrenta, como en el caso de la mujer pecadora al que nos estába-
mos refiriendo109.
Jesús les devuelve la dignidad que se les negaba, volviendo a situarlos
en el centro de la comunidad de salvación. Lo hace con la mujer encorva-
da, situándola en el centro y refiriéndose a ella como «hija de Abraham».
Ese mismo apelativo le dirige a Zaqueo. El ciego de Jericó, que estaba al

107  «Este “ánimo, hija” expresa toda la misericordia de Dios por aquella persona. Y por cada

persona descartada. Cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por nuestros pecados,
hemos hecho tantos, hemos hecho tantos… Y el Señor nos dice: “¡Ánimo! ¡Ven! Para mí tú no
eres un descartado, una descartada. Ánimo, hija. Tú eres un hijo, una hija”. Y este es el momento
de la gracia, es el momento del perdón, es el momento de la inclusión en la vida de Jesús, en la
vida de la Iglesia. Es el momento de la misericordia» Francisco, Catequesis (31 agosto 2016).
108  N. Calduch, «La mujer del perfume (Lc 7,36-50)», en: I. Gómez-Acebo (ed.), Relectura

de Lucas, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998, 55-81 (81).


109  Sobre las comidas de Jesús, cf. P. Cabello Morales, «“Como vuestro padre es miseri-

cordioso”», 304-306.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


110 D. García Guillén

borde del camino, se incorpora a la vía principal para que Jesús le cure (Lc
18,35-43). La tarjeta de visita que Jesús presenta a los discípulos de Juan
para acreditar su mesianismo es este ministerio de incluir a quienes están
excluidos. Si éste es el estilo del Maestro, parece lógico que sea también el
de sus discípulos.

4.2.  La Iglesia, un lugar para todos


El Magisterio de Juan Pablo II contiene preciosas indicaciones para
elaborar una eclesiología de la misericordia110. Asimismo, hay que recono-
cer el enorme esfuerzo del papa Francisco para una transformación de la
Iglesia en clave de misericordia. En poco más de cuatro años de magisterio,
el papa Francisco ha ido desgranando los elementos necesarios para deli-
near una visión más inclusiva de la Iglesia. Su exhortación programática
Evangelii Gaudium repite una y otra vez que hay que compartir el Evangelio
con cada hombre y mujer, sin excluir a nadie111. La razón es que Jesús quiso
una Iglesia para todos, sin exclusiones, y así se lo comunicó a sus discípulos.
Vale la pena leer las palabras del propio Francisco:

Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un gru-


po de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios,
en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego (...) porque todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se
sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo
hace con gran respeto y amor!112

La fe en el Dios de la Misericordia tiene consecuencias para el modo


en que somos Iglesia y nos comportamos como tal. La bula jubilar recuerda
que «la Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que
sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno»113. De ahí, que las imáge-
nes eclesiológicas preferidas por Francisco expresen muy bien que la Iglesia

110  Cf. E. Olk, Die Barmherzigkeit Gottes, 256-302; J. Vodopivec, «La chiesa nella luce del

mistero della misericordia di Dio» en: J. Saraiva Martins (ed.), Dives in Misericordia. Commen-
to all’Enciclica di Giovanni Paolo II, Paideia (Studia Urbaniana, 13), Brescia 1981, 142-157.
111  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 14, 23, 35.
112  Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 113.
113  Francisco, Bula Misericordiae Vultus 12.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 111

debe estar abierta a todos. Recuerdo sucintamente tres de estas imágenes: la


casa de la misericordia, el hospital de campaña y la Madre.
a) La casa de la misericordia. La bula de convocatoria del Jubileo afir-
ma que «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de
la Iglesia»114. Si faltara la viga maestra, el techo se derrumbaría y
quedaríamos a la intemperie, expuestos a la lluvia, el frío y la radia-
ción solar. De modo similar, si faltara misericordia en la Iglesia, ésta
dejaría de dar cobijo a quienes se sienten heridos por la vida. Por eso,
cada una de las acciones de la Iglesia, sus instituciones y las personas
que la componen, han de estar revestidas de misericordia.
b)  la imagen del «hospital de campaña», inspirada quizá en la novela
Los novios de Manzoni115, recuerda que la Iglesia debe estar allí don-
de los hombres son heridos, cercana al sufrimiento de todos aquellos
que llevan su «vida a cuestas»116. Una Iglesia ligera de equipaje y cer-
cana a los hombres, que prioriza «las heridas más graves» y urgentes,
como confesaba Francisco al jesuita Antonio Spadaro117.
c)  Por último, la Iglesia Madre. Se trata de una imagen con larga tradi-
ción teológica, que Francisco ha recuperado para sostener su proyec-
to pastoral. En cada uno de los documentos de Francisco, la materni-
dad de la Iglesia aparece de un modo particular. La encíclica sobre la
fe, escrita «a cuatro manos» con Benedicto XVI, presenta a la Iglesia
como la madre que nos regala la vida de Dios en el bautismo y nos
enseña a hablar el lenguaje de la fe118. En Evangelii Gaudium, la Igle-
sia aparece como madre que acoge a todos, que nos ofrece consuelo
cuando volvemos a casa cansados y heridos, y que cuida de nosotros
cuando estamos enfermos119, mientras que la bula jubilar presenta a
la Iglesia madre en su ministerio de reconciliación120. Especialmente
significativa es la perspectiva de Amoris Laetitia, donde se recuerda

114 Francisco, Bula Misericordiae Vultus 10.


115 Cf. A. Ivereigh, El gran reformador. Francisco, retrato de un papa radical, Ediciones B,
Barcelona 2016, 36. Bergoglio ha manifestado que esta novela es de sus favoritas, cf. S. Rubin–F.
Ambrogetti, El jesuita. Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio, Vergara, Buenos Aires
2010, 119.
116  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 47.
117  Cf. A. Spadaro, «Papa Francisco: “Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos

nuevos”», Razón y fe 268 (2013), 249-276.


118  Cf. Francisco, Carta encíclica Lumen Fidei, 37-39.
119  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 46-49, 139-141.
120  Cf. Francisco, Bula Misericordiae Vultus 4 y 22.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


112 D. García Guillén

que la Iglesia ha de mostrarse como madre especialmente con las fa-


milias económicamente desfavorecidas, haciéndoles experimentar la
misericordia de Dios121. Respecto a las personas divorciadas en nueva
unión, el papa considera necesario recordar que siguen siendo miem-
bros de la Iglesia, integrados en la comunión eclesial y que –según una
fórmula que se ha hecho muy popular– «no están excomulgadas»122.
Por eso la Iglesia ha de acoger a estas personas como la madre que es,
cuidarlas y animarlas en su camino evangélico, sin renunciar por ello
a la enseñanza objetiva sobre el matrimonio indisoluble123. En esta
línea de la inclusión, Francisco invita a los pastores a discernir qué
servicios y actividades eclesiales son los más adecuados para que los
divorciados en nueva unión puedan participar en la vida de la comu-
nidad cristiana a la que siguen perteneciendo124.

4.3.  Volver a casa del Padre y de la Madre: sacramento de la Misericordia


El sacramento de la penitencia es un lugar privilegiado donde expe-
rimentar la maternidad de la Iglesia125. Como señala Dionisio Borobio, la
Iglesia tiene una relación triple con este sacramento126. En primer lugar, la
Iglesia es sujeto de la reconciliación, puesto que es santa por su origen, aun-
que pecadora en sus miembros. Cada vez que un cristiano recibe la absolu-
ción sacramental, se beneficia la Iglesia entera. En segundo lugar, la Iglesia
es objeto de reconciliación. El Concilio Vaticano II ha recuperado esta «ver-
dad olvidada» sobre el sacramento de la penitencia, señalando que en él nos
reconciliamos al mismo tiempo con Dios y con la Iglesia, a la que hemos he-
rido al pecar127. Por último, la Iglesia es mediadora de reconciliación. Aun-

121 
Cf. Francisco, Exhortación apostólica Amoris Laetitia, 49.
122 
Cf. Francisco, Exhortación apostólica Amoris Laetitia, 243, 246, 297 y 299.
123  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Amoris Laetitia, 299 y 308.
124  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Amoris Laetitia, 297 y 299.
125  El sacramento recibe varios nombres, que resaltan mejor unos aspectos y disimulan

otros. El Catecismo de la Iglesia Católica ha recogido los siguientes: conversión, penitencia, con-
fesión, perdón y reconciliación (nn. 1423-1424). Sobre los nombres del cuarto sacramento, cf.
C. Giraudo, El sacramento del perdón. Confesión de los pecados y confesión de Dios, Sígueme,
Salamanca 2013, 13-29; F. Millán Romeral, La penitencia hoy. Claves para una renovación,
Desclée, Bilbao 2001, 99-143.
126  Cf. D. Borobio, El sacramento de la reconciliación penitencial, Sígueme (Lux Mundi,

85), Salamanca 2007, 242-247.


127  Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium 11. Sobre la recupera-

ción de esta dimensión eclesiológica del sacramento, cf. F. Millán Romeral, La penitencia hoy,
173-203.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 113

que «sólo Dios puede perdonar pecados» (Mc 2,7), Jesús ha confiado a sus
discípulos administrar la remisión de las culpas: «a quienes les perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,22). La tarea de la reconciliación no corresponde sólo a
algunos miembros de la Iglesia, sino a todos. En un bello sermón, San Agus-
tín recordaba a sus fieles que también ellos cooperaban a la reconciliación
sacramental de los pecadores, corrigiéndoles e intercediendo por ellos128.
Ahora bien, el «ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18) se ejerce (val-
ga la redundancia) de modo ministerial, es decir: desde las diferencias de
servicio que existen en la Iglesia. La misión reconciliadora de toda la Iglesia
queda personalizada en el ministro ordenado que celebra el sacramento. La
maternidad de la Iglesia adquiere el rostro del presbítero o el obispo que ad-
ministra el perdón sacramental. Con fuerza lo expresaba el papa Francisco,
en las palabras que dirigió a los misioneros de la misericordia:
Deseo recordaros que en este ministerio estáis llamados a expresar la
maternidad de la Iglesia. La Iglesia es Madre porque siempre genera
nuevos hijos en la fe; la Iglesia es Madre porque nutre la fe; y la Iglesia
es Madre también porque ofrece el perdón de Dios, regenerando a
una nueva vida, fruto de la conversión. No podemos correr el riesgo
de que un penitente no perciba la presencia materna de la Iglesia que
lo acoge y lo ama129.

Al día siguiente, dirigiéndose una vez más a los misioneros de la mise-


ricordia, Francisco volvía a insistir en la importancia de personalizar la aco-
gida eclesial, esta vez en términos paternos: «que vuestras manos bendigan
y vuelvan a levantar a los hermanos y a las hermanas con paternidad; que a
través de vosotros la mirada y las manos del Padre se posen sobre los hijos
y curen sus heridas»130. Desde la experiencia vivida durante el año jubilar,
puedo decir que estas heridas de las que habla Francisco son reales, como
real es también la curación obrada por el sacramento de la reconciliación.

128  Comentando las «llaves» que Jesús entregó a Pedro, señala Agustín: «Me atrevo a decir
que estas llaves las tenemos también nosotros. ¿Qué estoy diciendo? ¿Que también nosotros
atamos y desatamos? También vosotros atáis y desatáis (ligatis et vos, solvitis et vos), pues quien
es atado es separado de vuestra compañía, y cuando es separado de vuestra compañía, es atado
por vosotros. Del mismo modo, cuando se reconcilia, es desatado por vosotros, puesto que tam-
bién vosotros rogáis por él a Dios» Agustín de Hipona, Sermón 229N, n. 2 (PLS 2,581; BAC
447, 363). Sobre el tema, cf. J. Carola, Augustine of Hippo: The Role of the Laity in Ecclesial
Reconciliation, Editrice Pontifica Università Gregoriana (Analecta Gregoriana 295), Roma 2005.
129  Francisco, Discurso en el encuentro con los misioneros de la misericordia (9 de febrero

de 2016).
130  Francisco, Homilía (10 febrero 2016)

Facies Domini 8 (2016), 79-133


114 D. García Guillén

Aunque la misericordia divina pueda experimentarse de muchas ma-


neras, estoy convencido de que no puede haber experiencia completa de la
misericordia de Dios sin una celebración adecuada del sacramento de la
reconciliación. Entre los aspectos que deben cuidarse, me parece especial-
mente importante el modo en que los presbíteros acogen al penitente y le
manifiestan el amor de Dios. La bula jubilar insistía en la importancia de
que los confesores sean «un verdadero signo de la misericordia del Padre» y
un «testimonio del primado de la misericordia»131. Para que cada hombre y
mujer pueda experimentar la misericordia de Dios en el sacramento de la re-
conciliación se hace necesaria la ternura y la actitud de acogida por parte del
ministro celebrante. Y no sólo por razones estratégicas o coyunturales. Esta
representación eclesial del ministro, que «pone cara» a la maternidad de la
Iglesia, ha de reflejarse en la teología del sacramento de la reconciliación.
Especialmente, en lo que se refiere a la calificación teológica del ministro.
El Concilio de Trento (1545-1563) elaboró una amplia sistematiza-
ción teológica del sacramento de la reconciliación. Respondiendo a los re-
formadores, que habían presentado el sacramento como mera «declaración»
del perdón, el Concilio defiende que en la penitencia sucede una auténtica
«absolución» y el sacerdote actúa como «juez» que necesita conocer los
crímenes y sus circunstancias para aplicar la pena correspondiente132. La
condición de «juicio» que se otorga al sacramento se extiende también a la
justicia que trata de procurar al penitente: no sólo una justicia restaurativa
para restablecer el orden, sino también una justicia punitiva, que castigue
el mal cometido. Los padres conciliares recuerdan que las obras impuestas
a los penitentes como satisfacción de sus pecados no pueden ser excesiva-
mente suaves. En efecto, la obra penitencial no es «sólo para guarda de la
nueva vida y medicina de la enfermedad, sino también en venganza y castigo
de los pecados pasados»133.
Esta presentación judicial del sacramento forma parte de la tradición
de la Iglesia. No hay duda de que pueden encontrarse aspectos positivos,
como la seriedad del pecado como alteración de la justicia querida por Dios
y la necesidad de una obra penitencial para reestablecer el orden roto. San-

131 
Francisco, Bula Misericordiae Vultus 17.
132 
Concilio de Trento, Decreto sobre el sacramento de la penitencia, capítulos 5 y 6 (Den-
zinger-Hünermann 1681 y 1685); Idem, Canon 9 sobre el sacramento de la penitencia (Denzin-
ger-Hünermann 1709).
133  Concilio de Trento, Decreto sobre el sacramento de la penitencia, capítulo 8 (Denzin-

ger-Hünermann 1692).

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 115

ta Faustina Kowalska hablaba a menudo del «tribunal de la misericordia».


Pero no es menos cierto que hablar de la misericordia en términos penales
resulta difícil. Raniero Cantalamessa lo ha expresado en unos términos que
suscribo sin reservas:
La iglesia latina ha tratado de explicar la confesión con la idea jurídica
de un proceso del cual salimos absueltos o no absueltos. En este el
ministro reviste la función del juez. Esta visión, si es acentuada uni-
lateralmente, puede tener algunas consecuencias negativas. Se hace
difícil reconocer en el confesor el obrar de Jesús. En la parábola del
hijo pródigo el padre no se comporta como un juez, sino como padre,
precisamente; antes aún de que el hijo haya terminado de hacer su
confesión lo abraza y ordena que empiece la fiesta134.

El mismo concilio de Trento se ha servido de otras imágenes para


describir el sacramento de la reconciliación. Para ilustrar la necesidad de
una confesión sincera e íntegra se introduce una cita de san Jerónimo: «si el
enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura
lo que ignora»135. Melchor Cano propuso, durante las sesiones conciliares,
presentar la confesión en clave pastoral. Pero finalmente no se reflejó en los
decretos tridentinos sobre el sacramento de la penitencia136.
El sacerdote se sitúa en la confesión como juez, médico y pastor. Más
allá de la limitación de cada una de las imágenes, se encuentra el hecho
sacramental de que el confesor hace presente a Cristo. Actúa in persona
Christi para administrar una misericordia que no es suya. Es testigo y mi-
nistro de una misericordia que procede de Otro, y que sólo puede ofrecer
con humildad y generosidad. De nuevo, recuerdo las palabras de Francis-
co a los misioneros de la misericordia, que me parecen extensivas a todos
los sacerdotes que celebran este sacramento: «al entrar en el confesonario,

recordemos siempre que es Cristo quien acoge, es Cristo quien escucha, es


Cristo quien perdona, es Cristo quien da paz»137.

134  R. Cantalamessa, El Rostro de la Misericordia, 127.


135  Jerónimo, Comentario a Eclesiastés 10-11 (PL 23,1152A: CChr 72,338) citado en: Con-
cilio de Trento, Decreto sobre el sacramento de la penitencia, capítulo 5 (Denzinger-Hüner-
mann 1680).
136  Cf. D. Borobio, El sacramento de la reconciliación penitencial, 151-153.
137  Francisco, Discurso en el encuentro con los misioneros de la misericordia (9 de febrero

de 2016).

Facies Domini 8 (2016), 79-133


116 D. García Guillén

La celebración sacramental de la reconciliación proyecta una determi-


nada imagen de Dios. Y no me refiero aquí al modo en que los textos litúr-
gicos y magisteriales nos hablan de Dios138. En el modo de acoger, escuchar
y perdonar del confesor se reflejan distintos aspectos del misterio de Dios
revelado en Jesucristo. Cada confesor refleja a Cristo de un modo personal.
Por eso, Francisco quiso proponer a los misioneros de la misericordia dos
modelos muy distintos: san Pio de Pietrelcina y Leopoldo Mandič. Suele de-
cirse que el primero era muy estricto, mientras el segundo se caracterizaba
por su ternura y comprensión con los penitentes. Si alguien decide adoptar
el estilo del Padre Pio, debería asegurarse de haber recibido antes el don
sobrenatural que él poseía, que le hacía capaz de atraer a los pecadores
que antes había despachado sin absolución139. Si algún confesor decide re-
saltar la legítima dimensión judicial del sacramento, podrá hacerlo sólo si
adopta el estilo de Jesús que, en lugar de condenar, entrega la vida por los
acusados. Al menos, entregando la vida en cada confesión, cargando a veces
con algunos de los pecados de los penitentes. Como dice el papa Francisco:
«decid como muchos santos confesores: “Señor, yo perdono, ponlo en mi
cuenta”»140.
Puesto que es la percepción de Dios como misericordia la que está
en juego parece necesario que los confesores se muestren «misericordiosos
como el Padre»141. El mínimo habría de ser la advertencia del papa Francis-
co en Evangelii Gaudium: «el confesionario no debe ser una sala de torturas
sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien
posible»142. Mi propio ministerio como confesor me ha hecho ver que una
administración del sacramento de la reconciliación basada en la acogida y la
misericordia facilita la vuelta de muchos cristianos a la Iglesia. Y que buena
parte de los abandonos y rencores respecto a la comunidad cristiana tienen
su origen en una mala experiencia en la confesión.

138  Cf. D. Borobio, «Penitencia, El Dios de la», en: X. Pikaza–N. Silanes (ed.), Diccionario

teólogico «El Dios cristiano», 1073-1086.


139  Cf. R. Cantalamessa, El Rostro de la Misericordia, 129.
140  Francisco, Discurso en el encuentro con los misioneros de la misericordia (9 de febrero

de 2016).
141  Según el lema del Jubileo extraordinario, cf. Francisco, Bula Misericordiae Vultus 13.
142  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 44.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 117

5.  Un Dios «vivido»


Dios no es un concepto, ni una idea. Es una realidad personal, que
existe independientemente de nosotros, pero quiere abrirse a nosotros.
Como afirma Olegario González de Cardedal, hay una estrecha relación
entre ese «Dios real» y el «Dios mío» que pronuncian los poetas y los mís-
ticos143. El Dios de la misericordia es también ese «Dios mío», que cada
cristiano experimenta cada día. Por eso, el quinto rasgo que destacamos
lo presenta como un Dios «vivido» o (nos atreveríamos a decir incluso) un
Dios «padecido».
El paso de Dios por la vida de los hombres deja huellas profundas,
a veces muy visibles. Jacob pasa una noche entera luchando con Dios, y le
quedarán dos marcas como signo: la primera es que ya no se llamará Jacob,
sino Israel, «porque has luchado con Dios y con los hombres y has vencido»
(Gn 32,29). La segunda, una herida en el muslo que le hará cojear toda su
vida (Gn 32,32). Israel queda «tocado», marcado de por vida, a causa de su
experiencia de Dios. La misma experiencia encontramos en Job, el creyente.
Al final de su enfermedad, confiesa a Dios: «hablé de cosas que ignoraba,
de maravillas que superan mi comprensión (…) Te conocía solo de oídas,
pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5)144. El motivo de la «herida»
como metáfora de la experiencia de Dios aparece a menudo en la tradición
cristiana145. Basta recordar el desgarro de san Juan de la Cruz: «¿adónde te
escondiste, / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, /
habiéndome herido; / salí tras ti, clamando, y eras ido»146.
La expresión más conocida de este Dios «padecido» la encontramos
en los escritos que nos han llegado bajo el nombre de Dionisio Areopagita.
Aunque quiso camuflarse tras el personaje del mismo nombre que se con-
virtió escuchando a Pablo (Hch 17,34), su dependencia filosófica del medio-
platonismo nos hace pensar en un monje que no pudo vivir antes del siglo
quinto. Hablando de su maestro Hieroteo, el pseudo Dionisio dice que sus
conocimientos los tomó «o de los santos teólogos, o hizo un compendio de
la investigación científica de las Sagradas Escrituras que había logrado des-
pués de gran trabajo y ejercicio sobre ellas, o incluso tuvo una inspiración

143  Cf. O. González de Cardedal, Dios, Sígueme, Salamanca 2004.


144  Sobre este pasaje, cf. R. Fornara, La visione contraddetta, 473-485.
145  Cf. P. Rodríguez Panizo, La herida esencial: consideraciones de teología fundamental

para una mistagogía, San Pablo-Comillas (Teología Comillas, 20), Madrid 2013.
146  Juan de la Cruz, Cántico Espiritual 1 (BAC 15, 738).

Facies Domini 8 (2016), 79-133


118 D. García Guillén

más divina, no sólo aprendiendo, sino a la vez experimentando lo divino


[pathôn ta theia] y también por su connaturalidad [sympatheia] hacia estas
cosas»147. La traducción suaviza mucho la radicalidad del original griego,
que habla de «com-padecimiento [sympatheia]» y un «padecer [pathôn]»
las realidades divinas.
Cada cristiano sabe de Dios porque lo experimenta en su propia vida.
Porque lo «padece», según las palabras del pseudo Dionisio. Pablo describe
una experiencia similar cuando afirma: «yo llevo en mi cuerpo las marcas de
Jesús» (Ga 6,17). El encuentro con Dios produce cambios profundos en la
vida de cada creyente. Cada hombre y mujer, mirado desde la fe en el Dios
que se ha hecho hombre, nos descubre algo nuevo de Dios148. Ya hemos
señalado que el Espíritu Santo, como «divino iconógrafo», ha plasmado de
modo original la imagen divina en cada uno de nosotros.
Esto se observa especialmente en la vida de los santos. Ellos son como
«obras maestras» del Espíritu. Al final del Gran Jubileo del año dos mil, san
Juan Pablo II proponía a la Iglesia como tarea para el tercer milenio la con-
templación del rostro de Cristo en sus diversas facetas. Como ayuda eficaz
para contemplar el rostro doliente del crucificado, presentaba la «teología
vivida de los Santos». Algunos de estos santos (él cita por nombre a Catalina
de Siena y Teresa de Lisieux) han participado personalmente del misterio de
la cruz, por medio de luces particulares otorgadas por el Espíritu Santo149.
Desde sus orígenes, la Iglesia ha tomado conceptos y fórmulas de los
escritos de algunos santos, incorporándolos a su tesoro doctrinal. Especial-
mente, esto ha sucedido con los escritores antiguos que reciben el nombre
de «padres de la Iglesia», a los que después se han añadido escritores y
escritoras de todas las épocas llamados «doctores de la Iglesia». Pero la
denominación evocada por san Juan Pablo II implica una perspectiva que
en parte es inédita: no se trata sólo de los escritos, sino también de la vida.
Para comprender la novedad de esta «teología vivida de los santos»
tenemos que acudir a Hans urs von Balthasar, uno de los gigantes de la
teología del pasado siglo veinte150. En su artículo «Teología y santidad»,

147  Pseudo Dionisio Areopagita, Nombres divinos II,9 en: Idem, Obras Completas, ed. T.H.

Martín, BAC, Madrid 2007, 23


148  Cf. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 272 y 274.
149  Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millenio Ineunte, 27.
150  Cf. J. Konda, Das Verhältnis von Theologie und Heiligkeit im Werk Hans Urs von Balt-

hasars, Echter Verlag (Bonner Dogmatische Studien 9), Würzburg 1991; D. Moss, «The saints»,

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El Dios de la Misericordia 119

publicado por primera vez en 1948, había denunciado la separación entre


las dos instancias que anuncia el título, proponiendo la recuperación de
una «teología arrodillada». Estaba adelantando una intuición que habría de
desarrollar años después: «la existencia de los santos es teología vivida».
De ellos importa su vida, mucho más que sus escritos (si es que los tienen).
Esta vida es la que necesita una interpretación teológica; especialmente,
cuando se trata de santos que tienen lo que Balthasar llama una «misión
cualificada»151. ¿Qué significa esta expresión? El autor lo explica en el es-
tudio que dedicó a Teresa de Lisieux. Ella tituló su diario como «Historia
de un alma». En cambio, Balthasar prefirió «Historia de una misión». Con
este sutil cambio de Seele (alma) por Sendung (misión), el teólogo suizo
señaló aquello que le parecía más importante en la vida de Teresita: que ella
no tenía una misión. Más bien su vida era una misión. Y no una cualquiera.
Balthasar distingue entre las misiones que van del cuerpo de la Iglesia hasta
su cabeza, porque nacen del suelo fértil de la Iglesia fundada por Jesús y des-
de ahí dan frutos de santidad. Otras misiones, en cambio, se parecen a un
rayo lanzado por Dios a su Iglesia, con el fin de recordarle una determinada
verdad o iniciar un modo nuevo de vida. Teresa de Lisieux pertenece a este
segundo grupo: con ella, Dios nos ha regalado en el Espíritu Santo un nuevo
modo de imitar a Cristo152. Estas «misiones» descendentes son, para von
Balthasar, una expresión autorizada y actualizada del Evangelio para cada
época, que mantiene actual y viva la palabra de Jesús. Los santos son –dirá
en el primer tomo de su monumental trilogía– quienes hacen plausible y
posible vivir el Evangelio de Cristo en cada época153. Cada uno de los santos
que han recibido este tipo de misión son como una encarnación viviente del
Evangelio. Por eso, Balthasar propone una fenomenología sobrenatural de
las misiones, es decir, un estudio teológico de aquello que Dios ha querido
decirnos con ellas. Él mismo ideó este método para aplicarlo a Teresa de
Lisieux y lo extendió después a Isabel de la Trinidad. El carmelita italiano
Antonio Sicari, después de haber estudiado la relación entre teología y san-

en E.T. Oakes - D. Moss (ed.), The Cambridge Companion to Hans urs von Balthasar, Cam-
bridge University Press, Cambridge 2004, 79-92; A. Sicari, «Hans Urs von Balthasar: teologia
e santità», en: K. Lehmann–W. Kasper (ed.), Hans Urs Von Balthasar. Figura e opera, Piemme,
Casale Monferrato 1991, 251-286.
151  Cf. H. Urs von Balthasar, «Theologie und Heiligkeit», en: Idem, Verbum Caro. Skizzen

zur Theologie 1, Johannes Verlag, Einsiedeln 19903, 195-225 (aquí 220).


152  Cf. H. Urs von Balthasar, Schwestern im Geist. Therese von Lisieux und Elisabeth von

Dijon, Johannes Verlag, Einsiedeln 19904, 15-35.


153  Cf. H. urs von Balthasar, Herrlichkeit. Eine theologische Ästhetik I: Schau der Gestalt,

Johannes, Einsiedeln 19612, 476.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


120 D. García Guillén

tidad en los escritos del teólogo suizo, aplica el método de la fenomenología


sobrenatural de las misiones a las vidas de diversos santos154.
También carmelita, el francés François-Marie Léthel ha acuñado la
expresión «teología de los santos»155. Pensamos que aquí se halla la inspira-
ción de san Juan Pablo II para presentar su concepto de «teología vivida de
los santos». Para Léthel, el texto del pseudo Dionisio que hemos leído más
arriba nos ayuda a entender cómo los santos son teólogos: Hieroteo es sabio
«no sólo aprendiendo, sino también padeciendo las realidades divinas». La
teología que se «aprende» es la que Léthel denomina «teología noética»,
mientras que la teología que se «padece» recibe el nombre de «teología vi-
vida» o «mística».
Ambas metodologías me parecen complementarias. Balthasar se fija
en la existencia entera del santo, dejando los escritos en un segundo plano,
como expresión de su vida y misión156. Esta perspectiva es muy sugerente,
aunque hace pensar en la dificultad de concretar la misión si no es a partir
de los escritos. El mismo Balthasar habló de Teresa de Lisieux e Isabel de
la Trinidad tomando como punto de partida sus propias obras157. Léthel,
por su parte, se centra en la teología vivida de los santos que se encuentra
en sus escritos, ofreciéndole carta de ciudadanía entre los teólogos. Pero,
precisamente por ser teología vivida, «padecida», los escritos se entienden
sólo como expresión de esa existencia teológica. Una existencia que es «teo-
logía», en el sentido más literal de la palabra: sólo los santos son teólogos158.
Los santos que han vivido la misericordia reflejan un amor abrasador
que no procede de ellos, sino de Dios. El padre Antonio Sicari ha presen-

154  Cf. A. Sicari, La vida espiritual del cristiano, Edicep, Valencia 2003; Idem, «Los santos

en la misericordia», en: Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización,


Misericordiosos como el Padre, 319-389.
155  Cf. F.-M. Léthel, Connaître l’amour du Christ qui surpasse toute connaissance. La théo-

logie des Saints, Carmel, Venasque 1989; Idem, «La teologia dei santi come “Scienza divina” dei
Padri, Dottori e Mistici», PATH 7 (2008) 271-287.
156  Afirma de Teresita: «ihre Lehre sind nicht so sehr ihre Schriften als ihr Leben selbst,

wie denn auch ihre Schriften von fast nichts anderen reden als von ihrem Leben» H. Urs von
Balthasar, Schwestern im Geist, 26.
157  Sobre los vínculos y diferencias entre ambas, cf. H. Urs von Balthasar, Schwestern im

Geist, 10-11 y 354-364.


158  Las palabras con las que Léthel comienza su estudio («Tous les saints sont théologiens,

seuls les saints son theólogiens») coinciden con afirmaciones balthasarianas como la siguiente:
«[A]llein der Heilige, welcher tut, was er denkt und einsieht, ist im Vollsinn christlicher Theolo-
ge» H. urs von Balthasar, Herrlichkeit I, 534. Lo hace notar, al inicio de su estudio, J. Konda,
Das Verhältnis von Theologie und Heiligkeit, 5.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 121

tado cerca de treinta testimonios de estos santos en el subsidio oficial del


Jubileo extraordinario de la Misericordia, el padre presenta casi treinta tes-
timonios, incluyendo a los que ofrecieron misericordia en el confesonario,
en la caridad, en la familia... Aquí nos fijaremos en dos de estas vidas, dos
de estas «misiones cualificadas», que han introducido a la Iglesia en la mise-
ricordia divina: Teresa de Lisieux y Faustina Kowalska159.
Teresa de Lisieux ha merecido un buen número de estudios por su
profunda experiencia de la paternidad y misericordia de Dios160. Resulta-
ría difícil comprender la novedad de su existencia sin advertir el contexto
histórico en el que nace y desarrolla su consagración religiosa. Los últimos
rescoldos del jansenismo, todavía no extinguido, contaminaban aún el aire
religioso en Francia. Un buen número de cristianos vivían con una imagen
deformada de Dios, que separaba su justicia y misericordia, privilegiando la
primera. Dentro de los Carmelos, resultaba frecuente que las monjas se con-
sagraran a la justicia divina, entendiéndola en sentido vindicativo: muchas
carmelitas se ofrecían para cumplir la penitencia de quienes no habían re-
parado adecuadamente sus ofensas a la justicia divina161. En un campo tan
poco abonado para la misericordia, Dios suscita a Teresa, que se relaciona
con Él con la misma confianza y osadía con la que una niña pide todo de su
padre. Una carmelita escondida, que afirma confiar por igual en la miseri-
cordia y la justicia divinas porque «mi camino es un camino completamente
de misericordia y de amor; no entiendo a las almas que tienen miedo de un
amigo tan tierno»162. Está tan convencida de su misión, que también ella se
ofrece como víctima, pero esta vez de la misericordia. Una misericordia que
es puro amor sin reserva, que ya no está condicionada por las habituales
referencias al pecado y el castigo del infierno163.

159  Puesto que en este número de Facies Domini se publica un bello estudio de Mons. Fran-
cisco Conesa sobre «María, Madre de Misericordia», no abordaremos el argumento.
160  Cf. L. Aróstegui Gamboa, «Teresa de Lisieux: entre el amor misericordioso y la nada»,

en: P. Cebollada (ed.), Experiencia y misterio de Dios, San Pablo-Comillas (Teología Comillas,
12), Madrid 2009, 161-166; E. J. Martínez González, «Sed de amor. Teresa del Niño Jesús y la
misericordia divina», Revista de Espiritualidad 75 (2016), 337-367; A. Olea, «La Misericordia
de Dios en Teresa de Lisieux», Monte Carmelo 124 (2016), 317-331.
161  Cf. L. J. Fernández Frontela, «Entorno histórico de Teresa de Lisieux», Revista de.

Espiritualidad 55 (1996), 399-443; R.J. Salvador Centelles, «En el corazón de la Iglesia, mi


madre, yo seré el amor». Jesús y la Iglesia como Misterio de Amor en Teresa de Lisieux, Editrice
Pontifica Università Gregoriana (Analecta Gregoriana 288), Roma 2003, 54-59
162  Teresa de Lisieux, Carta 226 citada en A. Sicari, «Los santos en la misericordia», 330.
163  Cf. E. J. Martínez González, «Sed de amor», 343.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


122 D. García Guillén

Tras haber clarificado qué significa la «misión» teológica de los santos


para Hans urs von Balthasar, podemos entender mejor una afirmación de
la Bula jubilar, cuando el papa Francisco habla de los «santos y beatos que
hicieron de la misericordia su misión de vida»164. De todos esos santos, tan
sólo cita por nombre a santa Faustina Kowalska, que se ha convertido en la
«santa de la misericordia» por excelencia. Para comprender la «misión» de
Faustina, también es importante el contexto. Como subrayaba Juan Pablo II
al canonizarla, Faustina recibió sus mensajes entre las dos guerras mundia-
les, un tiempo donde la misericordia era muy necesaria165. Jesús le recuerda
a Faustina que su amor y su perdón son incondicionales. A menudo, se
queja de la desconfianza que algunos tienen hacia su amor: «Todo lo que
existe está guardado en las entrañas de Mi misericordia más profundamente
que un niño en el seno materno. ¡Con cuánto dolor me hiere la desconfianza
hacia mi bondad!»166. Juan Pablo II instituyó la fiesta de la divina miseri-
cordia el segundo domingo de Pascua, el mismo día en que canonizaba a
Faustina, a fin de mostrar el vínculo entre la resurrección y el don de la
misericordia167.
Experimentando la misericordia en su propia carne, los santos han
actualizado el mensaje de la salvación para nuestro tiempo. Su existencia
supone una llamada de atención a la Iglesia de nuestro tiempo, para que
pueda ofrecer al mundo un testimonio de misericordia. Podrá decirse que el
mensaje de estos santos no es completamente nuevo, que remite al Evange-
lio de siempre. Y precisamente ésa es la virtud de los santos: hacernos mirar
la Palabra de Dios de forma nueva. Dar carne a un determinado pasaje de la
Escritura con su propia existencia168. Los santos y santas de la misericordia
han traído una gota de agua fresca a nuestro mundo, tan sediento de miseri-
cordia. Algo similar intuye el papa Francisco al convocar el Jubileo Extraor-
dinario. Cuando el periodista Andrea Tornielli le pregunta sus razones para
embarcar a la Iglesia en esta celebración, contesta sin dudar: «porque es una

164 
Francisco, Bula Misericordiae Vultus 24.
165 
Cf. Juan Pablo II, Homilía en la canonización de Faustina Kowalska (30 de abril de
2000), n. 2.
166  Santa Faustina citada en A. Sicari, «Los santos en la misericordia», 325.
167  Cf. Juan Pablo II, Homilía en la canonización de Faustina Kowalska (30 de abril de

2000), n. 4. Sobre esta fiesta, cf. R. Cantalamessa, El Rostro de la Misericordia, 135.


168  «La interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han

dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua»
Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 48. De los santos como «exégesis vi-
vida» me ocupé sucintamente en D. García Guillén, «Verbum Abbreviatum», Facies Domini 4
(2012), 31-72 (55-56).

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 123

humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe


cómo curarlas o cree que no es posible curarlas»169. El Año de la Misericor-
dia ha querido poner a la Iglesia manos a la obra para aliviar estas heridas.

6.  Un Dios que pone en acción


El sexto atributo del Dios de la misericordia es que su acción en no-
sotros nos mueve a actuar en favor de los demás. Basta recordar la escena
del lavatorio de los pies que ha recogido el cuarto evangelio (Jn 13,1-17).
Jesús invita a sus discípulos a reconocer su gesto: el Maestro y Señor acaba
de lavarles los pies, un trabajo propio de los esclavos. Tras reconocer la sin-
gularidad de su acción, Jesús les invita a secundar su ejemplo: «pues si yo,
el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros
los pies unos a otros». No es casual que Juan sitúe el lavatorio en la última
cena, donde los otros evangelistas han recogido los gestos y palabras de
Jesús sobre el pan y el vino. También allí, Jesús manda a sus discípulos que
hagan lo mismo que él ha hecho (Lc 22,19 y par).

6.1.  El Buen Samaritano (Lc 10,25-37)


Uno de los ejemplos con los que Jesús ilustraba su enseñanza finaliza
con una invitación similar a las anteriores: «haz tú lo mismo». Se trata de la
parábola del «buen samaritano»170. Un maestro de la ley intenta que Jesús
entre en una discusión técnica sobre cuál es el mandamiento más importan-
te. Pero él le devuelve la pregunta: «¿qué está escrito en la Ley? ¿Cómo la
lees?». La primera pregunta apunta al texto mismo; la segunda al modo de
interpretarla, puesto que la ley puede leerse de muchas maneras171. La res-
puesta del maestro de la ley es muy sensata, porque une los mandamientos
de amor a Dios (Dt 6,5) y al prójimo (Lev 19,18). Jesús aprueba sus pala-
bras y vuelve a remitirle a la praxis: «haz esto, y tendrás vida».
Pero el maestro de la ley quiere volver a la teoría. Y vuelve formula
una pregunta erudita, tratando de atraer a Jesús al ámbito en el que él se
siente cómodo: «¿quién es mi prójimo?». Lucas describe su actitud como un

169  Francisco, El nombre de Dios es misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli,

Planeta, Barcelona 2016, 36.


170  Cf. F. Bovon, Das Evangelium nach Lukas II, Benziger-Neukirchener, Zürich-Düssel-

dorf 1996, 79-99; J. A. Fitzmyer, El evangelio según san Lucas III, Cristiandad, Madrid 1987,
265-291; A. Pitta, «Las parábolas de la misericordia», 86-92.
171  Cf. F. Bovon, Das Evangelium nach Lukas II, 85.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


124 D. García Guillén

intento de justificarse y defender su propia postura. Cómo si dijera: ¿quién


se merece mi ayuda? El libro del Levítico parece bastante claro: llama próji-
mo al miembro del pueblo (Lev 19,18) pero invita a tratar al vecino extran-
jero como al pueblo elegido; más aún: como a uno mismo (Lev 19,34). Sin
embargo, a la hora de interpretar este texto, había significativas diferencias.
En la época de Jesús existían ya quienes consideraban «prójimo» a cada ser
humano, mientras que otros intentaban restringirlo sólo a los judíos. Inclu-
so algunos establecían diferencias dentro del mismo pueblo elegido: «los
fariseos excluían a los no fariseos; los esenios tachaban a los demás como
“hijos de las tinieblas”; los rabinos rechazaban a los herejes y renegados; y
un dicho popular decía: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”»172.
Una vez más, Jesús trata de sacar al jurista de la especulación teó-
rica. Responde, aunque parezca que evita la pregunta173. La parábola del
Buen samaritano va a permitir a Jesús situar la cuestión del prójimo en un
contexto nuevo, más allá de las disputas de escuela. Al acabar de contarla,
Jesús pregunta al jurista: «¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo
del que cayó en manos de los bandidos?». Conviene observar que el uso del
término «prójimo» ha cambiado desde el inicio del diálogo. Al principio, la
pregunta era «¿quién es mi prójimo?»; ahora se trata de quién se ha con-
vertido («gegonénai: ha llegado a ser») en prójimo del herido. La cuestión
se ha trasladado de la teoría especulativa a la práctica transformativa. Ser
prójimo no consiste en esperar a quién ayudar, sino en saber buscarlo. Ha-
cerse prójimo. El mismo legista lo ha comprendido y, aunque evita nombrar
al samaritano, responde que prójimo del herido fue aquél «que practicó la
misericordia con él». La última palabra de Jesús invita nuevamente a no
quedarse con la conclusión teórica, sino a comprometerse con lo que ha
descubierto: «Anda y haz tú lo mismo». Este «anda» es propio de Lucas. Y
no es casual: este evangelista presenta a Jesús camino hacia Jerusalén, que
no deja que nada ni nadie le distraiga de su objetivo. De modo similar, Jesús
manda al jurista que se marche, dejando de perder el tiempo en discusiones
teóricas174. De este modo, invita a cada discípulo a ponerse en camino para
encontrar un prójimo al que socorrer.
Hay un auténtico giro copernicano en la actitud de Jesús. El «próji-
mo» deja de ser un destinatario de la ayuda para ser un sujeto protagonista.

172 
S. Carrillo Alday, El evangelio de Lucas, Verbo Divino, Estella 2009, 223.
173 
«Jesus nimmt die Frage auf, indem er sie versteht» F. Bovon, Das Evangelium nach
Lukas II, 88.
174  Cf. J. A. Fitzmyer, El evangelio según san Lucas III, 288.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 125

Cada discípulo de Jesús adquiere el protagonismo de ponerse cerca de quien


sufre sin esperar a ser solicitado. La misericordia de Jesús es «creativa», a
imagen del Dios creador175. Con esto, queda afirmado que el hombre ha
trascendido sus propios límites, puesto que el libro del Eclesiástico cons-
tata que «el hombre tiene misericordia de su prójimo, el Señor de todo ser
viviente» (Eclo 18,13). Ahora, cada discípulo de Jesús puede practicar mi-
sericordia sin restricciones, como antes se pensaba que sólo podía hacerlo
Dios. Y puede obrar según esta misericordia universal porque antes la ha
experimentado de parte de Dios176.

6.2.  «A mí me lo hicisteis» (Mt 25,31-46)


El discípulo de Jesús está invitado a practicar la misericordia porque
antes la ha recibido de Dios. Se le invita a ser creativo, haciéndose prójimo
de cualquier hombre o mujer que necesite de su ayuda. Hay otra página
del evangelio que ofrece una motivación suplementaria para hacer miseri-
cordia. La encontramos al final del evangelio según san Mateo. Se describe
un juicio, al estilo de la tradición apocalíptica judía177. Presenta al Hijo del
Hombre en su gloria, rodeado de ángeles y sentado en su trono. Ante él se-
rán reunidas todas las naciones. Jesús se aplica sucesivamente las imágenes
de Hijo del hombre, Rey y Pastor. Y como tal, separará a las ovejas de las ca-
bras. Unos quedarán a la derecha del rey, otros a su izquierda. En el solemne
ambiente de juicio, el rey expondrá su veredicto: los de su derecha recibirán
el nombre de «benditos de mi Padre» y serán herederos del reino, mientras
los de su izquierda serán «malditos» y su destino es el fuego preparado para
el diablo y sus ángeles. El criterio de juicio es el modo en que se han com-
portado con el propio rey: «porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve
sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo
y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme».
Ante las razones que expone el rey, benditos y malditos se sorprenden por
igual: «¿cuándo te vimos, Señor…?». El rey explica que él, en persona, está
presente en cada hombre y mujer que atraviesa estas necesidades: «cada vez
que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis». Con razón afirma san Juan Pablo II que en este texto no encon-
tramos sólo una invitación a la caridad: el capítulo veinticinco de san Mateo

175  El papa Francisco insiste en este aspecto cuando habla de la «fantasía» de la misericordia

y de su «carácter artesanal», cf. Francisco, Carta apostólica Misericordia et Misera 18-20.


176  Cf. A. Pitta, «Las parábolas de la misericordia», 92.
177  Cf. Is 11,4; Jl 3,1-3; Dan 7,7-27.

Facies Domini 8 (2016), 79-133


126 D. García Guillén

es una auténtica «página de cristología»178. Junto con la parábola del Buen


Samaritano, la descripción del juicio ha situado la relación con el prójimo al
nivel de la relación con Dios en Jesucristo179.

6.3.  Poner la misericordia en obras


El texto de Mt 25 se ha convertido en norma de conducta para la co-
munidad cristiana180. De su aplicación literal provienen las llamadas «obras
de misericordia» corporales, a las que se ha añadido una séptima: enterrar
a los muertos. Ésta se inspira en el libro de Tobías, en el que la práctica de
la limosna aparece unidad a la piadosa costumbre de enterrar a los muertos:
«procuraba pan al hambriento y ropa al desnudo. Si veía el cadáver de uno
de mi raza abandonado fuera de las murallas de Nínive, lo enterraba» (Tob
1,17; cf. 2,4; 12,12-13).
Recientemente, Xabier Pikaza ha contestado la inclusión de esta sép-
tima obra de misericordia. En el libro que ha escrito con José Antonio Pa-
gola, Pikaza habla de las seis obras de misericordia corporales inspiradas
directamente en Mt 25,31-46. Ya que Tobías se sitúa en un registro cultural
y religioso diverso del expuesto en los textos evangélicos, Pikaza propone
una alternativa para completar las siete corporales: dotar a las muchachas,
es decir, proteger a las mujeres181. A esta podrían acompañar otras que tam-
bién tienen raíces bíblicas: acoger y educar a los niños, perdonar las deudas,
liberar a los esclavos, repartir las tierras y compartir los bienes182.
Se trata de una propuesta sugerente, aunque aquí nos atendremos a la
lista clásica de las siete obras corporales de la misericordia que se remonta
a la Edad Media. En la época era frecuente elaborar septenarios: siete sacra-
mentos, siete pecados capitales… El primero en añadir la obra de enterrar
a los muertos parece haber sido Pedro Comestor (†1179)183. A estas siete

178 Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millenio Ineunte, 49.
179 «La parábola del juicio final nos descubre el secreto escondido en el prójimo: en él está
presente el mismo Cristo. La del buen samaritano da un paso más (...) El cristiano debe conver-
tirse en Cristo para el otro» M. Gelabert Ballester, Para encontrar a Dios. Vida teologal, San
Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid 2002, 94.
180  Cf. S. Pié-Ninot, «Las obras de misericordia corporales y espirituales», en: Pontificio

Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, Misericordiosos como el Padre,


473-524.
181  Cf. X. Pikaza - J.A. Pagola, Entrañable Dios. Las obras de misericordia: hacia una

cultura de la compasión, Verbo Divino, Estella 2016, 129-153.


182  Ibidem, 165ss.
183  Cf. Petrus Comestor, Historia scholastica. In Evangelia cap. 145 (PL 198,1613).

Facies Domini 8 (2016), 79-133


El Dios de la Misericordia 127

corporales se añaden las espirituales, que Tomás de Aquino presenta ya


unidas cuando habla de la «limosna», que es el modo en que se refiere a las
obras de misericordia184. Las «limosnas» corporales ayudan las carencias
(defectus) del cuerpo, mientras las espirituales socorren a las que están de
parte del alma. Se trata de la explicación de las obras de misericordia que
inspira al resto de autores185. Por eso, vale la pena citar el texto completo:
La división de la limosna propuesta está fundada, con razón, sobre la
diversidad de deficiencias que hay en el prójimo. Algunas se refieren
al alma, y a ellas se ordenan las limosnas espirituales; otras, en cam-
bio, corresponden al cuerpo, y a ellas se ordenan las limosnas corpo-
rales. Las deficiencias corporales se dan en vida o después. Si se dan
en vida, o son deficiencias de cosas comunes a todos los hombres, o
se trata de alguna deficiencia especial, debido a algún accidente que
sobreviene. En el primer caso, las deficiencias son o interiores o exte-
riores. Las interiores, por su parte, son dobles: unas que se socorren
con el alimento, como es el hambre, y por eso se pone dar de comer
al hambriento, y otras que se remedian con la bebida, es decir, la sed,
y a ella corresponden las palabras dar de beber al sediento. Las de-
ficiencias comunes externas relacionadas con el auxilio son también
dobles: unas, respecto al vestido, y por eso se pone vestir al desnudo,
y otras respecto a la falta de techo, y a ella se asigna dar posada al
peregrino. De igual modo, en el caso de alguna deficiencia especial,
ésta responde a una causa intrínseca, como la enfermedad, en cuyo
caso se asigna visitar a los enfermos, o a una causa extrínseca, y a
ella corresponde redimir al cautivo. Finalmente, después de la vida se
da a los muertos sepultura. Asimismo, las deficiencias espirituales se
socorren con obras espirituales de dos modos. El primero, pidiendo
auxilio a Dios, y a ello corresponde la oración que se hace por los
demás. El segundo, dando socorro humano, hecho que reviste, a su
vez, tres modalidades: las deficiencias del entendimiento especulativo,
cuyo remedio es la doctrina, y las del entendimiento práctico, cuyo re-
medio es el consejo. Otras deficiencias tienen su origen en la potencia
apetitiva, y entre ellas la mayor es la tristeza, cuyo remedio es el con-
suelo. Las que provienen de acciones desordenadas pueden conside-
rarse también desde tres puntos de vista: el primero, desde el pecador
en cuanto que proceden de su desordenada voluntad, y el remedio
apropiado es la corrección; el segundo, desde la persona contra la que
se peca, en cuyo caso, si el pecado es contra nosotros, el remedio es
perdonar las injurias, y si es contra Dios o contra el prójimo, no está

184  Cf. Thomas Aquinas, Summa Theologiae II/II, q. 32, a. 2.


185  Cf. W. Kasper, La misericordia, 140-143 y 193-194; S. Pié-Ninot, «Las obras de
misericordia corporales y espirituales», 494 y 507. Mientras el primero relaciona las obras de
misericordia con las distintas «pobrezas», el segundo habla de «carencias».

Facies Domini 8 (2016), 79-133


128 D. García Guillén

en nuestro albedrío perdonar, como escribe San Jerónimo; el tercero,


desde las consecuencias de la acción desordenada con que, aun sin
intentarlo, se irrogan molestias a las personas con que se convive, y
el remedio es entonces sobrellevar, sobre todo en los casos en que se
peca por debilidad, a tenor de las palabras del Apóstol en Rom 15,1:
Los fuertes deben sobrellevar las flaquezas de los débiles. Mas no sólo
hay que sobrellevar a los débiles que resultan pesados con sus desor-
denadas acciones, sino también cualquier tipo de molestia, según otro
testimonio del Apóstol en Gál 6,2: Ayudaos mutuamente a soportar
vuestras cargas186.

Cada creyente es destinatario personal de las palabras del Señor.


«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Cada uno de nosotros somos invitados
a vivir las obras de misericordia en primera persona y nadie puede reem-
plazarnos. Pero estas obras no se limitan al ámbito individual. Puesto que
la misericordia es «la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia»187, es
necesario que la Iglesia, como familia, practique la misericordia. Señalando
las heridas del mundo moderno, Francisco invita a la Iglesia «a aliviarlas con
el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la
solidaridad y la debida atención»188.
Ese carácter «eclesial» de la misericordia reclama lo que cierta filo-
sofía moral contemporánea, basándose en Aristóteles, llama «prácticas».
Alasdair MacIntyre define la práctica como «forma coherente y compleja
de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual
se realizan los bienes inherentes a la misma»189. Esta definición puede apli-
carse a la Iglesia. Ella «practica» la Misericordia con estas «formas coope-
rativas» (es decir, no sólo individuales) que son reconocibles («establecidas
socialmente»). Con ellas, la Iglesia realiza su misión evangelizadora, su mi-
sión de transmitir la misericordia que ha recibido de Dios. Ése es su «bien
inherente». Estas prácticas eclesiales son las obras de misericordia.
Tras haberle mostrado qué es misericordia y cuál es el verdadero sen-
tido de «prójimo», Jesús se dirige al letrado para decirle: «anda y haz tú lo
mismo». Tampoco esta llamada se dirige sólo a cada cristiano en particular.
Desde los inicios de su pontificado. el papa Francisco ha invitado a la Iglesia

186  Thomas Aquinas, Summa Theologiae II/II, q. 32, a. 2. Traducción: Tomás de Aquino,
Suma de Teología III: parte II-IIa, BAC (Maior 36), Madrid 1990, 291.
187  Francisco, Bula Misericordiae Vultus 10.
188  Francisco, Bula Misericordiae Vultus 15.
189  A. MacIntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, 233.

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El Dios de la Misericordia 129

a no refugiarse en sí misma. A convertirse en una «Iglesia en salida». Esta


conversión eclesial tiene mucho que ver con la misericordia y sus obras,
como ha subrayado el pontífice al hacer balance de la experiencia jubilar:
Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una
persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a
partir de la simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el
espíritu, es decir la vida de las personas. Es una tarea que la comuni-
dad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra del Señor
la llama a salir siempre de la indiferencia y del individualismo, en el
que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y sin
problemas190.

7.  Un Dios que da que pensar


Al iniciar nuestra reflexión, nos servíamos de la reflexión de Paul Ri-
coeur sobre los «maestros de la sospecha». Marx, Nietzsche y Freud descon-
fiaban de la misericordia. En ellos encontrábamos un pensamiento que se
resiste al amor gratuito que se ha manifestado en Jesucristo. Para trazar el
último de los rasgos del Dios de la misericordia tomamos otra expresión de
Ricoeur: al final de su libro Finitud y culpabilidad afirma que «el símbolo da
que pensar»191. La expresión «dar que pensar» contiene una deliciosa ambi-
güedad que nos resulta aquí muy útil. Por un lado, incluye las sospechas de
las que hemos hablado ya. Pero a la vez nos recuerda que la fe en Dios no
cierra la puerta al pensamiento. Muy al contrario, es Dios mismo quien de-
safía continuamente nuestra razón para que nunca dejemos de buscarle192.
Entre sospecha y búsqueda, los dos sentidos de la expresión «dar que
pensar», media el conocimiento personal de Dios. Una idea genérica de lo
divino genera rechazo. En cambio, la fe cristiana invita a la confianza, por-
que abraza una determinación concreta de lo divino basada en el amor gra-
tuito de Dios manifestado en Jesucristo. El cristianismo propone confiar en
un Dios que se hace conocer amándonos y trayéndonos salvación. Es cierto
que este amor puede suscitar sospechas e incluso ser rechazado. Pero la
causa del rechazo no debería ser el desconocimiento.

190  Francisco, Carta apostólica Misericordia et Misera 20.


191  Cf. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid 2004, 481-490.
192  Cf. M. Cabada Castro, El Dios que da que pensar. Acceso filosófico-antropológico a la

divinidad, BAC (Normal 597), Madrid 1999, 3.

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130 D. García Guillén

Tras haber descrito algunos de sus rasgos, queremos preguntarnos qué


aporta esta nueva visión de Dios al mismo pensamiento que antes sospechaba
de Él. Vamos a esbozar muy sucintamente los rasgos básicos de una filosofía
de la misericordia capaz de responder pensando a las críticas del pensamien-
to. Capaz de desmentir la acusación formulada por Nietzsche de que la fe nos
impide pensar193. Se trata de una filosofía cristiana porque piensa «en unión
vital con la fe», como señalaba Juan Pablo II194. El papa polaco fue profesor
de filosofía. Y señala dos aspectos irrenunciables de una filosofía cristiana. El
primero es subjetivo: la filosofía se deja corregir por la fe, y afronta temas que
sin la revelación serían difícil de resolver (el mal, el sufrimiento…). De aquí
se deriva también un componente objetivo: la filosofía cristiana recibe de la
revelación algunos contenidos que ella no habría intuido sin la revelación
de Dios en Jesucristo. Uno de estos contenidos es, precisamente, la miseri-
cordia195. Una filosofía que toma la misericordia como punto de partida no
puede sospechar del amor gratuito de Dios, ni considerar negativamente la
actitud oblativa de quien nos ha regalado su vida en la cruz de Jesucristo. Del
hecho inaudito de la revelación de Dios en la debilidad de la carne de Cristo,
podemos derivar consecuencias filosóficas. Tanto en el ámbito de la filosofía
teorética (metafísica) como en lo que toca a la filosofía práctica.
Las Tesis para una ontología trinitaria (1975) del filósofo y teólogo
alemán Klaus Hemmerle son un buen ejemplo de una propuesta metafísica
que se escribe desde el estupor cristiano de haber conocido a Dios como
amor196. En la tesis número quince se describe la novedad que supone Jesu-
cristo para la historia del pensamiento:
Cuando Jesucristo anuncia y trae el reinado de Dios y sale a nuestro
encuentro en el, acontece una comunicación tan radical y sin reservas
entre Dios y nosotros. Dios mismo comparte en Jesús todo lo nuestro
y todo lo suyo. Nada de Él queda fuera del regalo que Él nos hace en
Jesucristo; nada de nosotros queda fuera de la historia, que es la his-
toria propia de Dios197.

El hombre descubre a Dios de modo nuevo en Jesucristo. Dios ya no


está por encima de nosotros, como si nos aplastara, sino sobre nosotros:

193 
Cf. M. Acquaviva, «I filosofi e la misericordia», 79-80.
194 
Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio, 76.
195  Cf. G. Albero Alabort, «Hacia un nuevo tipo de racionalidad. La razón misericordio-

sa», Anales Valentinos. Nueva Serie 3 (2016), 41-56.


196  Cf. K. Hemmerle, «Tesis para una ontología trinitaria», en: Idem, Tras las huellas de

Dios, Salamanca 2005, 19-81. Citaremos el número de tesis precedido del signo «§».
197  K. Hemmerle, «Tesis para una ontología trinitaria», 45 [§ 15].

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El Dios de la Misericordia 131

sustentando, acogiendo y aceptando a quien le responde. Dios está tam-


bién entre nosotros: nos ha dado su Espíritu, para que podamos responderle
como Él merece. Para Hemmerle, la Trinidad, lejos de ser una construcción
intelectual es el enunciado de la experiencia fundamental de cómo Dios se
da al hombre y de cómo el hombre se da de nuevo a sí mismo. El hecho de
que Dios se revele como amor trinitario no puede quedar sin efectos para
la visión de la realidad. Hace falta una metafísica que tenga como punto de
partida el amor entregado. La fe trinitaria reclama una «ontología trinita-
ria», asentada sobre el amor, que es lo único que permanece (1 Cor 13, 8).
Poniendo como principio el amor, el centro de gravedad no puede ser el
sujeto pensante. El amor pone en el centro al otro. Convierte la relación en
principio de identidad. Desde la perspectiva trinitaria, el ser se manifiesta
como donación, como amor que se entrega198.
La experiencia de la misericordia divina abre también nuevas posibi-
lidades para la filosofía práctica. Walter Kasper muestra la posibilidad de
diálogo entre la visión cristiana de la misericordia y la reflexión de la filoso-
fía moral contemporánea sobre la compasión y la empatía199. Paul Gilbert
se acerca desde un punto de vista fenomenológico a la misericordia. En
ella se produce un encuentro entre el misericordioso (que ejerce la miseri-
cordia) y el mísero (que la recibe). De un lado y de otro, este encuentro de
misericordia tiene sus riesgos. El misericordioso puede sentirse superior, y
asistir al otro sin tener en cuenta sus necesidades reales. El mísero, por su
parte, puede sentirse atrapado por las limitaciones de su situación, hasta el
punto de no pedir ayuda. La auténtica misericordia, de acuerdo con Gilbert,
supone un encuentro personal. Podríamos incluso calificarlo de «persona-
lizante», porque transforma las relaciones sociales de ambos. La mirada
del misericordioso sobre el mísero rompe la impersonalidad de la relación:
ya no es el destinatario de los bienes, sino una persona. El misericordioso
amplía también su propia relacionalidad, integrando a quien antes estaba
excluido o era invisible para él200.
Tanto Hemmerle como Gilbert son creyentes. Son sólo dos ejemplos
de un pensamiento que no ha desconfiado de la misericordia que Dios ofre-
ce a cada hombre y mujer. Uno y otro han elaborado su pensamiento to-
mando como punto de partida la experiencia fundamental de la que habla

198  Cf. K. Hemmerle, «Tesis para una ontología trinitaria», 45-50 [§ 15-19].
199  Cf. W. Kasper, La misericordia, 25-28.
200  Cf. P. Gilbert, «Misericordia, virtù dei deboli o dei forti?», 21-33.

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san Juan en su primera carta: «nosotros hemos conocido el amor que Dios
nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16). El amor inspira confianza y
la confianza lleva a conocer mejor a aquel a quien amamos. La sospecha
respecto del amor gratuito y la desconfianza como actitud vital no son las
únicas posibilidades de realización humana. Parece más digno del hombre
saber que es amado y que ha nacido para amar. La confianza en el Dios de
la misericordia no impide pensar. Sucede más bien al contrario. Dios sigue
dejándose buscar y provocando al pensamiento. Poniendo amplitud de mi-
ras donde el camino del hombre parece estrecharse201.

8. Conclusión
¿Cuál será el fruto del Jubileo de la Misericordia? Al convocarlo, Fran-
cisco expresaba su anhelo de que «los años por venir estén impregnados de
misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad
y la ternura de Dios»202. Sólo quien ha hecho la experiencia radical de ser
amado y perdonado por Dios, está en condiciones de ofrecer misericordia
a los demás. Sólo una Iglesia que ha vivido profundamente la misericordia
puede anunciarla al mundo. En esto se observa un importante elemento de
continuidad en el Magisterio del Papa Francisco. La exhortación apostólica
Evangelii Gaudium pedía una conversión misionera de la Iglesia. El Jubileo
ha tratado de alimentar esta conversión misionera ofreciendo a la Iglesia un
manantial inagotable. A esta fuente de agua fresca ha de acudir una y otra
vez: la misericordia de Dios Padre manifestada en Jesucristo y administrada
una y otra vez por el Espíritu Santo. De la eclesiología se ha transferido el
acento a la doctrina de Dios.
Johann Baptist Metz, profesor de teología fundamental en Münster
y padre de la «nueva teología política», había advertido hace veinte años
que, en Occidente, «la crisis de Dios se ha cifrado eclesiológicamente»203.
El magisterio del papa Francisco está mostrando que, para lograr la conver-

201  «Tú que en el aprieto me diste anchura» (Sal 4,2). Éste fue el lema del filósofo cristiano

Bernhard Welte, como recordaba Hemmerle poco antes de morir, cf. K. Hemmerle, «Weite des
Denkens im Glauben – Weite des Glaubens im Denken», en: Idem, Unterwegs mit dem dreiei-
nen Gott. Schriften zur Religionsphilosophie und Fundamentaltheologie, Herder (Ausgewählte
Schriften, 2), Freiburg 1996, 354-370.
202  Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 5.
203  J. B. Metz, citado en J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe. La Iglesia como

comunión, Cristiandad, Madrid 2004, 130-131.

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sión eclesiológica propuesta en Evangelii Gaudium, se hace necesaria una


conversión teológica al Dios vivo y verdadero: el Dios de la misericordia.
Por eso, hemos tratado de situarnos en el ámbito de la doctrina cris-
tiana de Dios, la teología trinitaria, a fin de extraer algunas consecuencias
de este nuevo acento para la confesión cristiana de Dios y su elaboración
teológica. Comenzábamos espabilando el oído para reconocer, en medio de
las suspicacias de los grandes ateos de los dos últimos siglos, el murmullo de
un anhelo que luchaba por hacerse escuchar. Atendemos a sus legítimas rei-
vindicaciones, pero rechazamos la actitud de sospecha y desconfianza que
les alimenta. Hemos propuesto volver a escuchar la revelación, aplicando el
oído al Dios que se nos ha mostrado en Jesucristo, eliminando interferencias
y ruidos. De ahí hemos encontrado, en la mejor tradición teológica de la
Iglesia, con un Dios Trinidad que es puro amor compartido y entregado. De
la doctrina trinitaria hemos podido extraer la figura de un Dios «inclusivo»,
que invita a cada hombre y mujer a compartir su vida, alegría y felicidad.
Un Dios que se experimenta y se «padece», como muestra la vida de los
mejores creyentes que han consumido sus vidas por el amor recibido y en-
tregado. Precisamente en el marco de esta necesidad de compartir los dones
otorgados por Dios, hemos revisitado algunos textos bíblicos que invitan a
dejar atrás las especulaciones estériles, para gastar la vida en el compromiso
de servicio a los demás. Finalmente, enriquecidos con la experiencia del ca-
mino recorrido, hemos podido volver al ámbito del pensamiento filosófico
con el que abríamos nuestro trabajo. Hemos mostrado de modo sucinto
que, cuando el pensamiento abre la puerta al verdadero rostro de Dios, se le
abren perspectivas nuevas, antes insospechadas.
El Jubileo terminó, pero deseamos que permanezcan sus efectos bene-
ficiosos. A la reflexión teológica se le han abierto nuevos caminos y acentos
que no pueden caer en saco roto. Tratábamos de recordarlo por medio de
nuestra contribución, gestada durante la celebración del Año de la Miseri-
cordia, y alumbrada cuando la puerta jubilar se había cerrado ya.

Domingo García Guillén


Misionero de la Misericordia
Seminario Diocesano (Alicante)
ddomingog@gmail.com

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