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Semos Malos Salarrué
Semos Malos Salarrué
Salarrué
«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote.
En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban
llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía»,
angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso
de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la
rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.
El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las
pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo,
Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y
pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos
«culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
-Estírate, pué…
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su
pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba
hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación,
esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban
allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas
y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.
Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho,
aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a
conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En
la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».
-¡Yastuvo!…
La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los
hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.
Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados
de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían
a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una
masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban
abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino…
Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales
pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer,
como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la
noche.
Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra,
suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.
Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al
suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:
-Semos malos.
FIN