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Decálogo imperfecto del imperfecto novelista

 
(glosas ambiguas a Horacio Quiroga)
Juan Gabriel Vásquez

N° 125
Noviembre de 2011[ ver índice ]

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Uno. El novelista, más que creer en sus maestros, se los apropia. Entra a saco en ellos, los expolia como un ejército invasor y, cuando ha
obtenido todo lo que necesitaba, los deja atrás. Frente a las grandes novelas se comporta igual que frente a la realidad: como un parásito.
Lee para aprender a escribir y escribe para aprender a leer. Y nunca ha sido muy dado, de todas formas, a divinizar a nadie.

Dos. El novelista desconfía de la perfección. Se ha dado cuenta de que las novelas donde nada sobra, donde todo es pertinente, suelen ser
las más pedestres, las menos iluminadoras. Sabe que de los excesos y las impertinencias surgen, a menudo, las mejores páginas. Intentará
entonces que sus caprichos parezcan imprescindibles o, cuando menos, parte de un orden secreto. Cuando un crítico le señala páginas
que se podrían quitar, que no aportan nada a la trama, calladamente se muere de la risa.

Tres. El novelista no escribe porque desee triunfar: escribe porque no tiene más remedio (la idea de triunfo, en todo caso, le parece una
baratija y fuente de interminables malentendidos). Escribir es su única manera de estar en el mundo, pero también y sobre todo un vicio,
una adicción malsana que lo obliga a menudo a desatender a quienes quiere. Esto lo atormenta.

Cuatro. El novelista empieza a escribir sin saber adónde va. Es más: escribe esa novela (y no otra) precisamente porque no sabe adónde
va. La novela es una forma de saberlo, de descubrir algo que estaba oculto, de echar luz sobre lugares oscuros. Comenzar sabiendo lo que
escribirá le parece una pérdida de tiempo. No le interesa explicar lo que ya conoce, sino revelar lo que también él ignora.

Cinco. El novelista desconfía de la simplicidad. Si un escritor se ufana de que sus novelas se pueden leer sin diccionario, lo más probable
es que los diccionarios sean más interesantes que sus novelas. Para el novelista –Conrad, Joyce, Proust, Céline, Faulkner–, el lenguaje es
como una caja de herramientas, y le parece profundamente inquietante que a la hora de su muerte todavía le queden llaves o tuercas sin
usar.

Seis. El novelista escribe desde la insatisfacción: porque quisiera ser y no es, porque desea y no satisface el deseo, porque pregunta y no
le responden. Nadie que esté plenamente contento escribe novelas. El novelista no escribe para sí mismo (cuando algún colega dice que
“escribe para expresarse”, al novelista le dan arcadas), pero tampoco escribe para sus lectores. Esta contradicción también lo atormenta.

Y siete. El novelista odia muchas cosas (es más: muchas veces escribe justamente por eso), pero la primera es aquella frase de Horacio
Quiroga: “Un cuento es una novela depurada de ripios”. El novelista sabe que tampoco para Quiroga era verdad semejante tontería; se
pregunta, entonces, para qué perdió el tiempo escribiéndola. Para el novelista, la novela hace cosas que ninguna invención humana es
capaz de hacer, y el mundo no existe hasta que es narrado en una novela. Tiene esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

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