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Alice Munro

El amor de una mujer generosa


Las niñas se quedan

Hace treinta años, una familia pasaba las vacaciones en la costa este de la isla de
Vancouver. Un padre y una madre jóvenes, sus dos hijas pequeñas y un matrimonio
mayor, los padres del marido.

Qué tiempo tan maravilloso. Cada mañana, todas las mañanas son como ésta, el primer
rayo de luz solar atraviesa las ramas altas y quema la bruma que reposa sobre el agua en
calma del estrecho de Georgia. La marea baja, una gran extension vacía de arena todavía
húmeda pero por la que se puede caminar fácilmente, como el cemento en su última fase
de secado. La verdad es que la marea está menos baja; cada mañana se reduce más la
vereda de arena, pero aún parece lo bastante amplia. Los cambios de la marea son de gran
interés para el abuelo, pero no tanto para los demás.

A Pauline, la joven madre, en realidad no le gusta tanto la playa como el camino que
recorre la parte trasera de las casitas, aproximadamente a lao largo de una mila, en
dirección al norte, hasta interrumpirse en la orilla de un riachuelo que corre hacia el mar.

Si no fuera por la marea, sería difícil recorrer que esto es el mar. En el horizonte,
más allá del agua, se ven las montañas de la península, la cordillera que forma el muro
oriental del continente norteamericano. Esos montículos y pocos montañosos que se
perfilan a través de la bruma y que asoman aquí y allá por entre los árboles, que Pauline
contempla mientras empuja la sillita de paseo de su hija por el camino, también son de
interés para el abuelo. Y para su hijo Brian, el marido de Pauline. Los dos hombres tratan
constantemente de dilucidar qué es cada cosa. ¿Cúales de esas formas son en realidad
montañas continentales y cuáles son improbables cerros de las islas que asoman frente
a la orilla? Es difícil llegar a una conclusión cuando la formación es muy compleja y hay
partes que alteran el sentido de la distancia dependiendo de la distinta luz que a lo largo
del día las ilumine.

Pero hay un mapa, alojado bajo un cristal, entre las casitas y la playa. Uno se puede
quedar mirando el mapa y después observar lo que tiene delante y consultar de nuevo
el mapa hasta aclararse. El abuelo y Brian lo hacen todos los días y normalmente no se
ponen de acuerdo, aunque con el mapa delante uno no pensaría que no hay mucho
lugar para el desacuerdo. A Brian el mapa le parece impreciso. Pero su padre no quiere
oír ni una sola crítica sobre aspecto alguno del lugar, que él mismo eligió para las
vacaciones. El mapa, como el alojamiento y el tiempo, es perfecto.

La madre de Brian ni siquiera quiere mirar el mapa. Dice que se desconcierta. Los
hombres se ríen, están de acuerdo en que está sumida en la confusión mental.
Su marido opina que le ocurre porque es mujer. Brian opina que le ocurre porque
es su madre. Su preocupación es que alguien tenga hambre o tenga sed, que las niñas
lleven sus gorras para protegerse del sol y que les hayan bañado en crema de protección
solar. ¿Y qué es esa extraña picadura que Caitlin tiene en su brazo y que no parece la
picadura de un mosquito? Obliga a su marido a llevar una gorra de algodón y dice que
también Brian debería llevarla, le recuerda lo malo que se puso por culpa del sol aquel
verano que fueron a Okanagan, cuando era niño. Brian a veces le dice: “Anda,
mamá,cierra la boca”. Su tono es de lo más afectuoso, pero su padre es capaz de llamarle
la atención, a esta alturas, diciéndole que ésa no es forma de hablarle a su madre.

- A ella le da igual -afirma Brian.


- ¿Cómo lo sabes? -pregunta su padre.
- Por el amor de Dios -dice su madre.
Cada mañana, Pauline se desliza de la cama en cuando se despierta; se desliza fuera
del alcance de los largos brazos y piernas de Brian, que adormilados la buscan.
Se despierta con los primeros chillidos y balbuceos del bebé, Mara, en la habitación de
las niñas, y luego con el chirriar de su cuna, donde la pequeña -tiene dieciséis meses y
está llegando al final de la primera infancia- se levanta para agarrarse de los barrotes.
Continúa con su suave y afable parloteo mientras Pauline la coge -Caitlin, de casi cinco
años, se mueve de un lado a otro en la cama sin despertarse- y carga con ella hasta la
cocina, donde la pone en el suelo para cambiarla. Después la coloca en su sillita y le
da una galleta y un biberón de manzana, mientras Pauline se pone el vestido de
tirantes y las sandalias, se dirige al baño y se peina, lo más rápida y silenciosamente
que se puede. Salen de la casa y dejan atrás otras casas al recorrer el camino lleno de
baches, sin pavimentar, casi cubierto por la profunda sombra de la mañana, el suelo de
un túnel que discurre entre los abetos y los cedros.

El abuelo, que también se levanta temprano, las ve desde el porche de su casa y


Pauline lo ve a él. Se limitan a saludarse con la mano. Él y Pauline no tienen mucho
que decirse (aunque las continuas bufonadas de Brian o algún que otro insistente
alboroto de la abuela, acompañado de disculpas, les hacen sentir cierta afinidad;
no quieren mirarse el uno al otro por miedo a que su mirada revele un matiz de
desprecio hacia los demás).

Durante estas vacaciones, Pauline roba tiempo de donde puede para poder estar sola;
estar con Mara es casi lo mismo que estar sola. Los paseos a primera hora de la
mañana o a última hora por la tarde, mientras Mara duerme la siesta, pero Brian ha
montado un refugio en la playa y siempre baja el moisés para que Mara pueda dormir
allí y Pauline no tenga que ausentarse. Le dice que sus padres se ofenderían si ella
siempre se escabullera. Se muestra de acuerdo, no obstante, en que ella necesita
tiempo para estudiar cuidadosamente su diálogo en una obra de teatro en la que va a
participar en septiembre, de vuelta a Victoria.

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