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Manuel González JiMénez

Director

Mª Ángeles Piñero Márquez


Coordinadora

Excmo. Ayuntamiento de Carmona


Delegación de Cultura

CARMONA 2011
Serie: Historia y Geografía
Núm.: 228

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este


libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedi-
miento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, graba-
ción magnética o cualquier almacenamiento de información y
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de Sevilla y del Excmo. Ayuntamiento de Carmona.

Motivo de cubierta: Carmona desde el este

© Excmo. Ayuntamiento de Carmona 2011


© UNIVERSIDAD DE SEVILLA 2011
© Por los textos, los autores 2011
© Fotografía de cubierta, Antonio Caballos Rufino 2011
Impreso en papel ecológico
Impreso en España-Printed in Spain
ISBN del Excmo. Ayto. de Carmona: 978-84-89993-41-9
ISBN del Secretariado de Publicaciones
de la Universidad de Sevilla: 978-84-472-1409-9
Depósito Legal: SE-491-2012
Imprime: ® Ingrasevi, s.l. - Carmona
ÍNDICE

PRESENTACIONES

Juan Manuel Ávila Gutiérrez, Alcalde de Carmona..................................... 11


Ramón Gavira Gordón, Concejal de Cultura,
Patrimonio Histórico y Turismo............................................................ 13
Manuel González Jiménez, Director Científico del VII Congreso............... 15

CONFERENCIA DE APERTURA
LATIFUNDIOS EN ANDALUCÍA. UNA INTERPRETACIÓN
DESDE LA HISTORIA
Antonio M. Bernal Rodríguez............................................................... 19

SECCIÓN I: PREHISTORiA
Agricultores y ganaderos prehistóricos en
el ámbito de CARMONA
José Luis Escacena Carrasco y Beatriz Gavilán Ceballos..................... 25
DE LA ALDEA AL OPPIDUM: EL PAISAJE RURAL EN EL VALLE
DEL CORBONES DURANTE EL 1er MILENIO A.C.
Eduardo Ferrer Albelda, Francisco J. García Fernández
y Félix Sánchez Gómez ........................................................................ 75

SECCIÓN II: ANTIGÜEDAD


LA AGRICULTURA EN CARMONA EN LA ANTIGÜEDAD
Jorge Maier Allende y Manuel Bendala Galán...................................... 113
entre la sangre y la tierra. transformaciones
del territorio carmonense en época romana
Genaro Chic García............................................................................... 143
TERRITORIO Y AGRICULTURA EN CARMO ROMANA
Pedro Sáez Fernández............................................................................ 165
SECCIÓN III: edad media
EL CONTROL DEL MUNDO RURAL POR LAS ÉLITES LOCALES.
EL CASO SINGULAR DE CARMONA
Mercedes Borrero Fernández................................................................. 205
LA PRODUCCIÓN AGRÍCOLA EN CARMONA DURANTE EL
SIGLO XV. FACTORES NATURALES, ESTRUCTURAS
AGRARIAS Y COYUNTURAS POLÍTICAS
Isabel Montes Romero-Camacho ......................................................... 227
LOS BIENES COMUNALES Y SU PAPEL EN LA ECONOMÍA
RURAL DE CARMONA
María Antonia Carmona Ruiz . ............................................................. 285
EL LATIFUNDIO EN CARMONA: DEL REPARTIMIENTO
A LOS TIEMPOS MODERNOS
Manuel González Jiménez . .................................................................. 307

SECCIÓN IV: edad moderna


LAS BASES ECONÓMICAS DEL MATRIMONIO EN EL MUNDO
RURAL. LA COMPOSICIÓN DE LA DOTE EN CARMONA (1500-1550)
Francisco Núñez Roldán . ..................................................................... 327
REPARTOS DE TIERRAS Y PLANTACIONES DE HEREDADES
EN LA CARMONA DEL QUINIENTOS
Mercedes Gamero Rojas........................................................................ 339
LOS CONTRATOS DE MEDIANERÍA EN LA EXPLOTACIÓN
DE LAS TIERRAS DE CARMONA (2ª MITAD DEL SIGLO XVI)
Juan Carpio Elías .................................................................................. 361

SECCIÓN V: edad contemporánea


GRANDES PATRIMONIOS EN LA CARMONA DEL SIGLO XIX
Antonio Florencio Puntas ..................................................................... 381
RIQUEZA PECUARIA Y FUNCIONALIDAD DE
LA GANADERÍA EN CARMONA. 1750-1962
Antonio Luis López Martínez................................................................ 405

CONFERENCIA DE clausura
CARMONA EN EL CONJUNTO DE LAS CIUDADES ANDALUZAS
Gabriel Cano García.............................................................................. 429
23

SECCIÓN I

PREHISTORIA
AGRICULTORES Y GANADEROS PREHISTÓRICOS EN EL ÁMBITO
DE CARMONA1

José Luis Escacena Carrasco


Universidad de Sevilla
Beatriz Gavilán Ceballos
Universidad de Huelva

Cuando los años venían bien, los carros,


bueyes y carretas despanzurraban los caminos
con el peso de tanto grano y abundancia…
(Joaquín Romero Murube, Pueblo lejano)

UNAS NOTAS INTRODUCTORIAS

El Neolítico se define historiográficamente por el comienzo de la economía


de producción, aquella que se originó con la agricultura y la ganadería y que
caracteriza a los últimos doce mil años de historia de la humanidad. De alguna
forma, desde el punto de vista de nuestra estrategia alimentaria hoy no somos más
que unos neolíticos complejos. Para algunas escuelas de historiadores, ese cam-
bio supuso un avance en el camino de progreso que conduciría al nacimiento de la
civilización tal como ahora la entiende el mundo occidental. Para otros, en la raíz
de dichas transformaciones estarían ingeniosas soluciones humanas a un entorno
de carencia alimentaria que habría acuciado a las últimas sociedades pleistocé-
nicas de cazadores y recolectores. Una tercera posición ve en esa transformación
de nuestra adaptación a los ecosistemas terrestres la mano directa de la selección
natural tal como fue propuesta por Darwin en 1859 en su famosa obra El origen
de las especies. Todas las ideas sobre el arranque de la vida campesina emana-
das desde la arqueología prehistórica pueden encuadrarse en alguno de estos tres
planteamientos citados. Pero tales explicaciones globales de cómo surgieron las
actividades agropecuarias necesitan ser matizadas en gran parte cuando se aborda
el análisis de situaciones regionales o locales. Si algunas de ellas sirven en mayor
o menor medida para dar cuenta del surgimiento del Neolítico en sus focos prísti-
nos, aquellos en los que se produjo el fenómeno de manera espontánea, fracasan o
triunfan también en distinto grado cuando se trata de narrar y de explicar cómo se
accedió a esas transformaciones económicas y sociales en otras áreas del planeta
en las que el fenómeno se impuso como algo llegado desde fuera.

En este proceso evolutivo, Carmona y su entorno inmediato forman parte de


un paisaje geohistórico mucho más amplio. Dicho marco incumbe, en una ins-
1  . Trabajo elaborado en el marco de los proyectos HAR2008-01119 y HUM2007-63419/HIST, y dentro del
Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación.
26 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

tancia más cercana, al valle inferior del Guadalquivir y a sus territorios aledaños,
es decir, a Andalucía occidental; en un segundo círculo más extenso, al menos
a todo el mediodía hispano. A su vez, y en relación sobre todo con los orígenes
del fenómeno en el Mediterráneo occidental, esta otra región más amplia hay
que verla tal vez como un fondo de saco en el que convergen al unísono dos ex-
pansiones neolitizadoras de procedencia oriental: desde el norte, la dispersión de
los grupos más occidentales de comunidades tribales que usaban la denominada
“cerámica cardial”, que bajan paulatinamente por las costas levantinas de la Pe-
nínsula Ibérica hasta rebasar Gibraltar y alcanzar el golfo de Cádiz; desde el sur,
la irradiación hasta Sierra Morena al menos del Neolítico magrebí, que a su vez
era deudor lejano de focos próximo-orientales y saharianos.

Con absoluta certeza, a estas diversas corrientes externas se puede atribuir


la introducción en el Guadalquivir inferior en general, y en él ámbito de nuestro
estudio en particular, de las primeras cabras y ovejas domésticas, y también de
los más viejos cultivos de trigo y de cebada. De este último cereal (Hordeum vul-
gare) contamos de hecho en la propia Carmona con algunas muestras halladas en
contextos de fines del cuarto milenio a.C. o comienzos del tercero (Conlin 2003:
109). Las variedades prehistóricas de estos animales y vegetales constatadas en
Andalucía no contaban en la zona con el correspondiente agriotipo o especie sal-
vaje ancestral, de ahí nuestra seguridad al afirmar que necesariamente hubieron
de tener una procedencia foránea. Sin embargo, las vacas, los cerdos y algunos
vegetales importantes para la dieta de entonces sí disponían en la zona de los co-
rrespondientes antecesores no domésticos. Y, aunque la existencia simpátrida de
agriotipos es una condición necesaria para que se inicie un proceso evolutivo in-
dependiente que conduzca a la domesticación, en ningún caso se convierte en una
condición suficiente. Quiere esto decir que, aun existiendo en nuestro territorio
de estudio los progenitores silvestres de esas otras especies, es posible que las co-
munidades humanas que inauguraron el Neolítico local trajeran ya consigo ejem-
plares domésticos también de esos otros especímenes. Así las cosas, aunque esta
situación pueda embrollar aparentemente el panorama de nuestra concepción del
fenómeno, permite en cambio un interesante juego a la hora de optar por alguna de
las teorías globales que se disputan la explicación del origen del Neolítico a nivel
mundial. Por decirlo de alguna forma, el análisis de la agricultura y de la ganadería
prehistóricas del ámbito de Carmona puede ser utilizado como laboratorio donde
experimentar con las distintas opciones científicas disponibles para comprender
el paso del hombre cazador y recolector al hombre ganadero y labrador, tal vez la
transformación más radical del devenir evolutivo de la conducta humana.

En esta introducción convendrá, en cualquier caso, hacer unas cuantas ob-


servaciones sobre algunos términos y conceptos que giran en torno a la expresión
“producción de alimentos”, ya que alrededor de ella orbitan muchos desencuen-
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 27

tros entre los diversos enfoques que hoy pretenden monopolizar la explicación de
las sociedades de la Prehistoria reciente, aquellas que comenzaron precisamente
con la incorporación a nuestra vida diaria de tareas antes escasamente practicadas
o desconocidas por completo.

Nunca la humanidad ha conocido paraísos terrenales en los que pudiera pres-


cindir del trabajo para conseguir el sustento diario; ni la humanidad ni cualquier
otro ser vivo que pulule sobre la Tierra. Lo que conocemos como vida depreda-
dora, o cazadora-recolectora, conlleva la apropiación de energía de un ecosistema
mediante gasto de energía a su vez. Esto caracteriza a cualquier régimen econó-
mico animal, humano o no. Y, para que el mecanismo se perpetúe sólo basta una
condición: que el saldo final entre apropiación y coste energéticos sea positivo
para el organismo que hace la inversión, es decir, que valga menos el empeño
que lo logrado con él. En realidad, tal característica es también necesaria en los
sistemas agropecuarios, con lo que en esta cuestión nada nos separa hoy de los
cazadores-recolectores salvo matices de grado.

En principio, y si la realidad fuera tan teórica y virginal como podemos ima-


ginarla en nuestro laboratorio mental, los cazadores-recolectores sólo gastan esa
energía destinada a conseguir el sustento en lo que podríamos llamar, en términos
muy genéricos, “la cosecha”. Se trataría de arrojar esfuerzo o trabajo en cazar
animales, en recorrer el territorio a la busca de carroña, en recoger semillas y
frutos, en recolectar moluscos marinos o terrestres, en pescar, etc., etc. Aunque
algunas escuelas no consideran verdadero trabajo esta faceta, es evidente que se
puede entender por tal en tanto que entraña un gasto energético por parte de quien
la lleva a cabo. Sólo un análisis escasamente científico, más vinculado a enfoques
que pretenden camuflar programas políticos bajo la apariencia de tarea epistémi-
ca, puede negar este hecho puramente aritmético. Por eso, porque hay cierta in-
versión en esta labor de recogida, todos los cazadores-recolectores conocidos en
la actualidad expresan sentido de la propiedad sobre lo conseguido, se manifieste
como posesión individual o del grupo. En esta tarea –podríamos añadir- existe
una absoluta coincidencia con los agricultores-ganaderos. En estos últimos, “la
cosecha” es igualmente el broche final de su trabajo.

La diferencia fundamental, entonces, entre los primeros y los segundos estri-


ba en que, a lo largo de la evolución de las tácticas económicas humanas, hemos
ido añadiendo cada vez más quehaceres a esa cadena operativa que acaba siempre
en “la cosecha”. Y, a diferencia de los cazadores-recolectores “puros”, esos que
tal vez nunca existieron con la “pureza” con que los imaginamos, hoy no se suele
llegar al eslabón final si no es pasando por otros escalones previos caracterizados
también en todo caso por la inversión de energía. Aún así, y por mucho trabajo
añadido que se sume a esta secuencia de faenas, para que el sistema sea rentable
28 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

el resultado último tendrá que ser a largo plazo positivo para el inversor de tanto
esfuerzo. La creación de “excedentes” en los sistemas económicos que denomi-
nados productores no es más, pues, que la consecuencia de haber invertido más
en el camino para su consecución. Y, como resultado, deviene en un mayor sen-
tido aún de la propiedad privada sobre lo conseguido; porque, a mayor energía
aplicada, más necesario se hace establecer con claridad a quién corresponde el
beneficio. Esta regla, que supone la explicación biológica de tantos códigos legis-
lativos que garantizan la propiedad para los individuos y/o grupos, es la misma
en el fondo que acaba rigiendo en los derechos sobre los medios de producción.
Si un cazador-recolector apenas manipula el ecosistema porque se limita en prin-
cipio a tomar de él “la cosecha”, y aún así defiende su “área de captación de
recursos” respecto de las apetencias de otros grupos, más aún la protegerán aque-
llas poblaciones que hayan invertido previamente mucha energía en conseguir
que el ecosistema produzca. Esto es, a mayor cantidad de trabajo añadido en la
fabricación del propio nicho ecológico, mayor será el interés por salvaguardarlo
de quienes no han llevado a cabo tanto riesgo inversor. La defensa del territorio y
su exclusión del campo de miras de los otros, se convierten así en otro montante
energético más que hay que poner en la balanza y por el que se espera la corres-
pondiente compensación. Con ello, el auge de los cuerpos de normas legales y
el aumento de la agresividad colectiva están servidos. Muchas características del
registro arqueológico originado por las sociedades humanas de la Prehistoria re-
ciente tienen una explicación relativamente fácil desde este prisma.

En resumen, lo expuesto hasta aquí sobre los mecanismos económicos de los


grupos humanos prehistóricos, el cazador-recolector y el productor, podría com-
pendiarse en el cuadro siguiente, donde se expresan, al menos desde el punto de
vista puramente hipotético, las distintas tareas en que pueden empaquetarse nues-
tras relaciones con los ecosistemas en que nos desenvolvemos, tomando como
ejemplo los lazos que nos vinculan a las plantas:


LABRANZA SIEMBRA ATENCIONES RECOLECCIÓN

• • • •
RECOLECTORES
AGRICULTORES

Cuadro 1. Relaciones teóricas de los humanos con la vegetación que explotan en su econicho.

Esta red mutualista, por la que hemos transformado en gran medida nuestra
conducta a cambio de una mayor garantía de seguridad, a largo plazo, en el último
eslabón, puede desmenuzarse en un sin fin de labores concretas bien conocidas
por toda la gente del campo y que no es cuestión ahora de detallar. Si acaso, irán
saliendo a lo largo de estos párrafos conforme nos preguntemos por las huellas
arqueológicas que dejaron en el ámbito de la Carmona prehistórica. De todas
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 29

formas, lo que sí conviene advertir en seguida, sobre todo en orden a calibrar si


el paso a la vida campesina fue o no una “revolución” como tantas otras protago-
nizadas por los humanos en calidad de autores voluntarios, conscientes y dueños
de la situación, es que la incorporación de los tres eslabones operacionales que
preceden a la recolección no se produjo ni de forma repentina ni coordinada ni
sincrónica, y en muchos casos ni siquiera de manera consciente y voluntaria por
nuestra parte. Existen múltiples ejemplos etnográficos que nos ilustran con una
larga serie de situaciones intermedias y ambiguas que hacen del fenómeno anali-
zado una experiencia complejísima, con nuevas entradas en el sistema, porque la
domesticación es un proceso siempre abierto, o con salidas de él de responsabili-
dades a veces consolidadas durante milenios. Todo ello nos hace precavidos a la
hora de evaluar lo que la adopción de estas novedosas estrategias de vida supuso
para la humanidad, si es que los historiadores deben entrar en esas valoraciones
y no limitarse a describirlas y a explicarlas. Sin ir más lejos, hoy mismo como
quien dice hemos incorporado a la agricultura nuevas y costosas tareas en el
tercer peldaño, aquel que nos habla del cuidado de las plantas; y construimos así
microclimas sobre parcelas empaquetadas de telas plásticas, sólo para procurar,
en consonancia con las palabras del poeta que encabezan nuestra ponencia, que
todos los años vengan buenos y que nuestras cosechas revienten los nuevos cami-
nos que las conducen hacia los graneros internacionales y hacia las despensas de
los consumidores. Y todo lo dicho hasta aquí de la agricultura aplíquese también
con pelos y señales por supuesto a la ganadería.

EL SÍNDROME DE LA TIERRA PROMETIDA

Esas mismas palabras del literato pueden servir para ilustrar un problema
historiográfico que tiene su raíz en los enfoque teóricos promovidos por algunas
escuelas de historiadores. Se trata de la idea, extendida por gran parte del mundo
académico pero también fuera de él, de creer que una tierra buena para la agricul-
tura obligatoriamente debe estar ocupada por agricultores. Planteado este axioma
de forma aún más genérica, estaríamos ante la tesis, asumida sin demostración
y hasta sin datos, de que deberían estar poblados por humanos necesariamente
aquellos territorios con feracidad manifiesta. Aunque nuestro aludido poeta enfo-
ca bien la cuestión al advertir que las cosechan abundantes dependen directamen-
te de que los años vengan buenos –se sobreentiende que en el aspecto meteoroló-
gico dado que el suelo siempre es el mismo o experimenta leves variaciones-, los
prehistoriadores han olvidado con frecuencia esta condición previa, y funcionan
muchas veces sólo con una regla de tres directa entre dos variables: fertilidad del
sustrato y población humana. Han olvidado además que, aparte de las cuestiones
relativas a la lluvia, a los vientos y a la temperatura, la agricultura prehistórica,
como la de cualquier otra época posterior, estuvo condicionada por la tecnología
disponible para roturar los suelos, conservar la semilla, transportar los exceden-
30 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

tes, controlar las plagas y toda una larga lista de factores que se convierten con
frecuencia en un quebradero de cabeza añadido para los labradores.

En la bibliografía especializada constan estas llamadas de atención. Se sabe


por ejemplo que algunos pueblos norteamericanos del estado de Ontario culti-
varon durante el siglo XVIII tierras arenosas que en apariencia nos parecerían
inadecuadas para un buen campo de cultivo, y todo porque no podían roturar con
su tecnología arcillas más fértiles, que de hecho también existían en su territorio
(Butzer 1989: 236). El hecho de no disponer de animales para el trabajo agrícola
imponía esta solución, que se convertía así en la estrategia más adaptativa den-
tro del abanico de soluciones potenciales. Como consecuencia de esta situación,
cada comunidad se veía obligada a trasladar la aldea en el plazo de una década.
Necesariamente, este sistema de parcelas agrícolas itinerantes tuvo que producir
un registro arqueológico copioso, y, como no estamos capacitados metodológica-
mente para advertir tan leves diferencias de tiempo entre el final de unas granjas y
en comienzo de otras, automáticamente podríamos concluir que la región estuvo
densamente ocupada. Todo ello si algunos análisis no nos hubiesen alertado se-
riamente del problema (Manzanilla 1988a: 297).

En la literatura arqueológica de Andalucía, “el síndrome de la tierra prome-


tida” se ha adobado además con otros parabienes que obligada y tópicamente
habrían caracterizado a sus gentes desde tiempo inmemorial. No sólo debería
ser importante y sin hiatos la presencia humana, sino que ésta habría de producir
grandes culturas equiparables a la faraónica o a las surgidas en los entornos flu-
viales de otros importantes ríos del mundo. Conste como ejemplo la comparación
entre el Guadalquivir y el Nilo que J. de M. Carriazo hizo después de excavar
unos pocos silos subterráneos en La Puebla del Río (Sevilla). Trasladando a la
totalidad de una colina la densidad de estructuras subterráneas que encontró en la
porción excavada, supuso que todo el cerro habría de albergar una ingente can-
tidad de grano, lógicamente interpretada como unos altos niveles de excedentes
que eran comercializados por el cauce bético (Carriazo 1974: 162-163)2.

Lo que tan arraigada creencia asume sin atisbo de duda es, en última instan-
cia, la percepción de que los recursos son independientes de los factores geohis-
tóricos espaciales y temporales. De esta forma, se olvida, como ya hemos dicho,
la capacidad tecnológica con la que contaban los habitantes de un territorio dado
para conseguir su explotación, y hasta la necesidad o no que tenían de haberlo he-
cho. Indudablemente, las afamadas riquezas en metales de Andalucía occidental
no pueden intervenir en modo alguno a la hora de llevar a cabo un análisis de los
grupos paleolíticos y neolíticos de la región, simplemente porque ni la plata, ni el
2  . Para colmo de desdichas interpretativas, casi todos los silos eran de época árabe (Escacena 1983: 51), y
no eneolíticos como había sostenido el excavador.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 31

oro, ni el cobre ni el hierro eran materias primas o referentes culturales a tener en


cuenta. Según este tópico que intentamos derribar, se diría que, si el pie de sierra
onubense manifestó siempre una acusada “vocación minera”, podría considerarse
que durante milenios fue una “comarca frustrada”.

Desde nuestro enfoque, no es la tierra sino las gentes que la habitan quienes
muestran derivas evolutivas e inclinaciones económicas. En este sentido, los te-
rritorios carecen de vocación. Por lo que al ámbito de la Carmona prehistórica
respecta, hay que señalar las dificultades para los grupos humanos prehistóricos a
la hora de labrar los suelos de la cuenca del Corbones, zona que, por puro presen-
tismo, solemos considerar la despensa cerealista de todas las fases históricas de la
ciudad y de otros enclaves ubicados en el otero alcoreño. En cambio, en contraste
con la feracidad edáfica de estas tierras para la agricultura actual, las terrazas
altas del Guadalquivir y la cornisa de Los Alcores se suelen catalogar como áreas
boscosas de la que se extraerían recursos de segundo orden. La realidad sigue
siendo hoy bastante desconocida, sobre todo porque los estudios arqueológicos
que hasta ahora se han llevado a cabo no obedecen en su mayor parte a proyectos
sistemáticos de investigación que incluyan tales preguntas. Casi todos son el pro-
ducto de intervenciones preventivas o de urgencia presididas por un concepto del
patrimonio, impuesto desde la administración autonómica y sus reglamentos, que
no incluye la necesidad de llevar a cabo análisis polínicos y faunísticos, estudios
traceológicos, identificaciones antracológicas y carpológicas, etc., que obliga a
guardar todo tiesto hallado, por muy yermo que sea en información histórica, y
que permite tirar todo lo demás.

Con base en este enfoque más tradicional de la arqueología prehistórica,


guiado en múltiples ocasiones por apreciaciones de visu de cada investigador,
se arrinconan o se olvidan por completo los problemas que debió ofrecer a las
comunidades prehistóricas levantar unos suelos que, como han señalado varios
estudios en alusión a la vega (Amores y Rodríguez Temiño 1984: 101; Perea y
González Fernández 2005: 983), se convierten en verano en duras arcillas res-
quebrajadas y resecas, y en época de lluvias en barrizales impracticables. Tal
situación no puede llevarnos a negar de manera sistemática que en tiempos pre-
históricos esas zonas bajas permaneciesen incultas. Pero nos previene a la hora
de plantearnos los interrogantes de la investigación, sobre todo para indagar en
la forma y en los mecanismos que posibilitaran la labranza. De hecho, la exis-
tencia de yacimientos neolíticos en esas áreas cercanas al Corbones sugiere que,
de alguna manera, los primeros agricultores y ganaderos de la zona solventaron
esos impedimentos. Aún así, deberíamos estar alertados contra el síndrome de la
tierra prometida, aquel que viene a sostener que la alta fertilidad de unas tierras
es fiel garante de su necesaria explotación por el hombre y de su correspondiente
ocupación, dando todo ello origen obligatoriamente a culturas de alta compleji-
32 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

dad. Este tópico historiográfico se ha sostenido precisamente para el entorno de


Carmona (Maier 1999: 111).

LA BRIEGA AGRÍCOLA PREHISTÓRICA Y SUS INDICADORES


ARQUEOLÓGICOS

En el cuadro 1 se expresan las obligaciones que las distintas culturas humanas


han establecido con las plantas que les interesan. Tendremos ocasión de compro-
bar que la situación mostrada en este esquema nunca se da en la realidad, porque,
de manera buscada o no, muchos grupos de cazadores-recolectores contribuyen a
dispersar los propágulos de aquellos vegetales con los que entablan cierta relación
de dependencia. Igualmente, las sociedades agrícolas actuales también mantienen
lazos de depredación con animales y plantas, de forma que para conseguirlos se
hace poco más que obtener “la cosecha”. Un ejemplo aleccionador es la explota-
ción del corcho; porque, si no podemos definir nuestra relación con el alcornoque
como agrícola propiamente dicha, tampoco nos despreocupamos por completo
de él entre recolección y recolección. La misma realización de cortafuegos en
los bosques y dehesas donde este árbol abunda puede incluirse entre los trabajos
añadidos a la casilla de “atenciones”. De esta forma, cada fase prehistórica estaría
necesitada de su propio cuadro-resumen en el que se pudiesen especificar, de ave-
riguarlo, qué faenas pueden ser consideradas energía invertida para la obtención
del producto final. En cualquier caso, esta ordenación teórica puede servirnos para
organizar la exposición de nuestros conocimientos sobre el mundo agropecuario
de la Carmona prehistórica, de forma que incluso nos haga ver qué lagunas tene-
mos en nuestras bases de datos en orden a la planificación de futuras investiga-
ciones. Recordaremos de nuevo, de todas formas, que esta disposición de faenas
agrícolas que está obligado a llevar a cabo cualquier labrador responde más a una
ordenación mental lógica que a una secuencia cronológica real de hechos. Si entre
los cuidados prestados a la plantación se cuenta desde luego la eliminación de la
competencia, todo cultivador de cereales mediterráneos sabe que la propia labran-
za, además de preparar físicamente el sustrato para las nuevas semillas, elimina
millones de plántulas parásitas del sistema que han nacido con la otoñada.

Precisamente para levantar los suelos de cultivo contamos con marcadores


arqueológicos que dejan huella fácil y duradera: las hachas pulimentadas. Al me-
nos desde los trabajos pioneros de Semenov (1981: 234-248), sabemos que estas
herramientas de piedra se podían usar enmangadas de dos formas: con el filo
paralelo al mango o transversal a él. Y, si en el primer caso cumplía la función
de hacha propiamente dicha, en el segundo su empleo podía ser más versátil,
pudiéndose manejar tanto como hachuela para el trabajo de la madera como en
calidad de azada para labrar la tierra (fig. 1). Esta última opción hablaría, pues,
de parcelas que eran cavadas de forma manual. La plasticidad funcional de una
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de carmona 33

azada en las labores agrícolas permite de hecho su uso para levantar el suelo,
pero también como pala para aporcar caballetes de tierra en los huertos, para la
escarda o para el manejo y distribución de las aguas de riego. En el Neolítico
andaluz, las hachas de piedra pulida están presentes desde sus momentos más
viejos, correspondientes al sexto milenio a.c. en fechas radiocarbónicas calibra-
das, sin que se observe a nivel local o regional una evolución desde artefactos
anteriores correspondientes a sociedades cazadoras-recolectoras. Ello supondría
que, acompañada de toda la tecnología campesina de la época, llegan de fuera
con los primeros neolíticos asentados en el territorio. En el área de carmona en
concreto, esos enclaves neolíticos más viejos corresponden a yacimientos de la
cuenca del corbones como las Barrancas, los Álamos y los cerros de San Pedro
(Fernández caro 1992: 51 ss.), que pertenecen a un mundo neolítico ajeno a las
tradiciones cerámicas cardiales pero fácilmente encuadrable en el Horizonte de
Zuheros (Gavilán y otros e.p.)3. En los tres sitios se han documentado hachas
pulimentadas (Fernández caro y Gavilán 1995: 30-53). Sin embargo, el que se
trate de hallazgos de superficie y la posibilidad de que algunos de esos puntos
continuaran habitados en épocas posteriores, deben hacernos cautos a la hora de
atribuir al Neolítico esos ejemplares.

Figura 1. Hacha pulimentada enmangada como azada (izquierda). Representación de azada en piedra
de época calcolítica, según Almagro Gorbea (1973).

A lo largo del resto de los tiempos prehistóricos, las hachas pulimentadas ex-
perimentaron cierta evolución tipológica, adaptándose formalmente a la función
de azada aquellas que iban a ser usadas exclusivamente para el trabajo de la tierra.
Tales presiones selectivas produjeron durante el calcolítico y la Edad del Bronce,
con una frecuencia cada vez mayor, hojas de tendencia curva y de sección rectan-
gular, y cuyo filo cortante acabó por trabajarse a veces con un solo bisel, el interno.

3 . La tradición cerámica del Neolítico más viejo del interior occidental andaluz no contaba mayoritaria-
mente con cerámicas cardiales, más vinculadas a fenómenos expansivos costeros, desde el Levante español, de
la agricultura y la ganadería. Sin embargo, esporádicamente podrían aparecer yacimientos alejados del litoral
en los que se ha registrado esta alfarería. No sería por tanto extraño el hallazgo de testimonios cardiales en el
ámbito de carmona, que a mediados del Holoceno estaba mucho más cerca del mar que hoy. Por la cuenca del
Guadaíra, Los Alcores conectaban directamente, y a una distancia máxima de un día de camino, con la antigua
desembocadura del Guadalquivir, que entonces se situaba en un tramo estuarino entre Sevilla y coria del Río.
34 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

Su presencia en Carmona ha sido constatada en diversos puntos del territorio y del


casco urbano, por ejemplo en las estructuras siliformes localizadas a la altura del
nº 6 de la calle Dolores Quintanilla (Conlin 2003: 122). El hecho de que, frente a
otros artefactos, las hachas pulimentadas aparezcan en escasas cantidades dentro
de los propios hábitats, afianzaría la idea de que estamos ante herramientas para
su uso agrícola en las parcelas de cultivo, y que sería allí en definitiva, en las áreas
colindantes a las granjas, aldeas y poblados, donde se romperían y abandonarían,
no en las casas. Las prospecciones de superficie podrían tener presente tal hipóte-
sis precisamente para localizar la ubicación concreta de esas tierras de labor.

En la tarea de roturar los suelos ayudaron relativamente pronto algunos ani-


males domésticos. Para la Península Ibérica en concreto, se sostiene que esta apli-
cación de la fuerza animal al tiro vino con la intensificación agropecuaria cons-
tatada en el tercer milenio a.C. Se ha inferido tal hecho de ciertas deformaciones
que muestran los huesos de algunos bóvidos calcolíticos de Andalucía oriental
correspondientes a la Cultura de los Millares (Chapman 1991: 193-194); pero
esos datos faltan en la zona del Bajo Guadalquivir, posiblemente más por caren-
cia de los análisis oportunos que a causa de una realidad distinta. Tampoco conta-
mos con otra huella sobre la aplicación del arado aún más directa: la existencia de
canalillos en los paleosuelos localizados en ciertas intervenciones arqueológicas,
al modo como se ha constatado en algunos sitios europeos (Megaw y Simpson
1984: 282-283; Darvill 1987: 52). En el entorno inmediato de Carmona, en un
contexto que se ubicaría aparentemente en una zona extramuros del asentamiento
prehistórico que precedió a la ciudad tartésica, pero muy cercano a él, una de las
estructuras técnicamente mejor excavadas corresponde al túmulo A del Campo
de las Canteras (Belén y otros 1987: 538-540), pero bajo éste no se encontraron
surcos de roturación.

Se empleara o no el arado tirado por animales en la Carmona prehistórica,


el problema de este sitio concreto parece similar al del resto de extensas áreas
del suroeste ibérico. Durante la segunda mitad del segundo milenio a.C., el des-
poblamiento casi generalizado que afectó a dichos territorios rompió la cadena
de transmisión cultural a escala al menos regional (Escacena 1995). De ahí que
el uso de bueyes uncidos al yugo en época protohistórica pueda considerarse, en
correspondencia con lo que indican los mitos sobre la realeza tartésica (Maluquer
de Motes 1969: 394-395; 1975: 41-43; Caro Baroja 1971: 103-120; 1976: 113-
114; Bermejo 1982: 65-71), una verdadera reintroducción en el primer milenio
a.C. de tan eficaz tecnología agraria.

En términos evolutivos, levantar los suelos de forma consciente pudo contar


con precedentes involuntarios durante los tiempos paleolíticos, cuando comen-
zaron las relaciones tendentes a la domesticación (Rindos 1990: 145 ss.). Para
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 35

múltiples facetas de su vida cotidiana, los cazadores-recolectores también se ven


obligados a remover los sitios donde habitan, con lo que airean la superficie del
terruño de manera incidental y crean circunstancias propicias para el arraigo de
las semillas perdidas; todo ello sin que tal acción sea necesariamente buscada.
De ahí al laboreo intencionado con herramientas fabricadas ex profeso, como
forma de preparar las parcelas cerealistas, existieron en tiempos prehistóricos
pasos intermedios de muy difícil constatación. Aún así, la aceleración que a par-
tir del Holoceno medio muestra el relleno sedimentario de la cubeta infrapuesta
a las actuales marismas del Guadalquivir, revela que gran parte de la cuenca de
este río experimentó en la Prehistoria reciente un fuerte proceso de deforestación
y arranque de limos, lo que tiene su mejor explicación en el incremento constan-
te del laboreo y la correspondiente pérdida de cubierta vegetal y de suelos. El
proceso culminaría rellenando casi por completo la antigua ensenada bética en
momentos tardoantiguos o medievales (Menanteau 1982; Arteaga y otros 1995).
Por estas razones, especialmente por el hecho de no contar hasta ahora con un
proceso formativo local del fenómeno, el origen de la agricultura en el ámbito de
Carmona, fechable como hemos indicado en momentos relativamente tempranos
del Neolítico occidental, hay que verlo de momento como un hecho introducido
desde el exterior. Tendremos ocasión de insistir sobre este aspecto al analizar las
demás faenas agrarias.

En la preparación del sustrato se encuentra con frecuencia una tarea que


puede situarse a caballo entre la roturación del suelo y el cuidado de la planta:
la fertilización. El mundo antiguo, y más aún el prehistórico, tuvo grandes difi-
cultades para abonar los campos. Hasta tal punto constituyó un problema, que
comunidades de cazadores-recolectores que habían alcanzado la sedentarización
a base de una hiperespecialización en el consumo de determinados vegetales y
animales depredados, se vieron obligadas a levantar los campamentos y a tras-
ladarse a otras parcelas cuando se hicieron agricultoras, todo ello por la imposi-
bilidad de mantener constante la feracidad de la tierra. En consecuencia, no toda
neolitización debe traducirse automáticamente en fijación de la gente al mismo
lugar durante generaciones. Se trata de otro mito que los estudios recientes han
señalado, como tuvimos ocasión de advertir al referirnos a los tipos de tierra que
cultivaron los indios de Ontario, pero que está resultando difícil de derribar tan-
to en la enseñanza de la Historia como en el conjunto de nuestra sociedad, que
asocia necesariamente agricultura a sedentarización por puro presentismo y por
desconocimiento tanto de la información arqueológica como de los datos etno-
gráficos. Esta movilidad forzada de las parcelas agrícolas, que producía cultivos
itinerantes, puede explicar el diseño escasamente concentrado que muestran en
Carmona las primeras evidencias de ocupación prehistórica bajo el núcleo urbano
actual, en especial las referidas a casi todo el segundo milenio a.C., con pequeñas
ocupaciones aquí y allá que se distribuyen sin orden preciso y que dejaron una
36 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

clara huella de su reparto aparentemente aleatorio en la distribución de las tumbas


de la época (Belén y otros 2000). La ubicación de estas sepulturas puede ser un
buen indicio de que estamos en este momento ante ranchos o pequeños caseríos
dispersos, porque en esa época la costumbre era enterrar a los difuntos bajo las
habitaciones y patios de la propia vivienda (fig. 2).

Figura 2. Ubicación hipotética de granjas de la Edad del Bronce en Carmona a partir de la distribu-
ción de los enterramientos humanos de la época: Dolores Quintanilla 12 (1), Plazuela de Santiago 6-7
(2), Costanilla-Torre del Oro (3), General Freire 12 (4), Huerta de San Francisco (5) y el Picacho (6).

El reto de mantener los campos de labor con buenos niveles productivos


resulta especialmente difícil de superar cuando se cultivan cereales, porque es-
tas gramíneas son muy exigentes en nitrógeno. Aún así, es posible que, a base
de diferentes modalidades de barbecho, se consiguiera domeñar el problema.
Esto explica que las leguminosas aparezcan temprano en el registro arqueológico
neolítico hispano (Peña-chocarro 1999: 3), como ocurre con las habas (Vicia
faba) y las lentejas (Lens culinaris), porque elevan en los suelos los niveles de
dicho nutriente. Habas, lentejas, garbanzos (Cicer arietinum), guisantes (Pisum
sativum) y otras legumbres alcanzaron muy pronto en el oriente Próximo altos
niveles de consumo paralelos a cotas importantes de domesticación, semejantes
a la de los cereales. Pero, como el de estos últimos, su camino hacia occidente
fue tortuoso, de forma que no siempre la documentación de todas las especies y
géneros de la familia van al unísono. Para carmona y sus alrededores, de hecho,
no consta el hallazgo de leguminosas en tiempos prehistóricos. Podemos defen-
der en cualquier caso su cultivo en este marco local porque algunas variedades
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 37

las conocemos, para la Edad del Bronce al menos, en ámbitos del cuadrante su-
roccidental de la Península Ibérica (Pavón 1998: 168), y para tiempos aún más
viejos en contextos arqueológicos andaluces más preservados de la erosión y de
la putrefacción, como son las cuevas (Peña-Chocarro 1999: 4). Los altos niveles
de humedad de los suelos de las cavidades cársticas y las escasas oscilaciones de
esos valores hídricos han sido, sin duda, un medio favorable para la preservación
de estos restos orgánicos, factores a los que hay que añadir el hecho de que esos
productos se tostaran a veces hasta su completa carbonización.

El segundo grupo de labores aplicadas a las plantas domésticas, expresado al


menos en el orden lógico de la agricultura actual, corresponde a la siembra. De
esta tarea aún contamos con menos información, si cabe, que del resto. Es desde
luego el trabajo que menos huella arqueológica deja en el caso de cultivos herbá-
ceos (cereales y leguminosas no arbustivas por ejemplo). Su impronta sería más
perceptible teóricamente en referencia a las plantaciones de frutales. En cualquier
caso, de ninguna de las dos modalidades existen datos para la zona estudiada. Por
este hecho, cualquier propuesta debe reconocerse como mera elucubración. Aun
así, para el caso de los cereales en concreto puede asumirse su dispersión a voleo
sobre los terrenos ya levantados total o parcialmente, sobre todo porque ésta es
la forma tradicional heredada desde el mundo antiguo y porque no disponemos
de informes etnográficos en contra. Para la Antigüedad, la siembra por aspersión
cuenta con noticias textuales plasmadas, por ejemplo, en los evangelios de Mateo
(13, 3-8) y de Marcos (4, 3-8)4, pero también con imágenes muy expresivas (fig.
3). A las tierras de Carmona, la técnica debió de llegar ya consolidada con los
primeros grupos neolíticos establecidos. De todas maneras, esta labor sólo exi-
gía trabajo humano, a no ser que para cubrir someramente la semilla depositada
en tierra se emplearan de alguna forma animales, sea arrastrando algún apero
sea simplemente haciéndolos deambular por encima de la parcela labrada para
obtener un resultado parecido, aunque esta última modalidad tiene en contra la
propensión de los animales a ingerir directamente del suelo la semilla esparcida.
Como tendremos ocasión de comprobar más adelante, el mero pisoteo de los re-
baños pudo ayudar mejor en otras tareas agrícolas, especialmente en la trilla.

En el tercer eslabón de la cadena productiva que define una agricultura plena,


al menos como hoy la concebimos en sus modos históricos más tradicionales,
puede citarse una sarta de interesantes tareas agrarias relacionadas con los cui-
dados que necesitan las plantas domésticas. Una de las razones utilizadas por
algunas escuelas historiográficas precisamente para explicar el origen de la agri-
cultura humana sostiene que la transferencia de determinadas especies vegetales
desde sus patrias de origen hasta otros territorios y climas que les resultaban algo
4  . Para conseguir una buena germinación, tales citas aluden además a la necesidad de tierras bien roturadas,
es decir, de suelos profundos.
38 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

extraños fomentó las atenciones que se les debía prestar (Binford 1968: 330-333;
Flannery 1969: 80-81). Esos deberes para con los domesticados no habrían sido
tan necesarios en el caso de la explotación de los correspondientes agriotipos,
ya que dichos ascendientes silvestres crecían de forma espontánea en sus res-
pectivos hábitats prístinos y estaban bien adaptados a ellos. Fuera de esta forma
“asumida mentalmente”, o fuera de manera más inconsciente y más controlada
por procesos meramente atribuibles a la selección darwiniana, como propone D.
Rindos al analizar otros ejemplos que implican a diversos animales no humanos y
a distintas especies de plantas (Rindos 1990: 104-109), el amparo proveído a los
cultivos es la verdadera clave que acabaría definiendo a los procesos agrícolas.
De hecho, es en este plano donde históricamente se han ido incorporando más
y más lazos de dependencia mutualista entre el hombre y los domesticados de
los que vive, unas relaciones impulsadas por una presión evolutiva que implica
el aumento de la producción, que es en realidad el servicio prestado por la otra
parte, a cambio del incremento de la ayuda como contrapartida nuestra. En este
sentido, son tantos los esfuerzos posibles que podemos dedicar a la defensa de los
cultivos, que sólo entraremos a analizar algunos para los que pueden existir hue-
llas arqueológicas o en los que la investigación ha mostrado más interés por las
consecuencias políticas y sociales que acarrearon a las sociedades prehistóricas.
El principal de estos asuntos es, tal vez, el que tiene que ver con el suministro de
humedad a las plantaciones.

Figura 3. Escena de siembra a voleo en el Egipto antiguo.


Para tapar el grano, los trabajadores rompen los terrones
con mazos de madera.

Proporcionar agua a ciertos vegetales es un hecho que, teóricamente, el hom-


bre paleolítico pudo llevar a cabo de forma puntual. Tal acción puede ser necesa-
ria en determinadas ocasiones para evitar que las plantas, llegado el caso, caigan
en estrés hídrico; y ello aun si dichas plantas no hubiesen salido de las zonas y
nichos ecológicos donde crecían de forma espontánea y sin ningún socorro. De
cualquier manera, es evidente que dicha ayuda se va haciendo más indispensa-
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 39

ble a medida que los cultivos se expanden por territorios en los que la humedad
disminuye en relación con los niveles a los que estaban habituados. Esta razón
ha sigo esgrimida para explicar, como ya hemos visto, el mismo origen del Neo-
lítico, hasta el punto de haber ocasionado teorías defensoras de que la agricultura
no brotó en los enclaves ecológicos originales de los agriotipos de los actuales
vegetales domésticos sino en zonas periféricas a ellos, donde las condiciones
empezaban a cambiar. Allí, las atenciones a las plantas por parte de los humanos
debían por tanto acrecentarse. Es más, toda una tradición historiográfica ve en
la gestión de los regadíos la causa última de los sistemas sociopolíticos huma-
nos más complejos conocidos. Se trataría del denominado “modelo hidráulico”
como génesis de las primeras formaciones estatales (Sanders y Price 1968: 177;
Wittfogel 1974).

La detección de esta faena agrícola en épocas prehistóricas es en extremo


problemática, sobre todo si se llevaba a cabo de manera puntual en cultivos hor-
tícolas. En ellos, el riego puede consistir sólo en aportar unas mínimas cantida-
des de agua planta a planta, lo que en ningún modo deja huellas en el registro
arqueológico. Todo lo más, podría pensarse que los pozos prehistóricos abier-
tos artificialmente para la captación de aguas subterráneas, que no se conocen
en Carmona pero sí en otros asentamientos calcolíticos de Andalucía occidental
como Valencina de la Concepción (Fernández Gómez y Oliva 1982: 22-23) o El
Jadramil (Lazarich y otros 2003: 128-135), constituyen la prueba hipotética que
buscamos. En estos casos estudiados, se trata de sondeos verticales cilíndricos
de un metro o poco más de diámetro, y hasta diez de profundidad, que buscan
las capas freáticas locales. En el enclave gaditano de El Jadramil, en Arcos de la
Frontera, se dispersan a veces por laderas y zonas bajas ricas en agua y con no
demasiadas estructuras antrópicas en sus inmediaciones, ámbitos ideales para la
instalación de huertos también por su fertilidad. Algunos de esos pozos se aco-
modan a líneas más o menos rectas, como si se adaptaran a la disposición de los
veneros del subsuelo y no estuviesen distribuidos al azar.

Más señales originan en cambio los regadíos de parcelas de cereales con


relativa extensión. En este caso, la única solución de la que disponían los grupos
prehistóricos era el abancalamiento del terreno, que necesariamente debía llevar-
se a cabo en ámbitos que, como el de Carmona, no es precisamente una llanura.
Este sistema de terrazas sí ha dejado en numerosas culturas del Viejo y del Nuevo
Mundo suficientes evidencias pertenecientes a culturas agrícolas, pero no lo co-
nocemos para tiempos prehistóricos en ningún contexto andaluz. Tal hecho levan-
ta serias sospechas sobre la posibilidad, barajada por algunos especialistas –por
R. Chapman (1991: 172-176) por ejemplo-, de que el riego de los campos fuera
una actividad importante en las distintas sociedades prehistóricas del mediodía
ibérico, sobre todo en lo referente a los sembrados cerealistas extensivos. Para la
40 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

comarca de Carmona, desconocemos estructuras de este tipo tanto en la vega del


Corbones como en los altos del alcor, ambas zonas prospectadas intensamente
(Amores 1982; Amores y Rodríguez Temiño 1984; Fernández Caro 1992).

El paso de la recolección de vegetales silvestres a la agricultura trajo con-


sigo un efecto colateral no deseado: la proliferación paralela de las plantas ru-
derales, aquellas que nacen en los terrenos removidos, junto a los caminos y en
los campos de cultivo, y que los campesinos suelen considerar y nombrar como
malas hierbas. El hecho de que su origen se deba a una acción involuntaria de
los humanos, que las iban cultivando sin querer a la vez que seleccionaban las
plantas agrícolas (Rindos 1990: 126-132), demuestra el alto poder explicativo
de la teoría darwinista a la hora de dar cuenta del origen del Neolítico, en tanto
que dicha explicación sería la más parsimoniosa de cuantas se han dado para este
fenómeno. Ello acrecienta su valor científico muy por encima de todas las demás
hipótesis, ya que el mismo cuerpo de argumentos aclara con sencillez extrema
ambos fenómenos: el nacimiento de los domesticados agrícolas y el de los parási-
tos del sistema. Pero el hecho de que la evolución hacia la agricultura conllevara
el acompañamiento paralelo de las plantas ruderales, obligó a los labradores al
aumento constante de las labores de escarda, sobre todo porque las malas hierbas
han mostrado siempre especial predilección por las condiciones edáficas que pro-
curamos para nuestros cultivos agrícolas.

Las plantas ruderales son relativamente fáciles de encontrar en el registro


arqueológico. Se pueden detectar con análisis polínicos y carpológicos, pero tam-
bién identificando carboncillos y fitolitos. Sin embargo, tales estudios no se han
llevado a cabo, que sepamos, en los contextos prehistóricos de Carmona ni de su
entorno. Y, si se hubiesen realizado, el problema fundamental a la hora de percibir
lo que ahora buscamos, la limpieza de los cultivos, es que la presencia de malas
hierbas no implica necesariamente que éstas se retiraran intencionadamente de
los campos. Es notoria, además, la capacidad de estos vegetales para invadir te-
rrenos nitrogenados por la propia presencia humana, sean corrales, escombreras,
muladares, márgenes de caminos, basureros, hábitats abandonados, etc. Ello im-
plica que localizar sus huellas más o menos directas no supone ni siquiera haber
dado con la ubicación exacta de los suelos agrícolas. Así que, en este aspecto,
parece que de nuevo tenemos que contentarnos con suponer para la agricultu-
ra prehistórica carmonense las mismas características que conocemos para otros
momentos posteriores del mundo antiguo mediterráneo, y que la escarda sería
llevada a cabo al menos desde las primeras etapas de la domesticación. Resulta en
este caso elocuente para ambientar el problema la parábola evangélica del trigo y
la cizaña (Mateo 13, 24-30), porque revela además la coevolución seguida por las
plantas cultivadas y sus malas hierbas. Estas segundas habían estado sometidas
a una presión selectiva que promovía su acercamiento mimético a las primeras.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 41

De hecho, mientras más se parecían a ellas con más posibilidades contaban de


escapar del ojo humano que intentaba eliminarlas de los campos cultivados. Tal
tendencia evolutiva pudo originarse mucho antes de que el proceso, tal como
hoy lo captamos, pueda ser reconocido como agricultura propiamente dicha. Por
eso adelantamos más arriba que, en nuestra relación con las especies vegetales
que más tarde llegarían a convertirse en domesticados agrícolas, y desde una
explicación darwinista, los cuidados a las plantas pudieron incorporarse paulati-
namente ya desde momentos paleolíticos. El mero hecho de desbrozar los bajos
de un árbol para evitar que muera en un incendio fortuito anula además a sus
competidores por los alimentos del suelo, con lo que se inicia así una cadena de
escardas crecientes; y ello sólo porque estamos interesados en sus frutos. Esto
supuso de hecho ya un primer paso hacia el incremento de la energía empleada
para obtener “la cosecha”. Sin embargo, como este aumento de la dependencia
mutualista entre ambas partes no supuso en principio ningún cambio genético de
la planta socorrida, las tesis más tradicionales que intentan explicar el origen del
Neolítico, que piensan siempre en acciones voluntarias, conscientes y finalistas,
difícilmente aceptarían encontrar aquí vinculación domesticadora alguna.

Con estas reflexiones nos hemos introducido de lleno en el problema de hasta


qué punto podemos establecer una barrera nítida ente lo que es agricultura y lo
que no. Si este pormenor apenas incumbe a otras parcelas cronológicas más re-
cientes de la historia de Carmona, entra de lleno en cambio en la fase prehistórica.
De hecho, una de las características básicas de la agricultura en sus estados inicia-
les fue la reducción drástica del número de especies vegetales explotadas por el
hombre en relación con las prácticas depredadoras anteriores. Por eso hoy están
bien marcados los límites por lo menos en cuanto a las plantas que se explotan
para la alimentación, no así entre aquellas de las que nos interesan la madera, las
esencias aromáticas o algún otro recurso.

Tal situación fronteriza afectó en la Prehistoria hispana meridional a varias


especies cuyos lazos con nosotros hoy no consideraríamos agrícolas, de las que
tal vez constituyan los ejemplos más claros la encina, el pino piñonero y el acebu-
che. De todas ellas contamos con testimonios directos del consumo de sus frutos
o semillas en amplias regiones y cronologías del sur de la Península Ibérica, sobre
todo porque, una vez tostadas, se depositaron en algunas cuevas en calidad de
ofrendas rituales (Gavilán y Escacena e.p.). En cualquier caso, si abordamos ahora
esta problemática es más por la posibilidades hipotéticas que ofrece para futuras
investigaciones en las fases prehistóricas de Carmona que por estar constatado ya
aquí su explotación. Nos limitaremos, por lo demás, a la encina (Quercus ilex L.) y
al acebuche (Olea europaea L.) por ser estos dos árboles, de entre los tres citados,
los únicos constatados para la zona de Carmona en los registros más viejos con
que hasta ahora contamos, si bien tales testimonios corresponden ya al final de los
42 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

tiempos prehistóricos, en concreto a época tartésica (Rodríguez-Ariza y Esquivel


2004: 123-129). Suponemos por tanto que la situación del primer milenio a.C. es
heredera de una mucho más vieja extensible con leves variaciones a casi todo el
Holoceno.

En algunas cavernas andaluzas ocupadas por la gente neolítica aparecen con


relativa frecuencia, y mezclados a veces en los mismos depósitos, cereales, restos
de bellotas, cáscaras de piñones y huesos de aceitunas de acebuche. Estos conjun-
tos de restos orgánicos han sido considerados normalmente simples despensas,
pero existen serios problemas para interpretarlos de esa forma porque los granos
de cereal aparecen torrefactados por completo y porque nadie optaría por mezclar
trigo o cebada con aceitunas dadas las diferentes condiciones de humedad que
tales productos necesitan para su correcta conservación. En cualquier caso, lo
que ahora conviene recalcar es que las aceitunas de acebuche, los piñones y las
bellotas, que nuestra cultura urbana actual tendría por simples especies silves-
tres, recibieron por parte de las comunidades prehistóricas el mismo tratamiento
que los cereales. Pasaron más o menos tiempo por el hogar hasta su comple-
ta carbonización en algún caso5. Cabe pensar así que, a igual tratamiento, igual
consideración, es decir, que la gente neolítica no los tenía quizá por vegetales
tan salvajes como hoy suelen considerarse. Desde esta reflexión, la encina, el
acebuche y el pino piñonero, unos de los más genuinos representantes arbóreos
de las formaciones boscosas de tipo mediterráneo, habrían constituido especies
con las que las poblaciones prehistóricas pudieron haber establecido unos lazos
de dependencia casi tan consistentes como los que mantenían con los cereales. Se
trataría de tres plantas que tal vez estuvieron, respecto a los humanos, en esa mó-
vil frontera que separa lo salvaje de lo doméstico en el campo de la alimentación
(Montanari 1995: 55). Dicho estadio de relación mutualista ha sido denominado
por D. Rindos “domesticación incidental” en su primer nivel y “domesticación
especializada” en una fase de ataduras aún mayores, como dos peldaños de una
misma escalera que suele desembocar con frecuencia en la “domesticación agrí-
cola” propiamente dicha (Rindos 1990: 162-175). Con razón los biólogos han
defendido que las dehesas hispanas, tan “naturales” para la mentalidad ecologista
de nuestra actual sociedad urbana occidental, no son formaciones vegetales tan
libres de la acción antrópica como se suele creer, sino sistemas originados por el
impacto del hombre y de sus ganados sobre un bosque inicial mucho más tupido
(Puerto 1997). Esta estrecha relación, que podemos vislumbrar ya en este estadio
desde hace unos siete milenios, se mantuvo al menos hasta época protohistóri-
ca, porque algunos molinos de vaivén extremeños han revelado su empleo en la
molturación de bellota (López García y otros 2005: 400). Todavía en tiempos
romanos se obtenía así en Hispania una harina para consumo humano a decir de
Estrabón (III, 3, 7) y de Plinio (Nat. Hist. 16, 15). Este último tipo de alimento

5  . Más que de simples hogares domésticos, puede tratarse de fuegos sagrados, es decir, de verdaderos altares.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 43

tuvo por cierto muy mala prensa en el mundo grecorromano, que lo creyó propio
de gente incivilizada (Heródoto I 66, 2)6.

Llegados a este punto, pues, el panel que sintetizaba las relaciones teóricas
que tanto los cazadores-recolectores como los agricultores y ganaderos estable-
cen con las plantas de las que viven (cuadro 1), se nos ha hecho más complejo
y difuso, y a la vez seguramente más correcto en tanto que la realidad no suele
nunca estar tan encasillada como nuestra tendencia mental a la compartimenta-
ción la imagina. Precisamente el reconocimiento de unos límites poco precisos
en nuestra clasificación de los seres vivos, cuestión planteada por Darwin al
comienzo de su obra sobre el origen de las especies, proporcionó el antiesen-
cialismo a su pensamiento (Gould 1993: 428-432; Buskes 2009: 44-46), conse-
cuencia del cual fue el descubrimiento del mecanismo selectivo que movía la
evolución. El mismo hecho de la siembra de vegetales, que hoy nos parece una
acción tan intencionada cuando nos referimos a las actividades agrícolas, fue
precedido de miles de años en que fue más el resultado de actuaciones incons-
cientes que de tareas voluntarias. Todavía hoy “plantamos” sin querer muchas
especies vegetales por dondequiera que nos movemos. Y si muchas de esas
especies a las que incidentalmente ayudamos a medrar en nuestros ecosistemas
no han entrado en relación agrícola con Homo sapiens, a pesar de nuestro in-
terés por ellas, se debe a que el papel que desempeñamos como propagadores
de sus semillas conoce serios competidores. Las plantas anemócoras, aquellas
que dispersa el viento, no han necesitado de relaciones con seres vivos para su
difusión. Sin embargo, nuestra tendencia a hacernos únicos pilares de la expan-
sión de los vegetales zoócoros que nos sustentan ha encontrado importantes
rivales en algunos casos. Tal vez por esta razón, la encina, el acebuche o el pino
piñonero, árboles tan típicos de los bosques prehistóricos holocénicos andalu-
ces, no alcanzaron nunca en este ámbito geográfico el estatus pleno de plantas
domésticas. Todos ellos disponían, y disponen aún, de otros animales no huma-
nos que difunden sus simientes. En cualquier caso, el Neolítico histórico real
llegado de fuera, aquel que en nuestra comarca de estudio conocemos asociado
a las cerámicas a la almagra, y que podemos denominar Cultura de Zuheros
por ser este sitio cordobés donde mejor se conoce, interfirió en los procesos de
domesticación que podrían haberse estado dando localmente. Por eso, el nuevo
cuadro que desde un enfoque evolutivo podemos proponer incluye la posibili-
dad de una incorporación paulatina y progresiva de faenas protodomesticadoras
también entre los cazadores-recolectores (cuadro 2). De todo ello habrán de dar
cuenta en mayor o mejor medida las investigaciones arqueológicas futuras, para
las que Carmona cuenta con un relativo buen plantel de yacimientos en los que
poner a prueba las hipótesis.
6  . “¿Arcadia me pides? Mucho me pides. No te la daré. En Arcadia hay muchos hombre que comen bellotas que
te detendrán”. Traducción de C. Schrader, quien indica este rasgo de primitivismo (Schrader 1983: nota 170).
44 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

LABRANZA SIEMBRA ATENCIONES RECOLECCIÓN

RECOLECTORES
PLANTAS
• • • •
• • • •
SILVESTRES

PLANTAS

• • • •
SILVESTRES
AGRICULTORES
PLANTAS
DOMÉSTICAS

cuadro 2. Propuesta darwinista de las relaciones del hombre con las plantas que lo sustentan. como
los campesinos prehistóricos consumieron muchos vegetales que en la actualidad han perdido la
consideración de alimento, mantuvieron con esas especies vínculos similares a los que habían teni-
do con ellas cuando eran cazadores-recolectores.

La última faena que los campesinos llevan a cabo en los campos de culti-
vo es la recolección, la misma que en las sociedades depredadoras constituye la
principal, y única para la mayor parte de las escuelas historiográficas. De hecho,
la quema de rastrojos que a veces la sigue, tan típica de los campos de cereales
y de otros cultivos herbáceos tradicionales, puede considerarse en realidad una
primera preparación del sustrato para la temporada siguiente. Más aún si esto no
se hace de forma inmediata porque se aproveche la rastrojera para que pasten
directamente sobre ella los rebaños domésticos.

En relación con este trabajo, la principal diferencia entre las sociedades de-
predadoras y las productoras a la hora de dejar huella arqueológica radica en el
hecho ya señalado de la disminución de la diversidad que caracteriza a la agri-
cultura frente al acopio de alimento vegetal silvestre. Este último se caracteri-
zó durante cientos de miles de años por la escasa diferencia proporcional en la
cantidad recabada de cada especie, aunque hubiese contrastes lógicos motivados
por la heterogénea oferta estacional. Sin embargo, al intensificar el interés sólo
por unas pocas plantas, tan drástica reducción del número de especies explotadas
conllevó necesariamente un radical aumento del consumo de sus frutos. La ali-
mentación neolítica se empobreció en calidad respecto a la paleolítica, y originó
así una presión selectiva que promovía la especialización de ciertos útiles en
quehaceres muy concretos. La siega tiró primero de simples láminas de sílex que,
engarzadas diagonalmente al sentido longitudinal de un mago de madera, originó
las primeras hoces. En el ámbito de carmona, esas piezas líticas de hoz, carac-
terísticas de los sitios neolíticos más arcaicos, apenas se han documentado. Por
esta razón, puede sostenerse que las granjas y/o aldeas neolíticas más antiguas de
la zona pudieron explotar en gran medida todavía la rica vegetación silvestre que
caracterizaba al bosque de tipo mediterráneo de la vega del corbones, unas for-
maciones con más o menos frondosidad que proporcionaban además un abundan-
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de carmona 45

te y variado alimento a los rebaños (Fernández caro y Gavilán 1995: 54). Esto
hablaría tal vez de unos momentos viejos del Neolítico local más ganaderos –en
su modalidad pastoril- que agrícolas. Pero, tanto en esos mismos enclaves como
en los detectados en la cornisa de Los Alcores, son abundantes por el contrario los
dientes de hoz adjudicadles a los momentos finales del Neolítico y a la Edad del
cobre, ahora con una tipología distinta y con una forma de enmangarlos a la hoz
también diferente. Se trata de piezas denticuladas que se insertaban dentro de una
ranura practicada en la parte cóncava de la hoz en número relativamente abun-
dante. Su uso prolongado dejó en esos trozos de pedernal marcas evidentes, el
característico brillo de siega o lustre de cereal. Una buena representación de este
tipo de útiles se localizó en las prospecciones superficiales llevadas a cabo a fines
del siglo pasado en estaciones como Las Barrancas y Los Álamos (Fernández
caro y Gavilán 1995: 27-44), pero su hallazgo en la zona se remonta al menos a
los trabajos de G. Bonsor, quien encontró dientes de hoz de sílex en Acebuchal
(Bonsor 1899: 134). La agricultura local tiene aquí, por tanto, uno de sus reflejos
arqueológicos de más personalidad (fig. 4).

Figura 4. Dientes de hoz de sílex de Campo Real y reconstrucción de una hoz, según Bonsor (1899).

En cualquier caso, la pátina de desgaste detectada en estos elementos líticos


puede ser a veces motivo de engaño si sólo trabajamos con una hipótesis. Por-
que la siega de otras plantas distintas de los cereales pudo dejar en esas piezas,
denticuladas o no, las mismas o parecidas huellas de abrasión. Estas marcas de
pulimento en rocas tan duras se originan por la fricción con los fitolitos micros-
cópicos de los vegetales herbáceos, y dichos cristales no sólo están presentes en
las gramíneas. En carmona, la tumba de un niño de la Edad del Bronce reveló
la existencia en su interior de malacofauna identificada como gasterópodos de
ambiente acuático y como helícidos, unos animalillos que viven sujetos a la vege-
tación herbácea que se desarrolla bajo los arbustos. De este hecho se ha deducido
46 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

que ese cadáver infantil pudo cubrirse con una capa o manto vegetal (Belén y
otros 2000: 389). Y si esas hierbas se cortaron con las mismas hoces usadas para
la siega de la mies, lógicamente el instrumento de corte y sus engranajes líticos
habrían experimentado un desgaste similar, que en este caso nada tenía que ver
con la agricultura. El mismo resultado podría esperarse de la siega de pasto, hier-
ba verde u otros vegetales que se aportaran a herbívoros encerrados en apriscos.
De hecho, si no en la carmona prehistórica, la existencia de corrales u otros sitios
cerrados y protegidos a los que se arrimaba alimento para los animales está bien
constatada en otros yacimientos de la Península Ibérica, como luego veremos.

No conocemos en cambio para los tiempos prehistóricos carmonenses nada


relacionado con la trilla, ni siquiera los sitios en que pudieron estar ubicadas
las eras. Sabemos por otras culturas coetáneas más complejas y por otros yaci-
mientos donde el registro arqueológico orgánico se ha preservado mejor, que el
conocimiento del bieldo de madera es muy antiguo, prehistórico de hecho, y que
éstos servían, como hasta hace muy poco, para la manipulación de la parva y para
el aventado. Pero ignoramos cómo se había procedido antes a separar el grano
de la paja. Podemos suponer que se hacía de las diversas formas documentadas
etnográficamente, unas veces con trabajo humano y otras mediante el pisoteo de
recuas de animales domésticos. Para este último caso contamos con unas buenas
imágenes procedentes del Egipto faraónico (fig. 5).

Figura 5. Pintura egipcia con escena de trilla. El pisoteo de las re-


cuas de bóvidos desprende los granos de cereal de su espiga. Para
la faena los campesinos se valen de bieldos de madera.

Finalmente, la recogida de la cosecha de las poblaciones agrícolas, caracte-


rizada normalmente por un gran acopio de excedentes que en muchos casos son
productos de monocultivos, está necesitada lógicamente de un importante equipo
tecnológico de almacenamiento, instalaciones que han dejado huellas arqueológi-
cas evidentes y numerosas. Se trata de las construcciones subterráneas conocidas
como silos, de los que se han documentado en carmona varios ejemplos tanto ais-
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de carmona 47

lados como formando grupo. Se han constatado en la ya mencionada excavación


del inmueble nº 6 de c/ Dolores Quintanilla, pero también en el nº 4 de c/ cala-
trava (conlin 2003: 99), en costanilla Torre del oro (Jiménez Hernández 1994:
165: 2004: 561) o en el sondeo cA-80/A del barrio de San Blas (Pellicer y Amores
1985: 72), por citar sólo unos cuantos puntos dentro del casco viejo de la ciudad.
De todas formas, fuera del propio núcleo histórico de carmona estos graneros
excavados en el subsuelo se han documentado en yacimientos tan emblemáticos
como campo Real y Acebuchal (Bonsor 1899: 32 y 36; Amores 1982: fig. 11;
Lazarich y otros 1995: 91-92), o en el menos conocido de la Vereda de Alconchel,
ya en Mairena del Alcor (Amores 1982: 63). En estos casos conviene señalar que
algunas de esas oquedades siliformes contenían enterramientos humanos, aunque
se desconoce si este uso es primario o secundario, producto de una fabricación ex
profeso para tumba o, por el contrario, de la reutilización funeraria de graneros
propiamente dichos después de su abandono como tales (fig. 6).

Figura 6. Silos subterráneos de


Campo Real, según Bonsor (1899), y
del barrio de San Blas, según Pelli-
cer y Amores (1985).

Se ha discutido mucho en la bibliografía especializada la forma en que estas


oquedades pudieron cumplir la función de despensas para el grano, y la verdad
es que los testimonios de carmona aportan poco a la discusión más allá de ha-
berse encontrado en uno de ellos cebada. En realidad, los cereales almacenados
48 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

en estructuras abiertas en el suelo, revocadas interiormente de arcilla (Reynolds


1988) o, mejor aún, de paja según los experimentos realizados (Alcalde y Buxó
1992), pueden mantenerse en buenas condiciones durante largos períodos de
tiempo. Su conservación depende además de que se logre cerrar los depósitos
herméticamente. Si se consigue este medio, los granos acaban por agotar el oxí-
geno y desprenden paralelamente dióxido de carbono. De esta forma, entran en
una especie de letargo en un ambiente donde las bacterias apenas pueden proli-
ferar (Buxó 1997: 181). En estas circunstancias, las semillas del núcleo central
preservan con menores dificultades sus reservas alimenticias y su poder germi-
nativo. Serán éstas, en consecuencia, las idóneas para la siembra en la siguiente
campaña, pues su capacidad para nacer se mantiene en torno a tres años. Cuando
en este ambiente la temperatura no excede los 15º C y la humedad relativa se
mantiene en torno al 18%, se alcanzan óptimas condiciones de conservación.
Cualquier cambio de estas variables aminora la capacidad reproductiva del gra-
no e incrementa la posibilidad de que actúen bacterias, hongos e insectos. La
pérdida del poder germinativo se sortea también mediante la variación compen-
satoria de estos índices. Los hongos no se desarrollarán, por ejemplo, con tem-
peratura superior a 20º C si se consigue una humedad inferior al 10%; de igual
modo, unas condiciones entre 5 y 10º C de temperatura y más altas del 20% de
humedad impedirán que medren los insectos (Buxó 1997: 178-180). Todo esto
está por demostrar en el ámbito preciso de Carmona, porque en estos análisis no
pueden despreciarse las condiciones edáficas y ambientales concretas de cada
lugar. La experimentación in situ tiene aquí, por tanto, un prometedor papel en
futuras investigaciones.

LA GANADERÍA, OTRA SIMBIOSIS MUTUALISTA

La relación entre los humanos y los animales domésticos puede ser sinteti-
zada también en una tabla sinóptica que muestre cada una de las facetas en que
puede dividirse (cuadro 3). De la misma forma, aquí existe una siembra, que se
manifiesta en la selección de los progenitores que van a dar lugar a la cabaña
y en su cruzamiento reproductivo, unos cuidados, que han ido aumentando en
cantidad y calidad a lo largo del proceso que conduce a la ganadería actual, y una
“cosecha”, que se revela en el matadero y en otras facetas de aprovechamiento
secundario. Como ocurre con la agricultura, este final no tiene por qué ser siem-
pre un destino alimenticio directo. Los animales fueron en la Prehistoria también
herramientas para el trabajo y fuente de otros recursos además de los cárnicos,
aunque su último destino fuese casi siempre la mesa después de pasar por la co-
cina. Al final de este apartado podremos resumir esas relaciones también en su
correspondiente cuadro después de ver cómo los cazadores recolectores incorpo-
raron paulatinamente algunos de los trabajos que hoy caracterizan a la ganadería.
Vayamos primero a los datos locales procedentes de Carmona y su entorno.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 49

REPRODUCCIÓN “COSECHA”
CUIDADOS


SELECTIVA (carne y productos secundarios)

• • •
CAZADORES

GANADEROS

Cuadro 3. Relaciones teóricas de los humanos con las especies animales que le sirven de sustento.

Uno de los pocos contextos prehistóricos de los que se han analizado los res-
tos de fauna corresponde a la excavación de la finca nº 6 de C/ Dolores Quintani-
lla, dentro del casco antiguo de Carmona (Conlin 2003: 127-128). De este estudio
se ha publicado poco más que la identificación de especies y algunos detalles de
su hallazgo, suficientes al menos para llevar a cabo una serie de consideraciones
sobre los aspectos básicos en los que un trabajo como el que ahora firmamos pue-
de entrar por disponibilidad de espacio. En función de los materiales cerámicos
que los acompañaban, todos esos vestigios corresponderían a un momento final
del Neolítico Atlántico Tardío, si no ya a comienzos de la Edad del Cobre, que en
términos cronológicos tradicionales podríamos situar entre los últimos siglos del
cuarto milenio a.C. y los primeros del tercero.

De la lista de especies identificadas destacaríamos primero el conjunto de


fauna salvaje, que incluye uro (Bos primigenius)7, ciervo (Cervus elaphus), lie-
bre (Lepus granatensis), conejo (Oryctolagus cuniculus) y zorro (Vulpes vulpes),
aparte de algunos micromamíferos sin identificar (cuadros 4 y 5). Hacer mención
a esta fauna salvaje antes que a la doméstica permite rematar algunas cuestiones
sobre el análisis de la agricultura y enlazar a su vez con el de la ganadería. Por-
que, si consideramos que el zorro, el único carnívoro de la relación, está represen-
tado por un solo resto óseo, indicativo por tanto de un único ejemplar, todos los
otros animales cazados pueden considerarse enemigos de la agricultura. Dando
muerte a estas especies se conseguían cuatro cosas fundamentales. En primer
lugar, se obtenía una fuente de alimento barata, porque, aunque su captura supu-
siera cierto esfuerzo, sobre esos especímenes no se había volcado previamente
ningún gasto energético. Estamos aquí sólo ante una recogida de “la cosecha”
similar a la practicada por las poblaciones que viven exclusivamente de la caza
y de la recolección. Como resultado de ello, se evitaba, en segundo lugar, tener
que consumir carne de los rebaños domésticos, que podían mantenerse como
stock para momentos de mayor escasez. De esta forma, la cabaña de especies
domésticas se convertía en una “cuenta de ahorros” a modo de despensa viva.
Se conocen de hecho algunos pueblos ganaderos, entre las denominadas socie-
7  . Según la excavadora, los huesos de uro estaban mucho más erosionados que los demás, de ahí que puedan
corresponder a osamentas residuales pertenecientes a momentos más viejos, y no a la fase del resto del conjunto
faunístico (Conlin 2003: 124).
50 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

dades primitivas actuales, que han llevado a cabo históricamente esta práctica,
unas veces cazando animales salvajes y otras apropiándose de forma violenta de
las reses de los vecinos, como era costumbre ancestral hasta hace poco entre los
masai y entre otros pastores de bóvidos (Lincoln 1991: 134-136). De este hábito,
que podríamos remontar al menos al final de la Prehistoria bajoandaluza, dieron
buena cuenta los propios mitos tartésicos al narrar el rapto de las vacadas de Ge-
rión. En tercer lugar, los herbívoros salvajes, que deambulan libremente por los
campos, son uno de los principales enemigos de una agricultura consolidada de
tipo herbáceo, por ejemplo de los cereales y de los cultivos hortícolas; de ahí que
eliminarlos suponga una tarea más de la lista ya tratada de cuidados y atenciones
que los campesinos dedican a las plantas domésticas de las que viven. Finalmen-
te, al suprimir la fauna salvaje vegetariana, los propios animales domésticos se
benefician de la falta de competencia por la comida, sea ésta el rastrojo de las
cosechas en las parcelas ya segadas sea el pastizal silvestre.
NR %1 %2
Vaca (Bos taurus) 317 13,06 22,53
Oveja (Ovis aries) 31 1,23 2,20
Caprinos (Ovis/Capra) 308 12,77 21,89
Cabra (Capra hircus) 7 0,28 0,49
Cerdo (Sus sp.) 224 9,22 15,92
Perro (Canis familiaris) 496 20,43 35,25
Total de restos de fauna doméstica 1.383 56,96 98,30
Uro (Bos primigenius) 4 0,16 0,28
Ciervo (Cervus elaphus) 14 0,57 0,99
Liebre (Lepus granatensis) 1 0,04 0,07
Conejo (Oryctolagus cuniculus) 4 0,16 0,28
Zorro (Vulpes vulpes) 1 0,04 0,07
Total de restos de fauna salvaje 24 0,98 1,70

Cuadro 4. Restos óseos de mamíferos rescatados en las excavaciones de C/ Dolores Quintanilla 6, a


partir de Conlin (2003). NR expresa el número absoluto de restos, % 1 es el porcentaje sobre el total
de restos estudiados y % 2 el porcentaje sobre los restos cuya especie se ha podido identificar. El alto
número de huesos de perro se explica por haber aparecido varios individuos completos con su esque-
leto en posición anatómica. Obsérvese la gran diferencia entre los totales de fauna doméstica y salva-
je, dato que habla de una economía ganadera consolidada. Este contraste se mantendría muy acusado
incluso si todos los restos de suidos pertenecieran a jabalí. De todas formas, el número total de restos
de esta especie y sus cálculos porcentuales se asemejan mucho más a los valores de la restante fauna
doméstica que a los de la salvaje, lo que habla a favor de encontrarnos ante cerdos domésticos.

La cabaña doméstica de este interesante sitio excavado en Carmona se com-


pone de vaca (Bos taurus), oveja (Ovis aries), cabra (Capra hircus) y perro (Ca-
nis familiaris). A ella hay que añadir el cerdo, cuya identificación específica no
fue posible y se clasificó como Sus sp., sin concretar si se trata de cerdo propia-
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 51

mente dicho o de jabalí, siendo en cualquier caso posible la existencia de ambas


subespecies. El análisis de toda esta lista revela cosas de interés para conocer a
estas sociedades campesinas de la Carmona prehistórica.

NMI %1 %2
Vaca (Bos taurus) 9 15,78 17,65
Oveja (Ovis aries) 5 8,77 9,80
Caprinos (Ovis/Capra) 18 31,57 35,30
Cabra (Capra hircus) 5 5,26 5,89
Cerdo (Sus sp.) 11 19,29 21,56
Perro (Canis familiaris) 5 8,77 9,80
Total de cabezas del grupo de domésticos 51 89,47 100,00
Uro (Bos primigenius) 1 1,75 16,66
Ciervo (Cervus elaphus) 2 3,50 33,33
Liebre (Lepus granatensis) 1 1,75 16,66
Conejo (Oryctolagus cuniculus) 1 1,75 16,66
Zorro (Vulpes vulpes) 1 1,75 16,66
Total de ejemplares del grupo de salvajes 6 10,52 100,00
Total de individuos 57 100,00 100,00

Cuadro 5. Restos óseos de C/ Dolores Quintanilla 6. Selección de datos a partir de Conlin (2003). Nú-
mero mínimo de individuos (NMI), porcentajes sobre el total de cabezas (% 1) y sobre los totales de
sus correspondientes grupos (domésticos y salvajes). Frente a las 9 vacas, todos los caprinos suponen
un total de 28. Aunque la cantidad de carne suministrada por un bóvido es superior a la de cualquier
oveja o cabra, la relación de cabezas en la cabaña es aquí de 1 a 3 a favor de los segundos. Por tanto,
en el paisaje de la época predominaba la ganadería de pequeños rumiantes, que en cualquier caso
podían formar parte de los mismos rebaños que las vacas. Más difícil de mezclar con todos éstos son
los cerdos, tanto por su alimentación omnívora como por las exigencias de su distinto manejo.

Por lo pronto, de todos los restos hallados sólo los esqueletos de los perros
aparecieron en conexión anatómica. Que tales huesos no se hallaran descuarti-
zados o cortados de manera sistemática, al igual que los demás, revela que no
estamos ante restos de comida. No se trata pues, en principio, de basura orgánica
tal como hoy la entendemos. El perro fue uno de los primeros animales domesti-
cados por el hombre a partir de Canis lupus, el lobo. Su relación con los grupos
humanos prehistóricos se conoce desde el Paleolítico Superior al menos, y parece
que el interés por él por parte de nuestros ancestros no tuvo que ver en principio
con la idea de producir directamente carne, ya que se empleó más bien como
compañía y, tal vez, como ayuda en la caza. De esta forma, si proporcionaba
alimento era de forma indirecta, facilitando la captura de otros animales, con lo
que su aproximación al hombre incidió más en una intensificación de la economía
depredadora ya existente en el Paleolítico que en una transformación de la misma
hacia un sistema productor (Reichholf 2009: 153-157). Sin embargo, como sus
52 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

huesos aparecen arrojados a los mismos vertederos y tratados de la misma forma


que los de las ovejas, las cabras y las vacas en ciertos yacimientos de la Edad del
Bronce de Andalucía y de La Mancha, se ha defendido que durante el segundo
mileno a.C. pudieron comerse en algunas regiones del mediodía ibérico (Nájera
1984: 15; Escacena 2000: 202). Pero no es éste el caso de los cánidos prehis-
tóricos que conocemos de Carmona. Aquí parece que estamos ante verdaderas
tumbas de perros o ante sacrificios rituales de los mismos. De hecho, esta segunda
posibilidad cuenta con paralelos en diversas culturas mediterráneas antiguas (Ni-
veau de Villedary y Ferrer 2004), y precisamente del barrio carmonense de San
Felipe proceden testimonios arqueológicos claros de cultos en los que se ofre-
cían perros, aunque correspondientes a momentos mucho más modernos (Belén
y Lineros 2001: 127-128). Un dato mejor para la interpretación de estos perros
prehistóricos de Carmona, ya que corresponden a una cronología similar, procede
del yacimiento gaditano de Paraje de Monte Bajo, en Alcalá de los Gazules, don-
de dos ejemplares aparecieron en contexto funerario (Lazarich 2007: 13).

Parece que a los perros de C/ Dolores Quintanilla se les tuvo cierta conside-
ración, porque fueron sepultados en distintos niveles de una gran oquedad –tal
vez una cabaña previamente abandonada- y cubiertos por lo general con amonto-
namientos de rocas. Es más, uno de ellos apareció con sendas piedras de mediano
tamaño a los lados de la cabeza, como sujetándole el cráneo (Conlin 2003: 110).
Un gesto parecido se observó en 1986 en Lebrija. Aquí, en un estrato protohistóri-
co, se ocultó sólo el cráneo de un perro rodeado de un círculo de pequeñas piedras.
Pero se corresponden más en el tiempo con los hallazgos de Carmona los perros
sepultados del Egipto predinástico, que han sido interpretados normalmente como
actos rituales (Baumgartel 1955: 19-23; Arkell 1975: 32). En función, pues, de las
circunstancias que en Carmona rodean a estos testimonios de perros enterrados
en posición anatómica, la hipótesis más razonable podría verlos como animales
de compañía y como ayudas para el manejo de los rebaños de herbívoros o para
la caza. Sólo un examen más detallado de sus esqueletos, que permita el recono-
cimiento de la raza, podrá suministrarnos algún día información más concreta
sobre el papel económico y social que desempeñaron para los grupos humanos de
entonces, porque la selección de las variedades orientadas hacia la caza ha sido
normalmente incompatible con la que promovió su empleo como pastor.

El resto de la fauna de C/ Dolores Quintanilla revela una conducta ganadera


similar a la deducida en otros yacimientos prehistóricos relativamente cercanos a
Carmona, por ejemplo en el Cabezo del Castillo de Lebrija. En este otro sitio se
ha estudiado en profundidad la evolución a lo largo de varios milenios de la ca-
baña de bóvidos, cerdos, ovejas y cabras, de manera que se conoce relativamente
bien la edad de sacrificio, la distribución por sexos, los tamaños de los especíme-
nes, etc. (Bernáldez y Bernáldez 2000). Son detalles que aún no podemos deducir
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 53

del análisis mínimo publicado de los restos óseos faunísticos correspondientes


a la Carmona prehistórica. Mucho menos si los bóvidos adultos presentan o no
las deformaciones en sus extremidades típicas de un trabajo duro y continuado,
como podría ser su aplicación al transporte y/o al arado.

De la Carmona del tránsito del cuarto al tercer milenio a.C. se conocen ade-
más huesos de caballo, animal en realidad poco frecuente en la Prehistoria recien-
te de Andalucía occidental si nos atenemos a las listas de fauna dadas a conocer
en la literatura especializada. De hecho, en las estratigrafías de Setefilla y de
Lebrija, por citar sólo dos sitios bien analizados que abarcan gran parte del Holo-
ceno, el caballo está ausente de los niveles anteriores al primer milenio a.C. Así,
la Mesa de Setefilla (Lora del Río), yacimiento relativamente cercano a Carmona,
sólo contenía huesos de Equus caballus en los niveles del Hierro Antiguo avan-
zado a pesar de que la secuencia se inicia más de un milenio antes (Estévez 1983:
163). En Lebrija, en una estratigrafía iniciada al menos en el Neolítico, aparece
por primera vez en los estratos VIII-X (Bernáldez y Bernáldez 2000: 139, tabla
1), que los excavadores fechan desde una fase protoibérica en adelante (Caro y
otros 1987: 169). Pero la presencia de caballo en la Carmona prehistórica puede
tener una clara correlación con la abundancia de esta especie por las mismas fe-
chas en Extremadura, donde sus restos óseos ocupan el segundo lugar después de
los bóvidos (Castaños 1998: 65-69). Aunque los referidos huesos de caballo de
Carmona no tenían señales de fuego como los de otros herbívoros de menor talla
aparecidos en el mismo contexto, presentaban señales de descarnamiento (Conlin
2003: 101). Por ello, hay que darlos en principio por basura originada en prácti-
cas alimenticias. Que, antes de convertirse en comida, esta especie se destinara
al trabajo agrícola y/o a la monta y el transporte está por averiguar. Carecer de
caballos en determinados momentos de la Prehistoria de la región puede explicar
que los esqueletos humanos hallados en una sepultura de la Edad del Bronce de la
Mesa de Setefilla presenten una notable hipertrofia en el lugar donde se insertan
los músculos crurales, porque esa característica es frecuente en quienes desarro-
llan un acusado hábito de marcha (Turbón 1983: 169). Si esta relación es cierta,
la hipótesis predice la posibilidad de que los esqueletos humanos prehistóricos de
Carmona, aún escasamente analizados desde el punto de vista paleopatológico,
muestren similares características que los de Setefilla en aquellas fases en las que
estuviera descartado para la monta el uso de caballos o de otros animales8.

Ya hemos indicado que no ha sido posible determinar si los suidos prehistóricos


de Carmona eran cerdos propiamente dichos (Sus domesticus) o jabalíes (Sus scro-
fa). En realidad, y a pesar de que los conocemos con nombres científicos distintos,

8  . Por transferencia automática al pasado de lo que hoy hacemos en Occidente, casi ningún prehistoriador
ha pensado en la posibilidad de que los bóvidos se utilizaran para la monta en otras épocas. Esta costumbre está
constatada etnográficamente en diversas culturas actuales.
54 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

ambos grupos constituyen aún hoy la misma especie, puesto que pueden aparearse
entre sí y dar descendencia fértil9. En la Prehistoria, las dos variedades estaban aún
más cerca desde el punto de vista evolutivo, con lo que era más fácil su cruzamiento
y más parecido su aspecto físico. Por eso, las imágenes de suidos más antiguas que
conocemos posteriores a las de los jabalíes paleolíticos revelan especímenes más
estilizados que muchos de los cerdos domésticos criados en las granjas actuales. De
alguna forma, recuerdan a las castas más puras de nuestro cerdo ibérico de capa os-
cura. Así son por ejemplo los cerditos de marfil que formaron parte de algún atuendo
funerario del dolmen de Montelirio, en castilleja de Guzmán (fig. 7)10. Algo pare-
cido ocurre con los caprinos, término en el que englobamos ovejas y cabras porque
sus esqueletos son con demasiada frecuencia indistinguibles.

Figura 7. Cerdito de marfil de Montelirio (Castilleja de Guzmán, Se-


villa). Foto Arqueología y Gestión S.L.L.

De algunas de estas especies se pudieron explotar diversos productos además


de los cárnicos: leche, huesos, piel, cuernos, lana, etc. Para casi ninguno de estos
aprovechamientos “secundarios” existe en carmona y su entorno constatación
prehistórica directa. Durante algún tiempo, se pensó que la mera presencia de
coladores de cerámica implicaba la elaboración de mantequilla y/o queso, hasta
el punto de que esos filtros han recibido frecuentemente el nombre de quese-
ras. Pero hoy sabemos que se trata de un elemento multifuncional al que sólo
podemos aplicar la misión genérica de tamizar algún producto, y que en época
tartésica se emplearon incluso en procesos metalúrgicos. Por eso, demostrar el

9 . éste es uno de los criterios más operativos para la diferenciación específica, pero existen otros muchos.
Se trata de un problema aún no resuelto por los biólogos sobre el que hay mucha literatura científica, entre ella
el trabajo para especialistas de R.L. Mayden (1997) o el más divulgativo de c. Zimmer (2008).
10 . Agradecemos a nuestros colegas Vicente Aycart Luengo, coordinador de los trabajos, y Álvaro Fernán-
dez Flores, director de la intervención, el permiso para citar este dato y para publicar las fotos correspondientes.
Montelirio es un hipogeo funerario del tercer milenio a.c. todavía en proceso de excavación cuando redactamos
estas líneas. Los autores del presente trabajo formamos parte del equipo de asesores científicos.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 55

consumo de leche requiere hoy un apoyo más evidente, lo que suele hacerse con
análisis químicos de los restos de materia orgánica adheridos a las vasijas. Sin
embargo, para la fabricación de punzones, espátulas, alfileres para el pelo u otros
utensilios a partir de huesos de animales sí contamos con documentación directa
(fig. 8). Se han encontrado en diversos contextos prehistóricos, por ejemplo en
las excavaciones de C/ Dolores Quintanilla 6 (Conlin 2003: 123). De este mismo
sector proceden unas piezas de barro cocido, arqueadas y con sendas perforacio-
nes en sus dos extremos, que se tienen por pesas de telar. Este artefacto servía
para mantener tensos los hilos verticales de la trama textil mientras se elaboraban
los paños (fig. 9). En el registro de la Prehistoria reciente del mediodía ibérico,
para aceptar esta supuesta función tales piezas deberían aparecer a la vez que la
fusayolas, el útil que previamente se tendría que haber empleado para hilar. Y,
aunque en Carmona no disponemos aún de ese hallazgo paralelo en un mismo
contexto, sí está confirmado en otros sitios bajoandaluces. Esta circunstancia de-
mostraría la interpretación tradicional, además de apoyar el empleo de fibras ve-
getales y/o animales en la fabricación de los tejidos. De ser éstas de procedencia
animal, la lana de las ovejas representa la materia prima con más posibilidades
de ser la candidata idónea, lo que remontaría al menos en dos milenios la cría de
ovejas productoras de lana de relativa eficiencia en algunas áreas europeas. Este
fenómeno se había fechado hasta ahora en torno al 800 a.C. (Harrison y Moreno
1985: 71), pero ya M. Ruiz-Gálvez (1998: 321) ha señalado otras posibilidades
más viejas al recoger testimonios que demostrarían el incremento paulatino que
la explotación de la oveja productora de lana experimentó a lo largo casi toda la
Edad del Bronce.

Desconocemos, en Carmona y en casi todos los sitios prehistóricos del Bajo


Guadalquivir y de comarcas adyacentes, las maneras en que se practicaba esta
ganadería, en concreto si estamos ante animales estabulados o si se criaban de
forma más libre en los pastizales. El tamaño de los bóvidos prehistóricos y las
posibles razas a las que pertenecieron, factores bien estudiados por ejemplo en
Lebrija como ya hemos señalado, sugieren una manipulación pastoril en dehesas
y espacios abiertos, pues las características que presentan sus esqueletos son muy
parecidas a las que reflejan las osamentas de las actuales vacas mostrencas de
Doñana. Y para los cerdos conocemos datos recién rescatados del también refe-
rido dolmen de Montelirio. Aquí, junto a las figurillas de los pequeños puercos,
han aparecido varias bellotas elaboradas también en marfil (fig. 10), que se aña-
den ahora a la ya conocida de Gilena (Cruz-Auñón y Rivero s.a.: fig. 16 y lám.
V). Parece que ambos elementos, bellotas y cerdos, formaban parte de un objeto
suntuario cuyo diseño aún desconocemos; pero, para lo que ahora nos importa,
revelan una asociación evidente entre las dos especies y la alimentación directa
de las piaras de suidos en encinares al modo como aún hoy se hace en el occidente
hispano con la raza ibérica.
56 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

Figura 8. Punzones, alfileres y espátulas de hueso de C/ Dolores Quintanilla 6, según Conlin (2003).
De los animales no sólo se explotaba la carne, sino también otros productos secundarios.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de carmona 57

Figura 9. Pesas de telar elaboradas en cerámica. La fila superior, sin escala en el original, procede según
Bonsor (1899) de Campo Real. La hilera inferior es de C/ Dolores Quintanilla 6, según Conlin (2003).

Resta saber también si los rebaños se recogían en apriscos o corrales dentro


de los poblados o al margen de ellos. Aunque para otras áreas de la Península Ibé-
rica se conocen diversas formas de rediles (Badal 1999: 72-74; Polo y Fernández
Eraso 2008), y hasta grandes cercas para el ganado adosadas a los hábitats hu-
manos, estos últimos al menos para los momentos finales de la Prehistoria, en el
contexto que estudiamos sólo podríamos señalar como posibilidad que las zanjas
de sección en V asociadas a los asentamientos del Neolítico Atlántico Tardío y de
la Edad del cobre hubiesen formado parte de cercados con esta función (Martín
de la cruz 1985: 154-156). Después de apuntar esta explicación para el caso del
asentamiento onubense de Papa Uvas, Martín de la cruz la rechaza porque no
se documentaron rampas de acceso al fondo de las mismas ni apenas materia
orgánica en su interior, como correspondería a un sitio repleto de excrementos.
Evidentemente, parece bastante improbable que las vacas deambularan por los
fondos angostos de las zanjas; porque no se trataría por supuesto de que se alo-
jara a los animales dentro de los fosos sino que éstos sirvieran para delimitar el
contorno de los rediles desde el punto de vista físico y hasta simbólico, además de
para defenderlos de los depredadores salvajes y de los cuatreros. Una estructura
de este tipo se ha documentado en carmona, en concreto en el barrio de Santiago
(Belén y otros 2000: 387). Pero aún está por determinar la misión concreta de
esas enormes zanjas, que alcanzan en el caso carmonense recién aludido hasta
2,50 m de anchura y 2,30 m de profundidad; porque son muy fuertes también las
razones que las relacionan con la defensa de los propios poblados (Escacena e Iz-
quierdo 2002: 5-6) y con la misión de drenaje de graneros colectivos que, en for-
ma de silos subterráneos, aparecen en ocasiones en sus flacos (Ruiz Mata 1983:
185; Fernández Gómez y oliva 1985: 114). En cualquier caso, algunos de estos
destinos no deberían barajarse como hipótesis contradictorias y excluyentes.
58 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

Figura 10. Bellotita tallada en marfil del hipogeo funerario de Montelirio. Foto
Arqueología y Gestión S.L.L.

En síntesis, puede afirmarse que la ganadería prehistórica supuso el comienzo


de unos lazos simbióticos mutualistas entre el hombre y ciertos animales. como todo
mutualismo, ambas partes salieron beneficiadas de la relación, con lo que resulta ab-
surdo, al menos desde el punto de vista evolutivo, preguntarse sobre la autoría de tal
invento, que fue en realidad una simple consecuencia de procesos selectivos naturales.
Siempre las redes de ayuda recíproca tienden a triunfar sobre otro tipo de vínculos, y
ello sólo porque las partes del todo salen más beneficiadas reproductivamente dentro
del consorcio que fuera de él (cuadro 6). En este proceso creciente de entrega recí-
proca, los grupos de cazadores-recolectores tampoco fueron tan pasivos como los
estereotipos indican. De hecho, el registro arqueológico de múltiples yacimientos tar-
dopaleolíticos de Europa occidental está repleto de datos que hablan de procesos de
domesticación autónomos, que en ningún caso pueden ser atribuidos fácilmente a una
colonización externa con raíces últimas en el cercano oriente (olaria 1998: 28-29).

REPRODUCCIÓN “COSECHA”

• • •
CUIDADOS
SELECTIVA (carne y productos secundarios)

• • •
CAZADORES

GANADEROS

cuadro 6. Propuesta darwinista de las relaciones de los humanos con los animales que le sirven de
sustento. El registro etnográfico y los datos arqueozoológicos apoyan la existencia de pasos previos a la
situación que consideramos hoy ganadería plena. como hacen en la actualidad los lapones con el reno,
los rebaños “salvajes” de los que viven los cazadores-recolectores se explotaron de forma cada vez más
parecida a una gestión ganadera. como “cuidado” de las manadas hay que entender también su protec-
ción de los depredadores rivales, ya fueran animales carnívoros ya comunidades humanas distintas.
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 59

EL TRIUNFO DE UNA NUEVA VIDA

Dada la lejanía cronológica de los hechos que estamos analizando, resulta


a veces imposible reconocer con claridad las causas que pusieron en marcha las
transformaciones económicas que caracterizan el paso de la economía depredado-
ra a la productora; más aún cuando se trata de dar cuenta de estos fenómenos en
ámbitos comarcales muy reducidos y hasta en marcos locales. Los datos nos resul-
tan con frecuencia escasos, cuando no nulos o de mala calidad científica. Por eso,
lo que hoy sabemos del entorno de Carmona en cuanto al origen de las prácticas
agropecuarias es aún poco en relación con las posibilidades que puede aún conte-
ner el sustrato arqueológico. Esta situación impide dar pormenores de muchas de
las actividades que caracterizaron a la vida campesina prehistórica, y mucho más
ofrecer unas características concretas de los aspectos sociales que tuvieron que ver
con esta fuerte transformación de la vida humana. Aún así, queremos proponer a
modo de conclusión unas cuantas reflexiones que sí pueden ya llevarse a cabo con
la documentación controlada, reflexiones que tienen que ver fundamentalmente
con el proceso de consolidación y triunfo de la nueva forma de vida que sustituyó
a las costumbres económicas de los cazadores-recolectores paleolíticos.

Ya hemos apuntado que, en relación con el origen de la agricultura y la ga-


nadería en esta zona del Bajo Guadalquivir, la propuesta teórica de V. Gordon
Childe no explica en ningún modo dicha transición. Sus ideas y su terminología,
plasmadas en parte en el concepto ya tradicional de “revolución neolítica” y divul-
gadas en múltiples obras suyas o sobre él (p.e. Childe 1976; Manzanilla 1988b),
son aún las más aceptadas en general en nuestra sociedad, y desde luego casi las
únicas presentes en las enseñanzas sobre la Prehistoria que preceden a la educa-
ción universitaria, y ello a pesar del esfuerzo de los especialistas por formar en
otras propuestas a los nuevos docentes. Su tesis sólo estaba pensada, en cualquier
caso, para el Mediterráneo oriental, en concreto para el Próximo Oriente asiático y
el valle inferior del Nilo, el área conocida como Creciente Fértil. Una vez nacido
en esta región, el Neolítico se expandiría en dirección oeste por toda la cuenca
mediterránea hasta llegar a la Península Ibérica. Childe nunca aclaró del todo cuá-
les eran tales mecanismos dispersores, porque en su época se asumía sin mayores
problemas, según una larga tradición historiográfica, que los cambios culturales
se debían casi siempre a la difusión de novedades, y que éstas se originaban por
lo general en el dinámico foco del Oriente cercano. Es más, tales innovaciones se
tenían por eslabones de una cadena evolutiva de progreso que conducía indefec-
tiblemente a la civilización tal como hoy la entendemos en Occidente. La inven-
ción de la agricultura y de la ganadería por los humanos suponía entonces algo
en sí mismo bueno. Por tanto, esas transformaciones culturales serían aceptadas
y adoptadas de inmediato por cualquier población que observara su práctica en
comunidades vecinas.
60 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

Frente a estas ideas, la New Archeology americana promovió más tarde su “teo-
ría de la presión demográfica”, que incidía en la consideración del trabajo agrope-
cuario como algo no deseable por las comunidades humanas. De esta forma, si las
nuevas costumbres económicas se impusieron fue porque solucionaban un creciente
desequilibrio entre la oferta y la demanda de alimentos. Esta hipótesis, defendida
de hecho por el maestro de dicha corriente (Binford 1988: 223-229), tuvo tal vez
su máximo desarrollo en la obra de M.N. Cohen (1981), que tampoco proporcio-
naba en realidad demasiado detalle acerca de cómo el fenómeno se expandió una
vez puesto en marcha. De hecho, el propio mecanismo explicador se convertía en
una trampa a la hora de dar cuenta de la aceptación del neolítico en otros ámbitos
geográficos. Porque, si la ganadería y la agricultura eran actividades en principio no
apetecibles por suponer mucho más trabajo añadido que la mera caza y recolección,
y sólo una demografía por encima de la que podían soportar los ecosistemas silves-
tres obligaba a su adopción, se deducían de aquí dos posibles consecuencias lógicas:
la primera, que todos aquellos grupos humanos con una población numéricamente
adaptada a los recursos habrían desconocido procesos autónomos de neolitización;
la segunda, que tendrían que constatarse fenómenos de “regresión” desde situacio-
nes de producción a estadios depredadores en aquellos ámbitos en los que comuni-
dades neolíticas de nueva arribada hubiesen experimentado situaciones de oferta de
alimento silvestre por encima de la demanda global. Este último escenario nunca se
ha descrito, aunque se sepa de episodios de incremento puntual de las actividades
cinegéticas y recolectoras en situaciones como la reseñada. Al contrario, se conocen
núcleos neolíticos prístinos a nivel mundial en los que la demografía humana prece-
dente no conoció niveles tan altos como para originar las trasformaciones económi-
cas que conducirían hacia la producción controlada de alimentos.

En consecuencia, ni la “teoría de los oasis” de Childe ni la que veía como


motor del cambio la presión demográfica, promovida por la escuela arqueológica
procesualista, pueden ser aplicadas a la posibilidad de que en la Baja Andalucía
se estuviesen dando prácticas depredadoras que, a través de un incremento pau-
latino de los cuidados prestados a las plantas silvestres o a los rebaños salvajes,
puedan calificarse de caminos de neolitización incipiente. Como hemos visto,
tal fenómeno pudo experimentarse con la encina, con el pino piñonero y con el
acebuche, pero también con el algarrobo y otros árboles que hoy daríamos por
especies no domésticas. Igualmente, algo parecido pudo ocurrir, aunque para este
extremo contamos con menos evidencias, con los últimos uros, con los jabalíes y
con algunos cérvidos y cápridos. Para esta otra posibilidad, el cuerpo explicativo
evolucionista de corte darwiniano ofrece empero amplias posibilidades de traba-
jo, aunque casi todo está por hacer.

El inicio en el ámbito de Carmona de la agricultura y de la ganadería puede


explicarse hoy, de la mejor forma, acudiendo a la instalación en el territorio de
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 61

grupos ya neolíticos venidos de fuera, que pusieron sus miras primero en las zo-
nas aledañas al Corbones. Esas comunidades pertenecieron al denominado ahora
Horizonte de Zuheros (Gavilán y otros e.p.) y hasta hace poco “Cultura de las
Cuevas” (Navarrete 1976). Con el tiempo, y tras dos milenios por lo menos, los
grupos de campesinos, con una agricultura y una ganadería ya más complejas,
ocuparían con sus aldeas y poblados también la cornisa de Los Alcores, donde
se asientan enclaves como Campo Real (Bonsor 1899: 35-40; Cruz-Auñón y Ji-
ménez 1985), la misma Carmona (Conlin 2008) y Vereda de Alconchel (Amo-
res 1982: 63-64). Esta segunda intensificación agroganadera perteneció ahora al
Neolítico Atlántico Tardío (Escacena y otros 1996: 243-265), un mundo que dio
paso en los primeros siglos del tercer milenio a.C. a la sociedad de la Edad del
Cobre. Será este nuevo horizonte calcolítico el que más desarrollará durante la
Prehistoria las actividades económicas relacionadas con el mundo del campo,
en un bucle retroalimentado de creciente demografía tanto de las comunidades
humanas como de las especies domésticas relacionadas con ellas.

El hecho de que los primeros grupos neolíticos de Andalucía tuvieran una


relación cuasi agrícola con especies vegetales que hoy tenemos por silvestres,
y que esas especies correspondan a ecosistemas mediterráneos, habla de que, en
última instancia, la procedencia del fenómeno y de la gente que lo portaba era de
origen oriental. Los primeros grupos se dispersaron desde las costas siropalesti-
nas y anatólicas por dos rutas, la europea y la norteafricana, y al cabo de varios
milenios llegaron hasta Occidente siguiendo tal vez el modelo de “ola en avance”
propuesto por A.J. Anmerman y L.L. Cavalli-Sforza (1979). A escala mayor, es
decir, observando el fenómeno con mayor proximidad, la neolitización de las co-
marcas que conforman el Guadalquivir inferior puede deberle mucho a la Tingi-
tania y a otras áreas del Magreb, pues parece que pudo ser esa región del norte de
África el último enclave extrapeninsular que el Neolítico usó antes de saltar por
vía surmediterránea a la Península Ibérica. Para esta hipótesis contamos con apo-
yo en el mundo de la cerámica de las primeras sociedades productoras andaluzas,
pero también en otras evidencias que tienen más que ver con los aspectos agrope-
cuarios que ahora tratamos, tal vez vinculables a sociedades neolíticas algo más
tardías.

Uno de esos pilares son los bóvidos, para cuya valoración usaremos un solo
dato pero de especial relevancia: los costillares depositados como ofrenda en una
tumba de la Edad del Bronce hallada bajo la plataforma de sillares que sirvió
de cimiento al teatro romano de Carmona (Belén y otros 2000: 388). Durante
las etapas históricas más recientes, el ganado vacuno ha sido seleccionado por
los ganaderos en diversas líneas. La que buscaba rendimiento cárnico potenció
individuos en los que los músculos aumentaran en lo posible más que el esque-
leto. Pero las sociedades antiguas toparon con importantes problemas para lograr
62 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

ese objetivo, entre ellos una fuerte presión sobre los rebaños que perseguía una
pronta reproducción de las hembras para aumentar la cabaña, ya que en ese cre-
cimiento numérico residía a veces el poder y el prestigio del propietario. Así las
cosas, las fuerzas evolutivas consiguieron imponer cada vez más una estrategia
reproductora “pesimista”, aquella que lleva a muchas especies –también en los
vegetales- a producir prole a escasa edad cuando la vida hasta el final de la etapa
de crecimiento corporal no se halla garantizada (Ruiz de Clavijo 2000: 36). Y,
aun cuando esta tendencia no estuviera alojada necesariamente en el genotipo de
los bóvidos, marcó de hecho una disminución fenotípica de la talla de las reses a
comienzos del proceso de domesticación, en el Neolítico, y en general en tiempos
de escasez y de cambios ecológicos, como sucedió en parte de Andalucía durante
la Edad del Bronce. Este fenómeno ha sido observado en contextos prehistóricos
del Guadalquivir inferior a raíz de los huesos de bóvidos rescatados en las exca-
vaciones arqueológicas de Lebrija llevadas a cabo por A. Caro y otros (1986).
Allí, el aumento de la presión antrópica sobre los rebaños a lo largo del segundo
milenio a.C. condujo a una edad de sacrificio menor en relación con las pautas de
matanza neolíticas y a una reducción paralela del tamaño de los animales (Ber-
náldez y Bernáldez 2000: 142).

Sin embargo, dichos bóvidos de poca talla no sólo pueden ser explicados
de este modo; también cabe la posibilidad de que sean razas con estas caracte-
rísticas, pues esas variedades se han constatado en el norte de África en época
prehistórica. Se trataría de un tipo conocido a veces en la literatura arqueológicas
por su denominación francesa (le petit boeuf) y que, de origen al parecer magre-
bí (Camps 1980: 60-61), pudo llegar a la Península Ibérica a finales del cuarto
milenio a.C. o a comienzos del tercero, cuando se instala en la vertiente oeste
hispana el Neolítico Atlántico Tardío. En la Europa occidental de fines del Neo-
lítico, le petit boeuf está presente en las culturas de Chassey, de Cortaillod y de
La Lagozza, entre otras. Todos esos mundos fueron protagonistas de cambios tan
radicales como los observados para esta época en parte de la Península Ibérica,
y que en Carmona hemos visto traducidos en un fuerte incremento de las acti-
vidades agropecuarias y en la ocupación de muchos nuevos hábitats, entre ellos
los situados en la cornisa del alcor. No hace mucho, los biólogos que estudian
la fase de ocupación más reciente del yacimiento de Atapuerca, en Burgos, han
encontrado homologías genéticas entre los bóvidos de este sitio y algunas razas
norteafricanas (Anderung y otros 2005).

El otro pilar que sustenta estos vínculos magrebíes lo constituyen determi-


nados estudios de ADN de los cereales domésticos, que han dado con claves que
apuntan a lazos de origen también norteafricanos, en concreto para una variedad
de cebada para la que se ha defendido un foco de domesticación independiente en
Marruecos (Molina-Cano y otros 2005).
Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de carmona 63

Aunque resulte aparentemente contradictorio, los sistemas agropecuarios


prehistóricos, como los actuales pero en mayor medida si cabe, experimentaban
cíclicamente descensos de producción que constituían los verdaderos propágulos
de esas redes mutualistas a tres bandas formadas por el hombre y por las plantas
y animales domésticos. En los ecosistemas poco antropizados suele darse un ma-
yor equilibrio entre la oferta de alimento y la demanda, lo que conduce a pocas
oscilaciones de la población humana. Sin embargo, cuando estos medios evolu-
cionan hacia la agricultura y la ganadería, las fluctuaciones son mucho mayores,
en parte porque se ha reducido drásticamente la cantidad de especies que forman
su biomasa (fig. 11). Esto se traduce por tanto en una acusada oscilación de la
demografía humana a nivel local (Butzer 1989: 151). cada vez que se entraba en
un valle del diente de sierra de lo obtenido como cosecha, una parte de la pobla-
ción humana se convertía automáticamente en brazos y bocas sobrantes (Rindos
1990: 288-303). Así, era este excedente demográfico, trasladado a otros sitios por
perentoria necesidad, el que se encargaba de dispersar el sistema agropecuario
por doquier, en una colonización continua y creciente que llegó a ocupar en el
Guadalquivir casi todas las tierras que permitían ser roturadas con la tecnología
de la época. Uno de los picos más altos en la ocupación humana prehistórica del
entorno de carmona corresponde así a época calcolítica (Amores 1982: 55-82),
pero esta misma situación se observa cuando miramos a otras muchas comarcas
del mediodía ibérico.

Figura 11. Relación entre la producción agrícola y la demografía humana, según Rindos (1990). La
línea curva continua representa la capacidad sustentadora de las plantas domésticas. La línea recta
continua corresponde a la capacidad sustentadora efectiva mínima. La línea discontinua expresa la
población humana real. El segmento demográfico por encima de la capacidad sustentadora efectiva
mínima supone población sobrante a nivel local.

La presión selectiva que hizo triunfar la economía neolítica frente a la de-


predación anterior de los cazadores-recolectores fue evidentemente la mayor tasa
64 JoSé LUIS EScAcENA cARRASco y BEATRIZ GAVILÁN cEBALLoS

de crecimiento demográfico que podía soportar la nueva conducta humana, un


mecanismo del más genuino perfil darwinista. Esta razón ha sido dejada de lado
por casi todas las escuelas de historiadores sólo por el hecho de haber rechazado
los enfoques biológicos para el análisis de las sociedades prehistóricas recientes.
Sin embargo, ha sido esgrimida incluso por algún autor que no reconoce un im-
portante papel sustentador de los cereales en los comienzos de su domesticación.
Así, el ecólogo J.H. Reichholf, defensor de que los primeros cultivos de estas
gramíneas pudieron estar orientados a la obtención de cerveza y de otras bebi-
das alcohólicas más que a la alimentación básica, no olvida enlazar esta función
inicial que él propone con la reproducción, en tanto que la ingesta de alcohol
en festines comunitarios habría ocasionado orgías propicias para el aumento de
las relaciones sexuales y, como consecuencia, de los embarazos, en una práctica
parecida a la que el mundo grecorromano experimentó con el vino y los cultos a
Dionisos/Baco (Reichholf 2009: 253).

Desde este punto de vista, y limitándonos sólo a la mayor capacidad susten-


tadora de población que adquirieron pronto la agricultura y de la ganadería, po-
demos afirmar gracias a múltiples estudios etnográficos que, frente a la estrategia
de reproducción K de las culturas predadoras, las productoras se caracterizan por
el mecanismo r. La modalidad K promueve poca descendencia, por lo que se pue-
de invertir mucho en ella; la r
exige en cambio menos energía
en la crianza, pero origina mu-
cha más progenie (Hutchinson
1981: 178-179). De esta forma,
las sociedades productoras aca-
baron por sustituir a las depre-
dadoras conforme se expandía
el nuevo modelo de vida (fig.
12). Este reemplazo tuvo lugar
mediante un genuino cuello de
botella evolutivo que explica,
entre otros caracteres de nues-
tras adaptaciones fisiológicas,
que casi todas las poblaciones
actuales de Occidente podamos
digerir la lactosa, cosa hoy mu-
cho menos frecuente en aque-
llas áreas del planeta donde el
Figura 12. La economía de producción triunfó frente a
ordeño de rumiantes y el con-
sumo de su leche apenas se ha vorece siempre los mecanismos y conductas que originan
la cazadora-recolectora porque la selección natural fa-

practicado. más descendencia.


Agricultores y ganaderos prehistóricos en el ámbito de Carmona 65

**
Puede resultar paradójico en fin, pero es ésta la realidad actual, que, después
de esta etapa tardoneolítica o del Cobre antiguo en que el solar que hoy ocupa
Carmona se puebla por vez primera, conozcamos mucho peor su agricultura y
su ganadería prehistóricas. De hecho, y en relación con los restos conservados y
estudiados de animales y plantas domésticos, nada más se ha señalado parte del
bóvido al que antes hemos aludido como ofrenda funeraria y algunas semillas de
especie no identificada (Belén y otros 2000: 388). Sólo el análisis de la época pro-
tohistórica supondrá un nuevo incremento de los datos y, por ende, de nuestros
conocimientos sobre el tema (Escacena 2007)11.

11  . Véase además, en esta misma obra, el trabajo de E. Ferrer y otros.


66 José Luis escacena carrasco y BEATRIZ GAVILÁN CEBALLOS

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Carmona es campo. Siempre lo ha sido. Desde que las hordas trashumantes de cazadores
y recolectores descubrieron las ventajas de la vida sedentaria y, antes, de la agricultura
estable, Carmona unió su destino a la tierra, a esa tierra de la Vega en la que se produjeron
durante siglos el mejor trigo y las más ricas cosechas del sur de la vieja Hispania. Desde la
seguridad que ofrecía la cota más elevada de los Alcores, Carmona vigiló y cuidó a lo largo
de los siglos, durante milenios, su principal riqueza: la ubérrima tierra de trigos y olivares
que la hizo famosa.
Desde 1997 se han celebrado seis Congresos de Historia de Carmona que nos han permitido
pasar revista cronológica a miles de años de la historia de nuestra ciudad, desde los remotos
tiempos pre- y protohistóricos hasta la historia más reciente. El VII Congreso de Historia
de Carmona inaugura una nueva orientación: la de abordar de manera monográfica los
grandes temas de nuestra Historia. Y nada mejor que comenzar por las bases sobre las que
se asentaron durante siglos y hasta fechas muy recientes la vida y la actividad económica de
nuestra ciudad y de los hombres que la poblaron: la agricultura y el aprovechamiento ga-
nadero, sin duda los dos pilares sobre los que se construyeron la prosperidad y la milenaria
significación histórica de Carmona.

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