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mente el de las sustancias aristotélicas leídas por cierto

cristianismo,
y aparecen ahora como susceptibles de ser analizadas
matemáticamente en el plano de la representación.
Ciertamente
el sujeto se ha convertido ya en el límite del conocimiento
fundado, y con ello se ha operado una modificación
irreversible
que es el punto de partida de la modernidad filosófica. Pero
la
conciencia del propio Yo que aparece en el Discurso del
método
o en las Meditaciones es sólo un momento del ser creado y
finito
que depende en todo del Dios infinito. En Fichte esa
conciencia
del propio Yo ha sustituido a la Divinidad y es el
fundamento
ontológico del que depende todo lo demás. Ya no hay red
para el sujeto malabarista de la modernidad, o esa red sobre
la
que caer es el propio Yo.
Donde el cogito cartesiano fundaba la necesidad y la
validez
del saber científico en la medida que hacía posible
matematizar
la naturaleza, mientras que delegaba en la divinidad la
función
fundante y con ella los demás aspectos que ha de
considerar una
filosofía, el Yo de Fichte debe hacer todo eso desde sí
mismo, sin
otra ayuda que su propia soledad. De ahí que para Fichte lo
decisivo no sea ya la posibilidad del conocimiento
científico,
una posibilidad que Kant había dejado definitivamente
asegurada
en su filosofía trascendental, subyugado como todo el siglo
por la obra de Newton. Para Fichte el problema decisivo
era el
de hacer posible la libertad desde el mismo Yo que había
fundado
esa necesidad de la ciencia y de la naturaleza y a cuyo
servicio había nacido el cogito cartesiano. Esa tarea había
sido
también la de la segunda Crítica kantiana, la Crítica de la
razón
práctica. Pero Kant sólo había demostrado la posibilidad
de la
libertad, sin explicar como coordinarla con la necesidad de
la
ciencia, ambas dependiendo de un principio común. Ese
principio
común, de darse, sería entonces finalmente capaz de
trasladar
a la subjetividad tanto la finitud del yo cartesiano, del yo
empírico en términos de Kant, como la infinitud del viejo
Dios
fundamento ontológico de Descartes y de la moral
kantiana.
Con ese principio, pues, la subjetividad alcanzaría
finalmente la
plenitud metafísica, por así decir, que no pudo darle
Descartes
y cerraba casi dos siglos de transición entre la vieja
metafísica
premoderna y una nueva metafísica liberada ya de los
restos de
aquella. Y ese principio es justamente lo que creyó haber
descubierto
Fichte en su famosa Tathandlung, en su famoso Yo.
Considerado desde esa perspectiva formal y funcional y así
presentado y proclamado explícitamente, el principio tenía
que
causar un considerable impacto, y más en una Europa en la
que
la Revolución Francesa había derribado ya las bases
políticas del
Antiguo Régimen, y en la que la burguesía iniciaba con
éxito un
primer asalto al poder, en la Europa en la que la
individualidad

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