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La piedra

Juan trepó a lo alto de la piedra sobre el río y pensó que no había vuelta atrás. Tenía
doce años, era flaco, alto, y estaba vestido con un short de fútbol, sin remera. Le
gustaba andar sin remera y descalzo, odiaba usar zapatillas. Era una de sus
rebeldías, andar descalzo en todos lados. No le importaba el reclamo temeroso de su
madre, y además ya estaba acostumbrado: «te vas a romper un dedo, te va a picar un
bicho, etc». Ahora que su madre lo había llevado de vacaciones a las sierras de
Córdoba, Juan trataba de hacer todo lo que no podía hacer en las cuatro paredes del
departamento donde vivía en la ciudad. Quizás esa necesidad de revancha lo había
llevado a subirse a la piedra.

La piedra tenía tres metros de altura. Treparla le había resultado fácil. Lo difícil era
saltar desde allí al agua. No por la altura, sino porque el caudal del río era
alevosamente pequeño. Apenas treinta centímetros de profundidad, eso lo volvía
atractivo.

Desde allá arriba Juan vio a Manuel y a Pedro, dos chicos del barrio, que se habían
acercado a nadar en el río, y pensó que serían los testigos perfectos de su hazaña. Era
el momento. Respiró hondo para aliviar el temblor de sus piernas, y sintió la calma
nerviosa previa a un acto irreversible. Tomó impulso y saltó de cabeza al agua. ¡Plaff!

Juan salió del agua extasiado. Había logrado algo supremo. Se sintió liviano.
Invencible como un héroe que mata a un dragón y se baña en su sangre, y se vuelve
inmortal. El reflejo del sol brillaba en el río. Los sauces movían sus hojas agitadas por
el viento.

Aquella misma tarde, la madre de Juan encontró su cuerpo flotando a orillas del río.

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