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Emociones y semiótica de la cultura

Article · January 2009


Source: DOAJ

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1 author:

Mirko Lampis
University of Constantinus the Philosopher in Nitra - Univerzita Konstant’na Filozofa v Nitre
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Entretextos Nº 11-12-13 2008/2009
Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura
ISBN 1696-7351 hhtp://www.ugr.es/local/mcaceres/entretextos.htm

EMOCIONES Y SEMIÓTICA DE LA CULTURA1


MIRKO LAMPIS

e sovrumani / silenzi, e profondissima quiete / io


nel pensier mi fingo; ove per poco / il cor non si
spaura.
Giacomo Leopardi, L’infinito

Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras


hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepa
nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que
pasa.
Camilo José Cela, La colmena

— Es curioso que uno no puede estar sin


encariñarse con algo... Es... como si la mente
segregara sentimiento, sin parar...
— ¿Vos creés?
— ...lo mismo que el estómago segrega jugo para
digerir.
Manuel Puig, El beso de la mujer araña

1. CULTURA Y EMOCIONES
Las emociones pueden interesar a la semiótica (y hasta deberían
interesarle) al menos por tres motivos. En primer lugar, el continuum de los
estados emotivos se encuentra segmentado en unidades culturalmente
pertinentes, es decir, las emociones (y los términos y signos que empleamos
para designarlas e interpretarlas) representan otras tantas unidades culturales a
las que se atribuyen específicas (aunque a menudo imprecisas) marcas
semánticas. Una emoción, en otros términos, implica y se define a través de un
dominio operacional de significado —un dominio cognoscitivo— en un marco
experiencial específico, tanto individual como social y cultural.
En segundo lugar, cualquier modelización cultural de una emoción en
cierta medida acaba modificando o influyendo en los propios procesos
fisiológicos y bioquímicos que desencadenan y regulan el estado emocional.
Las emociones pueden —y suelen— cambiar durante la deriva ontogénica de
aquellos organismos dotados de algún tipo de plasticidad neuronal porque en su
caso los procesos de interacción, de acoplamiento, de aprendizaje y de
habituación desencadenan determinadas variaciones en los patrones dinámicos

1 Este trabajo ha sido escrito para este número de Entretextos.

Dirección y edición: Manuel Cáceres Sánchez · Universidad de Granada · Facultad de Filosofía y Letras · Departamento de Lingüística
General y Teoría de la Literatura · Campus de Cartuja, s/n · 18071-Granada (España) · redaccion.entretextos@gmail.com
Entretextos Nº 11-12-13 2008/2009
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de actividad cerebral implicados en el estado emocional dado. Dichos


procesos, en el mundo de los humanos, necesariamente, y salvo raras
excepciones, se enmarcan en un dominio cultural de existencia.
Finalmente, las emociones afectan directamente a los procesos
semiósicos, esto es, condicionan la semiosis, hecho bastante evidente, por
ejemplo, en el caso de la percepción estética. Si las emociones constituyen un
componente importante de las relaciones que conectan un organismo con esos
aspectos del mundo que entrañan para él algún significado, se puede sostener
que todo proceso semiósico incluye algún tipo de proceso emocional.
Definiremos las emociones como estados internos de los organismos
relativos a una determinada disposición a la acción durante una interacción
puntual con un entorno físico y social (Adolph 2002; Damasio 2003). A.
Damasio (2003) las incluye entre los mecanismos automáticos (esto es,
determinados filogénicamente) de regulación homeostática. Basándonos en la
clasificación de este autor, podemos distinguir los siguientes niveles de
regulación orgánica (desde los más sencillos hasta los más complejos):
1- regulación metabólica (mantenimiento de la homeostasis fisio-
química);
2- reflejos elementales (como los tropismos);
3- sistema inmunológico;
4- comportamientos relativos al placer y al dolor y apetitos (impulsos
y motivaciones: hambre, sed, curiosidad, pulsiones sexuales, etc.);
5- emociones de fondo (estados globales del organismo debidos a los
procesos homeostáticos anteriores) y emociones primarias (emociones
propiamente dichas), relativas a interacciones puntuales entre el organismo, su
medio y los demás organismos (sorpresa, miedo, alegría, cólera, etc.).
En resumen, una emoción primaria es un conjunto de respuestas
químicas y neuronales desencadenadas automáticamente por el sistema nervioso
en presencia de estímulos específicos, respuestas que producen modificaciones
en el estado del cuerpo y de los propios circuitos neuronales, según patrones
orientados filogénicamente, con el fin de predisponer el organismo a una
reacción conductual adecuada en el nuevo contexto (e-moción: mover hacia).
Aunque el genoma ‘determine’ los mecanismos emocionales básicos, el
aprendizaje también desempeña un papel importante, pues comporta una mayor
capacidad de discriminación con respecto a los estímulos emotivamente
relevantes (lo que desencadena la emoción) así como un afinamiento
contextual de las reacciones emotivas. También es importante destacar que los
mecanismos innatos que activan la emoción operan fuera del espacio de la
conciencia, aunque sean percibidos conscientemente los efectos fisiológicos del

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estado emocional (feedback corporal), lo que induce la intervención moduladora


de otros mecanismos químicos y neuronales.
El circuito neuronal fundamental que desencadena las respuestas
emocionales es el núcleo amigdalino. La amígdala es una agrupación neuronal
sub-cortical con forma de almendra (en griego amygdala) presente en ambos
hemisferios (algunos investigadores incluso hablan de una posible lateralización
de las emociones). LeDoux (1996, 2002) ha demostrado que el núcleo
amigdalino, por lo menos en el caso del miedo, recibe estímulos a través de dos
caminos neuronales distintos. La vía ‘breve’ conduce los estímulos desde el
tálamo sensorial (donde convergen todos los estímulos sensoriales externos)
directamente a la amígdala, la cual activa los procesos neuro-químicos que
producen las primeras respuestas emocionales. A través de la segunda vía, más
‘larga’, los estímulos se propagan desde el tálamo a las diferentes zonas de la
corteza sensorial, y de ahí otra vez a la amígdala, induciendo una modulación o
regulación más refinada del proceso emocional ya desencadenado. El núcleo
amigdalino también está conectado con la corteza prefrontal, zona que según
LeDoux está directamente implicada en la formación de la memoria operativa y
de la conciencia. A la activación de la corteza prefrontal, precisamente, se
debería, sostiene LeDoux, el estado consciente de la emoción (en relación
también con el feedback corporal) así como la formación de una específica
memoria emocional (mediante las conexiones recíprocas entre la corteza
prefrontal y el hipocampo y demás circuitos mnésicos). La implicación del
núcleo amigdalino en el proceso de memorización puede contribuir a explicar
la así llamada memoria de destello, la capacidad de recordar algo ocurrido una sola
vez pero en condiciones de fuerte respuesta emotiva, como también los
procesos emocionales desencadenados por determinados recuerdos.
Damasio (1999, 2003), tras haber analizado los mecanismos innatos
de las emociones primarias, observa cómo a partir de estos han evolucionado
mecanismos emocionales más complejos, según un principio que él define
como “asentamiento de lo simple en lo complejo” (Bateson hablaría de meta-
relación, o de autorreferencia). Según Damasio la implicación de la corteza
prefrontal (y sobre todo del lóbulo frontal) y de la corteza somatosensorial en
los procesos emocionales primarios puede explicar la formación de emociones
más complejas, emociones que él define como emociones secundarias o sociales
(compasión, vergüenza, culpabilidad, orgullo, envidia, admiración, etc.), para
cuya modulación son determinantes los procesos de aprendizaje contextual,
social y cultural. Las emociones sociales vierten sobre las interacciones
recursivas de un organismo con las demás individualidades de su entorno y
constituyen por tanto un aspecto importante en la planificación y desarrollo de
cualquier conducta culturalmente adecuada.
Ahora bien, los humanos siempre hemos reflexionado sobre la
naturaleza, evidente pero inefable, huidiza y contingente de nuestras

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emociones, sobre la variedad y abundancia de los matices emocionales que


experimentamos, sobre la fuerza y la importancia de las emociones en los
hechos de la vida. El gran número de vocablos y distinciones semánticas con
los que intentamos ‘encerrar’ y describir los estados emotivos habla por sí
mismo.
Aunque no sea fácil distinguir claramente un componente biológico y
uno cultural en el desarrollo de las emociones, reconocemos que ambos
factores son determinantes. Podemos suponer que una emoción como la del
enamoramiento, por ejemplo, tenga mecanismos biológicos válidos para todos
los seres humanos (reacciones químicas y fisiológicas relacionadas con el
instinto sexual, el sentido de apego, las relaciones de ‘dependencia’ y de
‘dominio’, etc.), pero parece evidente que dichos mecanismos se han
estructurado (en parte) culturalmente, diferenciándose en las diversas
colectividades humanas a partir de diferentes maneras de modelizar y vivir las
relaciones intersubjetivas y con el medio. Piénsese en la sexofobia de ciertas
corrientes y épocas del cristianismo, en las diferentes tradiciones culturales que
regulan la unión entre sexos y el cuidado de la prole o en las revoluciones
sentimentales originadas por fenómenos culturales de gran alcance tales como
el petrarquismo, el romanticismo o el feminismo.
Una vez más, pues, nos encontramos frente al hecho de que el
espacio-tiempo cultural en el que vivimos determina (y no sólo es determinado
por) la naturaleza biológica de nuestro yo (el umwelt humano, nuestra relación
fenomenológica con la realidad): las elaboraciones, relaciones y constricciones
culturales que dirigen nuestra acción influyen en y co-determinan el desarrollo
ontogénico de esas estructuras biológicas, y especialmente neuronales, que
presentando algún grado de plasticidad cambian siguiendo una dinámica
congruente a la de las complejas redes interaccionales (orgánicas, sociales y
semióticas) en las que nos desenvolvemos y actuamos. Nada de asombroso,
pues, si fenómenos que presentan una fuerte implicación biológica como el
sexo, las relaciones parentales, el altruismo, la comida, el instinto de
supervivencia y hasta la muerte acaban siendo modelizados (y por ende
vividos) de manera diferente en las diversas culturas y tradiciones.
Por todo ello, aun admitiendo los numerosos casos de oposición e
incongruencia entre las pulsiones emocionales y otros aspectos de la vida
cultural, más que de lucha entre ‘emoción’ y ‘razón’ se debería hablar, con más
propiedad, de mutua colaboración, y quizá de enfrentamiento dialéctico.
Resultan muy interesantes, en esta perspectiva, los diferentes casos
clínicos descritos por Damasio (1994). Se trata de pacientes que, tras haber
sufrido graves daños en los lóbulos frontales (sede de las así llamadas funciones
ejecutivas), empezaron a presentar un evidente y radical cambio de personalidad.
Más precisamente, estos pacientes mostraron una alteración del sentido de

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responsabilidad social (un deterioro general de las relaciones familiares y


laborales, escasa consideración del prójimo, comportamiento grosero, etc.). Las
anomalías de su conducta, en otros términos, no se referían ni a la capacidad de
razonamiento, ni a la competencia lingüística, ni a la percepción, ni había
disfunciones en su memoria a largo plazo o en su memoria de trabajo. Los
cambios, al parecer, afectaban exclusivamente el comportamiento social.
Estudiando estos casos, Damasio llegó a la conclusión de que las
anomalías encontradas se debían a que los circuitos prefrontales implicados en
la regulación emocional consciente habían resultado gravemente dañados, y
que como consecuencia de ello los sujetos podían saber, pero no sentían (Damasio
1994:56). Exactamente a esta falta de reacciones emotivas, a la imposibilidad de
integrar estados fisiológicos y estados mentales, se debía la incapacidad de
tomar decisiones y de emprender acciones socialmente adecuadas.
Ahora bien (y aquí entramos en un ámbito más específicamente
semiótico), el aprendizaje cultural, el aprendizaje de los valores de una cultura
dada, es también aprendizaje emotivo. Desde muy pequeños, los seres humanos
aprendemos a reaccionar emotivamente a una serie de tabúes, imposiciones,
recompensas y castigos que se perfilan como resultado de una constante
dialéctica de encuentro-desencuentro con los demás sujetos con los que
interactuamos y sus reacciones y estados emotivos. Los elementos culturales
que participan en estas interacciones (relativos, por tanto, a nuestro ámbito
social de significación y al sentido de los textos del mundo) naturalmente
contribuyen a organizar de una forma determinada los procesos emocionales (y
los circuitos neuronales implicados), siendo esta forma específica de
aprendizaje imprescindible a fin de construir una personalidad que sepa
integrarse (interactuar) socialmente.
Ya en 1974, en una penetrante crítica a la teoría freudiana sobre el
desarrollo espontáneo de las pulsiones infantiles, Lotman escribía acerca de la
dimensión cultural de las emociones:
El niño recibe del mundo de los adultos las primeras reglas de la cultura,
entre las cuales las más poderosas son las reglas de la vergüenza y del miedo.
La asimilación de las reglas siempre transcurre como un juego con ellas, su
violación lúdica es una ‘travesura’. Precisamente la asimilación de las reglas de
la vergüenza provoca tentativas lúdicas de violarlas, que mucho después llenan
las normas formales de la conducta semiótica y hacen a ésta portadora de
contenido —no Naturaleza, sino Cultura. (Lotman 1974:238)
Las emociones, en este sentido, y sobre todo las emociones sociales,
vienen a ser un importante mecanismo de selección contextual y circunstancial,
un importante recurso a la hora de orientarse hacia una conducta (cultural)
determinada entre las muchas posibles. Por ello, precisamente, la conducta de
alguien que se ve privado, como los sujetos examinados por Damasio, de este

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mecanismo de selección y orientación parece perder la necesaria cohesión


(integración) cultural y volverse socialmente inestable.
Así pues, si las emociones son estados orgánicos globales
desencadenados por el sistema nervioso ante sucesos (internos y externos)
biológicamente relevantes a fin de permitir al organismo una reacción (y
acción) adecuada en términos adaptativos (de conservación de la organización),
y si la mayoría de los autores (Jáuregui 1990; LeDoux 1996; Damasio 2003;
Llinás 2003) hacen hincapié sobre todo en el carácter sustancialmente innato y
automático de los mecanismos emocionales básicos, también podemos insistir,
con Maturana (1995), sobre el hecho de que en el caso de los seres humanos
estos mecanismos han evolucionado de manera solidaria con la red de
coordinaciones conductuales de tipo consensual en la que los humanos
operamos y derivamos, siguiendo cada uno de nosotros una deriva ontogénica
(y un afinamiento) contingente a su historia personal de acoplamiento social en
dicha red (incluido, naturalmente, el ‘lenguajear’ con los demás y el operar con
textos comunes, continuamente aprendidos, enseñados, reconocidos,
interpretados, manipulados, creados). Esta coordinación emotiva en el lenguaje a la
que se refiere Maturana (que también podría definirse como empatía cultural) es
determinante para el desarrollo individual de conductas y motivaciones
solidarias con el espacio compartido (si no cooperativo) en el que el individuo
se desenvuelve y actúa (Trevarthen 1991).

2. COMO SI...
Tanto el mundo mental como el mundo social del ser humano
constituyen espacios y tiempos semióticamente organizados. De esta peculiar
organización se derivan fenómenos tan típicamente humanos como pueden ser
la mentira y el humor (Eco 1975), el malentendido (Lotman 1977), la negación
explícita y, cómo no, el arte. A estos, también deberíamos añadir las formas
peculiares que en los humanos asumen las actividades lúdicas.
Ya en Estructura del texto artístico (1970), y luego en el artículo de 1980
«Semiótica de la escena», Lotman nos ofrece páginas de gran interés sobre el
fenómeno del juego. Según el semiólogo de Tartu, el juego es una específica
actividad modelizante que funde conductas prácticas y convencionales, una
peculiar forma de conocimiento que reproduce determinados aspectos de la realidad
traduciéndolos a un sistema ordenado de reglas:
El juego supone la realización de una conducta particular —‘lúdica’—
diferente de la conducta práctica y determinada por el manejo de modelos
científicos. El juego supone la realización simultánea (¡y no el cambio
consecutivo en el tiempo!) de la conducta práctica y convencional. El que
juega debe recordar al mismo tiempo que participa en una situación
convencional —no auténtica— y no recordarlo. (Lotman 1970:85)

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La doble ‘conducta’ del juego, la lúdica y la pragmática (desde las


actividades ficcionales de los niños— el ‘to play’— hasta los juegos altamente
estructurados como el ajedrez y las actividades deportivas —los ‘games’),
permite al ser humano, y sobre todo al niño, experimentar situaciones y
conductas reales pero al mismo tiempo fuertemente modelizadas. Las dos
conductas deben necesariamente coexistir; tanto el rechazo de la convención
lúdica (tomarse el juego en serio) como el de la conducta práctica (resaltar
demasiado el carácter convencional o ficcional) destruyen toda posibilidad de
juego.
Es evidente, pues, el parecido que se puede establecer entre la
actividad lúdica y la artística: en ambos casos el ser humano puede someter a
prueba su propio ‘yo’ en situaciones ‘otras’, experimentales o sencillamente
inaccesibles, y de tal manera llegar a percibir mejor “la determinación de su
propio ser” (Lotman 1970:86).
Quisiera subrayar que la posición de Lotman sobre este punto no
cambia en el tiempo; aún en 1992, en La cultura y la explosión, escribe nuestro
autor que ninguna situación real, desde las más cotidianas hasta las más
inesperadas, puede agotar todas las posibilidades y, en consecuencia, toda las
acciones que revelan lo que se encuentra potencialmente encerrado en el
hombre. El arte transporta al hombre al mundo de la libertad y con ello revela
las posibilidades de sus acciones (Lotman 1992:190).
Pues bien, la actividad lúdica a la que se refiere Lotman corresponde a
lo que en neuropsicología se suele definir como juego imaginativo, una modalidad
de juego que, basándonos en nuestros conocimientos actuales, parece ser
exclusiva de nuestra especie. Es cierto que también se define come juego un
determinado tipo de conducta muy extendido y frecuente entre los mamíferos
(cachorros humanos incluidos), pero este tipo de juego se resuelve
esencialmente en un comportamiento ‘ritual’ (altamente estereotipado)
destinado al aprendizaje de conductas correctas y a la transmisión de
información significativa desde el punto de vista de la supervivencia (del
individuo y de la manada) (Lotman 1992).
En efecto, examinando la importancia del juego en el desarrollo del
ser humano, Danesi (1988:75-76) subraya la fuerte analogía existente entre el
plano de la filogenia y el de la ontogenia: el juego pasa del estadio senso-motor
del niño de pocos meses (y de los mamíferos), al juego consciente del niño de
12-18 meses (y de los mamíferos superiores), al juego imaginativo que
pertenece exclusivamente a los pequeños humanos.
También para Vygotski —a quien Danesi cita explícitamente, y cuya
obra Żyłko (2001) sitúa entre las fuentes de la Escuela de Tartu— el juego
representa una experiencia imaginaria que funde una actitud pragmática
(acción) y una convencional (determinadas reglas de conducta). Invirtiendo los

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términos del proverbio “el juego del niño es la imaginación en acción”, el


psicólogo ruso afirma que “para los adolescentes y los niños en edad escolar la
imaginación es un juego sin acción” (Vygotski, 1978: 143).
Vygotski destaca el aspecto imaginativo del juego y subraya, al igual
que Lotman, tanto la importancia que tienen las reglas (la convencionalidad)
para cualquier actividad lúdica como la importancia de dicha actividad a fin de
alcanzar una mayor libertad con respecto a la realidad y sus limitaciones
situacionales: “en el juego, las cosas pierden su fuerza determinante. El niño ve
una cosa pero actúa prescindiendo de lo que ve. Así, alcanza una condición en
la que el niño empieza a actuar independientemente de lo que ve” (Vygotski
1978:148).
Los niños muy pequeños, como los animales, no pueden desarrollar
una actividad lúdica (imaginativa) porque no pueden separar el campo del
significado del campo de las percepciones sensoriales, actitud que según
Vygotski empieza a desarrollarse a partir de los tres años. Es notable que el
psicólogo ruso configure la actividad lúdica como una actividad esencialmente
semiótica (él la define como una actividad simbólica representativa) en la que el niño
aprende a construir modelizaciones de la realidad (seleccionando determinados
elementos y relaciones pertinentes) y a utilizar esas mismas modelizaciones en
situaciones ficcionales.
Ahora bien, hay una particular clase de circuitos neurales que
Damasio define como circuitos del ‘como si’, los cuales, probablemente,
desempeñan un papel importantísimo en el desarrollo de la conducta lúdica (y
de la estética). Según Damasio (1994:150), “existen dispositivos neurales que
nos ayudan a sentir ‘como si’ tuviéramos un estado emocional, como si el
cuerpo estuviera siendo activado y modificado”. En otros términos, un circuito
‘como si’ reproduce, autónomamente, estados emotivos capaces de alterar las
condiciones somáticas.

memoria complejidad
emotiva exterior

CEREBRO CUERPO conducta

sistemas del
“como si”

Los sistemas del ‘como si’ son sistemas secundarios relacionados con
el circuito somático primario (el que conecta el cerebro con el soma), circuito

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responsable de las reacciones asociadas a la experiencia emotiva y a la memoria


emotiva. Dichos sistemas secundarios son determinantes a la hora de generar
emociones a partir de experiencias ficcionales (Nobili 2005:47) y resultan por
tanto determinantes en los procesos de construcción de la experiencia ‘doble’,
a la vez convencional y (emotivamente) real, del juego y del arte.
En suma, la capacidad de abstraer o utilizar un conjunto de reglas,
elementos y relaciones pertinentes para aplicarlos a una situación ficcional
(imaginativa), prescindiendo ya de ‘la realidad’ tal y como se aprehende,
también depende, entonces, de la posibilidad, biológicamente fundamentada,
de recrear, durante el juego o la actividad estética, determinados estados
emotivos.

3. LA EMOTIVIDAD EN LA PERCEPCIÓN ESTÉTICA.


Hemos visto cómo determinados circuitos, los circuitos del ‘como si’,
garantizan la presencia de específicos estados emotivos en actividades
ficcionales tales como el juego o el arte. Trataré de explicar ahora cómo tales
circuitos pueden ser implicados en la percepción del así llamado placer estético.
Lotman, en Estructura del texto artístico (1970:79), observa que la
percepción de la obra de arte “representa un acto del conocimiento” y que a la
vez “procura un placer sensual”. Con la expresión ‘placer sensual’, el estudioso
se refiere a las sensaciones físicas producidas durante la percepción de la obra
de arte, esto es, a las emociones experimentadas durante su fruición (Lotman
cita explícitamente a dos de estas emociones: la ‘alegría’ y el ‘dolor’).
Según Lotman, el placer intelectual deriva del reconocimiento de los
elementos sistémicos de la obra de arte, es decir, del reconocimiento y
desciframiento de los códigos que la estructuran. En esta operación, mediante
la cual se construye una específica modelización de la obra, los elementos
extrasistémicos “se perciben como no portadores de información y se
desechan” (Lorman 1970:79). El placer sensorial, en cambio, podría definirse
como “obtención de información a partir de lo no sistémico” (Lotman
1970:80). Y esto se consigue, según Lotman, aplicando a la obra diferentes y
repetidos códigos. El placer así determinado “es duradero y puede prolongarse
mientras existe una realidad determinada que corresponde a los sentidos,
mientras existe un material extrasistémico que es preciso introducir en diversos
sistemas” (Lotman 1970:81).
Creo que dicho material extrasistémico, los elementos que no han
sido incluidos en nuestra modelización intelectual, consciente, razonada de la
obra de arte, también operan por vía emotiva, algo que también Lotman parece
sugerir cuando escribe que “la expresión misma (su acción sobre los sentidos)
es portadora de significado” (Lotman 1970:81). Todo esto, obviamente, guarda

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relación con los dos puntos de vistas con los que el ser humano, y
específicamente el investigador, siempre se ha acercado a la obra de arte: “unos
lectores consideran que lo fundamental es comprender la obra de arte, otros,
experimentar placer estético; unos investigadores consideran que la finalidad de
su trabajo es la construcción de una concepción (cuanto más general, más
abstracta, más valiosa), mientras que otros subrayan que cualquier concepción
‘mata’ la esencia misma de la obra de arte y, al racionalizarla, la empobrece y
deforma” (Lotman 1970:79). También tiene relación con la teoría de ámbito
crítico-literario según la cual las estructuras que organizan los significantes
poéticos (metro, ritmo, aliteración, etc.) no son meros y ‘fríos’ recursos
retóricos sino elementos pre-racionales (emotivos) que operan de manera
subliminal (inconsciente).
Sólo una parte de los códigos ricamente intersecados que constituyen
la obra de arte se vuelve pertinente (viene percibida) durante la fruición,
fruición que por lo tanto se configura como un complejo trabajo de hiper- e
hipo-codificación (Eco 1975) y trans-codificación (Lotman 1970). Dichos
códigos operan en diferentes niveles y activan otros tantos códigos (o
mecanismos modelizantes) propios del intérprete. Se trata de ese tipo
específico de interacción que se establece entre diferentes textos
heterogéneamente estructurados —en este caso el intérprete y la obra—
durante el trato semiótico.
Así pues, las reacciones emotivas desencadenadas por la obra de arte
se deben también al hecho de que la puesta en marcha de los mecanismos
cerebrales implicados en al interpretación activa los circuitos del ‘como si’,
generando una respuesta fisiológica que a su vez influye en la percepción de la
obra. En este proceso se ven implicados tanto los elementos ‘sensoriales’ de la
obra como los ‘conceptuales’. Un cuadro abstracto de Kandinsky o una
sinfonía de Beethoven pueden generar diferentes tipos de emociones, al igual
que una novela de Dostoievski o un grabado de Goya o un cuento de Kafka.
Las diferentes respuestas emotivas dependen de la actividad y de la memoria
cerebrales en su totalidad.
De hecho, la ‘conciencia estética’ de cada cual (y de cada cultura) se
deriva de un específico tipo de aprendizaje, de un cierto tipo de actividad neuro-
estructurante. Una persona cuyos hábitos de fruición estética no van más allá de
los best-sellers de entretenimiento que se reclaman en los escaparates de los
kioscos y en la tele, por ejemplo, podría simplemente hallar acongojante la
lectura de Faulkner. Y un lector de Faulkner, por el contrario, hallar trivial y
aburrida la lectura de la última novela de éxito.
Sencillamente, los factores emotivos (culturalmente conformados) no
sólo son un importante mecanismo de orientación social, sino que también son
decisivos a la hora de determinar nuestros gustos y actitudes estéticas. El

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Dirección y edición: Manuel Cáceres Sánchez · Universidad de Granada · Facultad de Filosofía y Letras · Departamento de Lingüística
General y Teoría de la Literatura · Campus de Cartuja, s/n · 18071-Granada (España) · redaccion.entretextos@gmail.com
Entretextos Nº 11-12-13 2008/2009
Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura
ISBN 1696-7351 hhtp://www.ugr.es/local/mcaceres/entretextos.htm

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famoso ‘no sé qué’ de la percepción estética, su decantada inefabilidad, no


representa tan sólo un ‘concepto comodín’, tal como a menudo se declara, sino
que tiene que ver (sobre todo) con el aspecto emotivo de la interacción
semiósica. Una interacción que siempre, de alguna manera, se escapa a nuestras
capacidades modelizantes.
También de la imposibilidad de definir todos los aspectos de la
percepción estética depende ese diálogo incesante que la obra de arte instaura
con la cultura y con los intérpretes, el hecho de que la (auténtica) obra de arte,
sencillamente, al igual que la vida según Pirandello, ‘no concluye’.

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Mirko Lampis. «Emociones y semiótica de la cultura». Entretextos. Revista Electrónica Semestral de
Estudios Semióticos de la Cultura. Nº 11-12-13 (2008-2009). ISSN 1696-7356.
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