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CARÁCTER Y
VALÍA PERSONAL
Mejorar el carácter, una sabia inversión
m
morgan editores
©2010 para la edición electrónica
Alfonso Aguiló CARÁCTER Y VALÍA PERSONAL
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PARTE PRIMERA ―A‖ PROTAGONISTAS DE LA PROPIA VIDA
Capítulo 1: NECESITAS REFLEXIONAR
Capítulo 2: TOMAR LAS RIENDAS DE LA VIDA
Capítulo 3: UN NUEVO MODO DE VER LAS COSAS
Capítulo 4: FORTALEZA Y CLARIDAD INTERIOR
PARTE SEGUNDA ―B‖: HACER RENDIR EL PROPIO TALENTO
Capítulo 5: HACER RENDIR EL TIEMPO
Capítulo 6: MEJORAR LA RELACIÓN CON LOS DEMÁS
Capítulo 7: BARRERAS A LA COMUNICACIÓN
PARTE TERCERA ―C‖: UNA CABEZA BIEN AMUEBLADA
Capítulo 8: CULTURA, RENOVACIÓN, FORMACIÓN
Capítulo 9:UNA PROGRESIVA COLONIZACIÓN DE NOSOTROS
MISMOS
GUÍA DE TRABAJO INDIVIDUAL
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propios y ajenos, cultivar más los valores que dan luz y sentido a
nuestra vida.
Casi todo el mundo intuye que tendría que mejorar en muchos de esos
aspectos, pero pocos saben cómo lograrlo. El autor, con un método
claro y certero, sirviéndose de ejemplos y anécdotas de la vida
cotidiana, reflexiona sobre cómo desde la familia se puede acceder a
ese cambio: un cambio que pasa por cambiar nosotros mismos, y en
muchos casos por cambiar antes nuestra percepción de los problemas.
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INTRODUCCIÓN
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me volvía a la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se
iban a poner más feas que de costumbre.
»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había
parado de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío..., ¿qué es
esto? ¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más
así? Esto no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el
resto de mis días.
»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque
vi como algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo
plan que llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas
serias, en cosas que hasta entonces casi nunca me había planteado.
»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la
pereza de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad.
No sabía a qué podía conducirme todo aquello. Era como estar
deslizándose por una pendiente oscura, cada vez más rápido y con más
descontrol, y te das cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.
»Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había
dicho tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me
dijo nada nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y
cambié. Eso es todo».
Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa
personal de todo aquello, y finalmente concluyó: «Desde entonces,
tengo una idea bien clara: los buenos consejos te dan oportunidades de
mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te los propones
seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy buenos que
sean. Es más, para lo único que sirven es para que cada vez los valores
menos, para que se produzca una especie de inflación de consejos que
recibes.
»Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar
realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las
cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo».
Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto
modo parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces
vemos ir como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas
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hay que luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse
llevar, porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo,
como cuando pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes
acabar estrellándote».
Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me
hizo pensar bastante en el fenómeno del cambio.
Hay decisiones que son
fundamentales en la vida,
y no siempre están unidas
a acontecimientos externos señalados,
sino que son fruto simplemente
de la lucidez de un pensamiento,
y a veces tienen día y hora concretos.
Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de
Víctor Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida
podemos realmente elevarnos bastante por encima de esos
condicionamientos en que estamos inmersos y que a veces parecen
marcarnos un destino inexorable.
Cada persona custodia
en su intimidad
una puerta del cambio,
una puerta que
sólo puede abrirse desde dentro.
Cambiar es algo asequible a todos. Lo decisivo es tratarlo
seriamente con uno mismo. El consejo viene de Epícteto:
Nadie tiene tanto poder
para persuadirte a ti
como el que tienes tú mismo.
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Proyecto de vida
La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de
un argumento. La vida no puede limitarse a una simple sucesión
fragmentaria de días sin dirección y sin sentido. El hombre necesita
saber para qué vive. Ha de procurar conocerse cada vez mejor a sí
mismo y así encontrar sentido a su vida, proponerse proyectos y metas
a las que se siente llamado y que llenarán de contenido su existencia.
Toda persona tiene su propia misión
o vocación específica en la vida.
Y en esa misión no puede
ser reemplazada por nadie,
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Estilos de vida
Antes decíamos que, vistos retrospectivamente, muchos
pequeños objetivos que en un momento de nuestra vida nos parecieron
importantes y seductores, ahora, pasado el tiempo, los vemos como
algo insustancial y de poco valor.
La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste.
A lo mejor vemos ahora lo equivocado de aquella obsesión por ganar
aquel dinero más... ¿para qué sirvió al final? O aquel otro afán por
lograr neciamente ese poco de fama o de notoriedad... ¿en qué ha
quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal o cual
placer, que supuso aquellos atropellos... ¿qué nos aportó?, ¿en qué
quedó al final?
Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores
seguros para claudicar ante el espejismo del placer, o ante la inercia de
la comodidad y el egoísmo, al final siempre acabamos por advertir –si
somos sinceros con nosotros mismos– que aquello no nos condujo a
nada.
Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse
ante nosotros con gran esplendor, y son enormemente atractivos y
seductores. Pero sus consecuencias, los efectos que producen en el
interior de las personas, pocas veces se dan luego a conocer con la
crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un engaño les suele
costar admitirlo).
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sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar mejor lo que
realmente importa.
La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que
van entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué
es lo que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no
seguir sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta
entonces, sino repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que
esos valores y principios son la trama que da consistencia al tejido de
nuestra vida y, por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo
único que tenemos a salvo de robos, incendios, quiebras o descensos
bursátiles).
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Independencia personal
Todos hemos venido al mundo como niños totalmente
dependientes de otros. Hemos sido dirigidos, educados y sustentados
por otros durante bastante tiempo, y está claro que si no hubiera sido
así no habríamos vivido más que unas pocas horas, o a lo sumo unos
pocos días. Después, nos fuimos haciendo cada vez más
independientes. Se podría decir que nos fuimos haciendo cargo
gradualmente de nosotros mismos.
Una persona con una dependencia física (un paralítico o un
enfermo de Alzheimer, por ejemplo), necesita ayuda de los demás.
Una persona que sea muy dependiente emocionalmente, tomará sus
decisiones y se sentirá segura muy en función de la opinión de los
demás, de lo que otros piensen de él. Una persona que sea muy
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Autoestima
Como ha señalado Miguel Ángel Martí, a veces parece como si
sólo existieran dos tipos de personas: unas que se sobrevaloran,
cayendo así en actitudes más o menos engreídas o prepotentes; y otras
que se infravaloran, que únicamente son capaces de ver en su
personalidad los aspectos negativos y las deficiencias, y con eso su
relación con ellos mismos es autodestructiva, se sienten culpables de
todos sus fracasos, aunque estos se deban a factores externos, y esto
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Aprender a fracasar
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Capacidad de ilusionarse
La ilusión –vuelvo a glosar a Miguel Ángel Martí– constituye
una manera de vivir de unas personas determinadas:
Son esos hombres y mujeres que,
de una forma habitual,
encuentran diariamente
motivos para ilusionarse.
Se suele decir que son personas de temperamento alegre, tienen
capacidad para ilusionarse con las cosas. Es algo que responde a una
actitud básica de su modo de vivir. Son personas de refrescante y
perpetua juventud, que saben encontrar, en lo que otro ve tal vez la
monótona repetición de un acto, una ocasión para disfrutar de la vida.
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Capacidad de resolución
Las personalidades tímidas, vacilantes, inseguras, suspiran
siempre por tener a su lado dictadores, aunque a veces se revistan de
la modesta apariencia de consejeros. ¿Qué debo hacer?, preguntan
siempre, con la esperanza de que una receta les libre de cualquier
decisión personal. No quieren decidir, no quieren arriesgar, se les hace
insoportable la responsabilidad.
Otros son excesivamente razonadores y se ahogan en la
perplejidad. Tienen miedo a la realidad. Son individuos que retrasan
siempre sus decisiones, porque les paraliza su ansia de seguridad y su
terror a asumir riesgos. Siempre les parece que aún no han
reflexionado suficientemente.
Quizá son personas que fueron educadas con excesiva dureza, o
con excesiva blandura, que sufrirán mucho en su vida a consecuencia
de ese apocamiento de carácter. Es como si hubieran quedado heridas
en el núcleo de su personalidad, con unas heridas que sangrarán por
mucho tiempo, y que harán difícil asumir el riesgo de sus decisiones
personales y superar el desánimo de posibles frustraciones.
Una buena formación del carácter
ha de fomentar tanto
las decisiones rápidas como la reflexión,
la libertad como la responsabilidad,
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Superar el egoísmo
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para recordar...
El carácter de una persona es,
muy frecuentemente,
lo que marca el techo de sus posibilidades
en lo profesional,
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para leer...
§ Víctor Frankl, El hombre en busca de sentido, Ed.
Herder.
§ Enrique Rojas, El hombre light: una vida sin valores, Ed.
Temas de hoy.
§ Alfonso Aguiló, Educar el carácter, Col. Hacer Familia nº
65, Ed. Palabra.
para hablar...
Mantener una conversación entre los padres sobre qué puntos
del carácter de cada hijo deberían mejorar.
Comentar en un rato de tertulia familiar algunos detalles del
modo de ser de todos que harían más grata la vida familiar.
para actuar...
SITUACIÓN:
Tomás es un gran empresario, hecho a sí mismo. Empezó con
muy poco, y ahora, con menos de cuarenta años, tiene ya un
patrimonio nada despreciable. Eso sí, le lleva un trabajo enorme. Viaja
mucho, come y cena casi siempre fuera de casa y, la verdad es que
apenas puede pasar tiempo con su mujer y sus dos hijos.
De vez en cuando piensa en que las cosas no deberían ser así,
pero casi nunca esas ideas le duran mucho. La urgencia de atender
miles de compromisos le hace olvidarlas pronto. Lo que sí advierte es
que se enfría cada vez más la relación con su mujer y sus hijos. Se
hablan poco, viven como indiferentes unos de otros. Se ha creado un
clima de individualismo, de mucho consumo y poca preocupación por
los demás, y los roces surgen de modo inevitable a la menor ocasión.
Un día, al volver a casa, palpa esa realidad de un modo muy
doloroso. Además, durante las últimas semanas ha sufrido varios
reveses importantes en sus negocios, a causa de unas operaciones
importantes que han fallado por la deslealtad de uno de sus socios.
Tomás siente una gran sensación de fracaso vital, una frustración que
jamás había imaginado que pudiera llegarle a él, tan acostumbrado
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estudiar qué era lo común a las personas que tenían éxito en su trabajo
y, más en general, en el resultado global de su vida.
Curiosamente, su conclusión no situaba la clave en trabajar
mucho, ni en tener suerte, ni en saber relacionarse (aun siendo todas
estas cuestiones muy importantes), sino en otra cosa.
Las personas con éxito
han adquirido la costumbre
de hacer cosas
que a quienes fracasan
no les gusta hacer.
Hay muchas cosas que no les apetece en absoluto hacer, pero
subordinan ese disgusto a un propósito de mayor importancia. Saben
educar su carácter de modo que sus intereses y sus actos dependan de
los valores que guían su vida y no del impulso o el deseo del
momento.
Cualquier persona, sea un estudiante universitario o una
profesora de un instituto, un médico o una juez, un empleado de la
industria o una ejecutiva de una multinacional, en todo caso, en su
vida tiene planteado un reto importante en cuanto a su capacidad de
organizarse.
Para una persona con un mínimo de inquietudes en la vida (y
supongo que será tu caso si has tenido paciencia para llegar hasta este
punto del libro), el reto no es ocupar el tiempo, ni siquiera hacer
muchas cosas, sino hacer rendir con acierto el tiempo de que
disponemos.
No se trata simplemente de
lograr hacer muchas más cosas,
sino hacer las que pensamos
que estamos llamados a hacer.
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Aprender a organizarse
Siguiendo el esquema propuesto por Stephen Covey, pueden
distinguirse cuatro fases o generaciones en cuanto al modo de
administrar el tiempo.
Una primera generación son aquellos que elaboran listas de
tareas pendientes. Con ellas toman conciencia de lo que les queda por
hacer, lo van abordando cuanto antes pueden, y van tachando, lo que
siempre proporciona una sensación gratificante. Esto, no cabe duda, es
ya bastante más de lo que son capaces de llegar a hacer muchos. Sin
embargo, es aún un esquema de organización muy pobre, puesto que
la mayoría de las veces la distribución del tiempo viene impuesta
externamente por la mera sucesión de los acontecimientos.
Pertenecen a la segunda generación aquellos que intentan mirar
un poco más adelante, y se programan mediante el uso de la agenda:
van anotando acontecimientos, compromisos y proyectos de actividad
futura, en la medida en que su tiempo les permite darles cabida. Su
anticipación les confiere una mejor organización, pero aún
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IV.
Ni urgentes ni importantes
haber evitado con sólo superar una situación un poco violenta durante
unos minutos».
En realidad, toda persona está diciendo constantemente no a
algo. Lo malo es que si no lo dice a las cosas que nos acosan
invasivamente pero que no debemos hacer, probablemente lo esté
diciendo a cosas mucho más fundamentales pero que no reclaman su
atención.
—Pero habrá personas cuyo problema no sea que les cueste
decir no, sino al revés: siempre dicen que no, siempre llevan la
contraria, parece como si les costara sangre manifestar acuerdo o
asentir a algo.
Por supuesto, cada uno tiene que ver por qué lado va su
problema (y que en unos ámbitos de su vida puede ser distinto que en
otros). Cada día decimos sí o no a muchísimas cosas. La esencia de
una buena organización personal está precisamente en saber discernir
en cada caso si debemos decir sí o no, y nuestro error puede provenir
de establecer mal las prioridades, de prever mal su puesta en práctica o
de una falta de suficiente disciplina personal para atenernos a ellas.
La mayor parte de las personas piensan que su problema suele
estar en esa última razón, en que les falta constancia y disciplina para
llevar a cabo lo que repetidamente se han propuesto. Sin embargo, si
lo analizaran con más profundidad, es probable que advirtieran que su
principal problema no es de autodisciplina, sino que está antes, en que
no tienen unas prioridades suficientemente claras y desarrolladas. El
modo en que cada uno organiza su tiempo es consecuencia del modo
en que cada uno ve sus prioridades. Para decir no al reclamo del
entretenido cuadrante III, o al cálido y adormecedor cuadrante IV,
hace falta tener las ideas muy claras en la cabeza, no sólo una gran
fuerza de voluntad.
Equilibrio y flexibilidad
Aún recuerdo con tristeza el lamento de una persona que a sus
treinta y pocos años había logrado coronar una carrera profesional
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muy brillante, pero que explicaba su difícil situación con una crudeza
y un dolor sorprendentes.
«Gozo de un prestigio y un éxito extraordinarios. Sin embargo,
veo con claridad que he sacrificado casi todo en la vida para lograr esa
meta. Veo que estoy fracasando en mi matrimonio, que apenas
disfruto del afecto de mis hijos, que me siento rodeado de personas
que simplemente me adulan y me tratan de forma interesada.
»Ha llegado un momento en el que no estoy seguro de tener
verdaderos amigos. Soy una persona muy ocupada, y apenas
encuentro tiempo para pensar con calma, pero no logro alejar una
duda que martillea mi cabeza desde hace años: no sé si todo lo que
estoy haciendo tendrá algún valor para alguien.
»A estas alturas casi no sé qué es lo que realmente me importa.
Me pregunto con frecuencia: todo esto que he hecho... ¿ha merecido la
pena?».
Casos como este, tristemente frecuentes, nos invitan a
reflexionar sobre nuestro modo de organizarnos, sobre el necesario
equilibrio personal entre todos los ámbitos de nuestra vida.
El éxito profesional
no puede compensar
el fracaso de un matrimonio roto,
la salud perdida,
el quebrantamiento ético
o la traición a los propios principios.
¿Cuáles son esos ámbitos? Está la atención a la familia: el
cónyuge, los hijos, los padres, etc. Está el propio trabajo, con sus
realizaciones, sus expectativas y su necesidad de atender a la
preparación profesional. Está la salud y el descanso, que no conviene
menospreciar. Es muy importante la cultura. No hay que olvidar
tampoco las prácticas personales que requiera la coherencia con
nuestras convicciones religiosas, que son un elemento muy importante
en la vida de cualquier persona.
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Basarse en la confianza
Muchas personas apenas logran trabajar en equipo (y por tanto
no se benefician de las consiguientes posibilidades de multiplicar su
tiempo), por algo muy sencillo: no se deciden a depositar confianza en
los demás.
Unos lo hacen porque viven bajo una desconfianza general en
las personas: no quieren correr riesgos. Otros, por simple desorden: no
hay manera de que se paren a pensar en cómo mejorar su rendimiento
personal. Otros, simplemente porque no son capaces de descubrir la
valía de quienes le rodean, o porque quizá no advierten los grandes
efectos que la confianza tiene en la motivación humana.
La confianza saca a la luz
lo mejor que
cada uno tiene dentro.
Otros, por último, no se deciden a depositar confianza en los
demás, y tienden a realizar por sí mismos la mayor parte de su trabajo,
simplemente por ahorrarse el esfuerzo que inicialmente supone
preparar a esas otras personas hasta que puedan ser eficaces.
Multiplicarían su eficacia
si comprendieran que
hay muchas tareas en las que
una dinámica de confianza y cooperación
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Orden y previsión
La compañía Priority Management of Pittsburgh Inc. publicó
hace unos años unos estudios francamente originales, cargados de ese
pragmatismo tan típicamente norteamericano. Uno de los datos
estadísticos que aportaba ese estudio era que ―el ciudadano medio de
aquel país pasa aproximadamente un año de su vida buscando cosas
que no recordaba dónde había puesto‖.
He de confesar que cuando lo leí me pareció un poco
exagerado. Hice unos sencillos cálculos: supongamos que un año es
1/80 de la vida de una persona; como el día tiene 1440 minutos, perder
un año entre 80 es como perder 1440/80 = 18 minutos cada día.
Después de esto ya no me parecía tan exagerado. Y si en esos 18
minutos diarios se incluyera el tiempo que perdemos cada día como
consecuencias de olvidos, desorden y mala organización, me parece
que se queda bastante corto.
Pensándolo bien..., un año entero buscando cosas perdidas,
agobiado por olvidos imperdonables, lamentándonos de no habernos
acordado de cosas, o de no haberlas previsto, es algo tremendo.
Además, eso será la media, porque hay gente muy ordenada, a la que
corresponderá mucho menos de un año, pero hay otros que son un
caos, y pasarán en esa angustia durante dos, tres, diez años... ¡quién
sabe!
Francamente, resulta un poco frustrante imaginar tanto tiempo
pasado así. Al menos, es una buena razón para pensar un poco en
cómo ser algo más ordenados. ¿Cuánto tiempo perderemos cada día
por falta de previsión, por no organizarnos mejor, por no hacer lo que
tenemos que hacer...? Si te interesa, haz un cálculo estimativo en
minutos diarios, multiplica por 0.055 y tendrás la cifra de años de vida
perdidos en la vorágine del caos.
Cuando no hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir
lo que más nos apetece, o lo que más reclama nuestra atención, y es
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Dueños de la agenda
«No puedo menos que asombrarme –vuelvo a citar a Lee
Iacocca– ante el gran número de personas que, al parecer, no son
dueñas de su agenda. A lo largo de estos años, se me han acercado
muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un
mal disimulado orgullo: fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de
trabajo que no pude ni tomarme unas vacaciones.
»Al escucharles, siempre pienso lo mismo. Pienso que no me
parece que eso deba ser en absoluto motivo de presunción. Tengo que
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Lealtad, cercanía
La lealtad, y en primer lugar con los ausentes, es otra cuestión
clave en las relaciones humanas. Cuando una persona habla mal de
otra a sus espaldas, o revela detalles que alguien le ha manifestado de
modo confidencial, además de actuar injustamente en la mayoría de
los casos, destruye su propia capacidad para generar confianza. Quizá
esa persona busca ganarse la confianza de la otra gracias a esa
indiscreción o ese desahogo, pero esa falta de integridad personal está
minando en sus cimientos aquella confianza.
Ante los errores o defectos de nuestros amigos o conocidos, la
lealtad exige que procuremos –en la medida en que eso sea posible–
ayudarles a corregirse. Como es obvio, esto será más fácil cuanto
mayor sea nuestra confianza con ellos.
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ganar era casi lo de menos: al final estaban casi más orgullosos del
aprobado de su compañero que del suyo propio.
El mayor éxito era que quizá con esto algunos redescubrían la
alegría que siempre acompaña a la preocupación por los demás. Una
prueba de cómo generosidad y felicidad están indefectiblemente
ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.
Aquella experiencia docente propiciaba un beneficio mutuo en
todas las direcciones, tanto entre el profesor y los alumnos como de
ellos entre sí: se trata, pues, de un caso del tipo yo-gano/tú-ganas. Con
esto no quiero abominar de otras fórmulas más competitivas, que
también pueden ser útiles, sino simplemente resaltar la eficacia de
crear un clima de cooperación.
—Entre otras cosas, porque supongo que la tendencia de
algunos educadores a la excesiva competitividad lesionará fácilmente
la autoestima de los menos dotados.
Es preciso encontrar un equilibrio. No es malo inducir un sano
deseo de emulación ante los que son mejores, o presentar como
estímulo el modelo que encarnan otras personas. Lo que no puede
olvidarse es que los frutos que cada persona puede obtener de la
ejercitación de sus facultades son enormemente variados, y nadie debe
sentirse menospreciado por no conseguir los resultados que obtienen
otros.
—Además, cada persona está más dotada para unas cosas y
menos para otras, así que siempre habrá otros aspectos de su vida en
los que podrá ser ayudada por los demás.
Cualquier relación humana bien planteada supone siempre un
beneficio mutuo, pues toda persona siempre tiene cosas que aportar a
cualquier otra. Por eso toda persona debiera sentirse necesitada de la
ayuda de los demás, y una generosidad que fuera ostentosa o
paternalista sería ridícula e injusta: lo ideal es que quien está siendo
ayudado casi no se dé cuenta de ello, por la elegancia y delicadeza de
quien le ayuda.
—¿Y cómo piensas que puede crearse ese clima de
cooperación?
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Hay que buscar ese punto de equilibrio que lleva a hablar con
sencillez, sin afectación, sin autoencumbrarse, refiriéndose poco a uno
mismo, siendo buen escuchador, buen razonador y poco discutidor.
Errores de interpretación
Podríamos hablar de otro bloque de barreras a la comunicación,
que consiste básicamente en hacer frecuentes interpretaciones
personales en las que tratamos de descifrar a alguien, o explicar sus
motivos, o su conducta, sobre la base de nuestros propios motivos o
nuestra propia conducta, sin hacernos cargo de su situación personal.
Volvamos a un ejemplo –inspirado en otro de Stephen Covey–
de un chico que se siente frustrado en el colegio a consecuencia de un
serio fracaso. Lo pongo como ejemplo típico de conversación sorda
entre un padre y su hijo adolescente:
—Papá, estudiar no sirve para nada.
—¿Por qué dices eso, hijo?
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente...
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la
importancia de los estudios. Yo, a tu edad, pensaba lo mismo. Ya lo
entenderás.
—Llevo ya un montón de años estudiando y sé que no es lo
mío.
—Entonces... ¿qué es lo tuyo?
—Lo mío es ser futbolista. Soy muy bueno. Hice una prueba la
semana pasada y para la próxima temporada es posible que me fichen
en un equipo.
—Como diversión me parece muy bien, pero no vas a vivir de
eso.
—A un amigo mío que empezó hace dos años, ahora le pagan
una ficha muy alta, y ha dejado los estudios.
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—Pero son muy pocos los que a la larga llegan a vivir del
fútbol. Lo más probable es que dentro de unos años ese chico esté
lamentándose de no haber hecho una carrera. ¿Qué te pasa? ¿Es que
quieres arruinar tu vida?
—Vale, papá, déjalo.
Está claro que el padre de este chico ha actuado con excelente
intención, y que inicialmente se muestra dispuesto a escuchar, pero se
ve que no llega a facilitar de modo eficaz que su hijo exprese sus
verdaderos sentimientos.
El muchacho empieza a explicarse y su padre le interrumpe con
una rápida interpretación de lo que le sucede, cuando el chico aún no
había podido terminar su segunda frase. Es entonces cuando se
equivoca, como suele suceder cuando uno juzga antes de escuchar:
trata de descifrar la situación de su hijo sobre la base de su propia
situación personal, y sólo logra cortar el flujo de la confianza que
débilmente se había iniciado.
También abusa de frases como lo que te pasa es que..., o aún
eres joven para entender..., o yo, a tu edad..., u otras semejantes, que
suenan a un paternalismo un poco desagradable. Usar ese tipo de
entradillas es una buena forma de ganarse una rápida descalificación.
Repasemos de nuevo el diálogo, prestando atención a los
posibles sentimientos del chico (se señalan junto a cada frase en
cursiva y entre paréntesis):
—Papá, estudiar no sirve para nada. (Papá, quiero hablar
contigo).
—¿Por qué dices eso, hijo? (¡Bien!, parece que hoy papá está
dispuesto a escuchar).
—En el colegio no se aprende nada que sea útil realmente...
(Tengo problemas serios en el colegio y me encuentro fatal).
—Lo que te pasa es que aún eres joven para entender la
importancia de los estudios. Yo, a tu edad, pensaba lo mismo. Ya lo
entenderás. (¡Horror!, otra vez está papá con que soy un niño que no
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—¿Y por qué crees que te ha ido peor esta vez? (En fin..., para
ser sincero, he hecho bastante el vago, no sé cómo decirte...).
—Me parece que este año me he organizado fatal... (¿Soy
suficientemente claro?).
—¿Y crees que tiene remedio?
—Hombre, remedio siempre hay... (Bueno..., en fin, tonto
tampoco soy; si me lo propusiera...).
—Me parece que si te lo propones seriamente este último
trimestre, y haces un buen plan de estudio, puedes recuperar el tiempo
perdido y sacar bien el curso (Por fin, alguien que cree en mí, creía
que ya no quedaba nadie en el mundo capaz de semejante cosa).
—¿Tú crees? (Necesito escucharlo otra vez).
—Estoy seguro. Si quieres, descansa hoy un poco, te despejas, y
mañana por la tarde vamos a hacer deporte, charlamos con más calma
y hacemos juntos ese plan. ¿Te parece? (Estoy seguro de que me
vendrá bien, estoy –estaba– en plena crisis).
—Vale, de acuerdo (¡qué fácil ha salido todo, menos mal, vaya
alivio!).
En este caso, el padre ha logrado ir superando una a una las
barreras que había en la comunicación con su hijo, hasta llegar al
problema real.
Al principio, el chico está muy afectado, y sus afirmaciones y
respuestas no destacan por su rigor lógico. No sigue un discurso
lógico, sino más bien emocional, y abre su intimidad buscando
desahogo y comprensión. Su padre lo percibe, le deja hablar sin
apabullarle con consejos, facilitándole decir lo que más le avergüenza
–evitándole las palabras más difíciles–, y al final, cuando se ha
desahogado y aflora a un discurso más lógico, aprovecha para
aconsejar, y entonces resulta eficaz.
Hay momentos para enseñar
y momentos para escuchar.
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enamorado de su tiempo.
Las situaciones ideales sólo existen en la imaginación, o en una
mala memoria, y una mente abierta siempre sabe descubrir –sin
ingenuidades– los valores positivos de la sociedad en que vive, y en
particular de la juventud; y sabe encontrar esos valores emergentes,
esos rasgos y esas sensibilidades que siempre hay, y que llenan de
optimismo el futuro de cada nueva generación.
Credibilidad personal
Para ganarse –mereciéndola– la confianza de los demás, resulta
muy útil pensar cuáles son los rasgos de la persona a la que primero
acudiríamos para confiar una preocupación seria, para desahogarnos
de una inquietud que nos agobia.
Se trata de preguntarse cuáles son las condiciones que tendría
esa persona, para así examinar nuestro propio caso y avanzar un poco.
Es muy probable que ese perfil de confianza sea el de una
persona afable y serena, cercana, asequible, que sabe escuchar, leal.
Ahora pensemos si nosotros tenemos esos rasgos, si reunimos
esas condiciones de credibilidad personal que estimulan la confianza
de otras personas, y veamos cómo procurar adquirirlas.
—Pero la confianza exige sintonía entre dos personas. La culpa
no tiene por qué estar siempre en uno mismo.
Es verdad, pero si de modo habitual no logramos ganarnos la
confianza de las personas, es bastante probable que el problema esté
básicamente en nosotros. Además, aunque estuviera sobre todo en el
otro, nosotros sólo podemos remover esa barrera del otro en la medida
en que actuemos sobre nosotros mismos para superarla entre los dos.
La comparación no es muy buena, porque son cosas muy
distintas, pero lo normal es que cuando un vendedor no vende, al que
hay que mandar a hacer un curso de reciclaje es al vendedor, no a los
posibles compradores. Si no valoran nuestros consejos, si no
generamos confianza, es probable que el principal problema esté en
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La oportunidad de explayarse
Cuando las personas están dolidas, o pasan por cualquier
dificultad, y se les escucha con verdadero deseo de comprender,
dejándolas explayarse, sin querer contestar o precisar cada una de sus
afirmaciones, es sorprendente lo rápido que manifiestan sus
inquietudes. Desean hacerlo. En realidad, todos lo necesitamos –en
algún momento incluso desesperadamente–, pero sólo lo hacemos si
encontramos suficiente comprensión; y si no la encontramos,
tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, nos vamos
transformando en personas que se amargan, se enrarecen y acaban
saliendo por los registros más imprevisibles y menos lógicos.
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hasta que llega un momento que tanto dolor parece superior a sus
fuerzas. Es entonces cuando la presencia de otro puede ayudar a
eliminar eso que no se ha sabido digerir en el día a día. Necesitan a
alguien que les ayude con su actitud humanitaria a hacer humo de
todas esas astillas que se les han ido clavando, y que no han podido
arrancar por sí solas.
—¿Y por qué crees que alivia tanto?
Fundamentalmente porque ayuda a aclararse sobre lo que a uno
le está ocurriendo, y facilita caer en la cuenta de la mayor o menor
importancia de cada una de las cosas que se están verbalizando. No
hay que olvidar que, como decía Ortega, muchas veces lo peor que
nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa.
Exteriorizar lo que a uno le pasa
produce siempre un desahogo afectivo.
De esta manera, al hilo de la propia exposición, se van
encontrando soluciones, o sencillamente se comprende una vez más
que a la vida quizá no se le puede pedir más de lo que en ese momento
nos da.
Si la persona que escucha es capaz además de esbozar
brevemente algún comentario inteligente y oportuno, es probable que
el otro, aunque a veces en ese momento quizá no lo valore demasiado,
al menos sí lo guarde en su memoria y le sirva de ayuda más adelante,
cuando reflexione sobre aquello, que lo hará.
—Pero a mucha gente le cuesta bastante depositar su confianza
en otros. Cuesta, por ejemplo, ganarse la confianza de los hijos a
determinadas edades, o de nuestros compañeros, o de nuestros
vecinos.
Si uno se esfuerza realmente en escuchar, y escuchar con deseo
de comprender, es fácil que se sorprenda al comprobar la confianza
con que se acaban manifestando las personas.
—O sea, que tiene su técnica y hay que aprenderla.
Sí, pero no es cuestión de técnica (aunque la hay).
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Ganarse la confianza
de una persona
ha de ser consecuencia
de un deseo sincero de ayuda.
De lo contrario, si buscáramos la confidencia de una persona sin
sinceridad, sin aprecio, sin importarnos realmente su dolor, esa
confidencia, si es que llegara a producirse, sería más bien una invasión
inmoral de la intimidad ajena, que dejaríamos expuesta y herida.
Ganarse la confianza requiere ser grandes escuchadores,
personas que saben mostrar una aceptación y comprensión tales que
quien habla no sienta reparo en ir descubriendo su intimidad, capa tras
capa, hasta llegar al lugar donde está supurando el problema, para
prestarle entonces nuestra ayuda desinteresada.
Desde el momento en que una persona adquiere confianza con
otra, se abre hacia el futuro un camino de mutua satisfacción. Cuando
una persona –por decirlo así– deja abierto el interruptor del circuito
comunicativo con otra, pocas veces desaprovechará la oportunidad de
hablar de sí misma, de sus inquietudes y de sus sentimientos. Y eso
ayuda mucho a hacer la vida verdaderamente humana.
Operaciones de cirugía
Hemos dicho que consolidar una relación de confianza –con un
amigo, con un compañero, con tu cónyuge, con uno de tus hijos–
requiere una buena dosis de paciencia, y que de ordinario no conviene
empujar ni presionar nada.
Sin embargo, hay situaciones más extraordinarias en las que las
cosas pueden ser algo distintas.
Por ejemplo, imagínate que has sabido a través de terceros que
una persona te oculta algo de importantes consecuencias y que, por su
bien y por el tuyo, es preciso aclararlo. Esto puede suceder en el
ámbito familiar con uno de tus hijos, porque descubres quizá unas
mentiras en cuestiones escolares, o pequeños robos, o que bebe más
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de la cuenta cuando sale con sus amigos, o incluso que ha hecho sus
primeras incursiones en el mundo de la droga, blanda o dura (y
sabemos bien que no se trata de posibilidades tan lejanas hoy para el
ciudadano medio). O puede sucederte en el ámbito laboral, porque
descubres una deslealtad de un compañero, o un atropello de tu jefe, o
una camarilla de críticas entre unos subordinados, o lo que sea. O
puede tratarse de una dificultad de entendimiento con tu cónyuge, tu
hijo o tu suegra. O a lo mejor eres un adolescente que por una serie de
detalles has visto ir deteriorándose la relación con tu padre o tu madre,
hasta hacerse muy desagradable. O estás pasando un momento difícil
en el noviazgo, o ves cómo una serie de agravios y malentendidos han
llegado a enfriar una relación de amistad antes muy gratificante.
Son todas ocasiones que pueden presentarse y se presentan con
cierta frecuencia. Es difícil dar reglas generales, pero en muchas de
ellas sería un error –a veces un daño grave– dejar pasar las cosas y
perder torpemente la oportunidad de tener una amplia conversación
clarificadora con la persona en cuestión. Las situaciones pueden ser
muy diversas, y es fácil que puedan en su comienzo resultarnos
costosas, e incluso algo violentas, y exijan por nuestra parte un cierto
ejercicio de fortaleza personal.
Lo que nunca conviene es
ignorar neciamente la realidad:
los problemas no desaparecen
por ignorarlos.
Las cosas que no se aclaran a su debido tiempo van formando
como un muro de escoria entre las personas, una barrera que se va
endureciendo poco a poco a base de inercias y cobardías, produciendo
incomprensiones y agravios cada vez más lacerantes, y es una lástima
dejar que ese muro crezca hasta hacerse inderribable.
Si vemos, por ejemplo, que alguien quizá no está siendo sincero
con nosotros, y hay motivos que reclaman una solución a esa situación
anómala, conviene afrontar el problema con decisión y lealtad. Será
preciso comprobar las cosas que parece que no cuadran, atar cabos,
contrastar, aclararse, hablar. Y no con una necia o dolida
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para recordar...
El éxito en la vida
viene de saber afrontar
las inevitables faltas de éxito
del vivir de cada día.
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no se almacena ni se ahorra;
pasa lenta pero inexorablemente;
es lo mejor repartido:
todo el mundo tiene
la misma cantidad cada día.
para ver...
§ La viuda de San Pierre (Patrice Leconte).
§ El patriota (Roland Emmerich).
§ Prueba de vida (Taylor Hackford).
para leer...
§ Stephen R. Covey, Los siete hábitos de la gente altamente
efectiva, Ed. Paidós.
§ Mario Clavel, Saber hablar, Ed. Rialp.
§ Carlos Ros, Los estudios y el desarrollo intelectual, Col.
Hacer Familia nº 17, Ed. Palabra.
para hablar...
Mantener una conversación entre los padres sobre cómo ayudar
a cada uno de sus hijos a sacar un mayor rendimiento de su tiempo y
de sus talentos personales.
Comentar en un rato de tertulia familiar algunas de las posibles
barreras a la comunicación que hay en la convivencia de la familia.
para actuar...
SITUACIÓN:
Natalia tiene 18 años y acaba de empezar su carrera
universitaria. Es una chica muy activa. Todo le atrae y le interesa. El
problema es que no sabe medir bien sus posibilidades y se ilusiona
con muchas cosas que nunca consigue terminar. Llega tarde a todo, se
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La historia no es útil
tanto por lo que nos dice del pasado
como porque en ella se lee el futuro.
J. B. Say
No tengo tiempo
Un hombre trabaja serrando árboles en un bosque. Pone mucho
empeño y, sin embargo, está angustiado por el bajo rendimiento que
obtiene de su prolongado esfuerzo. Cada día le lleva más tiempo
acabar su tarea, de modo que le sorprende la noche cuando aún le
quedan bastantes troncos por serrar.
En su afán por trabajar cada día más, no se da cuenta de que esa
lentitud se debe a que tiene muy gastado el filo de la sierra. Un buen
día se le acerca un compañero y le pregunta:
—Oye, ¿cuánto tiempo llevas con este árbol?
—Más de dos horas.
—Es raro que lleves tanto tiempo si trabajas a ese ritmo..., ¿por
qué no descansas un momento y afilas la sierra?
—No puedo parar, llevo mucho retraso.
—Pero luego irás más deprisa y pronto recuperarás los pocos
minutos que supone afilar la sierra.
—Lo siento, pero tengo mucho trabajo pendiente y no puedo
perder ni un minuto.
Y así concluyó aquella conversación.
Algo muy parecido a este diálogo se repite con frecuencia en el
interior de muchas personas preocupadas por problemas que afectan
seriamente a sus vidas. Se plantean que quizá deben mejorar su
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Preparación personal
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Cultura
La vida de un hombre sin cultura es como una llanura desértica.
La cultura nos facilita interpretar la realidad del mundo que nos rodea.
Con la cultura podemos despejar un poco de ese misterio que somos
cada hombre. La cultura enriquece al hombre, le lleva a profundizar en
sus raíces y en su historia. La cultura nos pone sobre la pista de
nuestro pasado, nos hace valorar lo que ha sido nuestra andadura sobre
la tierra –la nuestra personal y la de toda la historia del hombre–, y
nos empuja –si es verdadera cultura– hacia la verdad y, por ella, hacia
la libertad.
—Pero supongo que la cultura de un hombre no se improvisa.
Para llegar a tener un pensamiento y unas valoraciones profundas y
acertadas, será preciso dedicar mucho tiempo y esfuerzo.
Tiempo y esfuerzo, y también acierto, puesto que ser culto no es
tanto saber muchas cosas como tener una explicación coherente, y en
clave de verdad, de lo que es el hombre y el mundo que le rodea.
Lo importante no es tener muchos conocimientos, sino que esos
conocimientos nos ayuden a dar una respuesta acertada a los
problemas nuestros y de quienes nos rodean. Porque, de lo contrario,
¿de qué nos sirve tener muchos conocimientos, si luego resultan
fragmentarios y contradictorios, si no sabemos la verdad que pueda
haber en ellos? Sin un criterio de verdad, la multiplicidad de
conocimientos desemboca en una erudición simple y ramplona, pero
no en una verdadera cultura. Cultura es todo y sólo aquello que ayuda
al ser humano a ser plenamente hombre.
El término cultura viene del latín, del verbo colere: cultivar. Su
empleo era metafórico, y es Cicerón quien insiste en que al igual que
una tierra sin cultivar, por buena que sea, sólo produce abrojos, el
espíritu del hombre necesita ser ejercitado para producir los frutos que
le son propios.
Y para cultivarse cada día un poco más, el hombre ha de tener
un proyecto mínimamente definido. Cada uno ha de buscar una
síntesis personal de sus intereses y necesidades culturales, y de este
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Independencia y formación
—De todas formas, hay gente que piensa que formar a otros en
unos valores supone una imposición de esos valores. Dicen que
debería ser cada uno quien reconozca los que le interesen; que formar
a otros en unos valores determinados es forzar a las personas,
ahormarlas, someterlas a una influencia más o menos autoritaria y, en
esa medida, destructora de la originalidad personal.
Sin embargo, parece claro que toda nuestra existencia está tejida
con aportaciones de los demás, y que sería ridículo querer eludir de
modo absoluto su influencia. Basta pensar en el proceso que sigue
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Apertura y receptividad
Es un triste error pensar que cualquier cosa que hagamos, para
que sea verdaderamente personal, debe hacerse de modo totalmente
original y solitario, ajeno a toda influencia o colaboración.
Como si cualquier influencia
atentara de inmediato
contra nuestra personalidad.
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mantener después una actitud despierta ante ellas. Para lograrlo resulta
preciso superar el orgullo y la pereza, mantener la necesaria frescura
de imaginación y proceder con una cabal aceptación de las exigencias
de la verdad que vayamos percibiendo.
Y quien asume la tarea de formar, ha de procurar siempre hacer
pensar, pues formar no es modelar desde fuera el espíritu del otro a
nuestra imagen y semejanza.
Formar es
despertar en su interior
al artista latente que esculpirá
desde dentro su obra.
Y eso aunque el resultado sea una obra imprevisible para
nosotros, e incluso extraña a nuestros deseos. Mediante la formación
no tratamos de conseguir la realización de unos actos determinados, ni
buscamos simplemente transmitir unos criterios de conducta, por
acertados que estos fueran. Se trata de buscar en cada persona el
desarrollo más plenamente humano de sus capacidades, de modo que
de ahí fluya con naturalidad un modo de ser y de actuar acorde con la
formación que se ha ido asimilando.
Cuidado del espíritu
Todos tenemos un conjunto de verdades y de valores que nos
inspiran, unas creencias que dan sentido a nuestra vida; y la gran
mayoría de las personas tienen, además, una fe que llena de luz su
existencia. En todo caso, siempre hay un espíritu que cultivar, y cuya
renovación y cuidado exige una dedicación de tiempo.
—Supongo que se trata de otra de esas muchas ocupaciones del
famoso cuadrante II, que no apremian con urgencia pero son
realmente importantes.
En efecto, aunque en este caso habría que decir que son algo
más, puesto que no son simplemente ocupaciones –aunque las
supongan–, sino sobre todo algo que ha de impregnar por completo
nuestra vida.
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de acertar en la diana.
Y es verdad que hay muchos periodos más tranquilos, de cierto
respiro, de mayor calma, pero también hay otros momentos de largas
carreras, en los que todo parece muy difícil, y podemos llegar a estar
cansadísimos, y desanimarnos.
Son ocasiones en las que notamos el desgaste de un esfuerzo
continuado en determinada dirección, y la tentación que nos acecha es
muy sencilla: dejar de correr.
Cuando esto sucede, hemos de pensar que, como el león o como
la gacela, es preciso seguir corriendo si es que queremos sobrevivir.
En eso la vida no va a cambiar. Bueno, mejor dicho: cambiará si nos
paramos, porque ese será el principio del fin.
Forjar con acierto el propio carácter no es una tarea fácil ni
rápida. Sin embargo, es posible y asequible a cualquiera, y, sobre
todo, es decisiva para el resultado de nuestra existencia.
Es preciso centrar nuestra vida en principios y valores
acertados, pero después hay que cultivar con paciencia esa buena
simiente, sin desfallecer.
Hay que irrumpir con decisión
en esas zonas cómodas y oscuras
de nuestra vida, donde buscan cobijo
nuestros errores y debilidades,
para arrancar de allí la maleza
y lograr que no gane terreno en nuestra vida.
Si acometemos esa tarea con empeño, constancia y
deportividad, en poco tiempo nos sorprenderemos del resultado.
para recordar...
Forjar con acierto el propio carácter
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OBJETIVO:
Superar esa insustancialidad.
MEDIOS:
Fomentar intereses y aficiones de mayor nivel.
MOTIVACIÓN:
Hacerle ver el atractivo de ser una persona cultivada, y del
mismo hecho de cultivarse.
HISTORIA:
Los padres de Luis ven que su hijo apenas lee, que no le
preocupa la actualidad, ni la historia, ni el pensamiento. Comprenden
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que una persona así tendrá serios problemas a medio o largo plazo, si
no cambia.
Es la madre quien más insiste en que no pueden permanecer
pasivos: ―Hemos de hacer algo para que se ilusione con cosas un poco
más altas, con más contenido. Tiene 16 años, y no podemos dejar que
esto siga así, porque va a más‖.
Su marido es bastante escéptico respecto a ese empeño: ―Si no
le interesan esas cosas, poco podemos hacer. La gente joven de hoy es
así. Ya madurará‖. Pero ella no está de acuerdo: ―No podemos
quedarnos tranquilos pensando que la culpa es suya por no interesarse
por esas cosas: nuestro reto es interesarle por esas cosas‖.
Finalmente estuvieron de acuerdo en hacer algo. Pensaron que,
para ser sinceros, los primeros culpables eran ellos, pues llegaban los
dos muy cansados de trabajar, y el poco tiempo libre que tenían lo
dedicaban a ver la televisión. Tuvieron la honradez de reconocer que
ellos mismos ponían poco empeño en cultivarse y, en el fondo, vivían
de las rentas.
Además, pensaron que no basta con decir a los hijos que lean,
que se organicen, que se dejen de tonterías... Tenían que ir ellos por
delante, porque de otra manera sería difícil cambiar las cosas.
Se propusieron hacer que en la casa hubiera un tono más alto,
que se trataran más cuestiones de tipo cultural, temas de cierta
envergadura, que dieran una mayor amplitud de miras.
Empezaron por encender la televisión sólo para programas
concretos de interés, y apagarla luego enseguida.
Compraron libros, pero poco a poco, y asegurándose de que
fueran interesantes y asequibles a un tiempo, pues no querían limitarse
a recomendar genéricamente la lectura, sino recomendar títulos
concretos; y veían que si fallaban en los primeros consejos
bibliográficos perderían su prestigio como promotores de la lectura.
Procuraron poner imaginación para hacer planes culturales.
Querían hacerlos con sus hijos, y organizarlos con ellos, pero sin
dárselos hechos. Al principio parecía difícil encontrar ideas del gusto
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