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La parábola de las diez minas (“cinco kilos de plata” en la versión NTV) se da en el

lugar de trabajo de las altas finanzas. Un noble rico —que pronto sería poderoso—
hace un viaje largo para ser coronado como rey. La mayoría de sus ciudadanos lo
odiaban y enviaron el mensaje de que se oponían a esa coronación (Lc 19:14). En
su ausencia, este hombre les encarga a tres de sus siervos que inviertan su dinero,
de los cuales dos toman el riesgo de invertirlo y obtienen ganancias generosas,
pero el tercero tiene miedo de arriesgarse y por eso pone el dinero en un lugar
seguro y no obtiene ganancias. Cuando el señor regresa, se ha convertido en rey de
todo el territorio y decide recompensar a los dos siervos que ganaron dinero para
él dándoles un ascenso a posiciones altas. Sin embargo, castiga al tercer siervo por
haber guardado el dinero que no produjo ganancias. Entonces, ordena que todos
los que se opusieron a él sean asesinados en su presencia.
Jesús cuenta esta parábola justo antes de ir a Jerusalén, en donde fue coronado
como rey (“¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor!” Lc 19:38) pero
poco después fue rechazado por su pueblo. Esto identifica a Jesús con el noble de
la parábola y a la multitud que grita “¡Crucifícale!” (Lc 23:21) con las personas que
se oponen a la coronación del noble.  Por esto sabemos que las personas han
juzgado muy mal al que pronto será su rey, a excepción de los dos siervos que
trabajan diligentemente en su ausencia. En este contexto, la parábola nos advierte
que debemos decidir si creemos en realidad que Jesús es el rey designado por Dios
y estar preparados para soportar las consecuencias de nuestra decisión ya sea de
servirle o de oponernos a Él.[1]
Esta parábola deja claro que los ciudadanos del reino de Dios tienen la
responsabilidad de trabajar por las metas y propósitos de Dios. En esta parábola, el
rey les dice directamente a sus siervos lo que espera que hagan, que es invertir su
dinero. Este llamado o mandato específico aclara que predicar, sanar y evangelizar
(los llamados de los apóstoles) no son las únicas actividades a las que Dios llama a
las personas. Por supuesto, no todos en el reino de Dios son llamados a ser
inversionistas y en esta parábola, solo son tres personas las que deben ejercer esta
labor. El punto es que reconocer a Dios como rey exige que trabajemos por Sus
propósitos en nuestro entorno laboral, cualquiera que sea.
Desde este punto de vista, la parábola sugiere que si decidimos aceptar a Jesús
como rey, debemos esperar que haya riesgo en nuestro camino. Los siervos que
invirtieron el dinero de su señor enfrentaron el riesgo de ser atacados por los que
rechazaban la autoridad del señor. Además, enfrentaron el riesgo de decepcionar a
su señor haciendo inversiones que causaran pérdidas. Incluso su éxito los expone al
riesgo, ya que ahora que lo han probado y han sido ascendidos, se arriesgan a
volverse codiciosos o que el poder se les suba a la cabeza. También enfrentan el
riesgo de que sus próximas inversiones —que tendrán sumas mucho más altas—
fracasen y los expongan a consecuencias mucho más severas. Habitualmente, en la
práctica de negocios (y deportes) anglo-estadounidenses, los Directores ejecutivos
(y los entrenadores principales) son despedidos cuando hay resultados mediocres,
mientras que los que tienen posiciones de más bajo nivel solo son despedidos por
causa de un desempeño excepcionalmente deficiente. Ni el fracaso ni el éxito son
seguros en esta parábola y tampoco en el lugar de trabajo actual. Es tentador
querer protegerse, cubrirse y buscar una forma segura de acomodarse al sistema
mientras que se espera que las cosas mejoren. Pero esconderse es una acción que
Jesús condena en esta parábola. El siervo que trata de evitar el riesgo es señalado
como infiel. No se nos dice qué habría ocurrido si los otros dos siervos hubieran
perdido el dinero en sus inversiones, pero la implicación es que todas las
inversiones hechas en servicio fiel a Dios son agradables para Él, sea que alcancen o
no su resultado deseado.
(Para consultar una discusión acerca de la parábola similar de los talentos,
ver “Mateo 25:14–30” en “Mateo y el trabajo”).
Tanto el Evangelio de Mateo como el de Lucas cuentan la historia de un hombre
adinerado que, en preparación para una larga ausencia, entregó a sus servidores
ciertas sumas de dinero que administrar en su nombre [1]. En el Evangelio de Lucas,
Jesús cuenta la parábola estando en Jericó, de camino a Jerusalén, poco antes de que
lo crucificaran. Acaba de comer con Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos. A
la multitud que seguía a Jesús le pareció ofensivo que fuera a la casa de un
aborrecido recaudador de tributos, ya que estos eran considerados pecadores que
habían traicionado a Israel. Durante la comida, Zaqueo anunció que devolvería el
dinero que había cobrado injustamente en el curso de su trabajo como recaudador de
impuestos. Al oírlo, Jesús dijo que aquel día había llegado la salvación a la casa de
Zaqueo y que el Hijo del Hombre había ido «a buscar y a salvar lo que se había
perdido»[2]. Ese es el contexto en que contó la siguiente parábola.
Prosiguió Jesús y dijo una parábola, por cuanto estaba cerca de Jerusalén y ellos
pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente.
Jesús se dirigía a Jerusalén para celebrar allá la Pascua y se encontraba en Jericó, a
tan solo 29 kilómetros. El pueblo judío tenía la esperanza de que el Mesías —una
persona del linaje del rey David, el cual había gobernado mil años antes— fuera
coronado rey en Jerusalén. Se creía que el Mesías restauraría la majestad del reino
de David y libraría a Israel de opresores extranjeros. Cuando Jesús llegó a Jerusalén,
se juntó delante y detrás de Él una muchedumbre que gritaba: «¡Hosana al Hijo de
David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las
alturas!»[3] Todos esperaban que el fin del dominio de los odiados romanos —y el
establecimiento del reino de Israel con el Mesías como rey— estuviera a la vuelta de
la esquina.
Si bien Jesús había anunciado a Sus discípulos que en Jerusalén lo matarían, ellos no
lo entendieron, pues tenían las típicas expectativas judías en cuanto al Mesías [4]. Los
seguidores de Jesús estaban emocionados imaginándose Su entrada en Jerusalén y
Su posible enaltecimiento. Jacobo y Juan tenían la mirada puesta en un futuro
inmediato cuando le pidieron a Jesús que les permitiera sentarse uno a su derecha y
otro a su izquierda en Su gloria[5].
Dijo, pues: «Un hombre noble se fue a un país lejano para recibir un reino y volver.
Llamó antes a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: “Negociad entre
tanto que regreso”. Pero sus conciudadanos lo odiaban y enviaron tras él una
embajada, diciendo: “No queremos que este reine sobre nosotros”».
Es posible que en esta parábola Jesús estuviera aludiendo a un episodio reciente de
la historia judía. Los dirigentes de los países vasallos de Roma tenían que solicitar al
emperador romano permiso para gobernar. Herodes el Grande, que era rey en Israel
cuando nació Jesús, fue a Roma en el año 40 a. C. para pedirle al emperador
Augusto que lo nombrara rey. Al morir él, dejó la región de Galilea a su hijo Antipas
para que la gobernara; y dejó Samaria, Idumea y Judea a otro hijo suyo, Arquelao,
que en el año 4 a. C. fue a Roma para que lo confirmaran en su cargo. Como la gente
sabía que Arquelao era un dirigente duro, una delegación compuesta por 50 judíos
prominentes viajó a Roma para pedirle al emperador que no permitiera que Arquelao
reinara. Aun así, el emperador le entregó esa región, pero no lo nombró rey, sino que
le dio el título de etnarca, sobreentendiéndose que si gobernaba bien se le conferiría
el título de rey. Sin embargo, al cabo de diez años el emperador lo destituyó. Cuando
José y María, los padres de Jesús, regresaron a Israel tras haberse refugiado en
Egipto por un tiempo, no se sintieron seguros volviendo a Belén, que está en Judea,
porque Arquelao gobernaba esa región. Por eso se instalaron en Nazaret de
Galilea[6].
La situación del noble de la parábola que se va a un país lejano para recibir un reino
se entendería como similar a la de una persona que fuera a solicitar al emperador
romano que lo nombrara rey de un país. En la parábola, evidentemente hay paisanos
del noble que lo odian y no quieren que reine sobre ellos, tanto así que envían una
delegación para persuadir a la autoridad superior de que no lo nombre rey.
Antes de salir de viaje, el noble llama a diez servidores y le entrega a cada uno
una mina. Una mina representaba el salario trimestral de un obrero, así que la suma
que le entrega a cada uno equivale a la paga por cien días de trabajo. Si bien no se
trata de una cantidad enorme, les da claras instrucciones de que empleen ese dinero
para hacer negocios hasta que él regrese.
En el evangelio de Mateo, la parábola cuenta que a los servidores se les entregaron
talentos: cinco a uno, dos a otro y uno al último. El talento era una unidad monetaria
que valía entre 60 y 90 libras de plata u oro. Según el metal que se usara, un talento
equivalía a 60 libras o minas, o sea, el salario que percibía un obrero por 6.000 días
de trabajo, o aproximadamente lo que ganaba en veinte años [7]. (El valor de la mina
o del talento no afecta en absoluto el sentido de la parábola.)
El noble del Evangelio de Lucas espera regresar como rey, aunque la delegación
confía en evitarlo. Entre la población del reino, es lógico que la incertidumbre de si
llegará a ser rey o si la delegación conseguirá impedirlo dé lugar a una situación
política algo inestable. Los servidores del noble que hagan negocios en su nombre o
representación estarán revelando, en esencia, su alineamiento con él. Sin duda los
enemigos del noble tomarán nota de los que le son leales, y si logran que otro sea
nombrado rey, los amigos del noble podrían correr peligro. En una época de
inestabilidad, mucha gente opta por no llamar la atención y enterrar su dinero y
objetos de valor —en vez de arriesgarse a perderlos— hasta que la situación política
se estabilice[8]. No obstante, a los servidores del noble se les manda emplear las
minas para hacer negocios.
Resulta que la delegación no logra su cometido, y cuando el noble vuelve a su país
ha sido nombrado rey.
Aconteció que, al regresar él después de recibir el reino, mandó llamar ante él a
aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo que había
negociado cada uno. Se presentó el primero, diciendo: «Señor, tu mina ha ganado
diez minas». Él le dijo: «Está bien, buen siervo; por cuanto en lo poco has sido fiel,
tendrás autoridad sobre diez ciudades». Llegó otro, diciendo: «Señor, tu mina ha
producido cinco minas». También a este dijo: «Tú también sé sobre cinco
ciudades».
Las parábolas son breves y dan un mínimo de detalles; de ahí que, aunque eran diez
los servidores que recibieron minas, solo se nos habla del desempeño de tres. Por la
forma de responder de los dos primeros, está claro que entendieron que la mina que
se les entregó le pertenecía al rey, así como la ganancia que obtuvieron negociando.
El primero anuncia: «Señor, tu mina ha ganado diez minas», y el segundo dice que
la mina de su señor ha ganado cinco.
Al realizar negocios conforme a las instrucciones del rey, esos servidores
demostraron su lealtad. Su forma de proceder no solo fue leal, sino que podría
considerarse también valiente, pues a pesar de la inestable situación política y de las
personas que detestaban al futuro rey, se encargaron de sus asuntos y lo hicieron
bien.
A esos servidores buenos y fieles se los premia por su lealtad, obediencia y valor.
Como recompensa, reciben autoridad y potestad sobre algunas de las ciudades del
reino del nuevo rey: el primero, sobre diez; el segundo, sobre cinco.
En cambio, las acciones y la respuesta del tercer servidor son bien diferentes.
Se presentó otro, diciendo: «Señor, aquí está tu mina, la cual he tenido guardada en
un pañuelo, porque tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo que tomas lo
que no pusiste y siegas lo que no sembraste».
En la versión de Mateo, el servidor desobediente entierra el dinero; según el derecho
rabínico, esa era la forma más segura de proteger contra robos un objeto de valor. Si
una persona a la que se confiaba un objeto de valor lo enterraba inmediatamente,
quedaba libre de responsabilidad en caso de que el objeto fuera robado. En esta
versión, el servidor envuelve el dinero en un paño tejido de aproximadamente un
metro cuadrado. El derecho rabínico establecía que quien guardara dinero en una
tela era responsable de reponerlo en caso de pérdida[9].
El tercer servidor era consciente de que él era responsable del dinero, y no lo invirtió
por miedo a perderlo y sufrir un castigo a manos del rey. Esa forma de proceder fue
una contravención de las instrucciones que había dado el rey, pues él les mandó
negociar con las minas. La justificación del servidor para no seguir las instrucciones
originales del rey fue que se sintió intimidado por el rey y por el buen ojo que este
tenía para los negocios. Las inversiones del rey obtenían grandes ganancias, no
como resultado de su propio esfuerzo, sino del trabajo de los demás. En vez de
invertir el dinero, tuvo miedo, lo guardó, y no ganó nada.
La respuesta del rey no es nada agradable.
Entonces él le dijo: «Mal siervo, por tu propia boca te juzgo. Sabías que yo soy
hombre severo que tomo lo que no puse y siego lo que no sembré. ¿Por qué, pues,
no pusiste mi dinero en el banco para que, al volver, lo hubiera recibido con los
intereses?»
El rey lo recrimina, usando las propias palabras del servidor en contra de él. Si eso
era lo que pensaba del rey, debería haber sabido que este esperaría que la mina a su
regreso hubiera producido alguna ganancia. Si el servidor temía perder el dinero en
alguna inversión arriesgada, podría haber ganado un poco entregando los fondos a
los que cambiaban dinero de una moneda a otra cobrando una comisión, o hacían
préstamos con interés. Eso no habría requerido ningún trabajo por parte del servidor,
y aunque no habría obtenido las ganancias de 1.000% del primero ni las de 500% del
segundo, al menos habría conseguido algo. Sin embargo, le falló al rey, porque no
entendió su forma de pensar.
No es que tuviera malas intenciones: quería evitar la pérdida de lo que se le había
confiado; pero no cumplió las expectativas ni las órdenes del rey. Hubiera debido
estar dispuesto a aventurarse, a correr algunos riesgos con el fin de lograr ganancias.
Los otros dos servidores lo entendieron claramente, actuaron en consecuencia y
fueron premiados. Aparte de la contravención de las órdenes del rey y la
malinterpretación de su forma de pensar, quizá hubo cierta vacilación o miedo de
hacer negocios en nombre del noble por si acaso otro era nombrado rey.
El rey juzga sumariamente al tercer servidor.
Y dijo a los que estaban presentes: «Quitadle la mina y dadla al que tiene las diez
minas». Ellos le dijeron: «Señor, tiene diez minas». «Pues yo os digo que a todo el
que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará».
Así que le quitan la mina a este servidor y se la dan al primero. Los que presencian
la escena ponen objeciones; pero el rey replica que los que demuestren su fidelidad
con lo que se les ha dado recibirán más, mientras que los que no sean fieles perderán
lo que hayan recibido.
La parábola, entonces, pasa a hablar de los enemigos del rey.
«Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinara sobre ellos,
traedlos acá y decapitadlos delante de mí».
El rey manda matar a sus enemigos, lo cual debió de traer a la memoria las acciones
de Arquelao, que hizo ejecutar a los que se le oponían. En el lenguaje parabólico, se
trata de una advertencia de castigo. No es necesariamente una representación realista
del juicio venidero, pero sí una afirmación de que habrá un juicio. Si bien el juicio
no es un aspecto de las enseñanzas de Jesús que la mayoría encuentre confortante e
inspirador, constituye una parte importante de las mismas. A través del Antiguo y
del Nuevo Testamento, la Palabra de Dios habla tanto de salvación como de castigo.
Al leer las Escrituras entendemos que Jesús, que voluntariamente dio la vida por
nosotros, fue de hecho sacrificado por nuestros pecados, para que los que lo
aceptamos nos libremos del castigo venidero[10].
Entonces, ¿qué enseña esta parábola?
Varias cosas; pero comencemos por las enseñanzas que habrían sacado los oyentes
originales. Es probable que comprendieran que todo lo que tiene una persona le
pertenece a Dios, que cada uno de nosotros administra lo que ha recibido —
incluidas sus habilidades y cualidades— y que Dios espera que usemos todo eso de
acuerdo con los mandamientos que Él da en las Escrituras.
Podemos preguntarnos: ¿Cómo aprovecho los dones que Dios me ha dado en esta
vida, sabiendo que tengo el deber de usarlos prudentemente? ¿Reconozco que todo
lo que tengo le pertenece a Dios? ¿Lo aprovecho de acuerdo con las instrucciones
que Él nos ha dado?
Algo más que pudieron entender los que estaban presentes cuando Jesús contó este
relato es que Él les estaba indicando que esa expectativa de que Él, como rey judío o
mesías terrenal, fuera a liberar enseguida a Israel de sus opresores romanos era
errónea. Y 25 o 30 años más tarde, cuando se escribió el Evangelio de Lucas, los
lectores debieron de entender que la parábola también se refería al período de
tiempo entre la ascensión de Jesús y Su retorno prometido, llamado con frecuencia
Su segunda venida y conocido también como la parusía, término griego que
significa llegada o venida. Todos los Evangelios se escribieron décadas después de
la muerte y resurrección de Jesús, por lo cual los que los leemos disponemos de más
datos para interpretar el hecho de que el rey se ausentara y luego regresara:
comprendemos que aunque Jesús ahora se ha ido, volverá; y que Él abriga ciertas
expectativas con relación a los dones y talentos que Dios nos ha concedido.
Las minas, que representan los dones de Dios, se nos entregan para probarnos.
¿Serán fieles con ellas los siervos de Dios? ¿Serán leales al rey que esperan y creen
que volverá, a pesar de que muchos esperan y creen que nunca volverá? ¿Harán
negocios en Su nombre? ¿O actuarán de forma temerosa? Si son fieles y leales, si
siguen Sus mandamientos, serán premiados, como los servidores a los que se les
confió el gobierno de diez o de cinco ciudades. Y si no somos fieles, aunque no
perderemos nuestra salvación, dice la parábola que pagaremos las consecuencias de
haber contravenido las órdenes del rey.
Aunque la iglesia primitiva y muchos cristianos a lo largo de los últimos dos
milenios esperaban que el regreso de Jesús fuera inminente, esta parábola presenta
profundos principios por los que regir nuestra vida mientras aguardamos Su retorno.
Debemos vivir de una manera que esté en armonía con Sus instrucciones —la
Palabra de Dios— y con la expectación de verlo cara a cara, ya sea cuando Él
regrese o cuando comparezcamos ante Él al abandonar esta vida. La fecha de Su
retorno no es tan importante como nuestra forma de vivir mientras lo aguardamos.
Cada uno de nosotros es responsable de su conducta, de lo mucho o de lo poco que
aplique las enseñanzas de la Escritura y del grado en que decida amar y seguir a
Dios. Como partidarios de Jesús, como discípulos y cristianos, cada uno de nosotros
tiene conocimiento de las instrucciones divinas para vivir a Su servicio y para Su
gloria. La pregunta es: ¿Seguimos tales instrucciones? ¿Nos regimos por Sus
enseñanzas y principios? ¿Hacemos resueltamente lo que Dios nos ha indicado, de
modo similar a cómo obedecieron los servidores que ganaron diez y cinco minas?
Aunque la Biblia enseña claramente que los cristianos no perdemos nuestra
salvación, también señala que existen diversos grados de recompensas para los
cristianos y que cada uno de nosotros comparecerá ante Cristo para rendir cuentas de
su vida. Nuestra forma de vivir sobre el fundamento —Jesús— es importante.
Si alguien edifica sobre este fundamento con oro, plata y piedras preciosas, o con
madera, heno y hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta, porque el día la
pondrá al descubierto, pues por el fuego será revelada. La obra de cada uno, sea la
que sea, el fuego la probará. Si permanece la obra de alguno que sobreedificó, él
recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quema, él sufrirá pérdida, si bien él
mismo será salvo, aunque así como por fuego[11].
Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para
que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea
bueno o sea malo[12].
Somos administradores de la vida que Dios nos ha concedido. Por amor y
misericordia nos ha dado salvación a través de Su Hijo, que dio la vida por todos
nosotros. Jesús, nuestro Rey, volverá un día para juzgar si hicimos lo que nos
encargó. Vivamos todos a la manera de los servidores fieles que acataron las
instrucciones del rey, para que a todos se nos diga: «¡Está bien, buen siervo!»[13]

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