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EL CONTEXTO DEL DERECHO

Nino, Carlos Santiago. Introducción al análisis del derecho. Ed. Astrea, 2015.
(Texto adaptado con fines educativos)

En la unidad anterior, buscamos comprender -desde diferentes perspectivas- qué es el


derecho. En los párrafos siguientes, seguiremos indagando sobre el tema, pero abordaremos el
estudio desde el enfoque del fenómeno y la experiencia jurídica. Comencemos.
El derecho, como el aire, está en todas partes. Por ejemplo, puede ser que hoy usted se haya
contenido de ejercitar su agradable voz bajo la ducha, recordando que vecinos con poca
sensibilidad artística podrían hacer valer ciertas ordenanzas contra los ruidos molestos;
probablemente usted haya celebrado un contrato tácito de transporte al ascender a un ómnibus
público o, si ha conducido su automóvil, habrá seguido, algunas reglamentaciones y habrá hecho
uso de la facultad jurídica de transitar por la vía pública; es casi seguro que usted debe haber
celebrado hoy varios contratos verbales de compraventa (al adquirir, por ejemplo, vestimenta o
golosinas) y de locación de obra (al llevar, por ejemplo, su celular al servicio técnico); la
organización donde usted trabaja o estudia está seguramente estructurada según una serie de
disposiciones legales; si usted tiene que hacer un trámite quizá no advierta que cada uno de sus
complejos pasos está prescripto por normas jurídicas.
Todos estos contactos con el derecho le ocurrirán a usted en un día normal; piense en cuánto
más envuelto en el derecho estará usted cuando participe de algún suceso trascendente, como
casarse, comprar un inmueble o ser demandado judicialmente. Esta omnipresencia del derecho y la
circunstancia de que él se manifiesta como una parte o aspecto de fenómenos complejos, hace que
sea muy difícil aislarlo conceptualmente para explicar su estructura y funcionamiento.
Es tentador buscar ese aislamiento conceptual por el lado de la finalidad, preguntándonos cuál
es el objeto característico de esta vasta y complicada maquinaria social que llamamos "derecho".
Pero no es fácil encontrar una respuesta a esta pregunta si nos negamos a dejarnos llevar por la
fantasía y evitamos las fórmulas vacías (como "el objeto del derecho es regular la conducta
humana"). Por supuesto que cada uno de los actos que ponen en movimiento esa maquinaria tiene
una intención definida de muy distinta índole (o sea, los propósitos diversos que mueven a los
legisladores a dictar leyes, a la gente a celebrar contratos o a casarse, etc.), pero es mucho menos
obvio que el conjunto del orden jurídico satisfaga algún propósito definido de alguien.
El derecho, como muchas otras instituciones sociales, contribuye a superar dificultades que
están relacionadas con ciertas circunstancias básicas de la vida humana. Esas circunstancias, que
han sido vívidamente señaladas por autores como Hobbes y últimamente por H. L. A. Hart,
incluyen la escasez de recursos -que hace que no puedan satisfacerse las necesidades y deseos
de todos- , la vulnerabilidad de los seres humanos ante las agresiones de otros, la relativa similitud
física e intelectual de los hombres -que hace que ninguno pueda, por separado, dominar al resto-,
la relativa falta de simpatía de los hombres hacia las necesidades e intereses de los que están
fuera de su círculo de allegados, la limitada racionalidad de los individuos en la persecución de sus
propios intereses, el insuficiente conocimiento de los hechos, etcétera.

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Estas circunstancias llevan a los hombres, al mismo tiempo, a entrar en conflicto y a buscar la
cooperación de otros. Las mismas circunstancias que generan conflictos entre los individuos son
las que los mueven a colaborar mutuamente para eliminar o reducir los factores que determinan el
enfrentamiento y limitar algunas de sus consecuencias más desastrosas.
El derecho cumple la función de evitar o resolver algunos conflictos entre los individuos y de
proveer de ciertos medios para hacer posible la cooperación social. Esto no quiere decir que las
funciones mencionadas estén siempre en la mente de todos los actores en el proceso jurídico.
Muchas veces, los propósitos que los mueven están muy lejos de coincidir con estas funciones. Ni
todo sistema jurídico cumple con estas funciones en forma adecuada, ni que algunos aspectos de
un sistema jurídico no puedan ser causa de nuevos conflictos y trabar la cooperación social; ni que
no haya otras exigencias que un orden jurídico deba satisfacer para ser valorado positivamente.
Pero decir que el derecho contribuye a superar algunos conflictos y a lograr cierto grado de
cooperación social no es decir mucho, puesto que, como se verá, también se alega que la moral
cumple la misma función de contrarrestar las circunstancias que llevan a los hombres a enfrentarse
entre sí y a no colaborar mutuamente en el grado necesario. Lo importante es determinar de qué
forma el derecho satisface esa función.
Hay, a primera vista, dos elementos que parecen ser característicos de la forma en que el
derecho consigue persuadir a los hombres de que adopten comportamientos no conflictivos y
cooperativos y generar un sistema de expectativas que faciliten esos comportamientos: la
autoridad y la coacción.
En primer lugar, el derecho establece órganos o instituciones encargadas de indicar cuáles
son las conductas genéricas que se supone deseables y de resolver, en casos particulares,
conflictos que se hayan generado por falta u oscuridad o por desviación de aquellas directivas
generales. Las reglas que los órganos jurídicos establecen están dirigidas tanto a disuadir a los
hombres de realizar ciertas conductas (como la de lastimar a otros), como a promover
determinadas expectativas a partir de la ejecución de ciertos actos (como la expectativa de recibir
una suma de dinero si otro formuló palabras que implican un compromiso a tal efecto).
La autoridad de estas reglas generales y de las decisiones que ponen fin a conflictos
particulares no depende del todo, a diferencia de las reglas y decisiones de índole moral, de su
calidad intrínseca, sino, en gran medida (aunque no exclusivamente) de la legitimidad de los
órganos en que se originan.
Por supuesto que el grado de conformidad con las directivas y decisiones jurídicas, sobre la
base de la legitimidad de los órganos que las dictaron, dependerá de hasta qué punto las
concepciones morales de la gente concurren en considerar legítimos a tales órganos, y en qué
medida la población esté dispuesta a observar lo prescripto por autoridades que considera
legítimas. Para los súbditos y funcionarios que están así dispuestos, las razones operativas que
los mueven a actuar según lo prescripto son razones morales, y el hecho de que ciertos órganos
hayan ordenado o decidido alguna cosa y no otra, es sólo una circunstancia que incide en la
particularización de aquellas razones morales. Para estos súbditos y funcionarios, el derecho
aparece como una extensión de su sistema moral; las normas jurídicas gozan de la misma validez
que las pautas morales, ya que esa validez deriva, en realidad, de ciertos principios valorativos que
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otorgan legitimidad a los órganos jurídicosen cuestión.
Que este tipo de disposición se dé en buena parte de los súbditos y funcionarios de un orden
jurídico es una condición necesaria para que éste se mantenga y alcance cierta estabilidad. Pero
difícilmente un orden jurídico pueda mantenerse sólo sobre la base de las creencias y actitudes
relacionadas con la legitimidad moral de sus disposiciones. Hay, por cierto, en toda comunidad un
grado menor o mayor de divergencia moral e ideológica que determina que muchos no tengan
razones morales para obedecer las prescripciones jurídicas. Por otro lado, es obvio que, mientras
los hombres sean como son, siempre habrá gente que no estará inclinada a obrar según sus
razones morales, sino según otro tipo de razones, como las de autointerés.
Esto hace necesario buscar la forma de que la obediencia a las prescripciones jurídicas sea
en interés de quienes las observan. Para que eso ocurra, aun en los casos en que la conducta
prescripta sea, en sí misma, contraría al autointerés del agente, debe prometerse o bien una
recompensa para el caso de obediencia o bien un castigo (promesas que deben cumplirse para
ser creíbles) que compensen el interés por abstenerse de la acción indicada. Por razones
prácticas, en la mayoría de los casos, aunque no en todos, se suele preferir, en la búsqueda de
conformidad con las directivas jurídicas, la técnica de motivación a través del castigo más que a la
que envuelve la promesa de premios. Esto implica recurrir a la coacción.
El Estado, que detenta un monopolio de la fuerza disponible en una sociedad, por un lado,
emplea esa fuerza para persuadir a la gente de actuar de modo de satisfacer fines y objetivos
establecidos por los órganos competentes, y, por otro lado, pone esa fuerza a disposición de los
particulares para que hagan valer los esquemas de cooperación en que hayan entrado
voluntariamente en persecución de sus fines particulares.
Hay, entonces, directivas jurídicas cuya desviación está amenazada con el empleo de la
coacción estatal, y otras en las que es necesario satisfacer ciertos requisitos si se quiere contar con
la coacción estatal para, por ejemplo, hacer efectivo un arreglo privado. En todo caso, la necesidad
de evitar o de contar con el respaldo de la coacción proporciona razones prudenciales que pueden
ser efectivas cuando no lo son las razones de índole moral. Para los que sólo tienen presente
razones prudenciales para observar lo prescripto por el derecho, este aparece más bien como una
serie de reacciones probables de ciertos funcionarios que, según sea el caso, es preciso eludir o
promover.
El derecho vigente tiene que ser tomado en cuenta, ya sea en virtud de razones morales o
prudenciales, y desde el razonamiento práctico -o sea el razonamiento dirigido a elegir un curso de
acción- de quienes son destinatarios de sus directivas. Entre esos destinatarios hay un grupo de
funcionarios -los jueces- que ocupan, por varias razones, un lugar central en la comprensión del
fenómeno jurídico.
Los jueces deben decidir, según lo establecen ciertas normas del sistema jurídico, si ciertas
otras reglas son aplicables a casos particulares que se les plantean para su resolución, y deben
disponer, en algunos casos, la ejecución de las consecuencias que esas reglas disponen. Las
decisiones de los casos planteados pueden ser justificadas, generalmente, en las reglas del
sistema jurídico. Pero la decisión de aplicar tales reglas no puede ser justificada sobre la base de
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ellas mismas, ya que las reglas jurídicas no proporcionan razones para que ellas deban ser
aplicadas. La decisión de aplicar el derecho puede estar motivada por razones prudenciales, pero
es obvio que los jueces no pueden justificar decisiones que afectan a terceras personas en meras
consideraciones de autointerés.
Tal como vimos en el Módulo I, los jueces, como todas las demás personas moralmente
responsables, no pueden eludir justificar, frente a sí mismos y frente a los demás, sus decisiones
sobre la base de razones morales. Generalmente habrá razones morales fuertes que indican aplicar
las normas de un sistema jurídico vigente; pero habrá casos excepcionales en que esas razones se
vean contrapesadas por razones morales que presionan en diferente dirección. Esta situación
ineludible de los jueces hace que ellos tiendan, más que otra gente, a ver el derecho como una
prolongación de concepciones morales que consideran válidas, y a las normas jurídicas como
moralmente justificadas, las cuales deben reconocer y aplicar.
El punto de vista de los jueces frente al derecho contrasta notablemente con el de quienes
ocupan el rol, no de destinatarios de normas jurídicas, sino de elaboradores de ellas. Desde esta
perspectiva, el derecho aparece como un instrumento, no del todo maleable, para obtener efectos
sociales que se consideran deseables.
Funciona principalmente, aunque no exclusivamente, como una técnica de motivación -como
lo es también, por ejemplo, la propaganda- que apela tanto a la conciencia de la gente como a su
autointerés.
También el derecho puede interponer obstáculos físicos a ciertos comportamientos, gracias a
la intervención de funcionarios que, a su vez, están motivados por el derecho a actuar de cierta
forma. Como un instrumento para obtener cambios sociales de diferente índole, el derecho es el
reflejo de ideologías y esquemas valorativos dominantes y recibe los embates de diferentes grupos
de presión y de distintas circunstancias sociales y económicas.
Los efectos sociales que se persiguen a través del derecho a veces son directos (cuando la
mera conformidad con sus normas constituye el efecto buscado) y otras veces son indirectos
(cuando los efectos se producen a través de hábitos generados por el derecho, o de medios que
éste provee, o de instituciones que él crea).
La interpenetración entre el derecho y cosmovisiones dominantes, concepciones éticas
vigentes, circunstancias sociales y económicas, presiones de diferentes grupos sociales,
relaciones entre quienes controlan los distintos factores de producción económica, etc., hace que el
derecho no pueda ser dejado de lado por los estudiosos de la realidad social -como antropólogos,
sociólogos, científicos políticos- y constituya muchas veces un espejo en el que se reflejan los
datos básicos de la sociedad que están interesados en analizar.
Desde este punto de vista, el derecho sólo cuenta en tanto se traduzca en regularidades de
comportamiento efectivo y en actitudes y expectativas generalizadas que permitan explicar
diferentes fenómenos sociales. No es, por cierto, lo que prescriben las normas jurídicas lo que
interesa, ni cuál es su justificación, ni qué reacciones de los órganos jurídicos es posible predecir,
sino cuáles son los factores que condicionan el dictado de tales normas y las reacciones en
cuestión; cómo ellas son percibidas por la comunidad y cuáles son las transformaciones sociales y
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económicas que el "derecho en acción" genera.
El punto de vista de los abogados es radicalmente diferente del anterior. Los abogados, como
dicen Henry Hart y Sachs, “son arquitectos de estructuras sociales". Ellos diseñan diferentes
combinaciones de conductas posibles dentro del marco del orden jurídico. Esto se advierte
claramente cuando el abogado redacta contratos, estatutos sociales, testamentos, reglamentos,
etc.; allí el abogado debe prever cuáles serán las posibles circunstancias sobrevinientes y la
eventual conducta de diferentes actores, y proyectar, con el trasfondo del orden jurídico general,
un esquema para encauzar los efectos de esas circunstancias y acciones.
También se advierte esta función de arquitecto de estructuras de conducta, en el papel del
abogado al evacuar consultas acerca de las posibilidades de acción a que da lugar el derecho
vigente, sea que la preocupación del consultante por averiguar los "topes" jurídicos a los diferentes
cursos de acción esté motivada por razones prudenciales o por razones morales. Pero también esta
función de los abogados se pone de manifiesto en su tarea de litigar ante los tribunales, la que
consiste, fundamentalmente, en presentar ante los jueces el "mundo posible" más favorable a su
representado, que sea compatible con las normas jurídicas vigentes y con las pruebas acreditadas;
en este caso el diseño del abogado se proyecta no hacia el futuro sino hacia el pasado.
En todos estos roles, el derecho se les aparece a los abogados como un marco relativamente
fijo, como un dato con el que es necesario contar para calcular las posibilidades de acción. Las
normas jurídicas son para el abogado algo parecido a lo que son las leyes de la perspectiva para
un pintor o las leyes de la resistencia de los materiales para el ingeniero o el arquitecto:
constituyen un límite a los proyectos alternativos que pueden ser viables y una base con la que se
puede contar para obtener ciertos efectos deseados.
Es materia de discusión cuál es la perspectiva frente al derecho que corresponde a los
juristas teóricos, y si ellos cuentan con un punto de vista peculiar o si reciben, de segunda mano, la
visión del derecho que tienen los jueces, o los legisladores, o los abogados, o los sociólogos.
Hay aspectos del derecho, que cada una de estas perspectivas ponen de relieve, que parecen
ser de interés para el jurista académico. Por ejemplo, no puede evitar determinar cuál es el derecho
en acción de cierta comunidad, qué factores sociales han incidido en su conformación, cuál es su
eficacia como instrumento para obtener los efectos perseguidos, cuál es la justificación moral de
sus disposiciones y qué alternativas serían más satisfactorias desde el punto de vista valorativo,
qué estructuras de relaciones jurídicas y de decisiones judiciales posibles permite el derecho
vigente frente a distintas circunstancias, etcétera.
En suma, la adopción de estos diferentes puntos de vista frente al derecho incide en los
alcances del concepto de derecho que se emplea, en el significado y función del lenguaje que se
utiliza para formular sus enunciados característicos, en la percepción de las dificultades y
posibilidades que ofrece la manipulación del derecho, en la determinación de la forma que asume
el conocimiento del derecho, entre otros.

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LA EXPERIENCIA DE LO JURÍDICO Y EL DERECHO POSITIVO
Martinez Paz, Fernando. Introducción al derecho. Ed. Abaco, 2004.
(Texto adaptado con fines educativos)

En la tarea de construir el mundo jurídico, siempre ha sido necesario determinar un principio


de organización que permita y garantice la aplicación del derecho y la realización de la justicia. Ese
principio de organización se concreta de manera definitiva en el ordenamiento jurídico que, según
Diez Picaza, "realiza una función de pacificación de conflictos de satisfacción de pretensiones" a
través de "numerosos mecanismos y engranajes en las relaciones de autoridad”. Este
ordenamiento se vincula, en todos los casos, con el derecho positivo y puede definirse como el
conjunto de prescripciones y directivas que determinan la organización jurídico-social y política de
una comunidad.
Sin embargo, esta definición no basta para descubrir la naturaleza del ordenamiento jurídico
por cuanto, además de las directivas y prescripciones, contiene una serie de elementos que lo
convierten en una realidad jurídica efectiva. En este sentido, García Máynez señala que, para
plantear el problema de lo jurídico, debe llevarse a cabo “en primer término un análisis de noción
de orden jurídico”, lo cual significa que tampoco es posible definir el orden jurídico considerando
por separado sus diversas partes y declarando después "que es el conjunto de éstas".
Por el contrario, enuncia Santi Romano, "hace falta, ni más ni menos, captar la nota peculiar,
la naturaleza de dicho conjunto o todo". En ese conjunto o todo confluyen una serie de elementos
que se integran de acuerdo con un criterio de organización y constituyen, a su vez, el ordenamiento
jurídico.
La naturaleza del ordenamiento jurídico puede descubrirse desde distintos puntos de vista,
pero el más conveniente y claro es el de la experiencia jurídica, en cuanto se pone en contacto con
la realidad social y cultural en la que surge el derecho y se concreta el ordenamiento jurídico.

LOS CARACTERES DE LA EXPERIENCIA JURÍDICA


El análisis de la construcción del mundo jurídico muestra sin lugar a dudas, que el derecho es
una exigencia de la sociedad para establecer el orden social y lograr el bien común. Sin embargo,
no resulta fácil penetrar la naturaleza del derecho que regula las relaciones de los hombres entre
sí, y de estos con la sociedad. Para ello es preciso analizar sus rasgos esenciales, sus fines y
funciones, su estructura y sus fundamentos, sus consecuencias y su eficacia. Sólo con una
perspectiva completa -y posible- de la realidad, como lo es el derecho, se podrá comprender la
necesidad de su cumplimiento.
Si se toma como punto de partida la experiencia jurídica, ésta aparece como algo que se tiene
en el ámbito de la vida social, e interesa e influye en la vida personal de los miembros de la
comunidad.
El primer encuentro con la realidad jurídica tiene dos dimensiones, una positiva y otra
negativa, que van configurando y determinando la conducta jurídica.

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a) El aspecto positivo se manifiesta a través de una experiencia de vida que se desarrolla en
un orden social tendiente a garantizar la realización de los fines existenciales del hombre y de la
sociedad. Esta experiencia está constituida por una serie de actos, de hechos y de relaciones que
el hombre lleva a cabo en su vida social: contratos, herencias, matrimonios, etc., cuya totalidad
configura, a su vez, el mundo jurídico.
b) El aspecto negativo se expresa en los conflictos que surgen en la vida social, y pueden
trabar su desarrollo, o en algunos casos trastornar el orden social. El problema exige una solución
inmediata y efectiva, y si ésta no fuere posible, al menos la determinación de los medios o medidas
para encauzar los conflictos. El reclamo de una solución responde a una necesidad social primaria
con tres perspectivas principales:
- El mantenimiento o restablecimiento de la paz.
- Una solución satisfactoria para su restablecimiento.
- La seguridad de que las dos condiciones anteriores puedan cumplirse.
Tanto en el aspecto positivo como en el negativo, se manifiesta un elemento clave para el
conocimiento del ordenamiento jurídico: los criterios de acuerdo con los cuales se organiza el
orden social o se toman las decisiones en caso de conflicto de pretensiones o de intereses. Para
conocer dichos criterios es preciso acudir al derecho, cuya aplicación abarca las tres dimensiones
de la necesidad social primaria: el mantenimiento de la paz, las soluciones adecuadas y la
seguridad de lograr estas exigencias.
Los criterios de decisión se fundamentan en una serie de razones que intentan responder a
los requerimientos de la conciencia social y jurídica de la comunidad, con el fin de que tal decisión
sea la adecuada, tanto para aquellos obligados a cumplirla como para quienes la perciben como
una expresión del derecho.
Desde este punto de vista el derecho aparece cuando los criterios de decisión son conocidos,
adecuados, se mantienen estables y se institucionalizan. En síntesis, cuando a través del primer
encuentro con lo jurídico se descubre un criterio de justicia.

LA JUSTICIA Y LA EXPERIENCIA DE LO JURÍDICO


La idea de lo justo, o más concretamente la justicia misma, aparece como una necesidad y
una exigencia, tanto de los hombres como del orden social. En efecto, en toda comunidad existen
intereses, pretensiones, facultades divergentes y hasta opuestas, imposibles de satisfacer
inmediata y absolutamente.

Puede hablarse entonces de un orden social y jurídico justo cuando aquellos intereses,
pretensiones o facultades se protegen teniendo en cuenta su dependencia del bien común. Esta
idea de justicia supera la concepción individualista, que entiende la justicia solo como garantía de
los derechos individuales, y la concepción estatista, que la identifica con el Estado.
De esta manera, aunque no desconoce el principio de igualdad, o el de dar a cada uno lo
suyo, los trasciende y coloca como punto de referencia el bien común. Cuando se tiene en cuenta
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el interés del bien común de la sociedad en cuanto tal, y los intereses que corresponden al individuo
como miembro de la sociedad se logra el equilibrio entre ambos tipos de pretensión -social y
personal- y se alcanza una justicia dinámica, realizada en la historia, y tanto individual como social.
Es ya evidente, por otra parte, que no puede haber justicia si se vulnera el bien común, por cuanto
el predominio de este último lleva implícitos la salvaguarda, el respeto y la garantía de los derechos
individuales. Este principio es el que debe informar el derecho, para lograr un orden social en paz,
seguridad y libertad.

LA TEORÍA TRIDIMENSIONAL DEL DERECHO


Cano-Nava, Martha Olivia. Universidad Autónoma del Estado de México, México
(Texto adaptado con fines educativos)
La teoría tridimensional del derecho de Miguel Reale
El tridimensionalismo es una teoría jurídica que analiza al derecho desde un punto de vista
siempre dialéctico; que contempla la correlación permanente y progresiva entre tres términos
(normas, hechos, valores). Es decir, se lograr la integración del hecho en el valor, dando origen a
las normas del derecho. Así, al derecho se lo considera como un hecho o fenómeno que no existe
sino en la sociedad, y no puede ser concebido fuera de ella; el derecho tiene como cualidad
inseparable del ser social.
Lo que hace el tridimensionalismo es facilitar la comprensión de las instituciones jurídicas,
mostrándolas en su interacción con la conducta subjetiva del hombre, el valor y la norma.
Para que el hombre pueda vivir en sociedad, es necesario que su conducta tenga límites o
demarcaciones, en las cuales se respete el actuar de los demás y con ello se alcance la armonía,
la tranquilidad y la paz social. Desde esta concepción, la estructura del derecho está compuesta
por tres objetos heterogéneos, interrelacionados, que conforman una unidad donde cada uno es
indispensable para definir el derecho. Por lo tanto, su definición es el resultado de la interacción
dinámica de la vida humana social, valores y normas, es decir, la regulación valiosa y obligatoria
de la vida humana social.
El derecho cumple así una doble función: protege la libertad de cada ser humano dentro del
contexto social y asegura que dicha interrelación personal no atente contra el interés social y el
bien común. Todas las conductas humanas intersubjetivas pueden ser valoradas y normadas,
jurídicamente; el derecho se nutre de la vida social normada integrando valores.
En cuanto al objeto a estudiar, para abordarlo Reale comienza utilizando el término
“dimensión”, lo entiende como un proceso cuyos elementos o momentos constitutivos son -como
ya se mencionó- el hecho, el valor y la norma.
En especial, respecto al elemento fáctico del derecho (hecho), Reale expresa que es
menester distinguir entre hecho del derecho, global y unitario, entendido como acontecimiento
espiritual e histórico, y el hecho en cuanto factor o dimensión de dicha experiencia.
Ello porque lo que les interesa a las investigaciones jurídicas, es la conducta humana, pero
no una conducta lisa y llana, sino aquella que relaciona a los hombres entre sí y permite su
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convivencia armónica a efectos de encontrar un determinado punto de equilibrio y que adiciona
como elemento al aspecto jurídico, esto es, “la conducta jurídica” (Reale, 1997: 71).
En esta conducta jurídica es donde permanecen de manera inseparable los tres elementos:
hecho, valor ynorma. Estos son los que hacen posible la cristalización de la experiencia social.
Este autor del tridimensionalismo jurídico aborda en especial el término “experiencia jurídica”,
para dejar bien sentado que ésta se nutre siempre de los tres elementos, hecho, valor y norma, y
así lo distingue de otro tipo de estudios, como es el caso de los sociológicos que se centran única
y exclusivamente en el elemento hecho, y lo dejan desprovisto de cualquier otro componente, o el
caso de los estudios filosóficos que atienden solamente a los valores o el del jurista puro que le
interesa el estudio de las normas.
El derecho “es el hecho social en la forma que le da una norma racionalmente promulgada
por una autoridad competente, según un orden de valores” (Reale, 1997: 73). El derecho se
presenta como la sustracción de hechos significativos, el que debe tener la cualidad de ser válido,
esta característica se obtiene a través de la promulgación por una autoridad competente, que a su
vez debe tener un contenido al que se etiqueta como “valor”. La experiencia jurídica se presenta y
así debe tomarse “como un proceso de objetivación y discriminación de modelos de organización y
de conducta, sin pérdida de su sentido de unidad” (Reale, 1997:73).
En la teoría tridimensional del derecho de Miguel Reale se detectan cuatro postulados
científico-socialescitados en su obra; aquí sólo abordaremos tres.
Postulado 1: El derecho es un producto histórico-cultural
En la teoría de Reale, el hombre es concebido como un ser histórico, inagotable en su
existencia. El devenir histórico del hombre se presenta junto a una esencial “experiencia axiológica
o histórico-cultural” (Reale, 1997: 89).
La acción del hombre va determinando su esencia, que es inacabada; ante un suceso se
presentará otro, que va a ser superado por el posterior y así sucesivamente. Al encontrarse el
hombre inmerso en una sociedad, genera formas de vida, íconos, esencias, costumbres, que en su
devenir se van formando, cultivando y transformando, y con ello va creando su propia cultura.
El hombre a través de la cultura transforma su mundo y como consecuencia se transforma así
mismo. La cultura surge y se transforma dentro de la vida humana. Todas las comunidades tienen
rasgos esenciales que las identifican y las hacen diferentes a otras. El hombre es cuánto debe ser,
se proyecta de forma constante y se encuentra con factores inseparables y estrechamente
vinculados con su devenir histórico, tanto el tiempo como los valores.
El maestro Miguel Reale concibe al derecho como un hecho histórico-cultural. Desde esta
perspectiva, el derecho es entendido, única y exclusivamente, en función de los actos que quedan
plasmados en normas, las cuales son determinadas por los valores que históricamente inciden en
su concepción.
Para eso resulta necesario observar todo lo que el hombre ha creado y recreado tanto en
obras como en actos y obtiene así su real dimensión y con ello la evidencia de ese mundo cultural.
La cultura representa la viva imagen del hombre, es como colocarlo frente a un espejo y descubrir
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sus características esenciales que lo distinguen en un momento determinado y en su
transformación permanente. Dentro de su mundo cultural, el hombre crece y se transforma,
estando presente siempre uno o varios ingredientes de valores que están determinados por su
ideología, costumbres, religión, formas de organización, etcétera. El derecho debe surgir de la
realidad, crearse en la realidad y dirigirse a esa realidad en un constante proceso de
retroalimentación.
Postulado 2: La persona constituye un valor en sí misma y es fuente de todos los valores
Si colocamos a la cultura y a sus productos en un plano determinado para ser observados
mediante un prisma, podemos advertir al hombre objetivado en el tiempo a través de sus obras. El
quehacer humano va transformando al hombre tanto en su pensamiento como en su espíritu, la
cultura constituye el medio por el que el hombre se transforma y modifica su entorno. El hombre
tan sólo por ser hombre constituye en sí mismo un valor. “El revelarse del hombre a sí mismo ya es
en sí y por sí un valor” (Reale, 1997: 90). Una vez que se reconoce a sí mismo como un valor,
puede reconocer otros valores. Por ello, primero es necesario que se acepte con esa calidad, y a
partir de ahí derivar ese título a los factores que lo rodean y que conforman la cultura del hombre.
El hombre no depende de otro ser u objeto para ser lo que es, y al ir creando y recreando su
cultura, le va imprimiendo sus propios valores. Los valores no subsisten por sí mismos, constituyen
una cualidad que se adiciona a un objeto o sujeto, y al constituirse como productos de la cultura,
surgen y se posicionan en un devenir histórico, experimentando actualizaciones y modificaciones
basadas en el comportamiento de los individuos y de las colectividades.
El valor es pieza fundamental en la formación del derecho como producto histórico-cultural. El
derecho es un reflejo de la historicidad valorativa del hombre que incluye la intencionalidad del
mismo. Si se analiza a los valores históricamente, se hallará la proyección del ser propio de la
persona. De igual forma, al analizar la historia del derecho, es posible advertir la esencia y ser del
hombre.
Postulado 3: El derecho es de naturaleza triádica
Bajo este postulado el derecho no se concibe como una pura abstracción lógica o ética,
aislada del quehacer social; tampoco como un producto de la realidad lisa y llana, sino como
producto de la acumulación de hechos sujetados por determinados vínculos o ligas. Se reitera que
para el maestro Miguel Reale, el derecho está integrado por tres elementos inseparables: hecho,
valor y norma, que son las tres dimensiones esenciales de la experiencia jurídica. En toda realidad
jurídica hallamos siempre la presencia del hecho, del valor y de la norma, como dimensiones
inseparables.
El hecho, que tiene lugar en el espacio y en el tiempo, realiza un valor gracias a la mediación
de la norma. Se concibe al derecho como viviente, que surge, se crea y evoluciona dentro de una
sociedad, nutriéndose del contenido cultural del hombre, escribiendo página a página su acontecer
histórico.
Se debe conservar esa tríada en el derecho, sin separarla, pues cualquier norma incluye una
situación de hecho y un orden de valores: “En realidad, viene a afirmar la naturaleza esencialmente

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triádica del derecho, de tal suerte que a ningún especialista le sea lícito aislar absolutamente, uno
de los factores para hacerlo objeto de cualquier investigación de orden filosófico, sociológico o
histórico” (Reale, 1997: 69-70).
Al encontrase el derecho constituido por tres elementos que lo integran, científicamente no es
posible realizar estudios a la luz de los hechos, o solamente con el elemento norma o bien con el
ingrediente valor, porque al hacerlo de esa manera se desvirtúa tanto la teoría que nos ocupa,
como a la propia naturaleza de la dimensión del derecho en su esencia.

PARA REFLEXIONAR:
• Luego de la lectura de los textos de esta unidad ¿se ha modificado tu concepción sobre
el derecho?

LA DEMOCRACIA COMO FORMA DE GOBIERNO


Graña, Eduardo y Álvarez, César. Introducción al Estudio del Estado. Ad Hoc. Buenos Aires, 2008.
(Texto adaptado con fines educativos)
Para poder entender mejor la concepción triádica del derecho, de la que hablábamos
anteriormente, esta debe pensarse desde el marco que aporta el Estado democrático de derecho,
en el cual ésta puede desarrollarse plenamente. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de
democracia?
La palabra democracia ha sido empleada desde tiempos remotos, y, probablemente, sea la
más común en el lenguaje político de los últimos siglos. En la actualidad, la mayoría de los autores
comparte la opinión de que su concepto, si no se le agrega algún calificativo, se toma tan
extremadamente difuso que no resulta de utilidad alguna. En este sentido, se acepta que han
existido -por lo menos- dos modelos distintos de democracia en sentido formal (como forma de
gobierno).
En el primer sentido, que suele llamarse de democracia pura o directa, la soberanía popular
se entiende como absoluta, la titularidad del dominio político se atribuye al pueblo, que no tiene
superiores, ni tampoco límites. Entonces, es legítimo lo que quiera la voluntad popular. En el
segundo, conocido como de democracia representativa o indirecta, el principio pierde parte de
su omnipotencia, al reconocerse la necesidad de articularlo con las libertades y los derechos
individuales. El sujeto en el primer modelo es el conjunto orgánico de la población; en el segundo,
un ciudadano. El objeto del primer modelo es la participación directa del demos en el gobierno; el del
segundo, la de los representantes de la ciudadanía. Disponer sólo del término democracia para
caracterizar dos formas de gobierno estructuradas -y clasificadas doctrinariamente- sobre
principios básicamente distintos es, pues, un problema muy importante, que lamentablemente se
reiterará en múltiples oportunidades; ya que parece casi imposible encontrar palabras usuales
(como “democracia”) que no arrastren alternativamente una pesada carga de ambigüedad o de
excesiva significación. Ambas variantes, sin embargo, parten del presupuesto de que en una
democracia la población de un Estado debe autogobernarse, es decir, de que debe existir una
coincidencia genérica entre las personas que gobiernan y las que son gobernadas; los individuos
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que la componen, de alguna manera, mandarían y se obedecerían a sí mismos. Con relación a la
democracia “pura” o “directa”, se advierte que una forma de gobierno con estas características
nunca se ha dado en la realidad y, en efecto, aunque él concepto es fácil de comprender
intelectualmente, no parece resistir un primer análisis de las condiciones requeridas para ponerlo
en práctica. En algunas oportunidades, se suele sostener que puede implantarse en un Estado que
tenga una determinada configuración de sus elementos población y territorio, vinculada
fundamentalmente con dimensiones reducidas y similar actividad económica.
Por lo demás, la viabilidad de una democracia pura o directa parece estar en conflicto con la
realidad política, que presupone necesariamente una vinculación de mando-obediencia, es decir,
que en la práctica siempre existen quienes mandan (los menos) y quienes obedecen (los más).
En efecto, la naturaleza de la función de gobierno parece excluir la posibilidad de que su
desempeño sea confiado a la generalidad y esto es lo que la historia parece demostrar.
La realidad indica, en cambio, que toda vez que ha existido una democracia en sentido
sustancial, ha sido institucionalizada de algún modo, y esto ha dado lugar a líderes o a minorías
conductoras. La diferencia de la forma de Estado democrática respecto de otras formas de Estado
no radica, pues, en la existencia de un autogobierno popular, sino en la existencia de líderes o
minorías democráticas, que ejercen el poder practicando aquel adecuado “estilo de vida”, que
coincide con el de aquellos que acatan su autoridad. Por esta razón, precisamente, se ha
construido el concepto de democracia “representativa” o “indirecta”, cuyas características antes
presentamos brevemente, que se basa en una presunción que no admite prueba en contrario:
quienes ejercen el poder lo hacen en nombre de toda la población, a la que en definitiva se
responsabiliza por sus actos.
La experiencia histórica demuestra con mucha nitidez la existencia en toda sociedad de una
diversidad de necesidades, intereses, opiniones y aun preferencias, que difícilmente puedan ser
representadas simultáneamente por quienes gobiernan. Como señala acertadamente Bidart
Campos, esta ficción sólo es necesaria si se parte dogmáticamente de la premisa de que el pueblo
debe autogobernarse. Una forma de Estado democrática, sin embargo, no depende tanto de este
prejuicio sino de la vigencia de “un estilo de vida” democrático, exteriorizado por la conducta
cotidiana de gobernantes y gobernados, independientemente de una forma de gobierno
determinada.
La regla básica a partir de la cual se toman las decisiones en una forma de Estado
democrática es la de que, al no haber consenso, le corresponde hacerlo a la mayoría. En este
sentido, ha dado lugar a múltiples análisis la cuestión de si un Estado puede considerarse
democrático en sentido sustancial, cuando una parte de ella impone sin límites sus decisiones al
conjunto, situación que ha dado en conocerse como “la tiranía de la mayoría”.
Esta cuestión fue objeto de especial consideración al discutirse el diseño del sistema
institucional finalmente adoptado por la Constitución de los Estados Unidos de América. Hamilton -
o, tal vez, Madison- señaló entonces que no sólo es muy importante asegurar a la sociedad contra
la opresión de sus gobernantes, sino también proteger a cualquier parte de ella contra las
decisiones injustas que puede adoptar la restante; ya que los ciudadanos tienen por fuerza
distintos intereses y, si la mayoría de ellos se une por obra de un interés común, los derechos de la
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minoría están en peligro. Concibiendo a la justicia como la finalidad del gobierno, entendió que no
debía dejarse al partido circunstancialmente más fuerte en aptitud de imponer cualquier decisión al
más débil, porque -muy probablemente- la relación de fuerzas podría alterarse y, de producirse este
resultado, reinarla la anarquía en una modalidad próxima el estado de naturaleza, en el que el
individuo más débil carece de protección contra la violencia de los más fuertes y, de la misma
manera, aun éstos están claramente convencidos de lo inseguro de su accidental situación de
superioridad.

LA DEMOCRACIA COMO FORMA DE ESTADO


Apartándonos de los dos modelos clásicos de democracia en sentido formal, corresponde
desentrañar cómo piensan actualmente una democracia en sentido sustancial, gobernados y
gobernantes, para aproximarse a una noción de la forma de Estado democrática. Es necesario
partir del análisis, en primer lugar, del concepto que tienen hoy los ciudadanos acerca de la
finalidad del Estado y qué relación establecen entre esa finalidad y sus propias finalidades
individuales.
Habiendo dejado atrás el siglo XX, que asistió al desarrollo de distintos experimentos
totalitarios y autoritarios, hoy prevalece la concepción del Estado como instrumento y no como fin, es
decir, como un recurso del que se vale la sociedad para asegurar el orden en la convivencia; una
especie de precio que sus integrantes están conformes en pagar para mantener y resguardar su
propia libertad. El Estado se constituye, según esta posición, para garantizar al hombre la
protección de sus derechos individuales, y el reconocimiento de la existencia de tales derechos
determina, al mismo tiempo, la dirección y el límite de la actividad pública. Por eso mismo, es
también la fuente de todas las reglas relativas a las relaciones de los individuos con el Estado: éste
está obligado a proteger los derechos individuales y sólo puede limitarlos en la medida en que esta
limitación sea razonable y necesaria para asegurar la protección de los derechos de todos.
Las sociedades occidentales actuales pueden ser caracterizadas, entonces, como
sociedades de derechos, lo que quiere decir -entre otras cosas- que están sustentadas por un duro
y generalizado cuerpo de leyes destinadas a definir y proteger una red de derechos individuales.
Esta ideología, común a muchos Estados de la actualidad (aunque estén regidos por distintas
formas de gobierno) proviene de la sociedad y -más precisamente- de los individuos que la
integran, quienes se expresan influyendo en aquellos que ejercen el poder mediante su
participación en los procesos políticos.
La persona común de hoy en día no parece pensar a la democracia en términos únicamente
políticos, es decir, de competencia por el poder, votación o elecciones, ni en sus actores
habituales. Tiende a entenderla de una forma más concreta y sustantiva: la democracia significa
derechos individuales, elecciones personales, estilo de vida. La libertad implica, por una parte,
reclamos sustanciales, derechos y opciones reales para los individuos particulares. Pero también,
como lo más importante, ninguna mayoría puede ni debe tocar sus derechos.
En la sociedad de principios del siglo XXI, en la que muchos de los individuos que la integran
creen firmemente en la importancia de los derechos humanos y de la libertad individual, el derecho a
ser -y a elegirse- uno mismo, está ubicado en una posición especial y privilegiada: la autenticidad
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parece gozar de mayor consideración que el autocontrol, y las realizaciones individuales suelen
valorarse más que los rasgos innatos o heredados.
Las definiciones tienden a darse, entonces, en términos preferentemente subjetivos y
personales más que en términos objetivos y grupales o sociales. No es común que los valores del
individualismo moderno se refieran, pues, a grupos sino a hombres, cada uno de los cuales
necesita de su propio espacio y siente tener derecho a él; lo que se vincula con cierta declinación de
la autoridad tradicional, es decir, la religiosa, la política, la paternal, la burocrática, y la de los líderes
y élites de todo tipo.
Las concepciones de la sociedad sobre la finalidad del Estado se reflejan naturalmente en un
perfil de gobernante, es decir, en los valores que este debe sustentar con su conducta. En la
realidad, las oportunidades prácticas en las que ha podido hablarse de una democracia en sentido
sustancial han tenido que ver -como ya hemos destacado- más con instituciones y líderes de este
tipo que con un real autogobierno popular. En la visión de Dahl, un Estado democrático se
caracteriza fundamentalmente por su continua aptitud para responder a las preferencias de los
ciudadanos sin establecer diferencias entre ellos por causa de su tendencia política. Para este
autor no tiene, entonces, verdadera importancia científica la cuestión de si este sistema existe hoy
en día, si ha existido alguna vez, o si puede darse en el futuro; basta que sea posible concebirlo
hipotéticamente para que pueda ser empleado como comparación para valorar el grado de
aproximación de los distintos sistemas reales con el ideal teórico.
Para que un gobierno pueda estar en condiciones de conducirse de esta forma durante un
tiempo dado, según Dahl, todos los ciudadanos deben tener igualdad de oportunidades para: a)
formular sus preferencias; b) manifestar públicamente dichas preferencias entre sus partidarios y
ante el gobierno, individual y colectivamente, y c) recibir por parte del gobierno igualdad de trato,
es decir, que éste no debe hacer discriminación alguna por causa del contenido o del origen de
tales preferencias.
Para este autor, esos tres requisitos ideales son necesarios, aunque no suficientes, para la
existencia de una democracia sustancial y, para que se den en las grandes poblaciones que
constituyen la mayoría de los Estados actuales, las instituciones de estos países deben garantizar
instrumentalmente en la práctica, cuando menos, otras condiciones adicionales: a) libertad de
asociación; b) libertad de expresión; c) libertad de voto; d) libre elegibilidad para los cargos públicos;
e) libertad para que los líderes políticos compitan en busca de apoyo;
f) diversidad de fuentes de información; g) elecciones libres e imparciales, y h) garantías de que la
política del gobierno dependa de los votos y demás formas de expresar las preferencias.
Asimismo, preocupa establecer cuáles son los criterios indicativos, generalmente aceptados,
que permiten aproximarse a la noción actual de cuáles son las bases institucionales de un sistema
político democrático. Según Carcassonne, ellas serían tres: a) que el pueblo tenga la última
decisión, por medio de elecciones; b) que los elegidos tengan un poder real para implementar su
política, y c) que los que ejercen el poder sean responsables y controlados permanentemente
mediante un examen de la constitucionalidad de sus actos y, periódicamente, mediante las
elecciones.

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A modo de resumen, y para concluir, la tipificación de la que venimos hablando puede
verificarse en la práctica a través de: a) el reconocimiento de los derechos fundamentales del
hombre como finalidad superior y última de la organización política; b) la aceptación por la sociedad
del principio que atribuye al Estado el carácter de efectivo y real poseedor del poder; c) la
limitación y el control del poder público; d) la juridicidad, que impone a gobernantes y gobernados
actuar dentro del mismo cauce de la ley, y e) la legalidad, principio conforme al cual todo acto
estatal que interfiera con la libertad del individuo debe fundarse sobre una norma, y que jamás
podrá tener un alcance tal que importe su desnaturalización.
PARA REFLEXIONAR
• ¿Qué actividad puede identificar en su vida que se haya vinculado con la democracia
cómo forma de gobierno?

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