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Una queja corriente de aquellos que adoptan un punto de vista demasiado estrecho acerca de
los usos legítimos del lenguaje concierne a la manera en que se “desperdician” palabras en
funciones de tipo social. “¡Tanta charla para decir tan poco!”, afirma en resumen este tipo de
crítica. Y en más de una oportunidad hemos oído decir a una persona: “Fulano de Tal me
preguntó cómo estaba. ¡Qué hipócrita! ¡Si no le preocupa e lo mínimo como estoy yo!” Tales
observaciones revelan una falta de comprensión de los complejos propósitos para los que se
usa el lenguaje. Esto se manifiesta también en la deplorable conducta de la persona fastidiosa,
quien, cuando se le pregunta cómo se encuentra, procede a describir el estado de su salud,
habitualmente con gran extensión y detalle. Pero la gente por lo general no habla en las fiestas
para instruirse mutuamente, y de ordinario, la pregunta: “¿Cómo está usted?”, es un saludo
amistoso, no un pedido de informe médico.
El filósofo George Berkeley observó hace mucho, en su Tratado sobre los principios del
conocimiento humano, que… la comunicación de ideas… no es el principal fin del lenguaje y el único, como se
supone comúnmente. Hay otros fines, como el de despertar alguna pasión, estimular o impedir una acción o colocar
el espíritu en alguna disposición particular; fines a los cuales el primero está en muchos casos simplemente
subordinado, y a veces falta totalmente, cuando esos fines pueden obtenerse sin el primero, como creo que sucede
con frecuencia en el uso familiar del lenguaje.
George Berkeley (1685 - 1753), también conocido como el obispo Berkeley, fue un filósofo irlandés muy influyente
cuyo principal logro fue el desarrollo de la filosofía conocida como idealismo subjetivo, resumido en la frase esse est
percipi («ser es ser percibido»). Esta teoría propone que los seres humanos sólo pueden conocer directamente
sensaciones e ideas de objetos, pero no abstracciones como la materia extensa y el ser. Escribió un gran número de
obras, entre las que se pueden destacar el Tratado sobre los principios del conocimiento humano (1710) y Los tres
diálogos entre Hylas y Philonus (1713) (Philonus, el «amante de la mente», representa a Berkeley, e Hylas, que toma
su nombre de la antigua palabra griega para designar a la materia, representa el pensamiento de Locke). En 1734
publicó El analista, una crítica a los fundamentos de la ciencia, que fue muy influyente en el desarrollo de la
matemática.
Filósofos más actuales han elaborado con gran detalle la variedad de usos que pueden darse al
lenguaje. En sus Investigaciones filosóficas, Ludwig Wittgenstein insistió con razón en que hay
“incontables tipos diferentes de usos de lo que llamamos símbolos, palabras, oraciones”.
Entre los ejemplos sugeridos por Wittgenstein están el dar órdenes, describir la apariencia de
un objeto a dar sus medidas, informar sobre un suceso, especular acerca de un suceso,
elaborar y poner a prueba una hipótesis, presentar los resultados de un experimento en
cuadros y diagramas, construir una teoría, actuar en teatro, cantar, adivinar acertijos, hacer
una broma y contarla, resolver un problema de aritmética práctica, traducir de un lenguaje a
otro, preguntar, agradecer, maldecir, saludar y orar.
Ludwig Josef Johann Wittgenstein (Viena, Austria, 1889 — Cambridge, Reino Unido, 1951) fue un filósofo y
lingüista austríaco, posteriormente nacionalizado británico. En vida publicó solamente un libro: el Tractatus logico-
philosophicus, que influyó en gran medida a los positivistas lógicos del Círculo de Viena, movimiento del que nunca
se consideró miembro. Tiempo después, el Tractatus fue severamente criticado por el propio Wittgenstein en Los
cuadernos azul y marrón y en sus Investigaciones filosóficas, ambas obras póstumas. Fue discípulo de Bertrand
Russell en el Trinity College de Cambridge, donde más tarde también él llegó a ser profesor. Murió cerca de
Elizabeth Anscombe, quien se encargó de que recibiera los auxilios de la Iglesia.
El primero de estos tres usos del lenguaje es comunicar información. Por lo común, esto se
realiza mediante la formulación y la afirmación (o negación) de proposiciones. Del lenguaje
usado para afirmar o negar proposiciones, o para presentar razonamientos se dice que cumple
una función informativa. En este contexto usamos la palabra “información” de modo que
incluya también la mala información; o sea tanto las proposiciones falsas como las verdaderas,
tanto los razonamientos correctos como los incorrectos. El discurso informativo es usado para
describir el mundo y para razonar acerca de él. Que los presuntos hechos descritos sean
importantes o fútiles, generales o particulares, no interesa. En todos los casos, el lenguaje con
que se los describe o se transmite algo acerca de ellos es usado informativamente.
Además del informativo, podemos distinguir otros dos usos o funciones básicos del lenguaje, a
los que nos referiremos como el uso expresivo y el uso directivo. Así como la ciencia nos ofrece
los ejemplos más claros del discurso informativo, la poesía nos suministra los mejores
ejemplos del lenguaje que cumple una función expresiva. Ejemplo:
Sin embargo, no todo lenguaje expresivo es poético. Expresamos pena exclamando: “¡Qué
desgracia! o “¡Dios mío!” y entusiasmo voceando: “¡Bravo!” o “¡Magnífico!”. El novio expresa
su delicada pasión murmurando: “¡Querida!” o “¡Tesoro!”. El poeta expresa sus emociones
complejas y concentradas en un soneto o en alguna otra forma de poesía. Un fiel puede
expresar su sentimiento de admiración y de temor reverente ante la vastedad y los misterios
de universo recitando el padrenuestro o el salmo 23 de David.
El lenguaje cumple una función directiva cuando se lo usa con el propósito de originar (o
impedir) una acción manifiesta. Los ejemplos más claros de discursos directivos son las
órdenes y los pedidos. Cuando una madre indica a su pequeño que se lave las manos antes de
comer, no pretende comunicarle ninguna información particular. Su lenguaje está dirigido a
obtener resultados, a provocar una acción del tipo indicado. Cuando la misma señora pide al
almacenero que le mande ciertas mercancías a su casa, está usando nuevamente el lenguaje
de manera directiva para motivar o causar una acción. Plantear una pregunta es, por lo común,
pedir una respuesta, y debe clasificarse también como discurso directivo. La diferencia entre
una orden y un pedido es bastante sutil, pues casi cualquiera orden puede traducirse en una
solicitud agregando las palabras “por favor” o mediante cambios adecuados en el tono de voz
o en expresión facial.
En la sección precedente, los ejemplos presentados eran casos químicamente puros, por
decirlo así, de los tres tipos básicos de comunicación. La triple división propuesta es aclaradora
y muy valiosa, pero no se la puede aplicar mecánicamente porque casi toda comunicación
ordinaria probablemente ejemplifique, en mayor o menor medida, los tres usos del lenguaje.
Así, un poema, que es fundamentalmente un tipo de discurso expresivo, puede tener una
moraleja y por lo tanto ser también requerimiento al lector (o al oyente) para que observe un
cierto tipo de vida, y puede también contener cierta cantidad de información. Por otra parte, si
bien el sermón es de carácter predominantemente directivo, ya que trata de provocar
determinadas acciones por parte de los miembros de la congregación (por ejemplo, que
abandonen sus malas costumbres o que contribuyan con dinero al sostén de la iglesia),
también puede manifestar y despertar sentimientos, cumpliendo así una función expresiva, o
incluir alguna información al comunicar ciertos hechos. Un tratado científico, que
esencialmente informativo, puede revelar algo del propio entusiasmo del autor, con lo cual
desempeña una función expresiva, y puede también, al menos implícitamente, cumplir alguna
que otra función directiva, al invitar quizá al lector a que verifique independientemente la
conclusión del autor. Al mayoría de los usos del lenguaje son mixtos.
Falacias no formales:
Aunque la mayoría de los textos de lógica contienen un examen de las falacias, su manera de
tratarlas no es en todas la misma. No hay ninguna clasificación de las falacias universalmente
aceptada. No hay que sorprenderse ante esta situación, pues dijo acertadamente De Morgan,
uno de los primeros lógicos modernos: “No hay nada similar a una clasificación de las maneras
en que los hombres pueden llegar a un error, y cabe dudar de que puede haber alguna”.
Augustus De Morgan (1806 - 1871) fue un matemático y lógico inglés nacido en la India. Profesor de matemáticas
en el Colegio Universitario de Londres entre 1828 y 1866; primer presidente de la Sociedad de Matemáticas de
Londres. De Morgan se interesó especialmente por el álgebra. Fue tutor de Ada Lovelace. Escribió varias obras de
lógica en las que se encuentra la idea de aplicar en esta esfera los métodos matemáticos, así como los primeros
resultados de tal aplicación. En la moderna lógica matemática, llevan el nombre de De Morgan las siguientes leyes
fundamentales del álgebra de la lógica: «la negación de la conjunción es equivalente a la disyunción de las
negaciones»; «la negación de la disyunción es equivalente a la conjunción de las negaciones».
Falacias de atinencia.
La característica común a todos los razonamientos que cometen falacias de atinencia es que
sus premisas carecen de atinencia lógica con respecto a sus conclusiones y, por ende, son
incapaces de establecer su verdad. La atinencia aquí es lógica y no psicológica, naturalmente,
pues si no hubiera algún tipo de conexión psicológica, carecería de efecto persuasivo o de
corrección aparente.
El ejemplo clásico de esta falacia se relaciona con el procedimiento judicial británico. En Gran
Bretaña la práctica de la profesión se divide entre los procuradores, que preparan los casos
para el juicio, y los abogados, que arguyen y hacen los alegatos ante la Corte. De ordinario su
cooperación es admirable, pero a veces deja mucho que desear. En una ocasión, el abogado
ignoraba el caso completamente hasta el día en que debía ser presentado a la Corte, y
dependía el procurador para la investigación del caso del demandado y la preparación del
alegato. Llegó a la Corte justo un momento antes de que comenzara el juicio y el procurador le
alcanzó su resumen. Sorprendido por su delgadez, ojeó en su interior para encontrar escrito lo
siguiente: “No hay defensa; ataque al abogado del demandante”.
El ejemplo clásico de esta falacia es la réplica del cazador al que se acusa de barbarie por
sacrificar animales inofensivos para su propia diversión. Su réplica consiste en preguntar a su
crítico: “¿Por qué se alimenta usted con la carne del ganado inocente?” el deportista se hace
culpable aquí de un argumentum ad hominem, porque no trata de demostrar que es correcto
sacrificar vidas de animales para el placer de los humanos, sino simplemente que su crítico no
puede reprochárselo debido a ciertas circunstancias especiales en las que puede encontrarse,
en este caso el no ser vegetariano.
Aunque este modo de razonamiento es falaz en la mayoría de los contextos, cabe señalar que
existe un contexto especial en el cual no lo es, a saber, la Corte de Justicia. En efecto, en una
Corte de justicia el principio rector es suponer la inocencia de una persona hasta tanto no se
demuestre su culpabilidad. La defensa puede sostener legítimamente que si el acusador no ha
demostrado la culpabilidad, debe dictarse un veredicto de inocencia. Pero, dado que esta
posición se basa en el particular principio legal mencionado, es totalmente compatible con el
hecho de que el argumentum ad ignorantiam constituye una falacia en todos los otros
contextos.
“Quizá haya alguno entre vosotros que pueda experimentar resentimiento hacia mí al recordar que él mismo, en
una ocasión similar y hasta, quizá, menos grave, rogó y suplicó a los jueces con muchas lágrimas y llevó ante el
tribunal a sus hijos, para mover a compasión, junto con toda un hueste de sus parientes y amigos; yo, en cambio
aunque corra peligro mi vida, no haré nada de esto. El contraste puede aparecer en su mente, predisponerlo en
contra de mí e instarlo a depositar su voto con ira, debido a su disgusto conmigo por esta causa. Si hay alguna
persona así entre vosotros – observad que no afirmo que la haya- podría responderle razonablemente de esta
manera: “Claro amigo, yo soy un hombre, y como los otros hombres, una criatura de carne y sangre, y no de madera
o piedra como dice Homero; y tengo también familia, sí, y tres hijos, ¡oh atenienses!, tres en número, uno casi un
hombre y dos aún pequeños; sin embargo, no traeré a ninguno de ellos ante vosotros para que os pida mi
absolución”.
6. Argumetum ad populum: se define a veces como la falacia que se comete al dirigir un llamado
emocional “al pueblo” o “a la galería” con el fin de ganar su asentimiento para una conclusión
que no está sustentada en pruebas. Pero esta definición es tan amplia que incluye las falacias
ad misericordiam, ad hominem ofensiva y muchas de las otras falacias de atinencia. Podemos
definir de manera más circunscrita la falacia de argumentum ad populum como el intento de
ganar el asentimiento popular para una conclusión despertando las pasiones y el entusiasmo
de la multitud. Es un recurso favorito del propagandista, del demagogo y del que pasa avisos.
Enfrentando con la tarea de movilizar los sentimientos del público a favor o en contra de una
medida determinada, el propagandista evitará el laborioso proceso de reunir y presentar
pruebas y argumentos racionales y recurrirá a los métodos más breves del argumetum ad
populum.
Debemos al vendedor ambulante, al artista de variedades y al anunciador del siglo XXI el ver
elevado el argumetum ad populum casi a la categoría de un arte refinado. En este campo se
hace toda clase de intentos para asociar los productos que se anuncian con objetos hacia los
cuales se supone que experimentamos una fuerte aprobación. Comer una cierta marca de
cereales elaborados es proclamado un deber patriótico. Bañarse con un jabón de cierta marca
e descrito como una experiencia estremecedora.
Las mujeres son todas esbeltas y hermosas, y se las presenta o muy vestidas, o apenas
vestidas. Ya está usted interesado en el transporte económico o en el de gran velocidad, todo
fabricante de automóviles le asegurará que su producto es el “mejor”, y “demostrará” su
afirmación exhibiendo su modelo de automóvil rodeado de hermosas jóvenes en traje de
baño.
Pero, cuando se apela a una autoridad en cuestiones que están fuera del ámbito de su
especialidad, se comete la falacia del argumentum ad verecundiam. Si en una discusión sobre
religión uno de los antagonistas apela a las opiniones de Darwin, una gran autoridad en
biología, esa apelación es falaz. De igual modo, apelar a las opiniones de un gran físico como
Einstein para dirimir una discusión sobre política o economía sería también falaz. Podría
sostenerse que una persona lo suficientemente brillante como para alcanzar la categoría de
una autoridad en campos complejos y difíciles como la biología o la física, debe también tener
opiniones correctas en otros campos que están fuera de su especialidad. Pero la debilidad de
este argumento se hace obvia cuando pensamos que, en estos tiempos de extrema
especialización, obtener un conocimiento completo en un campo requiere tanta concentración
que restringe las posibilidades de adquirir en otros un conocimiento autorizado.
Los “testimonios” de los anunciadores son ejemplos frecuentes de esta falacia. Se nos insta a
fumar ésta o aquella marca de cigarrillos porque un campeón de natación o un as del fútbol
afirman su superioridad.
8. Accidente. La falacia de accidente consiste en aplicar una regla general a un caso particular
cuyas circunstancias “accidentales” hacen inaplicable la regla. Por ejemplo, Platón, en la
República, encuentra una excepción a la regla general de que uno debe pagar sus deudas:
“Supongamos que un amigo, cuando está en su sano juicio, me ha entregado armas para que
se las tenga, y me las pide cuando no está en su sano juicio; ¿debo devolvérselas? Nadie diría
que debo hacerlo o que yo obraría bien al hacerlo…” lo que es verdad “en general”, puede no
serlo universalmente y sin reservas, porque las circunstancias modifican los casos. Muchas
generalizaciones de las que se sabe o se sospecha que tienen excepciones son formuladas sin
reserva, o bien porque no se conocen las condiciones exactas que restringen su aplicabilidad o
bien porque las circunstancias accidentales que las hacen inaplicables surgen tan raramente
que son prácticamente despreciables. Cuando se apela a tal generalización al argüir acerca de
un caso particular cuyas circunstancias accidentales impiden la aplicación de la proposición
general, se dice que el razonamiento comete la falacia de accidente.
9. La causa falsa. La falacia que llamamos de la “causa falsa” ha sido analizada de diversas
maneras en el pasado y ha recibido distintos nombres latinos, tales como non causa pro causa
y post hoc ergo propter hoc. El primero de éstos es más general e indica el error de tomar
como causa de un efecto algo que no es su causa real. El segundo designa la inferencia de que
un acontecimiento es la cusa de otro simplemente sobre la base de que el primero es anterior
al segundo. Consideraremos todo razonamiento que trata de establecer una conexión causal
erróneamente como un ejemplo de falacia de la cusa falsa.
Nadie se llamaría engaño con respecto a este argumento; sin embargo mucha gente cree en
testimonios sobre remedios, según los cuales el señor X sufría de un fuerte resfrío, bebió tres
frascos de una cocción a base de una hierba “secreta”, ¡y en dos semanas se curó del resfrío!
10. La pregunta compleja. Todos sabemos que es un poco “cómico” hacer preguntas como: “¿Ha
abandonado usted sus malos hábitos?”, o “¿Ha dejado usted de pegarle a su mujer?” No son
preguntas simples, a las que sea posible responder con un directo “sí” o “no”. Las preguntas de
este tipo suponen que se ha dado ya una respuesta definida a una pregunta anterior, que ni
siquiera ha sido formulada. Así, la primera, supone que se ha respondido “sí” a la pregunta no
formulada: “¿Tenía usted anteriormente malos hábitos?”; y la segunda supone una respuesta
afirmativa a la siguiente pregunta, tampoco formulada: “¿Ha usted pegado alguna vez a su
mujer?” En ambos casos, si se contesta con un simple “sí” o “no” a la pregunta “tramposa”,
ello tiene el efecto de ratificar o confirmar la respuesta implícita a la pregunta no formulada.
Una pregunta de este tipo no admite un simple “sí” o “no” como respuesta, porque no es una
pregunta simple o única, sino una pregunta compleja, en la cual hay varias preguntas
entrelazadas.
Falacias de ambigüedad.
Las falacias no formales que pasamos a considerar han recibido tradicionalmente el nombre de
“falacias de ambigüedad” o “falacias de claridad”. Aparecen en razonamientos cuya
formulación contiene palabras o frases ambiguas, cuyos significados oscilan y cambian de
manera más o menos sutil en el curso del razonamiento y, por consiguiente, lo hacen falaz.
1. El equívoco. La mayoría de las palabras tiene más de un significado literal; por ejemplo, la
palabra “pico” puede designar una herramienta o la boca de un ave. Hay un tipo particular de
equívoco que merece mención especial. Se relaciona con los términos “relativos”, que tienen
diferentes significados en contextos diferentes. Por ejemplo, la palabra “alto” es una palabra
relativa; un hombre alto y un edificio alto están en categorías completamente distintas. Un
hombre alto es el que es más alto que la mayoría de los hombres; un edificio alto es el que es
más alto que la mayoría de los edificios. Ciertas formas de razonamiento que son válidas para
términos no relativos, pierde su validez cuando se sustituyen estos por términos relativos.
El ejemplo clásico de anfibología se relaciona con Creso y el oráculo de Delfos. Las expresiones
anfibológicas constituían, como es natural, el principal artículo que se expendía en los oráculos
de la antigüedad. Creso, rey de Lidia, planeaba una guerra contra el reino de Persia. Como era
un hombre prudente, no quería arriesgarse a emprender una guerra sin tener la seguridad de
ganarla. Al consultar al oráculo de Delfos sobre la cuestión, recibió la siguiente respuesta: “Si
Creso emprende la guerra contra Persia, destruirá un reino poderoso”. Encantado con esta
predicción, de la que infirió que destruiría al poderoso reino de Persia, Creso inició la guerra y
fue rápidamente derrotado por Ciro, rey de los persas. Como éste le perdonó la vida, Creso
después escribió al oráculo una carta en la que se quejaba amargamente. Los sacerdotes de
Delfos respondieron que el oráculo había hecho una predicción correcta. Al desencadenar la
guerra, Creso destruyó un poderoso reino: ¡el suyo propio!
Las anfibologías son realmente premisas peligrosas. Pero raramente se los encuentra en
discusiones serias.
3. El énfasis. Como en el caso de todas las falacias de ambigüedad, se comete la del énfasis en un
razonamiento cuya naturaleza engañosa y carente de validez depende de un cambio o una
alteración en el significado. La manera en que los significados cambian en la falacia del énfasis
depende e las partes de él que e recalquen o destaquen. Es indudable que algunos enunciados
adquieren significados completamente diferentes según las diferentes palabras que se
subrayan. Considérese, por ejemplo, los diferentes significados que resultan de la siguiente
prohibición, según cuales sean las palabras en bastardilla que se destaquen.
Cuando se la lee sin ningún énfasis indebido, la prohibición es perfectamente correcta. Pero si
se extrae la conclusión de que podemos sentirnos libres de hablar mal de cualquiera que no
sea nuestro amigo, entonces esta conclusión deriva de la premisa solamente si ésta tiene el
significado que adquiere cuando se subrayan las dos últimas palabras. Pero, en este caso, ya
no es aceptable como ley moral, tiene un significado diferente y es, de hecho, una premisa
diferente. Este razonamiento sería entonces un ejemplo de falacia del énfasis.
Una frase que es literalmente verdadera pero carece totalmente de interés si se la lee o
escribe “normalmente”, puede despertar gran expectativa cuando se destacan de cierta
manera algunas de sus partes. Pero al destacar estas partes puede cambiar su significado y ya
no ser verdadera. De este modo, se sacrifica la verdad al sensacionalismo por medio de la
inferencia falaz que se produce al destacar (tipográficamente) la mitad de una frase más que la
otra mitad. Esta técnica constituye una actitud deliberada de ciertos periódicos
sensacionalistas para atraer la atención mediante sus títulos. Estos periódicos, por ejemplo,
pueden poner en grandes títulos las palabras
REVOLUCIÓN EN FRANCIA
Y luego, abajo, en tipo de imprenta mucho menor y menos prominente, pueden encontrarse
las palabras “temen las autoridades”. La frase completa “(Una) revolución en Francia temen las
autoridades” puede ser absolutamente verdadera, pero la forma en que se destaca una parte
de ella en el periódico la convierte en una afirmación muy impresionante, aunque totalmente
falsa. En muchos anuncios de propaganda se encuentra el mismo énfasis engañoso.