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El Grito

Frank Chaumon

<<Todo ángel es terrible.


Y sin embargo, pobre de mí, os invoco,
pájaros del alma, por así decir portadores de muerte,
advertido de lo que sois>>
R. M. Rilke

La belleza del ángel colinda con el horror.


A veces se requiere de muy poco para que aquel cuyo rostro apacigua la mirada
–<<duerme, querido ángel >>– se transforme en aterradora máscara. La dulzura silenciosa de los
rasgos del niño dormido, que sosiega en su espejo el mundo que lo rodea –recogimiento,
concentración–, puede dar lugar de repente a la mueca dolorosa y chillona que hace volar en
pedazos la serenidad anterior. Entre las dos, en el momento en el cual todo da vuelta, una tercera
figura pasa desapercibida: la extraña estatua de la esfinge. Del ángel al monstruo hay un barquero
que no vemos. Entre el ángel de movimientos delicados y el desencadenamiento caótico de la
bestia, se encuentra la inmovilidad inquietante de la quimera.

Entre los dos, se encuentra ese cuerpo, se encuentra esta silueta fascinante de la esfinge,
especie de transición encarnada entre el hombre y la bestia, forma extraña de la cual podríamos
pensar, que es ella misma la que engendra un pavor sin nombre. La sola aparición de esta criatura
de pesadilla parece ser la causa de la horrible angustia que atrapa a aquel que se encuentra frente a
ella. Pero no es la forma la que es perturbadora, no es esa figura de transición entre dos mundos la
que hace vacilar al espectador, es el enigma del que ella es agente, enigma radical que encarna y
que deja atónito a aquel que lo encuentra hasta el punto en que su forma se corrompe, que su
apariencia cambia y que pierde toda medida común. Lo que vuelve a la esfinge temible, no es la
bestia que hay en ella, es el hecho de que toda ella es agente de una pregunta a la cual es imposible
escapar, es esa interrogación radical, inhumana por la exigencia absoluta de que se la responda sin
rodeos. No es ninguna forma de ocultarse, no es fuga posible ni tampoco se puede pensar en diferir
la respuesta, en tomar desvíos, en desplazar la cuestión como es habitual en todo intercambio de
palabra y, es por esta razón que las coordenadas habituales vacilan, que el espejo se deforma. El
horror que suscita la esfinge no está ligado a su forma insólita, a su cuerpo a la vez próximo y
extrañamente inquietante; proviene del enigma que esa esfinge encarna, inmóvil. La inmovilidad es
la de su pregunta. No es la monstruosidad la que suscita la angustia, es el enigma lo que hace al otro
monstruoso, que transforma a quien es presa de angustia en un ser extraño, horriblemente próximo
y hostil a la vez. Tal es el alcance del mito que evoca el encuentro terrible que posee de repente al
viajero en algún recodo del camino de su vida, en ese momento en donde no existe ninguna salida
en falso, ninguna escapatoria. Ha llegado el tiempo en que los recursos habituales a las voces de la
represión llegan a faltar.

Cada uno en el curso de su existencia puede encontrarse enfrentado a esta presencia


enigmática cuando otro se empeña brutalmente en encarnar una pregunta vital para la cual no hay
escapatoria. No hay necesidad de hacer un largo viaje para ello ni de trasladarse, como Edipo, fuera
de los muros de la ciudad, ya que el Otro puede surgir en el espacio más familiar, como la clínica
nos lo muestra a través de varios testimonios. El encuentro es tanto más fascinante y sorprendente
cuanto que se produce ahí donde no se le espera, ahí en donde uno está en su propia casa, heimlich.
Es así que el joven niño y particularmente el infans, aquel que no habla aún, aquel al cual
podemos fácilmente engalanar con toda la belleza del ángel, puede transformarse en monstruo por
el hecho de que vino de repente a ocupar el lugar de esfinge para algún allegado que se encuentra
así desamparado, estupefacto. En el instante anterior, era un ser conocido, reconocido, investido,
como lo dice Freud, con todos los adornos narcisistas de los padres, y helo aquí hecho enteramente
otro, extraño y finalmente monstruoso. Este cambio de forma, esta repentina extrañeza de un
imaginario que se desencadena a veces hasta el punto de aterrorizar a una madre que se cree presa
de locura, signo de que el niño ha venido a ocupar el lugar del gran cuestionador, a encarnar el
enigma. Esta propensión frecuente que va del infans al monstruo está ligada a su lugar estructural:
la demanda primordial del recién nacido, aquella que debe encontrar en el Otro los significantes
para hacerse entender, enfrenta al adulto a la pregunta como tal. Se puede encontrar así que sus
exigencias pulsionales se tornan profundamente enigmáticas y que su mirada y su grito adquieren
de golpe un poder de estupefacción extremo. Ese ojo penetrante, esa boca hiante encarnan aún más
violentamente la pregunta cuanto que no tiene palabras y porque el enigma de su deseo imperioso
deschaveta todas las certidumbres adquiridas. Es porque ocupa así fuese tan solo un instante, ese
lugar de la esfinge que el niño puede bruscamente tomar una forma monstruosa, devenir ese
pequeño ser aterrador que puebla el imaginario de los adultos. El <<bebé>>, este ser literalmente
revestido de imágenes y de representaciones sociales, esa presencia a tal punto reconocible,
domesticada, pacificada, delimitada por la ciencia con un saber siempre más preciso, puede
bruscamente transformarse en monstruo salvaje, volverse quimera amenazante, exigente, imperioso,
tirano absoluto. Su demanda, por el hecho de ser una pregunta acerca del deseo del otro, toma, para
aquel a quien es dirigida, el estatus de enigma radical, de insoportable interrogación. En la soledad
de los primeros tiempos después del nacimiento, esta deja a veces a su compañero literalmente
petrificado de suerte que retroactivamente el niño se encuentra transformado en esfinge implacable
de la cual es imposible escapar.
Esta escena de estupefacción puede ser motivo de consecuencias, tanto para el niño como
para el adulto, y esta será la pregunta que abordaremos, apoyándonos particularmente en la clínica
del grito del Infans, que es una especie de dibujo de la pregunta hecha enigma.

El mundo como pregunta

Acaso convenga en un principio, para evaluar los estragos que puede producir tal estupefacción,
evocar a la inversa aquello que abre para el sujeto el libre ejercicio de la pregunta como tal. Como
testimonio por excelencia encontramos ese momento muy reconocido en todo niño que se ha
asentado en el lenguaje y del cual algunos parecen extraer un regocijo extremo, descubriendo con
exaltación lo que podría llamarse “la ebriedad de la pregunta”. Se da cuenta maravillado de que
toda frase puede ser aligerada y aun subvertida, con el simple hecho de un signo de interrogación
que él puede arbitrariamente decidir colocar en todo instante. Se vuelve actor, y su primer regocijo
tiene que ver sin duda con que invierte la pasividad de los enunciados, que hasta entonces le eran
impuestos, y aquello por la sola virtud de la forma interrogativa cuya enunciación ahora asume.
Puede cuestionar, es decir someter a pregunta todas las frases que de golpe se vuelven
proposiciones, como se dice en lógica. Todas las palabras, todos los enunciados que hasta allí le
imponían su ley parecen estar de repente a su merced por la sola fuerza de un signo de
interrogación. Se regocija con este poder asombroso, lo repite en todos los tonos, apalea a los
adultos con todos sus <<¿por qué?>>. Se embriaga al descubrir que puede hacer vacilar la erección
de cada palabra, desnudar cada frase de un solo tijeretazo; se maravilla no sin angustia de ese poder
inaudito que ejerce sobre los adultos, que a su vez, quedan a menudo con la boca abierta y parecen
a veces curiosamente desamparados, como tocados por la falta de coraza. Verifica, como si en aquel
momento fuera su amo, que no hay una última palabra, que un por qué va en busca de otro y que el
adulto es incapaz de cerrarle el pico. Se regocija, ya que ha encontrado la forma de enunciación que
le permite lanzar el anzuelo con el cual trae hacia sí todas las preguntas del mundo, y es para él un
alivio vertiginoso que le hace olvidar el hueco de donde ha partido su emisión.

​Obviamente, no busca una respuesta, ya hasta la rechaza enérgicamente cuando parece


exigirla pataleando: toda respuesta nutre su nueva pregunta hasta el punto en el cual, y ya
desbordado, el adulto encuentra en sí mismo esa réplica infantil que deja perpleja pero terminada la
partida: << ¡Porque sí! >>.

La pregunta es la forma que permite que le vuelva al sujeto la incompletud de toda enunciación. El
signo de interrogación tiene una virtud retroactiva en conformidad con la estructura de toda frase,
pero en el momento de concluir parece devolverse en bucle sobre su origen y errarlo, partiendo de
nuevo para comenzar una nueva vuelta. La flecha se hace boomerang, y es en esa indeterminación
del retorno a su origen donde el sujeto reside y se escapa. La pregunta es una frase que anuncia en
su forma misma que no sabría retener el mundo; ser garante de lo que sea, es la incompletud hecha
enunciado, es en cierta forma lo contrario del neologismo. Es por eso que la pregunta es liviana
para el sujeto, y el niño que accede a esta experimenta una ebriedad durable. Algunos permanecerán
siendo poetas.

Hay que subrayar que la virtud de la pregunta concierne a la vez tanto al sujeto como al Otro, ya
que la barra que esta impone los afecta a los dos. Lo es de la misma forma para la mentira, de la
cual sabemos que otorga el poder precioso de escapar a la omnipotencia imaginaria del pensamiento
del otro, a su omnisapiencia, pero que le permite también al sujeto tocar con el dedo su propia
división subjetiva cuando se percata de que es posible hacer que uno se mienta a sí mismo. La
mentira como la pregunta signan la incompletud, aligeran por un instante al niño tanto del peso de
un Otro absoluto como del fardo de la consistencia del yo.

Lacan, en las etapas de su construcción del grafo del deseo, dibuja su esbozo siguiendo el trazado
de un signo de interrogación, aquel del ¿Che vuoi? que se escribe de abajo hacia arriba, a partir del
punto de surgimiento de lo que él llama la emisión, la flecha de la intención, del <<querer decir>>.
El empuje, para hacerse entender, tiene que pasar por los significantes de la demanda que, al remitir
a otros significantes, se revelan horadados por el gusano del deseo del Otro, y es por lo cual se
curva como un signo de interrogación y finalmente vuelve a su lugar de emergencia. Retorna al
remitente, pero llevando en sus alforjas la falla –S (A)– que constituye el resurgimiento de otro
empuje, de otra pregunta. La pulsión tiene una fuerza constante, el deseo es indestructible, la
pregunta abre sobre otra pregunta.

La pregunta pendiente

Podríamos decir que toda clínica es el fruto del cese de este vals de las preguntas, o también que da
testimonio de un fracaso, que presenta los avatares de una pregunta, que señala la manera singular
en la que ha sido obstaculizada, refutada o abolida. Si el deseo es una pregunta, existen según Freud
diversos medios de oponer una defensa (Abwehr) para rechazarla, denegándola o haciendo como si
no hubiera sido planteada. El síntoma, que es el fracaso de la defensa, no es menos una respuesta,
en el sentido en el cual llega a la estabilidad de una formación de compromiso, cuyo goce señala el
modo de clausura.

Algunas formaciones patológicas encontradas en la clínica del niño dan fe, nos parece, de un avatar
particular que no es el producto de un trabajo como en el caso del síntoma, ni la producción de un
enunciado, es decir de una respuesta, sino que aparece más como huella, suspensión, congelamiento
de una pregunta en el momento de surgir. Lacan representó según la estructura el trayecto efectuado
sobre el grafo por el obsesivo y la histérica, y su cortocircuito en el caso de Schreber . En los casos
que evocamos aquí, todo ocurre como si el trayecto no hubiera sido recorrido, como si la flecha se
hubiera coagulado bruscamente en el aire, en su punto de surgimiento, detenida sin poder
desaparecer (sin ser reprimida), ni tampoco ser desviada hacia otro objeto. Ciertos estereotipos
presentan esta suerte de movimiento detenido, que no es repetición indefinida sino inmovilidad
vibrante, como la imagen de un magnetoscopio que habríamos puesto en <<pausa>>, y unos
supuestos <<retiros autistas>> realizan esta misma suspensión. No hay que relacionar estas
formaciones con una estructura en particular, pues se encuentran en toda clase de configuraciones y
pasan a menudo desapercibidas, a veces bautizadas como <<tics>>, pero toman con frecuencia un
valor de enigma para el otro, en primer lugar para la madre. Ya que la madre está particularmente
expuesta, en la proximidad necesaria en relación con el goce del cuerpo sin palabra del infans, a
chocar contra eso a lo cual la remite esa cosa inarticulada que, no dirigida, parece sin embargo
concernirla. Formulamos la hipótesis de que estas formaciones son huellas de un más acá de la
pregunta y que tienen que ver con ese momento lógico donde se ahueca el espacio de toda palabra,
momento en el que se profiere el grito.

El hecho de que haya un tesoro de los significantes no es suficiente, ni más faltaba, para que
el infans tenga acceso a ellos, como dan testimonio los niños autistas, que se encuentran en el
lenguaje, pero no acceden a la palabra. Para dar el paso hace falta que otro sea el proveedor, que
tenga los significantes a disposición en la presencia ambigua que los caracteriza, ajustados pero
incompletos, es decir, que remitan a otros. A menudo hemos descrito al respecto la posición de
ciertas madres que designan con certeza los objetos propios que sirven para saturar la demanda de
su niño, y para quien la pregunta del deseo está forcluida por la respuesta que la precede. En el caso
que evocamos aquí, se trata de otra configuración donde el empuje pulsional, en que la pregunta
dirigida a la madre no encuentra ningún apoyo; ni respuesta prevalente (el fantasma materno), ni
certeza absoluta (el saber delirante), sino más bien una ausencia, una imposibilidad de acoger la
pregunta.

Todo ocurre como si el sujeto se hubiera encontrado delante del desmoronamiento de toda
pregunta posible, enfrentado a un bloque, a un muro, a una opacidad radical, a una ausencia
absoluta. No se trata aquí de la muralla de rechazo que forma el surgimiento de las identificaciones,
ni tampoco de una ausencia de acuse de recibo, sino de una especie de discontinuidad, de un
agujero en la trama de los intercambios significantes, que señala que alguna cosa en la pregunta que
se ha dirigido ha puesto en peligro a su destinatario hasta el punto de que falta en ese lugar. La
huella de la pregunta (un movimiento del cuerpo, por ejemplo) puede dar testimonio de parte del
niño de esa brecha en el Otro, y constituye al mismo tiempo una suerte de apoyo, de parapeto, de
trapo agitado al borde del agujero. Decir que estas producciones manifiestan un más acá de la
pregunta, es decir que el retorno de la pulsión no ha sido recorrido, o aun que el Otro no ha sido
incluido allí.

Una cierta ausencia

La ausencia de la madre con respecto a la pregunta que le es dirigida, su estupefacción delante de


aquel que es un enigma para ella no es unívoca, y es por eso que conviene distinguir varias
modalidades de la ausencia. Todo niño se encuentra necesariamente enfrentado a la ausencia
materna, y esta prueba es saludable porque forma la matriz de toda pérdida del objeto. El ir y venir
de la madre que la instaura en un principio como madre simbólica es el modelo de toda sustracción
significante que va a imponerle al niño un cuestionamiento sobre su deseo: ¿qué quiere ella, qué
quiere ella de mí, en qué puedo responder a su deseo para asegurarme su presencia? El trabajo de
pensamiento que es así requerido elabora riesgos acerca de la existencia materna, como también
vectores para conducir al niño en su exploración del mundo, con tal de que pueda, nuevo Sherlock
Holmes, apoyarse sobre ciertas huellas significantes para reconstruir un mundo a menudo
conmocionado. Las pruebas de la vida, individuales o sociales, que tienen un impacto directo sobre
la capacidad efectiva de la madre de ocuparse de su hijo, no son necesariamente patógenas para él,
con tal de que disponga de coordenadas simbólicas conforme a su edad para hacerles frente. Lo que
es mortífero no es la separación en sí, la ausencia en sí, sino el caos del cual ella es agente si faltan
las piedrecitas del deseo del Otro situado en buen lugar.

De igual forma, acaso la patología materna resulte tanto menos mórbida si el niño ha podido
disponer de algunos elementos significantes para orientarse en el cambio a veces brutal de las reglas
de juego. En esa búsqueda de sentido, el niño ciertamente desarrollará estrategias a veces muy
costosas para él, tornándose el terapeuta atento de su madre, su payaso agitado anti-depresión, o
aun su sufre-dolor masoquista. Pero él sobrevivirá e inventará su propia respuesta a la ausencia
mórbida de la madre.

Cuando a la inversa, y por la razón que sea, el sujeto se encuentra frente a una ausencia que
calificaremos de real, a un agujero neto, a una discontinuidad brutal de la cual nada permite
anticipar lo que sobrevendrá ni su final, y que no deja en su surco ningún brote de la represión al
cual agarrarse, las consecuencias serán esencialmente diferentes. El caos hace irrupción
bruscamente, lo arbitrario del Otro es absoluto de manera que el niño no puede reorganizarlo,
reordenarlo, darle sentido. La ausencia de la madre de la cual se trata aquí es antes que todo del
orden de una discontinuidad en el pensamiento, y más precisamente, en el pensamiento de su niño.

Es cierto que toda madre se ausenta de su hijo, podríamos decir, y conviene también agregar,
afortunadamente para él, ya que olvidar a su hijo un instante constituye la necesaria operación del
fort/da de la madre que permite augurar su capacidad ulterior para dejarlo partir, para separarse de
ella. De alguna manera es el primer destete que ella efectúa respecto a si misma. Ella está en otro
lado en sus pensamientos, y de golpe el mundo de sus sueños secretos adquiere el valor de un
Dorado por conquistar para el niño, una caverna de Alí Babá donde están escondidos todos los
tesoros de los significantes. Y puede que ella esté en otra parte atraída por ese <<deseo de otra
cosa>> que lleva a la cuestión paterna, pero puede ocurrir también que ella se retire en sus
pensamientos por rechazo, en respuesta a la demanda, a la exigencia pulsional que deviene
insoportable, y puede ocurrir también que la embarguen malos pensamientos con respecto al niño,
por fantasmas asesinos. Esta ausencia no deja al niño desprovisto porque hay mil indicios de ese
mundo hacia el que ella partió, posee todo tipo de rebrotes de la represión que él descubre mejor
que nadie, con lo cual continúa su camino, y persigue la incesante pregunta del ¿Che vuoi? Ya que
cualquiera que sea el motivo escondido a sus ojos, su pregunta es siempre la del deseo que lo ayuda
a orientarse en un mundo que se ha vuelto cojo.

Muy otro es el caso donde se trata por el contrario de una ausencia de pensamiento de la madre, de
un blanco, de un agujero en la cadena significante que viene como respuesta a una manifestación
pulsional del niño. No se trata más aquí de otro lugar al cual la madre accedería secretamente, otra
escena íntima que ella le cerraría a su niño, sino de un agujero en su pensamiento. La
discontinuidad vivida por el niño es el efecto en ese caso de una discontinuidad en el pensamiento
de la madre, de un espacio en blanco en su pensamiento. <<La ausencia-en-sus-pensamientos>>
abre tanto un mundo de preguntas para el niño que es confrontado allí, como <<la-ausencia-de-
pensamiento>> es cierre, muro compacto, infranqueable. La ausencia de la cual hablábamos hasta
aquí era la de una madre transportada a otro lugar, que ha partido hacia sus sueños, y cuyo territorio
secreto le da para pensar ese niño que se propone, bien sea traerla hacia sí, bien sea volverse hacia
ese más allá deseable. La ausencia es necesariamente simbólica, ya que es solamente por la vía del
significante que podemos estar aquí sin estarlo. Sería más exacto decir en el caso de una
<<ausencia-de-pensamiento>> no que se trata de una ausencia, sino, al contrario de una presencia
real que de repente hace frente al niño; una presencia aplastante, una suerte de bloque compacto,
intacto, inaccesible.

Toda ausencia de este tipo no tiene necesariamente un alcance mortífero para el niño, y podemos
evocar aquí de nuevo lo que decíamos más arriba sobre la patología materna: el niño no está
necesariamente desprovisto para significar esos momentos de discontinuidad a los cuales está
enfrentado. Pero la situación puede revelarse distinta si el agujero en el pensamiento parece
sobrevenir en respuesta directa a la pregunta que él ha planteado. Si la demanda es a menudo
enigmática e incluso insoportable para la madre, esta encuentra no obstante mil escapatorias, toda
suerte de astucias para mantener el malentendido salvador que le permite seguir los intercambios,
según la lógica habitual de los deslizamientos y de las transposiciones de significantes. Pero cuando
el niño deja estupefacta a la madre con la pregunta que le plantea en su demanda, y que de repente
él se transforma en esa esfinge terrorífica a la que es imposible encajarle la falsa moneda ordinaria
del lenguaje, entonces, el resultado es otro. Nada puede oponérsele al niño más que una presencia
real, una opacidad de puro goce, y en retorno la pregunta del niño queda fijada, como congelada en
su momento de emergencia. En su cuerpo se inscribe el resto mudo de una pregunta abortada, como
si la huella de la pregunta subsistiera pero no buscara ya hacerse valer como tal, detenida en su
empuje.

El imperioso cuerpo pulsional del niño

De esos momentos, la experiencia clínica nos da a conocer el punto de vista simétrico, del lado
materno. El eco llega allí après coup, necesariamente reconstruido en el curso de un análisis, o
emergiendo a veces en el marco de las entrevistas paralelas a la cura de un niño. Esos momentos
están por definición vacíos de toda representación, ya que corresponden al evento para el niño de lo
que él ha vivido como ausencia radical (presencia real) de la madre hacia él mismo, discontinuidad
entonces del pensamiento de esta para él y no necesariamente discontinuidad vivida subjetivamente
por ella. Estos momentos son sin embargo precedidos con una particular frecuencia por la señal de
angustia, o más precisamente por afectos de horror desencadenados por una tal exigencia pulsional
del niño, por una tal manifestación de su goce. Todo ocurre como si, ante la amenaza de un pavor
de nuevo inminente, la trama de pensamientos inconscientes se desgarrara en ese lugar.

Hay una clínica que da fe de manera particular de estos momentos, es la clínica del llamado
<<maltrato>>. Ciertamente no es azar que se trate de una clínica del acto, es decir de ese tiempo
cuya característica primera es la abolición subjetiva, y cuyo sujeto no puede hablar directamente.
Clínica del acto, pero también clínica de la repetición, que presenta constantemente una escalada,
una violencia creciente que parece ineluctable. Para aquel que escucha en el après coup el relato de
esta suerte de epopeya funesta, es posible sin embargo discernir las numerosas tentativas, a menudo
infructuosas, que el sujeto esboza para tratar de bloquear la mecánica implacable, lo cual supone
una división subjetiva, una alerta que podríamos creer que hace falta. El acto interviene in fine
como solución, allí donde algo insostenible se ha manifestado demasiado, a lo cual el sujeto no
pudo responder sino tratando de hacer cesar esta repetición intolerable en cierta manera desde su
fuente: haciendo callar la insoportable pregunta. Intolerable, la repetición lo fue, ya que fue a su vez
en un principio pensada como fracaso de la respuesta y no como ejecución de una pregunta
insatisfecha por estructura: si hay aún demanda, si él interroga de nuevo, es porque el niño-esfinge
juzga la pregunta inadmisible y porque el otro cae en la nada. Cuando la pregunta se vuelve un
asunto de verdad absoluta, toda nueva pregunta, en lugar de ser entendida como lo que es, a saber la
búsqueda infinita de un objeto perdido, es recibida como veredicto, como condena inapelable.

Es así que el paso al acto sobre el niño, incluso el infanticidio podrá representar una <<solución>>
al enigma terrorífico de una demanda que parece sin fondo. Así como la ausencia-de-pensamiento
era un <<dejar caer>> que no tenía nada de metafórico, de igual forma golpear al niño no significa
intentar inscribir sobre su cuerpo la ley que hace falta para contener su goce, sino simplemente
hacer callar lo que emerge de ese cuerpo como exigencia insoportable, enigma insostenible.

Una transmisión

Esas soluciones tajantes ocurren en particular cuando el adulto se encuentra en la posición de


recibir de parte de su niño la exigencia pulsional a la cual el otro no pudo hacer frente antaño,
cuando él mismo era niño. Es cierto que todo niño reactiva para su padre la queja de las
insatisfacciones pasadas así como los sueños y las esperanzas a las cuales él ha debido renunciar. Y
es estructural el hecho de que el deseo sea insatisfecho a pesar del placer narcisista que procura
todo recién nacido, y el adulto vuelve a encontrar al mismo tiempo la figura dolorosa de sus
demandas mantenidas en suspenso. Pero se trata de otra cosa cuando, encontrando en su niño
imperioso la exigencia que fue la suya, el sujeto se encuentra desamparado en razón de que en otro
tiempo él se impuso silencio, él hizo callar ese llamado para preservar a la madre que no podía
recibirlo.

Cada niño se divide entre su deseo y lo que él supone ser el deseo de su madre. Demanda, y al
mismo tiempo tiene en cuenta la demanda del otro. Se vuelve <<un sabio lactante>> (Ferenczi),
sabe desplegar tesoros de inventiva para proteger a una madre extraviada por su llegada, llega a
volverse terapeuta si ella está deprimida o delirante. Esta división es al mismo tiempo el zócalo de
la transmisión, porque sus dos puntos de apoyo serán al mismo tiempo el niño que el habrá sido y la
madre que él habrá construido, cuando a su vez, él se encuentre frente a un niño a quien le habrá
dado la vida.

Si, cuando fue niño, cesó de exigir lo que se le debía para no perder la atención materna, es decir, si
sacrificó su exigencia de niño para conservar a su madre, se encuentra ahora doblemente
desprovisto frente a su propio hijo. No pudiendo reconocerse en aquel que persiste en reclamar, no
puede volver a hallar, para hacer frente a esta situación, más que el recuerdo de una madre que se
escabullía, que vacilaba ante los golpes de la demanda. No tiene el recurso de apoyarse en una
identificación materna en ese lugar. Otrora él escogió privarse para preservarla, ahora se encuentra
desprovisto para responder a ese bebé que persiste en reclamar aquello que se le debe.

El niño que fue en otro tiempo, para salvar un lazo con su madre, había tenido que sacrificar esta
parte de él mismo que manifiestamente la ponía en peligro. Tuvo antes una primera exigencia
enigmática, y la estupefacción materna que esta provocó no se repitió, ya que el niño se amputó de
esta demanda en vez de arriesgar esa renovada confrontación. Ahora que retorna en su propio hijo
la misma manifestación pulsional, le impone el sacrificio que fue suyo, y hace callar esta pregunta.
La violencia que se impuso otrora, hay que repetirla ahora en ese otro que retorna. El testimonio de
personas acusadas de crímenes con respecto a su niño de brazos da claramente a entender que lo
que se trata de reducir al silencio es su propia exigencia pulsional encarnada en el cuerpo
enigmático del niño que ellos fueron, que son siempre. Ese lactante aullante que masacran, que a
veces hay que volver desconocido hasta en los mínimos sobresaltos de la vida, son ellos mismos,
ellos mismos tal y como, otrora, los <<dejaron plantados>>.

Habían encontrado antaño la solución radical de encerrar su grito en el fondo de la garganta y he


aquí que su niño, como un redivivo que reclama lo que se le debe, exige, se transforma en monstruo
insatisfecho. El desamparo actual del lactante, su cuerpo repleto de vida, su exigencia pulsional, son
intolerables para quien anteriormente se ha desprendido de esa parte de él mismo.

Retorno al Proyecto

Para intentar asir la lógica de este avatar originario del bucle pulsional, podemos retornar a la
primera teoría del Proyecto cuya lectura ha sido renovada por Lacan, y particularmente en el
momento en que Freud construye la articulación de su teoría del objeto perdido a partir del primer
encuentro con la madre.

Se trata del primerísimo tiempo lógico, aquel de la captura del cuerpo en el lenguaje donde el niño
se encuentra en la necesidad vital de entrar en el mundo de los significantes en el cual se mueve su
madre. Es esa urgencia dolorosa la que lo empuja a la <<acción específica>>, por la cual renuncia a
la inercia del principio del placer para investir al Otro en su búsqueda de un <<objeto de
satisfacción>>. Ese otro es designado por Freud con el término de “prójimo”, es decir, aquel que se
pone adelante, que se presta para la demanda, que da pie a la pregunta. Su presencia es requerida
pero discontinua y basta un detalle, un ligero alejamiento, una escansión para que el niño
dimensione la condición mortal que es estar <<sin socorro>>, hilflos. Notable cualidad la de estar
sin ayuda (Hilfe), es decir, la de definirse como privado de ese apoyo del Otro, no obstante
necesario para la simple supervivencia. El llamado es de entrada un llamado de socorro, y tiene que
llegar a hacerse entender como tal, es decir a hacerle dimensionar al otro su calidad de prójimo. El
prójimo es el semejante que está al lado, es aquel que puede reconocerse como idéntico y sin
embargo separado, ya que es de aquel que ha de venir el socorro. En Nebenmensch (prójimo) se
encuentra Mensch, es decir humano, término que hay que entender con todo el peso que le otorga
Robert Antelme si queremos establecer la dimensión de lo que hay que franquear a veces para
reconocer a pesar de todo en el niño enigmático ese núcleo de comunidad que permite que el
vínculo no se rompa. Ese próximo viene en respuesta al llamado, se pone en movimiento a causa
del grito de dolor que expulsa el niño por la imposible autosuficiencia. En primer lugar el niño
lanza un grito, con el que el dolor de la tensión experimentada encuentra una salida, y este grito
tiene la virtud de hacer venir a la persona que socorre, aquella que aporta consuelo, el Otro
inolvidable como lo dice Freud, aquel sin el cual no podemos humanamente sobrevivir.

Cierto es que el grito como acto del sujeto no toma su estatus más que a posteriori, es decir cuando
haya sido entendido, transformado en llamado e interpretado como tal, pero no puede ser proferido
más que en la medida en que haya sido instaurado un lugar susceptible de acogerlo. Así como no
podría ser disociado un rechazo inaugural del seno de la manera como ha sido dado, de igual forma
el grito no puede ser aislado del espacio virtual donde se espera. El grito surge en el vacío de la
espera del otro. Pero importa al mismo tiempo poner el acento sobre la dimensión de acto de ese
grito, como lo demuestra al contrario el hecho de que ocurra que el niño escoja el no gritar. La
lectura psicológica habitual del grito borra esta dimensión de acto: el llamado engendraría la
respuesta del objeto apaciguado, y es la cualidad más o menos <<buena>> del objeto la que
explicaría a su vez la cualidad del siguiente llamado. Hace falta por el contrario subrayar la
dimensión de corte operada por el grito, es decir de apertura a un espacio diferente, a costa de una
pérdida. El corte que produce el grito cambia la topología del sujeto y del otro, y se salda con la
pérdida de un objeto: la voz.

La voz es lo que resuena míticamente en el Otro, y no se redescubre más que a posteriori en todo
llamado como lo que está irremediablemente perdido. El objeto-voz ha de distinguirse de lo que
cada cual escucha en la palabra, objeto material, físico, con sus cualidades –timbre, altura, grano,
etc.– La voz en tanto objeto perdido fue aislada por Lacan en la psicosis, voz inmaterial y errática.
Es aquello que no puede decirse, lo indecible en toda palabra. Tal es el lugar del grito como corte:
divide y produce una parte perdida, una <<cosa>> en la voz, según la operación de la división que
ahora hay que explicitar.
El grito es transformado en llamado cuando surge el prójimo, aquel cuya proximidad caritativa
salva, pero este semejante humano se revela inmediatamente dividido, habitado por una alteridad
imposible de reabsorber. En aquel el sujeto ubica ciertamente lo que es conocido, o más bien
reconocido, es decir lo que puede identificar con tal o cual rasgo que se refiere a su propio cuerpo,
pero distingue también otra parte que se hace bloque, compacta, desconocida, inasimilable como
tal. Hay una parte conocible, reconocible, sobre la cual el niño puede ejercer su juicio (bueno/malo)
y una parte radicalmente extranjera, incluso hostil. A causa del retorno al alemán, das Ding, Lacan
acentúa la designación de <<la cosa>> para designar un más acá del objeto en tanto es conocible,
en tanto tiene cualidades, en tanto puede describirse y del cual podemos acordarnos gracias a todas
los huellas mnémicas, gracias a los significantes con los cuales fue circunscrito. De la cosa, a la
inversa, no podemos hablar, salvo planteándola como esa parte totalmente extranjera que cada uno
encuentra en el otro. Existe en el prójimo ese núcleo irreductible a todo reconocimiento y que se
aprehende ante todo como extranjero, como enemigo. En el otro, en el huésped (del latín: hospitem)
que da hospitalidad al grito que profiero, descubro un extranjero, un enemigo (hostis).

Esta división del objeto instaurada por el grito opera al mismo tiempo una división del sujeto, el
rechazo hacia afuera funda un interior inaccesible. El sujeto expulsa, rechaza lo que es dolor en él,
tensión insoportable a través de la cual puede distinguir en el semejante la irreductible alteridad que
es el núcleo íntimo de su ser. El grito es en principio expulsión –Lacan habla de <<exterioridad
jaculatoria>>– es un lanzar afuera hacia el Otro, pero que es escuchado por el sujeto, un sonido
lanzado al exterior, que da fe para el otro de un dolor, pero que inscribe al mismo tiempo en el
sujeto su marca, porque se escucha gritar. <<[…] sin el grito que hace brotar, solo tendríamos del
objeto desagradable una noción muy confusa […] El objeto en tanto hostil, nos dice Freud, solo se
señala, a nivel de la consciencia en la medida en que el dolor hace brotar un grito del sujeto […] El
grito cumple allí una función de descarga y desempeña el papel de un puente, a nivel del cual algo
de lo que sucede puede ser atrapado e identificado en la consciencia del sujeto. Ese algo
permanecería oscuro e inconsciente si el grito no viniese a darle, a nivel de la conciencia, el signo
que le confiere su peso, su presencia, su estructura […] >>

Lo que permite identificar lo más extraño permite dar lugar a lo más íntimo ya que es por esta
identificación con lo que está por fuera de mí, hostil, inacabado, con lo que no comprendo, que
puedo reconocer lo que me es más interior, esa hostilidad, esa extrañeza de mí mismo, que me
divide, eso que Lacan, para hacerse entender, nombró en un golpe de genialidad lo éx-timo. La
división operada en el otro es correlativa de la división del sujeto.

El grito es así un primer paso del humano donde se da a entender lo inhumano, es decir ese lugar
sin el cual se deja de ser humano. El grito de los atormentados, el grito del hombre cayendo en el
vacío, el grito del goce sexual, todos ellos hacen resonar esa inquietante familiaridad, eso íntimo
donde se aloja lo más extranjero. Por eso el grito del neonato, tan frágil y tan cercano, es al mismo
tiempo lo más inquietante, lo más perturbador, lo más insoportable, ya que contiene eso inaudito de
lo cual nos separamos para poder oír. El grito incalmable de un lactante es una prueba que pronto
resulta insoportable, como lo muestra la violencia que desencadena a veces en los equipos
hospitalarios, a menudo enmascaradas por prescripciones intempestivas de medicamentos. Pero es
sobre todo en la soledad de los primeros tiempos del regreso a la casa, cuando la madre o el padre
se encuentran solos frente al insostenible llamado, que no es raro que el grito del recién nacido sea
la fuente de los pasos al acto más asesinos, más salvajes. ¿Hay en ese grito algo de insoportable que
hay que hacer cesar en su punto de surgimiento del cuerpo? Alguna <<cosa>> se dio a entender allí
que excede lo audible y reenvía a la división primera que tiene que operar para cada quien.

El grito

El cuadro de Edvard Munch, El grito, nos lleva a tales confines. El grito, en su materialidad sonora,
es el tema del cuadro y es esa paradoja la que perturba profundamente a quien lo mira: se da a ver
una cosa más allá de lo que se oye. El silencio del cuadro nos da a oír lo inaudito. O, más
precisamente, es porque cuando miramos una tela, operamos ese suspenso ordinario de lo sonoro
que nos coge desprevenidos, sobrecogidos por el hecho de que algo que nos mire en el cuadro haga
resonar en nosotros un eco de la materialidad de lo que se oye. Nos muestra que es lo insostenible
de oír.

El grito parece ante todo el del personaje que viene en primer plano y que deforma a su alrededor el
paisaje como bajo el efecto de la propagación de las ondas. A menos que, al contrario, el grito
venga del afuera, estridente, insostenible a pesar de la impotente barrera de las dos manos apretadas
contra las orejas. El cuerpo mismo, al igual que la naturaleza, vibra al unísono.

La versión principal de este cuadro data de 1893, cuando el autor tenía 30 años. Es un tema sobre el
cual trabajó a todo lo largo de su existencia, y del que existen más de cincuenta variaciones. En su
Diario relata una experiencia que dice estar en la fuente directa de El grito: “Recorría el camino con
dos amigos (esto sucedía durante la puesta de sol), de repente el cielo devino rojo sangre, me
detuve, me adosé agotado a muerte contra una barrera, el fiordo de un negro azulado y la ciudad
estaban inundadas de sangre y devastadas por las lenguas de fuego (mis amigos prosiguieron su
camino mientras que yo aún temblaba de angustia) y sentí que la naturaleza estaba atravesada por
un largo grito infinito.”

En esas pocas frases está toda la densidad de una experiencia de fin del mundo, de una vivencia de
desfondamiento. El sol que se oculta, ese astro cuya luz caerá, evoca irresistiblemente al Otro que
se retira, el mismo cuyo “reflujo” provoca la aparición en el cuerpo de Schreber de lo que él llama
“milagro del aullido”, es decir, la obligación que se le impone de emitir aullidos.

En la parte derecha, el paisaje parece deformado por la onda sonora y la bahía es como una inmensa
oreja bajo un cielo ensangrentado. La presencia de la pareja indistinta en segundo plano subraya la
soledad del personaje. ¿Se acercan? ¿Se alejan? Su presencia tiesa y rígida acentúa la soledad de
aquel que se tuerce de angustia. Este sostiene su cabeza con las dos manos, sin duda de terror, pero
también para no escuchar su propio grito o el silencio monstruoso de la naturaleza sanguinolenta y
fría. La naturaleza, el fiordo tan familiar que constituye por lo común un espejo apaciguante que
reúne y da lugar se ha vuelto ahora carne, excrescencia carnal indefinida, sin límite. Acaso queda
aun esa balaustrada que hace límite, que parece partir el espacio en dos ¿pero acaso puede uno
llegar a aferrase a esta cuando las manos se usan para sostener la cabeza? Cabeza de feto, fosas
nasales y boca de quien se ahoga ¿este ha nacido o por el contrario está impedido de emitir el grito
salvador que despliegue los alvéolos pulmonares que permita respirar y abra al Otro? Ese grito es
infinito, desarticulado, es decir que el corte falta y que no hay nada más que esta “hiancia abierta,
anónima, cósmica” que hace surgir el silencio. El grito repercute en el vacío, se propaga en una
naturaleza desertada donde nada detiene, nada hace corte, nada acoge. Pues ¿quién lo escucharía,
quién acusaría recibo? Ciertamente no esos pequeños otros en segundo plano, quisiera uno decir
esos seres “hechos la ligera”. La pintura nos da a ver el silencio de un grito inaudito. Son
numerosos los cuadros que nos hacen el silencio literalmente tangible entre los seres, en particular
los que se centran en torno a la muerte de la madre o del hijo.

En el cuadro la madre muerta y el hijo, del que también existen diversas variaciones, la muchacha
nos mira, dándole la espalda a la madre, y se tiene las orejas con las dos manos. U. Bischoff
escribe: “Bloqueados dentro de una jaula de vidrio cuyas impurezas perturban la transparencia, los
personajes de Munch están como aprisionados en un acuario”. ¿Acaso alguna vez se ha escuchado
el grito de los peces?
El artista logra hacernos captar, con lo que nos muestra, lo que no se puede escuchar. Crea la
evidencia, nos abre los ojos y sabemos entonces que es el grito el que hace nacer el silencio, vemos
que el grito más atroz es mudo, es el que queda en el fondo de la garganta, y entonces es el Otro el
que emite un grito ininterrumpido, un grito insostenible del que es imposible separarse. El cuadro
de Munch es la ausencia de grito, no el grito. Es el grito imposible de expulsar que retorna del
afuera.

No gritar

Puedo aquí dar fe de lo que me enseñó un joven psicótico durante largos años de análisis. Me lo
había remitido el hospital día en que había sido admitido muy tempranamente, y donde se
inquietaban particularmente con sus actos violentos contra animales de corral y más aún con las
amenazas que dirigía a niños jóvenes. Así, un día, durante un paseo por el parque de la ciudad, salió
corriendo a arrojar al río a un bebé raptado de su coche. Me tomó mucho tiempo hacer el vínculo
entre esos actos y su posición en la sala de espera, con los dedos apuntando a sus orejas o más
precisamente apretados detrás de la oreja y no en el hiante agujero. Lo intolerable, terminé por
entenderlo, tenía que ver con el grito: grito de pollo, grito del bebé, gritos de los demás niños en la
sala de espera. Desde que percibía a un niñito, se tapaba las orejas, murmuraba sordamente,
balanceándose como para mezclar con una música controlada el riesgo de que sobreviniera un
sonido cualquiera, sobre todo de una voz aguda. ¿Qué grito era entonces tan amenazador para él?
Por largo tiempo pensé que se trataba de ese pequeño otro, de aquel pequeño hermano venido
después de él en una familia recompuesta, insolente beneficiario de una casa apaciguada cuando él
mismo no había conocido más que el caos de las rupturas y los internamientos. Esta interpretación
no era necesariamente falsa, pero era secundaria. Me parece –es al menos esta la construcción a la
que llegamos– que el grito amenazador, era primero y antes que todo su propio grito. Grito del cual
sus cuidadores nos cuentan la historia, la de un niño cuyo grito habría sido hasta tal punto
intolerable para su madre que se habría vuelto loca, hospitalizada muchos meses en el hospital
psiquiátrico vecino, durante el primer año de su hijo. Grito destinado a entrar en la garganta, grito
que hace surgir el terrorífico silencio de una madre que no puede acogerlo.

Este joven, incontestablemente artista, realizaba durante sus sesiones, y sin ver casi sus manos,
modelajes magníficos de animales llenos de vida y de movimiento a quienes, in fine, les arrancaba
delicadamente un miembro en silencio, un silencio para mí intolerable. Esto es talvez lo que había
que dar a ver para que se escuchara su silencio: un ser a quien calmadamente, tranquilamente se le
arranca un pedazo de carne. Como el pintor, este joven mostraba lo que no podía ser escuchado: su
grito interno, su grito amputado.

Lo demasiado próximo

No podemos hablar de La cosa, das Ding, sino plantearla como esa parte totalmente extraña que
cada uno encuentra en el otro. Pero la lógica freudiana, siempre tan inaudita, propone que esta cosa,
este ser sin cualidades, esta extrañeza hostil, es hacia lo cual el sujeto va a orientarse
definitivamente. Lo conocido, lo reconocido no es interesante para el pensamiento, es hacia su más
allá que el sujeto se dirige siempre. Desde el texto de 1895, Freud le abre un lugar al Más allá del
principio del placer al cual dará nombre veinte años después. El sujeto se orienta no hacia el
reconocimiento, hacia lo mismo encontrado, hacia el sosiego, sino hacia la alteridad radical que
reside en el centro del otro. Ese lugar de atracción absoluto que Lacan llama goce es a la vez el
norte magnético del sujeto y lo imposible, lugar de disolución subjetiva. El incesto sería la
conjunción con ese soberano bien, pero también la abolición del sujeto. Esta cosa en el centro del
prójimo, es el bien último, cuyo goce sería el objetivo radical y al mismo tiempo lo
irremediablemente inaccesible. Es una << […] zona prohibida porque el placer sería allí demasiado
intenso. Designo esta centralidad como el campo del goce>>. Este vacío central, tan atrayente y tan
insoportable, esta <<vacuola>>, es lo que hace del prójimo el lugar de <<la inminencia intolerable
del goce>> y el Otro, añade Lacan, no es más que <<el terraplén limpio>>. La cosa hostil y
deseable donde el sujeto seria abolido con delicia y horror debe ser circunscrita por las palabras,
pacificada por lo significantes que vienen a hacer borde, a hacer del Otro una presencia marcada, un
cuerpo escrito.

Es en ese lugar que volvemos a encontrar el hilo de nuestro propósito. Ya que cuando los
significantes se ausentan, cuando surgen esos desmoronamientos del pensamiento del otro, el niño
se encuentra enfrentado a la presencia masiva y aplastante del goce del prójimo. El Otro es
abandonado por los significantes reconocibles, es decir aquellos que permiten encontrarse allí al
poner los límites del territorio de la cosa. No es un otro no deseante, es decir cuestionador, sino
aplastante, obsceno de presencia compacta, potencia aterradora y loca cuya figura nos la da la
pesadilla, ser monstruoso que parece estar animado únicamente por su goce. <<El correlativo de la
pesadilla, es el íncubo o el súcubo, ese ser que pone todo su peso opaco de goce extraño sobre tu
propio pecho, que te aplasta bajo su goce.>>

La hostilidad profunda de das Ding se experimenta entonces como una invasión del mundo,
precipicio sin fondo o muro sin aspereza, y el sujeto no puede entonces hacer operar la división en
el otro y en sí mismo. A falta de poder hacer el bucle de la pulsión, pasando por el Otro, para
realizar la <<acción específica>> de la cual Freud habla, el sujeto permanece en la emergencia
pulsional, no reprimida sino fija, eternizada, congelada. A menos que sea reducido a la sola
solución del paso al acto.

Cuando no hay enfrente más que el bloque compacto de otro que no sabría responder, la presencia
agobiante del goce, el grito permanece en el fondo de la garganta o aun en ninguna parte del cuerpo.
Es más tarde y apres coup, cuando la irrupción repentina haya desbordado todo límite posible en el
paso al acto, que el sujeto podrá decir que había <<en él>> una verdadera <<bomba de tiempo>>.

Esto puede producirse cuando el sujeto que ha llegado a la adultez se encuentra enfrentado
brutalmente por la exigencia pulsional de su niño recién nacido en el retorno del horror de una
presencia antiguamente terrorífica. Toda manifestación del bebé puede devenir obscenidad de la
vida, exceso de la carne, desbordamiento de un goce monstruoso, incontrolable. En este niño
quejoso, imperioso e incomprensible, surge en un instante el Nebenmensch del pasado, ese ángel
terrible del cual habla el poeta. El prójimo, ese ser hostil pero familiar, reencarna en el bebé de hoy
escenificando de nuevo la escena fija de un primer enfrentamiento inalterable. El infans se vuelve el
ser más inquietante, tan próximo de la fragilidad familiar y al mismo tiempo tan imperioso, hostil,
malvado, que todos los deseos de muerte se concentran en él en un relámpago. Frente a la estatua
de la esfinge terrorífica, cuando hace falta el recurso al campo infinito de las conexiones
significantes, una alternativa mórbida impone su ley de hierro: volverse a su vez piedra, ausentarse
en el memorial fijo de una demanda olvidada, o bien hacer callar el grito, intentar abolir lo real de
la presencia.

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