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Bases neurales de la respuesta

emocional y la respuesta
“racional”
Bases neurales de la respuesta emocional y la respuesta “racional”

Contenido

Bases neurales de la respuesta emocional y la respuesta “racional” .......... 3


1 Introducción ......................................................................................... 3

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Bases neurales de la respuesta emocional y la respuesta “racional”

Bases neurales de la respuesta emocional y la


respuesta “racional”

1 Introducción

Al iniciar el tema de Inteligencia Emocional deberíamos, casi de inmediato, definir


el concepto sobre el que vamos a tratar. Podríamos decir, como así lo han definido
los especialistas (desde Peter Salovey y John Mayer, que en 1996 acuñaron el
término “inteligencia emocional”, hasta las últimas tendencias de, por ejemplo,
Antonio Damasio pasando por una multitud de profesionales que han abordado el
tema y que ya irán saliendo a lo largo de estos breves apuntes), que la IE se basa
en tres grandes posibilidades:

1. Percepción de las emociones, tanto personales como del otro.


2. Comprensión de las mismas.
3. Gestión de dichas emociones para la toma de decisiones.

Pero a partir de estos tres puntos las preguntas que podemos hacernos son
prácticamente infinitas. Dudamos de los famosos libros de “auto-ayuda” que
solucionan el problema en un momento, considerando que la solución del problema
es un producto de la voluntad individual y de cierta destreza personal, de la misma
manera que suponen que el control de las tres variables les proporcionará el
camino de la felicidad, de la mejora laboral, de la competencia profesional o la
relación con el mundo, la pareja y los compañeros. Estamos convencidos de que las
emociones rigen, en cierta manera, la actuación de las personas (y, probablemente,
de muchos otros animales).

No es ninguna novedad y, creo, queda más que demostrado. Durante muchas


décadas la consideración sobre la capacidad (“naturalidad”) de las emociones en el
ser humano fue muy mal considerada. No falta más que recordar el dualismo
(Descartes) de alma y cuerpo en la que los aspectos del razonamiento intelectual
primaban sobre las “pasiones” consideradas como verdaderos demonios de la
actuación humana frente a los grandes peligros de la conducta cotidiana. Hablar de
emociones es entender que nuestra condición de seres vivos está “determinada”
por la conjunción de lo que sentimos y lo que decidimos.

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Considero que hablar de IE no es otra cosa, dicho de una manera muy simple, que
hablar de la comunicación, del “diálogo”, entre la parte más inconsciente y
profunda de nuestro ser con la parte más actualizada y razonada de nuestro
cerebro. Dicho diálogo posibilita que los aspectos inconscientes, la mayoría
pertenecientes al hecho de ser elementos vivos, puedan conjugarse con los
aspectos más novedosos de nuestro cerebro, aquellos que nos permiten actuar y
tomar decisiones personales sin saltarse lo que el hecho de ser un elemento vivo
presupone.

Cuando hablamos del “hecho de ser un ser vivo” presuponemos la existencia de


determinados mecanismos innatos o generados a lo largo de la evolución (o ambas
cosas) que, epigenética, sirven y han servido fundamentalmente para defendernos
de los ataques externos. La respuesta de huida o enfrentamiento (así como la
inmovilidad ante algo externo que aparentemente puede agredirnos), son
respuestas de defensa que no deben pasar por los mecanismos de análisis
consciente por los que pasa la mayoría de decisiones que tomamos a lo largo del
día, son respuestas inmediatas, no pensadas, no reflexionadas, que nos defienden
hábilmente de las posibles agresiones.

Notemos, incluso, como determinadas respuestas físicas ni pasan por ninguna de


las partes de las que hablaremos de nuestro cerebro. Retirar la mano
inmediatamente ante un fuego no necesita que la percepción llegue al cerebro, la
médula espinal se encarga de ejecutar el acto reflejo de retirar la mano, sin que se
haya producido ya no un acto consciente sino incluso una percepción del cerebro de
dicho problema. La realidad es que nuestro “ser vivo” tiene mecanismos muy
resolutorios para mantenernos en vida, para mantener vivo nuestro “gen”
(Dawkins).

El tema que nos interesa es hasta qué punto la percepción inconsciente de nuestro
cerebro y su oportuna respuesta puede condicionar el análisis racional de la
decisión que tomamos. Hasta qué punto podemos estar “secuestrados” (Goleman)
por nuestras emociones o secuestrados por el comportamiento totalmente racional
frente a un hecho externo. Es evidente, de ahí la famosa IE, que lo mejor para
nuestra supervivencia (en todos los sentidos) sería establecer un inteligente diálogo
entre las dos posibilidades, de manera que el resultado final fuera más completo,
más rico y, especialmente, más práctico.

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Pero la cuestión se hace más difícil cuando entendemos que “relacionarnos” con
nuestras propias emociones o las emociones de los demás (básicamente
inconscientes) debe ser un gran problema o, tal vez, una verdadera imposibilidad.
Deberíamos hallar manifestaciones observables que nos permitieran garantizar,
hasta cierto punto, la emoción que se está viviendo.

Está claro que las manifestaciones externas que pueden evidenciar esta situación
son físicas (gestos, expresiones de la cara, aspectos prosódicos del habla, etc.),
pero ello supone haber llegado a una conclusión más o menos universal de que
cuando se producen dichas expresiones observables ellas indican una concreta
emoción. Si parece que es cierto que las emociones se manifiestan en el “teatro del
cuerpo” (Damasio) lo que nos queda por saber es exactamente cuál es el contenido
específico de dicha manifestación, atendiendo a las características individuales y
culturales de la persona observada (o de nosotros mismos con “auto-observadores”
de una manifestación).

La dificultad es grande y no podemos garantizar determinadas cosas. De ahí que


hablar de la percepción, la comprensión y la gestión de las emociones no deja de
ser una pequeña contradicción con las verdaderas posibilidades que tenemos de
abordar los aspectos inconscientes de nuestros mecanismos cerebrales. Tal vez, la
materialización consciente, que veremos más adelante, de dichas emociones en
“sentimientos” nos permita ver más claramente la intersección entre unos aspectos
y otros de nuestro cerebro y, en consecuencia, de nuestra conducta. No deseamos
simplificar el tema manteniendo estas dos posibilidades: emociones y sentimientos,
aceptando que unos son “incontrolables” y los otros no.

Desearíamos decir, y asegurar, que cuando una persona es capaz de “razonar”


determinada conducta de tipo emocional (el miedo por ejemplo y por ser una de las
manifestaciones emocionales más estudiadas) es porque, de una manera u otra ha
hecho consciente la situación. No entendemos que se pueda controlar algo que,
inicialmente, no depende de nosotros propiamente dicho (en sus aspectos
conscientes, que son los que nos permitirían el control de la situación). Si algo no
sabemos porque ocurre es difícil poder gestionarlo.

La percepción de un estímulo desencadenante de una manifestación física debe


partir, inicialmente, de que dicha percepción sea reconocida. Entendamos que dicho

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reconocimiento puede basarse en situaciones previas parecidas y almacenadas en


nuestro cerebro (hipocampo) o en respuestas que, posteriormente a darse, sean
evaluadas como peligrosas o no. De ahí las interesantísimas propuestas de
James/Lange y Cannon/Bard sobre la respuesta a una percepción. O bien el
estímulo es directamente evaluado por el cerebro y de dicha evaluación proviene la
respuesta motora o la respuesta motora es previa (automática ante el hecho
externo) y es evaluada posteriormente por el cerebro produciéndose en ese
momento la emoción.

Siempre nos han parecido muy interesantes las dos posibilidades y sin dudad
generaron en su tiempo (1884) las propuestas de estudio más contundentes sobre
la emoción. No obstante, y para simplificar, debemos hacer notar que en un caso y
otro existe una “evaluación” del hecho percibido. En los dos casos dicha evaluación
es “automática”, por llamarla así, y la respuesta “emocional” depende ella, sea de
una manera previa a la percepción o de una manera posterior a la misma.
Queremos decir que, de una manera u otra, no podemos hablar de manifestaciones
emocionales si no hablamos de conductas (respuestas) físicas posteriores a la
percepción del hecho y que dicha percepción es un hecho físico. Si no vemos la
serpiente en el monte, ni la oímos ni la detectamos de una manera u otra
(sentidos) es imposible responder a la presencia del posible peligro (miedo, huida,
enfrentamiento, inmovilización o la respuesta que queramos).

De ahí que consideremos que el aspecto fundamental y en el que, a nuestro


entender, debe basarse la IE es en los mecanismos de percepción del hecho
externo (tal vez, incluso, interno). Atendiendo a que, como hemos insinuado antes,
nos va a resultar difícil de percibir y evaluar algo de lo que no somos conscientes y
que no deja “rastro” observable en nuestro cuerpo (rastro visible fácilmente u
observable a partir de algún elemento específico de observación). E insistimos en la
enorme dificultad de que a partir de cualquier manifestación observable y evaluable
podamos afirmar categóricamente de qué emoción estamos hablando y cuál es su
grado y su posicionamiento entre positiva y negativa (“valencia y activación”
emocional).

Tal vez, el mejor mecanismo para acercarnos a las emociones y para entenderlas
sea comprender su formación en el cerebro. No es que con ello podamos
“controlarlas”, para ello será necesario percibirlas conscientemente, pero sí que el
conocimiento de su génesis puede ayudar a ello. Especialmente porque la aparición

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más o menos repetitiva de determinado hecho y su correspondiente respuesta


dejan “huella” en el cerebro (hipocampo, hipotálamo, amígdala, etc.) y ello
presupone que se habrá producido cierto “aprendizaje”, por hablar en estos
términos, que posibilitará la “predicción” de la respuesta de base emocional ante
una situación parecida a las que determinaron la conducta “aprendida”. Por decirlo
en otros términos: la percepción de una serpiente inofensiva varias veces puede
condicionar que nuestros mecanismos emocionales (previa constatación racional de
que no existe peligro)“aprendan” que las serpientes son inofensivas. Ello
comportaría que ante una serpiente la respuesta no sería indicadora de peligro. Lo
malo que tiene ese mecanismo, que hemos mal llamado de aprendizaje, es que
cuando la serpiente es venenosa los mecanismos emocionales no la detecten como
tal, con la consecuencia previsible. Determinadas percepciones y sus
correspondientes evaluaciones dejan huella genética en la respuesta humana (y
animal en general). Ello forma parte de los mecanismos de defensa que nos han
permitido sobrevivir a lo largo de los tiempos pero, a su vez, deja la posibilidad de
que en tal huella se produzca un error que nos lleve a una situación contraria a la
deseada. Si “n” veces ocurre lo mismo, lo predecible es que “n+1” ocurra también…
o no.

En este sentido, sería interesante referirnos a las bases neuronales de la respuesta


emocional y la respuesta “racional”. El esquema más elemental nos situaría ante un
cerebro “dividido” en la parte exterior (corteza) y la parte “interior” (entre ellas el
“sistema límbico”). Insistimos, de manera simple pero esperamos que pedagógica,
entre el “diálogo” entre exterior e interior. Quiere decir, de manera muy simple y
no del todo cierta, que los aspectos emocionales se gestarían en el “interior” de
nuestro cerebro y la capacidad de razonar (y, por lo tanto, de controlar en parte las
manifestaciones del “interior”) en el “exterior”.

Esto es poco exacto pero puede ser un punto de partida para un análisis sencillo de
nuestras posiciones respecto de la IE. Es evidente que en esta parte denominada
“exterior” se hallan muestras de su intervención en las emociones. No obstante, y
recurriendo a manifestaciones muy elementales, podríamos decir que, aún hoy y
pese a los muchos progresos neurocientíficos, al hablar de IE nos referimos a los
mecanismos de interacción entre la parte inconsciente de nuestro cerebro con los
aspectos conscientes capaces de, al unísono, generar una respuesta coherente al
estímulo recibido.

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Las partes implicadas, inicialmente, en las emociones en ese “interior” del que
hablamos son: la circunvolución cingulada, el tálamo, el hipocampo y la amígdala.
La primera está claramente implicada en las emociones. El tálamo es el centro
“distribuidor” de la información perceptiva y, por lo tanto, tiene un claro papel en la
distribución informativa. El hipocampo está implicado en el aprendizaje y la
memoria (que como hemos señalado y a nuestro entender tiene tanta importancia
en el fenómeno del “diálogo” emocional/racional y del recuerdo), y la amígdala, que
supone uno de los centros claves de la creación de las emociones. Todo ello, más
otros elementos que posteriormente veremos, forman el “sistema límbico”, esa
parte “interior” que genera las emociones.

Tradicionalmente, se ha dicho que nuestro encéfalo estaría formado por tres


“capas”: el cerebro que actúa, la parte más primitiva y “animal” del encéfalo
(tronco cerebral), el cerebro que “siente”, la parte más interior y la que formaría,
inicialmente, las emociones más primitivas y, finalmente, en último lugar en
nuestra evolución, el cerebro “que piensa”, el racional, el que nos hace humanos,
en una denominación que ha hecho fortuna para explicar la diferencia entre nuestro
cerebro y el de los animales. Este cerebro que piensa, que es capaz de analizar, de
reflexionar, de tomar decisiones, etc. Es lo que hemos denominado el cerebro más
“exterior”, la corteza cerebral. En ella se dan los aspectos conscientes de nuestras
respuestas, en ella se dan los aspectos conscientes de las percepciones, desde
todas las que provienen de los sentidos hasta nuestra capacidad de seleccionar la
respuesta que creemos idónea o la parte que nos permite elucubrar sobre nosotros
mismos, sobre nuestra historia, nuestra vida y las manifestaciones más puramente
“humanas” que realizamos.

Dicho fácilmente, nuestro encéfalo podríamos entenderlo, de manera muy simple,


como un todo formado por la parte motora (putamen y núcleo caudado), conectada
con la corteza motora y que nos permite los movimientos automáticos de nuestro
cuerpo (tan importantes en las respuestas ante los estímulos recibidos), el núcleo
caudado, por su parte, parece conectado con los lóbulos frontales del cerebro
(aspectos más conscientes, corteza orbital). Seguiríamos hablando de los
elementos específicamente emocionales, la amígdala (LeDoux), pasaríamos a los
aspectos de distribución, en los que hallaríamos el tálamo y el hipotálamo, puente
entre el cerebro y el resto del cuerpo y, finalmente, los aspectos de
recuerdo/aprendizaje que supone el hipotálamo y al que consideramos

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trascendental en el “aprendizaje” de emociones que dejan “rastro” en nuestro


cerebro y que posibilitan una respuesta concreta ante situaciones similares.

Si hacemos referencia a L.K Obler y K. Gjerlow matizaríamos, además de los


aspectos “interior” y “exterior” del encéfalo, las diferencias entre los dos
hemisferios cerebrales: hemisferio izquierdo y hemisferio derecho. Dicha
diferenciación tiene, desde los aspectos emocionales una importancia que,
personalmente, considero relativos. No obstante, los expertos han matizado las
“actuaciones” de los dos hemisferios según la intervención que tienen en las
respuestas. Los últimos escritos de Damasio parece que ponen en discusión dicha
diferenciación, cosa que nos parece oportuna. No obstante, tal vez es interesante
citar lo que los dos autores decían en 1999. Según ellos, el hemisferio izquierdo
posibilita los aspectos semánticos, léxicos, morfológicos, sintácticos y fonológicos.
Eso parece absolutamente acorde con lo que siempre hemos adjudicado a dicho
hemisferio: el lenguaje (áreas de Broca y Wernicke). Por lo que hace referencia al
hemisferio derecho, se supondría que sería superior en el tema de las emociones,
del humor, del miedo, etc. Refiriéndonos al lenguaje, tan importante en la
expresión de las emociones, se dice que en este hemisferio radicarían los aspectos
“prosódicos” (el “modo” de decir las cosas). Es evidente que dichos aspectos son
fundamentales en la transmisión de las emociones y en la posible capacidad del
receptor para interpretarlos. También se habla para dicho hemisferio de los
aspectos no verbales de los procesos comunicativos.

En una denominación más actual, podríamos decir que en el hemisferio derecho


radicaría la comunicación denominada hoy “analógica” es decir, las expresiones
corporales que no pertenecen a un código concreto, a un código consensuado
socialmente (un idioma, por ejemplo) sino que pertenecen a las manifestaciones
expresivas del cuerpo, más o menos universales y, en consecuencia, relacionadas
directamente con la expresión de las emociones. Cabe decir que una cosa es la
existencia de una emoción y otra la expresión de la misma, aunque se hace difícil
entender una emoción que no sea expresada, especialmente porque no depende de
la capacidad consciente de la expresión. La diferenciación entre los hemisferios
podría explicar que en uno de ellos (izquierdo) radicarían los aspectos de “fondo” y
en el otro (derecho) los aspectos de “forma”. Todo ello aplicado a las
manifestaciones “corporales” de nuestras emociones.

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Si hacemos referencia a Goleman, autor de uno de los primeros libros que hacían
referencia a la IE (popularizando el término), detallaríamos la “vía de las
emociones”. Cabe decir que el tema fue tratado por Joseph LeDoux a partir de sus
investigaciones neurológicas sobre las emociones, especialmente sobre el miedo y
la intervención de la amígdala en las mismas. Según lo dicho, la fuente de toda
emoción se halla en el estímulo generado desde el exterior (pero también
internamente, recuerdos, imaginación, etc.) como ya hemos dicho anteriormente.
Parece imposible hablar de que se desencadena algo si no hay nada que lo
desencadene. Dicho estímulo, sea del tipo que sea, es percibido. Insistimos en la
importancia de la percepción. Un estímulo existente pero no percibido no puede
tener ningún efecto operativo.

Esta percepción es dirigida hacia el tálamo, primera estación en nuestro cerebro de


las percepciones recibidas. El detalle importante de Goleman y de LeDoux es que a
partir de esta “llegada” el tálamo, pieza de distribución informativa, es capaz de
emitir dicho contenido a dos partes del propio cerebro. Es lo que Goleman
denomina camino corto y camino largo. Parece que, inicialmente y de forma
sencilla, el tálamo envía la información recibida (y que él no “interpreta”) a la parte
adecuada de la corteza cerebral encargada de interpretar propiamente dicho el
estímulo percibido. El tálamo “envía” la información visual, auditiva, táctil, olfativa
o gustativa a la “parcela” de la corteza cerebral encargada de “entender” el
mensaje. Dicho en estos términos, suponemos que el tálamo, elemento
distribuidor, no tiene (aparentemente) más misión que la de identificar el sentido
receptor y transmitir la información a la parte del cerebro capaz de “decodificar” el
mensaje (dicho en términos lingüísticos). Pero parece ser que, simultáneamente, el
tálamo remite la misma información al sistema límbico, especialmente a la
amígdala. Esta es la encargada, según los autores, de valorar la “peligrosidad”
(valencia y activación emocional) del estímulo recibido. Parece ser que, lógicamente
y por la situación anatómica de los componentes, el estímulo llega antes (camino
corto) a la amígdala que a la pertinente área de la corteza cerebral (camino largo).
Según los autores, la respuesta primera es, lógicamente, la recibida en el sistema
límbico, lo cual favorecería una respuesta casi inmediata, a través de la
potenciación de los mecanismos motores, si el estímulo resultara “peligroso”. Ello
potenciaría la huida o el enfrentamiento, respuestas emocionales. Está claro que
cuando la información llega a la parte correspondiente de la corteza cerebral el
mensaje es debidamente “decodificado” (siguiendo la utilización de los mismos
términos lingüísticos). Lo interesante del caso y lo que permitiría a los autores

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hablar de IE (especialmente a Goleman) es que la respuesta límbica, propiamente


emocional, es anterior a la consciente, racional, de la corteza cerebral. Ello potencia
lo ya se ha dicho de cómo el cerebro genera mecanismos de defensa anteriores a
las decisiones racionales.

Todo ello permite creer que podemos realizar “acciones” (movimientos dirigidos a
algo o desconocida por nosotros su “utilidad”) sin que hayamos llegado a ninguna
conclusión consciente, sin haber realizado ninguna reflexión ni análisis, incluso
podríamos ejecutar una “acción” antes de ser conscientes absolutamente de nada,
como si desconociéramos (y de hecho desconocemos) la “utilidad” que puede tener
el movimiento realizado. Ello puede hacer referencia a la respuesta de
acercamiento o repulsa ante una determinada situación mucho antes de que tal
situación se nos presente de manera consciente. Actuamos, en apariencia, “sin
saber la razón de nuestros actos” y esto es cierto, por supuesto, conscientemente.
¿Podremos decir que una actuación “inexplicable” por nosotros mismos obedece a
una emoción primaria que nos impulsó a la misma? Parece ser que sí y que en ello
pueden intervenir o mecanismos particulares de nuestra personalidad,
determinadas patologías o algún tipo de consumo.

La realidad parece ser que el conjunto de “piezas” subcorticales determinan una


concreta forma de actuar al “cuerpo”, es decir, que las actuaciones corporales,
expresivas, que manifestamos en todo momento están, tamizadas por el
funcionamiento de dichas piezas a partir de los estímulos que recibimos (externos o
internos). Los procesos viscerales responden a mecanismos posibilitando una
respuesta física. De ahí la importancia del “control” de dichos mecanismos para que
la respuesta sea lo más positiva y deseada posible. Ahora bien, ¿podemos controlar
los mecanismos generados en el “interior” de nuestro cerebro, en la parte más
inasequible de nuestro cuerpo? Ya hemos dicho anteriormente que nos parece difícil
controlar, gestionar, algo que por definición supone la interacción con los
estímulos. La posibilidad de adjudicar una valoración (positiva o negativa) que
supone la valencia emocional y el grado de intensidad en la que se da determinada
situación subcortical producto de infinidad de conexiones neuronales fuera de
nuestro control consciente.

El “flujo de los procesos vitales en nuestro organismo” (Damasio) posibilitan la


liberación de determinados moduladores químicos/eléctricos en una parte concreta
del cerebro, fuera de nuestro control y por el simple hecho de ser seres vivos y

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desear seguir siéndolo. Esos mecanismos “vitales” se producen, como decimos


inconscientemente y solo podremos controlarlos, gestionarlos, cuando se conviertan
en observables, y evaluables, por nosotros mismos. Ello no niega, como también
hemos insinuado, que el continuado y repetitivo ejercicio de nuestros estímulos no
condicione un tipo de respuesta que podemos prever más o menos, según las
circunstancias ambientales, personales, variables según la situación concreta y
nuestro “estado de ánimo”. Ello daría oportunidad para que pudiéramos “provocar”
(Damasio) respuestas emotivas ante determinadas imágenes que ocuparan
incesantemente nuestra vida mental.

Quisiera decir que, una IE correctamente entendida, ofrecería la posibilidad de


responder (más o menos) de una manera concreta y esperada a partir de lo que
hemos denominado aprendizaje (aprendizaje de nuestros circuitos neuronales).
Podríamos prever la respuesta física de nuestro cuerpo y, en consecuencia, los
aspectos conscientes de la respuesta (sentimientos) a partir de un largo proceso de
planificación de las posibilidades inconscientes que nuestra mente genera dando
por respuesta una “sensación emocional provocada” (Damasio).

Quedaría claro que las emociones, en este sentido, formarían parte de nuestra
“consciencia”, la cual supone una experiencia que es accesible única y
exclusivamente a la persona que lo vive en un determinado momento (Marcos
Quevedo). Ello matizaría las posiciones más o menos universalistas de la expresión
emocional, de la que antes hemos hablado. Nos parece difícil entender que el
número de manifestaciones físicas de las emociones sean limitadas, se nos hace
difícil pensar que el individuo no sea capaz, por el razonamiento antes expuesto, de
“aprender” determinada manifestación a partir de una situación concreta y que
produce efectos diferentes en otra persona. Pensemos en los actores capaces de
generar manifestaciones que provienen de emociones deliberadamente generadas
(Method Acting). A través de dicho método las escuelas de actores son capaces de
generar impresiones subliminales que permiten la manifestación externa deseada y
la también deseada respuesta de los receptores. Ello podría explicar la base de la
IE. Pero siempre supone un esfuerzo notable la capacidad para “acomodar” las
percepciones y los mecanismos subcorticales a nuestros deseos. Otra cosa es,
como veremos más adelante, que la respuesta emocional consciente (sentimientos)
pueda ser gestionada con mayor facilidad en tanto es reconocida y probablemente
entendida.

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El papel de la memoria, del recuerdo, será fundamental en el proceso. Hoy puede


asegurarse que una parte del sistema hipocampal genera diariamente neuronas
nuevas y que las situaciones de aprendizaje pueden mantenerse activas durante
mucho tiempo y albergar nuevas memorias (Morgado). Está claro que el nivel de
aprendizaje emocional es directamente proporcional a aquellos estímulos que lo
produjeron. Es evidente que un estímulo importante (de gran “activación”) permite
que el recuerdo se mantenga durante mucho tiempo, que el recuerdo de almacene
profundamente en el hipocampo y que permita su recuperación cuando otras partes
subcorticales de cerebro lo demanden, entre ellas la amígdala. El grado de
“excitación emocional” (Morgado) que supone la percepción, consciente o
inconsciente, de un estímulo positivo o negativo muy activado, incita a que la
respuesta física dada parta de dicho recuerdo, con la matización pertinente, y se
desarrolle (a veces sin que seamos capaces de entender nuestra propia conducta)
de una manera claramente observable.

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