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Fragmentos

de
“Vida de una mujer amorosa”
y
“El gran espejo de amor entre los hombres”

Ihara Saikaku

Taller de literatura comparada:


Amor y erotismo
El peligro de una bella mujer descontrolada
El kemari[65] era considerado un juego de hombres. Pero cuando fui
doncella en la casa de cierto señor, aprendí que las mujeres también
lo jugaban y que lo hacían muy bien. Cierto día fui con mi señor a su
villa en Asakusa. En el parque de Kirishima las azaleas habían
empezado a florecer. En los campos y las colinas predominaba el
carmesí, lo mismo que en los jakamas que vestían las damas de honor.
El sonido de los pasos de aquellas jóvenes era tenue debido a que
calzaban zapatos marigaki.[66] Colgaron sus holgadas túnicas en el seto
de bambú[67] y sus anchas mangas flotaban con la brisa. Poseían buen
dominio del balón del kemari. Con habilidad realizaban tanto «un
cruce de montaña» como un «acopio de cerezas». Jugaban tan bien
que, aunque eran mujeres, admiraba extasiada aquellos cuerpos
maravillosos. Era la primera vez que sentía algo así.
En la capital, el deporte favorito de las damas de la corte era la
arquería de arco pequeño. Este ejercicio también me llamaba la
atención, y como se decía que la práctica había sido iniciada por Yan
Kiu Fuu[68] aún ahora es considerado adecuado para las mujeres. Por
su parte, el kemari había sido creado por el Tenno Shotoku[69] cuando
aún era príncipe heredero, y me resultaba difícil de creer que las
mujeres pudieran alcanzar tal dominio del balón. No obstante, la
esposa del señor de la región era libre de realizar el deporte que más
le gustara.
Cuando cayó la tarde el viento empezó a soplar con fuerza entre
los árboles. La pelota, arrastrada por el viento, ya no tenía un
movimiento regular y el interés por el juego decayó.
Mi señora se estaba despojando de su ropa del kemari y
poniéndola sobre el seto cuando repentinamente pareció que algo
cruzaba por su mente. Su cara cambió súbitamente. Su gesto se
endureció y ya no hubo modo de mitigar su mal humor. Sus damas de
compañía guardaron silencio y algunas se escabulleron. La señora
Kasai, dama de la corte desde hacía años, se acercó a nuestra ama con
aire servil y le dirigió algunas palabras, aunque sus rodillas y su voz
temblaban casi de forma incontrolable por el miedo. «Señora —le
dijo—, ¿desea que prepare las velas para que ardan hasta consumirse
en una reunión de celos?». En cuanto escuchó esta propuesta mi
señora recuperó el buen humor. «Sí, naturalmente», contestó.
Enseguida, la señora Dyooshioka, superintendente de acompañantes
y quien tenía bajo su custodia a las damas de la corte, se dirigió al
vestíbulo y tiró del badajo de una campana adornada con un pompón
de China. Entre treinta y cuarenta y cinco doncellas y empleadas de la
casa acudieron al llamado y se sentaron en círculo, sin mayores
cumplidos. Yo también me senté entre ellas. Me preguntaba qué
vendría a continuación, cuando la señora Dyooshioka nos dirigió la
palabra para decirnos: «Cada una de ustedes puede mostrar
libremente sus celos por algún hombre; hablar de cualquier cosa sin
reprimirse y expresarse sin remordimiento. Si han estorbado, de
manera inadecuada, el amor de la otra, si han dado rienda suelta a su
odio, si nos cuentan de amores que hicieron fracasar, nuestra señora
se sentirá complacida».
Mientras pensaba cuál sería la respuesta de cada una de mis
compañeras, juzgué que, puesto que todo este asunto estaba
auspiciado por nuestra señora, no sería adecuado reírme. La señora
Dyooshioka destapó una vasija lacada decorada con el dibujo de un
sauce. De ella extrajo una muñeca hábilmente fabricada, ideal para la
brujería. Su figura era la de una hermosa mujer de belleza floral, tan
perfectamente realizada que, aunque mujer, me quedé extasiada ante
aquel objeto maravilloso.
A continuación, las mujeres comenzaron a hablar libremente de lo
que había en sus corazones. La primera en hacerlo fue una dama de
Iwajashi cuyo rostro era tan feo, que sólo durante la oscuridad de la
noche habría sido posible tolerarlo. Era tan horrenda que, me
imagino, tendría que haber renunciado al amor durante el día, e
incluso a las promesas durante la noche. Hacía mucho tiempo que
ningún hombre la visitaba. Ella se colocó frente a nosotras y exclamó:
«Soy de la región de Mitsukara. Mi pueblo es Toochi. Yo era la
prometida de un hombre. Pero un día él tuvo que viajar a Nara. Allí
conoció a la hija del sacerdote del santuario de Kasuga y, como era
una joven encantadora, empezó a frecuentarla. Un día lo seguí en
secreto; mi corazón latía fuertemente, pues deseaba escuchar lo que
dirían. La joven abrió la puerta lateral para que él entrara. “He estado
pensando que algo agradable iba a pasarme durante todo el día, pues
he tenido comezón en las cejas”, le dijo. Y lo abrazó. “Ese hombre es
mío”, grité. Y, abalanzándome sobre ella, la mordí». Al decir esto, la
dama de Iwajashi se abalanzó sobre la muñeca y la mordió. Aún
ahora, cuando me acuerdo, pienso que aquello fue infinitamente
terrorífico.
Éste fue el comienzo de la reunión de celos.[70] Después otra dama
de honor se acercó, presa de una rabia terrible. Y comenzó a relatar
su caso: «Cuando era joven viví en la provincia de Jarima, en la ciudad
de Akashi. Yo tenía una sobrina cuyo marido adoptó el apellido de
nuestra familia.[71] Pero la disposición sexual de aquel hombre era tal
que, ya fuera de noche o en pleno día, no dejaba de acosar a todas las
criadas de la casa, que andaban siempre soñolientas. Mi sobrina lo
asumió como algo normal y la situación permaneció sin cambios
durante algún tiempo. Sin embargo, en el fondo de su corazón la rabia
la consumía. Se me encomendó entonces la tarea de cerrar cada noche
la puerta de su cuarto desde afuera, de modo que aquel hombre no
tuviera forma de salir. Una vez segura de que mi sobrina y su esposo
no tenían más remedio que pasar la noche juntos, me retiraba.
Rápidamente mi sobrina se demacró, de tal manera que ya no podía
ver la cara de su marido sin sentir rencor. “De todas formas, si las
cosas no cambian me temo que no duraré mucho tiempo en este
mundo”. Aunque era una mujer nacida en el año del caballo fiero,[72]
en lugar de matar al marido, fue él quien acabó con ella. Quisiera que
él estuviera en lugar de esta muñeca y matarlo de una cuchillada». Al
decir esto, aquella dama se acercó a la muñeca y empezó a golpearla,
rugiendo una cascada de insultos.
En su turno, la señora Sogakionno, natural de Kuwana, en Jogoku,
provincia de Ise, nos contó su historia. «Siempre he sido muy celosa.
Aun cuando yo no había contraído matrimonio, me atormentaban
esos sentimientos. Por eso prohibí a las criadas, incluso a las de más
bajo rango, que cuidaran su vestimenta. Proscribí el uso del espejo
cuando se arreglaban el cabello y desterré el maquillaje. De ese modo
logré que todas mis criadas se vieran feas. El mundo entero se enteró
de lo que sucedía en mi casa, por lo que la gente empezó a evitarme.
Tal es la razón por la que hasta hoy he permanecido tan virgen como
el día en que nací». Mirando fijamente a la muñeca empezó a gritarle,
como si fuera culpable de lo que a ella le había pasado: «En cambio,
ésta sí que habría conseguido marido, ¡claro que sí! Ella no siente
celos, ¡jamás siente celos! Es demasiado lista. Aunque su marido
pasara la noche fuera, ella no lo maldeciría».
A pesar de que cada una de las mujeres que estábamos en la
reunión explicaba el origen de sus celos, el humor de mi señora no
mejoraba. Cuando llegó mi turno, pensando en representar mi papel
lo mejor posible, coloqué boca abajo la muñeca, me monté encima de
ella y le grité: «Entraste a esta mansión atropellándolo todo, para
usurparle a la esposa legítima sus prerrogativas. Has compartido la
almohada de nuestro amo».
Y mirando ferozmente el blanco de sus ojos, la mordí, como si la
furia de mi ama hubiera alcanzado la médula de mis huesos. Mis
palabras habían acertado a expresar lo que mi ama sentía. Por ello,
cuando concluí dijo: «¡Muy bien, muy bien! Para eso está aquí la
muñeca. Aunque yo vivo para mi marido, para él he dejado de existir.
Trajo desde sus posesiones a esa bella mujer; con ella permanece
desde la mañana hasta la noche y ella es su única preocupación. ¡Qué
deplorable la condición de la mujer que no puede expresar su
tristeza! Pero al menos mandé dibujar un retrato de ella y ahora
puedo insultarla libremente».
Apenas había terminado de hablar, cuando sucedió la cosa más
extraña del mundo. La muñeca abrió los ojos, estiró los brazos,
primero el izquierdo y luego el derecho, miró a todas las que
estábamos en el cuarto y, finalmente, hizo como que quería ponerse
de pie. Nadie quiso quedarse a observar durante más tiempo, todas
corrimos precipitadamente hacia la salida. La muñeca se aferró a la
falda de mi señora, si bien ésta consiguió finalmente deshacerse de
ella y pudo huir sin daño.
No obstante, después de aquel día mi señora cayó enferma, sin
lugar a dudas por el susto que se había llevado. Hablaba cosas sin
sentido y profundamente tristes. Sus damas llegaron a la conclusión
de que el origen de su mal era el rencor que la muñeca le guardaba.
Sabían que las cosas no podían quedarse así, pues de otro modo la
muñeca seguiría su senda de destrucción implacable, así que
decidieron echarla al fuego. Tras quemarla en una esquina de la
mansión, enterraron sus cenizas para que no quedara ni rastro de ella
sobre la tierra. Sin embargo, pronto comenzaron a sentir miedo del
lugar donde habían colocado las cenizas, pues cada noche se oía un
clamor proveniente allí. Rápidamente la noticia cundió por toda la
región y las mujeres de la casa fueron ridiculizadas.
El rumor llegó hasta la casa media y asombró enormemente al
señor. Para que le hiciera un resumen del caso, el señor me interrogó
como responsable que era del servicio de la parte delantera. No podía
negarme a comparecer delante de él e, incapaz de ocultarle nada, le
referí la historia de la muñeca. Todos los que estaban de servicio se
asombraron con lo que conté. Tras oírme, mi señor dijo: «No hay nada
más detestable que la opinión de una mujer. Si esto es así, triste es
también la suerte de la mujer que traje de mi tierra. Presiento que
morirá pronto debido al rencor de mi legítima esposa. Haz que
escuche la historia y envíala de regreso a mis aposentos».
Cuando la encantadora joven se arrodilló para escuchar la
historia, pude constatar que su belleza superaba enormemente la
perfección de la muñeca. Aunque yo siempre he estado orgullosa de
mi propia belleza, al verla, tuve que reconocer que ella deslumbraba
incluso a las mujeres. Debido a su hermosura mi señora había
pretendido maldecirla por medio de las reuniones de celos.
Las damas de honor, pensando de igual forma, habían intentado
hacer lo mismo. Mi señor nunca más volvió a visitar la residencia de
las mujeres. Se separó para siempre de su esposa. La servidumbre
también recibió un castigo apropiado. En cuanto a mí, aprovechando
que mi contrato había vencido, pedí y obtuve mi cese definitivo, y
pensé en hacerme monja. Regresé al área de Kioto. Las mujeres no
deberíamos dejar que los celos nos dominaran; son un asunto difícil
que tendríamos que evitar.
Un sumi-e de perfidia en la manga
La forma de coser la ropa femenina fue establecida en la época de
la emperatriz Kooken. Desde su reinado, los estilos de ropa en Yamato
se han vuelto más y más elegantes. En general, para confeccionar el
kosode u otras ropas de personas distinguidas se comienza por
verificar el número necesario de agujas. Las agujas se vuelven a
contar cuando la labor está concluida. En esta faena se concede el
mayor cuidado a todos los detalles. Antes de comenzar se realizan
abluciones, pues el trabajo requiere de pureza corporal; por la misma
razón, a las mujeres que tienen la menstruación no se les permite la
entrada a la sala de costura.
Como mis manos eran hábiles, también fui modista, ya no
recuerdo cuándo. Como costurera, mi corazón reposó y mantuve una
conducta moderada. Mi ser estaba libre de cuidados y no tenía
pensamientos eróticos. No encontraba mayor placer que colocarme
bajo la ventana y orientarme hacia el mediodía, o regocijar mis ojos
mirando el lirio que crece sobre las piedras. Hacíamos nuestras
compras en común y juntas consumíamos té de Abe y pasteles manyu
de Tsuruya, del barrio de Idamachi. Como nuestro día transcurría en
una comunidad femenina, nuestras vidas estaban exentas de pecado.
Como la luna que brilla en el cielo claro y sin nubes sobre los barrios
de Edo, mi alma en aquella época no fue nunca oscurecida. Aquel
estado de gracia me hacía bien; los sentimientos de eternidad,
bienaventuranza, yo verdadero y pureza son virtudes propias de la
budeidad.
Vivía en este sereno y tranquilo estado, cuando me encargaron
coser una prenda del joven hijo del dueño. Mientras trabajaba en el
forro rayado de la prenda me topé con un sumi-e. ¿Quién podía haber
plasmado, con extraordinario pincel, el dibujo de un hombre y una
mujer durante el coito en el forro de una prenda de vestir? En él, la
mujer mostraba abiertamente su piel soberbia. Los talones al aire, los
dedos del pie doblados hacia atrás; era la viva imagen de la felicidad.
Mi vista se deslumbró ante el espectáculo; no podía creer que fuera
un dibujo, parecía viva, aunque eran meras imágenes de formas
humanas. Incluso oí una dulce declaración emanando de sus labios
inmóviles. Ardiendo de excitación, me apoyé un momento en mi
costurero: el deseo de un hombre acababa de despertarse en mí. Ni el
dado, ni la bobina de hilo me interesaban ya.
Esa noche, en mi cama, me di cuenta de que acostarme sola era
una desgracia. Recordando una a una las cosas de mi pasado, sentí
lástima por mí misma y me afligí. Pensé que, en aquellos días, mis
lágrimas habían sido sinceras, mientras que mis risas habían sido
falsas. Pero, verdaderas o falsas, los hombres a los que amé habían
sido siempre el motivo de mis alegrías y mis tristezas. Y sin embargo,
a causa de mi naturaleza apasionada, poco tiempo después de nuestra
unión, los había hecho entregarse a la voluptuosidad hasta morir; por
mi causa, comenzaron a beber y a comer en exceso; los hice repetir
una y otra vez sus demostraciones de ternura hasta que se
extenuaron físicamente, como si quisiera mostrarles que el dilatado
camino del Ukidyo-e podía ser, en realidad, muy corto.
Al coser las mangas de los kosode, pensaba en los hombres a los
que había amado. Habían sido tantos que no alcanzaba a contarlos.
Sabía que, en este mundo, sin embargo, hay mujeres que a lo largo de
su vida conocen únicamente a un hombre, y que si la fatalidad los
separa no buscan nunca un segundo marido. Otras, tras la muerte de
su esposo se hacen religiosas, y de esta forma se resignan a una vida
de castidad; ellas comprenden verdaderamente todo el dolor de la
separación de sus seres queridos.[88]
Al mirar en mi interior sentí un amargo remordimiento, y
reconsiderando las innumerables relaciones de mi pasado, me
prometí dominar en lo sucesivo mis deseos.
Pronto llegó la aurora. Mi compañera, cuya almohada estaba
colocada junto a la mía, se despertó también, plegó la ropa de cama y
la guardó. Como me impacientaba esperando mi go de arroz, busqué
el tizón que se consumía desde la tarde anterior y fumé de manera
descontrolada. Sabiendo que nadie me vería, sujeté de cualquier
modo mi negra cabellera desordenada y, sin preocuparme de si el
moño estaba bien o mal hecho, la até con un viejo cordón. En el
momento de desechar el agua que me había servido para peinarme,
miré furtivamente a través de las rendijas del bambú de la ventana.
Advertí la figura de un hombre parado allí, parecía el sirviente de
un samurái de alguna casa importante. Aparentemente había salido
por la mañana a realizar un encargo y llevaba pescado de Shiba en su
canasta. Con una mano, cargaba una botella de vinagre y unas astillas
para encender fuego, con la otra se sostenía los faldones
arremangados de su dainashi[89] color añil mientras orinaba, sin
sospechar que estaba siendo observado. Como la cascada de Otowa
hacía rodar las piedras del foso, y me transportó a mí misma a un
abismo de sensaciones. «Pero, desgraciadamente, no ocurrirá nada.
Pobre hombre —pensé mientras le miraba—, envejecerás sin que
nada cambie, tu bonita lanza jamás realizará ninguna hazaña en el
campo de batalla de Shimabara».[90] La idea de que aquella lanza
simplemente envejecería sin alcanzar fama y renombre me dolió
profundamente.
Repentinamente fui invadida por deseos que cobraron tal
intensidad que me fue imposible continuar mi servicio. So pretexto
de una súbita enfermedad, pedí permiso para retirarme, aunque sólo
había cumplido la mitad del tiempo que estipulaba mi contrato.
Dejé a mis dueños para ir a vivir a una casa detrás de las tiendas
del sexto distrito, en Jongo. Sobre el poste a la entrada del callejón
pegué un cartel que decía: «Costurera en este callejón, se realizan
confecciones de todo género». Pensé que así estaría libre para hacer
lo único que me gustaba, y ya anticipaba con regocijo la idea de los
hombres que vendrían a verme.
Pero sólo recibí la visita de unas damas con las cuales no tenía
ningún asunto que tratar. Conversaron conmigo sobre los estilos de
los trajes de moda y, cuando finalmente me encargaron algunos
trabajos, los hice de mala gana. Creo que mi actitud fue bastante
reprobable, ahora que lo vuelvo a considerar. De la mañana a la
noche, rondaban mi corazón pensamientos lascivos, pero no podía
expresarlos abiertamente.
Una día se me ocurrió una idea: acompañada por mi criada, a
quien hice llevar una pequeña bolsa, me dirigí al barrio de Moto-
machi. Al llegar, me presenté en Echigo-ya, tienda de tela cuyos
dependientes visitaban la casa de un señor al que había servido en
otro tiempo. «Me he convertido —les dije— en un ronin. Vivo sola, ni
siquiera un gato me acompaña. El vecino del lado oriental siempre
está ausente; el del lado occidental, es una vieja mujer de más de
setenta años dura de oído; enfrente, no hay nada más que un seto de
ukogui. Si alguno de ustedes requiere alguna vez alojamiento en esos
parajes, por favor no deje de pasar a mi casa para reposar en ella». Al
decir esto, elegí una media pieza de seda Moro-kaga tejida con hilos
triples; un retazo de seda momi de color rojo, para una manga; y un
cinturón de seda ryuon; y, aunque la regla estricta de la casa era no
vender a crédito en compras al menudeo, los jóvenes empleados,
seducidos por mí, no se atrevieron a negarme nada, así que me
marché sin pagar.
Pronto llegó el octavo día del noveno mes y el dueño de la tienda
dio la orden de que fueran a cobrarme la suma debida. Los catorce o
quince empleados procuraron eludir la penosa tarea de ir a casa de la
modista. Entre ellos había un hombre de cierta edad que no tenía
ninguna noción del amor o de las cosas del corazón. Jamás, ni en
sueños, olvidaba su ábaco y mientras permanecía despierto estaba
siempre pendiente de su escribanía con compartimientos. El patrón
de la capital lo llamaba «rata blanca», y era en verdad muy inteligente;
tenía tal perspicacia que, desde su lugar arrimado al pilar principal de
la tienda, era capaz de discernir el bien y el mal en el carácter de la
gente. Oyendo la discusión de los jóvenes, impaciente, les espetó:
«Déjenme a mí el cobro de la deuda de esa mujer. ¡Si no la liquida,
volveré con su cabeza!».
Lleno de ansiedad, enseguida se puso en camino hacia mi casa. Al
llegar me insultó brutalmente, pero yo impasible le dije: «Perdóneme
señor por hacerle venir de tan lejos por tan poca cosa». Apenas había
pronunciado estas palabras me quité mi ligero kimono rojo ciruelo y
proseguí: «Tocó mi cuerpo sólo dos días, ayer y hoy, después de
haberlo hecho teñir según el capricho de mi fantasía. ¡En cuanto al
cinturón, aquí lo tiene! —y lo dejé en el suelo—. Estoy sin dinero por
el momento y, aunque esto deba contrariarle, por favor, tome sus
cosas», dije gimoteando totalmente desnuda salvo por el fudoshi rojo.
Mi cuerpo era espléndido, muy blanco, ni gordo ni flaco, sin
rastros de quemaduras de moxa. A la vista de mi carne rolliza y a
pesar de sus costumbres severas, el hombre se echó a temblar como
hoja de álamo. «Pero, pero ¿cómo podría llevarme esto? —dijo—. No
me atrevo, porque usted seguramente se resfriará». Tomó las ropas y
ya se disponía a vestirme cuando me apoderé prontamente de él con
vivacidad de mujer y, apretándome contra su cuerpo, le dije: «Por los
dioses, qué hombre tan compasivo es usted».
El viejo, totalmente consternado, llamó a su ayudante Kyroku, le
pidió que abriera la caja de caudales, tomó de allí cinco momme y
cinco fun de cambio y se los tendió con estas palabras: «Tenga esto,
por favor, vaya a la calle mayor de Shitaya y eche una mirada a
Yoshiwara.[91] Le doy el día libre».
Kyroku no sabía si era verdad o no; ruborizado, no sabía qué
responder. Cuando por fin comprendió, se dijo: «Mientras que éste se
arregla con ella, mi presencia va a molestarlo. Habitualmente es muy
roñoso; ahora es el momento de sacarle algo».
«Pero, señor —comentó en voz alta—, jamás podría ir al barrio de
las cortesanas con un fudoshi de algodón». El viejo asintió y le dio una
pieza de seda de jino de buena anchura; tal como estaba, sin coserle
los extremos, Kyroku se la ciñó y salió dirigiéndose rápidamente
hacia el lugar al que lo arrastraba su deseo.
Después de su salida, eché el cerrojo de la puerta y con el
sombrero del hombre cegué la ventana. Luego nos unimos en un
amor que prescindió de intermediarios.
Tras sucumbir una vez, olvidó todo egoísmo y sentimiento de
lucro y perdió la cabeza. Ahora bien, no podía decirse que era una
locura de juventud lo que lo traía hasta allí. Debido a su debilidad, los
negocios de la sucursal de Edo se arruinaron, por lo que fue reenviado
a la capital.
Más tarde, como me encontré un bu de oro pude ser modista sólo
de nombre y gozar las gracias de los hombres. Sin embargo, salía
haciendo llevar mi costurero y, en resumidas cuentas, podía
hábilmente satisfacer mis deseos. Porque, como dice el refrán, llevaba
una vida relajada como «el hilo cuyo extremo se deja sin atar».
De “El gran espejo de amor entre los hombres”
Un mal curado solo con amor
La belleza de las flores hace que cortemos la rama que las sostiene.
Cierto jovencito llamado Itami Ukyo, sobresaliente en apostura y en
el dominio de las artes, estaba al servicio de un alto funcionario del
sogún. En la misma mansión vivía otro joven, de dieciocho años,
llamado Mokawa Uneme, de carácter enérgico y amante de las modas.
Sucedió que un día este Uneme vio la belleza de Ukyo. Su turbación
fue tal que sintió cómo el alma se le escapaba del cuerpo y, al caminar,
el paso le vacilaba. Cautivo de amor, cayó postrado en el lecho, cerró
las puertas de su cámara tanto al día como a la noche y se resignó a
sufrir en secreto. Sus familiares se alarmaron por el deterioro
progresivo del joven Uneme, al que no dejaban de dar medicinas de
toda clase. Con la intención de aliviar su enfermedad, un grupo de
compañeros, pajes como él en la mansión del señor, acudieron a
visitarlo a su casa. Entre ellos estaba Ukyo. Cuando el enfermo lo vio,
su confusión creció aún más y, a pesar de que trataba de ocultarla, su
semblante y sus palabras lo delataron. Con tanta claridad que todos
los presentes comprendieron cuál era la raíz de su mal.
Uno de estos era el joven Shiga Samanosuke, el cual mantenía una
profunda relación de amor homosexual con Uneme desde hacía
tiempo. Al darse cuenta de lo que afligía a su amante, se quedó con él
después de que se hubieran ido los demás y, acercándose a la
cabecera de su lecho, le susurró al oído:
—No me explico bien qué te ocurre. Si hay algo que te turba, haz
el favor de abrirme tu pecho y confesármelo sin ninguna reserva.
Estoy seguro de que entre los que han venido a verte hay alguien del
que te has enamorado. Sería cruel por tu parte que no me dijeras la
verdad.
Pero Uneme ocultaba como podía sus sentimientos. Se limitó a
responder:
—No, no es nada de eso.
A pesar de las preguntas insistentes de Samanosuke, Uneme se
obstinó en no revelar la verdad y callaba haciéndose el dormido.
La familia del enfermo mandó llamar a un adivino taoísta, el cual,
tras examinarlo, dio la siguiente explicación: «Este mal no acabará
con la vida del enfermo. La causa de su estado es un espíritu maligno.
Debéis acudir a un hombre de religión virtuoso y rezar a Buda para
que se cure». Siguieron su consejo y llamaron a dos religiosos que
ocupaban las más altas dignidades de la jerarquía budista, uno
llamado Tenkai del templo Kanei-ji de Ueno y otro de nombre Chuzon
del templo Senso-ji de Asakusa, ambos en Edo. Estos venerables
religiosos se pasaron tres días y dos noches rezando y quemando
trozos de madera ante un altar budista. También la madre del joven
enfermo hizo una ronda de visitas piadosas a los santuarios sintoístas
más importantes de toda la región. ¿Fue a causa de todas estas
plegarias? El caso es que Uneme mejoró ligeramente.
Al enterarse de la buena noticia, Samanosuke vino a visitarlo en
secreto. Le comentó:
—¿No te da vergüenza haberte enamorado de otro teniéndome a
mí? Pero no te guardo rencor y me ofrezco a hacer con mucho gusto
de mediador en tu nueva relación. Confía en mí y no te preocupes de
nada.
Uneme respondió:
—¡Qué feliz me hace oírte hablar así! Me conmueve tu fidelidad.
Entonces se puso a escribir todo lo que sentía por su nuevo amor
en una carta que entregó a Samanosuke. Este guardó la carta en la
manga del quimono y, con aire indiferente, se dirigió a la sala del reloj
que había en la mansión. Allí se encontraba Ukyo, contemplando por
la puerta abierta las flores de cerezo del jardín mientras musitaba
unos versos. Al ver a Samanosuke, se le acercó y le dijo:
—Ayer estuve al lado del señor ocupado con la lectura del
«Resumen de la política en la Era Jogan»[143]. Y hoy también me ha
tocado estar de servicio con él y leerle algunos poemas de la antología
Shinkokinshu[144]. Después, para pasar el rato, me entretenía
comunicándome con esos cerezos porque ellos, al menos, no hablan.
—¡Qué casualidad! —repuso Samanosuke—. Aquí tengo yo una
cosita insignificante que tampoco habla.
Metió la mano en la manga, sacó la carta de Uneme y la introdujo
en la manga del quimono de Ukyo.
—¡Vamos, hombre! Seguro que no es para mí —dijo Ukyo riendo.
Sin embargo, se retiró a un lugar apartado a la sombra de los
árboles del jardín, sin duda con la intención de leer la carta a solas.
Poco rato después volvió y le dijo a Samanosuke:
—Si Uneme sufre por mi culpa, no puedo quedarme de brazos
cruzados.
Ese mismo día escribió una nota de respuesta. Samanosuke la
llevó de inmediato a Uneme. La carta de amor obró como la flor de la
maravilla, pues el enfermo, nada más leerla, se levantó con el
semblante muy risueño. Al cabo de unos pocos días parecía haber
recuperado por completo el vigor de antes.
Pero, ¡ay!, que en este mundo las cosas buenas no duran mucho
tiempo y la desdicha sucede a la dicha como la noche sucede al día. En
la misma casa señorial estaba empleado desde hacía poco un samurái
llamado Hosono Shuzen. Era un hombre que hallaba gusto en
ostentar su valor y en caminar haciendo sonar la empuñadura de su
catana. Por eso todos en la casa lo aborrecían cordialmente. Quiso la
fatalidad que un hombre así se prendara también del jovencito Ukyo.
Incapaz de controlar la vehemencia de sus enamorados sentimientos,
pensó rudamente que podía cortejarlo sin tercería.
Un día, este Shuzen sorprendió al objeto de su amor a la sombra
de los cerezos y lo requirió de amores tan apasionadamente que a
veces lloraba y a veces reía, y con una insistencia tan machacona que
hacía pensar en el canto molesto de las chicharras en verano. Pero
Ukyo, a su lado, no se dignó a contestarle ni una palabra. La frialdad
del joven solo sirvió para atizar aún más el fuego amoroso de Shuzen.
Pero, tal vez por aquello de que en este mundo «El demonio los junta
y el viento los amontona», Shuzen pidió ayuda a un amigo suyo, un tal
Fushiki Shosai, un bonzo encargado de guardar los utensilios de la
ceremonia del té. Él sería a partir de ahora el mediador de sus amores.
El bonzo se presentó ante el jovencito Ukyo y le informó:
—Os pido una respuesta al cortejo que os hace Shuzen en esta
carta que os traigo. Os lo ruego también por compasión hacia mí, que
arriesgo mi vida al hacer de mediador. Pero Ukyo se burló del monje
con estas palabras:
—Vuestro trabajo es limpiar la escobilla del té. Nada más. No hace
falta que hagáis de mediador de nadie. En cuanto a la carta —añadió
arrojándosela—, ahí la tenéis: tal vez os sirva para tapar vuestros
cacharros.
El bonzo, un hombre que no distinguía el bien del mal, volvió
indignado y recomendó a Shuzen que acabara con la vida del joven y
después huyera a otra provincia. Y que lo hiciera esa misma noche.
Cuando a Ukyo le llegó el soplo de que Shuzen estaba haciendo
preparativos para un duelo, comprendió que era contra él. Se dio
cuenta de que no tenía escapatoria. En su cabeza bullían los
siguientes pensamientos: «Si no informo a Uneme del combate que
tengo que librar contra Shuzen, seguro que me lo va a reprochar
siempre; pero si se lo digo, violaría el código de honor del samurái. Y,
por encima de todo, yo soy un hombre del arco y las flechas». Tras
esta reflexión, se sintió más tranquilo. Decidió no implicar a nadie en
esta disputa.
El duelo tendría lugar la noche del día 17 del cuarto mes del año 17
de la Era Kanei [1640].
Era una noche de lluvia incesante y de ambiente desolado. Los
centinelas se dejaron vencer por el sueño y usaron sus mangas de
almohada. Fue la ocasión que Ukyo esperaba. La ropa elegida era
espléndida: un quimono de seda cuya blancura haría avergonzar a la
misma nieve y una hakama corta de brocado perfumada con incienso.
A pesar de ceñirse la catana en silencio y caminar con todo sigilo, el
aroma exhalado por su figura era tan fuerte que alguno de los
centinelas debió de despertarse sorprendido, pero lo dejó pasar sin
dar la alarma.
Shuzen estaba de guardia en el salón principal de la mansión. En
ese momento se hallaba apoyado contra un biombo en cuya superficie
se representaban escenas de halcones de varias especies. Tenía la
cabeza agachada y en la mano sostenía un abanico cuyo clavillo
desencajado trataba de ajustar. Ukyo se le acercó a grandes pasos, lo
llamó y empezó a atacarlo con la catana. De un espadazo le hizo un
corte desde el hombro derecho hasta debajo de la tetilla. Shuzen
desplegó su valor de siempre. Sacó la catana con la mano izquierda y
luchó un buen rato, pero la grave herida del pecho lo fue debilitando
cada vez más hasta hacerlo caer al suelo lanzando una maldición.
Ukyo lo inmovilizó y lo remató con un par de tajos. Después, apagó la
luz de un soplo mientras pensaba: «Ahora le toca a ese cabeza rapada
probar mi acero».
Pero los centinelas, incluyendo los que montaban guardia en la
cámara del señor, despiertos por el fragor del combate, habían
acudido corriendo. El alboroto recordaba aquella escena también
nocturna durante las jornadas de caza en las faldas del monte Fuji, en
la lejana Era Kenkyu[145]. Dos guardias, Oda y Takebe Shiro pusieron
faroles encendidos en el suelo de madera de la entrada, detuvieron al
joven Ukyo y lo condujeron a la presencia del señor.
—No me importa el motivo de la reyerta —dijo furioso el señor—
, pero tu conducta ha sido un desacato a mi autoridad.
Ordenó a Tokumatsu Tonomo que investigara a fondo el asunto y
le presentara una relación de los hechos. Cuando Tonomo le informó
de que el proceder de Ukyo había estado justificado, el señor le dijo:
—De momento te confío la custodia de Ukyo.
Tonomo encerró en una estancia de la mansión al joven, al cual
trató con toda consideración y miramiento.
El padre de la víctima, Hosono Minbu, que había servido largo
tiempo en la familia Ogasawara, llegó corriendo muy enfadado a la
mansión del señor y se quejó del trato de favor que estaban dando al
asesino de su hijo. «Deben ordenarle que se haga seppuku», afirmaba.
También la madre, una mujer que gozaba del favor de cierta
persona de linaje distinguido y a la que invitaban regularmente a
certámenes poéticos, se pasó toda aquella noche caminando descalza
de arriba abajo como protesta por la indulgencia con que trataban al
asesino de su hijo. No dejaba de llorar y de exclamar: «¿Dónde se ha
visto que se perdone la vida a quien mata a alguien y que hasta se lo
haga prosperar?». Todos cuantos la veían comprendían su
indignación y se compadecían de ella. Entre ellos se contaba Goto, hijo
de la dama de compañía Kunaikyo, que era un destacado asceta del
templo Tofuku-ji y que después se haría otra vez seglar. Este hombre
montó en su caballo y acudió al señor para contarle los lamentos de
la mujer. Convencido, el señor cambió de parecer y ordenó que Ukyo
cometiese seppuku. También al mediador Shosai lo mandaron
suicidarse.
El día anterior al ataque de Ukyo, Uneme había recibido permiso para
ausentarse de la ciudad y visitar a su madre en Kanagawa, no lejos de
Edo. Fue allí donde recibió una carta urgente de Samanosuke en
donde se lo informaba con todo detalle de lo sucedido y la cual
acababa con estas palabras: «Ukyo va a hacerse seppuku mañana al
amanecer en el templo Keiyo-ji de Asakusa». A través del mismo
mensajero, Uneme le contestó agradeciéndole haberlo informado tan
rápido y anunciándole que partía de inmediato.
Y, en efecto, sin ni siquiera despedirse de su madre, tomó un barco
rápido y viajó toda la noche. Cuando llegó al templo en Asakusa,
estaba a punto de romper el día. Se quedó medio escondido en los
pasillos próximos a la puerta principal del templo y se dedicó a
observar alrededor. Ya a esa hora pululaban por allí pajes del templo
y bonzos que cuchicheaban sobre el extraordinario suceso: «Un chico
muy guapo se va a rajar el vientre». Otros comentaban: «¡Ay, cómo
van a sufrir sus padres cuando sepan la noticia! No importa que sea
un hijo bueno o malo. Además, como lo que ha hecho tiene su
explicación, el dolor será doble. ¡Pobres padres!».
Al oír estos comentarios, Uneme no podía aguantar las lágrimas.
Pero seguía escondido y esperando el desarrollo de los
acontecimientos.
Como la noticia había corrido rápidamente, se iban aglomerando
en el templo muchos curiosos. En esto, llegó un palanquín nuevo
fuertemente escoltado que se detuvo a las puertas del templo y del
que bajó Ukyo. Su aspecto era maravillosamente tranquilo. Vestía un
quimono de inmaculado color blanco cortado al estilo chino y con
bordados de motivos de hermosas flores, como la llamada tsuyukusa
o amor de hombre. Sobre el quimono llevaba un kamishimo azul claro.
El joven miraba a su alrededor con aire magnánimo. Por allí llamaban
la atención numerosas tablillas funerarias con los nombres de
difuntos cuyos familiares, al verlas, no podían contener las lágrimas.
A la izquierda del recinto sagrado se veían los pétalos todavía
abiertos de un cerezo silvestre que había retrasado su floración. Al
reparar en ellas, Ukyo recitó el siguiente poema chino:

¿Quién se fija en unas flores todavía


prendidas en las ramas del año pasado?

Los ojos de la gente miran al frente

en busca de primaveras y de flores de este año.

Quizás al recitar esos versos pensaba en Uneme, que se quedaba


vivo para admirar futuras primaveras.
Ukyo se sentó en el tatami con bordes de brocado y llamó al
asistente de la ceremonia[146], un joven llamado Kichikawa Kageyu. Se
cortó un mechón de las sienes, lo envolvió en un papel que sacó de la
escotadura del quimono y se lo dio a su asistente con estas palabras:
—Dáselo a mi madre que vive en Horikawa, en la
capital. Es mi recuerdo de despedida.

Entonces se le acercó un monje, el cual, alzando las mangas de su


hábito morado, empezó a hablar sobre la certeza de la muerte que
sobreviene a todos los seres vivos. Pero Ukyo lo interrumpió para
decir:
—Las personas bellas que viven muchos años al final acaban
encaneciendo o incluso perdiendo parte del cabello. En cambio, morir
en plena juventud y con mi propia espada es verdaderamente
alcanzar la budeidad. ¿No lo cree así Su Reverencia?
Sacó de la manga una tira de papel fuerte de color azul, la alisó y
pidió que le trajeran una moleta de escribir. Cuando se la trajeron,
tomó un pincel y escribió estos versos de despedida:

En primavera,
flores; luna, en otoño.

Las he gozado

con mis ojos. Ha sido

un sueño dentro de un sueño.


Acto seguido empuñó su propia catana y se rajó el
vientre. Inmediatamente después, Kageyu, que estaba
a su lado, alzó la espada y de un tajo le cortó la cabeza.

Enseguida se acercó corriendo Uneme.


—Córtame la cabeza a mí también —le pidió a Kageyu. Se abrió
también el vientre y al instante Kageyu le cortó igualmente la cabeza.
Así pues, un día de finales de la primavera de la Era Kanei, dos flores
de dieciséis y de dieciocho años volvieron al mundo de las sombras.
Entre los criados jóvenes que servían en sus casas desde hacía años
hubo algunos que, profundamente conmovidos por la escena que
acaban de presenciar, decidieron acabar también con sus vidas
matándose voluntariamente uno a otro con sus espadas; otros se
cortaron la coleta[147] que era símbolo y orgullo de su estatus, y
abrazaron la vida religiosa para consagrarse a rezar por las almas de
sus jóvenes amos.
En el templo Keiyo-ji de Asakusa levantaron sendas lápidas
sepulcrales por los dos jóvenes enamorados, los versos de despedida
de Ukyo quedaron inscritos en las tablillas funerarias del altar
budista y los nombres de los dos fueron inmortalizados para siempre
en los cielos de las regiones del este.
Shiga Samanosuke dejó escrita una nota en la que expresaba que
no podía seguir con vida y se suicidó también a los siete días de la
muerte de Ukyo y Uneme.
¡Qué cadena tan desgraciada de sucesos!
Un amor en setenta páginas
Con objeto de cambiar de aires y olvidarse un poco de la vida de los
cuarteles sogunales, nuestro hombre salió por la puerta de
Toranomon pasando por un pueblo llamado Shibuya, en los confines
de la inmensa llanura de Musashi[148]. Allí el famoso cerezo Konno[149]
estaba ya en plena flor, una plenitud no muy distinta de la que gozaba
el protagonista de esta historia, un vigoroso y joven samurái llamado
Tagawa Gizaemon. De adolescente era de una belleza sin par en toda
la isla de Shikoku y de una fama considerable en la región de
Matsuyama. Por circunstancias de la vida se quedó sin amo a quien
servir, pero quiso la buena fortuna que no tardara en recuperar su
puesto anterior con el mismo sueldo, es decir, 600 koku de arroz al
año[150].
Para dar las gracias por su buena suerte y feliz ante la llegada de
la primavera, Gizaemon decidió visitar el templo Fudo que hay en el
distrito de Meguro, en la misma ciudad de Edo. Pero, de improviso,
cuando estaba en el recinto del templo, al pie de la cascada donde se
purificaban los fieles antes de rezar, vio a un jovencito bellísimo que
estaba de pie. Bajo su sombrero de juncia decorado con un bonito
ribete y un barboquejo azul claro, destacaba el negro reluciente del
moño. Su quimono era de mangas muy largas y de muaré morado. De
la cintura le pendían dos catanas dentro de unas exquisitas fundas de
piel fina de tiburón. En la mano izquierda sostenía con gracia una flor
yamabuki[151] de color amarillo brillante, la cual contemplaba
dulcemente con la cabeza ladeada. Gizaemon creía estar observando
una visión de otro mundo. ¿Acaso se trataba de una deidad del monte
Ku She, en China, cuyos moradores, según la leyenda, gozan de la
eterna juventud y se pueden transformar en peonías? Gizaemon
estaba aturdido. Supuso que sería el paje favorito de algún daimio
importante porque a su lado había dos bonzos que parecían
pendientes de él y, un poco más allá, una nutrida escolta de samuráis
a su servicio. Como, además, iba con un caballo a la zaga, no cabía
duda de que esta aparición celestial era alguien fuera de lo común.
Entre tanto, los dos bonzos habían empezado a canturrear
alegremente bajo el efecto de la bebida. Deslumbrado y olvidado de
todo, Gizaemon decidió seguirlo.
La comitiva franqueó el portal de una mansión decorada con el
blasón de la paulonia, cerca del santuario Hikawa, también llamado
Koroku, en Akasaka. Gizaemon preguntó a uno de los guardias que
había por allí y se enteró de que el bello joven se llamaba Okugawa
Shume y era paje de un daimio, residente en Edo por aquellos días.
Gizaemon regresó a su vivienda, pero esa noche volvió a ver, esta
vez en sueños, las encantadoras guedejas que caían por las sienes del
jovencito. La mañana siguiente regresó al portal de la mansión donde
había entrado el paje y allí, plantado, pasó todo el día. Perdió
cualquier interés en su trabajo, por lo que tuvo que fingir que estaba
enfermo para obtener un permiso y abandonar su puesto. Alquiló una
casa en una calleja en el barrio de Kojimachi-ni-chome, cerca de
Akasaka. Finalmente, se quedó sin empleo ni sueldo: un samurái libre.
Desde el día 24 del tercer mes hasta primeros del décimo mes no faltó
un solo día a su cita solitaria a las puertas de la mansión de Akasaka.
Sin embargo, ni una sola vez pudo divisar la figura de Shume, el paje
que lo había encandilado; tampoco conocía a nadie que le pudiera
servir de intermediario y comunicarle sus sentimientos. Día a día
Gizaemon se iba consumiendo por la llamarada del amor.
La estancia en Edo del daimio a cuyo servicio estaba el paje de sus
amores llegó a su término; y el 25 del décimo mes se decidió el
regreso a su dominio en provincias[152]. Gizaemon resolvió seguir a su
amor adonde fuera. Abandonó la casa alquilada, vendió todos sus
objetos personales, pagó lo que debía en la licorería y en la
pescadería, y despidió a su criado.
Se quedó solo. Solo con su firme decisión de seguir furtivamente
la comitiva del daimio en la cual viajaba Shume. Ese día se alojaron en
Kanagawa y el día siguiente anochecieron en Oiso. Cuando estaban en
el famoso paraje de Shigi Tatsu Sawa[153], el bello Shume mandó
detener el palanquín, entreabrió la portezuela y, con la vista puesta
en la ensenada, se puso a recitar aquel viejo poema que dice: «Hasta
el desalmado / conmoverse puede…»[154]. Conmovido igualmente,
Gizaemon se lo quedó mirando. También Shume pareció fijarse en él.
Y ya no hubo más ocasiones de ver al paje. Reanudaron un viaje que
Gizaemon parecía recorrer en sueños, aunque no dormía.
Cuando la comitiva iba a atravesar el puerto del monte Utsu,
Gizaemon tomó un atajo y se ocultó entre unas rocas pequeñas. Desde
este puesto, medio oculto con las mangas del quimono, alzó la cabeza
para atisbar por la ventanilla del palanquín donde viajaba Shume y
que pasaba por el camino. Creyó ver que su amado le devolvía la
mirada con una expresión llena de ternura. ¿Significaba que él
empezaba a preocuparse por su estado? Solo de pensarlo, las
lágrimas rodaron abundantes por las mejillas de Gizaemon.
Desde entonces ya no volvió a verlo más, pero un día de viaje tras
otro, en el corazón del samurái, el fuego del amor era cada vez más
vivo. La comitiva del daimio llegó por fin a su destino, la provincia de
Tsuyama, en la región de Sakushu[155]. Gizaemon se instaló no lejos de
allí, en las tierras de Izumo, donde encontró un trabajo de vendedor
ambulante de los que van por ahí transportando sus mercancías
colgadas de los extremos de una pértiga llevada al hombro. Así es
como se ganaba la vida. El año llegó a su fin.
El año siguiente, a principios del cuarto mes, el daimio de
Tsuyama debía trasladarse nuevamente a Edo a pasar una larga
temporada. Y otra vez Gizaemon dejó todo y se dispuso a seguir en
secreto a la comitiva. En este viaje a Musashi pudo ver a Shume tres
veces: en el embarcadero del río Kuwana, en Shiomizaka y en
Suzunomori[156]. Durante el año de estancia en Edo, como Gizaemon
suspiraba todos los días por su amado, el mal de amores empezó a
hacer mella en su cuerpo y su aspecto se volvió extraño. Por intenso
que sea el amor, un samurái no debe perder su compostura como lo
hizo Gizaemon, el cual languidecía lentamente, víctima sin duda de un
lazo kármico de vidas anteriores.
El año siguiente, por segunda vez, el daimio y su séquito
emprendieron el regreso a su provincia. Gizaemon, naturalmente, fue
detrás. Ya llevaba tres años desde que fuera herido por el flechazo del
amor a primera vista; tres años desde que había dejado su puesto de
samurái; tres años que lo habían llevado a tener un aspecto
deplorable: las bocamangas de su quimono estaban descosidas y el
algodón del forro se le salía por las solapas. Su única posesión era una
catana, la corta[157].
Un día, fuera de la posada de Kanaya, Gizaemon tuvo la fortuna de
poder contemplar desde lejos la figura de su amado a lomos de un
caballo. La cara de Gizaemon ya empezaba a resultarle familiar al
paje, quien dio en pensar que tal vez ese hombre estaba enamorado
de él. Espontáneamente sintió afecto y le tomó cariño. Shume llegó
incluso a desear: «Ojalá que mis vigilantes se descuiden un momento.
Aprovecharía para acercarme secretamente a él y preguntarle por sus
sentimientos. Podríamos cruzar algunas palabras que, al menos,
servirían para que el pobre se desahogue un poco». Hasta se quedó
esperando a la sombra de los pinos del paso de Nakayama, pero
Gizaemon no pudo llegar allí y desapareció del lugar. Así, Shume a
veces se preguntaba involuntariamente qué sería de ese hombre de
tan penoso aspecto. Verdaderamente, era un joven de corazón
compasivo.
Diez días después del regreso del daimio a sus tierras, Gizaemon
se instaló en Izumo. Tenía el pie herido y su aspecto era totalmente
irreconocible para cualquiera que lo hubiera conocido antes. Parecía
encontrarse cerca del final de sus días. Solo el amor por Shume lo
hacía aferrarse a esta vida, fugaz como el rocío. Como quien no quiere
la cosa, se hizo mendigo. Por la mañana evitaba el rigor de las heladas
vestido con una capa de paja y un sombrero de juncia; por la noche,
encogía las piernas y se hacía un ovillo para protegerse del viento frío
de las tormentas; durante el día trataba de pasar desapercibido
escondiéndose en el campo; al alba, sin embargo, no dejaba de
apostarse puntualmente frente la puerta de la casa de su amado. Allí,
en secreto, aguardaba ansiosamente el momento de vislumbrar la
figura de Shume cuando regresaba todos los días a su casa después
de terminar su servicio nocturno en el castillo del daimio.
Una noche triste y lluviosa de finales de otoño, el guapo Shume
hablaba con Kyuzaemon, el joven escudero asignado a su servicio:
—He nacido en una familia de guerreros, pero todavía no he
matado a nadie con mi propia catana. Si me viera en la necesidad de
luchar, me faltaría esa confianza que da la costumbre. ¿Por qué no
probamos nuestras espadas esta misma noche?
—Por lo que observo cuando os veo practicar esgrima, señor —
contestó Kyuzaemon—, creo que manejáis muy bien la espada. Si
hiciera falta matar a alguien, no creo que tuvierais ningún problema.
Pero si matáis a alguien sin motivo, señor, recibiréis el castigo del
Cielo. Hay que tener paciencia.
—Por supuesto que no voy a matar a nadie sin motivo. Hace un
rato he visto en la cuneta que hay frente al castillo un tipo miserable;
parecía un mendigo, con el aspecto de alguien indigno de seguir con
vida. Sal y pregúntale si, a cambio de concederle cualquier deseo, nos
entrega su vida.
Kyuzaemon respondió:
—Por muy mendigo que sea, no creo que acepte. Pero, en fin…
Tras decir esto, salió y se dirigió adonde yacía el mendigo, al que
le resumió la conversación anterior. Finalmente le ofreció:
—Perdona mi rudeza, pero tengo algo que pedirte. Pensando en
la fugacidad de las cosas de este mundo, estarás de acuerdo conmigo
en que la vida no es más estable que el momento en que escampa la
lluvia, esta lluvia que está cayendo ahora, por ejemplo. Es algo que
puedes entender tú mejor que nadie por conocer tantas penalidades.
Bueno, resumiendo, el deseo de mi joven amo es regalarte durante
treinta días la clase de vida que desees, pero después tendrás que ser
carne de espada y morir. Si aceptas su propuesta, mi amo promete
celebrar por tu alma unos oficios fúnebres espléndidos.
El pordiosero ni siquiera pestañeó al oír tan extraordinaria
propuesta. Se puso de pie y respondió:
—Bueno, en la situación en que me encuentro ahora me va a
resultar difícil llegar vivo a la primavera. Al final de cualquier noche
de estas de tanto frío, mi cuerpo aterido podría amanecer helado.
Como este pobre esclavo vuestro no tiene familia ni parientes, nadie
lamentaría mi muerte. Así que decid a vuestro amo que acepto su
ofrecimiento.
Kyuzaemon llevó al pordiosero a la mansión y contó los detalles
de su conversación a Shume. Este mandó preparar un baño para el
mendigo, le dio ropa nueva y lo acomodó en las dependencias de los
criados. Fiel a los términos de la propuesta, le dio bien de comer
durante diez días, pues el periodo se había acortado a petición del
mendigo. Cuando llegó el último día, lo sacaron al jardín principal a
altas horas de la noche. Allí Shume se dirigió a él para preguntarle:
—¿Así que estás dispuesto a entregarme tu vida?
El mendigo respondió tendiendo el cuello y diciendo:
—Claro. Os lo ruego: matadme con vuestra propia espada.
Shume, para ganar comodidad en el movimiento, se recogió en el
obi las dos puntas de la hakama, saltó a la zona de arena blanca del
jardín y con la espada atacó al mendigo. Pero este, frente a él, no
movió ni un músculo de su cuerpo. ¡La catana no tenía filo! Acudieron
los criados extrañados. Pero Shume los ordenó salir a todos. Una vez
a solas con el mendigo, se sentó en la sala de estar y pidió al
desconocido que alzara la cabeza.
—Tu cara me suena —le dijo—. Antes eras un samurái, ¿a que sí?

El mendigo respondió que no, añadiendo que


pertenecía a la clase plebeya. Pero Shume insistió,
empleando ahora un lenguaje de cortesía y tratándolo
de vos:

—No me mintáis. Sé que estáis profundamente enamorado de mí,


¿no es cierto? Si seguís empeñado en ocultarme vuestro amor,
¿cuándo volveréis a tener ocasión de confesarlo? ¿O tal vez me
equivoco?
El desconocido sacó entonces un objeto envuelto en la vaina de un
brote de bambú, que llevaba siempre consigo, y alargó a Shume una
bolsita de brocado de color ocre rojizo de las usadas para guardar
amuletos.
—Os ruego que veáis lo que hay dentro. Así sabréis todo —dijo al
tiempo que los sollozos le ahogaban la voz y las lágrimas le afloraban
a los ojos.
Shume tomó la bolsa, desató la cuerda morada que la cerraba y
miró en su interior. Contenía un rollo de setenta páginas de papel fino
pegadas por los bordes. En ellas estaba escrita con detalle toda la
historia de sus sentimientos amorosos desde los lejanos días en que
se había enamorado a primera vista en el templo Fudo de Meguro.
Shume no pudo leer más de cuatro o cinco páginas. Volvió a
enrollarlas, llamó a su criado Kyuzaemon, le ordenó que custodiara al
desconocido y se retiró fuertemente impresionado.
Por la mañana temprano, Shume se dirigió al castillo donde pidió
audiencia con el daimio.
Cuando estuvo ante el señor, le confesó:
—He sido amado por un hombre. Si no lo acepto como amante,
pierdo mi honor como seguidor de la Vía del amor viril. Pero si lo
acepto, desobedezco las leyes de mi señor y me vuelvo un ingrato
después de todos los favores que me habéis dispensado. Por lo tanto,
señor, os ruego que acabéis con mi vida usando vuestra propia
espada.
—Explícate mejor —le ordenó el daimio.
Entonces, Shume sacó el rollo de setenta páginas escritas por el
desconocido y se lo entregó. Cuando estuvo solo, el daimio las leyó
todas. Después mandó llamar a su paje y le dijo:
—En primer lugar, te ordeno que te retires a tu casa. Más tarde,
consultaré con mis consejeros y tomaré una resolución.
Pero Shume insistió:
—Os lo suplico, señor, no me hagáis volver a casa. Me entregaría
a ese hombre y os traicionaría. Permitidme que aquí mismo me haga
el haraquiri.
El daimio se quedó pensando un rato. Luego mandó llamar al
supervisor del castillo y le ordenó que condenara a Shume a reclusión
domiciliaria.
El paje Shume volvió a casa. Ese mismo día dio al desconocido, que
no era otro que Gizaemon, ropa de samurái digna de su estatus y le
entregó dos catanas, la larga y la corta. Después lo amó con toda su
alma.
Fue un caso de amor homosexual sin precedentes en el mundo.
Entre tanto, Shume ponía en orden todos sus asuntos y preparaba su
funeral. Mientras esperaba el fin de sus días, quiso llevarse un buen
recuerdo.
Al término de veinte días, le fue levantada la condena de reclusión.
Además, el daimio le hizo una donación de cinco quimonos de mangas
redondas, es decir, de adulto[158] y treinta ryo de oro. Fue una
munificencia inesperada. En cuanto a Gizaemon, las órdenes del
daimio fueran estas: «Mañana lo despides y lo devuelves a Edo».
Gizaemon, conmovido por este trato tan bondadoso, no quiso
esperar al día siguiente: partió el mismo día. Al despedirse dijo:
—Espero algún día poder corresponder a tantos favores.
Pero el día 27 del duodécimo mes, cuando viajaba por las tierras
de la provincia de Hyogo con una escolta del daimio, Gizaemon hizo
volver a sus acompañantes que iban a caballo, y, una vez solo, cambió
el rumbo de su viaje. No se dirigió a Edo, sino a las proximidades de
Nara, cerca del monte Katsuraki, a una aldea famosa por el pozo
Enohai. Se cortó la coleta de samurái y tomó el nombre budista de
Mugen. En ese lugar vivió sin decir nada y sin viajar jamás. Se distraía
mirando la corriente de agua que venía del valle y que no cesaba de
manar por la boca del caño enterrado entre las piedras por debajo de
la valla de bambú; y disfrutaba con las palabras de los sabios chinos
de antaño.
Así, a pesar de no usar esos elegantes abanicos tan de moda
entonces, el espíritu de Gizaemon vivía en medio de una agradable
frescura y su corazón se volvía más y más puro.

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