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Índice

Presentación 11

Introducción 13

Capítulo i. Justificación y fundamentación para la creación de


una nueva sociedad 43
Justificación de la Conquista 44
Monopolio de la Colonización 52
El Marco Legal de la Colonización 56
Los primeros intentos de dominio colonial 61

Capítulo ii. Conquistadores y primeros pobladores: la creación


de una élite 73
La formación de una sociedad colonial jerarquizada 76
La creación de un grupo nobiliario 85
Informaciones de méritos y servicios 93
La milicia y los Méritos y Servicios en el siglo XVIII 103

Capítulo iii. Familia: sociabilidad y gananciales 109


Familia y redes familiares 111
El régimen matrimonial en la sociedad colonial: la dote 114
Bienes gananciales 116
Conflictos entre miembros de la élite: el caso de la condesa de Mira-
flores 117
Capítulo iv. Religiosidad y sexualidad 133
La religiosidad vivida 133
El Bien y el Mal: la noción de Pecado 140
Matrimonio y sexualidad 144
La sexualidad como conducta pecaminosa 151

Capítulo v. La muerte y las costumbres funerarias 157


El significado de la muerte en la época colonial 158
El espacio de la vida terrenal. El principio de la vida eterna 166
Diversidad de los rituales funerarios 168
Enterramientos y Sepulturas. Espacios de reafirmación social 176
El recuerdo de los muertos 183
La piedad, la caridad y el miedo ante la muerte 185

Capítulo vi. Sociabilidades en las familias urbanas 197


Prolegómenos lúdicos de la Nueva España 198
La política moralizante de la época de las prohibiciones 203
La sociabilidad lúdica colonial 207
Las diversas formas de diversión 212
La sociabilidad familiar 218
De la sociabilidad doméstica a la diversión callejera 219

Capítulo vii. Conflictos entre élites: privilegios, preeminencias


y jurisdicciones 225
Privilegio y preeminencia en la sociedad colonial 226
La Intendencia en Yucatán 232
Conflictos entre Lucas de Gálvez y la familia Quijano por preeminen-
cias y precedencias 234
Enfrentamientos jurisdiccionales entre los poderes coloniales durante
el proceso del asesinato de Gálvez 243
Conflictos entre competencias jurisdiccionales 245
El virrey y el gobierno provincial 249
Competencias civiles, competencias militares 253
La defensa del privilegio eclesiástico 259

Fuentes 263

Bibliografía 265
Presentación

El presente libro es el resultado de una investigación que brinda un


acercamiento al comportamiento de las élites de la sociedad colonial
yucateca en diversos aspectos. Desde su formación, las élites mantu-
vieron su preeminencia durante siglos con unos ideales y formas de
comportamiento que marcarían el devenir de esa sociedad.
El libro es producto de la colaboración intensa entre los integrantes
del Cuerpo Académico Consolidado “Historia del Sureste de México”,
de la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma
de Yucatán. Desde 2008 este Cuerpo Académico ha venido realizando
importantes contribuciones a la historia de Yucatán a partir de su lí-
nea de investigación denominada “Sociedad e Instituciones”, que tiene
como objetivo general analizar la composición social y el desarrollo de
las instituciones regionales, desde el punto de vista político, adminis-
trativo, económico y religioso.
La publicación de este libro ha sido posible gracias al apoyo finan-
ciero de la Facultad de Ciencias Antropológicas con recursos recibi-
dos del Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (PIFI), de
la colaboración de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de
Yucatán y del Departamento Editorial de la Universidad Autónoma de
Yucatán dependiente de la Secretaría de Rectoría. A estas instituciones
y a su personal les agradecemos toda la ayuda prestada y las facilidades
que nos han dado para que este nuevo ejemplar vea la luz. Reiteramos a
todos ellos nuestro más profundo agradecimiento.

11
Introducción

El conocimiento de una sociedad viene determinado por el análisis de


sus componentes y las formas de relación que se establecen entre los
distintos grupos. Se hace preciso saber cómo estaba organizada esa so-
ciedad, sus comportamientos, las relaciones o sus formas de sociabili-
dad, que en cada época vienen dadas dependiendo del contexto histó-
rico: lo que en palabras de Lucien Febvre viene a denominarse utillaje
mental.1
Para analizar la sociedad colonial se ha de tener en cuenta una serie
de cuestiones fundamentales con el fin de situar a cada individuo en
la escala social. Por ejemplo, la sociedad del Antiguo Régimen se con-
sideraba como un todo ordenado y jerarquizado sobre la base de las
distintas funciones que correspondían realizar a cada grupo social o,
por emplear la terminología de la época, a cada estamento o estado. En
este sentido, la diferenciación de esta sociedad jerárquica que se esta-
blece entre unos y otros no descansa en criterios económicos, sino en la
estima, el honor o la dignidad que se atribuyen a las funciones propias
de cada estamento.2
Por otra parte, uno de los principios básicos que subyace al orde-
namiento social de la época es el de la desigualdad y otro sería el an-
ti-individualismo. En efecto, la estima, el honor y la dignidad que se

1  Febvre, 1993, pp. 248-257.


2  Negroe Sierra, Zabala Aguirre, Miranda Ojeda y Cámara Gutiérrez, 2011, p. 10.

13
atribuyen a cada estamento nunca son reconocidos a título individual.
Es, por consiguiente, la pertenencia a un determinado estamento o gru-
po lo que lleva aparejado el disfrute de los privilegios que le puedan
corresponder,3 aunque cabe señalar que de una manera u otra todos los
cuerpos gozaban de algún tipo de privilegio, como veremos más ade-
lante. La obtención de privilegios constituye un elemento fundamental
de la sociedad corporativa4 y, por este motivo, el privilegio define, según
el Diccionario de Autoridades, “la gracia ò prerogativa que concede el
superior exceptuando ò libertando à uno de alguna carga ò gravámen,
ò concediendole alguna exención de que no gozan otros”.5 Y, en opinión
de Castillo de Bobadilla, “todas las gracias, mercedes, preeminencias,
inmunidades, franquezas y fueros que disfrutan los cuerpos (provin-
cias, estamentos, corporaciones) son privilegios y son concedidos por
el soberano, el monarca es la única autoridad con capacidad para otor-
garlos y suprimirlos”.6
En este sentido, también podemos hablar de los fueros porque tam-
bién son privilegios y exenciones concedidas a alguna provincia, ciudad
o persona o grupos de personas.7 El fuero, según Hespanha, consiste en
un “estatuto jurídico particular de los diferentes grupos sociales”.8
Dicho de otra forma, el privilegio no se vincula sólo a los méritos per-
sonales de un individuo, sino que, en principio, procede del nacimiento

3  Una definición general de privilegio consiste en el derecho concedido a un grupo definido


de destinatarios o a una situación especial que refleja la estructura fundamental de la socie-
dad, es decir, la estructura de la diferencia. Estos derechos a menudo se expresaban en mer-
cedes y gracias concedidas por el Rey o adquiridas por el uso, distinguiendo a sus poseedores
del resto de la sociedad (Duve, 2007, pp. 33 y 39).
4  Rojas, 2007, pp. 51 y 54.
5  Diccionario de Autoridades, III, 1990, p. 386.
6  Castillo de Bobadilla citado en Rojas, 2007, p. 57.
7  Diccionario de Autoridades, II, 1990, p. 807.
8  Hespanha citado en Rojas, 2007, p. 54.

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Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

que condiciona la inserción de un individuo en uno u otro estrato. Tam-


bién la función que desempeña en la sociedad y los logros que pueda
alcanzar en ella se supeditan estrechamente al linaje, esto es a los méri-
tos de sus antepasados más o menos remotos que pueden incidir en el
logro de determinados privilegios, como lo veremos más adelante. En la
provincia de Yucatán, por ejemplo, será en el grupo de los conquistado-
res, primeros pobladores y sus descendientes donde se asiente el linaje
y los que ostenten la jerarquía de la sociedad durante la época colonial.
Ahora bien, esta sociedad de órdenes, estamentos o grupos es tam-
bién una sociedad ordenada, en el sentido de que los miembros de cual-
quiera de ellos se insertan en unas cédulas básicas de sociabilidad que
dan la trama a esa textura corporativa de la sociedad tradicional, lo
cual es el caso de la familia.
La familia es, desde luego, el primer ámbito de encuadramiento de la
población tanto europea como novohispana, pero su estructura se con-
creta de diversa manera de unas partes a otras. En términos generales,
puede decirse que una familia es una asociación de individuos vincula-
dos por parentesco y que poseen recursos comunes para su superviven-
cia. Esos recursos pueden incluir tierras, casas, esclavos y muebles, para
los ricos; o, herramientas y el valor del trabajo, para los más pobres.9
Entre la diversidad de formas familiares, la más simple es la nuclear,
basada en el matrimonio tardío y compuesta por los cónyuges y sus
hijos no casados. La familia troncal engloba ya a los padres y a un hijo
designado como único heredero del patrimonio de la casa y, por último
podemos citar a la familia compleja, que ofrece un modelo internamen-
te diferenciado, en el que se pueden insertar varias familias aun sin la-
zos de sangre, que se unen por razones económicas, sociales o políticas,
pudiendo llegar a conformar redes clientelares.

9  Metcalf, 1994, p. 442.

15
Las casas familiares de las élites de cada lugar ocupaban el epicentro
de las dinámicas sociales, en la medida en que reproducían las estruc-
turas de las casas nobiliarias, entendidas como sagas dinámicas heredi-
tarias. Estas familias tuvieron la capacidad de integrar y albergar tanto
a los miembros de la familia extensa (abuelos, hijos, nietos, sobrinos,
primos o hijos políticos) como a un sinnúmero de personas de distinto
signo, rango, prestigio, origen y oficios, necesarios para el funciona-
miento y la dinámica propia de una residencia familiar. Así entendida,
la familia integraba a múltiples individuos de diferentes orígenes socia-
les, económicos y culturales.10
Por tanto, junto a las familias fundadas por vínculos de parentesco,
se conoce la existencia de familias que podríamos llamar artificiales.
Es el caso de las hermandades o confraternidades, consulados, etc., que
tanto desarrollo alcanzaron en la sociedad novohispana y en cuya vir-
tud se establecía una comunidad de bienes entre las personas que las
constituían, sin que existieran entre ellos lazos de consanguinidad.
Las hermandades artificiales podían establecerse también entre
compañeros de armas o entre diferentes personas que trascendían el
organigrama vertical de la sociedad colonial y quedaban vinculados en-
tre sí por una intrincada cadena de fidelidades. Esas redes clientelares
se enraizaban profundamente en la sociedad y con ellas se buscaba y
ofrecía protección, pero también se distribuían mercedes en el seno de
una trama complejísima en la que cada uno de sus nudos podía conver-
tirse en el punto de arranque de una nueva red clientelar subordinada
a la primera. Interesa subrayar la enorme importancia que el sistema
de fidelidades tiene en la sociedad de la época al establecer en su seno
solidaridades verticales que trascienden la estricta división horizontal

10  Pérez Herrero, 2002, p. 148.

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Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

entre los grupos sociales y que, por esta vía, hacen inteligibles muchos
de sus comportamientos.
Los documentos de la época bautizaron con el nombre de familia al
grupo constituido por la parentela, de peso decisivo en la vida de sus
miembros; sin embargo, es necesario preguntarse sobre el sentido que
se daba a ese término, de contenido particularmente amplio y polisé-
mico, pues la familia se comprendía en esa época como sinónimo de
linaje o parentesco.11
Por otro lado, en la sociedad moderna el individuo se concebía como
profundamente inserto en un tejido de vínculos familiares a los que le
era difícil y, más aun, arriesgado escapar; porque si bien la familia de
estilo antiguo se revelaba constrictiva, también procuraba protección,
apoyo o ayuda frente a las amenazas o dificultades de todo género.12
En consecuencia, en el Antiguo Régimen, la movilidad social, tanto
ascendente como descendente, así como las ventajas y desventajas de
la pertenencia a un grupo u otro, no se limitaban a un solo individuo o
a su familia restringida en el sentido contemporáneo del término, sino
que también repercutía en el conjunto de los miembros de su linaje. En
el caso de la Península Ibérica de los siglos XVII y XVIII, el mundo de
las élites ilustra claramente la importancia de este anclaje familiar en
los fenómenos de movilidad social. Y de este modelo social y familiar
hispánico, y más generalmente occidental, por lo demás, dependía ple-
namente el mundo de las élites coloniales hispanoamericanas.
La idea de familia que los españoles trajeron consigo a la Nueva Es-
paña enfatizaba una estructura de parentesco muy extensa en la cual
la identificación con tíos, primos, sobrinos, no era menos importante
que la que se daba con padres y hermanos y en la cual las relaciones a

11  Bertrand, 2011, p. 236.


12  Bertrand, 2011, p. 237.

17
través de la mujer se reconocían tanto como las que existían a través del
varón. La identidad familiar determinaba, más que ningún otro factor,
el lugar que ocupaba un individuo en la sociedad y la lealtad familiar
era quizás el más alto valor de la sociedad. Todos los logros en riqueza y
estatus estaban dirigidos a elevar su posición y las relaciones familiares
se convirtieron en la avenida principal a través de la cual el individuo se
conectaba con el mundo externo.13 En este sentido, el linaje únicamente
podía conservar su coherencia y asegurar su continuidad a través de un
dominio extendido en la elección de los cónyuges de los individuos que
deseaban permanecer en el seno del grupo.
Estrategias familiares, nepotismo y herencia del oficio, todo se con-
jugaba para fortalecer y perpetuar el acaparamiento de una familia del
poder confiado a uno de los suyos; no obstante, si bien el aspecto fa-
miliar se revela fundamental en el mecanismo de monopolización del
poder, la influencia y la presencia de un linaje en el seno del aparato
administrativo no se reducían exclusivamente a ese tipo de vínculos.
Las familias se apoyaban también en relaciones, complementarias a las
anteriores, que contribuían a acrecentar aun más su influencia.
Teniendo en cuenta todas estas consideraciones, el propósito de este
libro consiste en analizar la gestación e importancia de las élites en la
sociedad, así como las prácticas, relaciones políticas, sociales e ideoló-
gicas que se fueron dando, por lo que se pretende demostrar su fuerza
e influencia en el seno de la sociedad yucateca colonial.
Podemos caracterizar tres tipos generales de élites: élite social, que
era reconocida por un origen noble o pseudonobiliario y gozaba de
preeminencias y privilegios; élite de la riqueza, surgida gracias a de-
terminadas actividades económicas, y élite del poder, que lograba su
condición debido a su posicionamiento en los cargos públicos. Por lo

13  Kicza, 1991, p. 75.

18
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

general, estas tres clases de élites tienen características distintas, pero


comparten intereses y, al mismo tiempo, algunas pueden pertenecer a
más de uno de los tipos de élite citados.
Desde las primeras investigaciones sobre las élites, realizadas a prin-
cipios del siglo XX por los teóricos Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto,
su vigencia continúa siendo de enorme importancia para la compren-
sión de la sociedad en su devenir histórico. Aun cuando el término, de
herencia francesa, en sus orígenes derivó del sustantivo del verbo elire
(escoger), en los siglos siguientes varió su contenido y fue hacia el siglo
XVIII y, principalmente, en el XIX cuando se utilizó la expresión para
designar a ciertos grupos sociales. Este concepto de élite se convirtió,
a principios del XX, en el objeto de estudio de los dos sociólogos italia-
nos, que la identificaron como clase política (Mosca) o como élite no
gobernante y élite gobernante (Pareto).
Mosca definió las élites como una minoría, una auténtica clase so-
cial políticamente organizada y estructurada que tiende a la conser-
vación de su posición no sólo por sus intereses políticos e ideológicos
sino también por su cohesión y su extensa red de intereses económicos,
asegurándose de esta manera el poder político y una influencia sobre
las masas, que considera están desestructuradas y sin organización.
Monopolizando el poder político puede controlar a una mayoría, por-
que a pesar de los cambios que puedan existir en un sistema político,
su permanencia está asegurada. Esto no quiere decir que la élite sea
completamente homogénea sino que en su interior existe una estratifi-
cación estructurada en cuya cúspide se encuentra un núcleo dirigente,
formado por una minoría de personas o familias privilegiadas y que
desempeña las funciones de liderazgo en el seno de la misma élite.14

14  Mosca, 1984.

19
En la obra de Pareto se destaca que la importancia de la desigualdad
social se manifiesta en diferencias de orden físico, moral e intelectual y
en el predominio de una élite que gobierna, reconociendo su superiori-
dad no por su origen familiar sino por sus cualidades eminentes (pres-
tigio, inteligencia, carácter, habilidad, capacidad, etc.), mientras que las
clases inferiores carecen de incidencia en la política, la economía, las
artes o las ideas.15 En su teoría sobre la circulación de las élites advierte
una posición de horizontalidad de las mismas, que solamente se dina-
mizan en una verticalidad cuando los méritos individuales promueven
el recambio de las posiciones y contribuyen a conformar una nueva éli-
te gobernante. Este sistema favorece el equilibrio social debido a que la
circulación incide en la movilidad de los mejores espíritus y en el cam-
bio social, estimulando al mismo tiempo la circulación de ideas. Sin
embargo, esto no significa una continua circulación de posiciones sino
que el orden determina la propia dinámica interna, que puede fractu-
rarse, crear graves contradicciones y, en consecuencia, puede ocasio-
nar una crisis política de legitimidad. La horizontalidad, por lo tanto,
contribuirá al restablecimiento de la estabilidad política. La importan-
cia de esta teoría radica en que, aun hoy día, sirve para comprender el
desplazamiento de las élites en diferentes niveles, sin que derive en la
pérdida de posiciones ni de poder porque éstas no son hereditarias sino
definidas por calidad, circulación y reposicionamientos.16
Las teorías de Mosca y Pareto son definidas como “elitismo clásico” y
sentaron las bases de la explicación de la ciencia política. Ambos autores
fueron considerados como seguidores de Maquiavelo, por lo que se les
denominó “maquiavelistas”. Asimismo, contribuyeron a la definición de

15  Pareto, 1987.


16  Pareto, 1987.

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Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

una disciplina, la sociología, donde predominaba el concepto de élite


política o clase política como unidad de análisis.
También fueron fundamentales, a mediados del siglo XX, las con-
tribuciones del sociólogo norteamericano Charles Wright Mills, quien
acuñó el concepto élite de poder para explicar los grupos hegemónicos
de la sociedad norteamericana conformados tanto por las élites econó-
micas como políticas y militares. En su obra destaca el dominio ejercido
por una minoría, formada por lo que se puede denominar la verdadera
élite de poder. Este grupo está compuesto por propietarios de empresas
y directores de corporaciones, miembros de la alta política y altos man-
dos militares que, a su vez, interactúan y forman una élite de poder con
estrechos vínculos e interconexiones con otros intereses económicos,
políticos y sociales. Desde este punto de vista constituyen una unidad
que se apoya mutuamente porque en sus posiciones de mando compar-
ten coincidencias estructurales e intereses comunes, coordinándose en
actuaciones conjuntas y redes sociales que los definen por unos oríge-
nes sociales semejantes o por sus alianzas personales y familiares o por
otras funciones en ámbitos jerárquicos de la sociedad.17
Los primeros estudios que hemos citado acerca de las élites no han
perdido vigencia sino que su campo de investigación se ha ampliado
con nuevos sujetos provenientes de ámbitos que antes no se contem-
plaban como son los que proceden del mundo de la cultura, escritores,
artistas, etc., e incluso de la esfera de las comunicaciones.
De ahí la importancia de estudiar las élites por su posición en el en-
tramado de una sociedad y la relevancia de definir, comprender y anali-
zar las distintas clases de élite. No obstante, estas conceptualizaciones
a menudo generan confusiones o controversias, en la medida en que no
siempre son suficientemente precisas. Por todo ello, se hace necesaria

17  Wright Mills, 1987.

21
una mayor precisión conceptual y analizar las clases de élites en una
sociedad determinada.
Centrándonos en el caso de la Nueva España, podemos hablar de
una nobleza, los menos, o de una élite de funcionarios civiles, como
virreyes, oidores, corregidores, oficiales reales, gobernadores, alcaldes,
oficios de pluma, etc. También de eclesiásticos, como prelados o miem-
bros del cabildo catedralicio. Otra élite puede ser la conformada por
hacendados, estancieros, encomenderos, capitalistas o mineros. Del
mismo modo podemos situar a otros grupos sociales como algunos in-
telectuales, profesionales varios, etc.18 Según Humboldt, las élites de las
Indias se conformaron por aquellos blancos nacidos bien en el Viejo o
en el Nuevo Mundo, aun cuando entre ellos hubo diferencias jerárqui-
cas y sociales importantes. Los componentes de esta raza pura blanca,
por definición, pertenecieron en su totalidad a las élites, acaparando los
cargos de la administración.19
En la sociedad estamental colonial pueden advertirse patrones de va-
lor, vinculados entre sí: estatus (que se posee), función (que se cumple),
prestigio (que se alcanza) y honor (que se atribuye). En este sistema so-
cial no todos los individuos pudieron alcanzar la misma posición, como
expresa R. Mousnier
cada grupo de la sociedad ve imponérsele, por consenso general,
su dignidad, sus honores, sus privilegios, sus derechos, sus debe-
res, sus sujeciones; sus símbolos sociales, su traje, su alimento,
sus emblemas, su manera de vivir, de ser educados, de gastar, de
distraerse; sus funciones, las profesiones que sus miembros pue-
den ejercer, las que les están prohibidas; el comportamiento que
sus miembros deben observar respecto a los de otros grupos, en

18  Navarro García, 2005, p. 13.


19  Moreno Alonso, 2005, p. 179.

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Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

las diferentes circunstancias de la vida, y los que tienen derecho


de esperar. Es este estatuto social el que determina el grado de
riqueza o el grado de holgura de cada uno, porque es este esta-
tuto el que habilita para recibir una parte más o menos grande
de la renta social, bajo forma de gajes, de primas, indemnidades,
pensiones, rentas, servicios, exenciones de impuestos o de cargas
comunes.20

El dominio colonial impuso un sistema jerárquico de organización


social tratando de asimilarse a la sociedad española de la época y fue
construyéndose un modelo de élite novohispana adecuándose a las
condiciones políticas, económicas y sociales que el proyecto colonial
permitía. Entre la élite hubo una constante preocupación por construir
sus linajes, tratando de emular al estamento nobiliario español, pues
aunque carecieran de titulación procuraban observar una vida en la
que los ingresos se obtenían a través de la función civil y/o militar al
estado y, en el caso de Yucatán, manteniendo la encomienda, con tal de
no dedicarse a actividades consideradas viles, esto es, trabajos mecáni-
cos. De esta forma, podían mantener su prestigio y su honor.
Esta élite fue constituyéndose desde los primeros años de la con-
quista y colonización. El reconocimiento de los servicios brindados
a la Corona motivó su establecimiento en la cúspide de la pirámide
social que, al mismo tiempo, compartió intereses y posiciones políti-
cas y económicas. Esto no quiere decir que las élites fueran un grupo
homogéneo sino que hubo diferentes niveles de consideración social,
según fueran su ascendencia, su riqueza y, principalmente, su grado de
influencia política. Ante todo, los privilegios mayores se conservaron
para aquellas familias emparentadas con alguna rama de la nobleza

20  Mousnier citado en González Muñoz y Martínez Ortega, 1989, pp. 201-202.

23
castellana y quienes lograban acreditar su hidalguía.21 La nueva élite
novohispana, sin embargo, no siempre cumplió con esta norma sino
que fue gestándose con los conquistadores y los primeros pobladores
y fue alimentándose con los descendientes que lograron conservar sus
privilegios, mediante las probanzas de méritos y servicios, gracias al
reconocimiento de su linaje.
La familia y la inmigración española a menudo son elementos inse-
parables porque contribuyeron enormemente a la constitución de las
sociedades coloniales americanas desde el siglo XVI, pues aprovechan-
do la llamada o el señuelo de un familiar bien situado fueron llegando
numerosos individuos de la Península Ibérica. Las Indias fueron para
los españoles un lugar privilegiado de promoción donde aspiraban con-
seguir honra y fortuna en poco tiempo. En efecto, para ganar honra
se habían aventurado desde finales del siglo XV, a la exploración, con-
quista, poblamiento y colonización de las nuevas tierras. En las Indias,
asumieron que la fortuna venía como cosa obligada a la empresa colo-
nizadora.22
La inversión económica que habían realizado para sufragar los gastos
de las campañas militares durante la Conquista, los servicios prestados
a la Corona en su participación en la defensa del territorio recién con-
quistado y aquellas acciones que conllevaban a incrementar o consoli-
dar el territorio eran considerados méritos que habían de ser reconoci-
dos tanto económica como socialmente. De aquí que sus viudas, hijos,
nietos y otros solicitasen, amparándose en los méritos y servicios de los
primeros conquistadores y pobladores, desde encomiendas a cualquier
tipo de merced, salario o ayuda de costa que les permitiera vivir de una
forma adecuada a lo que ellos consideraban la posición más elevada de

21  Gonzalbo Aizpuru, 2005, pp. 117-118.


22  Vila Vilar, 2005, p. 401.

24
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

la sociedad. Descendientes directos o indirectos compartieron el reco-


nocimiento de sus antiguos familiares y cuando no se podía demostrar
una ascendencia de conquistadores o primeros pobladores, fue común
emplear la fórmula hijos de buenos padres, personas principales, limpio
linaje y familia honrada,23 para formar parte de las élites. Los méritos
reconocidos se convirtieron, pues, en un patrimonio y, al mismo tiem-
po, en un privilegio familiar porque la descendencia asumió este reco-
nocimiento como un bien preciado. De tal forma, que incluso en el siglo
XVIII encontramos casos en los que se solicitaba algún tipo de merced
o ascenso en la milicia o en la Iglesia, basándose en los méritos de sus
antepasados, como veremos en el capítulo correspondiente, y son va-
rios los personajes que requieren diversas prebendas mencionando ser
descendientes directos del propio Montejo el Adelantado o de alguno
de sus colaboradores.
Entre estas referencias familiares también existían diferencias, según
fueran los méritos o los personajes a los que aluden, lo cual determina
sus posiciones entre las élites. Para el siglo XVIII ya no se trataba tanto
de solicitar o reclamar encomiendas, sino que son más numerosas las
peticiones de algún puesto en la administración civil o militar que les
garantizasen los privilegios inherentes a este tipo de actividades.
Las características distintivas de esta élite fueron sobre todo influen-
cia y prestigio y no tanto la riqueza, aunque esta siempre era necesaria
para mantener el estatus que se les presuponía. Estos tres elementos
están íntimamente relacionados en la medida en que la riqueza favore-
ce tanto la vida distintiva como tener acceso a cargos públicos impor-
tantes, como podía ser la compra de oficios. Por otra parte, la influencia
social contribuía al mantenimiento o incremento del patrimonio fami-
liar y su posición social. Del mismo modo, el prestigio constituía la base

23  Gonzalbo Aizpuru, 2005, pp. 130-131.

25
para acceder al poder y se justificaba gracias a la posición de dominio y
a la posesión de riquezas.24
En la época colonial, uno de los términos utilizados para identificar a
los miembros de la élite fue el de principal. Es importante destacar que
este término también se utilizó para designar a la élite de los pueblos
de indios. Y aunque puede colegirse que los encomenderos, hacenda-
dos, autoridades civiles, etc. pertenecieron a la élite, este concepto era
desconocido en la época. El término principal, por lo tanto, califica la
antigüedad de la familia, el reconocimiento social, la respetabilidad, el
honor, la credibilidad, el prestigio o la riqueza.25 Esto no significa que
todos los hombres de dinero son miembros de la élite porque, como se
ha mencionado, éstos se distinguen, además de la riqueza, por su grado
de influencia y prestigio. Lo mismo ocurre con las autoridades políticas
porque no necesariamente poseen riqueza ni prestigio sino influencia
y poder. De la misma manera existieron élites que pueden denominar-
se transitorias o pasajeras porque ocuparon esta posición en virtud de
un nombramiento desde la corte, pero perdieron dicha posición cuan-
do fueron destinados a una provincia distinta. Los vocablos notable e
ilustre son, quizá, más comunes en el periodo colonial. Esto no quiere
decir que notable e ilustre se definieran como élites sino más bien que
se correspondían con el prestigio social sin que necesariamente coinci-
dieran con la riqueza o la influencia social.
Otra denominación dada en la época para significar a personajes
de alto estatus fue la de benemérito, que se utilizaba también para de-
signar a descendientes de los conquistadores o primeros pobladores.
Los beneméritos se diferencian de aquellos que han logrado algún
tipo de beneficio, mediante la entrega de dinero, en forma de donativo

24  Molina Puche, 2005, pp. 201-203.


25  Molina Puche, 2005, pp. 207-208.

26
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

o préstamo a la Real Hacienda, para que les fueran adjudicado algún


cargo que conllevara potestad judicial, por ejemplo, la transacción
constituye un servicio económico hecho al Rey; no obstante, los ofi-
cios beneficiados fueron temporales, con una duración aproximada
de tres a ocho años.26 Hay que tener en cuenta, en este sentido, que
los cargos de justicia nunca se enajenaron y jamás formaron parte de
la compra-venta de oficios.
El término prominente también hace referencia a una jerarquía social
superior y de igual modo hace hincapié en la misma condición, en tanto
sinónimo de privilegiado, preeminente, notable, poderoso, importante,
ilustre, respetable: miembro de la élite.27
En este sentido, la élite propiamente dicha es aquella que fija su lugar
de residencia en un lugar determinado, permanece casi inamovible y se
articula con las redes económicas y de poder local. Esta permanencia
e interacción favorecía su grado de influencia y prestigio social, como
sucedió con los hombres de la conquista y la colonización novohispa-
na ya que recibieron prerrogativas suficientes como para la creación
de una élite que, al mismo tiempo, consiguió o supo administrar sus
ventajas económicas, a través de la concesión de mercedes de tierras y
encomiendas o la explotación de empresas de carácter comercial, mi-
nero o agrícola.
Uno de los requisitos indispensables para formar parte de la jerarquía
social es el concepto de limpieza de sangre, pues de no demostrarlo se
eliminaba de los cargos políticos, militares o religiosos a aquellos que
tuvieran entre sus antepasados a personas de sangre judía o musul-
mana. Aunque, esto tampoco quiere decir que no hubieran existido
probanzas de limpieza de sangre apócrifas.

26  Sanz Tapia, 2005, p. 506.


27  Casasola, 2003.

27
Según Guillén Berrendo, en la limpieza de sangre figuraban dos ni-
veles. En el primer nivel, se manifestaba como un vehículo de legiti-
mación de la desigualdad social y, por ende, de segregación social que
diferenciaba a unos de otros. En un segundo nivel, una circunstancia
social era convertida en categoría política, fundamental para el ingreso
a la vida pública de los individuos. Los orígenes de sangre fueron deci-
sivos en la conservación del crédito social y un recuerdo permanente
del pasado en el presente, como factor clave de la justificación para pro-
bar la preeminencia en la sociedad. En esta medida, la sangre condena
o la sangre favorece, confiriendo un valor agregado a la diferencia y
determinación de la posición de los individuos en la sociedad. Al mis-
mo tiempo, contribuye a figurar como rasgo delimitador de la jerarquía
social. De ahí que también sanciona una concepción social en la que
prevalece, por encima de todo, la pureza de sangre, tanto en el orden
natural como en el civil. Asimismo, la limpieza de sangre fue un factor
que definía la propia identidad de la ascendencia pasada y presente, que
incidía en la configuración de un mundo que establecía como requisito
la sangre limpia y pura para poder aspirar a formar parte de la cabeza
de la sociedad. Aunque, cabe decir, que la sola existencia de la limpieza
de sangre no concedía al que la poseyera la facultad de formar parte de
las élites, pero sí comprometía a aquellos que no lo pudieran demostrar,
porque el honor, la certificación y la autentificación de su posición po-
lítica eran asuntos de nacimiento, una virtud que no se podía adquirir,
sino que se debía nacer con ella.28
La limpieza de sangre significó el reconocimiento generacional del
cristiano viejo. En este sentido, la ascendencia familiar de un individuo
significaba, al mismo tiempo, su honor, prestigio, pureza de nacimien-
to y, principalmente, ser reconocido como cristiano viejo; esto quiere

28  Guillén Berrendo, 2009, pp. 356-359.

28
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

decir que la historia familiar podía definir las aspiraciones en las esfe-
ras de mayor envergadura de la sociedad. En efecto, la consideración
de la limpieza de sangre como el reconocimiento familiar, incluso sin
ser nobles, de que “los cuales y sus ascendientes (…) no han sido ni
son cristianos nuevos, penitenciados, ni de otra mala raza, ni castiga-
dos con pena de infamia”,29 reprobaba los matrimonios entre cristianos
con personas condenadas o con ascendencia musulmana o judía. En los
méritos y servicios de Cristóbal Leyton, realizados en 1735, por ejem-
plo, señala que “sus padres son españoles conocidos, cristianos viejos,
limpios de toda mala raza de moros, judíos y nuevamente convertidos,
habidos, tenidos y comúnmente reputados por tales”.30
La situación de cristiano viejo, propósito capital de la limpieza de
sangre, velaba por una herencia familiar impoluta y ausente de algo
que se consideraba atentaba contra la fe católica. Por este motivo, los
denominados estatutos de limpieza de sangre procuraban demostrar
el honor familiar y, en consecuencia, aspirar a ocupar algún cargo u
oficio en la administración pública, colegios y universidades, cofradías
y gremios, ejército y milicia, Iglesia, Santo Oficio, etc.
Los orígenes de los estatutos de limpieza de sangre surgieron en el si-
glo XIV. Una de las primeras instituciones en solicitarla como requisito
de ingreso fue, en 1480, el Colegio Mayor de San Bartolomé de Salaman-
ca.31 Sin embargo, esto no quiere decir, que desde el principio hubiera
rechazo a la integración de los judíos y musulmanes a la sociedad. Gra-
dualmente, los requisitos fueron volviéndose más estrictos y requeridos
por numerosas instituciones y, en el siglo XVI, se convirtieron en una
estrategia para defender la pureza de la sangre, amparándose en que el
29  Archivo General de Indias (en adelante AGI), Indiferente, 149, N. 9; Diccionario de Au-
toridades, II, p. 409.
30  AGI, Indiferente, 148, N. 66.
31  Kamen, 1986, pp. 130-131.

29
linaje y la probanza de una ascendencia de cristiano viejo representa-
ban requisitos indispensables. La transformación de las instituciones
y de un Estado católico poderoso sólo podía lograrse, en este sentido,
mediante la exclusión institucional de aquellos cuyas raíces familiares
no demostraran una ascendencia libres de sangre judía o musulmana.
Lo mismo comenzó a ocurrir con aquellos comportamientos que no
exhibieran su compromiso con la fe, como los herejes y penitenciados
por el Santo Oficio.
El honor familiar, desde este punto de vista, se mantenía exclusi-
vamente en los matrimonios legítimos realizados entre gente que pu-
dieran demostrar proceder de cristianos viejos. Los vínculos matri-
moniales con cristianos nuevos (judíos o musulmanes convertidos al
cristianismo, llamados también conversos) significaron, pues, un mani-
fiesto público de que la genealogía y la limpieza de sangre no cumplían
con la demandada pureza. Del mismo modo, las posibilidades de una
carrera en alguna institución se truncaban en virtud de que la limpie-
za de sangre se convirtió en una exigencia en el sistema de social y de
gobierno.32
En efecto, desde el siglo XVI, las diversas instituciones comenzaron
a rechazar a aquellos cuyos orígenes familiares no coincidiera con los
estatutos de limpieza de sangre. Así, miles de descendientes de ma-
trimonios impuros, penitenciados y conversos fueron sustraídos de las
órdenes militares y religiosas, colegios, gremios y cofradías, Iglesia y
Estado. Las nuevas reglas definieron las relaciones matrimoniales y de
comportamiento. Las élites, como se ha mencionado, aprovecharon la
oportunidad para demandar la limpieza de sangre con el propósito de
limpiar de impuros a las instituciones.
32  Bennassar, 1978, pp. 174-175; Rivera Marín de Iturbe, 1983, p. 245. Véase también Con-
treras, 1982, pp. 112-115, 197; López Vela, 1993, pp. 226-274. La aplicación de los estatutos de
limpieza de sangre en la Nueva España puede verse en Castillo Palma, 1990.

30
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Durante el siglo XVII, aquellos conversos, antiguos poseedores de


privilegios y favores en las instituciones pretendieron recuperar su po-
sición. Desde la conversión forzosa al cristianismo en el siglo XIV, la
antigua preeminencia social y económica de los judíos o moros procu-
ró afianzarse mediante matrimonios con familias cristianas viejas; no
obstante, con la introducción de la limpieza de sangre, sus derechos y
prerrogativas comenzaron a afectar sus patrimonios. Las familias cris-
tianas viejas que a menudo establecieron lazos matrimoniales con ellos
perdieron su honor y sus privilegios. De tal manera que los ascendientes
de estas familias, poderosas económicamente, en el afán de recuperar
su posición política y social, jerarquía, estatus y honor, desplegaron una
estrategia que trascendió hacia todos los niveles de la administración.
La corrupción de las autoridades favoreció la creación de nuevas his-
torias genealógicas. La riqueza compró la honorabilidad de los testigos
y de los funcionarios responsables de la investigación familiar. Los as-
cendientes conversos, con vínculos consanguíneos impuros, desapare-
cieron de la documentación. Las nuevas historias familiares nacieron
con el objetivo de recuperar posiciones, manifestando únicamente la-
zos matrimoniales con familias de viejos cristianos.33 La falsificación de
las genealogías y la invención de la ascendencia involucró no sólo a las
élites de origen converso sino también a aquellos familias con alguna
ascendencia con herejes, penitenciados, reconciliados, relajados, etc.
Cuando se solicitaban las probanzas de limpieza de sangre a menudo
tardaban uno o dos años en completarse debido a que los orígenes de los
solicitantes se hallaban en España y, por lo tanto, tenían que llevarse a
cabo en los lugares de origen, según la información proporcionada por el
solicitante.34 En dichos lugares, lo común fue revisar libros parroquiales
33  Martínez Bara, 1980, p. 304.
34  Véanse, por ejemplo, Latin American Library, Tulane University (en adelante LALTU),
Viceregal and Ecclesiastical Mexican Collection, leg. 71, exp. 21; LALTU, Viceregal and Ec-

31
y entrevistarse con los lugareños que, por supuesto, no siempre brinda-
ron noticias exactas. El testimonio oral fue muy importante como fuen-
te porque la documentación escrita no siempre podía conservarse y, por
lo general, los rumores fueron admitidos como verdades, a pesar de que
los enemigos podían aprovecharse con maledicencias.35
No obstante, la probanza satisfactoria de limpieza de sangre tampoco
significaba el compromiso ni la obligación para ocupar un cargo. Por
ejemplo, la solicitud de familiar del Santo Oficio, realizada en la villa
de San Francisco de Campeche en 1762, por el señor Francisco Solana
Gutiérrez no tuvo éxito. Lo mismo ocurrió, en 1767, con la solicitud de
Francisco de Rejón y Lara, regidor de Campeche. Juan Manuel de la
Sierra tampoco pudo convertirse en alguacil mayor de Campeche, en
1773,36 a pesar de presentar sendas probanzas.
Ya en la Recopilación de Leyes de Indias se advierte que los oficios
son parte sustancial del funcionamiento de las instituciones y, por con-
siguiente, deben procurarse a aquellas “personas idóneas de virtud,
méritos y seruicios conforme a la naturaleza y exercicio del uso, minis-
terios y oficios en que fueren proueidos”.37 Felipe II, confirmó, en 1588,
que los cargos municipales se extendieran no sólo por el principio de
la descendencia de conquistadores y primeros pobladores sino también
por méritos de “abilidad, sufiçiençia y capacidad”.38 Pocos años después,
en 1599, Felipe III, ratificaría esto mismo con otra ley que los “oficios se
pongan en personas hábiles y suficientes”,39 sin que primasen los méri-

clesiastical Mexican Collection, leg. 3, exp. 6; Fernández de Recas, 1956.


35  Walter, 2001, pp. 440-441.
36  Fernández de Recas, 1956, pp. 208, 217.
37  León Pinelo, 1992, Ley 10, título 4, libro 4, p. 1123.
38  León Pinelo, 1992, Ley 19, título 4, libro 7, p. 1761.
39  León Pinelo, 1992, Ley 19, título 4, libro 7, p. 1125.

32
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

tos y servicios familiares como único requisito para aquellos que pre-
tendían acceder a los oficios sin tener capacidad y habilidad para ellos.
En la Nueva España, al igual que como sucedía en España, la corrup-
ción de los funcionarios también trocaría en muchos casos el destino
de las solicitudes. En ocasiones, a pesar de no cumplir con los requi-
sitos, muchos funcionarios pudieron incorporarse a una institución.40
El honor en la sociedad colonial fue un valor complejo, la estima mo-
ral se medía desde los orígenes de su nacimiento, el reconocimiento y el
prestigio que pudieran demostrar los miembros de la familia. Todo ello
contribuía a valorar el honor de un linaje.
En esta medida, el comportamiento deshonesto de uno de los miem-
bros del linaje podía afectar el prestigio y, por lo tanto, el honor de toda
una familia y su descendencia. De ahí la enorme importancia del honor.
El honor como concepto responde a una de las características cultura-
les más distintivas de la sociedad colonial en tanto que se consideraba
como una suprema virtud social. Describía tanto lo personal como lo
público. Ambos espacios público y, personal o privado se resumen en
los conceptos duales de honor=precedencia (estatus, rango, alta cuna)
y de honor=virtud (integridad moral). En los siglos XVI y XVII se iden-
tificaba como un atributo del bien nacido, pero sobre todo se manifes-
taba a través de una conducta virtuosa.41 Seed considera que el honor
podía significar la dignidad exterior conferida por el rango, el orgullo
en la superioridad de la cuna y el respeto público. El honor también po-
día significar integridad y el reconocimiento de tal integridad por parte
de la sociedad en general. Esta es una idea que representa el honor más
bien como la expresión del valor moral del individuo.42

40  Medina, 1991, p. 267.


41  Seed, 1991, pp. 87-88.
42  Seed, 1991, p. 88.

33
El concepto del honor sintetiza un complejo código social que esta-
blecía criterios de respeto en la sociedad colonial, que comprendía la
estima personal y de la sociedad. El prestigio social se convertía en un
asunto público y privado y la reputación, por lo tanto, era fundamental
para reafirmar el honor y el prestigio individual y familiar.
En la provincia de Yucatán, ya desde la conquista e inicio de la colo-
nización se fue creando una jerarquía social, sentando las bases de unas
élites que perdurarían, incluso más allá del período colonial. Aun cuan-
do la mayoría de los primeros conquistadores y colonizadores no per-
tenecían a la nobleza hispánica fueron ennoblecidos por sus hechos de
armas que los enaltecían sobre el resto de los vecinos.43 La pobreza de
la tierra fue el argumento principal que los colonizadores peninsulares
utilizaron para defender la permanencia de las encomiendas, cuando
en el resto de la Nueva España fue suprimida en las primeras décadas
del siglo XVII. En Yucatán, en cambio, continuó existiendo hasta que
la real cédula del 17 de diciembre de 1785 las abolió de manera definiti-
va, aunque los antiguos encomenderos siguieron recibiendo ayudas de
costa por la misma cantidad que rendían los tributos de sus encomien-
das. A diferencia de otras provincias, en Yucatán no existían minas y
la agricultura y ganadería, en principio, fueron desdeñadas debido a su
consideración de actividad manual impropia de la nueva nobleza, por
lo que solamente existían algunas estancias poco importantes.
Esta nueva aristocracia yucateca pretendía vivir de las rentas de la
encomienda, además de involucrarse en el ejercicio del poder en los
cabildos municipales de Mérida y Valladolid. Desde esta posición los
encomenderos podían extender sus redes de poder. Sin embargo, aun
cuando la riqueza generada en las encomiendas limitó y diferenció a
unos de otros, puede decirse que estos hombres tuvieron poder, pres-

43  González Muñoz y Martínez Ortega, 1989, p. 203.

34
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

tigio y riqueza que se manifestaba en la edificación y amplitud de las


residencias donde, además de esclavos, tuvieron servicio doméstico
procedente de las encomiendas –el llamado servicio personal–, aunque
éste se prohibía por las leyes, que satisfacían todas las necesidades de
las casas de los encomenderos. Esta forma de servicio continuó hasta la
segunda década del siglo XIX, cuando fue suprimido definitivamente.
Los encomenderos no fueron los únicos con ventajas económicas. La
élite yucateca estuvo conformada, además, por los gobernadores, al-
caldes, regidores, alféreces, alguaciles mayores, miembros del cabildo
eclesiástico, militares, etc.
Si bien en las primeras décadas después de la conquista hubo resis-
tencia para dedicarse a las actividades manuales o agrícolas en Mérida,
en la villa de Campeche la situación fue distinta porque los encomen-
deros inferiores en números a los otros distritos, salvo excepciones, no
participaron en el cabildo, privilegiaron sus inversiones en la actividad
comercial y desde el último tercio del siglo XVII fueron transformando
la economía de la provincia cuando se involucraron en las actividades
agrícolas mayores, en un proceso que convertía las pequeñas estancias
ganaderas en haciendas maicero-ganaderas, principalmente en el Ca-
mino Real Alto, región donde se encontraban las encomiendas de los
campechanos.
También es cierto que en Campeche hubo menos interés por las enco-
miendas, no sólo por la escasez de pueblos encomendados sino porque
sus habitantes españoles tuvieron en el mar un espacio de explotación
comercial privilegiado. Así, no hubo tantas solicitudes de ayudas a la
Corona para su sostenimiento, como sucedió con los encomenderos de
Mérida y Valladolid, por poseer los suficientes medios para sostenerse

35
sin tener que recurrir a ese tipo de asistencias y esto quedaría reflejado
en la configuración social de la Provincia.44
En opinión de García Bernal, la élite mercantil campechana concen-
tró a la mayoría de los encomenderos que, entre 1590 y 1625, hicieron
del comercio su principal actividad económica. La razón de esta ten-
dencia fueron los escasos recursos de la Villa y que en este caso los
cargos capitulares constituían un mecanismo de promoción social que
garantizaba, hasta cierto punto, ser elegidos como agentes o represen-
tantes de los mercaderes de donde podía provenir la riqueza.45 Quizá
sus ambiciones políticas se concentraran en los cabildos de Mérida y
Valladolid, donde de una u otra manera podrían defender sus intereses.
En 1722, por ejemplo, ninguno de los miembros del cabildo de Campe-
che pertenecía al grupo de los encomenderos.46
En cambio, en los cabildos de Mérida y Valladolid, la influencia de los
encomenderos fue mayor, directa o indirectamente, porque sus miem-
bros a menudo pertenecían a este grupo o tenían relaciones muy cer-
canas. El monopolio de cargos administrativos por los encomenderos
afectaba no sólo a las redes de poder de los cabildos sino que se exten-
día a cargos y nombramientos tan diversos como militares, políticos,
honoríficos, burocráticos, etc. A diferencia de Campeche, en Mérida
y Valladolid dominó un espíritu señorial y se convirtieron en los dos
centros encomenderos por antonomasia, concentrados en pocas fami-
lias de reconocida hidalguía que se repartían tierras, indios y benefi-
cios, dominando el espectro político y burocrático local a través de los
cargos. De ahí que, en 1680, se pretendieran evitar abusos mediante la

44  García Bernal, 1972, pp. 65-67.


45  García Bernal, 1972, pp. 86-87; García Bernal, 2005, pp. 31, 37.
46  García Bernal, 1972, p. 87.

36
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

imposibilidad de que los encomenderos fueran nombrados en cargos


relacionados con la administración de justicia.47
La resistencia de los encomenderos meridanos y vallisoletanos a in-
cursionar en otros ámbitos económicos, en cambio, todavía continuó
casi durante un siglo, hasta que se fueron involucrando en la produc-
ción y explotación de las haciendas, a mediados del siglo XVIII. Las
causas del cambio pueden explicarse porque las limitadas rentas de las
encomiendas en poco contribuían a mantener su estilo de vida y, por
lo tanto, fue imprescindible diversificarse y reconvertir la economía de
la provincia para conservar la posición de privilegio a la que estaban
acostumbrados. Sobre todo porque de las rentas de la encomienda te-
nían que sufragar los derechos del montado, real de manta, alcabala y
escuderaje.
Así, a pesar de los intentos de la Corona por abolir la encomienda
como en la Nueva España, en Yucatán permaneció porque, los enco-
menderos, aduciendo los servicios brindados durante la conquista y la
colonización, y que la pobreza de la tierra no permitía el desarrollo de
otra actividad, el sistema pervivió hasta finales del siglo XVIII. Desde
esta misma óptica reclamaron la concesión de distintas prerrogativas
basándose ante todo en los méritos y servicios de sus ascendientes. Esta
cerrada defensa de sus posiciones y la tolerancia de la Corona fueron
acrecentando el poder de las élites yucatecas. De ahí que, en 1766, un
informe describiera a los descendientes de los conquistadores como su-
jetos sin espíritu, abandonados al ocio.48
Desde los primeros años de colonización, los miembros de la élite
se identificaron entre sí y fueron fortaleciendo sus vínculos sociales
y políticos porque conciliaban sus intereses particulares con los de la

47  García Bernal, 1972, pp. 68-69, 77-78 y 82.


48  Rubio Mañé, 1975, p. 34.

37
provincia. Hay que tener en cuenta que siempre fue un grupo peque-
ño y, por lo tanto, siempre existió una crónica escasez de candidatos
para los cargos políticos.49 La importancia institucional de este grupo
se pone de manifiesto en numerosas ocasiones, pues por lo general
copaban los cargos capitulares de alcaldes ordinarios o regidores y en
ellos recaía la responsabilidad en todos los ámbitos de la sociedad. Su
relevancia política se advierte, por ejemplo, en la existencia de una dis-
posición que establecía que un alcalde ordinario asumía la función de
autoridad suprema en la provincia cuando el gobernador o el teniente,
esto es, la máxima figura política de la provincia, estuviera ausente o
vacante el nombramiento a la espera de que fuera enviado un nuevo
gobernador.50
El monopolio de la riqueza, asimismo, se concentraba en estas fami-
lias principales, extendiéndose a sus descendientes durante todo el pe-
riodo colonial. Así, la gestación de las redes por compadrazgo político,
económico o de preeminencia social, también se fortaleció por lazos
matrimoniales. Así, se fue tejiendo un sistema de redes que permeaba a
toda la élite de la sociedad colonial porque contribuía a lograr la conti-
nuidad de algunas prominentes familias antiguas cuando por cualquier
circunstancia hubieran perdido su posición económica; las alianzas
matrimoniales se convirtieron pues en una estrategia para conservar
el prestigio familiar.
En general, en la sociedad novohispana el recurso de alianzas matri-
moniales endogámicas fue lo que consolidaba la posición de las fami-
lias poderosas, mediante el entronque de diferentes linajes y la unión de
las ramas peninsular y americana en una misma estirpe. De esta forma,
se fue creando una extensa red de parentesco con intereses comunes.

49  Madrigal Muñoz, 2007, p. 187.


50  AGI, México, 45, N. 58.

38
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Y aunque también se dieron matrimonios con algunos miembros que


no pertenecían a la élite, los más cotizados, por supuesto, fueron los
endogámicos. Ciertamente no sólo la pertenencia a la familia extensa o
a la red clientelar determinaba un potencial matrimonio sino que, tam-
bién, las élites no dudaban en emparentarse con alguna familia noble
de escasos recursos, con lo cual adquirían los privilegios y preeminen-
cia social que conllevaba el estamento nobiliario aunque se tratara de
un simple hidalgo sin recursos.51
Las estrategias matrimoniales de estos grupos de élite pretendieron
el establecimiento de relaciones sociales con las redes de poder que sir-
vieran como un medio destinado a reproducir y sostener los mecanis-
mos de control para incrementar o conservar riqueza, prestigio y honor
familiares. Las estrategias familiares coadyuvaron a continuar con un
sistema global de reproducción biológica, institucional y social donde
los grupos procuraban afianzar para las generaciones siguientes el po-
der y privilegio mediante los matrimonios.52
En Yucatán, estas formas de asociación generaron una sociedad ce-
rrada que tendió a defender su origen conquistador o de los primeros
pobladores gracias al entronque con otras familias de similar ascen-
dencia fomentando la endogamia continuada y constante.53 De la mis-
ma forma, además de las alianzas establecidas por lazos matrimoniales,
también se gestaron una serie de redes clientelares que, a su vez, in-
volucraban relaciones económicas con personas de intereses comunes,
como pudieron ser asociaciones con grupos de hacendados, encomen-
deros, comerciantes y otros.54

51  Caño Ortigosa, 2005, pp. 78- 79, 91.


52  Zárate Toscano, 1996, pp. 227-228.
53  García Bernal, 1972, p. 90.
54  Ibarra, 2007, p. 1021. Martínez Ortega (1993) realizó 17 árboles genealógicos que expre-
san, sin duda alguna, la importancia de la endogamia en la sociedad criolla yucateca desde la

39
Tanto en Mérida como en Valladolid, como se ha dicho, los encomen-
deros formaban parte de los cabildos municipales, y en este sentido la
compra de oficios conllevaba la patrimonialización y oligarquización
de los ayuntamientos. Muchas familias yucatecas consiguieron su per-
manencia y consolidación social a través de la compra o herencia de
los oficios, logrando con ello constituir verdaderas propiedades patri-
moniales.55 La compra de oficios en la mayoría de las ocasiones estuvo
sometida a la vigilancia y control de los capitulares, los oficios vendibles
también estuvieron bajo la inspección del cabildo, en tanto, que un po-
tencial comprador podía afectar sus intereses o bien no pertenecer a la
élite reconocida entre ellos mismos. Por lo tanto podemos aducir que
no era tanto la riqueza la que determinaba la incorporación a un grupo
sino que el pretendiente fuera aceptado por los demás que formaban
parte de la institución. En 1646, por ejemplo, el cabildo de la ciudad
de Mérida se querelló contra la confirmación de un oficio de regidor
comprado por Juan González de la Fuente, aduciendo que su vecindad
no correspondía a dicha ciudad de Mérida sino a Campeche,56 aunque
puede deducirse que no fue tanto su vecindad como los intereses polí-
ticos en juego lo que motivaron la disputa.
Por todo lo dicho, en este trabajo pretendemos dar a conocer algunas
características de los grupos de poder que regían la vida política, eco-
nómica y social de la provincia yucateca. Para ello, en primer lugar pre-
tendemos explicar cuáles fueron las justificaciones y el marco legal para
llegar a dominar el nuevo territorio a través de la Conquista y posterior
dominación. La población española que fue asentándose en la provincia
pretendía honor y riquezas, un prestigio que no hubieran podido lograr
en sus lugares de origen y fueron creando y recreando una sociedad a
conquista hasta fines del siglo XVIII.
55  Caño Ortigosa, 2005, p. 77.
56  AGI, México, 186, N. 58.

40
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

imagen y semejanza y con los valores propios de aquella que correspon-


día al estado noble. No obstante, la formación de esta sociedad jerar-
quizada estaba propiciada por la propia Corona, al conceder privilegios
a conquistadores y primeros pobladores con el fin de que sometieran el
territorio, a través de numerosas leyes, cédulas, provisiones u órdenes
garantizaba la preeminencia social de ellos y sus descendientes. Una
vez asentado el linaje, los grupos prominentes fueron nutriéndose de
nuevos componentes, por lo general, a través de lazos matrimoniales y
redes clientelares.
La consolidación en la cúspide de un grupo determinado tenía que
ver mucho con sus comportamientos, es decir, el mantenimiento de
unas formas de vida determinadas que abarcaban todos los aspectos
desde el nacimiento a la muerte. En teoría, las normas emitidas tan-
to por las autoridades civiles como eclesiásticas abarcaban a todos los
sectores sociales. Esto es, la población en general se hallaba supedita-
da a una serie de reglas impuestas para vivir en sociedad, lo que apa-
rentemente manifestaría una igualdad de todos ante la normatividad;
no obstante, la realidad era muy diferente pues en la práctica de todos
los aspectos que regulaban la vida y costumbres de la población seguía
manteniéndose la jerarquía social estrictamente. Por ejemplo, dotes y
bienes gananciales, por lo general sancionadas ante notario, eran im-
prescindibles en los matrimonios entre miembros de la élite, en ellas se
incluían el patrimonio que cada contrayente aportaba al matrimonio y
lo que pudiera corresponder a uno o a otro.
Al mismo tiempo, la Iglesia trataba de controlar estrictamente los
comportamientos de todos los feligreses, normando aspectos para ella
tan importantes como la religiosidad o las conductas consideradas pe-
caminosas, sobre todo en el aspecto de la sexualidad. Hay que tener en
cuenta que por entonces algunas desviaciones o delitos que pudieran

41
corresponder hoy en día a los tribunales civiles formaban parte de la
jurisdicción eclesiástica, sobre todo en aquellos aspectos que afectaba a
la familia como la bigamia o los impedimentos matrimoniales por con-
sanguinidad, afinidad u honor. No obstante, la influencia de la Iglesia
no acababa ahí, pues uno de los aspectos más significativos como era
todo lo relacionado con la muerte estaba en manos de ella. Sus funcio-
nes abarcaban desde los lugares de enterramiento hasta la diversidad
de los rituales funerarios, y a través de las diversas prácticas llevadas
a cabo en estos rituales se aprecia claramente la diferenciación social
existente en la sociedad colonial.
Aspectos que hoy en día pueden parecer menos significativos social-
mente también se regulaban por los poderes civiles y religiosos, como
es el tema de las diversiones. Como en el resto de los aspectos que for-
maban parte de la cotidianidad, también en torno a los juegos de azar
existía una clara diferenciación, llegándose a permitirse aquellos en los
que participaban las élites y prohibiéndose a través de leyes y diversas
ordenanzas aquellos donde concurría el resto del pueblo.
Hasta aquí, hemos hablado de las élites o de los grupos que ostenta-
ban la jerarquía social como de un grupo homogéneo, pero nada más
lejos de la realidad. En verdad se producían numerosos conflictos en-
tre diferentes grupos, en los que intervenían las autoridades civiles,
religiosas o militares. Conflictos sobre privilegios o preeminencias o
sobre competencias jurisdiccionales formaban parte también de esa
vida cotidiana de la sociedad colonial, que sacaban a la luz múltiples
divergencias existentes entre grupos o miembros de las élites de aquella
sociedad.

42
Capítulo I
Justificación y fundamentación para
la creación de una nueva sociedad

Como es sabido, en la década de los cuarenta del siglo XVI se dio por
finalizada la conquista del territorio yucateco, aunque grandes espacios
quedarían todavía al margen de la colonización. Puede decirse que en
la provincia de Yucatán la historia colonial comenzó con la fundación
de las villas de San Francisco de Campeche, la ciudad de Mérida como
cabecera de la provincia y poco después las villas de Valladolid y Sala-
manca de Bacalar.
Enseguida, la población india fue repartida entre los primeros con-
quistadores a través del sistema de encomienda, con lo cual se produjo
desde un principio una reestructuración del espacio que continuarían
los religiosos franciscanos creando su propia organización parroquial
que no necesariamente coincidiría con las divisiones civiles. Todo ello
dio lugar a una profunda transformación del espacio y de la vida de la
población autóctona. Al mismo tiempo, en esa nueva sociedad, que fue
implantándose en los centros más urbanizados, se fueron instalando
elementos procedentes de la conquista así como otros pobladores es-
pañoles que fueron llegando a la provincia, diferenciándose de la po-
blación indígena obligada a ocupar los pueblos de indios que se crearon
en un proceso que se irá desarrollando durante los primeros siglos de
la Colonia.

43
En la presente obra nos vamos a centrar en el ámbito urbano, pero
antes de empezar a analizar el tipo de sociedad que se fue conformando
a lo largo del período colonial se hace preciso entender los elementos
que dieron legitimidad a la Monarquía Hispánica y, por supuesto, a los
nuevos pobladores para situarse en la cúspide del poder y así controlar
el destino político, militar, económico, religioso y social de toda la po-
blación.

Justificación de la Conquista

Tanto para la conquista del territorio recién descubierto, como para


dar paso a la posterior colonización y sometimiento de la población au-
tóctona a una nueva estructura política, la monarquía castellana tuvo
que justificarse sobre los derechos de conquista y colonización ante los
demás países europeos y ante la autoridad papal, que en muchos con-
flictos políticos actuaba como árbitro. Estas justificaciones se buscaron
recurriendo a principios legales, según los preceptos imperantes en la
época, básicamente del pensamiento medieval, y muchos de sus funda-
mentos se rigieron por el Derecho Romano.
La legitimidad de las acciones y la presencia de la Monarquía Hispá-
nica en el Nuevo Mundo se establecieron como resultado de la relación
entre distintas normas. En principio, de acuerdo a la tesis sostenida y
aceptada en la época por todos los poderes europeos, de que aquél que
encontrara algo y nadie reclamara como suyo podía convertirse en su
propietario.57 Así, no fue difícil demostrar que Cristóbal Colón había
sido el primer descubridor y que los territorios recién explorados no
tenían dueño legítimo, según la concepción europea.58 Hay que tener

57  Pérez Herrero, 2002, p. 68.


58  Zavala, 2006, pp. 15-21.

44
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

en cuenta que aunque desde antiguo habían existido noticias de la exis-


tencia de tierras al navegar por el Atlántico, incluso en expediciones
anteriores a Colón, no había ninguna prueba para demostrar que se ha-
bía descubierto un territorio nuevo, cuestión que se probaría de manera
incuestionable tras los viajes colombinos.
Sin embargo, también era necesario que los monarcas hispánicos
demostraran que los territorios recién descubiertos no pertenecían a
ningún gobernante, fuera pagano o cristiano, lo cual se convirtió en
una cuestión más problemática. Desde los inicios del descubrimiento
de América, Portugal reclamó su derecho a participar en las expedicio-
nes ultramarinas, por lo que había que asegurarse lo más rápido posible
el dominio del nuevo territorio, que se lograría por medio de las bulas
papales que dividieron las zonas de expansión entre una y otra Corona.
Para demostrar que no pertenecían a ningún príncipe cristiano bastaba
con investigar sobre los reinos o títulos que poseía cada gobernante de
la época. Hay que tener en cuenta que en estas fechas las monarquías
europeas, por lo general, eran un agregado de reinos, provincias u otras
entidades políticas que se habían ido anexionando a través de diferen-
tes vías. Por ello, cada vez que un monarca tenía que fundamentar sus
dominios o títulos tenía que irlos desgranando uno a uno, por lo cual
no era difícil conocer los diversos conglomerados territoriales que iban
formando parte de los incipientes Estados Modernos.
No era tan importante que las tierras recién descubiertas pudieran
pertenecer a gobernantes no cristianos, pues si así hubiera sido se pa-
saría a justificar la presencia de la Corona de Castilla bajo el principio
de la conquista como consecuencia de una guerra justa dirigida a ex-
pandir la evangelización católica. En este caso el título de propiedad
pasaría a un segundo término y subiría a primer plano el argumento

45
de la extensión del cristianismo y el impedimento que ponían dichos
príncipes a tal proceso.59
El problema de la consagración jurídica del derecho hispánico a la
conquista de las Indias se planteó inmediatamente después del regreso
de Cristóbal Colón de su primer viaje, ya que persistía un general des-
conocimiento de la situación, y todavía se creía que se había encontrado
la ruta de las Indias por el oeste. Desde un principio surgió un conflicto
con Portugal, que en ese momento estaba creando su propia ruta hacia
las Indias, que lograría al bordear el Continente Africano. Isabel de
Castilla juzgó oportuno dirigirse al Papa en cuanto a la gestión de la
evangelización y negociar con Portugal a nivel comercial.60
Como es sabido, el papa Alejandro VI promulgó dos bulas llamadas
Inter Caetera. En la segunda se preveía una línea de demarcación entre
España y Portugal, cien leguas al oeste de las Azores y de las islas de
Cabo Verde. Esta intervención tenía el sentido de un arbitraje, como
otros muchos de los dispensados por el Papado entre los poderes euro-
peos durante la Edad Media y, principalmente, durante los siglos XIV
y XV, antes del descubrimiento del Continente Americano, entre Por-
tugal y Castilla.61
Pero el rey Juan II de Portugal no aceptó esta bula y por ello mandó
una embajada a Castilla manifestando sus quejas y el resultado de la
negociación fue el Tratado de Tordesillas firmado el 7 de junio de 1494.
El nuevo Tratado situaba mucho más hacia el oeste la línea de demar-
cación, 370 leguas al oeste de Cabo Verde, con la reserva de que las
tierras o las islas ya ocupadas por los castellanos a menos de 250 leguas

59  Pérez Herrero, 2002, p. 68.


60  Bennassar, 1996, p. 76.
61  Un estudio de las Bulas de Alejandro VI pueden verse en Zavala, 2006, pp. 30-43.

46
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

continuaban perteneciéndoles. El acuerdo de Tordesillas justifica, pos-


teriormente, la soberanía portuguesa sobre Brasil.62
También surgieron otras controversias de las resoluciones arbitrales
de los años 1493-1494, no sólo Portugal, sino también otros monarcas
europeos trataron de defender sus posiciones ante lo que consideraban
una arbitrariedad. En este sentido, Francisco I de Francia y Enrique de
Inglaterra presentaron sus propios argumentos ante las decisiones to-
madas por el Papado, ya que las consideraban abusivas y sin fundamen-
taciones claras y equitativas. El rey francés recurrió a la conocida frase
relativa que preguntaba dónde estaba el testamento de Adán que daba
este poder al Papado y, posteriormente, los monarcas ingleses, ampa-
rándose en alguna de las justificaciones esgrimidas por la monarquía
hispánica, comenzaron a enviar expediciones a las regiones del norte
del Continente, si bien con unas fundamentaciones menos debatidas y
justificadas por los teólogos y juristas del reino inglés.
La Conquista hispánica se justifica pues a través del beneplácito del
Papa, como una continuación de la reconquista espiritual, esto es, ex-
tender el cristianismo hacia aquellas regiones que practicaban religio-
nes paganas, en la más pura mentalidad medieval que había tenido pre-
cedentes ya en las Cruzadas para recuperar los Santos Lugares de poder
musulman. No obstante, uno de los aspectos más difíciles fue en el
momento de tratar de justificar la apropiación de los territorios que se
iban conquistando. Esto es, los argumentos que se tenían que esgrimir
para demostrar que los habitantes de las tierras recién descubiertas no
tenían legitimidad sobre ellas para gobernarlas.
Por tanto, había que demostrar por qué razones los habitantes del
Nuevo Mundo no tenían una autoridad legítima sobre la propiedad
y el gobierno del territorio que ocupaban. Para ello, se recurrieron a

62  Bennassar, 1996, p. 76.

47
cuestiones teológicas a través de las cuales se defendía, básicamente,
que sólo existía un Dios, que era el que había creado el mundo y que
el Papa como su representante en la tierra era el que podía decidir
el destino de toda la humanidad. De esta forma, se podía otorgar a
un monarca cristiano el gobierno del territorio con una legitimidad
basada en la evangelización y extensión de la verdadera religión, in-
dependientemente del credo religioso de sus habitantes. En conse-
cuencia, los argumentos se centraron en demostrar que por una serie
de circunstancias los habitantes de tierras recién descubiertas se en-
contraban incapacitados transitoria o permanentemente para ser los
propietarios legítimos de las heredades que ocupaban.63
Desde los inicios de la Conquista surgieron diversos debates en Cas-
tilla sobre la manera de llevar a cabo el proceso de colonización de los
nuevos territorios. Como se verá más adelante, la política seguida por
la Corona al respecto no fue homogénea, pues muchas de las prerroga-
tivas dadas en un principio a descubridores y conquistadores se fueron
reduciendo a medida que la intervención directa de la monarquía en el
proceso colonizador fue imponiéndose con más fuerza, esto es, imple-
mentando diferentes fórmulas para la administración del nuevo terri-
torio y así recortando los poderes de estos primeros dominadores. En
ello tuvieron que ver también las censuras de eclesiásticos que fueron
instalándose en las Indias y que denunciaban los abusos cometidos a
los indígenas por los nuevos pobladores. Al mismo tiempo, en la pe-
nínsula ibérica se estaban produciendo intensos debates entre teóricos
civiles y religiosos sobre la conducta de conquistadores y primeros po-
bladores, buscando fórmulas para tratar de controlarlos y frenar de al-
guna manera sus desmanes. La actitud intelectual de los españoles ante
el tratamiento de los indios presenta, en una parte, ciertas limitaciones

63  Pérez Herrero, 2002, pp. 68-69.

48
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de época y de ambiente, y en otra, ideas generosas de libertad humana


que contribuyeron a mejorar el destino de aquellos hombres pertene-
cientes a culturas diferentes a la europea,64 al menos en sus principios
casuísticos y discursivos.
Por tanto, mucho antes de poder darse por finalizada la Conquista ya
se habían generado grandes polémicas jurídicas. En principio, se trata-
ba de definir el derecho de los españoles frente al de los demás países
europeos; en segundo lugar, conocer cuál iba a ser el estatuto y la orga-
nización de las tierras conquistadas; por último, a nivel del derecho ci-
vil, se trataba de saber cuáles serían los derechos de los residentes en las
Indias, y, por supuesto, de los indígenas, y de cómo hacerlos respetar.65
En cuanto a la administración del nuevo territorio, las primeras con-
quistas se llevaron a cabo sin que estuviera definida una clara doctrina
respecto al estatuto político de los nuevos dominios españoles. Como
se ha dicho, en una primera fase los soberanos concedieron muchas
prerrogativas a los descubridores y a los conquistadores. Pero durante
una segunda fase, aprovechándose de los errores y de las divisiones que
iban surgiendo entre aquellos, además de la influencia de los informes
enviados por los misioneros de las grandes órdenes religiosas –domi-
nicos y franciscanos–, la Corona fue poco a poco recuperando la sobe-
ranía y transfiriendo su ejercicio a hombres dependientes únicamente
del Rey y que no habían participado en la Conquista (o sólo lo habían
hecho de forma accesoria), transferencias que eran revocables.66
Tras el tercer viaje de Colón, la reina Isabel de Castilla empezó a to-
mar cartas en el asunto de la administración de los nuevos territorios.
Ante las disensiones que se daban entre Colón y algunos de los pobla-
dores llegados a La Española, la reina católica comisionó a un oficial de
64  Valero de García Lascuráin, 1993, p. 15.
65  Bennassar, 1996, p. 76.
66  Bennassar, 1996, p. 78.

49
su confianza para efectuar una pesquisa sobre lo que estaba ocurriendo
en esta región. La persona elegida fue Francisco de Bobadilla, enviado a
las Indias como juez instructor. A causa de los resultados de sus inda-
gaciones empezaron a imponerse ciertos cambios en la administración
llevada a cabo hasta entonces en la Isla la Española y, como consecuen-
cia, Colón cayó en desgracia y en 1501 fue nombrado como gobernador
de La Española Nicolás de Ovando.
Como es sabido, algo similar ocurrirá posteriormente cuando Her-
nán Cortés sea sustituido, a pesar de sus protestas, por Estrada como
gobernador de la Nueva España (1526-27). Del mismo modo, décadas
después en Yucatán será Francisco de Montejo el Adelantado, conquis-
tador de este territorio, quien caiga en desgracia, desposeyéndole de sus
encomiendas bajo la acusación, entre otras, de nepotismo por poner
al frente de todas las instituciones a familiares y personas allegadas.
Montejo morirá sin haber recuperado sus derechos ni para él ni para
sus descendientes.
En definitiva, el triunfo del poder civil significaría que la Corona de
Castilla iba a instaurar en las Indias instituciones semejantes a las de
los reinos castellanos. También se fue modificando con el tiempo la
situación de los indígenas. En palabras de Bennassar, la mayor parte de
la legislación civil que se va desarrollando en la época se refiere a las
relaciones entre dominadores y dominados, es decir, en la mayoría de
los casos, entre españoles e indios. Estas relaciones se enmarcaron al
principio bajo el signo de la encomienda.67
Por otra parte, la historia de la encomienda indiana va a seguir un
proceso que va a diferir en el tiempo y en el espacio. Se considera que la
primera encomienda fue creada espontáneamente por Colón en 1499 al
fracasar en su intento de que los indígenas de La Española le entregaran

67  Bennassar, 1996, p. 79.

50
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

cierta cantidad de oro en concepto de tributo. Ante la imposibilidad de


recaudar las cantidades que solicitaba, este tributo fue sustituyéndose
por el trabajo indígena, es decir, que fueron designados indios como
mano de obra en beneficio de los españoles. Ante esta situación, no es
de extrañar el enojo de la reina católica, ya que Colón estaba usurpando
un derecho que correspondía a la Corona, como era la percepción de
tributos que todos los súbditos debían a la misma, así como la utiliza-
ción de la población indígena para el servicio personal de la población
recién llegada.
Eso explica que la reacción inmediata de la Corona haya sido tan des-
favorable. Nicolás de Ovando traía instrucciones de retirar a los indios
del poder de los españoles y colocarlos bajo la directa autoridad de la
Corona, a la que, como todos los demás súbditos, estaban obligados a
pagar un tributo extraído de los beneficios de su trabajo. Pero la expe-
riencia fracasó y una cédula real del 20 de diciembre de 1503 autorizaba
a Ovando a conceder indios en encomienda.68 El derecho se enfrentaba
a la voluntad del grupo dominante. La inmensa mayoría de los 2,000
españoles recién llegados a Santo Domingo con el gobernador no pre-
tendían en absoluto trabajar con sus propias manos. El clero intentó
amortiguar el golpe obteniendo una carta real que prescribía no “enco-
mendar” a los indios a perpetuidad, sino únicamente durante uno o dos
años. La aplicación de esta ordenanza fue difícil.69
A los pocos años del Descubrimiento surgen las primeras leyes con
respecto al gobierno de los nuevos territorios, a los que seguirá a lo
largo de las décadas un ingente corpus legal, a través del cual los mo-
narcas hispanos trataban de imponer su poder en el Nuevo Mundo.
68  En el AGI, Indiferente, 418 y Patronato, sobre todo los legs. 8, 10 y 295, pueden consultarse
todas estas cuestiones, desde las Capitulaciones de Santa Fe en 1492 a las bulas alejandrinas
y los inicios del gobierno de La Española.
69  Bennassar, 1996, p. 80.

51
Estas primeras son las conocidas como las “Leyes de Burgos de 1512” en
las que se admitía el principio de la encomienda, aunque reconociendo
que los indios eran libres y poseían un alma eterna, pero que también
eran de naturaleza perezosa y tenían que ser vigilados de cerca. Se juz-
gaba, pues, necesaria la dependencia. La contrapartida residía en las
obligaciones de los encomenderos, que eran minuciosamente descri-
tas. Debían reunir a los indios en los nuevos asentamientos creados a
tal efecto, proceder al traslado con mucha suavidad, preocuparse de su
instrucción religiosa, de la construcción y decoración de las iglesias,
de la administración de los sacramentos. Era muy minuciosa la regla-
mentación para impedir los malos tratos y el trabajo excesivo,70 pero no
obstante lo señalado por estas leyes, parece ser que no se cumplieron
en su totalidad y por eso en 1542 se tratarán de regular a través de las
Leyes Nuevas muchos aspectos de la vida colonial.

Monopolio de la colonización

El monopolio de la colonización se consiguió, como se ha dicho, por las


denominadas bulas alejandrinas, en virtud de las cuales el papa Alejan-
dro VI donó a Fernando e Isabel, como reyes de la Corona de Castilla
y Aragón, las tierras de las islas descubiertas por Colón y aquellas que
quedaran por descubrir en dichas latitudes navegando en dirección a la
India y que no pertenecieran previamente a ningún príncipe cristiano.
Se ofrecieron diversas explicaciones acerca del poder legitimador del
Papa sobre los nuevos descubrimientos. El argumento de los juristas
católicos era que el Sumo Pontífice, como genuino heredero de los em-
peradores romanos, gozaba no sólo de soberanía sobre todo el mundo
sino también de derechos de propiedad según el decreto de Justiniano

70  Bennassar, 1996, pp. 81-82.

52
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

y la donación de Constantino. Todo ello permitía que el Papa pudiera


distribuir dichas propiedades según le pareciera conveniente entre los
príncipes cristianos. No obstante, estas ideas también tuvieron sus pro-
pios detractores, no sólo por el descubrimiento de la falsa donación de
Constantino, manifestada ya a mediados del siglo XV, sino que se plan-
teaba que el Papa no tenía poder temporal sobre los bárbaros, como
sostenía Francisco de Vitoria en el caso de los indios, ni el derecho a
declararles la guerra justa por ser considerados herejes.71 El jurista y
eclesiástico toledano Diego de Covarrubias y Leyva fue más lejos que
los canonistas y la Escuela de Salamanca al negar la autoridad secular
del Pontífice y en consecuencia el dominio de emperador. Covarrubias
aceptaba que los gobernantes infieles y paganos tenían legitimidad po-
lítica, asentándose para demostrarlo en la lectura de los textos de Da-
niel y de Aristóteles.72 Por tanto, se hacía preciso asegurarse el dominio
de los nuevos territorios por parte de la monarquía castellana y legiti-
mar su soberanía; para ello era primordial que los propios indígenas
aceptasen a convertirse en súbditos de la Corona.
Por el contrario, las coronas británica y francesa justificaron la for-
mación de sus sociedades coloniales utilizando la figura del derecho
romano y la del primer descubridor. Si no se mostraban derechos de
propiedad sobre lo descubierto, se legitimaba la misma considerando
que era para el primero que se lo encontraba. La posterior colonización
se asentaba en otro principio: si se habitaba en el territorio y cultiva-
ban las tierras por un tiempo determinado se obtenía su propiedad. A
partir de este momento, ya no era necesario discutir quién había sido
el primer descubridor, sino demostrar quién llevaba más tiempo sobre
el territorio ocupándolo de forma efectiva y continuada. Ello tenía una

71  Vitoria, 1975, pp. 53 y ss.


72  Pérez Herrero, 2002, p. 71.

53
doble lectura, pues les daba derecho a ocupar los territorios asignados a
las Coronas de Castilla y de Portugal por las bulas alejandrinas que no
estuvieran habitadas, colonizadas. Tomás Moro en su Utopía defendía
que en caso de que hubiera naturales, si éstos no daban uso a su suelo y
lo mantenían improductivo y baldío quedaban justificados los derechos
de propiedad de los nuevos colonos.73
Para los monarcas castellanos, un segundo paso consistiría en encon-
trar los mecanismos legales para asegurarse la ocupación del territorio
del nuevo continente, esto es, cómo hacer que los indígenas aceptaran
su dominio. Ya se habían justificado tanto la expansión como la con-
quista, así como la dirección del gobierno colonial, basándose en la pro-
pagación de la doctrina cristiana y bajo el arbitrio del Papa, pero aun así
persistían los debates sobre cómo se iban a llevar a cabo el proceso de
colonización y la aceptación de los indígenas al nuevo orden.
La solución que se decidió para someter a los indígenas fue a través
del llamado requerimiento. Se trataba de un documento, redactado por
el jurisconsulto Juan López de Palacios Rubios en 1514, que se tenía que
leer a la población nativa antes de cualquier entrada a sus territorios.
En dicho documento se establecía la posibilidad a los indígenas de con-
vertirse en vasallos del rey y aceptar la doctrina católica. Su contenido
versaba sobre la propiedad de Dios sobre todo el mundo y la del Papa
como su representante en la tierra, responsable de la evangelización de
los lugares recién descubiertos, responsabilidad que el Papa dejaba en
manos de los reyes castellanos. De esta forma, si los pobladores indíge-
nas se negaban a aceptar las condiciones descritas en el requerimiento,
la guerra y la esclavitud estaban justificadas, en virtud de la doctrina
de la época denominada, precisamente, Guerra Justa. En caso de que
los indios voluntariamente aceptasen lo contenido en el documento

73  Pérez Herrero, 2002, p. 71.

54
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

se convertían en vasallos de la Corona, en condición de súbditos con


todos los derechos y obligaciones que ello conllevaba, tanto por parte
de la Corona como por parte de los nuevos integrantes de la misma.
Justificando la ecuación de protección, gobierno, leyes y aplicación de
justicia por parte del rey y obediencia y pago de tributos que les corres-
pondían como súbditos. Está claro que el requerimiento constituía una
ficción jurídica, dado que el documento se leía en castellano o en latín, a
veces a gran distancia de la población y, por supuesto, los indígenas si lo
oían no comprendían el significado de lo que aquellos seres extranjeros
les querían decir. De ese modo se esgrimía el perfecto argumento para
entrar en batalla y conquistar los territorios.
Este papel del rey como defensor y protector de sus súbditos formaba
parte de una doctrina política practicada en la época que se podía uti-
lizar para la conquista de otros pueblos y era una manera de afianzar la
unión entre ambos. Ya Nicolás Maquiavelo en su obra El Príncipe recal-
caba esta estrategia como uno de los mecanismos para que el monarca
pudiera extender su poder por los territorios recién ganados a través de
la guerra.74
En suma, a la vez que la presencia de la Corona resultaba legitimada,
el monopolio de la colonización quedaba asegurado y el papel de la Igle-
sia afianzado, se logró construir una sociedad separada en república de
españoles y república de indios, erigida sobre la base de una complicada
red de privilegios y lealtades en la que el rey ocupó el epicentro de una
trama de desigualdades.

74  Pérez Herrero, 2002, p. 74.

55
El Marco Legal de la Colonización

Las controversias sobre el marco legal, la inserción y el tratamiento de


la población indígena en la nueva sociedad colonial y otros aspectos de
gobierno fueron intensas durante gran parte del siglo XVI, sobre todo
entre teólogos y juristas castellanos que con visiones distintas trataban
de paliar excesos y legitimar el poder castellano sobre el Nuevo Conti-
nente.
Ya desde 1511, primero fray Antonio de Montesinos y más tarde fray
Bartolomé de las Casas, comienzan a denunciar públicamente el trato
dado por los nuevos colonos a la población aborigen de la isla de La
Española. Ante estos informes, el rey propuso a teólogos y juristas que
analizaran cuál podría ser la política y el marco legal para poder regir,
impartir justicia y procurar la paz en los nuevos territorios anexiona-
dos a la Corona de Castilla. Como expresa Céspedes del Castillo, la
peculiar mezcla de política, derecho y teología que ello revela sería in-
comprensible para el lector de hoy si no recuerda la plena vigencia en el
siglo XVI del pensamiento de la Edad Media, que consideraba insepa-
rables el orden sobrenatural, el natural y el jurídico. De ahí la concep-
ción geocéntrica del mundo, del poder y de la sociedad, el solapamiento
entre el reino de Dios y el de los hombres, la importancia de los fines
religiosos del Estado y la atribución al rey del mantenimiento de la paz
y de la administración de justicia como sus deberes fundamentales. De
ahí también que tanto los comportamientos políticos como las normas
jurídicas se enjuiciasen desde el punto de vista de la teología moral.75
Desde luego, los debates fueron intensos y surgieron proposiciones dis-
tintas de cómo debían regirse los destinos de los nuevos territorios. Se
ha comentado que el pensamiento medieval estaba plenamente vigente

75  Céspedes del Castillo, 1999, p. 106.

56
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

en el planteamiento de muchos de los teóricos que trataban de definir la


situación idónea para poder llevar a cabo la colonización americana, pero
también existieron otros que incluso especulaban sobre la legitimidad
de la misma. Así, en las reflexiones de los teólogos-juristas cabe señalar
que las realidades americanas tuvieron una presencia fundamental. Los
esfuerzos de los iusnaturalistas castellanos se centraban en definir un or-
den divino-natural del mundo, la política y la sociedad y reflejarlo tanto
en la configuración del Derecho Internacional y del de Gentes como en
la formulación del marco legal en que debía desarrollarse la colonización
española en América, así como la integración en ella de las repúblicas o
sociedades de españoles y de indios.76
Desde las Relectiones del teólogo y jurista Francisco de Vitoria, las
Leyes de Burgos de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542, la Recopilación
de Leyes de Alonso de Zorita, hasta la Política Indiana del también ju-
rista Juan de Solórzano (1647) y la Recopilación de Leyes de los Reinos
de las Indias (1680), los monarcas, asesorados por teólogos y juristas,
llevaron a cabo un magnífico esfuerzo por crear el cuerpo doctrinal y
legal que sirviera de marco ético y jurídico a la Monarquía Hispánica,
concebida como un agregado de reinos y provincias que se extendía por
gran parte del mundo. En vista de que se ha hablado mucho sobre las
características de este sistema monárquico, no vamos a entrar ahora en
ese debate para poder definir el tipo de Estado que fue surgiendo desde
finales del siglo XV, pero una cosa queda clara y es que si se produjeron
tantos debates y se buscaron tantas justificaciones legales fue debido a
las propias características de los monarcas de la época, tremendamente
respetuosos con la legalidad y que tratarían de respetar, en la medida
de lo posible, los derechos que esgrimían los diferentes pueblos, tanto
en la península ibérica como en otras posesiones.

76  Céspedes del Castillo, 1999, pp. 106-107.

57
Los Reyes Católicos habían conseguido la pacificación de las Coronas
de Castilla y de Aragón y la restauración de la autoridad regia, pero no
cabe deducir de ello que implantaran un tipo de monarquía centraliza-
da o absoluta. En un caso, por su respeto a las tradiciones constitucio-
nales de sus reinos e incluso a las propias autonomías locales; en otro
porque ellos mismos aceptaban límites a su autoridad, como eran los
impuestos por la moral cristiana y por el orden jurídico preexistente.
Por otro lado, en la más pura tradición medieval, para los Reyes Cató-
licos era la administración de la justicia la esencia del oficio real y ya
sabemos que administrar justicia significa reconocer a cada uno lo que
es suyo.
De ahí hemos de deducir ese esfuerzo denodado que se dio con res-
pecto a América a la hora tanto de su conquista como de su coloniza-
ción, de ahí esa enorme legislación que se fue creando a medida que se
intensificaban las denuncias y los debates en la propia Castilla y el tra-
tar por todos los medios de hacer cumplir la legalidad. Evidentemente,
otra cosa sería el comportamiento de los nuevos pobladores ibéricos
que se radicaron en el nuevo continente a la hora de acatar o llevar ade-
lante las decisiones y mandamientos de la Corona.
Anexionados los nuevos reinos a la Corona de Castilla los monarcas
trataron de instaurar unas instituciones y una burocracia a semejanza,
salvando las distancias, de la existente en la propia Corona castellana.
Ello, claro está, frustraba el deseo de los conquistadores y sus descen-
dientes de ejercer un dominio señorial sobre aquellas tierras. Se trataba
de implantar el poder real, así como también remediar todos los abusos
que varias voces denunciaban y para ello, gobernar, legislar y adminis-
trar la justicia a todos los componentes de la nueva sociedad, tanto es-
pañoles como indígenas. Aunque ello no evitó que surgieran enfrenta-
mientos entre oligarquías criollas y funcionarios públicos ibéricos pero,

58
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

al mismo tiempo, se dieron en muchas ocasiones acuerdos entre ambas


facciones con el objetivo de explotar económicamente a los grupos so-
ciales más desvalidos.
Una de las principales cuestiones –primordial para poder llevar a
cabo una política y administración coherente en los territorios recién
conquistados– era contar con la mayor información disponible de los
mismos. De igual forma, los funcionarios públicos nombrados por el
monarca debían contar con dicha información para poder hacer frente
a sus responsabilidades. Dado que el cronista de Castilla no mostró
especial diligencia en reunirla, se estableció en el Consejo de Indias
el cargo de cosmógrafo y cronista mayor (1571), a quien se atribuiría la
doble tarea de corregir, custodiar y ordenar todas las descripciones
geográficas del Nuevo Mundo y la de escribir una historia general del
mismo.77
De esta forma, se elaborarían lo que posteriormente se conocieron
como las Relaciones Histórico Geográficas, donde se pretendía reco-
ger la mayor información posible sobre la situación de la geograf ía,
población, economía, etc., de los diferentes pueblos. Para su reali-
zación se remitieron detallados cuestionarios que se debían cumpli-
mentar consultando a la población, pero que en muchas ocasiones
quedaron incompletos, puesto que no siempre hubo una sólida vo-
luntad de llevar a cabo las encuestas ni una rigurosidad en las res-
puestas que se solicitaban en los cuestionarios. Fueron distintas las
informaciones recopiladas, lo cual estaba en relación, claro está, con
la rigurosidad con que fueron llevadas por los encargados de las en-
cuestas. Las preguntas venían establecidas por el Consejo de Indias,
quien las dirigía al virrey y éste, a su vez, las enviaba a las diferentes

77  Céspedes del Castillo, 1999, p. 107.

59
provincias y alcaldías mayores.78 En el caso de Yucatán, los que rea-
lizaban los interrogatorios fueron, en mayor medida, encomenderos
y, recorriendo las relaciones que han pervivido, se observan las dife-
rencias existentes en la información recogida de los diferentes pue-
blos y el hecho de que, en muchas ocasiones, varias de las preguntas
quedasen sin respuesta. No obstante, todo ello no descalifica la fuen-
te documental, ya que de las Relaciones se puede extraer numerosa
información.
Si los datos geográficos eran para el Consejo de Indias la necesidad
más urgente, de igual importancia le era disponer de noticias sobre la
presencia y conducta de los españoles en el Nuevo Mundo, conduc-
ta, por entonces –y desde entonces– tan calumniada por sus enemigos
exteriores en la persistente “Leyenda Negra”. Dado que ambas tareas
resultaban excesivas para una sola persona, se nombró en 1596 cronista
mayor –y no cosmógrafo– a Antonio de Herrera y Tordesillas, quien
preparó la mejor historia oficial de América entre 1492 y 1554. Se es-
cribió mucho después de los hechos en ella narrados y su autor utiliza
–e incluso plagia– numerosísimos documentos, así como crónicas y
relatos por entonces inéditos.79 Desde luego, todas estas informaciones
eran precisas para que en estos territorios se pudiera implementar un
sistema de gobierno congruente con el existente en otras posesiones de
la Corona. Aunque nos adelantemos en el tiempo, las instituciones que
finalmente se implantaron en los nuevos espacios anexionados a la Co-
rona castellana eran, básicamente, semejantes a la de otras posesiones
que formaban parte del conglomerado hispánico.

78  Cuestionarios para la formación de las Relaciones Geográficas de Indias, siglos XVI-XIX,
1988.
79  Céspedes del Castillo, 1999, pp. 108-109.

60
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Los primeros intentos de dominio colonial

Está claro que los procesos de conquista y colonización del Continente


Americano pasaron por diversas fases. Hay que tener en cuenta que
tras el primer viaje no existía una idea de lo que en realidad se había
descubierto, incluso Colón murió pensando que había encontrado la
ruta alternativa a las Indias Orientales. Por lo mismo, tampoco los mo-
narcas, en un principio, emitieron las disposiciones para llevar a cabo
ni la conquista ni la pacificación, por lo cual podemos decir que estos
primeros años fueron de balbuceos, de ir solucionando los problemas
a medida que fueran surgiendo, de ir dando y quitando poderes a los
descubridores y conquistadores y de empezar a fraguarse la primera
colonización.
No obstante, cabe decir, que el poblamiento del territorio fue casi
inmediato a su descubrimiento. Ya en el segundo viaje, junto a Colón,
llegaron a La Española más de 1,400 expedicionarios de diversa índole
y oficios que venían a asentarse a la isla recién descubierta, fundándose
así lo que se conocerá como la primera villa española del continente,
La Isabela, que tuvo una existencia efímera. Ya con este primer asen-
tamiento comenzaron a surgir los problemas ante la realidad con la
que se encontraron estos nuevos colonos al ver que no se cumplían sus
expectativas. Se embarcaron confiados en lograr grandes riquezas y se
encontraron con la realidad de que tenían que sobrevivir en un territo-
rio en el que carecían de todo y si querían permanecer en él tenían que
empezar a construir un asentamiento con sus propias manos, algo a lo
que la mayoría de los recién llegados no estaban dispuestos. No obs-
tante, puede decirse, que a partir de entonces tanto las expediciones de
descubrimiento, como las de poblamiento, no se detendrían hasta dar
paso a la conquista y dominación de un inmenso territorio.

61
No puede decirse que esta primera sociedad que se fue formando
en las Antillas señalaría las pautas de lo que sería la colonización pro-
piamente dicha, aunque algunas de sus características marcarían su
devenir. Tampoco podemos decir que el proceso colonial fue igual para
la totalidad de los territorios americanos, pues aunque todos estuvieran
sujetos al mismo gobierno y administración, su desarrollo fue muy des-
igual dependiendo de las regiones. La sociedad que se formó en las An-
tillas desde 1492, año de la llegada de Cristóbal Colón a la región, hasta
comienzos de la década de 1520, momento en que se inició la conquista
del continente, tuvo unas características especiales. Fue una época de
experimentación en la que se fueron ensayando distintos tipos de or-
ganización socio-política y económica. Fue una etapa que heredó los
planteamientos de las sociedades señoriales europeas de finales del si-
glo XV.80 El sistema monárquico todavía no había alcanzado un alto ni-
vel de centralización, como se ha dicho más arriba, la monarquía estaba
compuesta por un conglomerado de reinos y territorios que se habían
ido anexionando a través de diversas vías y de esta forma era fácil que
los grupos de poder locales mantuviesen una importante autonomía.
En algunos casos, los conquistadores actuaban como señores de vasa-
llos, nobles o no, dominando unas relaciones de poder que se basaban
en la existencia de redes de tipo clientelar.
La organización de la sociedad de la época antillana fue un reflejo de
estas tensiones, teniendo en cuenta que en el territorio americano la
nobleza castellana estuvo desde un principio ausente. Cada colono que
llegó a las costas americanas tenía una idea distinta de cómo organizar
la nueva sociedad. De cada nueva experiencia se fueron extrayendo una
lección positiva –qué es lo que se podía lograr– y otra negativa –qué

80  Pérez Herrero, 2002, p. 33.

62
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

es lo que no se debía pretender. Cada colectivo extrajo sus propias con-


clusiones.81
Hay que subrayar que no hubo un plan de colonización premeditado
por ninguna de las partes ni de la monarquía ni de los colonizadores,
sino que se fue desarrollando conforme las circunstancias, necesida-
des e intereses personales. Tampoco se debe pensar que una vez que
comenzó a funcionar el modelo de colonización éste permaneció in-
mutable en el tiempo. Una vez terminados los primeros experimentos
colombinos y producida la reacción de la Corona, coartando los privile-
gios que los mismos reyes habían concedido a Cristóbal Colón, se pasó
a otra fase que plantearía una forma de conquista y colonización donde
la dirección de la empresa estaría en manos de la Corona, anexionando
los nuevos territorios que se fueran conquistando y colonizando como
una posesión más al conglomerado que se definía como Monarquía Ca-
tólica o Monarquía Hispánica.
No obstante, la empresa conquistadora siguió siendo una cuestión
particular, pues los monarcas establecían una especie de contratos con
aquellos que quisieran participar en la conquista y colonización de los
nuevos espacios, a quienes concedían, a cambio de logar su misión, una
serie de privilegios que se recogían en las capitulaciones firmadas con
los conquistadores. Privilegios que, desde luego, no alcanzaban la lar-
gueza concedida al primer descubridor pero sí más abundantes de lo
que luego recibirían una vez pacificado el territorio en muchos de los
casos. Por lo general, en estos contratos, se otorgaban títulos como el
de Adelantado, poderes para repartir tierras entre sus compañeros y
algunos otros beneficios fiscales. Aunque también desde un principio
acompañaban a estos expedicionarios oficiales reales para controlar el

81  Pérez Herrero, 2002, p. 33.

63
pago de la parte correspondiente del botín que pudieran recaudar y que
pertenecía al rey, el quinto real.
Por otra parte, en las capitulaciones no todo eran concesiones, pues
también se hacía constar en los textos que los fines de la conquista eran
espirituales, además de políticos. De este modo, junto a los oficiales
reales que acompañaban a los conquistadores para la administración
y defensa de los intereses de la Corona, se dispuso que en todas las ex-
pediciones fueran también clérigos para el mejor cumplimiento de los
fines espirituales.82
En esta fase la empresa conquistadora era de carácter privado por lo
que era el descubridor-conquistador el que debía de sufragar la expe-
dición. En muchas ocasiones para hacer frente a los altos costes de la
empresa muchos recurrían a prestamistas de diversa procedencia a los
que debían de devolver la cantidad adelantada, con elevados intereses,
a través del botín obtenido en la expedición. No ha de extrañar que los
prestamistas pidieran intereses desorbitados por el capital adelantado
si tenemos en cuenta el riesgo que comprendía la operación. Al mismo
tiempo, por las capitulaciones, los conquistadores, una vez asentados
en el lugar, tenían la obligación de, con sus armas, defender de posibles
ataques extranjeros el territorio, controlar los probables levantamientos
internos de las poblaciones aborígenes y expandir la evangelización so-
bre los habitantes. En un principio, el rey concedía a los conquistadores
el cargo de capitán, gobernador o alcalde mayor del territorio, otorgán-
doles los correspondientes privilegios, y también en muchas ocasiones
recibían la merced de poder disfrutar del trabajo de los indios, servicio
personal, a la vez que les cedía la percepción de sus tributos que, en vir-
tud de la soberanía sobre los indígenas, pertenecía a la Corona. En nin-
gún caso el rey concedió este derecho de por vida y de modo heredable

82  Ots Capdequi, 1993, pp. 17-18.

64
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

pues temía la creación de una nobleza indiana que le pudiera restar


poder. En algunos casos los monarcas podían conceder exenciones fis-
cales durante un tiempo, como era el caso del almojarifazgo, impuesto
que resultaba de la importación o exportación de mercancías, con el
fin de estimular la colonización de ciertos territorios que se presumía
no iban a tener un beneficio económico inmediato o presentaban difi-
cultades grandes para ser anexionados a la Corona, como sucedió, por
ejemplo, en la conquista y colonización de Yucatán. Si todo iba bien el
rey adquiría territorios, vasallos y beneficios económicos mientras que
los capitulantes riquezas, poder político, privilegios y prestigio social.
La Iglesia, a su vez, fieles.83
En este sentido hay que poner también en relación el surgimiento de
la encomienda, ya mencionada más arriba, que se considera se inició en
los primeros años de La Española. No hay que olvidar que su concesión
fue uno de los privilegios principales que recibieron estos conquista-
dores, como era el reparto de cierto número de indios para que les sir-
vieran y pagaran su tributo, y a cambio el encomendero se comprome-
tía a su defensa y protección y a apoyar el proceso de evangelización.
En este punto, como en otras tantas situaciones, los monarcas fueron
mermando las concesiones hechas a inicios de la Colonia. A partir de
1542 con las Nuevas Leyes la suerte de las encomiendas estaba echada,
ya que fueron suprimiéndose en la Nueva España a medida de que los
primeros titulares o sus inmediatos sucesores se iban muriendo. No
obstante, en la provincia de Yucatán pervivió el sistema hasta finales
del siglo XVIII, si bien es cierto que ya desde el siglo XVI la encomien-
da sólo tenía aparejada la percepción del tributo indígena, una vez que
el servicio personal fue abolido. Como sucedía en otros ámbitos de la
Monarquía, los reyes, en ocasiones, con el afán de remunerar servicios

83  Pérez Herrero, 2002, p. 44.

65
prestados a la Corona, cedían la percepción de algún derecho, por un
tiempo determinado, a los particulares que así les habían servido, dere-
chos que siempre eran reversibles. De ahí que tras las Leyes Nuevas de
1542, en las que se anulaba la concesión de encomiendas, en un proceso
no exento de dificultades, se fue eliminando de casi todo el territorio de
la Nueva España. No obstante, su pervivencia en la provincia de Yuca-
tán estuvo sometida a un estricto control, pues entre otras cuestiones
se ordenaba que a la muerte de los titulares se procediera a una nueva
concesión, bien por derechos de herencia o cediéndola a otros depen-
diendo de la situación en que hubiera sido otorgada la merced y según
los méritos y servicios que mostrasen los peticionarios.
Una vez asentado el territorio e iniciado el proceso de colonización
otro paso era la formación de una burocracia que se encargara de la
administración del lugar. En principio, los principales cargos fueron
repartidos entre los propios conquistadores o sus familiares y aquellos
primeros pobladores que fueron llegando al lugar. Casi inmediatamente
en un intento de contrarrestar el poder que éstos iban adquiriendo, la
Corona comenzó a enviar a sus propios funcionarios para que ocupa-
sen, sobre todo, los puestos principales, como eran Alcaldes Mayores,
Gobernadores o los Oficiales Reales encargados de las cajas reales que
se iban creando en cada cabecera de distrito. Aunque, cabe decir que, al
menos en la provincia de Yucatán, los descendientes de conquistadores
y primeros pobladores mantuvieron durante todo el período colonial
la preeminencia social y en muchas ocasiones siguieron ocupando los
cargos capitulares, más aun cuando entró en vigencia la venta de oficios.
El rey como señor supremo, el gobernador como su representante en
cada provincia, los encomenderos como vasallos del rey y señores na-
turales de sus indios encomendados, formaban el modelo de sociedad
señorial que pretendían los primeros colonizadores. Aunque, este ideal

66
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

no se alcanzaría, los conquistadores miraban al pasado para organizar


el futuro, pero la Corona llevaba treinta años esforzándose por crear un
Estado Moderno y centralizado, demoliendo para lograrlo el poder po-
lítico de la nobleza. No iba pues a tolerar la aparición en sus dominios
de una nueva aristocracia señorial que si lograba consolidarse, no ha-
bría manera de dominar desde el otro lado del Atlántico. Aquí radicaba
el inevitable conflicto entre Carlos V y los conquistadores, que eran su
pueblo y habían hecho por la grandeza de su rey mucho más de lo que
éste podía imaginarse.84
Aunque, en este sentido, cabe señalar que la nobleza castellana, por
lo general, no participó de la conquista de América ni de la coloniza-
ción del territorio que se iba pacificando, al menos a lo que a la alta
nobleza se refiere. Por lo general, fueron simples hidalgos, segundones
de familias de mayor o menor abolengo que, en función del sistema de
primogenitura, no tenían acceso ni al título ni a las tierras de la familia
y tenían que buscarse el sustento fuera de sus núcleos familiares. Por
ello se lanzaban a las expediciones militares de conquista en busca de
fortuna, mercedes o méritos en una función considerada noble y esa
mentalidad persistirá y determinará, en gran medida, la sociedad colo-
nial. Es cierto que se hace difícil de entender cómo este grupo de hom-
bres a los que las circunstancias de la sociedad imperante en sus lugares
de origen les había expulsado de la misma no fueran capaces de crear
un nueva sociedad que paliase en alguna medida las diferencias que
ellos mismos habían sufrido, pero en la mente de los conquistadores y
primeros pobladores no estaba la idea de trabajar o crear riqueza sino,
precisamente, el de convertirse ellos mismos en señores de vasallos,
manteniendo inamovible una mentalidad que hundía sus raíces en la
Reconquista ibérica.

84  Pérez Herrero, 2002, p. 125.

67
Tal y como se había procedido en Castilla con la nobleza, la Coro-
na respetó los privilegios económicos de los encomenderos, pero fue
mermando sus atribuciones políticas mediante el envío a las Indias de
funcionarios, elegidos entre burócratas profesionales, provenientes del
pueblo llano o de la baja nobleza que podían ser sustituidos o ascendi-
dos en función de su disciplina, lealtad al monarca y obediencia a sus
órdenes. Se pretendía que no hicieran causa común con los encomen-
deros, aunque se dieron situaciones variadas, pues en ocasiones hubo
coincidencia de intereses entre ambos grupos, mientras que en otras
los enfrentamientos fueron la norma.
En un primer período el conquistador, convertido en encomendero,
no pretendía tener acceso a la mano de obra barata para emplearla en
empresas particulares, sino que sus acciones estuvieron dirigidas a per-
cibir el tributo indígena. No tenían ningún interés en organizar algún
tipo de empresa económica que pudiera reportarles beneficios econó-
micos o ingresos para subsistir. En su mentalidad señorial su intención
era el que les sirvieran y así poder mantener un tren de vida acorde a lo
que ellos consideraban justo, de acuerdo a esa idea medieval de recom-
pensar los esfuerzos de la conquista. Por ello (y en el caso de Yucatán
es más significativo), en principio no existía un interés por la propiedad
de la tierra en cuanto a su explotación económica se refiere, sino que lo
que se pretendía era el dominio eminente sobre la población indígena
gobernándoles política, administrativa y judicialmente, percibiendo la
tributación debida a la Corona, en definitiva trataban de suplantar los
derechos de ésta sobre el territorio colonizado. Por todo ello, no parece
nada claro que en la mentalidad de los conquistadores-encomenderos
estuviese el exterminio de la población indígena sino todo lo contrario,
pues cuanto más numerosa fuese la población mayores ingresos obten-
drían a través del tributo.

68
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Así las cosas, tampoco parece plausible que su misión principal fuera
apoyar la evangelización, ya que hay que tener en cuenta que era uno de
los deberes que las leyes imponían a los encomenderos a cambio de los
derechos concedidos, pero no parece que progresaran mucho en cum-
plir con este mandato. En este sentido, los enfrentamientos ocurridos
ante la expansión del clero regular no se debieron a que les limitaran
su función evangelizadora sino porque se interponían, como un nuevo
elemento de control, entre ellos y los indígenas que se les había reparti-
do y les pagaban el tributo.
Se dieron enfrentamientos entre los encomenderos y el clero regular
cuando estos últimos trataron de organizar las poblaciones indígenas
para un mayor control religioso. En un principio los conquistadores
no habían tenido ningún interés en cambiar la estructura preexisten-
te, sino ubicarse en una posición superior tratando de dominar a la
población a través de la fuerza, pero sobre todo por medio de diversas
alianzas con los dirigentes indígenas.
No obstante, a pesar de que los conquistadores no pretendían intro-
ducir grandes modificaciones en las sociedades indígenas, está claro
que estas se fueron produciendo. En palabras de Pérez Herrero, los
conquistadores, al descubrir que había tensiones internas en las so-
ciedades que estaban conquistando optaron por apoyar a unos grupos
para provocar la ampliación de las disensiones internas, impulsando la
fragmentación de las antiguas formas de cohesión intragrupales e in-
tergrupales, influyendo en la designación de los cargos de poder locales
o recompensando a aquéllos que habían colaborado en los hechos de
armas.85
Por tanto, no se puede considerar que los procesos de conquista y co-
lonización del territorio americano fuera uniforme. La propia diversidad

85  Pérez Herrero, 2002, p. 86.

69
geográfica y el grado de desarrollo que habían adquirido los diferentes
grupos en la época precolombina fueron determinantes en ambos pro-
cesos. Se ha comentado que la conquista fue un hecho cuyo desarrollo
fue breve, teniendo en cuenta la desigual proporción entre la escasa can-
tidad de conquistadores y el gran número de población autóctona a los
que tenían que enfrentarse. No obstante, hay que señalar también que
aunque fueran sojuzgadas muchas de las comunidades indígenas, queda-
ron al margen de la presencia española amplios espacios con numerosa
población, que tardarían en anexionarse decenas de años además de que
algunos no fueron sometidos durante todo el período colonial.
El caso de Yucatán muestra un ejemplo específico de conquista, co-
lonización y dominio durante todo el período estudiado. Aunque las
capitulaciones señalaban más o menos los espacios que iban a ser con-
quistados, ello no quiere decir que se lograra someter a toda la pobla-
ción originaria, ni mucho menos. En este territorio, tanto la conquista
como la colonización fueron mucho más lentas y dificultosas debido a
la ausencia de un poder indígena central fuerte, ya que en esos momen-
tos el escenario mostraba una fragmentación política sin un claro po-
der dominante. Por todo ello, tendrían que pasar una treintena de años
desde la primera incursión a la región hasta que se diera por finalizada
la conquista de parte del territorio yucateco, comenzando posterior-
mente a su lenta colonización.
También los condicionamientos de la geografía habían de supeditar
en cierta medida el desenvolvimiento político, económico y social del
área. Su aislamiento, tanto por tierra como por mar, había de determi-
nar una indudable marginación dentro del virreinato de Nueva España
en que se encontraba inserta, lo que acabó influyendo de manera deci-
siva en la forja de la personalidad de esta gobernación que supo defen-
der y mantener en gran medida su autonomía respecto a la autoridad

70
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

central del virreinato. Por otra parte, sus poco atractivos recursos, al
carecer de minas y de otros alicientes económicos, permitieron el de-
sarrollo de estructuras sociales muy peculiares, donde la encomienda
jugó un papel predominante, llegando a adquirir características propias
dentro de la América Hispana y sirviendo, en consecuencia, de tamiz
para la formación de una sociedad fundamentalmente birracial, que
habría de prevalecer a lo largo de toda la época colonial.86
La Iglesia, por su parte, y en concreto el clero regular (las órdenes
religiosas), vieron en el Nuevo Mundo la posibilidad de llevar a cabo
un modelo de sociedad que erradicara las deformaciones y vicios a los
que se habían llegado en el Viejo Mundo. Entendían que las Indias po-
dían convertirse en un laboratorio donde ensayar la utopía de la pureza
evangélica. Las Indias eran así para la Iglesia un espacio en el que reali-
zar sus ideales, un territorio de libertad en el que materializar sus sue-
ños sin las cortapisas que imponían los compromisos de las sociedades
de Occidente.87
Se puede en consecuencia concluir que la conquista no supuso la pa-
cificación total del territorio, ni la aceptación completa y pacífica de las
nuevas formas culturales, sino que la hispanización, el sincretismo, la
resistencia, el establecimiento de nuevas reciprocidades y lealtades se
fueron combinando y dando diversas formas culturales en cada región,
caso y época.88

86  García Bernal, 2005, p. 370.


87  Pérez Herrero, 2002, p. 51.
88  Pérez Herrero, 2002, p. 106.

71
Capítulo II
Conquistadores y primeros
pobladores: la creación de una élite

La ocupación del nuevo continente dio oportunidad para la introduc-


ción de notables cambios en la sociedad recién conquistada. En princi-
pio se trató de trasplantar, como en tantos otros aspectos, la estructura
jerárquica de la sociedad estamental europea. Esta nueva sociedad se
asentaba sobre unas bases en las que el honor, el linaje y la función
tenían sus fundamentos. Es cierto que se hacía difícil adaptar en su
totalidad la estructura social europea, configurada en los tres órde-
nes medievales –Iglesia, Nobleza, Tercer Estado–, a una sociedad muy
compleja, la surgida tras la Conquista, en la que había que incorporar
a una mayoría de población indígena y, posteriormente, a los de ascen-
dencia africana.
Dejando de lado, de momento y por razones obvias, a la Iglesia, el
estrato que ocupaba la nobleza en le península ibérica fue sustituido,
en un principio, por los conquistadores, pacificadores, primeros pobla-
dores y sus descendientes. La Corona no concedía títulos nobiliarios
por hechos de Conquista (como sí había sucedido en la Reconquista
contra los árabes en la península ibérica), tratando con ello de evitar
la creación de una nueva nobleza en tierras americanas, en la que no
confiaban por razones históricas, por lo cual no fueron muy numero-
sos los títulos que se establecieron en las mismas. No obstante, se va a

73
ir configurando un grupo que, aunque carente de títulos nobiliarios,
adoptaría costumbres y modos de vida similares a la nobleza hispana.
Las disposiciones de limpieza de sangre, generalizadas en España a
partir del siglo XVI, fueron adaptados por la nueva sociedad colonial.
Aquellos estatutos que comprometían socialmente a los sospechosos
de ascendencia judía y mora, en el que la pertenencia a determinada
religión era la que establecía la distinción, se adopta, en cierta medida,
al establecerse la distinción entre población indígena y población de
ascendencia española, sin mencionar otros grupos como los africanos;
aunque en este caso no eran razones religiosas sino la pertenencia a
las etnias autóctonas las que establecían las diferencias. No obstante,
esta situación se irá haciendo cada vez más compleja al crearse diversos
grupos a través del mestizaje. Pero, en todo momento, será la población
de ascendencia española la que acapare la cúspide de la jerarquía social.
Si bien es cierto que características de la sociedad estamental como la
estima, el honor, la dignidad, no son conceptos que sólo puedan asimi-
larse a los estratos sociales superiores, sí lo es por ejemplo en cuanto a
las funciones que realizaba cada grupo. Consideramos que cada uno de
ellos tenía sus propios rasgos definidos en dichos conceptos pero lo que
hace la diferencia es, podríamos decir, la forma de vida y los privilegios
que se adjudicaban a un estrato u otro. En palabras de R. Mousnier
cada grupo de la sociedad ve imponérsele, por consenso general,
su dignidad, sus honores, sus privilegios, sus derechos, sus debe-
res, sus sujeciones, sus símbolos sociales, su traje, su alimento,
sus emblemas, su manera de vivir, de ser educados, de gastar,
de distraerse, sus funciones, las profesiones que sus miembros
pueden ejercer, las que les están prohibidas.89

89  Citado en González Muñoz y Martínez Ortega, 1989, pp. 201-202.

74
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Parecen demasiadas variables pero, sin embargo, podemos observar


que todas ellas se conjugan si analizamos los comportamientos de los
grupos que se sitúan en la cúspide de la sociedad colonial.
El honor es tal vez la más distintiva de todas las características cul-
turales españolas. Desde las leyes medievales conocidas como Las Siete
Partidas la repetición del tema apunta a entender el honor como la su-
prema virtud social.90 De la misma forma, la honra se define como un
valor positivo, capaz de proporcionar bienestar y dignidad, e ilimitado
en su capacidad de extenderse a todos los miembros de la familia, que
comparten la honra de “aquél que la gana”.91
En este sentido, el honor no se vincula a un solo individuo sino que
se liga al linaje y se manifiesta desde el nacimiento hasta las formas de
vida, las apariencias o las funciones a las que se dedican los individuos
que pretenden o forman parte de la jerarquía social. En el último aspec-
to, la asimilación a la vida nobiliaria se manifiesta en el ejercicio de la
profesión, ninguna persona que pretendiera formar parte de la nobleza
podía dedicarse a oficios viles, esto es, lo que en lenguaje llano signifi-
caba “trabajar con las manos”. Sabemos que en la sociedad española de
esta época si un noble, aunque fuera un simple hidalgo, se dedicaba a
trabajos manuales para ganar su sustento podía hasta perder su condi-
ción nobiliaria.
Por tanto se puede considerar que el honor y el prestigio estaban ní-
tidamente simbolizados. El honor era más importante que los ingresos
económicos. Se podía adquirir honor por los servicios al rey y no por
éxito en los negocios. Perder el honor era perder la protección del rey.
Se comprende así que el honor no era algo etéreo, intangible insustan-
cial. El que adquiría el suficiente honor no trabajaba con sus manos y

90  Seed, 1991, p. 87.


91  Gonzalbo Aizpuru, 2005, p. 60.

75
podía vivir de las rentas, de los favores, del patrimonio.92 Todos estos
condicionamientos que formaban los principios que regían en la estra-
tificación social europea de la época se implantan en la nueva organi-
zación creada tras la conquista.

La formación de una sociedad colonial jerarquizada

La Corona fue gratificando con privilegios y mercedes a los primeros


conquistadores y pobladores de las Indias y de ellos van a arrancar mu-
chos de los linajes familiares que dominarán la vida y la sociedad yu-
cateca en toda la época colonial. Como se ha visto más arriba, en una
primera fase los soberanos concedieron muchas prerrogativas a los des-
cubridores y a los conquistadores, aunque a medida que fue pacificada
la región y comenzada la colonización les fueron quitadas muchas de
ellas. A la vez que la presencia de la Corona resultó legitimada, el mo-
nopolio de la colonización quedó asegurado y se logró construir una
sociedad erigida sobre la base de una complicada red de privilegios y
lealtades en la que el rey ocupó el epicentro de una trama de desigual-
dades. La lealtad y el honor formaban la base de esa sociedad, y no el sa-
lario y la competencia, de forma y manera que las relaciones personales
eran más importantes que las relaciones económicas.93
No hay que olvidar que el repartimiento de las encomiendas sirvió,
además, para determinar desde el primer momento quiénes iban a inte-
grar la aristocracia, la cúspide de la jerarquía social, dentro de la nueva
sociedad, dado que sus beneficiarios, en cuanto artífices de la pacifi-
cación de la provincia, se consideraban representantes de una noble-
za que creían haber adquirido por medio de sus servicios. En opinión

92  Pérez Herrero, 2002, pp. 143-144.


93  Pérez Herrero, 2002, p. 120.

76
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de García Bernal, en realidad este proceso de ennoblecimiento de los


conquistadores y primeros encomenderos se dio en Yucatán de forma
similar al del resto de la América Hispana, ya que también aquí el título
de conquistador iba a representar siempre un signo de gloria, pues “sen-
tirse y llamarse conquistador equivalía a sentirse y llamarse miembro
de la más alta jerarquía social y digno de toda distinción”.94
Pacificada la región se procedió al reparto de indios en encomienda
entre los conquistadores y primeros pobladores que llevaban a cabo
la empresa colonizadora. En principio, éste sería su principal ingreso
económico ya que el lugar carecía de minas u otros medios de enrique-
cimiento. También de estos grupos surgirán los primeros oficiales de la
administración civil y, por supuesto, de la militar, función que llevaban
aparejadas las concesiones de las encomiendas.
Está claro que, en principio, esta situación estaba propiciada por la
propia Corona, y en las leyes y reglamentos que fueron elaborando al
respecto se señalaba que las encomiendas se repartieran entre los con-
quistadores y que fueran ellos mismos los que ocuparan los cargos en
los cabildos, con lo cual se propiciaba el predominio social y político
de este grupo. Aunque ello no fue un obstáculo para frenar, en algunas
ocasiones, el poder alcanzado, como en el caso emblemático del Ade-
lantado Francisco de Montejo, denunciado por los mismos pobladores
de la provincia de copar todos los cargos para él y su familia, así la Co-
rona acabó por desposeerle de todas sus encomiendas y cargos bajo la
acusación de nepotismo. Además, los monarcas enseguida van a tratar
de restringir el poder alcanzado por estos conquistadores y primeros
pobladores enviando nuevos oficiales para el gobierno del territorio.
Por tanto, fueron los encomenderos los que acapararon el control
de los cabildos en cuanto que, como conquistadores, representaban el

94  García Bernal, 2005, p. 385.

77
grupo más prominente de la naciente sociedad. Otro tanto ocurría con
los restantes cargos capitulares que, a través de las sucesivas reeleccio-
nes, solían ser monopolizados por la minoría de los conquistadores
y primeros pobladores,95 debido a lo cual serían los descendientes de
conquistadores los preferidos a la hora de formar parte de los cabildos
civiles. No obstante, debían cumplir ciertos requisitos, pues en primer
lugar para acceder a un cargo se prefería a aquéllos que estuvieran ca-
sados y después a los no casados, según se puede leer en una ley emiti-
da por Carlos V al respecto.96 En este sentido, veremos la importancia
que van a tener las estrategias matrimoniales llevadas a cabo por este
colectivo social dominante, al ser el matrimonio una de las principales
vías de ascenso social.
Esta ley sufrió diversos añadidos posteriormente, complicándose el
acceso a los cargos municipales, aunque manteniéndolos siempre entre
los mismos grupos. Se le añadiría una nueva disposición por Felipe II
en 1590 y por Felipe III en 1619, ordenando que “en los oficios y mer-
cedes sean preferidos los naturales de las Indias”, esto es, que una vez
asentada la colonización fueran los nacidos en ellas los que pudieran
formar parte de dichos oficios
En todos los oficios, prouisiones y encomiendas sean antepues-
tos y proueídos los naturales de nuestras Indias hijos y nietos
de los conquistadores dellas, personas idóneas de virtud, méri-
tos y seruicios conforme a la naturaleza y exercicio del uso, mi-
nisterios y oficios en que fueren proueidos, y lo mismo sea y se
entienda en fauor de los pobladores, naturales y originarios de
los reynos y prouincias de las dichas Indias nacidos en ellas, los
quales como hijos patrimoniales deuen y han de ser antepuestos

95  García Bernal, 2005, pp. 386-387.


96  León Pinelo, 1992, Ley 9, Título 4, Libro 4, p. 1123.

78
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

a todos los demás en quien no concurrieren estas calidades y


requisitos.97

Pero, como se ha dicho más arriba, ya Felipe II le había añadido otra


cláusula en 1588, la cual fue ratificada por Felipe III en 1599, con la inten-
ción de que no sólo fueran elegidos para ocupar los cargos municipales
los hijos de los conquistadores y pobladores beneméritos, conforme a
sus méritos por pertenecer a dicho grupo, sino que ordena también que
tuvieran las habilidades y capacidades suficientes para ello.98
Las razones que se aducen para ello es que algunas personas, am-
parándose en los méritos y servicios de sus antepasados, pretendían
acceder a los oficios sin tener capacidad y habilidad para ellos.99 Está
claro que una vez afianzada la sociedad colonial se pretendía evitar el
acceso a los cargos públicos a los que sólo se amparaban en los méritos
y servicios de sus antepasados, remontándose para ello a los primeros
conquistadores y se buscaba una mayor eficiencia en la ocupación de
los oficios. No obstante, todo ello va a entrar en contradicción cuan-
do se vaya imponiendo e incrementando una de las prácticas que fue
habitual en las monarquías occidentales europeas y es la venalidad
de los oficios. Siempre con falta de recursos económicos para hacer
frente a las necesidades de los Estados, los monarcas fueron estable-
ciendo medios diversos para allegarse de mayores ingresos; uno de los
medios empleados abundantemente fue la venta de oficios, sobre todo
municipales. Ello dio como consecuencia la conformación de linajes
hereditarios en los cargos de los cabildos con la conocida patrimonia-
lización de la función pública local. Bien es cierto que la monarquía
hispánica nunca enajenó aquellos cargos que tuvieran implícitos la

97  León Pinelo, 1992, Ley 10, Título 4, Libro 4, p. 1123.


98  León Pinelo, 1992, Ley 19, Título 4, Libro 7, p. 1761.
99  León Pinelo, 1992, Ley 10, Título 4, Libro 4, p. 1125.

79
administración de justicia, como sí ocurrió por ejemplo en la monar-
quía francesa; se consideraba la impartición de la justicia como una
prerrogativa real, a la que sólo el monarca tenía derecho y sólo él o sus
representantes, virreyes, podían en su nombre adjudicar cargos que
llevaran aparejada la impartición de la justicia.
Del mismo modo, este grupo de conquistadores, primeros poblado-
res y sus descendientes fueron los que acapararon la función militar.
También en este caso se trató de evitar por parte de la Corona un exce-
so de poder del grupo dominante, otorgando el mando militar supremo
de la provincia a los gobernadores que, además, van a ser designados
capitanes generales de la misma.
Encomiendas, cargos capitulares, defensa del territorio contra indíge-
nas y enemigos extranjeros, considerados como servicios al rey, fueron
las funciones que acapararon los descendientes de conquistadores, pa-
cificadores y primeros pobladores. Funciones todas ellas primordiales
para ocupar el vértice de la sociedad estamental colonial asimilándose
a la nobleza ibérica. Además, a través de este tipo de vida van a entrar a
formar parte de los privilegiados de la sociedad de la época que, como
sabemos, es la característica que define, a veces no bien interpretada,
a los principales estamentos del Antiguo Régimen,100 nobleza e Iglesia.
Ahora bien, conviene detenerse a analizar cómo se fue gestando ese
grupo elitista en el que se va a fundamentar la sociedad yucateca colo-
nial, y en este caso tienen mucho que ver las prácticas llevadas a cabo
por los monarcas de la época, sobre todo en el caso de premiar primero
a los conquistadores y beneficiar a sus descendientes. Consideradas la
conquista y pacificación como servicios prestados a la Corona, luego va

100  Como es sabido el concepto “Antiguo Régimen” hace referencia al sistema social, econó-
mico, político y religioso que se da en Europa y sus colonias en el período comprendido entre
el siglo XVI y finales del XVIII.

80
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

a ser el poblamiento para el aumento y defensa del territorio lo que va a


conllevar la largueza en la concesión de mercedes.
Una vez repartidas las encomiendas en aquellos primeros conquis-
tadores o en sus descendientes directos, siempre quedaron al margen
personas que o bien no habían entrado en este reparto, o bien que, aun-
que pertenecientes al linaje de aquéllos, habían perdido el derecho a
recibir estas gratificaciones; entre ellos tenemos que incluir también a
aquellos españoles que carentes de fortuna fueron llegando a estas tie-
rras. Ni unos ni otros tenían ningún pensamiento de mantenerse con
su trabajo, ya que venían a las Indias a enriquecerse a costa de otros o
a subir en la escala social, debido a la carencia de posibilidades que te-
nían en sus lugares de origen. A unos y a otros se tratará de gratificar de
algún modo para que pudieran seguir viviendo y poblando la provincia.
Así, se trató de gratificar no sólo a los primeros conquistadores sino
también a su descendencia, lo cual imprime una característica de títu-
los hereditarios. Para poder solicitar cualquier merced debían presentar
la justificación precisa con los méritos y servicios desarrollados por sus
antepasados como prueba para que se les concedieran los beneficios so-
licitados y tanto los virreyes como los gobernadores debían informarse
de la antigüedad de los servicios y méritos de los solicitantes. Se atende-
ría primero a las necesidades de los más antiguos y “beneméritos y su-
cesivamente por sus grados a los demás”, basándose en lo que en la ley
emitida por Felipe II en 1591 se denomina justicia retributiva.101 Estos
son los casos de aquellos descendientes que no habían podido acceder
directamente a las gratificaciones reales. En cuanto a los que vinieron
una vez pacificada la región van a seguir una serie de pasos para llegar
y afianzarse en la cúspide social. En primer lugar avecindándose en la

101  León Pinelo, 1992, Ley 10, Título 4, Libro 4, p. 1124.

81
localidad y, en un segundo paso, a través de la vía del matrimonio. Vol-
veremos a ello más adelante.
Fueron diversas las maneras en que la Corona premió a los conquis-
tadores y a sus descendientes, pues además de la encomienda o cargos
en los cabildos, también se instituyeron las llamadas ayudas de cos-
ta, ayudas que se concedían, previo a la presentación de los méritos y
servicios del solicitante y de sus antepasados, además de demostrar la
carencia de ingresos para poder sustentarse por otros medios. Estas
ayudas o gratificaciones se situaban sobre algunos ingresos regulares
de la Corona de la región donde se hallaban, esto es, que estaban su-
jetos a que previamente se recaudase la renta de la que dependían. En
Yucatán fueron, principalmente, sobre las encomiendas o tributos que
se quitaron al Adelantado Montejo de donde se obtenían los ingresos
para las ayudas de costa. Las encomiendas que se adjudicó Montejo una
vez finalizada la Conquista le fueron abolidas y regresaron a la Corona,
utilizándose su producto para diferentes gastos. Una vez que se reco-
gían y vendían los productos de los tributos de dichas encomiendas se
asistía al pago de las ayudas de costa previa presentación del documen-
to correspondiente por las personas agraciadas por las mismas.
Fueron numerosas las peticiones de este tipo que se hicieron durante
el último tercio del siglo XVI y principios del XVII, tanto por parte de
hombres como de mujeres, aduciendo la carencia de medios para po-
der sustentarse, su pobreza y, en general, amparándose básicamente en
los méritos y servicios de sus antepasados, esto es, en el linaje. En este
sentido, fueron varias las mujeres que solicitaron ayudas de costa para
su mantenimiento. En ocasiones, las pretensiones fueron francamente
exageradas como la presentada por Ana de Figueroa en 1587, nieta de
Gerónimo de Campos y Ana de Contreras. Según se recoge en la infor-
mación de méritos, ellos fueron los primeros casados que entraron en

82
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

la provincia para conquistarla y pacificarla. Al abuelo le fue concedida


una encomienda y, al morir éste, y recaer la sucesión en otra persona, a
la abuela se le otorgó, en compensación, una ayuda de costa de 150 pe-
sos de oro de minas para su manutención, situados en los tributos que
se quitaron al Adelantado Francisco de Montejo. Mas la nieta, arguyen-
do los méritos y servicios de sus abuelos aprovechó para solicitar una
ayuda muy elevada, pues en primer lugar pidió 500 pesos de oro de mi-
nas, situados en dichos tributos, cada año y durante toda su vida “para
ayuda de casamiento”, además de 100 fanegas de maíz. Pero además se
consideró heredera de los 150 pesos de ayuda de costa que concedieron
a su abuela y solicitó que dicha ayuda se acrecentase a 300 pesos, más
100 fanegas de maíz cada año para toda su vida. Esto es, la pensión que
solicitaba, sólo por ser descendiente de conquistador, es de 800 pesos
de oro de minas y doscientas fanegas de maíz anuales de por vida.102
Es el caso de la solicitud más cuantiosa que hemos encontrado y que
demuestra plenamente la mentalidad de la época, la importancia que
se daba a un descendiente de conquistadores o primeros pobladores y
la obligación que, por las funciones desarrolladas por sus antepasados,
tenía la Corona de remunerarlos, ya que sólo por el mero hecho de ser
nieta de aquéllos se consideraba acreedora de tales derechos.
Únicamente el rey podía conceder este tipo de gratificaciones. Es co-
nocido en Yucatán el caso del alcalde mayor Diego de Quixada o los
gobernadores que le siguieron de cómo trataron de favorecer a sus ami-
gos y allegados con encomiendas y otros tipos de mercedes. Casos que
fueron revisados y anulándose en muchas ocasiones tales prebendas,
como veremos más adelante. Esto es, que los gobernadores no podían
dar estas ayudas sin el previo consentimiento del rey o del Supremo
Consejo de Indias.

102  AGI, Patronato, 79, N2, R. 4.

83
Como se ha comentado, no sólo era la categoría de conquistador o de
ser descendiente de conquistador la que daba derecho a obtener mer-
cedes del rey, sino que también se tenía en cuenta y se consideraba ser
de los primeros pobladores de la provincia o sus sucesores. La Corona
puso empeño en que las tierras recién conquistadas fueran poblándose
lo más rápidamente posible a fin de conseguir su dominación y, por
ello, se favoreció la creación de villas y ciudades concediendo tierras y
solares a los conquistadores, pero también a los pacificadores o prime-
ros pobladores.
Las gratificaciones y privilegios se concedían en forma de salarios
o pensiones, tierras de pasto y labor y estancias con la condición de
que residiesen en ellas. Si demostraban que durante cinco años habían
permanecido ininterrumpidamente en tales tierras, adquirían el reco-
nocimiento de vecindad, y tenían derecho sobre ellas a perpetuidad.103
Para el establecimiento de algún pueblo de españoles se tenía que
contar al menos con 30 vecinos, cada uno de los cuales debía de edifi-
car una casa y poseer cierto número de ganado. También eran vecinos
los hijos e hijas del nuevo poblador o sus parientes, dentro o fuera del
cuarto grado, que, a la vez, debían de tener sus propias casas y formar
familias distintas, viviendo separados, como se mencionan en las le-
yes “mantener cada uno casa de por sí”.104 Y, desde luego, los primeros
pobladores que llegaron a Yucatán alcanzaron la preeminencia social,
justo después de los conquistadores.
De esta manera, bien por hechos de conquista, pacificación o pobla-
miento se fueron creando los linajes que ocuparían la cúspide social
durante todo el período colonial. En esta provincia, más que en otras,
esa mentalidad se mantendría casi inalterable, la función burocrática o

103  León Pinelo, 1992, Ley 2, Título 4, Libro 7, p. 1756.


104  León Pinelo, 1992, Ley 4, Título 4, Libro 7 p. 1757.

84
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

militar, esto es, el servicio al rey sería la base que sustentaría el edificio
social, la intrusión de elementos provenientes del mundo económico
tardaría en hacerse efectiva, aunque en este sentido, hemos de tener en
cuenta que en la región de Campeche el desarrollo fue algo diferente,
ya que dadas las características de la zona, los elementos mercantiles
tuvieron presencia desde un primer momento en la jerarquía social.

La creación de un grupo nobiliario

En Yucatán no se concedieron títulos nobiliarios por méritos y servicios


adquiridos en la Conquista, independientemente de que se conformara
un grupo seminobiliar a partir de los primeros españoles que llegaron a
la región. Los títulos que la Corona concedía a los fundadores de pobla-
ciones y sus descendientes legítimos de las Indias, lo podemos observar
en una ordenanza de Felipe II donde se señala que “el poblador y sus
descendientes quedan ydalgos en Indias”
A los que se obligaren de haçer poblaçión y le hubieran pobla-
do y cumplido con su asiento, por onrrar sus personas y de sus
descendientes y que dellos como de primeros pobladores quede
memoria loable, les haçemos hijosdalgo de solar conozido, a ellos
y a sus descendientes legítimos, para que en el pueblo que pobla-
ren y en otras qualesquier partes de las Indias sean hijosdalgo, y
personas noble de linaje y solar conoçido, y por tales sean auidos
y tenidos, y goçen de todas las onrras y preeminençias, y puedan
haçer todas las cosas que todos los hombres hijosdalgo y caualle-
ros de los reynos de Castilla, según fueros, leyes, y costumbres de
España, pueden y deuen haçer y gozar.105

105  León Pinelo, 1992, Ley 4, Título R, Libro 7, p. 1758.

85
Ahora bien, a pesar de todos los reconocimientos que se pueden ob-
servar en el contenido de la ley, cabe preguntarse el alcance real de tal
privilegio. Desde luego no parece asimilable la hidalguía indiana a la
hidalguía castellana. Solórzano Pereira en su Política Indiana señala
al respecto “los españoles han de ser tenidos y reputados por nobles en
comparación de los indios”.106 Esto es, se establece una diferenciación
étnica y al español y sus descendientes se les situaba en la cúspide de
la jerarquía social colonial. Así como el hidalgo español seguía man-
teniendo su estatuto también fuera de España, esto es, en las Indias,
a la inversa, no parece que fuera lo mismo para los indianos, ya que
eran hidalgos sólo respecto a los indios. De la misma forma, en la cita
anterior se puede observar que el título de hidalguía era para ostentarlo
en el lugar donde poblaban y en otros territorios de las Indias. Quizás
por ello no se hizo mucho uso del título, al menos no se recurre a él en
los documentos de méritos o servicios, tal vez no les hiciera falta para
argumentar sus peticiones, parece ser que consideraban los títulos de
conquistadores o beneméritos, profusamente utilizado este último tér-
mino, como más que suficientes para conseguir sus demandas o para
formar parte de la cúspide social o también el mayor prestigio, similar
a la nobleza titulada castellana.
Es sabido que la hidalguía era el grado más bajo de la nobleza y aun-
que mantenía intactos todos los privilegios de la misma, éstos eran más
preeminenciales que prácticos. A pesar de la idea equivocada, bastante
extendida, que entre los privilegios de la nobleza uno de los principales
era la exención de impuestos, esta exención sólo hace referencia a las
imposiciones directas, no a las indirectas. En el caso de las Indias las
imposiciones directas que se aplicaron sólo se basaban en los tributos
indígenas, el resto de la población debía de pagar impuestos indirectos,

106  León Pinelo, 1992, Tomo I, Libro 2, Cap. XVIII, p. 203.

86
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

incluidos los hidalgos. En este sentido habría que indagar la extensión


de los privilegios que implicaba la pertenencia a la hidalguía en estas
tierras. Otro hecho a destacar es que en las informaciones de méritos
y servicios de la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII que
hemos revisado, sólo en un caso se menciona la condición de noble y
nunca se basan en la hidalguía. Se habla de vecino con casa poblada, de
encomendero, etc., pero no se hace alusión a dicha condición.
No obstante, en la práctica, la pertenencia a la hidalguía o cualquier
título nobiliario conllevaba algún que otro inconveniente, el manteni-
miento del estatus exigía no trabajar con las manos, ni emplearse en
oficios considerados viles, y sí, a partir de 1631 pagar el impuesto de
Lanzas.107 Está claro que los primeros pobladores que llegaron a las In-
dias no tenían ninguna intención de dedicarse a ningún tipo de trabajo
considerado vil, pero frenada la explotación sistemática de los indíge-
nas por numerosísimas leyes y ordenanzas que prohibían el servicio
personal, adjudicadas todas las encomiendas y cubiertos todos los ofi-
cios al resto sólo les quedaba solicitar, mendigando casi a veces, alguna
ayuda de costa o beneficio basándose en el linaje, esto es, en los méritos
de sus antepasados, sin dedicarse a ningún tipo de función que no fuera
el servicio, tanto civil como militar, al rey.
En la segunda mitad del siglo XVI la Corona concedió ayudas de cos-
ta108 y otras gratificaciones a aquellos conquistadores y pobladores y a
sus descendientes que pudieran probar los méritos y servicios de ellos
o de sus antepasados. Para solicitar cualquier merced primero debían
hacer información con testigos, enumerándolos
Porque nuestra merced y voluntad es que entre los que pidieren
y pretendieren que se les haga merced, en gratificaçion de los

107  Felices de la Fuente, 2012, pp. 84-85.


108  García Bernal, 2007, pp. 155-190.

87
seruizios que en las nuestras Indias nos hubieren echo, sean pre-
feridos los que mas y mejor nos hubieren seruido mandamos a
los nuestros virreyes, presidentes y gouernadores que quando se
ofrezca ocasión en que poderlos gratificar y haçer merced, en las
cosas y casos en que conforme a los poderes e ynstruçiones que
de nos tuvieren, lo puedan haçer, guarden esta horden que las
personas que pidieren las tales gratificaçiones si tubieren dadas
ynformaçiones de sus meritos y seruizios (…) y si no las tubieren
dadas las den en la audiencia, en cuyo distrito presidieren y hu-
bieren seruido.109

Los monarcas castellanos siempre tuvieron un interés muy marcado


en tener un amplio conocimiento de la población que habitaba estas
regiones, por ello solicitaban a virreyes y gobernadores que tuvieran
relaciones de los méritos y servicios de las personas más prominentes,
registros que se custodiaban en la Audiencia. En este sentido, si nos
fijamos en la ley mencionada su interpretación fue contradictoria. En
ella se menciona que “virreyes, presidentes y gobernadores”, siempre
que tuvieran instrucciones para ello, podían conceder gratificaciones
a los solicitantes, no obstante, esta definición se contraponía a otras
ordenanzas.
Llevada al pie de la letra esta ley, en ocasiones los gobernadores de
la provincia de Yucatán durante la segunda mitad del siglo XVI con-
cedían ayudas de costa a parientes, familiares, descendientes de con-
quistadores, sin, al parecer, tener el poder bastante. Es lo que le sucedió
a Gerónimo de Medina cuando el gobernador Guillén de las Casas le
situó una ayuda de costa de cien pesos de oro de minas sobre los tribu-
tos que se le quitaron al Adelantado Francisco de Montejo. Presentada
la situación ante los Oficiales Reales de Mérida estos se negaron a pagar

109  León Pinelo, 1992, Ley 20, Título 4, Libro 7, p. 1762.

88
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

la ayuda de costa por considerar que los gobernadores no tenían poder


de concederlas por sí mismos sino era con aprobación del rey. Para ello
se amparaban en unas cédulas reales que Felipe II había ordenado en
1570. La una dirigida a los gobernadores donde mandaba “que no libren
ni den tales ayudas de costa” y la otra “dirigida a sus mercedes (los ofi-
ciales reales) en que les manda que no las paguen”.110
En este sentido, parece que los gobernadores se extralimitaban en sus
funciones al gratificar a los pobladores que pidieran mercedes reales,
no porque no tuvieran poder para ello, sino porque tenían que hacer
la información de méritos y servicios que sustentasen las peticiones y
remitirlos a la Audiencia y ser aprobadas. Pero también parece claro
que, como en otras ocasiones, las leyes y ordenanzas se contradicen.
Según la citada cédula real de 1570, no se podían situar y pagar ayu-
das de costa sin tener la confirmación y aprobación del rey, porque los
gobernadores habían dado algunas ayudas de costa “no lo pudiendo ni
debiendo hacer por ser lo que por nos esta acordado” y, así, ordenaba a
los Oficiales Reales que no hicieran efectivas tales ayudas de costa “sin
expresa comisión nuestra”.111
Del mismo modo, la otra cédula real está expedida a los Oficiales
Reales que eran los encargados de la administración de la Caja Real de
Yucatán, ellos tenían que recaudar las imposiciones y pagar los gastos,
salarios o ayudas que estuvieran situados sobre los ingresos y por tanto
les ordena
que no se libre cossa alguna en nuestra hazienda ni de entreteni-
miento ni ayudas de costa en ellas sin espresa liçençia y comis-
sion nuestra (…) que los nuestros gouernadores pasados ovieren

110  AGI, Patronato, 76, N1, R6.


111  AGI, Patronato, 76, N1, R6.

89
dado con apercibimiento que vos hazemos que si lo pagaredes se
cobrara de vuestros bienes.112

Es decir, que amenaza a dichos oficiales reales que si pagaban cual-


quier ayuda sin previa comisión real tenían que devolverla de su propio
dinero. Hasta principios del siglo XVII, como se ha dicho, desde el al-
calde mayor Diego de Quixada, fue práctica común de los gobernado-
res que, al parecer, excediéndose en sus prerrogativas otorgaran ayudas
de costa a familiares, deudos o amigos amparándose en la ley que con-
cedía tales prebendas a los descendientes de conquistadores, primeros
pobladores o personas beneméritas, interpretando la legislación real a
su propio criterio. Pero ya desde 1570 Felipe II había ordenado que él
era el único que podía conceder este tipo de prebendas y cuando el be-
neficiado, en este caso Gerónimo de Medina fue a cobrar su asignación
se encontró con la negativa de los oficiales reales a pagarle su ayuda de
costa. Ante esta negativa, Gerónimo de Medina presentó su informa-
ción sobre los méritos y servicios de sus antepasados los cuáles conside-
raba le hacían acreedor de percibir tal ayuda. Volveremos al contenido
de esta información más adelante.
La solicitud de Gerónimo de Medina está fechada en 1582, es decir
pocos años después de la emisión de las cédulas que prohibían a los
gobernadores conceder mercedes que sólo correspondían al rey. No
obstante a la altura de 1613 encontramos que esta práctica continuaba
realizándose. Así, ante la solicitud que hizo Inés de Castañeda de que
se le abonase una ayuda de costa de 100 pesos de oro común que le hizo
el gobernador Carlos de Luna y Arellano le fue rechazada, en el docu-
mento que presentó al margen se puede leer “fue nula la disposición,

112  AGI, Patronato, 76, N1, R6.

90
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

por consiguiente la pensión que se cargó sobre ella” fechada el 21 de


marzo de 1613.113
Inés de Castañeda era hermana de Melchor de Castañeda quien
sucedió en la encomienda de Tzucacab a su padre Pedro Álvarez de
Castañeda al que señalan como uno de los primeros y más antiguos
conquistadores. Al morir Melchor de Castañeda la encomienda quedó
vaca y el gobernador Luna y Arellano se la adjudicó a otro vecino fuera
de la familia, Agustín de Larrea, de forma que doña Inés se quedó sin
ningún tipo de ayuda para su mantenimiento, por ello el gobernador le
situó una ayuda de costa de 100 pesos para toda su vida sobre la enco-
mienda citada.
Está claro que, en este caso, el gobernador incurrió en dos irregulari-
dades, la asignación de una encomienda, cuando no tenía atribuciones
para ello; según las leyes sólo el rey y el virrey en su nombre podían
hacer este tipo de concesiones114 y, por otro lado, la merced de una ayu-
da de costa sin tener en cuenta las cédulas reales existentes donde se
prohibía que un gobernador pudiera otorgar una merced sin comisión
del rey. Aun cuando dos años después de otorgada la merced de Ge-
rónimo de Medina y cuatro, en el caso de Inés de Castañeda, ambos
pretendientes tenían que solicitar la ratificación de las mismas al mo-
narca. Ello, indica la forma de proceder de tales gobernadores, esto es,
no seguían las ordenanzas como debían, concedían las mercedes sin
tener en cuenta los pasos que debían de seguir los solicitantes de pre-
sentar los méritos y servicios en los que se basaban. Esta actitud, desde
luego, podía llevar a muchos abusos como era el conceder prebendas a
personas que no tuvieran los derechos suficientes.
113  AGI, Patronato, 86, N2, R1.
114  En algunos casos, sobre todo al inicio de la Colonia el monarca podía dar poder a alcal-
des mayores o gobernadores la facultad de conceder encomiendas y ayudas de costa previo
envío de una cédula real en el que se otorgaba tal poder a personas concretas.

91
En los ejemplos que apuntamos parece que ninguno de los dos se
había molestado en remitir sus informes para que les hubieran ratifi-
cado la ayuda. Es en el momento en que los oficiales reales se niegan a
hacerla efectiva cuando se preocupan por enviar las informaciones. Por
lo tanto, el pago o no de estas ayudas dependería al final de la legalidad
que impusieran dichos oficiales, lo que no se daría en todos los casos
teniendo en cuenta las alianzas o enfrentamientos que se producían en-
tre los representantes de las instituciones coloniales de la provincia.115
También existía una jerarquización a la hora de la concesión de mer-
cedes. En primer lugar se situaban a los conquistadores y pobladores
casados. Así se señala en una de las Nuevas Leyes de 1542 emitidas por
Carlos V, recogida por Alonso de Zorita, donde se puede leer que
Los nuestros visorreyes, presidentes y oidores de las dichas nues-
tras audiencias, prefieran (…) a los primeros conquistadores y
después de ellos a los pobladores casados, siendo personas hábi-
les para ello y que hasta que éstos sean proveídos, como dicho es,
no se pueda proveer otra persona alguna.116

Aquí volvemos otra vez a la importancia que se daba al matrimonio,


en un intento de regular la vida pública y que no se produjeran situa-
ciones de ilegitimidad o evitar las mezclas interraciales, ello se puede
observar a lo largo de todas las provisiones y ordenanzas que se fueron
mandando al respecto.
Comenzando con el caso de los encomenderos, se ordenaba que sí un
encomendero no estaba casado a la hora de concederle la encomienda

115  Algunos ejemplos de las relaciones y enfrentamientos entre los componentes de las di-
versas instituciones coloniales en Yucatán puede verse en Zabala Aguirre, 2009, pp. 211-246.
116  Zorita, 1985, p. 182.

92
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

tenía tres años para contraer matrimonio, en caso contrario perdía la


misma y se le otorgaba a otro vecino casado que no “tuviere indios”.117
Está claro que la formación de ese grupo que durante la época colo-
nial iba a regir la sociedad yucateca vino favorecido por la propia Co-
rona, todas las leyes y provisiones emanadas desde Carlos V y sus su-
cesores daban pie a la conformación de una categoría social que quería
asimilarse al estamento privilegiado por excelencia en la época, como
era la nobleza. Bien es cierto que la idea que subyacía en la Corona a la
hora de la formación de este grupo era el del servicio al monarca, a tra-
vés de las armas o de otros funciones civiles, como garantes del orden
ante las incursiones de enemigos extranjeros o de los levantamientos
indígenas. El poblamiento y la defensa del territorio, junto a la sujeción
de los indígenas al nuevo orden político y social era lo que pretendían
los monarcas. Y esta normatividad fue usada y abusada en aras de sus
propios beneficios, tanto económicos y sociales, por todos aquellos que
podían argumentar la pertenencia a un linaje surgido bien de los con-
quistadores, bien de los primeros pobladores.

Informaciones de méritos y servicios

Como se ha señalado anteriormente, todo aquél que solicitara cual-


quier merced al rey tenía que incluir un documento donde debía in-
sertar, además de las causas que concurrían para hacer la petición, los
méritos y servicios de los demandantes y de sus antepasados. Cada soli-
citante tenía que presentar, además, testigos que confirmasen que tales
méritos y servicios eran verídicos. Todo ello sancionado por escribano
público y real.

117  Zorita, 1985, pp. 263-264.

93
Ahora bien, la existencia de informaciones de méritos y servicios en-
viados y ratificados por el organismo correspondiente, por sí solos no
daban derecho a la concesión de ningún tipo de ayuda. Como se ha
dicho, los monarcas siempre habían solicitado que se hicieran informes
sobre los vecinos, testimonios que se debían de registrar en los libros
elaborados para tal fin en los ayuntamientos. Pero las personas que so-
licitaban las mercedes tenían que presentar una serie de requisitos que
eran indispensables para su concesión. Está claro que fueron muchas
las ayudas de costa u otro tipo de pensiones que se pagaron durante la
segunda mitad del siglo XVI,118 pero también está claro que algunas de
las declaraciones no guardaban los requisitos exigidos por las leyes a
la hora de gratificar a los descendientes de conquistadores y primeros
pobladores.
Como se ha señalado anteriormente, la concesión de mercedes por
parte de la Corona también seguía un orden, en primer lugar se tenía
que premiar a los conquistadores y después a los primeros pobladores,
en todo caso debían haberse destacado en sus servicios al rey. Puede
decirse que desde este punto arrancarían los linajes a los que luego re-
currirán, en numerosas ocasiones, muchos de sus descendientes. Pero
también tenían que concurrir otros requisitos para solicitar cualquier
merced, cuyo cumplimiento era obligatorio y su información debía in-
cluirse en las manifestaciones de los méritos y servicios. En primer
lugar el solicitante debía ser vecino del lugar y tener casa poblada “con
armas, caballos y criados” sustentados por él mismo. Hay que tener
en cuenta que para alcanzar la condición de vecino tenían que haber

118  En la documentación emanada sobre la Caja Real de Mérida, se puede observar todas las
ayudas de costa que se concedieron durante toda la segunda mitad del siglo XVI y principios
del XVII, son numerosísimas y aparecen registrados los nombres y las cantidades pagadas.
Es una documentación voluminosa que se encuentra en AGI, Contaduría, legs. 911 y 912,
principalmente.

94
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

vivido en el mismo lugar durante, al menos cinco años, y demostrar la


ocupación de la casa ininterrumpidamente. Al hacer referencia a las
“armas, caballos y criados” obviamente están haciendo una demostra-
ción de estatus, como gente principal, por una parte y, por la otra, las
armas y caballos eran indispensables, pues los pertenecientes a este
grupo tenían que asistir a la defensa del lugar con sus propios per-
trechos, bien fuera en un alzamiento de indígenas rebeldes o ante los
ataques de corsarios ingleses o franceses. Aquí volvemos otra vez a esa
función guerrera como la que sustentaba en teoría la función nobilia-
ria, así estos personajes demostraban llevar una vida seudonobiliar, sin
dedicarse a oficios viles, manuales, considerados indignos.
Otro aspecto fundamental era la cuestión de la legitimidad, ser hijo o
nieto legítimo, era uno de los requisitos principales que recorren leyes
y ordenanzas para la concesión de mercedes. Por ejemplo, para heredar
una encomienda
Que cuando algún vecino muriere y hubiere tenido encomenda-
dos indios algunos si dejaren la tierra hijo legítimo y de legítimo
matrimonio nacido, le encomienden los indios que su padre te-
nía.119

Por tanto, ser hijo legítimo de legítimo matrimonio es una de las ca-
racterísticas principales que se incluyen en este tipo de documentos,
remontándose a sus antepasados, hechos que debían de demostrar con
la ratificación de testigos que habían conocido o “habían oído” de la
existencia de tal legitimidad. Un ejemplo lo podemos encontrar en la
petición que hace en 1614 el capitán Francisco de Villalobos, encomen-
dero y vecino de la villa de Valladolid y que solicita el cargo de chantre
de la catedral de Mérida que por entonces estaba vacante

119  Zorita, 1985, p. 39 (el subrayado es nuestro).

95
El capitán Francisco de Villalobos vecino de la villa de Valladolid
y encomendero de indios en ella, hijo lexitimo del capitán Juan
de Villalobos y de Ana de Cárdenas su legitima mujer y nieto del
capitán Juan de Cárdenas uno de los primeros y más antiguos
conquistadores destas provinçias de yucatan vezinos que fue-
ron de la dicha villa ya difuntos y marido y conjunta persona de
Juana de Urrutia Cansino nieta del capitán Diego Cansino con-
quistador que fue de la provinçia de la nueva España, digo que
a mi derecho conviene hazer informaçión (…) de como soy hijo
lexitimo (…) y de como soy casado según orden de la santa ma-
dre iglesia (…) y de los serviçios que el dicho mi padre y abuelo
y abuelo de la dicha mi mujer hizieron al rey nuestro señor en la
población y conquista destas provinçias y de la nueva España.120

La causa de solicitar tal cargo era porque, según lo contenido en la


petición, la encomienda de la que gozaba, heredada de su padre, era
muy pobre y no le daba los ingresos suficientes para el sostenimiento de
él y su familia. Además de la legitimidad de su nacimiento, va presen-
tando los servicios de armas de su padre, abuelo y de él mismo. Igual-
mente señala que todos ellos eran vecinos de la villa de Valladolid con
casa poblada. Su abuelo, Juan de Cárdenas, fue uno de los más antiguos
y primeros conquistadores que entraron “en la conquista y pacificación
destas provincias” y en ellas
Sirvió a su magestad con sus armas caballos y criados a su costa y
mincion hasta que se allanaron y pacificaron los cuales mi padre
y abuelo fueron personas principales y de mucha calidad en la
dicha villa de Valladolid donde fueron vecinos y en ella tuvieron
sus cassas pobladas que sustentaron muy honrosas y principales
con armas caballos y criados para servir a su magestad (…) en

120  AGI, Patronato, 86, N3, R1.

96
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

esta villa tengo casa poblada que sustento con armas caballos y
criados como uno de los vecinos principales della.121

A continuación va desgranando todos sus nombramientos militares


y aquellos hechos de armas en los que participó junto a su padre, en la
defensa de Rio Lagartos contra los corsarios ingleses. Y durante más de
trescientas hojas va haciendo la presentación y recogiendo los testimo-
nios de diferentes testigos.
En este caso, la solicitud es la de un cargo, chantre de la catedral de
Mérida, ante la cortedad de ingresos de su encomienda de indios que,
según él, no eran suficientes para mantener a su familia. En otros, las
más de las veces se solicitan pensiones o ayudas de costa o en el caso de
José López de Ricarde, también vecino de Valladolid quién en 1618 soli-
cita cualquier merced que le pudieran conceder para poder sustentarse.
Es el ejemplo de otro descendiente de conquistadores, remontándose a
su bisabuelo
[José López de Ricarde] descendiente directo por línea recta de
varón primogénito de Esteban Oliva el cual entró en aquella pro-
vincia en compañía del adelantado Montejo, conquistó y pacificó
y estuvo en el alzamiento de los indios de 1546 en Valladolid.122

Una de las peticiones más peculiares que hemos encontrado es la que


hace en 1614, Domingo de Aguirre, vecino de Mérida. Este personaje,
según su declaración, había llegado a estas tierras 29 años atrás y se
había avecindado y casado en Mérida con Bernardina de Peñaranda,
hija legítima de Pedro de Peñaranda y nieta natural, no legítima, de
Juan de Parajas conquistador que tenía casa poblada y sustentaba ar-
mas, caballos y criados. Al parecer el señor Juan de Parajas llegó con

121  AGI, Patronato, 86, N3, R1.


122  AGI, Patronato, 87, N1, R4.

97
el Adelantado Francisco de Montejo en su primera expedición y dejó
ocho hijos naturales a los que, al parecer, no les había dado su apellido
ni se les había hecho ninguna gratificación. En la encomienda que le
fue concedida le sucedió su legítima mujer con la que se había casa-
do convenientemente pero con la que no había tenido descendencia.
Pedro de Peñaranda, suegro de Domingo de Aguirre, se había casado
con María de Cubillos, una de las hijas naturales de Juan de Parajas.
Define a Pedro de Peñaranda como poblador antiguo que había llegado
a esta provincia hacia 1544 y tuvo en Mérida su casa principal poblada
con armas, caballos y criados. También había acudido al servicio del
rey en defensa y conservación de la tierra, tanto contra indios rebeldes
como contra corsarios ingleses y franceses. Aunque tuvo ocho hijos
legítimos, entre ellos la mujer del demandante Domingo de Aguirre,
no se les hizo merced alguna y al morir el padre los dejó a todos “muy
pobres y necesitados”. El solicitante no indica cuál era su fuente de in-
gresos pues no se menciona encomienda ni otro salario propio, pero
si enumera sus servicios acudiendo a la defensa de los puertos de San
Francisco de Campeche y de Sisal contra los corsarios pero sin percibir
salario alguno.123
Podemos ver que a pesar de lo recogido en las leyes sobre la legitimi-
dad del nacimiento, el solicitante Domingo de Aguirre no tiene ningún
inconveniente en declarar la ascendencia ilegítima de su esposa, al ser
nieta no reconocida del conquistador Juan de Parajas, en cuyos méri-
tos y servicios se apoyaba el demandante. Este caso no es el único que
hemos encontrado de demandas de mercedes aunque la ascendencia
a la que hacían mención no fuera del todo legítima. El antes aludido
Gerónimo de Medina en 1582 solicita una ayuda de costa y los méritos
y servicios que incluye hacen referencia a su mujer María del Rey, que

123  AGI, Patronato, 86, N4, R1.

98
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

declara ser hija natural de Juan del Rey, difunto, que fue uno de los
primeros conquistadores. En este caso la hija lleva el apellido del padre
pero él estuvo casado con Beatriz de Acosta con quién tuvo un hijo le-
gítimo de nombre Gaspar del Rey, que fue quien heredó la encomienda
a la muerte de su padre, quedando María del Rey muy pobre y sin nin-
guna hacienda. Así las cosas, Gerónimo de Medina se casó con ella y
las razones que aduce para contraer este matrimonio es “por serviçio de
Dios”, es decir, plantea su casamiento como un servicio, por favorecer
a una mujer que había quedado desamparada; pero, claro está también
añade porque era “hija de conquistador y persona principal”.124 Como
hemos mencionado antes, el gobernador Guillén de las Casas le había
concedido a María del Rey una ayuda de costa de 100 pesos situados
en las encomiendas del Adelantado Montejo, ayuda que los oficiales
reales se negaron hacerla efectiva. Las causas de esta negativa no fue-
ron la legitimidad o no de María del Rey sino, como se ha visto antes,
porque los gobernadores no podían conceder este tipo de mercedes sin
la presentación de los informes de probanzas méritos y servicios y la
comisión y aprobación real.
Ni Gerónimo de Medina ni Domingo de Aguirre tienen ningún em-
barazo en confesar que sus esposas, la una de Valladolid y la otra de
Mérida, no fueron nietas legítimas de conquistadores para solicitar al-
gún tipo de merced; todo lo contrario, ambos consideran que tienen
derecho a ello por ser ellas descendientes de conquistadores, legítimas
o no, personas principales, que tenían derecho a una remuneración.
No obstante, hay otros aspectos que llaman la atención en la solici-
tud de Domingo de Aguirre y son las contraprestaciones que ofrece a
cambio de que el rey le conceda alguna merced; conviene detenerse un
momento en analizarlas. En primer lugar solicita una renta de 1,000

124  AGI, Patronato, 76, N1, R6.

99
pesos situados en alguna encomienda que estuviera vacante o de las
que primero se liberasen, para que él y su familia pudieran vivir y sus-
tentarse honestamente. Pero más adelante en la memoria que presenta
al Consejo de Indias la situación se complica y adjunta varias opciones,
en las que se puede observar el conocimiento que manifiesta de la vida
e ingresos de sus vecinos y la planificación que elabora para que se le
conceda una merced de la que se siente acreedor.
Si se le concediese una encomienda de 500 pesos de renta anuales, se
comprometía pagar a cambio 1,000 pesos el día que se la adjudicasen
“por la soliçitud y diligençia que en ello se pusiere”, si fuera de menor
renta abonaría la parte proporcional a esa cantidad. Si no se le podía
conceder una encomienda, entonces solicita una cédula real para que se
le adjudique la ayuda de costa de 300 pesos que gozaba Madalena Cam-
pos sobre la Real Caja de Mérida que había quedado libre por muerte de
la poseedora, a cambio pagaría 600 pesos “luego a letra vista”.
No habiendo lugar a las dos anteriores, en su lugar solicita también
una cédula para que sobre la primera encomienda que se adjudicase a
cualquier persona se le situase una pensión de 300 pesos anuales sobre
dicha encomienda. Para esta petición se ampara en las mercedes que se
les había concedido a tres personas, en principio muy por debajo de su
estatus social. En primer lugar menciona a Hernando de Velloriro, de
oficio mercader, que “sin tener ninguna desendençia de conquistador ni
poblador” se le había dado una merced similar; otro Miguel López de
Sosa, pintor y, el tercero, Francisco de Bracamonte, soltero; a cada uno
de los tres se les pagaba sendas pensiones que estaban situadas sobre
las encomiendas de Motul y Tekax que pertenecían a Andrés Dorantes.
En el caso de que se le concediera dicha pensión, a cambio, pagaría 500
pesos. Y si no podían concederle ninguna de estas mercedes solicita
2,000 ducados de Castilla en vacante de indios, durante el tiempo que

100
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

estuvieren sin encomendar, es decir, durante el tiempo que transcurría


desde que una encomienda quedara vacante hasta que se le adjudicase
a otra persona, y por esta merced abonaría 500 pesos. Por último, si
ninguna de estas peticiones fuera viable, solicita que se le adjudicase el
oficio de defensor de indios que a la sazón estaba vacante y, a cambio,
daría 1,000 pesos.125
No hemos podido saber si le fue concedida alguna de las mercedes
solicitadas, pero cuanto menos llama la atención la mentalidad de este
personaje sobre las concesiones de mercedes que el rey otorgaba, con-
sideradas como una especie de compra-venta en almoneda pública. Lo
que sí es cierto es que Domingo de Aguirre se declara “noble” y, además
solicita las mercedes basadas en sus propios méritos y servicios y en los
del linaje de su mujer y cree tener derecho a ellas “conforme a las leyes
de sucesión”. De la misma forma, sus méritos son hechos de armas y
no por dedicarse a oficios considerados viles como si lo eran los gra-
tificados del párrafo anterior, uno mercader, el otro pintor y el tercero
tampoco cumplía uno de los requisitos básicos para acceder a este tipo
de mercedes, era soltero.
Aunque hasta aquí sólo hemos hecho referencia a hombres que soli-
citaban mercedes, fueron numerosas las mujeres que también las pidie-
ron. Más atrás hemos mencionado el caso de Ana de Figueroa que, ade-
más de la ayuda de costa que se le había concedido a su abuela de 150
pesos sobre las encomiendas que se quitaron a Montejo el Adelantado,
solicitaba, más del triple de ésta, otra de 500 pesos para toda su vida,
en concepto de dote, para poder casarse.126 También Inés de Castañeda
pedía que se le mantuviera la pensión de 100 pesos que le había con-
cedido el gobernador Luna y Arellano, situados sobre la encomienda

125  AGI, Patronato, 86, N4, R1.


126  AGI, Patronato, 79, N2, R4.

101
que había heredado su hermano y que a su muerte le fue adjudicada a
Agustín Larrea. Esta disposición se declaró nula al negarse a pagarla los
oficiales reales por las cédulas reales que señalaban que los gobernado-
res no podían dar este tipo de mercedes sin la aprobación del monarca.
Ante esta negativa es cuando Inés de Castañeda solicita al Consejo
Real le fuera admitida la probanza de los méritos y servicios de sus
antepasados con presencia de testigos que ratificaban lo contenido en
la información de la peticionaria. Hija legítima de Pedro Álvarez de
Castañeda, uno de los primeros conquistadores, casado y velado con
Beatriz de Cabrera “según orden de la Santa Madre Iglesias”, al morir
ambos, se había quedado ella sin ningún tipo de ingresos o ayudas para
sustentarse.127
Está claro que tanto unos como otras solicitan las mercedes al rey
porque consideraban que tenían derecho a ellas. Las leyes que se fue-
ron imponiendo, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XVI
por Carlos V y Felipe II y algunas ratificadas a principios del XVII por
Felipe III así lo promulgaban, beneficiar y gratificar a los descendientes
de los conquistadores y primeros pobladores.
No obstante, una vez establecido el linaje, a medida que avanza el
siglo XVII y durante el XVIII, van a ser sobre todo los méritos propios
en los que se basen las peticiones de mercedes, gratificaciones o grados
en las milicias. Ello no obsta para que continúen mencionando en sus
probanzas los servicios prestados por sus antepasados conquistado-
res. Todavía en el siglo XVIII encontramos este tipo de fundamentos,
declarando algunos de los peticionarios ser descendientes del propio
Francisco de Montejo el Adelantado. De todas formas, aunque señalen
este tipo de méritos, en esta región, desde luego, será la función militar
la que prime sobre cualquier otro tipo de servicios prestados. Está claro

127  AGI, Patronato, 86, N2, R1.

102
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

que la mentalidad social continúa casi inamovible, siendo el ejercicio


militar la prebenda primordial del noble desde tiempos remotos y es la
que llevaba aparejada la concesión de recompensas. Mentalidad alejada
aún de la idea de utilidad, hija de la Ilustración, que van a tratar de po-
ner en práctica los monarcas de la nueva dinastía borbónica, avanzado
el siglo XVIII. Aunque la mentalidad guerrera como acreedora de todas
las prebendas va a continuar subsistiendo durante mucho tiempo aún.
De esta forma, desde los inicios de la época colonial, en Yucatán se
conforma una élite social en la que los conquistadores y primeros po-
bladores van a ser los creadores de los principales linajes, bien es cierto
que en el caso de Campeche los hombres dedicados al comercio, dadas
las características de la Villa, principal puerto de la provincia, van a
ocupar también la cúspide de la jerarquía social. Sabemos que el comer-
cio, sobre todo el gran comercio, en ocasiones se consideraba una pro-
fesión ahidalgada, puesto que la dirección en este ámbito económico no
se consideraba oficio vil, ya que no trabajaban con las manos. De una
manera u otra, esta élite surgida desde el inicio del dominio hispánico
se va ir alimentando de otros elementos, en ocasiones, provenientes de
la península ibérica, sobre todo a través de la vía del matrimonio y, en
general, creándose complicadas redes clientelares muy endogámicas,
en una sociedad muy cerrada, que acaparaban los poderes principales
de la región, tanto eclesiásticos como civiles, militares y económicos,
ocupando la cúspide social y cuyos ecos permanecerán hasta épocas
bastante recientes.

La milicia y los Méritos y Servicios en el siglo XVIII

Como se ha visto, desde inicios de la Colonia en la Provincia de Yuca-


tán se fue creando una sociedad estratificada en cuya cúspide se situaba

103
un grupo conformado por los conquistadores y primeros pobladores.
A medida de que se fue consolidando la sociedad colonial, sus descen-
dientes, amparándose en sus propios méritos y servicios y en los de sus
antepasados, continuaron acaparando los lugares privilegiados en el en-
tramado social a través de diversos mecanismos. Además, este grupo
se fue nutriendo con los españoles que fueron llegando a la Provincia y
establecían alianzas, sobre todo a través del matrimonio, con las élites
locales; manteniéndose una mentalidad social basada en las caracterís-
ticas que englobaba el estamento nobiliario en la Castilla de la época.
Aunque en la sociedad novohispana, en general, fueron introduciéndose
nuevos grupos con intereses más diversos, como las actividades econó-
micas, en el caso de Yucatán también para el siglo XVIII la base social de
la élite se fue ampliando, no obstante, el nacimiento, el linaje, la función,
se mantienen vivos en la mentalidad del grupo social dominante.
Centrándonos en las relaciones de méritos y servicios de finales del
siglo XVII y del XVIII podemos observar que se entremezclan aque-
llas funciones militares y civiles, esto es se narran las gestas militares
realizadas y a la vez, como premio, la ocupación de algún cargo en la
administración. Tenemos el caso del capitán Bartholomé de la Garma,
relata que llegó a estos reinos con plaza de soldado y participó en las
campañas contra los itzáes, alcanzando el grado de capitán. Todos los
militares cuando ascendían en sus cargos debían de pagar el impuesto
de la media annata al rey, no obstante, en el caso de estas campañas
quedaban eximidos de su pago. Las razones de no tener que pagar este
impuesto era que se consideraban guerras vivas, esto es cuando existía
una participación militar activa, como la actuación expuesta en la lucha
para someter el Petén Itzá y también los que ocupaban los diversos pre-
sidios de las Indias, en lucha contra la piratería o el contrabando. Como
premio a sus actividades militares el Cabildo, Justicia y Regimiento de

104
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

la ciudad de Mérida le nombró, en 1693, mayordomo y administrador


del pósito y alhóndiga, mencionando que estos cargos solo se conferían
a personas de calidad.128 Posteriormente, el cabildo le nombró procura-
dor general y en 1701, otra vez, administrador del pósito.
Una situación similar fue la vivida por el capitán Francisco Cid Xi-
menez quién, después de haber servido en diferentes oficios militares
fue nombrado mayordomo del pósito y alhóndiga, esta vez de la villa
de San Francisco de Campeche. Posteriormente, obtuvo el puesto de
alcalde ordinario y de la Santa Hermandad de la dicha villa.129
Pero no eran solamente los méritos militares y civiles los que se men-
cionan al hacer cualquier relación en solicitud de alguna prebenda, sino
que también se refieren a la ascendencia familiar, por lo general de sus
esposas, mencionando ser descendientes de conquistadores. Es el caso
del sargento mayor Antonio de Ayora y Porras que ejercía el puesto de
castellano del “castillo de la ciudad de Mérida de Yucatán”, el sargento
Ayora había ocupado el cargo de administrador de la Real Hacienda, sin
goce de sueldo, y diversos cargos militares hasta ser nombrado caste-
llano. En esta ocasión, en 1717, solicita un sueldo de sesenta escudos y,
como mérito, también aduce que su esposa, Beatriz Argaez desciende
de conquistadores.130
Muy similares son los méritos y servicios que va a presentar su sucesor
Antonio de la Helguera y Castillo en el cargo de castellano de la ciudadela
y castillo de San Benito en Mérida. Según sus declaraciones había llegado
a la ciudad en 1698 y comenzó a servir al rey en una de las Compañías de
Infantería Miliciana “con armas, municiones y caballos a su costa” hasta
1706 que fue nombrado capitán también sin recibir ninguna prestación.
Esto es, según sus informes no había obtenido ninguna remuneración por
128  AGI, Indiferente, 136, N. 171.
129  AGI, Indiferente, 139, N. 159.
130  AGI, Indiferente, 139, N. 111.

105
los servicios prestados durante varios años en la milicia. Su recompensa le
provino cuando fue electo primero alcalde ordinario del cabildo merida-
no y después de la Santa Hermandad, posteriormente ocupó el cargo de
regidor y también de procurador síndico general de la provincia. En 1716
volvió a la milicia activa al ascender a capitán de la Compañía de Caba-
llos Corazas donde sirvió seis años, de aquí pasaría a ocupar el puesto de
castellano de la Ciudadela de San Benito a la muerte de su predecesor. Su
ascendencia aristocrática la lograría al contraer matrimonio con doña.
Bartolina Enríquez de Novoa y Cepeda, descendiente de conquistadores y
primeros pobladores de la provincia.131
En ocasiones, las relaciones de méritos y servicios son mucho más pro-
lijas, como ocurre con la solicitud presentada por el capitán de infantería
española Francisco de Solís Osorio, a la sazón procurador general de la
provincia. Este capitán relata minuciosamente todos los hechos milita-
res y civiles de sus antepasados, descendiente por parte de madre, de los
gobernadores Guillén de las Casas y Carlos de Arellano, remontándose
en su ascendencia familiar a Francisco de Montejo y por parte de padre
de conquistadores y primeros pobladores. Un hecho a destacar en esta
relación son todas las estrategias matrimoniales llevadas a cabo durante
más de ciento cincuenta años, mostrando una endogamia inherente en
tales estrategias, esto es, los recién llegados de la península ibérica o de
otros lugares de las Indias donde habían servido en distintos cargos civi-
les o militares, al llegar a Yucatán contraían matrimonio con las descen-
dientes de los conquistadores. El padre del solicitante, Francisco de Solís
Osorio, “imitando a sus progenitores y antepasados”, había mantenido y
mantenía “su casa poblada en la ciudad de Mérida, con armas, caballos y
criados”. Por supuesto, el destino del hijo estaba sellado y desde que tuvo
edad para manejar armas se había empleado como soldado, llegando a

131  AGI, Indiferente, 142, N. 141.

106
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

ser capitán de infantería y ocupando después el puesto de teniente de


gobernador.132
Todo ello nos demuestra que en casi doscientos años la mentalidad
de la élite yucateca poco había cambiado. Los recién llegados, bien de la
península ibérica o de otros lugares de las Indias, continuaban con las
mismas estrategias, y a través del matrimonio se iban incorporando en
aquellas familias que ocupaban el vértice de la sociedad, manteniendo
la idea de que los hechos de conquista, aún de ciento cincuenta años
atrás, seguían siendo un rango distintivo para formar parte de la élite
social y cómo ellos consideran ser “herederos” de los méritos y servicios
de sus antepasados. Esto es, esta “herencia” les daba derecho a solicitar
ascensos y mercedes por parte del rey, de igual forma les daba potestad
para ocupar puestos oficiales civiles y formar parte de la cúspide social.
Cabe señalar, en este sentido, que en las relaciones de méritos y ser-
vicios del siglo XVIII son menos aquéllos que hacen referencia a su
limpieza de sangre, como el caso de Cristóbal Leyton Garrástegui y
Tamudo. Este militar había abandonado su ciudad natal, Mérida, para
servir en diferentes puntos de las Indias en defensa de su majestad, a su
regreso solicita la herencia de sus padres fallecidos mientras él estaba
en servicio. Además de la relación de todos sus méritos militares, apor-
ta una serie de certificaciones, como la fe de bautismo resguardada en
la catedral, donde hace constar su legitimidad y a través del testimonio,
ratificado por el escribano público y real, se asienta en 1738 que
Los expresados sus padres son españoles conocidos, cristianos
viejos, limpios de toda mala raza de moros, judíos y nuevamen-
te convertidos, habidos, tenidos y comúnmente reputados por
tales.133

132  AGI, Indiferente, 136, N. 110.


133  AGI, Indiferente, 148, N. 66.

107
Declaraciones que sí encontramos mencionadas, por ejemplo, cuando
las relaciones se refieren a eclesiásticos. Es el caso de Rafael María de
Gorospe y Padilla, vicario general de Yucatán, quién en 1759, declarando
sobre su ascendencia familiar, asienta que sus padres y progenitores por
ambas líneas “han sido cristianos viejos, limpios de toda mala raza” y,
además en esta ocasión, “caballeros hijosdalgo notorios”.134 La informa-
ción la realiza para que le fuera concedida “alguna de las prebendas de las
Iglesias de Nueva España”. La mención a la limpieza de sangre se presenta
sobre todo cuando en los informes se menciona a algún eclesiástico, ya
sea el solicitante o pariente, como es el caso mencionado más arriba de
Francisco Medina Cachón que también era sobrino de un obispo.
Parece ser, que a la altura del siglo XVIII en la provincia de Yucatán,
no era tan importante la demostración de los estatutos de limpieza de
sangre, apenas aparecen mencionados en las informaciones de méritos
y servicios, primando más las actividades, la función militar, del solici-
tante o de sus antepasados remontándose a los conquistadores y bene-
méritos. En el mismo sentido, aunque en ocasiones se hace mención a
la hidalguía, no es recurrente, lo que señala la conciencia de pertenen-
cia a la cúspide del estamento nobiliar de la provincia la pervivencia de
la mentalidad de que la función militar era la que les situaba en ella, sin
necesidad de otros atributos.
En este sentido, entre las mercedes solicitadas, son varias las peticio-
nes de un ascenso en el cargo militar u oficio civil, lo que ratifica la idea
de que, la función, el servicio al rey, en la administración civil o en la
milicia, junto al servicio a la Iglesia, era lo que les daba la preeminencia
social. Por tanto, a pesar de todos los cambios que se habían producido
en la sociedad colonial, en Yucatán al menos, no se aprecia un cambio
significativo en la mentalidad social en vísperas de la Independencia de
aquél de inicios de la Colonia.

134  AGI, Indiferente, 158, N. 26.


108
Capítulo III
Familia: sociabilidad y gananciales

A través de páginas anteriores hemos podido conocer cómo se fue


creando la élite, o el grupo dirigente de la sociedad colonial yucateca
y para ello el papel que desempeñaba la familia como célula básica de
sociabilidad era fundamental. La familia como grupo en el entrama-
do social, en una institución en donde primaba el anti-individualismo,
constituía el núcleo de la convivencia y en torno a ella se tejía una red
de solidaridades y fidelidades. La solidaridad inherente a la familia no
se limitaba al estrecho ámbito de los primeros grados de parentesco
consanguíneo, las redes de solidaridad eran mucho más amplias, bien
a través del matrimonio o del parentesco espiritual. También, la fami-
lia se encuadraba en un linaje, es decir, en un grupo de parientes en
diverso grado de ascendencia y descendencia, emanados de un tronco
común y del que se podían recibir renombre y consideración, creándose
los linajes por su antigüedad y preeminencia social.
La conformación de las élites fue un largo proceso que en las pose-
siones españolas de América se inició con el momento mismo de la
Conquista. Como se ha visto, los personajes que habían participado en
aquella podían elaborar sus relaciones de méritos y servicios y con ellos
comprobar su lealtad a la Corona y así se hacían merecedores de enco-
miendas, de mercedes, de tierras, de aguas, etc. Existen diferentes acep-
ciones para el conocimiento de las élites y en ocasiones se menciona a

109
la élite de determinado lugar, o bien se les da otros nombres como el de
grupo de privilegiados, de notables, de importantes, de ilustres, de res-
petables, de poderosos; sin embargo, no hemos encontrado hasta ahora
una definición operativa del término, quizás porque su conformación
varía tanto en el tiempo como entre las regiones. En algunos lugares
los grupos son tan compactos e identificables a través del tiempo que
han merecido trabajos más minuciosos, en los que se han elaborado
complicadas bases de datos, que en ocasiones han llegado a elaborarse
índices de prominencia.135
No obstante, en la mayoría de los casos se enumera una serie de atri-
butos que permite establecer una imagen del grupo. Algunos traba-
jos mencionan los lazos matrimoniales y las redes de parentesco como
mecanismos de integración. En cuanto a las élites latinoamericanas se
afirma que han estado dominadas por un grupo privilegiado, y que este
privilegio descansaba en la fama y en los laureles heredados, creándose
así linajes familiares de un arquetipo particular.136 Se describen tam-
bién como grupos de familias poderosas, estrechamente ligadas, que ya
desde el siglo XVI, fueron ocupando cargos en los cabildos civiles por
designación o mediante la compra de los mismos; en la Iglesia o como
funcionarios reales.137 Siempre exhibían sus preeminencias y privile-
gios, a la vez que hacían gala de su riqueza a través de la ostentación en
el vestir. Pero también por el número de empleados domésticos, la ri-
queza del ajuar de casa, en la piedad manifestada públicamente a través
de capellanías, donaciones o construcciones para la iglesia, propiedades
rurales –ganaderas o agrícolas– muy prósperas y la magnificencia de
sus casas localizadas en las principales calles de ciudades y villas.

135  Casasola, 2003.


136  Casasola, 2003.
137  Lloveras de Arce y Medardo Ontivero, 2004.

110
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Familia y redes familiares

Para conocer e interpretar las conductas adoptadas en relación con la


familia puede aceptarse cierta homogeneidad entre conquistadores y
primeros pobladores, muchos de ellos conocidos y tratados también
como beneméritos. Estos conquistadores y vecinos de las primeras ciu-
dades y villas, siempre hacían valer sus méritos y servicios para sí y
su descendencia. Ambos constituyeron grupos representativos de sus
respectivas posiciones y de las estrategias familiares que favorecían su
adaptación.138 Estrategias que se tejían en torno a alianzas matrimonia-
les a través de las cuáles se lograba una movilidad social ascendente y la
posibilidad de ocupar un lugar destacado en la jerarquía social. A través
del matrimonio se fue afianzando su posición en la sociedad creándose
redes familiares que aseguraban la transmisión de la herencia inmate-
rial, es decir del prestigio. Éste fue un elemento estructural, integrador
y estabilizador del orden social, en el que se tenía que manifestar una
determinada calidad y asumir sus normas de sociabilidad.139
La idea de familia que los españoles trajeron consigo a la Nueva Es-
paña enfatizaba una estructura de parentesco muy extensa y en la cual
las relaciones a través de la mujer se reconocían tanto como las que
existían a través del varón. La identidad familiar determinaba, más que
ningún otro factor, el lugar que ocupaba un individuo en la sociedad y
la lealtad familiar era quizá el más alto valor de la misma.140 El marco
familiar servía para cerrar, cohesionar e impermeabilizar al grupo, con
el fin de concentrar el poder y el honor en un reducido número de fa-
milias emparentadas entre sí o enlazadas con otras élites. Pero las rela-
ciones de asistencia y solidaridad no se limitaban sólo al plano familiar.
138  Gonzalbo Aizpuru, 2005, p. 111.
139  Chacón Jiménez y Hernández Franco, 1992, p. 8.
140  Kicza, 1991, p. 75.

111
El tejido social estaba impregnado de múltiples formas de clientelismo
que, teniendo como vértice a un personaje o familia notable, proyectaba
sobre otras personas, que podían pertenecer a diferentes capas sociales,
los lazos de asistencia, protección y ayuda mutua. Estas formas de clien-
telismo estaban presentes también en el plano político y de gobierno,
llegando a ser la forma habitual del ejercicio del poder a cualquier escala.
Era una realidad social plenamente admitida.
Como se ha visto, el acceso a los cargos capitulares fue desde un prin-
cipio clave de poder y mecanismo de control político de la nueva socie-
dad creada tras la Conquista. Pronto se establecerían redes familiares
sobre todo a través de herencias de los cargos públicos propiciadas por
la venalidad de los oficios que constituían una vía para su consolida-
ción. En el caso de la provincia de Yucatán es cierto que dependiendo
de los núcleos iban a variar esas características, en Mérida y Valladolid
el poder quedaba en manos de los encomenderos que participaban en
las conquistas militares y en la defensa de la población. En Campe-
che, donde la encomienda no había tenido el mismo arraigo, sería sobre
todo la dedicación al comercio y la defensa ante los ataques piratas la
que asentase el linaje de las diferentes familias. En todo caso, en esta
región, al igual que se había producido en la Castilla de la época se dio
un proceso de oligarquización de los cabildos en manos de unas pocas
familias que regirían la sociedad de la época entendida en sus aspectos
más laxos.
Un aspecto que también hay que tener en cuenta en la conformación
de las redes clientelares, es la conexión entre muchas de estas familias
yucatecas criollas o beneméritas con la Iglesia. No sólo se emparen-
taban los descendientes de aquéllas entre sí a través del matrimonio,
sino que también algunos de los miembros entraban a formar parte
del clero. Al provenir estos hombres de iglesia de linajes reconocidos

112
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

contaban con los recursos suficientes para fundar capellanías para su


sustento mientras obtenían un curato y, después de un tiempo razona-
ble, podían llegar a ser beneficiados de pueblos distantes aunque con la
pretensión de acercarse lo más posible a la capital141 y, más tarde, según
su desempeño y recursos podían incluso llegar a formar parte del ca-
bildo catedralicio.
A pesar de que la riqueza, en principio, no determinaba por sí sola el
estatus social del individuo de la época, sí es cierto que cada vez iba a
tener más importancia, sobre todo a medida que avanzara el siglo XVII,
cuando las ayudas de costa o pensiones por los méritos y servicios ya
no se iban a distribuir con la misma largueza que en épocas anterio-
res.142 Además, en muchos casos, los poseedores de las encomiendas
iban a sufrir diferentes vaivenes y para seguir manteniendo el estatus
alcanzado se abrirán a las alianzas matrimoniales con aquellos que
tenían abundantes medios económicos como eran los comerciantes.
Ahora bien, no hubo cambio de un grupo por otro, sino que el grupo
ascendente se integró plenamente con el que estaba en la cima. En opi-
nión de González Muñoz y Martínez Ortega, cuando las encomiendas
perdieron rentabilidad económica en el siglo XVII los encomenderos,
para remediar sus problemas monetarios, llevaron a cabo ventajosas
alianzas con personas que dependían de recursos independientes a las
encomiendas, como eran los comerciantes y los hacendados.143 Eviden-
temente ello supuso para estos últimos la gran oportunidad de entron-
car con los beneméritos de la provincia y entrar así a forma parte de la
cerrada élite local.
Desde las etapas iniciales del establecimiento colonial hubo grupos
de familias que se situaron en la cúspide de la sociedad y contribuyeron
141  Campos Goenaga, 2011, p. 105.
142  AGI, México, 244, N. 42.
143  González Muñoz y Martínez Ortega, 1989, pp. 206-208.

113
a formar los núcleos oligárquicos; con mayor o menor éxito lograron
mantener su posición prominente a lo largo de varias generaciones y
enlazar oportunamente, por uniones matrimoniales o por convenios
mercantiles, con los nuevos grupos en ascenso. Las familias de notables
llegaron a consolidar su mayor influencia en el tránsito hacia la vida
independiente, pero seguramente no habrían tenido tal éxito si no hu-
biera existido una larga tradición, universalmente aceptada, de apoyo
mutuo y reconocimiento dentro de extensas redes familiares.144

El régimen matrimonial en la sociedad colonial: la dote

El estudio sobre cualquier punto de la institución matrimonial, en este


caso en sus aspectos económicos, requiere de un análisis histórico para
sentar las bases y entender el régimen matrimonial, la sociedad conyu-
gal y sus responsabilidades.145
Una de las prestaciones matrimoniales más importante entre la élite
a la hora de concertar enlaces era la dote que, en pocas palabras, se
puede definir como el conjunto de bienes y servicios que se intercam-
bian entre los contrayentes y sus familias para las concertaciones ma-
trimoniales. Este sistema, con múltiples nombres, ha sido abordado por
los antropólogos que han tenido interés en los sistemas de parentesco
en culturas diversas y han planteado numerosas hipótesis según sus
perspectivas.146 El fondo de la novia o el precio de la novia son algunos
términos que se han venido utilizando. El término dote ha tenido un
uso bastante limitado, circunscribiéndose a las sociedades hindúes y a
la Europa mediterránea, desde donde se difundió a América.

144  Gonzalbo Aizpuru, 2005, p. 128.


145  Para un recorrido histórico sobre el régimen patrimonial ver Alarcón Palacio, 2005.
146  Entre los clásicos puede consultarse Mair, 1972; Radcliffe-Brown, 1989.

114
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Acotando más el término, y para diferenciarlo del precio de la novia


o del fondo de la novia, la dote es el bien o el conjunto de bienes que la
familia de la novia entregaba al futuro marido y podía incluir, dinero,
tierras, ganado, mercancías, joyas, ajuar doméstico o femenino, mue-
bles, etc. En resumen, lo necesario o parte de lo necesario, dependiendo
de las fortunas familiares, para establecer un nuevo hogar. Así era en-
tendido en España durante esta época, como se puede constatar en la
enunciación que ofrece el Diccionario de Autoridades (1726) que define
la dote como la hacienda que lleva la mujer cuando se casa o entra en
religión.147 Entre las contribuciones al matrimonio también existía un
elemento adicional denominado arras que consistía en una cantidad de
dinero que el marido prometía a su esposa en el momento del compro-
miso o esponsales y cumplía una doble función: la de garante de que el
matrimonio se llevara a cabo efectivamente y como regalo que hacía el
marido a la esposa por su virginidad y pureza.148
Dichas contribuciones matrimoniales eran una forma de demostrar
públicamente el lugar que cada uno ocupaba en la sociedad. Las unio-
nes matrimoniales eran acontecimientos sociales significativos. Las éli-
tes hacían uso de pompa pública sin importar los gastos o complicacio-
nes que pudieran ocasionar al patrimonio familiar; los grupos menos
favorecidos económicamente trataban de imitar este comportamien-
to según sus posibilidades, aportando algunos vestidos y muebles que
constituirían el ajuar.
Cuando las aportaciones eran significativas económicamente se so-
lían legalizar ante notario a través de una carta dotal, en la cual se des-
cribían y tasaban todos los bienes que aportaba la esposa y, en algunos
casos, también se mencionaban las arras o el aporte del marido. La
dote podría considerarse como parte de un conjunto de estrategias que
147  Diccionario de Autoridades, II, 1990, p. 341.
148  Gamboa, 2003.

115
desplegaban las élites con el fin de establecer una diferenciación social
contundente para distinguirse de otros grupos.

Bienes gananciales

Todo lo mencionado anteriormente era extremadamente importante


para formar parte de la élite, sin embargo podían existir familias em-
pobrecidas que conservaban apellidos linajudos y que preservaban un
honor sin tacha, haciéndose atractivas en el mercado matrimonial aun
cuando no pudieran aportar nada significativo económicamente a tra-
vés de las prestaciones matrimoniales. Es importante recalcar que a la
larga terminaban siendo grupos endogámicos, entendiendo esta endo-
gamia no únicamente como sanguínea, sino incluyendo el parentesco
por afinidad de grupo o espiritual, lo que reforzaba esta situación pa-
rental de las élites.
Otro de los aspectos importantes a considerar en las estrategias ma-
trimoniales son los bienes gananciales (o sólo gananciales) dentro del
matrimonio y sobre todo en aquellos en los cuales se aportaba una dote.
El Diccionario de Autoridades define los bienes gananciales como los
que se adquieren en la sociedad del matrimonio y se dividen después
entre los casados.149 Estos bienes partían de lo que aportaba la mujer
al matrimonio como dote, que era administrado por el marido y éste
tenía la responsabilidad de que dicha aportación no menguara sino que
se incrementara porque los herederos, en un momento dado, podían
reclamar su parte correspondiente. También se consideraba como par-
te de los gananciales todo lo adquirido durante el matrimonio a través
de empleos, comercio, empresas productivas por parte del marido, es

149  Diccionario de Autoridades, I, 1990, p. 604.

116
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

decir, todo el fruto de su trabajo, dentro de éstos bienes no se incluían


las propiedades adquiridas antes del enlace.
Sin embargo, no siempre se daba una situación idílica entre las fa-
milias en lo que respecta al mantenimiento o incremento de los bienes
adquiridos, pues existen numerosos casos que manifiestan disensiones
que llegaron a denunciarse ante los tribunales de justicia y, en ocasio-
nes, los enfrentamientos perduraron en el tiempo.

Conflictos entre élites: El caso de la condesa viuda de Miraflores

Un proceso que ejemplifica este tipo de situaciones es el que se sus-


tanció entre algunos miembros de la élite yucateca a finales del siglo
XVIII. Las familias involucradas habían pertenecido por generaciones
a este grupo, casi todos ellos habían sido beneficiados con encomien-
das, sus apellidos estaban vinculados a altos grados militares, al cabil-
do e incluso algunos pertenecían a la nobleza. La serie documental del
proceso comienza en junio de 1781,150 pero se percibe que los conflictos
eran anteriores.
Una de las protagonistas fue la condesa Ildefonsa de Marcos Bermejo
y Castillo, para ese entonces viuda del conde de Miraflores, hija del ca-
pitán y alcalde ordinario José de Marcos Bermejo y Magaña y de Josefa
del Castillo y Cano. Doña Ildefonsa había contraído matrimonio con
Santiago Calderón de la Helguera, noveno hijo del capitán Pedro Cal-
derón y Garrástegui, conde de Miraflores.151 Ildefonsa, tras la muerte de
su hermana Tomasa, reclamaba a su cuñado José Domingo Pardío de
la Cerda, a quien durante los primeros años del conflicto lo menciona
como “mi muy querido hermano” según los códigos de honor entre los
150  Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Instituciones Coloniales, Vínculos y
Mayorazgos, vol. 120.
151  Valdés Acosta, II, 1926, p. 195.

117
miembros de esta élite, las gananciales que por muerte de su esposa se
revertían a sus padres según se había estipulado en el testamento de la
difunta.
El padre de Ildefonsa y Tomasa había nombrado a la primera, que por
entonces ya estaba viuda, como su única y universal heredera. En la he-
rencia iba incluido el cobro de gananciales del matrimonio de Tomasa,
que había aportado al matrimonio por concepto de dote la considerable
suma de 6,000 pesos, más ajuar y joyas pero sin mediar carta dotal,
punto que hay que retener, pues será básico para entender el conflicto.
Para comprender la compleja red de relaciones entre las élites donde
están presentes la endogamia y el parentesco por afinidad o espiritual
y, por supuesto, los lazos clientelares es necesario explicar las diversas
uniones que se habían producido entre ambas familias en conflicto.
El cuñado viudo, José Domingo Pardío y de la Cerda fue hijo del capi-
tán Juan Pardío y Ordoñes y de Isabel de la Cerda y Figueroa. Se había
casado en primeras nupcias con Manuela Inés del Puerto y Méndez,
hija del capitán Jerónimo del Puerto y de este matrimonio nacieron dos
hijos, Juan Roque y José Ignacio.152 También se menciona que tuvo otra
hija, Isabel, que se había casado con Juan Bernardino Garrástegui,153
sobrino y heredero del conde de Miraflores.
Asimismo, su hijo Juan Roque se casó en primeras nupcias con Ma-
nuela de Solís y Castillo y en segundas con Teresa de Vergara y Solís,
hija del capitán y regidor Juan de Vergara y de la Cerda. Su segundo hijo
José Ignacio Pardío y Puerto contrajo matrimonio con María Antonia
de Solís y Zavalegui, hija del regidor Ignacio de Solís y sus padrinos
fueron el conde de Miraflores Santiago Calderón e Ildefonsa de Marcos
Bermejo.154 Hasta aquí podemos ver cómo se iban tejiendo las redes
152  Valdés Acosta, II, 1926, p. 362.
153  AGN, Instituciones Coloniales, Vínculos y Mayorazgos, vol. 120.
154  Valdés Acosta, II, 1926, p. 363.

118
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

familiares, en este caso no tanto por lazos de sangre pero sí espirituales


o de compadrazgo.
La hermana de la condesa de Miraflores, Tomasa de Marcos Bermejo
y Castillo, como se ha dicho, aportó al matrimonio la dote de 6,000
pesos en monedas de plata, más alhajas de oro, piezas de plata labrada
y ropa, sin que su marido entregara formalmente instrumento públi-
co legalizado ante notario. Murió en 1754 y en su testamento instituyó
que, ante la ausencia de descendientes directos, nombraba por únicos
herederos universales a sus padres, el regidor decano Josef de Marcos
Bermejo y Josefa del Castillo, reservando para su marido un tercio de
sus bienes. Fallecida Tomasa y sin haber hecho inventario ni el viudo
ni los herederos, éstos (sus padres) recibieron 4,000 pesos, después de
haberse descontado el tercio convenido que correspondía a su viudo,
más ropa, alhajas y plata labrada. Años después, tras el fallecimiento
de ambos progenitores, Ildefonsa, condesa de Miraflores, se convirtió
automáticamente en única heredera de los bienes de sus padres y, ocho
años después, demandó los gananciales a su cuñado.
El conflicto era realmente complicado, pues habían pasado ya vein-
tisiete años desde la muerte de Tomasa. El viudo José Domingo Pardío
había entregado en su momento a su suegro los aderezos de diamantes
y ropa de su esposa. Cuando la condesa viuda de Miraflores se convirtió
en la heredera universal, le pidió cuentas sobre los gananciales habidos
en los doce años que duró el matrimonio.
Ante esta petición, Pardío le hizo llegar a la condesa una cuenta de
bienes, en la que constaba que no hubo gananciales durante el matri-
monio. Con este documento y sin que se llegase en un primer momento
a formas jurídicas, guardando siempre los respetos “porque era propio
de su clase”, ella puso reparos, capítulo por capítulo, a la cuenta pre-
sentada. José Domingo Pardío argumentaba que después de veintisiete

119
años y debido a su avanzada edad no recordaba todos los detalles. Por
el contrario, al parecer, la condesa gozaba de excelente memoria y se
encargó de proporcionárselos con gran detalle.
Entre otras cuestiones, la condesa de Miraflores manifestaba que José
Domingo Pardío había obtenido por compra el oficio real de secretario
de gobernación y guerra, además su suegro le había dado a administrar
la tesorería de la Santa Bula de Cruzada,155 así como también los réditos
del holpatán,156 contribución a la que estaban obligados los indígenas157
y para lo cual también salía a subasta el cargo de tesorero del Holpatán,
considerado como un empleo honorífico, pues este título lo otorgaba el
monarca al que ofreciera una mayor postura en almoneda pública.
José Domingo Pardío, durante la minoría de edad de su hijo Roque,
había administrado la encomienda de Xocén, que había heredado de su
abuela. Asimismo, tenía la tutela y curaduría de su sobrino Juan Ber-
nardino de Garrástegui. Estos datos manifiestan un ejemplo claro de la
endogamia y las redes familiares tan arraigadas en esta élite local, las
cuáles se traducían en redes políticas y económicas.
El proceso que se entabló entre ambas partes fue largo y tuvo una
duración de treinta y un años. El 19 de junio de 1781 está fechada la pri-
mera respuesta de José Domingo Pardío a las reservas que había puesto
la señora condesa al plan o cuenta de bienes que le entregó para com-
probar que no hubo gananciales en el matrimonio que contrajo con su
hermana Tomasa, de cuyo enlace tuvieron un hijo que murió infante,
antes que su madre.
En primer lugar, José Domingo Pardío expresa que había que tener
presente que al cuerpo de bienes que se formaba por muerte de uno
de los cónyuges no correspondían los adquiridos y gastados durante el
155  Sobre este tema, Benito, 1996
156  Un impuesto de medio real que los indígenas aportaban para el salario de sus ministros.
157  Bracamonte y Sosa y Solís Robleda, 1996, p. 200.

120
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

matrimonio, sino únicamente los existentes al momento de su disolu-


ción, en este caso por fallecimiento de la esposa. José Domingo había
sido escribano mayor de gobernación y guerra y su primera anotación
hacía referencia a los emolumentos pertenecientes a su oficio, por el
que percibía un salario fijo de 1,000 pesos a lo que se añadían 1,992
pesos más que se le pagaban del ramo de holpatán al año, todo lo cual
sumaba más o menos 3,000 pesos y no los 6,000 que le reclamaba la
condesa. Asimismo refiere que de este oficio se debían deducir los pa-
gos que había efectuado a su teniente, oficiales y sirvientes que despa-
chaban los testimonios y otros documentos que continuamente pedían
de oficio los gobernadores. Por otro lado, mencionaba el alto gasto dia-
rio que ocasionaba el mantenimiento de su casa y familia, que de ha-
ber llevado la cuenta sobrepasarían los 1,500 pesos anuales. También
asentaba, como parte de los gastos que tuvo mientras estuvo casado,
lo costoso que fue la larga enfermedad de su padre hasta su muerte y
dos viajes que tuvo que hacer a la villa de Campeche como parte de su
trabajo. En definitiva, afirmaba que después de estas deducciones era
muy poco lo que le quedaba de lo percibido por el sueldo de sus oficios
y emolumentos.
En segundo lugar exponía que después de veintisiete años del
fallecimiento de su mujer, al presente gozaba de un caudal limpio, sa-
neado y desembarazado, pues no tenía gastos excesivos, como sí los
había mantenido durante el tiempo que había estado casado con doña
Tomasa. Reconocía haber comprado la estancia de ganado mayor Hum-
piczin nueve meses después de la muerte de su esposa, con una hipo-
teca de 2,000 pesos con elevados intereses que tuvo que pagar durante
cinco años y dejaba patente que si hubiera tenido dinero en ese enton-
ces la hubiera pagado de contado ahorrándose así 500 pesos de réditos.

121
En un tercer reparo expone que en la citada cuenta que dio a la con-
desa no mencionó que durante su matrimonio había pagado 11,908 pe-
sos que debía por la compra del oficio y que el pago que había hecho de
5,988 pesos al poco de casado fue con los 6,000 pesos de la dote de su
mujer, con la venia de su suegro, y que después lo fue reponiendo hasta
su total reintegro, porque las deudas contraídas durante el matrimonio
debían pagarse del bien común establecido.
La cuarta observación la realiza en base a la declaración de testimo-
nios públicos y notorios, pues era una persona sobradamente conocida
por sus vecinos, testigos a los que pidió le respondieran a un cuestio-
nario. En él solicitaba la constatación de que seis años después de la
muerte de su esposa había comprado la estancia de Oncán y el sitio de
San José que estaban gravados con 3,000 pesos de hipoteca, con lo que
intentaba demostrar que por entonces todavía no tenía el numerario
suficiente para comprar de contado. También que, mucho tiempo des-
pués, adquirió las estancias de Cucá y Chonlo y la casa de Sebastiana
García, su prima, y menciona que las pudo adquirir con sus ahorros y
con lo que producían ya las estancias de Tecoh, Oncán y el sitio de San
José. En este mismo apartado aclaraba que su hijo Juan Roque, no debía
a su muerte a la Curia Eclesiástica la cantidad de 14,000 pesos como
aseveraba la condesa, sino únicamente 5,580 pesos, que fue pagando
conforme lo iba juntando, según dejaba por escrito.
Juan Roque, hijo del primer matrimonio de José Domingo Pardío,
había heredado de su abuela María de la Cerda la encomienda de Xo-
cén siendo aún párvulo, por lo que la administración de las rentas de
ésta recayó en su padre. Con esta base argumentaba que ese dinero no
podía ser deducido del cuerpo de bienes como herencia, sino como de-
pendencia del mismo matrimonio. Por lo tanto, para pagar las deudas
de su hijo, a su muerte, no utilizó dinero de los bienes comunes, sino

122
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de los frutos de la encomienda e, incluso, para “aquietar su conciencia”


pagó deudas que su hijo había contraído, por lo cual estos pagos no le
competían a ella. Asimismo, menciona a Josef Pino Capote como tes-
tigo de que cuando su hijo obtuvo el empleo de coronel tuvo que hacer
frente a los bramantes y lila, tela de lana, que sirvieron para vestir a la
tropa y habían tenido un costo de 1,227 pesos que fue haciendo frente
con las rentas de su hijo.
Por lo que respecta a su función como curador158 y tutor159 de su so-
brino Juan Bernardino Garrástegui, Pardío menciona que en vida del
abuelo de Juan Bernardino, Pedro Calderón y Garrástegui conde de
Miraflores, comenzó la cobranza del impuesto de Lanzas160 y para pa-
gar lo que debía Juan Bernardino envió a la ciudad de México entre 800
y 1,000 pesos. Al enterarse el conde de Miraflores que se había hecho
cargo del pago le comunicó que ese dinero se le debía entregar a él
como responsable de los pagos por el título, en cuya virtud ordenó se
le diese. Es de notar que menciona no saber si el conde de Miraflores
pagó el derecho de Lanzas por el título de Juan Bernardino; al respecto,
158  La persona nombrada para cuidar de los bienes y negocios del menor de 25 años y mayor
de 14, ó del que no se halla en estado de gobernarlos por sí a causa de ser demente, mentecato,
o pródigo, ó por otra razón. El menor de 25 años que está en su acuerdo, no puede ser obli-
gado a recibir el curador sino en caso de pleito, más si le hubiere recibido ya, o le fuere dado
en testamento y confirmado por el juez con conocimiento de su utilidad, no puede desechar
hasta los 25 años (Escriche, 1993, p. 169).
159  El cargo de tutor; ó según dice la ley la guarda que es dada é otorgada al huérfano libre
menor de 14 años, ó según se define comúnmente, la autoridad que se confiere a una persona
primariamente para la educación, crianza y defensa del huérfano. La tutela se diferencia de
la curatela ó curaduría, en las cosas siguientes: la tutela se da solo á los pupilos, esto es, a los
que no han llegado a la edad de la pubertad, y la curatela a los adultos menores de 25 años.
La tutela se da primariamente para la custodia del pupilo, y la curatela por el contrario se da
principalmente para la guarda de los bienes (Escriche, 1993, p. 695).
160  Se llama asimismo cierto servicio de dinero con que contribuyen cada año los Grandes y
Títulos de ella. Llamóse así por haberse reducido a maravedíes el número de soldados con que
tenían obligación de servir a los reyes (Diccionario de Autoridades, II, 1990, p. 360).

123
creemos que no lo hizo porque en ningún registro hemos encontrado
mención de éste como conde, pero sí entendemos que su interés en
pagarlo estribaba en tener a alguien en su familia con título de nobleza,
pues además de ser su sobrino los ligaba el parentesco de afinidad por
haberse casado con su hija.
A la muerte del conde, sus herederos demandaron a José Domingo
Pardío y la sentencia estableció que como heredero de Juan Bernardino
era responsable de cualquier dependencia suya, por lo que tuvo que
entregar a Josef Calderón, hijo mayor y albacea, más de 1,000 pesos.
Conservaba en su poder igualmente un terno de diamantes que perte-
necía a Pedro Calderón y que había mantenido en su poder sólo por si
a su yerno le correspondiese alguna herencia de los bienes del referido
su abuelo y al constar que no fue así también lo entregó. A la muerte
de Juan Bernardino, aún viviendo Tomasa, José Domingo le hizo un
pomposo funeral con un costo aproximado de 315 pesos, como corres-
pondía a su estatus, desembolso que reconocía no haber puesto en el
monto de gastos en común; sin embargo, argumentaba que este hecho
no afectaba la formalidad de la cuenta entregada a la condesa, porque el
dinero pudo salir de las rentas de la encomienda de su yerno.
Por último añade que si después de todo lo expuesto con evidencias
y citas para su averiguación, la dicha su “hermana”, es decir la condesa,
juzgaba que si en vida de su esposa adquirió riquezas suficientes para
el reparto en gananciales, no le quedaba otro recurso que pedirle y su-
plicarle, no sin antes anotar “sin que por esto se entienda en quiebra, ni
cosa que disminuya la buena armonía que hemos guardado de muchos
años a esta parte”, que interpusiera una demanda judicial y él como
demandado contrataría su defensa. Sus argumentos eran que no podía
dejar de lado un asunto tan delicado, que estando solo –ya que sus hi-
jos habían muerto para ese entonces– y tener múltiples ocupaciones,

124
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

y dada su avanzada edad, no tenía ayuda para elaborar la cuenta de


bienes, además de que ya habían transcurrido veintisiete años desde la
muerte de su mujer.161
Los contraargumentos de la condesa de Miraflores al plan de satis-
facciones de José Domingo Pardío no se hicieron esperar. Hay que tener
en cuenta que los documentos hasta ahora reseñados son extrajudi-
ciales, anteriores al inicio de proceso ante el juez de primera instancia
y posteriores apelaciones ante la Real Audiencia de México hasta su
resolución en 1817.
En su escrito Ildefonsa manifestaba profundo pesar por lo que le pa-
recía total indiferencia a sus observaciones por parte del que todavía
consideraba “hermano” y, paso a paso, fue respondiendo a todas sus
alegaciones. En primer lugar reconocía que en el cuerpo de bienes no
se incluían todos los adquiridos durante el matrimonio, sino sólo los
existentes en el momento de su disolución. Planteó que tenía bastantes
fundamentos para considerar que durante el matrimonio se generaron
unos 72,500 pesos en emolumentos y rentas, descontando mil pesos
por cada año que vivió casada su difunta hermana, quedarían todavía
unos 60,500 pesos. Ratificó que aun cuando parte de este caudal fue
consumido en salarios de teniente y escribientes de la Secretaría, estos
bien pudieron haber sido sacados de los alquileres de las tiendas que
poseían.
Como segundo punto abordaba lo que José Domingo Pardío plan-
teaba, que de haber habido dinero contante en su casa al momento
del fallecimiento de su esposa no tendría la hipoteca de la estancia de
Humpiczin, a lo que ella manifestaba que a los pocos meses de haberse
muerto el hijo de Pardío, Juan Roque, se entregó dinero a la curia y se
hicieron pagos a acreedores particulares. Por tanto, el no haber pagado

161  AGN, Instituciones Coloniales, Vínculos y Mayorazgos, vol. 120, ff. 56-61.

125
los gravámenes de las fincas, incluyendo las de Juan Roque, no era de-
bido a falta de dinero.
Con mucha ironía refirió la condesa otro punto del alegato de José
Domingo, mencionando que estaba lleno “de tantas contradicciones,
que de todas ellas nace un milagro tan espantoso, que antes que críe
fuerza es necesario ahogarlo en la cuna”.162 Manifestaba que era mi-
lagroso que pudiera reponer los 5,989 pesos que utilizó, de los 6,000
pesos de la dote, para pagar el faltante de la compra del oficio de escri-
bano mayor, porque aseguraba Pardío que todo el tiempo de la vida de
su esposa mantuvo intacto el dinero de la dote y también dejó dicho
que la mayor parte de sus emolumentos y salario se invertían en pagar
los gastos ocasionados por su teniente, escribientes y criados. Además,
le recordaba que las rentas de sus hijos eran muy cortas y se iban per-
cibiendo con mucha lentitud, por lo tanto, lo milagroso del asunto era
¿cómo reunió tanto dinero si no tenía ingresos importantes?
En el siguiente apartado, haciendo alusión a lo planteado por José
Domingo respecto a los gastos a los cuales había hecho frente a fin de
vestir a la tropa que le tocó comandar a su hijo, dudaba de las cantida-
des declaradas, dado que los costes no solían ser tan elevados como era
público y notorio.
También tuvo la condesa una respuesta para rebatir el argumento
de que José Domingo nunca tocó dinero alguno aportado por su es-
posa para los gastos de tutelaje, lo cual implicaba pagar los derechos
de Lanzas por el título de nobleza, ni por los gastos ocasionados por el
suntuoso matrimonio de su hijo, fallecido también al momento de los
reclamos o de sus crecidas deudas, así como de la riqueza adquirida
después de fallecida su hermana. Consideraba que toda esta riqueza,
que incluía los emolumentos de sus empleos reales, varias haciendas y

162  AGN, Instituciones Coloniales, Vínculos y Mayorazgos, vol. 120, ff. 56-61.

126
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

sitios de campo bien poblados de ganado, una buena cantidad de piezas


de plata labrada y varias casas en la capital de la provincia, sumaba en
conjunto una buena fortuna. En primera lugar, suponía que las enco-
miendas de Juan Bernardino y Juan Roque, tutelado e hijo respectiva-
mente, sufrieron el común problema que padecían todas, es decir, no
cobrar los tributos en mantas jamás por entero, pues siempre se anotó
en los libros de cuentas bajas importantes en tributarios muertos, hui-
dos o defraudados. También ponía de manifiesto lo que ella considera-
ba incongruencias en las cuentas respecto a la herencia que dejó Juan
Bernardino. En la cuenta del cuerpo de bienes se asentaba que éste a su
muerte legó más de 10,000 pesos, sin embargo José Domingo mantenía
bajo juramento no haberle transmitido herencia alguna pero sí deudas.
La condesa viuda de Miraflores, considerando ofensivo lo planteado
por su ahora “cuñado”, ya no le denominaba “mi muy querido hermano”
y, tras un silencio de meses, concurrió ante la justicia del gobernador
y capitán general, quien tomó cartas en el asunto comisionando el 14
de diciembre de 1784, al sargento mayor Antonio de Acevedo para la
verificación y reconocimiento de las cuentas exhibidas. El escribano y
el comisionado pasaron a casa de José Domingo Pardío y, como era
costumbre, se le tomó juramento de verdad sobre las cuentas presenta-
das en 1781. Alegó reconocer la firma como suya pero no por legítimas
las cuentas, ya que después de más de veintisiete años tuvo noticia de
que la condesa, en virtud de una cláusula del testamento de su padre,
reclamaba las gananciales, materia del presente pleito. Argumentaba
que después de veintidós años que vivió su difunto suegro después de la
muerte de Tomasa, su esposa, jamás se le había solicitado judicial ni ex-
trajudicialmente la entrega de los bienes y que cuando tuvo noticia de
la cláusula en el año 81, elaboró como pudo la citada cuenta, porque no
se consideraba obligado a darla al haber manifestado a su suegro, en el

127
momento oportuno, cuando devolvió la dote, no haber habido ganan-
ciales quedando éste satisfecho. Incluso mencionaba que de la cuenta
no se redujo el tercio que le correspondía de las alhajas de oro, plata
labrada y ropa que le compró en vida a su mujer de su propio dinero.
Termina manifestando que todo ello había acontecido hacía muchos
años y que al presente no tenía en mente todos los detalles. Al firmar
establecía “ser mayor de toda excepción”, es decir, sin tacha ni excep-
ción legal y de más de sesenta años de edad.
Ante la misma autoridad José Domingo Pardío responde en los autos
de demanda que la condesa viuda de Miraflores, doña Ildefonsa, tenía
la intención de destruir sus legítimas y justas excepciones argumen-
tando de mala fe, por lo que pedía al gobernador que en méritos de
justicia se sirviera mandar que el teniente coronel de los reales ejércitos
Juan Francisco Quijano y los regidores José del Castillo, Tomás de Ri-
vas y Bernardino del Canto, todos prohombres y vecinos antiguos de
la ciudad, jurasen y declarasen sobre su persona. Con el fin de que el
gobernador tuviera pruebas suficientes elaboró un cuestionario para
presentar a los testigos, como sigue
si les consta que ha sido de buena y cristiana vida, de conduc-
ta arreglada y honrados procedimientos y que de todo ello era
tenido y reputado; si saben que reparte limosnas entre los po-
bres y necesitados mentalmente; si saben que antes y después
de muerta su mujer sacaba de su costa la procesión del Santo
Sepulcro de la parroquia del Santo Nombre de Jesús, y que de
cuatro años a esta parte saca también a su costa la del convento
capitular de San Francisco; si saben que su suegro don Josef de
Marcos Bermejo, después de muerta su esposa le pedía dinero
prestado y lo pagaba puntualmente, y le empeñaba doblones que
con la misma puntualidad desempeñaba; si saben que su suegro

128
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

fue cuidadoso de sus intereses que legítimamente le pertenecían


y se le debían; si saben que después de muerta su mujer entregó
la dote que recibió; si saben que por cierto enojo que tuvo su
suegro con él, después de muerta su hija, le pidió cuentas de la
administración del Holpatán que tenía puesta a su cuidado, y se
las dio con pago; si han tenido noticia de que su suegro le haya
cobrado o demandado durante su vida gananciales u otra cosa, a
excepción del Holpatán.163

Las preguntas y por supuesto las respuestas que podían emanar de


ellas tenían el propósito de demostrar que José Domingo Pardío per-
tenecía al selecto grupo de los que ostentaban distinción por obras y
méritos así como por buena, arreglada y cristiana conducta, y una vez
comprobado todo ello, recordar y enfatizar que debía ser tratado con
los privilegios correspondientes. Para que esto tuviera un fuerte sus-
tento jurídico y social no se elegía a cualquier ciudadano, sino a miem-
bros de la élite local pertenecientes a distintas corporaciones civiles y
del ejército cuyos apellidos siempre estuvieron vinculados a los grupos
de poder. Todos estos personajes, como parte de las redes clientelares
establecidas desde antiguo en torno a José Domingo Pardío, responde-
rían positivamente a las preguntas a propósito, por lo que según estas
respuestas era un hombre del que no se debía dudar, así fuera lo que
dijera o hiciere la condesa viuda de Miraflores.164
Adelantándose a lo que pudiera venir, Ildefonsa le dirigió una carta al
gobernador en la que le expresaba que en mérito a la justicia debería ma-
nifestar no haber lugar a las excepciones que presentaba José Domingo
Pardío como pruebas a través de las declaraciones citadas. Ya para en-
tonces no le dirigía ninguna palabra amable y lo mencionaba como “reo”,

163  AGN, Instituciones Coloniales, Vínculos y Mayorazgos, vol. 120, ff. 56-61.
164  AGN, Instituciones Coloniales, Vínculos y Mayorazgos, vol. 120, f. 57.

129
“que no es más que el que está demandado en un juicio sea este civil o
criminal”.165 Pardío, por su parte, se dirigía al gobernador solicitándole
que administrase justicia, declarando no haber probado la “actora” (que
es como la menciona en estos momentos, ya tampoco “hermana”) su de-
manda y sí haberlo hecho él con sus excepciones. Por tanto, solicitaba se
impusiese en este negocio silencio perpetuo, para resguardo de su honor
y nombre y con esto tratar de prevenir el escarnio público. Así el 25 de
julio de 1785 el señor Josef Merino y Ceballos Brigadier de los Reales Ejér-
citos, Gobernador y Capitán General de la provincia de Yucatán dicta
sentencia absolviendo la demanda a favor de Pardío y, por si fuera poco,
imponiéndole, a la condesa la pena de perpetuo silencio,166 como se le so-
licitaba con todo lo que ello significaba para el honor de doña Ildefonsa.
El 29 de junio del mismo mes y año el escribano pasó a casa de la
condesa de Miraflores para la notificación de la sentencia y al recibir-
la informó que con todo respeto apelaría ante el presidente y oidores
de la Real Audiencia de México como tribunal superior. El mismo día
escribía al gobernador sentirse agraviada por su resolución y, al mis-
mo tiempo, su decisión de apelarla, por lo que solicitaba la entrega de
todo el expediente del proceso. Consciente de las relaciones políticas y
clientelares de su cuñado y convencida de que ella tenía la razón dirigió
sus esfuerzos a la Real Audiencia de México, pasando por alto todo
protocolo de los códigos de tratamiento que se merecían los de su cla-
se, es decir, ya no se tomaba en cuenta únicamente la palabra de honor
dada, sino que se recurría a las instancias judiciales. Para la entrega de
documentos en el alto tribunal se requería evacuar diligencias y dado

165  Escriche, 1993, p. 617.


166  La pena de perpetuo silencio se imponía en casos graves de injurias a personas de ca-
lidad probada o bien, por descrédito de hombre de iglesia vinculado a pecados altamente
sancionados por la Iglesia. Acerca de esta cuestión puede consultarse Pino Iturrieta, 2004;
Albornoz, 2007.

130
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

lo extenso del expediente solicitó treinta días más de plazo para su en-
trega, se le concedieron veinte, pero durante ese período fallece José
Domingo Pardío, más no el proceso. Quedan frente al caso su albacea
Pedro Monsrreal y su heredero Josef Ignacio Pardío.
Ante la lentitud del proceso, Ildefonsa solicitó que todos los que re-
sultasen beneficiados del testamento quedasen sujetos al tribunal supe-
rior en tanto se substanciase y sentenciase la segunda instancia, proce-
diéndose al embargo de bienes en caso necesario.
Un año después, en junio de 1786 la condesa entregó a la Corte de Mé-
xico un largo documento, con tal precisión y contundencia, que ponía
en duda todas las cuentas presentadas por Josef Ignacio y descendientes
y qué razón tenía José Domingo Pardío al haber solicitado el recurso
de perpetuo silencio en resguardo de su honor público, pues Ildefonsa
finalizaba dicho alegato diciendo que
A vista de un proceder tan desviado de los dictámenes de la jus-
ticia, qué importa ser profuso en la distribución de limosnas, en-
cargarse de costear procesiones, imponer capellanía, si después
no se restituye lo ajeno, se obra con mala fe, y se andan buscando
estratagemas y direcciones cavilosas para resistir una justa de-
manda? Los actos de religión y operaciones cristianas no infieren
impecable al que las ejercita, ni lo redime de tropiezos, especial-
mente en materia de intereses. Aun los hombres más perversos
suelen tener ciertas exterioridades de conducta.167

Entre prórrogas y más prórrogas, poderes, agentes de negocios en el


tribunal de México, peticiones particulares, acusaciones de rebeldía
por morosidad, nietos y biznietos herederos ante curadores ad lites ha-
ciéndose cargo y fallecidos muchos en el camino, el gobernador interi-
no Arturo O’Neill y su teniente Fernando Gutiérrez de Piñeres se hicie-
167  AGN, Instituciones Coloniales, Vínculos y Mayorazgos, vol. 120, ff. 56-61.

131
ron cargo del proceso en el año de 1794. Decidieron obedecer una Real
Provisión de 1786 que había sido ignorada y pedían se tasasen las costas
y fueran satisfechas inmediatamente, las cuales ascendían a 311 pesos.
A partir de 1796 los herederos de Pardío se hicieron cargo del proceso
que continuaba su rumbo, haciéndose cada vez más voluminoso el ex-
pediente , por lo que el retomarlo por apoderados y agentes de negocios
en la ciudad de México requería de mucho tiempo para su estudio. En
1805 la Real Audiencia de México dictó sentencia, declarando nula la
impuesta por el gobernador José Merino y Ceballos en 28 de julio de
1785, proclamando la existencia de gananciales y gravándolas a la testa-
mentaría de Pardío y, en consecuencia, ordenaba la elaboración de una
nueva cuenta, ya fuera en la corte de la ciudad de México o en la de Mé-
rida. Ante esta sentencia se presentaron agravios y apelaciones ahora por
parte de los herederos de Pardío llegando incluso al Supremo Consejo de
las Indias, interposición que se consideró extemporánea e ilegal. Final-
mente, el 11 de junio de 1817, se da la sentencia definitiva llenando de jú-
bilo a los herederos de la señora condesa porque se agenciaron sin sudor
alguno una buena suma de miles de pesos, 33,000, para ser más exactos.
La reflexión que se hace necesaria en estos momentos es que a pesar
de lo sólido que puede parecer en lo general el grupo o grupos de la
élite, con todos los atributos mencionados, sobre todo los lazos matri-
moniales y las redes de parentesco, pueden ser también bastante frági-
les como se puede observar a través de este juicio casi interminable.Y
taambién cabe decir que el estudio de este grupo no ha merecido tan-
ta atención en la historiografía novohispana lo cual soslaya aspectos
importantes en el conocimiento de la historia, pues hay que tener en
cuenta que los miembros de estas élites, actuaron según unos códigos
de grupo a través de los cuales tenían en sus manos gran parte de del
poder económico, político y social de sus localidades.

132
Capítulo IV
Religiosidad y sexualidad

Para tener un mejor conocimiento del ámbito en que se desarrollaron


las élites urbanas se ha de tener en cuenta que se insertaban en una so-
ciedad donde los valores e ideología estaban permeados con los precep-
tos de la religión católica. Hemos visto con anterioridad la importancia
que la Iglesia católica tuvo desde el mismo momento del descubrimien-
to, conquista y posterior colonización del Nuevo Mundo. Asimismo,
hay que considerar la trascendencia de la familia como célula básica de
sociabilidad y cómo unas pocas familias desde un principio fueron des-
tacándose para poder posicionarse junto con sus descendientes, con-
formándose en linajes, en la cúspide de la sociedad colonial yucateca.
En este sentido, conviene analizar en la práctica la importancia que
tuvieron la religión y, sobre todo, lo concerniente a la moral católica
que impregnaba todas las esferas sociales, rigiendo el comportamiento
de todos los habitantes, pero en especial a las élites que se consideraban
modelos a seguir.

La religiosidad vivida

Justo con los primeros pasos de colonización que se dieron al desem-


barcar los conquistadores y pobladores en las Indias, las autoridades
políticas y religiosas del momento trataron de imponer las reglas de

133
comportamiento social que conocían y que regían en la sociedad euro-
pea. Estas normas eran, por supuesto, reflejo de unas prácticas cotidia-
nas que se caracterizaban “por una religiosidad profunda, exacerbada,
llena de angustia”,168 por no poder prever ni mucho menos controlar
una enorme cantidad de fenómenos naturales y sociales. Los españoles
debieron adaptar sus conocimientos sociales, culturales e instituciona-
les a las nuevas circunstancias a las que se enfrentaban. Estaban en una
tierra nueva, con culturas y poblaciones desconocidas, esto de antema-
no generaba incertidumbre, desasosiego, desvelo, angustia y miedo.169
Los miedos y las angustias suelen presentarse de manera individual y
colectiva, esta última se conceptualiza para este trabajo como flagelo
colectivo, que es aquello conocido o desconocido, real o imaginario que
azota a poblaciones o comunidades y genera determinadas reacciones,
emociones y respuestas.170 La Iglesia y las autoridades civiles se afana-
ron en capitalizarlas, y crearon rituales con símbolos específicos para
hacerles frente.
Siguiendo los cánones de la religión católica, la Iglesia pretendía im-
poner una forma de ser, de ver y de vivir según los escritos evangélicos,
de los Santos Padres y de los teólogos y canonistas de mayor prestigio
del siglo XVI.171 Durante siglos, la religión trascendió a todos los ámbi-
tos de la vida social de los habitantes europeos y, de ahí, que uno de los
fundamentos de la Iglesia fuera el propósito de imponer un estricto có-
digo de conducta que regulara el pensamiento, la ideología y las prác-
ticas cotidianas. Las conciencias colectivas y las reglas de convivencia
social, por lo tanto, se regían por unos valores, actitudes o caracteres

168  Mello e Souza, 1993, p. 32.


169  Sobre estos dos conceptos Delumeau (2002) hace una estricta separación haciendo én-
fasis en sus dependencias.
170  Pescador, 1992, pp. 273-276.
171  García Fernández, 1994, p. 29.

134
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

definidos tanto en los aspectos espirituales como sociales o culturales.


Por consiguiente, la vida cotidiana estaba saturada de representaciones
religiosas. En palabras de Huizinga, “no hay cosa ni acción que no sean
puestas continuamente en relación con Cristo y con la fe. Todo se dirige
a una interpretación religiosa de todas las cosas”.172 En este sentido, las
acciones colectivas e individuales de la sociedad se asumían con el pro-
pósito de procurar un orden social que correspondiera a la sana mora-
lidad y a las buenas costumbres sancionadas por la Iglesia católica.
Acatando las bulas alejandrinas, la Corona castellana impulsó la
necesaria presencia de misioneros evangelizadores. Hay que recordar
que la misma permanencia hispana en las tierras recién conquistadas
estaba justificada como una labor divina. Los reyes de Castilla, Fer-
nando e Isabel, personificaban al mundo católico europeo, tal y como
lo seguirán haciendo sus descendientes. Con el título de Reyes Católi-
cos, representaban a los reinos que con mayor celo habían reprimido y
combatido a los herejes judíos y musulmanes que durante siglos habían
compartido el solar ibérico.
Con el descubrimiento de los territorios de las Indias, la Iglesia cató-
lica vio en los nuevos lugares que se iban colonizando un espacio donde
se podía hacer cumplir con uno de sus requisitos principales, que era el
favorecer a sus habitantes con la imposición de la verdadera fe. Las con-
quistas de estos nuevos territorios propiciaron que las ideas religiosas
emanadas por la cosmovisión europea se propagaran entre la población
autóctona ganándosela para el mundo católico. Los nuevos colonizado-
res consideraban las religiones politeístas indígenas como un ejemplo
de paganismo, idolatría y transgresión de las reglas morales y sociales
que contravenían los cánones de la religión católica.

172  Huizinga, 1994, pp. 214, 215. Consúltense también García de Cortázar, 1974, p. 343;
Koenigsberger, 1989, p. 130.

135
La redención y la salvación de los habitantes autóctonos era entonces
una tarea que correspondía a los religiosos del clero regular y secular.
Una misión evangelizadora que se debía llevar a cabo por los nuevos
hombres que la Iglesia enviaba para esa misión. Así, la evangelización se
configuró como una empresa que tenía por objetivo llevar la palabra de
Dios a las regiones dominadas por lo que ellos denominaban paganismo.
Los diferentes pueblos que habitaban las tierras descubiertas reciente-
mente descubierta eran portadores de una cultura donde predomina-
ban las prácticas politeístas y el culto hacia seres considerados diabó-
licos que atentaban contra la fe católica. En este sentido, cabe recordar
que desde las primeras expediciones hacia las regiones del interior del
Continente Americano, los conquistadores fueron siempre acompaña-
dos por frailes. Con este propósito, ya desde un principio fueron llegan-
do grupos de religiosos de diversas órdenes –franciscanos, dominicos
y agustinos– que emprendieron y desarrollaron la importante tarea de
evangelizar a los diferentes pueblos, donde sea que ellos se encontraran.
Las diferencias culturales entre europeos e indígenas fueron la causa
de numerosos conflictos cuando se trató de implantar nuevas normas y
formas de actuar. Los enormes contrastes entre las diferentes concep-
ciones sobre lo que era bueno o malo, pecado o no, provocaron que la
imposición de las estructuras mentales, sociales y culturales europeas
no siempre fueran aceptadas de buena forma e, incluso, que en algunos
casos solamente se aparentase su asimilación por los pueblos sometidos.
Una de las mayores dificultades que tuvieron que afrontar los religiosos
españoles para normar las conductas de los indígenas fue la de erradicar
antiguas concepciones y patrones de comportamiento.173
Entre otros, uno de los principales conflictos se manifestaba en las re-
laciones que se establecían dentro del ámbito familiar, como era el caso

173  Báez-Jorge, 2003.

136
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de las uniones matrimoniales. Según las normas de la Iglesia católica las


relaciones amorosas sólo estaban permitidas dentro del sacramento del
matrimonio, cuya principal característica era la monogamia y los lazos
se rompían sólo por la muerte de uno de los cónyuges. Sin embargo,
entre la población autóctona estos lazos podían romperse con relativa
facilidad. La obligación católica de que únicamente podían mantener re-
laciones amorosas con una persona se contraponía a las costumbres in-
dígenas. Por ejemplo, entre los mayas yucatecos se acostumbraba la vida
en común con una mujer, pero esta unión podía romperse con facilidad
por causas menores a los ojos de las nuevas autoridades eclesiásticas.
Hombres y mujeres, podían disolver la unión conyugal de forma sencilla
y tras la separación, casarse nuevamente, con lo que entre algunos gru-
pos se llegaba a contraer nuevas uniones consecutivamente.
Las diferencias culturales se enfatizaron a la hora de entender el con-
cepto de pecado. Como es sabido, para la religión católica existía una
amplia gama de infracciones que consideraba pecaminosas, a la vez que
existía una gradación dependiendo de su gravedad. Por el contrario,
entre los indígenas el único delito comparable a un pecado mortal era
matar a un semejante y ninguna otra acción considerada por la nueva
Iglesia como pecado tenía la misma trascendencia. Las antiguas tradi-
ciones culturales prehispánicas, aunque condenadas por los religiosos,
continuaron siendo parte importante de la vida cotidiana indígena, ya
que desde su perspectiva de ninguna forma podían ser pecaminosas.174
A pesar de la existencia de numerosos tratados teológicos que reco-
gían las diversas conductas pecaminosas, ni siquiera los propios espa-
ñoles tenían un conocimiento exhaustivo de la mayoría de su casuística
y es entendible que la ignorancia acerca de ésta entre la población in-
dígena fuera aun mayor. No podemos culpar de este desconocimiento

174  Ortega Noriega, 1978.

137
sólo al analfabetismo, que en esta época estaba extendido entre toda la
población, con independencia de que fuese indígena o española, pues
sólo una proporción muy pequeña sabía leer y escribir. Por otra parte,
la mayoría de la población no tenía la posibilidad de leer dichos tratados
pues eran muy poco los ejemplares que podían tener a la mano para su
consulta o conocimiento. La única forma de tener una aproximación
de los hechos que constituían pecado para la religión católica ocurría
a través de los sermones de los eclesiásticos durante las misas o por
medio de las preguntas contenidas en los llamados confesionarios utili-
zados por los religiosos a la hora del sacramento de la confesión. Estos
tratados, que llegaron a traducirse a las lenguas indígenas, eran verda-
deros manuales de instrucción sobre la sexualidad y la conducta que
debían llevar a cabo los feligreses. En ellos se recogían todas las accio-
nes consideradas pecaminosas y los grados de los pecados así como las
penitencias que debían soportar al declararlos al cura en confesión.
Los sermones fueron una vía primordial para tratar de coartar las
tentaciones o la seducción por los vicios considerados como pecado. No
obstante, eran cuestionamientos al comportamiento de la gente muy ale-
jados de la cultura heredada por los indígenas, que por ello mismo gene-
ralmente los ignoraban. Como se ha dicho, los propios españoles tenían
a menudo un desconocimiento del sentido real del pecado, por lo cual los
sermones del púlpito, confesionarios, tratados, etc. pretendían remediar
tal ignorancia. En este sentido, durante los siglos XVI, XVII y XVIII se
publicaron muchas obras teológicas para subsanar este desconocimien-
to, aunque ello nos da la imagen de que no se cumplían las disposiciones
emanadas de los cánones eclesiásticos, además, de que entre los mismos
religiosos existía una permanente discusión acerca de qué era pecado y
qué no lo era. Por otra parte, también hay que tener en cuenta que los
religiosos debían ser para la sociedad un ejemplo de vida virtuosa, por su

138
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

humildad y modos de conducta para la comunidad, pero durante gran


parte de la vida colonial no siempre fueron un buen ejemplo a seguir.175
Por tanto, se pretendía imponer un sistema religioso y moral poco
flexible en la sociedad novohispana y por ello las concepciones religio-
sas asumieron un papel por demás ortodoxo, donde apartarse de estos
principios significaba un desaire a la propia familia y a la sociedad en
su conjunto. Hay que tener en cuenta que se trataba de una sociedad
condicionada por la religión y cuya conducta debía regirse por sus prin-
cipios, esto es, por la moral y la fe católica.
Sin embargo, a pesar del discurso que mantenían los eclesiásticos a
la hora de normar la conducta humana, muchas veces en su trayectoria
cotidiana no manifestaban un comportamiento idóneo conforme a lo
que exigían a sus feligreses. A lo largo de la vida colonial, las denuncias
contra solicitantes fueron en constante aumento. Por ejemplo, en 1722,
el obispo de Yucatán Juan Gómez de Parada señalaba que en la pro-
vincia había muchos clérigos que mantenían relaciones ilícitas con sus
hijas de confesión y otros tantos eran padres de familia. En la Nueva
España, la multiplicación de delitos por solicitancia constituía una de
las rupturas del orden social más regulares, que advertían sobre una
desviación moral e ideológica de la fe católica.176
En síntesis, la Iglesia, en tanto que aparato ideológico, actuaba sobre las
mentalidades colectivas a través de un discurso de dominación y, al mis-
mo tiempo, empleaba ciertas formas de represión disimulada, es decir
simbólica.177 Su labor de convencimiento se centraba en la transmisión
de una idea preconcebida sobre una representación ideal del mundo y de
las relaciones sociales. A través de diversos medios, la Iglesia pretendía
una difusión masiva de sus preceptos –confesionarios, sermones en el
175  Gruzinski, 1987, pp. 169-216.
176  González, 2002, pp. 77-120.
177  Althusser, 1994, pp. 30-31.

139
púlpito, edictos de fe o tratados teológicos– con el fin de configurar una
ideología dominante y de normar los comportamientos cotidianos.178
Esta institución se encargó por diversos medios de normar y conducir
los procederes y conciencias colectivas, pero, como veremos más ade-
lante, particularmente los de la mujer en virtud de que consideraba su
condición en términos de inferioridad con respecto al hombre. Por todo
ello, una de las principales preocupaciones de los eclesiásticos –además,
claro está, de la extensión de las normas religiosas católicas a toda la
población indígena– era normar, según sus principios, todo lo referente
al sacramento del matrimonio, a la vida matrimonial y, por supuesto, a
la sexualidad y al comportamiento de las mujeres: su virtud, honestidad,
castidad, etc., como veremos más adelante.

El Bien y el Mal: la noción de Pecado

Las interpretaciones sobre los conceptos de lo bueno y de lo malo te-


nían unas connotaciones muy diferentes entre los grupos socioétnicos.
En la sociedad española tales interpretaciones venían configuradas por
el pensamiento religioso; por tanto, debía evitarse caer en pecado para
no incurrir en una falta contra la fe católica. Sin embargo, el pecado ca-
tólico muchas veces era considerado banal por los otros grupos socia-
les, como los indígenas o los africanos y sus descendientes, debido a que
provenían de ámbitos culturales distintos. Esta forma de desobediencia
puede considerarse una conducta de resistencia a la religión católica
o a la legislación real, pero también como producto de sus necesida-
des, a la vez que pudiera originarse por la falta de comprensión de los
fundamentos teológicos que la Iglesia trataba de imponer al conjunto
de la sociedad. No era la idea de romper con los principios católicos lo

178  Ortega Noriega, 1982, p. 103.

140
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

que podía conducir a la transgresión de las normas morales y sociales,


consideradas como las únicas para mantener y controlar el comporta-
miento y el equilibrio de los diferentes grupos.
La Iglesia católica siempre fue más permisiva con los actos pecami-
nosos de los grupos de indígenas o africanos. Al contravenir las nor-
mas que se les imponía, la población indígena no siempre acataba todas
las exigencias, además de que existía una carencia de control religioso,
sobre todo en el ámbito rural. Este control era más eficaz en los ba-
rrios de población urbana, donde la mayor presencia de eclesiásticos
inducía a llevar un comportamiento más acorde con los ideales de la
Iglesia. También hay que considerar el desconocimiento indígena sobre
las nociones del bien y el mal, en muchas ocasiones, verdaderamente
ignoraban qué era pecado. Las alusiones católicas de amor a Dios esta-
ban muy por encima de su entendimiento. Ello no debe de extrañar ya
que muchos españoles también ignoraban el sentido católico del bien
común, por lo que no puede parecer extraño que entre los nativos exis-
tiera gran confusión y ausencia de significados para estos conceptos.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que la Inquisición controlaba
a la población de ascendencia española y también a la africana, pero no
a esa gran parte de la sociedad que conformaban los indígenas. Se pue-
de interpretar la permisividad hacia los grupos indígenas por el hecho
de que éstos estaban sujetos a la jurisdicción del Provisorato, que era
un órgano colegiado del Cabildo Catedralicio, y por lo general hacían
caso omiso a muchas de las transgresiones del ámbito cotidiano lleva-
das a cabo por este grupo.
Está claro que el interés de los tribunales inquisitoriales se concen-
traba más en otras contravenciones al orden moral de mayor enver-
gadura como eran los delitos considerados blasfemia contra Dios, la
Virgen o los santos; la conculcación de imágenes y el hecho de destruir,

141
golpear o inferir otro tipo de afrentas a representaciones consideradas
sagradas. Una de las preocupaciones principales de los tribunales in-
quisitoriales era lo que la Iglesia consideraba herejías mayores.179 Esto
es, la detección de individuos que profesaban una religión diferente a
la católica y, sobre todo, los que practicaban la fe judía, musulmana,
luterana o calvinista. Cualquier sospecha de la existencia de un adepto
a alguna de estas religiones hacía que sufriera una persecución impla-
cable proveniente de las autoridades inquisitoriales con el propósito de
su detención y posterior denuncia, así como de averiguaciones de todos
los miembros de la comunidad sobre indicios que pudieran dar. Esto se
debía a que existía la sospecha de que no eran elementos aislados sino
que conformaban grupos con sólido arraigo en la práctica de sus ri-
tuales, considerados de máxima herejía. Un ejemplo de la actuación de
los inquisidores fue la detención de los integrantes de una comunidad
judía importante en la villa de Campeche en el año de 1626, que fueron
procesados y condenados en un auto de fe en la ciudad de México.180
A todo ello habría que añadir la carencia de eclesiásticos suficientes
para controlar a toda la población. Durante toda la época colonial, en la
provincia de Yucatán el número de religiosos fue siempre muy reducido
y ello, por supuesto, afectó el proceso de adoctrinamiento. Asimismo,
al igual que en el resto de la Nueva España, existía una ignorancia muy
grande acerca de qué actos eran pecados y cuáles no, además de que
muchas veces la atención religiosa se reducía a la misa dominical, ritual
al que asistía la mayor parte de la población, más por obligación que
por convicción, y la mayor parte de las veces sin entender cabalmente
los largos y solemnes sermones. El adoctrinamiento de la religión no
solamente consistía en recibir los sacramentos o asistir a misa, sino que

179  Báez-Jorge, 2003.


180  AGN, Inquisición, vol. 360, exp. 178.

142
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

la participación en la liturgia debía permitir la comprensión de lo que


se trataba de informar. En este sentido, tampoco el acto de la confe-
sión solía ser todo lo fructífero deseable, pues la ignorancia del pecado
provocaba que muchos comportamientos considerados como indignos
para la Iglesia no fueran confiados a los sacerdotes.
Una de las formas de adoctrinamiento profusamente utilizado por
la Iglesia católica se dio por medio de la utilización de la imaginería
cristiana. Tras el Concilio de Trento, el arte barroco se convirtió en un
claro ejemplo utilizado por la Iglesia con el fin de enseñar y más aun de
atemorizar a la población mayoritariamente iletrada. En todas las re-
producciones de imágenes se plasmaba una exposición sobre lo bueno y
lo malo, la esperanza y la desesperanza, la luz y la oscuridad, lo correcto
y lo incorrecto, lo divino y lo satánico. Se mostraba en imágenes total-
mente claras y entendibles cuales eran de los actos que se tenían que
llevar a cabo para lograr, bien la salvación o la condenación y se hacía
referencia a formas de prodigar amor al prójimo así como a las conse-
cuencias que conllevaba el cultivar envidias o realizar actos de maldad.
Se pretendía enseñar que los pecados eran conductas inducidas por
la intervención del demonio y no actos que el hombre desease por sí
solo, por lo cual siempre tendría la posibilidad de redimir sus faltas me-
diante el sacramento de la confesión y su posterior penitencia. Una de
las penitencias más frecuentes que imponían los confesores era el de la
autoflagelación, normalmente infringiéndose golpes en su cuerpo. Con
esta forma de expiar los pecados se pretendía castigar el origen de todos
los males: la carne que era la que provocaba la tentación.
Lo más importante era la salvación del alma. La salvación y la reden-
ción de todos los hombres reafirmaban la fe católica, y eran los únicos
caminos para estar en paz con Dios y con uno mismo. Los pecados
se cometían por errores de entendimiento individual, pero el amor de

143
Dios les conduciría a liberarse de sus males y faltas como seres imper-
fectos, particularmente a la mujer, el ser más débil y que con mayor
facilidad era tentado por Satán.

Matrimonio y sexualidad

La sociedad colonial fue sancionada y conducida de acuerdo a los prin-


cipios que se expresaban en un sistema de creencias basado en valores
ideológicos, signados en el catolicismo y en la moral católica.181 Se trata-
ba de configurar un orden social en función de los principios católicos,
que permitiera la conformación de una cultura de orden preceptivo,
como un instrumento destinado al establecimiento de normas y pautas
de organización y conducta, características del orden religioso.182
En el Concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563, se establecieron
las normas de la Iglesia católica en torno al matrimonio. A partir de en-
tonces se reglamentó, pormenorizadamente, todo lo relativo al ritual del
matrimonio, su ceremonial, el consentimiento de los contrayentes, gra-
dos de afinidad permisibles, entre otros, estableciendo la virginidad de
la mujer como una condición primordial para contraer matrimonio.183
Las conductas sexuales fueron un aspecto esencial de control re-
ligioso que respondía a un patrón identificado con una concepción
ideal del matrimonio según los preceptos ideológicos de la Iglesia ca-
tólica. El pensamiento tomista en esta materia ejerció mucha influen-
cia, ya que desde el siglo XV su contenido fue considerado como un
conjunto doctrinal coherente y armonioso, una cosmovisión cristiana

181  Williams, 1980, pp. 84-95.


182  Clavero, 1990, p. 60.
183  Lavrin, 1984, p. 25.

144
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

que conjugaba los elementos dogmáticos y racionales de la cultura


occidental,184 aspectos que serán plasmados en Trento.
Este pensamiento fue retomado en la Nueva España por diversos teó-
logos. En los tratados teológicos de Alonso de la Veracruz, Bartolomé
de Ledesma, Alonso Gutiérrez y Juan Focher se observa una constante
alusión a los razonamientos del santo italiano. Santo Tomás de Aquino
pensaba que el matrimonio era “la fase perfecta y final del amor (...) es
la comunión, estado en el cual quienes se aman, se comunican mutua-
mente su riqueza y principalmente su amor”.185
Es el amor de Dios el que engendra el amor entre el hombre y la mujer
que son favorecidos con los hijos. Esto es, las uniones matrimoniales
sólo podían entenderse desde este punto de vista espiritual y no carnal
El amor a Dios es una renunciación de todos los vicios y una
ofrenda de la propia voluntad a la de Dios, assí el curioso podrá
alegar como san Gregorio, san Agustín, & diciendo que los bue-
nos casados viven en Dios y Dios con ellos (...) vivan con cuidado
de adquirir voluntades de los sirvientes que el amor de Dios no
save estar ocioso jamás, y el amor de Dios pone y engendra el
amor del alma, con estas y otras razones se ha de componer en-
tre maridos y mugeres para que se den gracias a Dios de haverles
hecho tan buenos casados y haverles dado hacienda, hijos y hijas;
decirles que tienen mui grandes obligaciones de dar gracias a su
Divina Magestad de haverlos hecho hijos de tan buenos padres,
y este mismo modo ha de tener los hombres ancianos y mujer.186

Bajo estos supuestos, es comprensible que el matrimonio constituye-


ra la única regla de unión entre hombres y mujeres y donde se sancio-

184  Ortega Noriega, 1985, p. 22.


185  Atondo Rodríguez, 1992, p. 181.
186  AGN, Inquisición, vol. 757, exp. 1, ff. 15-15v.

145
naban las relaciones sexuales, teniendo en cuenta, además, que para la
Iglesia católica dichas relaciones sólo tenían el propósito de la concep-
ción. La sexualidad practicada fuera de una relación matrimonial con-
fería al individuo el carácter de pecador. El pecado marcaba el camino
que todo católico debía soslayar en cuanto a su pertenencia a un núcleo
social; pero, pese a ello, fue en el ámbito de la unidad doméstica donde
la transgresión al código tuvo importantes manifestaciones.
La ortodoxia de esta lógica católica sobre la moralidad y sexualidad
operaba a menudo solamente en las formas discursivas. En las mentali-
dades populares esta idea de las prácticas sexuales se hallaba fuertemen-
te disociada, tanto entre los españoles como, aun más, entre los indíge-
nas y castas. Las constantes rupturas de estos valores entre los diferentes
grupos sociales fueron un hábito regular en el mundo colonial. Los es-
pañoles, por ejemplo, fueron muy propensos a mantener relaciones de
amancebamiento con mujeres de diversa condición social, en tanto que
entre los indígenas y grupos de castas esta práctica provenía de una an-
tigua tradición poligámica. En las comunidades urbanas y rurales era
común observar episodios en la vida cotidiana que rompían con los pre-
ceptos de los valores morales y sociales que se pretendían establecer.
No obstante, el principal problema que enfrentarían los teólogos en la
Nueva España era la tolerancia en las prácticas sexuales existente entre
los nativos, pues tratar de implementarse una nueva conducta que con-
llevaba la represión sexual tendía a modificar los hábitos y costumbres
de los naturales. El catolicismo representó una violenta acción contra
la exuberante sensualidad de las religiones paganas y los pecados de la
carne fueron severamente condenados y execradas las transgresiones
a los tabúes sexuales católicos, en tanto que la comunicación amorosa
fuera del lecho conyugal constituía una ofensa a Dios.187

187  Aguirre Beltrán, 1992, p. 155.

146
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

A pesar de la concepción del sacramento del matrimonio, la moralidad


en la Nueva España se transgredía frecuentemente por todos los grupos
sociales, sobre todo entre la población indígena y de castas bajo el amparo
de la costumbre, la cual les permitía ciertas concesiones en las relaciones
sexuales, en su mayoría reprobadas por la Iglesia. En estos términos, los
moralistas, prudentemente, desplegaron una mayor tolerancia hacia las
personas de ascendencia indígena o negra. Los teólogos se dieron a la ta-
rea de elaborar manuales en los que se proveían las normas de conducta
que satisficieran las conciencias sociales. A raíz de esta situación, las nor-
mas de control social e ideológico supusieron una fuerte transformación
de los valores sociales en torno a las costumbres sexuales de la población.
Las nuevas normas se abrieron paso a través de los códigos de conduc-
ta que para la concepción religiosa resultaban anómalos. Se pretendía
establecer una moralidad y una sexualidad más laxa o flexible sin que
ello supusiera una contravención a las reglas tridentinas, situándose en
muchas ocasiones al límite de lo determinado al efecto en el Concilio.
Esta flexibilidad ante la práctica sexual fue resultado de la incapacidad
de controlar todas las desviaciones que se producían en todo momento
y por los distintos grupos sociales. De modo que hubo de plantearse
una nueva visión, diferente, acerca de la moral sexual, ortodoxa, conse-
cuente con algunas de las costumbres ancestrales autóctonas, a la vez
que se reglamentaban las relaciones de pareja y se permitía una cierta
tolerancia hacia la promiscuidad.188
Las mujeres indígenas, las de castas y, en general, las no europeas,
eran partícipes de actitudes contrarias al buen orden moral católico.
Como señala Viqueira Albán, “los intransigentes principios de moral
matrimonial y sexual de la Iglesia no constituían ya un freno eficaz a
las pasiones amorosas. Por el contrario, éstas se hacían cada vez más
fuertes cuanto más obstáculos se oponían a su realización”.189
188  Sánchez, 1991, p. XXV.
189  Viqueira Albán, 1995, p. 26.
147
No obstante, esta permisividad no alcanzaba para el caso de las mu-
jeres españolas. Hay que tener en cuenta que las actitudes de compor-
tamiento asumidas por la sociedad novohispana, en general, no eran de
ninguna manera aplaudidas por la Iglesia. Se trataba por todos los me-
dios de mantener la uniformidad moral-religiosa, pero particularmente
de la población femenina española pues en ésta descansaba la virtud y
el honor de la familia, mientras que a los varones de ascendencia espa-
ñola y a los hombres y mujeres de los demás grupos sociales se les tole-
raban ciertas prácticas sexuales consideradas contrarias a las normas.
Al comprender que no podían mantener el control de toda la sociedad
colonial, las autoridades eclesiásticas trataron, por lo menos, de proteger
a sus hijas de origen español, mientras que las otras, mestizas, indias,
mulatas, etc., se salían de su amparo y protección, aparte de que, en de-
finitiva no les daban tanta importancia. Por ello causaba verdadero des-
concierto el que alguna española fuese partícipe de situaciones contrarias
a lo admitido en el terreno sexual. También cabe decir que las otras mu-
jeres que no fueran de ascendencia española estaban más protegidas de
las autoridades, ya que vivían, muchas veces, al margen de la vigilancia.190
En la mentalidad de la época se consideraba a la mujer como un su-
jeto débil e imperfecto con respecto al varón. Esta supuesta esencia
imperfecta de la mujer va a nutrir un sistema ideológico que menospre-
ciaría en cierta manera al grupo femenino durante el periodo colonial.
De ahí que el papel de la mujer de ascendencia española en la sociedad
venía determinado en función de su relación con el hombre. Su ocupa-
ción se ubicaba en el ámbito doméstico, como madre, esposa e hija. En
la sociedad colonial el amor de la mujer estaba destinado únicamente
hacia el hombre con el que contrajera matrimonio. Habitualmente la
elección de la pareja era una decisión paterna y la joven debía acatarla

190  Gonzalbo, 1987, pp. 28-32.

148
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

como símbolo de obediencia; en caso contrario, los padres podían to-


mar medidas correctivas al respecto, llegándose en ocasiones a ence-
rrar a las doncellas en un convento o lugar de recogimiento.
Hay que tener en cuenta que en algunas familias, sobre todo de un
estatus social más elevado, las uniones matrimoniales tenían mucha
relevancia y, en ocasiones, se utilizaban como estrategias para conso-
lidar alianzas y redes familiares, de manera que la unión era vista en
muchas ocasiones como un medio para la movilidad social ascendente.
Por todo ello, la elección del cónyuge era una decisión muy importante
que no se podía dejar al arbitrio individual de los contrayentes: era un
asunto que competía a la familia, al linaje.
Las estrategias matrimoniales desempeñaban un rol fundamental en
el afianzamiento del prestigio social y económico. Por ello, la elección
del cónyuge para un miembro de la familia era un asunto de máxima
importancia que se procuraba no dejar en manos de los jóvenes. Ciertas
familias pretendían alianzas con otras familias prominentes con la in-
tención de consolidar su posición como miembros reconocidos de la élite
y así acceder a los recursos y ventajas que tales vínculos propiciaban.191
Al momento del matrimonio, la mujer obtenía un reconocimiento
social. Algunos hombres consideraban a sus esposas casi como unas
esclavas, ya que adquirían derechos sobre ellas, como si fueran de su
propiedad. De ahí que en algunos casos se llegaba al punto de que mu-
chas mujeres casadas tuvieran que trabajar como sirvientas, costure-
ras, e incluso de prostitutas, para suministrar dinero al marido, lo cual
concebían como una retribución por custodiarlas.192
Esta intransigencia a las prácticas sexuales desviadas por parte de
las mujeres españolas, tanto dentro como fuera del matrimonio, se

191  Kicza, 1991, p. 82.


192  Quezada, 1988, pp. 329, 330, 343, 347.

149
diferenciaba de la permitida en los hombres. En efecto, las normas
sociales y morales que primaban en la condición femenina estructura-
ron pautas de comportamiento muy definidas en el interior de las uni-
dades domésticas. La conducta de las mujeres dentro del matrimonio
debía estar basada en ciertas características como: la virtud, el recato,
la sumisión y la obediencia al marido, estos eran los principios mora-
les católicos que debían cumplir, por ser esta unión la única relación
socialmente aceptada para ellas. Las tareas de la mujer casada debían
consistir en la preparación de los alimentos, el cuidado de los hijos y
satisfacer las demandas sexuales del marido siempre destinadas a la
concepción, mientras que los hombres tenían por obligación alimen-
tar a la esposa y cumplir con el débito matrimonial.193
Por otra parte, las relaciones matrimoniales fueron más flexibles, más
espontáneas entre los españoles pobres y la población de ascendencia in-
dígena o negra. Las uniones podían basarse más en la atracción física y en
el afecto amoroso que en los intereses económicos o de prestigio social.
Pero al mismo tiempo también en muchas ocasiones podían ser relaciones
inestables, como consecuencia de conductas viciadas masculinas, cuando
el hombre buscaba a través de otras relaciones sexuales una mayor rea-
firmación social o económica. Por otra parte, algunas mestizas y mulatas
con atractivos físicos lograron, en ocasiones, alcanzar un ascenso social
importante gracias al matrimonio.194
Tampoco en sus lugares de origen los españoles se distinguían por ser
modelos de conducta. En España este tipo de prácticas también eran
cotidianas, a pesar de las fórmulas discursivas de la Iglesia que estigma-
tizaban las conductas contrarias a sus normas. Pese a las proscripciones,
ellas mismas ponían de relieve una sociedad que a menudo aceptaba las

193  Quezada, 1987, p. 264; Giraud, 1987, p. 75.


194  Quezada, 1988, p. 334.

150
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

uniones ilegítimas, el concubinato y el amancebamiento, la prostitución


y acaso otras pautas que transgredían el orden moral previsto.

La sexualidad como conducta pecaminosa

Desde el punto de vista de la moral católica, las prácticas cotidianas so-


bre sexualidad eran una continua tendencia hacia la disolución y hacia
posturas profanas prescritas por el orden natural. Para las normas cató-
licas, los miembros de la sociedad colonial eran pecadores en tanto que
transgresores al optar por lo que se denominaba delectación morosa,
esto es, por el placer de la carne y la concupiscencia. Un aspecto central
del pensamiento tomista era la negación de toda práctica sexual que no
fuese para procurar la procreación de la especie. Las caricias —besos,
abrazos, tocamientos u otros actos de índole sexual— entre las parejas
casadas, sin el fin último de la procreación, fueron severamente conde-
nadas. Para las autoridades religiosas irremediablemente debían seguir-
se las buenas costumbres y siempre condenaron la tolerancia sexual.195
La sociedad colonial era en su mayoría ignorante en lo que respecta
a las exigentes y estrictas formas de conducta sexual por parte de la
Iglesia. La gente, por lo común, consideraba las caricias como algo co-
tidiano e intrascendente y no las veían como actos pecaminosos. Entre
los novios las manifestaciones de amor concretadas en los actos arriba
mencionados, podían tener mayores consecuencias pues con ello po-
dían estar atentando a la honra de la joven, esto es, a su virginidad,
aspecto primordial tanto para los hombres como para la sacralidad del
matrimonio. No obstante, las relaciones ilícitas estuvieron a la orden
del día. Muchas mujeres de la élite se vieron deshonradas y como con-
secuencia tuvieron que ingresar a algún convento. Las relaciones de

195  Ortega Noriega, 1985, pp. 29-32.

151
amancebamiento también fueron muy comunes con mujeres de castas
e indígenas, a veces provocadas por los deseos de ellas para mejorar su
situación social y económica.
Las advertencias sobre la manera de conducirse conforme a la moral
católica eran objeto de un serio estudio en los tratados y obras teoló-
gicas, por lo cual los sermones del púlpito hacían hincapié en evitar
las transgresiones a las normas. Pero, como se ha dicho, pocas de es-
tas obras llegaban a manos del pueblo y dada la naturaleza iletrada de
la sociedad colonial tampoco era un medio efectivo para persuadirla.
El carácter ideológico de la Iglesia para imponer normas hacía que los
comportamientos de los miembros del clero fueran imaginados como
ejemplos virtuosos para la sociedad. No obstante, desde los primeros
años de la colonización los religiosos fueron acusados de mantener re-
laciones con mujeres, de tener hijos, de cometer adulterio con mujeres
casadas, de solicitar carnalmente a sus hijas de confesión, de ser presas
de los vicios o de cometer los pecados mortales de molicie y sodomía.
La pluralidad racial del mundo colonial hacía muy difícil de normar
las pautas de conducta de todos los grupos sociales, al carecerse de las
condiciones idóneas para instaurar una conducta moral apropiada a sus
preceptos, como era el caso de la población de ascendencia africana,
aunque esta misma concepción también era propia de las culturas ame-
ricanas que los españoles encontraron en las Indias
El cristianismo concebía la sexualidad dentro de los parámetros
de la corporeidad corruptible, inserta en una moral pecaminosa
y apoyada por un sistema de represión sustentada por la Iglesia.
Para el negro, la libertad sexual era mucho mayor, al igual que lo
eran la valoración del cuerpo y del deseo. (…) La civilización cris-
tiana mantenía entre sus parámetros la represión, la coerción y la
renuncia de la libido, especialmente en la mujer (...) El contacto con

152
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

otras culturas –como las africanas– que poseían una conciencia


diferente de lo erótico, ejercía fuerte impacto. Aunque en Europa la
relación mujer-erotismo-tentación ya era muy familiar.196

En este contexto, entre los preceptos religiosos más importantes para


la Iglesia se encontraban los referentes al sexto mandamiento, es decir,
aquellos aspectos que tuvieran que ver con la sexualidad. Sin embargo,
este precepto no logró arraigar en la conciencia individual de la pobla-
ción en general, pues se producían constantes rupturas al pretendido
orden moral. La contravención al orden moral por parte del pecador
se trataba de justificar, en muchos casos, a través de la presencia del
demonio, que con sus engaños lograba que las personas se desviaran de
su conducta. “Es decir, asaltaba las conciencias de la sociedad colonial
promoviendo sentimientos contrarios a los que debía acatar el buen
cristiano”.197
En otro orden de ideas, cabría preguntarse cuáles eran los valores que
el adoctrinamiento moral buscaba para establecer un control de la socie-
dad y que no se produjera ningún tipo de desviación al orden moral en los
comportamientos sexuales. Para ello, la Iglesia establecía el sacramento
del matrimonio como el único espacio permitido para el desarrollo de la
sexualidad, así que cualquier relación que tuviera que ver con lo sexual
constituía un pecado si se realizaba fuera del matrimonio.
A los ojos de la Iglesia las relaciones sexuales sólo eran aceptadas cuan-
do se realizaban con el único propósito de engendrar hijos. Toda aquella
conducta cuya finalidad fuera el disfrute de la carne, de los placeres —
como los besos, las caricias o tocamientos— constituía un acto de lujuria,
considerado como un pecado grave, esto es, capital. Ser proclive, tanto

196  Borja Gómez, 1997, p. 147.


197  Borja Gómez, 1993, p. 2.

153
de pensamiento o de acto, al deseo o a la pasión, sin que existiera de por
medio el matrimonio, era severamente condenado por la Iglesia.198
En todos los ámbitos de la sociedad colonial las autoridades, tanto
civiles como eclesiásticas, trataron de imponer unos patrones cultura-
les que estuvieran en armonía con formas de conducta y de compor-
tamiento moral y sexual determinadas. A pesar de todos los esfuerzos
llevados a cabo por normar a la sociedad según las disposiciones de la
Iglesia católica, muchas personas hacían caso omiso de las formas con-
venientes de comportamiento dictadas por las autoridades.
Las conductas más reprobadas por esas normas de conducta eran,
como se ha dicho, todas las cuestiones referentes a la vida matrimo-
nial y sexual. La bigamia, el amancebamiento, el mantener relaciones
sexuales previas al matrimonio, el adulterio, el pecado nefando y el in-
cesto eran las principales desviaciones a las normas de comportamien-
to que, en esta época, eran juzgadas por tribunales eclesiásticos. Estos
aspectos causaban honda preocupación a la Iglesia, no obstante que
la mayoría de ellas eran prácticas cotidianas tanto entre la población
española como en la indígena. Había tantas personas que contravenían
tales normas y a tal grado que aún a la altura del siglo XVIII aparecen
detalladas en las Constituciones Sinodales de Yucatán para tratar de
erradicar tales prácticas
En esta ciudad y obispado ay (...) personas que están amance-
bados públicamente con murmuración y escándalo del pueblo y
dando exemplo a otros para malvivir o tengan la amiga en casa o
fuera de ella, proveiéndola lo necessario para su sustento.
[Acusen a los] casados que no hagan vida maridable o de algunos
desposados que no haviendo recebido las bendiciones nupciales
vivan juntos como casados, o que algunos estén casados siendo

198  Solórzano Tellechea, 2005, pp. 313-353.

154
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

parientes dentro del quarto grado de consanguinidad o afinidad,


o haviendo entre ellos otro legitimo impedimento por el qual no
puedan casarse (...) o que se ayan desposado clandestinamente
(...) o que alguno se aya casado segunda o mas veces, siendo viva
su primera muger o marido, o que alguno aya cometido el pe-
cado nefando contra naturam o de bestialidad, o tenido accesso
con sus parientes y afines del quarto grado.199

Estas disposiciones afectaban no sólo a la forma de comportamien-


to sino que, incluso, señalaban cómo debían ir vestidos tanto mujeres
como hombres. Por ejemplo, en reiteradas ocasiones se acusaba a las
mujeres de ir ataviadas con trajes disolutos que provocaban la lascivia,
por lo cual llegaba a recomendarse cómo debían de vestirse en el ám-
bito público y en el privado. Un ejemplo al respecto lo podemos encon-
trar en las mencionadas Constituciones Sinodales
está mui cerca de estas abominables culpas el uso pernicioso de
vestirse las mugeres españolas el trage disoluto y lascivo de mes-
tizas, en que estando casi desnudas es preciso el que provoquen
y hagan atropellar la maior honestidad y justos respectos del pa-
rentesco, aunque sea sólo dentro de sus casas y delante de sus
parientes sólos: (...) que ninguna muger española se vista el refe-
rido trage delante de alguno otro que no sea su marido ni se deje
veer de otra suerte vestida de otro alguno con apercebimiento.200

Ya, a principios del siglo XVIII, el obispo de Yucatán Gómez de Pa-


rada señalaba que las transgresiones al orden social eran producto de
las malas costumbres. En su opinión, el abandono de los preceptos ca-
tólicos había sido una causa importante para que se generaran vicios
contrarios a la predicación religiosa. Consideraba también que era una
199  Constituciones Synodales, 1722, ff. 36-39.
200  Constituciones Synodales, 1722, f. 186v-187.

155
consecuencia de la falta de educación religiosa de los hijos, señalando
que era una costumbre que se extendía a todos los grupos sociales. Para
el obispo, la educación religiosa era que lo que realmente contribuía a
la formación de las buenas costumbres y se debía impartir desde la más
tierna infancia
Y porque el fruto de las buenas costumbres mas que de la predi-
cación pende de la buena educación de los hijos desde los tiernos
años, que totalmente se tiene abandonada en esta provincia, no
sólo por los rudos yndios sino igualmente por los mulatos, mes-
tizos y aun por muchos españoles, descuidándose enteramente
en formar los tiernos ánimos de los hijos con las buenas y chris-
tianas costumbres, de que resulta avituarse y endurecerse en las
malas, y no fructificar después la semilla de la doctrina christia-
na en corazones tan de piedra.201

Como se puede observar a través de la cita anterior, se culpaba no sólo


a los grupos sociales más desfavorecidos de no aplicar una educación
acorde a sus hijos, sino que también se acusaba del mismo comporta-
miento a la población de ascendencia española. Para el citado obispo la
educación por parte de los padres era un aspecto primordial que debía
cultivarse desde la infancia para que en la mayoría de edad se pudiera
llevar un modo de vida acorde a lo preceptuado por la Iglesia católica.
Existía, pues, una notoria falta de sometimiento por parte de la pobla-
ción de todos los estratos sociales a las normas de comportamiento
exigidas por la Iglesia.

201  Constituciones Synodales, 1722, ff. 12-12v.

156
Capítulo V
La muerte y las costumbres
funerarias

Las prácticas religiosas impuestas por los nuevos poderes coloniales


afectaban a todos los ámbitos de la sociedad nativa. Entre los rituales en
los que más incidencia tuvo la Iglesia se encuentran todos los relativos
a la muerte. Con la implantación de la nueva religión hubo cambios
significativos en la forma de interpretar todo aquello que tuviera que
ver con las prácticas funerarias, imponiéndose a las costumbres an-
cestrales de la población autóctona, en ocasiones superponiéndose o
adaptándose a estructuras sociales preexistentes, en otras creándolas
específicamente para el Nuevo Mundo, a imagen y semejanza de las
costumbres europeas de la época.
Todo lo relativo a las prácticas funerarias y a los rituales de la muer-
te, exequias, inhumaciones, etc., era una parte muy importante de las
funciones de la Iglesia. Desde principios de la Edad Media, la Iglesia
católica se había encargado en Europa de todo lo relativo a los rituales
mortuorios, por lo cual los eclesiásticos que llegaron a las Indias tenían
tras de sí una larga tradición.
La importancia que se daba a las cuestiones funerarias se ve refle-
jada en la Recopilación de Leyes de Indias así como en las distintas
constituciones sinodales que se fueron redactando a lo largo de toda
la época colonial. No obstante, al igual que los demás cambios que

157
se produjeron en la sociedad colonial, a la hora de la muerte también
existieron jerarquías, dependiendo del estatus de cada grupo social.
Aunque, en principio, ninguna de las disposiciones legales, civiles o
eclesiásticas hacía diferenciación entre etnias ni estatus sociales, en
la práctica existían distinciones muy importantes sobre todo por el
lugar del enterramiento así como en el coste de los rituales, según po-
demos observar en las normativas al efecto. Si repasamos los registros
parroquiales de la época colonial se puede observar, en principio, que
no muestran una diferenciación étnica. Por ejemplo, en los referentes
a las catedrales de Mérida y Campeche, podemos encontrar que se ad-
ministraban los sacramentos indistintamente “a españoles, mestizos,
indígenas, negros y mulatos”.202 Pero, como veremos, esta ausencia de
desigualdades era sólo aparente.

El significado de la muerte en la época colonial

Está claro que la cotidianidad de la población se definía de acuerdo a los


preceptos religiosos, la fe incuestionada y la siempre presente idea del
pecado, por lo cual es a través de sus representaciones y creencias don-
de puede comprenderse la importancia de la muerte. El proceder diario
en vida y el sentimiento expresado hacia la muerte definían el tiempo
concedido al hombre para ganarse un espacio en la gloria eterna, que
era para lo que fue creado. En los últimos momentos de la vida, el hom-
bre sintetiza apresuradamente sus temores y sus creencias, sus pánicos
y sus esperanzas, todo aquello que comprende su comportamiento en
vida a la vez que trata de utilizar todos los medios a su alcance, inclui-
dos los que le puede proporcionar la Iglesia, para poder solventar sus
problemas de conciencia o penitencias mal cumplidas.203
202  Cárdenas Valencia, 1937, p. 90.
203  García Fernández, 1989, p. 224.

158
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Uno de los instrumentos legales en los que se puede observar el con-


trol de la Iglesia a la hora de la muerte de los individuos es el de los tes-
tamentos de la época. El testamento se acostumbraba principalmente
entre los no indios. Las familias con mayores recursos económicos pre-
ferían legar por este medio, para evitar posibles conflictos en el reparto
de los bienes; aunque también algunos indios principales o adinerados
tuvieron necesidad de recurrir a la práctica por las mismas razones. Por
ejemplo, en 1791, Fernando Díaz del Canto, vecino de Izamal, reconoció
la trascendencia de efectuar su testamento porque podía “evitar con
claridad las dudas y pleitos que por su defecto pueden suscitarse des-
pués de mi fallecimiento”.204
En los estratos sociales menos favorecidos, el testamento no consti-
tuía una práctica generalizada, pues por lo común el régimen heredita-
rio consideraba el reparto según fuera el sexo o la edad. Cuando algún
indígena tenía necesidad de controlar la distribución de sus bienes, los
sacerdotes asumían la responsabilidad de redactar el testamento per-
tinente205 y controlar las disposiciones destinadas a los gastos del en-
tierro y a las diversas contribuciones piadosas. Igualmente supervisa-
ba la repartición de las propiedades, cuidando que fueran divididas en
partes iguales entre los hijos. En reiteradas ocasiones los curas fueron
acusados de aprovecharse de su posición para cometer irregularidades
en sus obligaciones como testigos y albaceas testamentarios, forzando
grandes legados a favor de su parroquia, o bien, patrocinando compli-
cados funerales que no se podían costear, o apoderándose de los bienes
del difunto, especialmente, cuando la persona había fallecido sin tes-
tar.206 De igual forma, las costas para hacer frente a todos los gastos que
204  Archivo General del Estado de Yucatán (en adelante AGEY), Colonial, Sección Sucesiones
Testamentarias, vol. 1, exp. 5.
205  Sobre testamentarías indígenas, véase Rojas Rabiela, 2002, pp. 13-127.
206  Farriss, 1992, pp. 273-274.

159
conllevaban las exequias podían ocasionar dificultades económicas a
la familia. Se calcula que a finales del siglo XVIII tales derechos podían
alcanzar la suma de treinta pesos, cantidad muy elevada para la mayo-
ría de las familias.
Para conocer las concepciones mentales de una sociedad acerca de la
muerte es importante entender que la muerte era un sentimiento que
estaba fuertemente arraigado en la concepción espiritual del individuo,
pues su comportamiento en vida determinaba la vida eterna en el más
allá. Las raíces de esta concepción se remontan a la Europa medieval
y se reproducían en la cotidianidad a través de diversos tratados, ser-
mones, libros del buen morir que fueron muy abundantes hasta el siglo
XIX. Una interpretación sobre la idea de la muerte la podemos encon-
trar en el siguiente párrafo escrito por Bolaños en 1792
Es tan misteriosa en sus determinaciones, que nadie la alcanza:
y tan reservada en sus providencias, que à nadie las comunica.
Se va, quando los hombres piensan que viene: y se viene, quando
ya piensan que se fue. A todos nos engaña: y à todos nos desen-
gaña. Sus pensamientos son tan finos, y delicados que a unos los
buelven locos, y à otros los restituyen à su entero juicio. Es tan
buena la Muerte, que hasta los Justos la desean: y por otra parte
es tan mala que ni los malos la apetecen. Es pesima, horrible, y
fea si se junta con el pecado. Es agraciada, peregrina, y preciosa
si se acompaña con la Gracia. Es la puerta para el Infierno: y es
la entrada para la Gloria. Es tan robusta que dómina, y sujeta à
los mayores Monarcas: y tan debil, y tan flaca por otra parte, que
faltándole un accidente que le acompañe nada puede. A nadie le
guarda fé en sus promesas, y quando menos piensa el hombre
le cumple puntualmente su palabra [...] Hace empobrecer à los
Ricos: y hace enriquecer à los Pobres. Da valor à los cobardes: y
acobarda à los valerosos. Entristece à los alegres porque les hace

160
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

vér la brevedad con que pasan sus momentos gustosos: y alegra á


los tristes porque los avecinda al fin de sus trabajos.207

La muerte era un destino inexorable, un sentimiento que acompaña-


ba la vida de las personas desde el momento mismo de su nacimiento,
esto quiere decir que el nacer equivalía al comienzo del morir, debido a
que el principio de la corrupción del hombre estaba en el propio cuer-
po; pero, igualmente, la muerte se traducía en el comienzo de la vida.208
La moral católica era lo que un hombre debía tratar de reproducir en
el transcurso de su existencia y reflejarla en su comportamiento, cul-
tivando el espíritu, en tanto que éste representaba lo más valioso de la
esencia humana a ojos de la Iglesia. Ante la inminencia de la muerte
casi todo ser católico proclamaba su fe religiosa, arrepintiéndose de to-
dos los actos culposos cometidos en vida, manifestando sus pecados
ante el confesor. Si la muerte era temida, mayor era el temor de morir
en pecado, sin absolución. En este sentido son significativas las pala-
bras de un vecino de Tekantó, Juan Miranda, a la hora de hacer testa-
mento cuando argüía que
En el nombre de Dios Todopoderoso. Yo, Juan Miranda, natural
y vecino de este pueblo de Tekantó, hallándome enfermo en la
enfermedad que Dios Nuestro Señor ha servido darme, más en
mi entero juicio, memoria y entendimiento natural, creyendo y
confesando como firmemente creo y confieso del altísimo y no-
ble misterio de la beatísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu San-
to, tres personas que aunque realmente distintas y con diversos
atributos, son un sólo Dios verdadero y una esencia y substancia,
y todos los demás misterios y sacramentos que cree y confiesa
Nuestra Señora Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana,

207  Bolaños, 1983.


208  García-Abásolo, 1992, p. 24.

161
bajo de cuya verdadera fe y creencia e vivido, vivo y protesto vivir
y morir católico fiel cristiano, tomando por intercesora y protec-
tora a la siempre Virgen é Inmaculada Serenísima Reina de los
Ángeles, María Santísima, Madre de Dios y Señora Nuestra, al
Santo Angel de la Guarda, los de mi nombre y devoción y de-
más de la Corte Celestial, porque imparten de Nuestro Señor y
Redentor Jesucristo Evangelio de su preciosísima vida, pasión y
muerte, me perdone todas mis culpas y lleve mi alma a gozar de
Su beatífica presencia de la muerte, que es natural y precisa a toda
criatura humana, y más estando en ella para estar prevenido, con
disposición, llegue a resolver con maduro acuerdo y reflexión en
todo lo concerniente al descargo de mi conciencia, evitar con cla-
ridad las dudas y pleitos que para su defecto pueden suscitarse
después del fallecimiento y no tener a la hora de esta algún cuida-
do temporal que me ha de pedir a Dios las todas veras la remisión
que espero de mis pecados.209

A través de las líneas precedentes podemos deducir la presencia de


un eclesiástico dictándole las palabras que debía incluir en sus últimas
voluntades, palabras que eran parte de un formato preestablecido para
este tipo de documentos en general. Está claro que el análisis de los tes-
tamentos coloniales debe ser considerado como una herramienta fun-
damental para comprender muchas de las actitudes ante la muerte. El
testamento era un espacio donde se podía declarar la libre voluntad del
individuo de encomendar su alma a Dios. La concepción religiosa de
la época pretendía, ante la inminencia de la muerte, hacer hincapié en
la depuración de los pecados y velar porque el hombre se arrepintiera
solemnemente de todos los pecados cometidos en vida. La salvación del
alma consistía, entonces, en el arrepentimiento que al final de la vida

209  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 8.

162
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

debía revelarse para proceder a redimirse en la vida celestial; es el fun-


damento que opera en la vida eterna, en los reinos de Dios, y donde los
muertos en pecado no tienen cabida porque penarán por la eternidad
aquellos que no se hubieran arrepentido a tiempo
el pecador estará atormentado por el recuerdo de sus pecados
y, aunque quisiera librarse de ellos, no podrá, porque no basta
para ello confesarse. Para su perdón es necesario aborrecerlos,
“ser enemigo de la culpa”, pero el que gozó del pecado durante su
vida, estando, además, a la hora de la muerte entre las confusio-
nes de la enfermedad y las tentaciones del demonio, difícilmente
podrá hacer entonces algo que no ha hecho en toda su vida.210

La teología cristiana sancionada desde el Concilio de Trento conce-


bía que la vida era exclusivamente un instante en el que el individuo
se preparaba para la muerte; en este sentido, la preparación del ritual
religioso, así como los otros auxilios católicos y la guía del sacerdote,
fueron considerados de gran importancia para incorporarse a una nue-
va vida.211 Para tal propósito, los discursos que desde el púlpito ofrecían
los religiosos resultaban puntos cardinales para definir cuál era el papel
del hombre en el mundo y por qué la piedad por el prójimo formaba
mejores personas. Los sermonarios o los llamados libros del buen morir
igual eran tratados religiosos que tenían la intención de proporcionar
los medios para que el moribundo tuviera una mejor disposición ante
la muerte.212 De ahí que el testamento nos sirva para comprender cómo
el ser humano tenía la función de ratificar su compromiso hacia Dios
y de recalcar que por siempre había velado por la fe. El Agustín Rubio,
residente de Mérida, por ejemplo, incluye que
210  Vaquero Iglesias, 1991, p. 21.
211  Vaquero Iglesias, 1991, p. 14.
212  Por ejemplo, véase Bolaños, 1983.

163
invoco por mi abogada e intercesora a la bienaventurada siem-
pre virgen María, madre de Dios y Señora Nuestra, al glorioso
patriarca Señor José, ángel de mi guarda, santo de mi nombre
y demás celestiales moradores que intercedan por mí con Dios
Nuestro Señor me perdone (...) cuya fe y creencia [en que] he vi-
vido, y protesto vivir y morir como fiel cristiano, invocando mis
culpas y pecados, y temiéndome de la muerte que es cosa natural
á todo viviente.213

El temor por el destino de las almas favoreció inmensos legados a la


Iglesia, además de innumerables obras de caridad, entrega de dotes a
mujeres desamparadas, donaciones para conventos o misas por las al-
mas de los difuntos. El temor ante la vida del más allá sin la expiación
de los pecados era recurrente en la época y para solventarlo se recurría
normalmente a efectuar diversas donaciones. Fue quizás la práctica
más recurrida por las personas con recursos económicos elevados, y
por las élites en general. En la provincia de Yucatán solía ser una cos-
tumbre arraigada entre las familias más acaudaladas el dejar legados
hacia la Iglesia a través de los codicilos y testamentos cuando se espe-
raba la muerte inminente de alguno de sus miembros.214
Otro recurso empleado que también se refleja en los testamentos
consistía en el ofrecimiento de una parte de los bienes personales a
la Iglesia. Bien fuera con donaciones o pagando lo que en la época se
denominaba las mandas forzosas y acostumbradas que por lo general
servían para la Redención de los Cautivos de San Lázaro, San Antón y
Nuestra Señora de Guadalupe; para los Santos Lugares de Jerusalén y
para la Santa Cruzada.215
213  AGEY, Colonial, Testamentos Militares, vol. 1, exp. 1.
214  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 3; AGEY, Colonial, Sucesiones
Testamentarias, vol. 1, exp. 9.
215  Pescador, 1992, p. 290.

164
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Los testamentos contienen valiosa información sobre los rituales re-


lacionados con muerte católica, desde el tipo de las mortajas que pe-
dían los difuntos vestir, hasta los lugares de enterramiento, mientras
más cerca del altar mayor, más prestigio denotaba para la familia ya
que por el costo de este espacio se podía ostentar la situación econó-
mica del testador, y por supuesto de su linaje. Los testamentos son una
fuente indispensable para el conocimiento de las mentalidades de los
hombres de la época hacia la muerte.
El espacio que ocupaba el sepulcro solía ser muy importante. Se tenía
la creencia de que a su muerte el hombre debía descansar en un lugar
donde se encontrara más cercano a Dios. En este sentido, las costum-
bres funerarias implantadas en las Indias tenían una larga tradición
en Europa. Desde la Edad Media los enterramientos de la población se
producían en los recintos religiosos o en sus inmediaciones. Esto es, la
inhumación dentro de las iglesias o en los atrios de las mismas, los cua-
les habían sido previamente bendecidos al efecto. Tras la ocupación del
territorio por los españoles estas mismas costumbres se superpusieron
a las autóctonas. Por todo ello, no es de extrañar que los lugares más
solicitados en los testamentos para las inhumaciones fueran las igle-
sias, los conventos y las capillas. Por lo regular se pedía que los entie-
rros se realizaran en la iglesia parroquial a la que hubieran pertenecido
los difuntos e incluso se señalaba en lugar exacto donde querían que
fueran depositados los restos mortales. Por ejemplo, los señores Simón
Escalante y Pacheco, de Izamal, y Juan Silvestre Rodríguez, de Tekantó,
pidieron ocupar un espacio en la capilla mayor de la iglesia parroquial
de sus respectivos pueblos.216 A pesar de que la Clementina Dudum §
Verum de Sepultis217 establecía ciertas restricciones al respecto, en el
216  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 12-A; AGEY, Colonial, Sucesiones
Testamentarias, vol. 1, exp. 9.
217  Ver al respecto, Donoso, 1854, pp. 101-131.

165
obispado de Yucatán se acostumbraba que una persona pudiera soli-
citar su sepultura en cualquier parroquia o iglesia, tanto de seculares
como de regulares, pagando los derechos correspondientes. Derechos
que, como se verá, variaban dependiendo del lugar, de los rituales del
entierro y de toda la parafernalia, como cruces altas o bajas, monagui-
llos, etc. que se hubiera solicitado por parte del difunto o su familia.

El espacio de la vida terrenal. El principio de la vida eterna

En la organización del ritual que giraba alrededor de la muerte la fa-


milia del occiso tenía un papel importante. Las exequias constituían
una parte crucial del ritual católico y determinaban el fervor religioso,
según el realce o la importancia del mismo. El servicio funerario debía
efectuarse con la mayor solemnidad que fuera posible pues se creía que
esto era necesario para que el alma del fallecido pudiera tener un des-
canso en paz y cerca de Dios.218
El ritual de la muerte abarcaba tanto los oficios religiosos como las
actitudes que la familia asumía en los mismos y que se ofrecían en me-
moria del muerto. Estas actitudes de las familias ante los ojos de la
sociedad tenían un papel trascendental ya que la mayor o menor so-
lemnidad y etiqueta con la que se celebraban las exequias podía indicar,
además de la posición económica y social, el mayor amor o desamor

218  En su testamento, Juan Miranda pedía a su esposa que realizara sus exequias conforme su
consideración “que el entierro funeral y misas, y demás sufragios por mi alma, es mi voluntad
que sea a la voluntad de mi esposa, Clara Camal, mi albacea, sin perjuicio del derecho parro-
quial” (AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 8). En el testamento de Pedro
Manuel de Torres se lee “Mando mi alma a Dios, que la crió, y mi cuerpo quiero sea enterra-
do en esta Santa Iglesia de la voluntad de mi mujer y herederos” (AGEY, Colonial, Sucesiones
Testamentarias, vol. 1, exp. 1). Al respecto, véanse también AGEY, Colonial, Sucesiones Tes-
tamentarias, vol. 1, exp. 6; AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 1; AGEY,
Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 7.

166
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

por el difunto. El compromiso asumido por la familia era una forma


de distinción hacia una persona porque ofrecer un entierro con un ce-
remonial fastuoso enfatizaba la preeminencia social y la congoja que
la familia sentía por la pérdida de su pariente. Un servicio fúnebre que
careciera de la debida magnificencia podía mostrar a la sociedad una
actitud de poco aprecio hacia el fallecido o el interés por beneficiarse de
los bienes del difunto, gastando lo menos posible en las exequias.
La sociedad juzgaba las actitudes familiares en torno a la muerte se-
gún la manera como se realizaban los honores fúnebres. Una persona
viuda que no guardara el luto con la compostura correcta o que muy
pronto iniciara una nueva relación de pareja podía incurrir en la sospe-
cha del engaño adúltero, delito de gravedad reputada, porque la omisión
del respeto hacia la muerte se consideraba una ofensa a la memoria del
occiso. Además de respetar sus deseos testamentarios, tras la muerte la
familia debía velar por su recuerdo, honrándolo.
Las honras fúnebres hacia los difuntos no terminaban con los ritua-
les del entierro, ya que podían prolongarse en el tiempo. El luto, las
misas y los rosarios constituían momentos de recuerdo y oración por
el alma del difunto y así, al mismo tiempo, se convertían en momentos
idóneos para manifestar que aún le tenían presente. Se acostumbra-
ba una misa diaria durante la primera semana, después una mensual
durante los primeros meses, y posteriormente las misas anuales, más
las que quedaban estipuladas en el testamento por el alma del difunto.
La persistencia de los oficios religiosos reiteraba asimismo que con la
muerte solamente se había cumplido parte del ciclo de una persona y
que la familia todavía sufría por su ausencia, a la vez que confirmaba
su amor por él y el fervor católico. El significado social del velorio y del
funeral eran expresiones elocuentes de la gran trascendencia que tenían

167
en una sociedad muy apegada a la religión como la existente en el Yucatán
colonial.
Entre los indígenas también se creía en la vida después de la muerte.
Sin embargo, se consideraba que la suerte tras la muerte no se definía
únicamente por las acciones en vida, sino que dependía de las exequias
colectivas celebradas tras el fallecimiento. La tarea de los vivos con-
sistía en su obligación de velar los rituales para que el espíritu de los
muertos llegara con prontitud a su lugar de descanso, pues un espíritu
sin reposo podía causarles desgracias. En opinión de Farriss
la familia tenía la responsabilidad inmediata de procurar el bien-
estar de sus parientes fallecidos que, pasado algún tiempo, aca-
baban asimilándose a la categoría general de antepasados a los
que toda la comunidad, así como la familia, rendía homenaje en
el Día de los Muertos.219

Diversidad de los rituales funerarios

En el umbral de la muerte la confesión de los pecados constituía la pri-


mera obligación del enfermo. Antes de velar por su salud física una
persona debía procurar su salvación espiritual que podía adquirirse
mediante la eucaristía en el momento del viático.220 Según las Consti-
tuciones Sinodales del obispo Gómez de Parada, por tal motivo el cura
asistía

219  Farriss, 1992, pp. 503-504.


220  El viático consistía en rociar con agua bendita el cuerpo del enfermo en señal de remi-
sión de los pecados, haciendo con ella la figura de la cruz (Rivas Álvarez, 1986, p. 107). En el
Diccionario de Autoridades, III, 1976, p. 474, se lee: “Sacramento del Cuerpo de Christo, que
se administra à los enfermos que están en peligro de muerte, y como en viage para la eterni-
dad, como verdadero sustento del alma”.

168
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

con las luces que se acostumbran, tañendo una campanilla y dán-


dole a adorar envolviéndole a la Iglesia y publicar las indulgencias
(...) pero no se han de repicar las campanas, ni cantar por las calles,
ni aun semitonado.221

En el acto del viático el sacerdote o religioso también celebraba el sa-


cramento de la extremaunción imponiendo los santos óleos a la perso-
na que se encontraba en el umbral de la muerte, ya que era “una última
y especial convalecencia del alma, procurada por medio del postrimero
ungimiento del Olio santo, à fin de que el Christiano se disponga para
el fin postrero”,222 en busca de la salud sobrenatural del alma.
La importancia de la previa confesión al recibir los últimos sacramen-
tos era tal que los mismos médicos evitaban visitar o tratar de curar a
una persona que a los tres días del agravamiento de su enfermedad no se
hubiera confesado.223 Al respecto, Bolaños escribía que
Llegará pues el médico á tu cama, ò echarán mano de algún es-
traño para anunciarte que te dispongas para recibir los Santos
Sacramentos, que es lo mismo que decirte: Amigo, Señor Don
Fulano, Vmd. se halla muy malo y de peligro, pocas esperanzas
nos quedan de su salud: como Christiano que es debe prevenirse
para la Muerte (...) Aqui entran ya en cuidado los familiares, y
llenos de la mayor tristeza, cabisbaxos, y pensativos, se retiran à
los rincones de la casa, y se dexan percebir de quanto en quanto
algunos suspiros, que cada uno de ellos es una saëta que hiere
en lo mas vivo al pobre paciente. Navegando entre la esperanza
de la vida, y el temor de la muerte harás una revista sobre tu
conciencia.224
221  Constituciones Synodales, 1722, f. 197.
222  Diccionario de Autoridades, II, 1976, p. 700.
223  Constituciones Synodales, 1722, f. 199v.
224  Bolaños, 1983, pp.262-263.

169
Era costumbre común que por las calles pasaran pequeñas procesio-
nes que con cirios encendidos, cantos y rezos fúnebres, acompañaban
a los religiosos que se dirigían a brindar a los moribundos la extre-
maunción.225 La Iglesia exigía moderación y templanza para aceptar la
muerte de los allegados, razón por la cual pedía a los eclesiásticos que
se abstuvieran de entrar en las casas donde se escucharan llantos y la-
mentos inmoderados por el occiso,226 porque el llanto desmedido se
consideraba que iba en contra de la voluntad divina.
En vida el hombre debía velar por su alma y a menudo los agonizantes
solicitaban una o varias misas antes de morir.227 Inmediatamente des-
pués, la tarea de cuidar su cuerpo y su alma correspondería a la familia.
Los familiares más cercanos serían los encargados de cerrarle los ojos
y la boca, un ritual que indicaba que los sentidos corporales habían
muerto para el mundo y se abrían los del alma.228
En estos momentos comenzaban a operar los elementos socio-reli-
giosos de carácter doméstico. Las distintas formas de realizarlos res-
pondían a la manera en que la familia entendía el ritual, considerando
la muerte como algo sagrado y a la que debía rendirse culto. El trato co-
tidiano con la muerte advertía a la sociedad que nadie estaba exento de
ella y, en consecuencia, invariablemente debían certificarse la simpatía
y el amor hacia el occiso. En este tratamiento la Iglesia exigía solemni-
dad y respeto por el alma del difunto.
En las horas siguientes, un pariente cercano a la persona fallecida
tenía que realizar los preparativos de los servicios que se le brindarían.

225  Viqueira Albán, 1988, p. 16.


226  Rodríguez de San Miguel, I, 1980, p. 7.
227  El agonizante Mateo Muñoz pagó cuatro pesos un real por concepto de una misa cele-
brada en la iglesia de la Tercera Orden (AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1,
exp. 3, f. 9).
228  Martínez Gil, 1993, p. 392.

170
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

En las esferas sociales más elevadas enterrar al difunto con el hábito de


alguna orden religiosa era una costumbre ampliamente generalizada.
Esta vestidura tenía la idea de santificación y de pureza del cuerpo, un
símbolo que podía apresurar la transición al espacio divino, además de
que, dependiendo de la vestidura con la que fuera enterrado, podía sig-
nificar el alcanzar un número sustancial de indulgencias. La costumbre
igualmente podía deberse al “deseo inconsciente de disfrazar la muer-
te, de maquillarla, de objetivar el cadáver hasta hacer más soportable
su visión”.229 El hábito también servía “como ‘escudo protector’ y como
lazo de unión con Dios a través del amparo, favor y defensa atribuida
a la advocación, santo fundador y orden regular a quien lo compran,
esperan[do] conseguir el beneficio de su utilización”.230 En Yucatán, en
muchas ocasiones, el cuerpo era “amortajado con el hábito de Nuestro
Seráfico Padre San Francisco”, orden regular predominante en la pro-
vincia. Por el contrario, las familias con menores recursos económicos
vestían el cuerpo con su propia ropa porque el costo de un hábito era
muy alto,231 aunque también se daban casos en los que los parientes se
encargaban de coser la mortaja.
Algunas fuentes sugieren que había profesionales encargados del
aseo y asistencia de las personas, desde la enfermedad hasta la muerte.
Por ejemplo, Juana Méndez pagó dieciséis pesos a una yerbatera por las
medicinas, miel, aceite, velas, aseo de la ropa y manutención mientras
su hermano Ignacio estuvo enfermo.232

229  Rivas Álvarez, 1986, p. 128.


230  García Fernández, 1989, p. 241.
231  García Gascón, 1989, p. 333.
232  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 2, exp. 11, f. 6; AGEY, Colonial, Su-
cesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 7. Respecto los cuidadores de enfermos véase García-
Abásolo, 1992, p. 283.

171
El ritual doméstico se iniciaba con un velatorio realizado en la casa,
que pasaba a denominarse casa de duelo; generalmente era la vivienda
habitual del difunto, aunque también podía efectuarse en la de algún
pariente o amigo. Para la ocasión y en los días subsiguientes la dispo-
sición de muebles, cuadros y cortinajes se modificaba para recibir a los
dolientes. En el aposento mortuorio el suelo se enlutaba, se llenaba de
velas y en las ventanas se instalaban cortinas negras. Una vez prepara-
do y amortajado el cadáver se colocaba en el suelo, sobre una alfombra
o en su lecho para exponerlo durante el velatorio.233 También en el pro-
pio recinto los visitantes eran agasajados con comida y bebida.
Cuando las posibilidades económicas lo permitían se colocaba al di-
funto en un féretro. Las fuentes de la época señalan que el ataúd de-
bía estar forrado con bayeta, paño u holandilla negra, clavazón negra
pavonada y galón negro o morado, mientras que las cajas de los niños
debían ser de color y de tafetán doble.234 En el caso de las personas de
escasos recursos, se solía utilizar una caja de madera propiedad de la
parroquia, que se recuperaba cuando el cadáver era depositado en su
sepultura.235 Ya desde 1560 el primer obispo de Yucatán fray Francisco
de Toral mandaba que los difuntos fueran llevados a su lugar de ente-
rramiento en “unas andas en que lleven el cuerpo y una manta teñida
de negro con una cruz para poner sobre ellas y vaya el cuerpo del difun-
to dentro amortajado y con una cruz entre las manos”.236
El velatorio constituía un momento solemne y un acontecimiento de
carácter social. Era uno de los rituales para simbolizar las condolencias
de la comunidad, un rito social que definía la unidad entre los individuos
y que favorecía la sociabilidad comunitaria. Para la ocasión, la familia
233  Martínez Gil, 1993, p. 395.
234  Rodríguez de San Miguel, I, 1980, p. 124.
235  Martínez Gil, 1993, p. 394.
236  Rubio Mañé, 1938, p. 31.

172
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

repartía alimentos, chocolate con canela y aguardiente; en la parte sacra,


las rezadoras profesionales se encargaban de los rezos por alma del di-
funto y, después de la media noche, cantaban las horas de los maitines.237
Durante la época colonial los rituales funerarios en Yucatán podían
ser muy costosos y exigir un gran desembolso de dinero. A menudo, la
población de pocos ingresos recibía alguna ayuda por parte de la iglesia
de su adscripción, o bien los enterraban de balde. Durante todo el pe-
riodo colonial los diferentes grupos sociales formaron parte de cofra-
días y muchas de ellas tuvieron entre sus funciones proporcionar ayuda
para financiar el ritual funerario, incluso los militares tuvieron ayuda
real para este fin.238 No obstante los estratos elevados solían comple-
mentar esta ayuda, o bien pagar en su totalidad los costos para asegurar
unas exequias suntuosas, ya que la muerte también era un momento de
manifestar su posición social y económica.
Como se ha dicho, durante la época colonial fueron adoptadas las
costumbres funerarias europeas. Era práctica habitual de la penínsu-
la Ibérica que después del velatorio tuviera lugar una misa de cuer-
po presente por el alma del difunto. El sacerdote, reunido en la casa
mortuoria con los sacristanes y clérigos, según el tipo de entierro y los
familiares, brindaba al difunto el «oficio y recomendación de su alma».
La población se enteraba del paso de un cortejo fúnebre a través de un
determinado tañido de campañas, en dicho cortejo se llevaba el cuerpo
del difunto, con la cruz de la iglesia por delante donde fueran a reali-
zarse las exequias, salvo si el cadáver provenía de fuera de la ciudad, en
cuyo caso el cortejo era menos solemne, y el sacerdote lo esperaba a la
puerta del templo portando la cruz.239
237  Diccionario de Autoridades, II, 1976, p. 458; Diccionario de Autoridades, II, 1976, III, pp.
10 y 598.
238  AHAY, Asuntos Terminados, vol. 6, exp. 124. 1788.
239  Arco Moya, 1989, p. 316.

173
Las fuentes documentales revelan para Yucatán unas costumbres si-
milares en la misma época. Las procesiones funerarias solían ser muy
numerosas, sobre todo cuando se trataba de una persona reconocida
por su posición social. En cualquier caso, también entre la población de
menores recursos existía lo que por la época se denominaban entierros
de acompañados, esto es gran parte de la población se sumaba a las
condolencias y a los cortejos funerarios, era una forma frecuente de
sustraer al difunto de cualquier tipo de anonimato. También los corte-
jos, por lo general, eran acompañados por un número indeterminado
de eclesiásticos, dependiendo de su solemnidad y boato.240 En los entie-
rros de la élite provincial, ya fueran encomenderos, funcionarios reales,
nobles, hacendados o estancieros, al igual que comerciantes acaudala-
dos, generalmente se preparaban sepelios que marchaban al toque de
campanas grandes con doble repique y contaban hasta con veintiún
clérigos, cruz alta, misa de cuerpo presente y ofrenda.
A pesar de la solemnidad de los rituales, algunas familias preferían
celebrar las honras fúnebres resaltando más su importancia social. Por
ejemplo, en el entierro de Luisa Bárguez Domínguez, vecina de Izamal,
sus parientes contrataron los servicios de unos músicos y cantores para
que acompañaran al entierro.241 Igualmente, entre estas familias pudien-
tes se trataba que asistieran a las exequias los familiares o amigos que
se encontraban lejos a fin de poder reunirse en el momento del duelo;
éste es el caso del funeral de Domingo Zapata, vecino de Dzidzantún,
cuyos parientes costearon el transporte desde el puerto de Chicxulub
para trasladar a los que allí vivían.242
El ceremonial fúnebre abarcaba tanto el ámbito privado como el pú-
blico. En lo privado, el ritual consistía en los rezos y el velatorio, además
240  Pescador, 1988, p. 287.
241  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 7.
242  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 12.

174
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de los responsos oficiados por el sacerdote momentos antes de la cele-


bración del entierro. Al ámbito público correspondía la procesión por las
calles con el acompañamiento de los deudos, parientes, amigos y religio-
sos que transportaban el cuerpo a la iglesia donde se llevaban a cabo los
funerales en cuerpo presente. En el transcurso del recorrido entre la casa
y la iglesia se hacían algunas paradas o posas para cantar responsos.
Durante la ceremonia dentro de la Iglesia los sacerdotes que oficiaban
los funerales exigían a los presentes respeto por el lugar y por el alma
del difunto
que quando tuuiessen el muerto en la Eglesia, que non fiziessen
ningun ruydo porque dexassen de dezir la Missa: ca todos deuen
callar allí, e rogar a Dios, e escuchar las oraciones que los Cleri-
gos dizen: esto es, porque ninguno non deue estoruar el diuino
Oficio, mayormente quando dixeren Missa, e consagrar el Cuer-
po e la Sangre de nuestro Señor Jesu Christo.243

Los sacerdotes debían velar por el decoro expulsando a los que no


tuvieran la compostura correcta. Esta decisión obedecía a que a me-
nudo las emociones, lamentos y llantos interferían en la realización del
ritual y lo mismo ocurría cuando los dolientes besaban o abrazaban el
cuerpo, obstruyendo el desarrollo de los oficios. Incluso los curas más
estrictos imponían sanciones para evitar las interrupciones.244 Termi-
nados los oficios religiosos en la Iglesia, llegaba el momento de la inhu-
mación del cadáver.

243  Rodríguez de San Miguel, I, 1980, p. 64.


244  Rodríguez de San Miguel, I, 1980, p. 64.

175
Enterramientos y sepulturas. Espacios de reafirmación social

Las costumbres funerarias adaptadas a las Indias ordenaban que los


enterramientos debían realizarse en las iglesias o en sus atrios. Ya desde
la Recopilación de Indias se manda que “los veçinos de las Yndias pue-
dan enterrar en los monasterios e iglesias que quisieren”,245 costumbre
que aún se señala en las Constituciones Sinodales de 1722246 y que no
será cuestionada sino hasta el reinado de Carlos III, a finales del siglo
XVIII, cuando por razones de higiene y salud se ordena que se edifi-
quen cementerios fuera de las poblaciones. Para los enterramientos en
los atrios había que bendecir ciertos solares delante o alrededor de las
iglesias o conventos al efecto y recibían el nombre de cementerio, que
en griego significa dormitorio.247
En Mérida, por ejemplo, las inhumaciones se llevaban a cabo en el Sa-
grario de la Catedral, San Cristóbal, Santiago y el Santo Nombre de Je-
sús, que tenían sus cementerios en los atrios de sus iglesias, además de
otras capillas comprendidas en su jurisdicción, como la ermita de Santa
Isabel, Nuestra Señora de la Candelaria, San Juan Bautista y la iglesia
del Jesús,248 además de los enterramientos efectuados en los conventos.
Dependiendo de los lugares de enterramiento se destacaba la diferen-
cia social y económica. Los de gente humilde se realizaban en los atrios
o en las partes laterales de las Iglesias. Los lugares seleccionados para
la sepultura en el interior de las iglesias se reservaban para personajes
importantes y adinerados.249 La elección de un lugar a menudo se debía
a motivos familiares, por estar en determinado sitio el sepulcro de un

245  León Pinelo, 1992, p. 255.


246  Constituciones Synodales, 1722, ff. 216-245.
247  Zabala Aguirre, 2000, p. 194.
248  Victoria Ojeda y Herrera Balam, s/f, pp. 1-2.
249  Viqueira Albán, 1981, p. 49.

176
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

pariente, por la devoción a una imagen o por la protección de un santo


específico. Por ejemplo, José López Aguayo prefirió ser enterrado en la
puerta de la iglesia del pueblo de Temax.250 Así lo dejó estipulado en su
testamento, la elección fuera del edificio religioso donde se enterraba
a los pobres se debía a un acto de humildad, todo aquél que entrara al
recinto pisaría su sepultura. No obstante, estas son excepciones, pues
normalmente la gente de nivel social o económico elevado prefería que
su inhumación se realizara lo más cerca del altar que fuera posible, para
así poder recibir directamente todas las bendiciones de los sacerdotes
cuando realizaban sus oficios religiosos. De esta forma lo señala Ariès,
que las inhumaciones en las iglesias respondían a la idea de obtener el
beneficio de la protección de los santos en el santuario al que había sido
confiado el cuerpo del difunto.251
Las sepulturas más próximas al altar mayor tenían el costo más eleva-
do. La ubicación sepulcral representaba el estatus social del difunto y su
familia: a mayor cercanía del altar principal o a la pila de agua bendita
mayor notabilidad en la condición social y de su religiosidad, pues las
élites solían preferir esta parte del suelo sagrado para no verse confun-
didos con el pueblo. Además, todavía predominaba la creencia medieval
europea de que en los lugares situados más cerca del altar se tendría una
resurrección más rápida. El simbolismo jugaba un papel importante en
la medida de que en estos espacios “yacer junto al altar mayor es prueba
rotunda de poder y privilegio, signo ratificatorio de innumerables mé-
ritos, por otro lado, la tumba a la entrada de la iglesia consagraba a su
morador como depositario de una de las más estimables virtudes, la hu-
mildad. Lo cual no deja de ser otra forma de soberbia”.252 Normalmente,
en los testamentos de la élite meridana se señalaban la forma y el lugar
250  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 2.
251  Ariès, 1975, p. 157.
252  Rivas Álvarez, 1986, pp. 148 y 157.

177
en el que querían ser enterrados y así se puede observar en el del capitán
Agustín Rubio, vecino de Mérida, quién solicitó que
cuando la Divina Voluntad saque mi alma de la presente vida, mi
cuerpo sea sepultado en la santa iglesia catedral, junto al Sagrario,
en tabla amortajado con el hábito de nuestro seráfico padre San
Francisco.253

Entre los indígenas adinerados el lugar del enterramiento también po-


seía un simbolismo importante y no dudaban en disponer fuertes sumas
de dinero para mantener su estatus aun después de muertos. Los ricos
dueños de ranchos, caciques u otros miembros acomodados de las comu-
nidades y ciudades pagaban cifras tan significativas como los españoles
que habitaban en el ámbito urbano. Por ejemplo, el cacique del pueblo de
Homún, Felipe Noh, ordenó en su testamento que a su muerte –acaecida
en 1763– fuera enterrado en una sepultura “frente del escaño en que se
sientan los caciques”,254 a fin de reafirmar su eterna posición dentro de la
comunidad.
La Iglesia prohibía que junto a los cadáveres se introdujeran objetos,
ricas vestiduras y prendas de oro o plata, como era costumbre en la
época prehispánica, ya que únicamente se debía enterrar el cuerpo con
un vestido propio de su condición. Las razones que se argüían para ello
solían ser que las familias pobres no se desprendieran de sus escasas
pertenencias y, por otra parte, evitar los saqueos. A pesar de estas dis-
posiciones, existen evidencias de que en el Yucatán colonial la costum-
bre de enterrar al cadáver con alimentos, objetos de uso personal, etc.
continuaba realizándose como en los tiempos prehispánicos. En exca-
vaciones realizadas en una capilla abierta en el sitio arqueológico de

253  AGEY, Colonial, Testamentos Militares, vol. 1, exp. 1.


254  Bracamonte y Sosa y Solís Robleda, 1996, p. 363.

178
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Xcaret, en actual estado de Quintana Roo, se encontraron evidencias


materiales que sugieren que repetidamente los deudos acomodaban en
los sepulcros anillos, medallones o rosarios, que podían ser recuerdos
familiares y también otros objetos propios de la actividad que el difun-
to desempeñaba en vida.255
Otra costumbre a la hora de efectuar los enterramientos era la dis-
posición de los cuerpos, éstos debían colocarse de forma que la cabeza
estuviera situada mirando hacia el altar porque así recibían directa-
mente las bendiciones e indulgencias cuando los sacerdotes realizaban
sus servicios. Por el contrario, si el difunto era un sacerdote o un fraile
había de situarse su cabeza en dirección contraria, a fin de que en la
muerte continuara realizando los mismos oficios que en vida.
En la parroquia donde habían de celebrarse los rituales funerarios los
preparativos para la realización de los mismos se hacía de forma senci-
lla, únicamente se permitía enlutar el pavimento que ocupaba el féretro
y colocar hachas o cirios en sus costados, además de encender dos o
cuatro velas en el altar, dependiendo de las posibilidades económicas
del difunto o su familia. Aunque en muchas ocasiones se contradecía
esta norma, si el cadáver había tenido una posición económica elevada
se utilizaba un gran número de cirios o velas. Por esta razón se pro-
mulgó una real pragmática en 1754, cuyo propósito fundamental era
regular el número de luminarias, insistiendo que en los costados del se-
pulcro únicamente podían instalarse doce hachas o cirios y un número
no superior de cuatro velas sobre la tumba.256
Los gastos realizados en todo el ritual funerario pueden mostrar el
poder económico y la importancia social del difunto. Por ejemplo, las
familias de la élite trataban de expresar su pena mediante unas exequias
255  Comunicación personal del Arqlgo. José Manuel Ochoa Rodríguez (Mérida, 4 de mayo
de 1996).
256  Ramírez Leyva, 1992, p. 59.

179
que demostraran su elevada posición social. A continuación exponemos
los costos que podían alcanzar los servicios fúnebres desde la elección
del ataúd hasta su inhumación.

Cuadro 1: Costos de los elementos de un servicio funerario de la élite

Objeto Costo
Cajón de sepultura 2 pesos 1 real
Manta con que se hizo la túnica 2 pesos
Tintura de la túnica 3 reales
Hechura de la túnica 3 reales
Mortaja 7 pesos
Misa, vigilia y seis responsos 27 pesos 4 reales
Derechos de cantores y maestro de capilla 6 reales
Sacristanes y cruz baja 2 reales
Música y cantores 5 pesos
Acompañantes con asistencia 30 pesos 4 reales
Lugar de enterramiento 100 pesos
Sepultura 4 reales
Apertura de sepultura 4 reales
Incensario y sepulturero 1 peso
Cinco posas 16 pesos
Cruz alta y ciriales 8 pesos
Candelas para el entierro 1 peso
Vigilias y túmulo 5 pesos
Misa cantada con vestuarios 7 pesos 4 reales
Las cinco mandas forzosas 1 peso 2 reales

Total de gastos del funeral 222 pesos 5 reales


Fuente: AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias; AHAY, Asuntos Terminados, vol. 8, exp.
184, f. 9.

180
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Como se puede observar en el cuadro precedente los gastos originados


por un servicio fúnebre podían alcanzar unas cifras exorbitantes para la
época, a lo cual habría que añadir todas las misas que el difunto dejaba
encargadas antes de morir, aun más si se mandaba fundar una capellanía.
En las Constituciones Sinodales del siglo XVIII aparecen todos los
aranceles que percibía la Iglesia en concepto de los servicios funerarios.
El lugar de enterramiento oscilaba desde cuatro reales si se inhumaban
en el atrio, un peso o dos en la puerta de la iglesia, aunque dentro de la
iglesia el coste podía llegar hasta los cien pesos (como se ha viso arriba)
que se cobraba por ser enterrado en el lugar “que se abriere dentro del
enrejado que divide la Capilla maior hasta sus escaleras”,257 estos costos
se refieren a la catedral de Mérida.
Estas cantidades señaladas a modo de ejemplo podían incrementarse
en gran medida, si se compraba el espacio de enterramiento a perpe-
tuidad. Los sepulcros que no eran adquiridos perpetuamente se reuti-
lizaban con el paso del tiempo. Los entierros en las iglesias provocaban
malos olores y el peligro de alguna enfermedad aumentaba mientras se
realizaban las mondas, es decir, la exhumación de restos que se efectua-
ba después de un tiempo determinado para ser trasladados a un osario
general. Cuando las sepulturas de los templos se llenaban era preciso
realizar de tiempo en tiempo, según la frecuencia de entierros de cada
iglesia, una limpieza con el propósito de dejar libres las sepulturas a
fin de que pudieran ser nuevamente utilizadas. Mientras duraba esta
operación las iglesias quedaban inutilizadas y las cercanías resultaban
intransitables debido a los malos olores que las sepulturas despedían.258
La costumbre de efectuar los enterramientos en las iglesias databa de
tiempos inmemoriales. Por ello, a pesar de que la real cédula de Carlos

257  Constituciones Synodales, 1722, ff. 219-220.


258  Galán Cabilla, 1988, p. 260.

181
III del 3 de abril de 1787 exigía la transferencia de los cementerios fuera
de las poblaciones, la práctica continuaba realizándose. La causa prin-
cipal de esta persistencia era el prestigio que representaba que se debía
sobre todo a la mentalidad de la población, también que se obviaba el
problema de la transmisión de enfermedades o los malos olores, prove-
nientes principalmente de los atrios, para seguir manteniendo la pro-
tección divina que para la colectividad ofrecía la Iglesia. Por esta razón
las mismas autoridades se resistían al cambio. En 1804 y 1813 circularon
nuevas órdenes conducentes a emprender las obras del cementerio me-
ridano fuera del recinto de la ciudad.
La real cédula del 13 de noviembre de 1813 ordenaba el comienzo
inmediato de la construcción de los camposantos en las afueras de
las poblaciones, en un plazo no superior a dos meses. A pesar de es-
tas disposiciones, en la villa de Campeche las autoridades reinicia-
ron las obras interrumpidas en 1806 e inauguraron el cementerio el
19 de marzo de 1821, un año después de su conclusión.259 En Mérida,
las inhumaciones dejaron de efectuarse en la catedral en el año de
1802, pero la práctica continuó en la parroquia de Santa Lucía, a esca-
sos metros de ella, cuyo camposanto funcionaba desde el siglo XVIII
como auxiliar del Sagrario de la catedral.260 El 26 de septiembre de
1820 el Ayuntamiento de Mérida compró la hacienda Xcoholté para la
construcción del Cementerio General.261

259  Álvarez, 1991, pp. 127-131.


260  Herrera Balam, 1995, p. 65.
261  Biblioteca Yucatanense (en adelante BY), Libro copiador de oficios del Ayuntamiento de
Mérida, 1813-1821, f. 106v.

182
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

El recuerdo de los muertos

El culto por la salvación del alma de los muertos no culminaba con la


sepultura. Existían varias fechas a lo largo del año en las que se seguía
rindiendo culto a los familiares fallecidos. En la conmemoración del
Miércoles de Ceniza, por ejemplo, se recordaba en las iglesias a los feli-
greses, a la hora de imponerles la ceniza, que representaba “la tierra de
su origen, y del polvo en que se han de volver”, para que en lo sucesivo
desistieran de los malos hábitos y comportamientos de la vida munda-
na. La recomendación radicaba en inculcar que la correcta aplicación
de una vida espiritual simbolizaba el alivio y la salud del alma, esencia
fundamental de la vida, además de evitar “el abandono, y olvido de la
muerte, que experimenta la Monarquía Espíritual de mi Reyno”.262
Los familiares tributaban homenajes a sus parientes muertos en una
serie de reuniones que hacían las veces de repetición del día del entie-
rro, denominadas según el tiempo en que se celebraran. Las honras a
los ocho días o al fin de semana de haber fallecido la persona y las del
aniversario, denominadas a fin de año, año del entierro o cabo de año
del entierro, unas y otras formaban parte de los ritos ofrecidos al difun-
to como señal de respeto y recuerdo, significaban que velaban por su
alma y para ayudar a que ésta siguiera su camino hacia el Paraíso. En
cambio, cuando los familiares no los celebraban –privando al alma de
los sufragios necesarios– se corría el riesgo de prolongar innecesaria-
mente su permanencia en el Purgatorio.263
En cada honra se oficiaba una misa, cantada o rezada, según la elec-
ción de la familia y de sus posibilidades económicas. Las misas rezadas
solían ser para todo tipo de población, puesto que su coste era menor;

262  Bolaños, 1983, pp. 138 y 139.


263  Martínez Gil, 1993, p. 428.

183
en cuanto que las cantadas eran las más solicitadas por las familia-
res de mayores recursos, al ser mucho más solemnes y donde se podía
mostrar su importancia social. El coste de la celebración de las misas
cantadas, solía oscilar entre los seis y siete pesos, que debían pagarse
en concepto de derechos, pero además la familia tenía la obligación de
hacer entrega de una ofrenda de incienso, pan y vino a la iglesia.264
Además de estos rituales el calendario litúrgico también incluía otros
días solemnes dedicados a los muertos. Este calendario conmemoraba
el día 1 de noviembre la Fiesta de Todos Santos, exclusiva para los es-
pañoles, mestizos, negros y mulatos; el 2 de noviembre, el Aniversario
de Difuntos, dedicado a los indígenas, y el 3 de noviembre, en honor del
Aniversario de Sacerdotes Difuntos.265
Las comidas o banquetes funerarios desempeñaban también un pa-
pel importante en el ritual mortuorio. El convite era una práctica am-
pliamente difundida, no sólo durante el velorio del recién fallecido, sino
también en las otras conmemoraciones como las honras a los ocho días
y de cabo de año; eran un espacio para reforzar los lazos de sociabilidad
y convivencia comunitaria. Estos actos operaban como una expresión
de convivencia social y ritual, se ofrecían bebidas, alimentos, dulces
y panes, y se contrataban rezadoras que solemnizaban los rosarios en
honor al alma del difunto.
La antigua tradición europea de realizar convites funerarios no dife-
ría mucho de la costumbre prehispánica de colocar comida junto a la
sepultura de los muertos en fechas señaladas. Por lo que en el día de To-
dos Santos y el de Difuntos toda la población –indios y no indios– brin-
daba este tipo de ofrendas. El ritual consistía también en rezar por el
alma de los difuntos, además de colocar alimentos y luminarias sobre

264  Constituciones Synodales, 1722, f. 141.


265  Constituciones Synodales, 1722, f. 142v.

184
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

las sepulturas. No sólo de forma particular sino que también se cele-


braban misas solemnes durante el día de Difuntos en todas las iglesias.
Durante muchos años las mujeres mantuvieron el luto por períodos
extremadamente largos, pero en 1723 una pragmática real ordenó que las
viudas únicamente guardaran el luto treinta días después de ocurrida la
muerte del marido, porque mientras más tiempo tardaran en incorpo-
rarse a sus deberes religiosos mayores eran las censuras de la sociedad y
por esta razón también se les invitaba ir a misa los días de fiesta.266 En los
entierros, el color negro del luto no se distinguía únicamente en el vesti-
do sino también en la costumbre de colocar en la casa mortuoria bayetas,
tapices y cortinas de este color. En las disposiciones reales que describen
el vestido de luto, los hombres solían utilizar capas largas, calzones y ro-
pillas de bayeta o paño y sombrero sin forro, mientras que las mujeres
se enfundaban ropa de bayeta en invierno y de lanilla en verano.267 Las
descripciones retratan la forma española peninsular, pero esto no sig-
nifica que fuera similar al caso de Yucatán, que adoptó figuras propias
conforme a sus características climáticas y el tipo de vestido empleado
cotidianamente. La respuesta de este asunto quizá tenga relación con las
posibilidades de cada familia, pues el uso de la ropa oscura era de rigor
para los que podían sufragar el gasto de ropas nuevas, pero opcional para
aquellos que a veces sólo tenían pocas mudas de ropa.

La piedad, la caridad y el miedo ante la muerte

Otra de las manifestaciones que distinguían el comportamiento de las


élites yucatecas en la época colonial es la referente a las expresiones
en torno a la piedad y la caridad cristianas, puesto que se consideraba

266  Constituciones Synodales, 1722, f. 58.


267  Martínez Gil, 1993, p. 460.

185
que estas prácticas tenían un papel preponderante en el destino eter-
no de los hombres. La creencia generalizada consistía en que con el
ejercicio de ambas mostraban los buenos sentimientos de las personas
y un descargo para sus conciencias. Los actos de piedad y caridad se
incrementaban por lo general cuando la persona se encontraba en el
umbral de la muerte, cuando el pesar por algunas conductas inapropia-
das se incrementaba. Ello conminaba al hombre a entrar en un estado
de mayor espiritualidad, su fe se incrementaba ante la inminencia de la
muerte que constituía su encuentro con lo celestial. Por este motivo, se
trataba, en mayor medida de ayudar al prójimo y entregar donaciones
a los necesitados, fundaciones, liberar a sus esclavos, cancelar deudas
o dotar a mujeres pobres para sus casamientos. Entonces, su alma, pu-
rificada por la espiritualidad y liberada de lo material, podría acceder
libremente a los reinos divinos por las obras realizadas en favor de los
demás.268 También como hemos visto anteriormente, el costear pro-
cesiones, hacer caridad, y otras manifestaciones de piedad, sobre todo
entre miembros de la élite, se hacían de forma pública y notoria porque
en cualquier momento se podía necesitar la constancia de ellos para
acreditar ser hombre de honor y fe, para fines judiciales inclusive.
El temor a la muerte es uno de los puntos que más se refleja en los
testamentos. La expresión del miedo por lo desconocido partía de la
creencia de una vida cíclica que iniciaba en lo terrenal y culminaba
en lo celestial o en el Infierno. El convencimiento de la existencia del
Infierno provocó que no pocas personas moldearan, al menos en los
últimos instantes de su vida terrenal, su conducta y trataran de com-
prarse un espacio en el cielo mediante el arrepentimiento, las misas o
las donaciones, y acreditarse como ejemplos de cristiandad.

268  Pescador, 1992, pp. 293-294.

186
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

El realce social de una persona se manifestaba también después de la


sepultura. La muerte de un funcionario real, comerciante, estanciero o
hacendado, conllevaba, como se ha visto, casi por definición la celebra-
ción de un funeral costoso, pero además en los testamentos es común
observar diversas partidas de dinero que se destinaban para limosnas,
bien para los pobres o bien para la Iglesia. Otra forma de expresar la
caridad era a través de las mandas que el difunto dejaba establecidas en
sus testamentos como eran la creación de capellanías, celebraciones de
aniversarios o fiestas en recuerdo del fallecido. Por lo general, la princi-
pal beneficiaría solía ser la Iglesia.
Los sacerdotes aprovechaban el auxilio que brindaban a los moribun-
dos para conseguir legados importantes, ya que constituía el momento
propicio para procurarse la riqueza de un individuo abatido por los re-
mordimientos. Muchas de las fundaciones de conventos, colegios, hos-
pitales, cofradías o patronatos fueron obtenidas de esta manera.269 El
temor al infierno era lo que impulsaba a muchos hombres acaudalados
a depositar parte de sus bienes en manos de la Iglesia. Con el objetivo
de evitar este tipo de prácticas e impedir un mayor enriquecimiento
de la Iglesia y una merma económica a las familias, el virrey Antonio
Bucareli, en 1776, declaró nulas las donaciones realizadas ante la inmi-
nencia de la muerte.270
Parece ser que durante esta época, el pensamiento ilustrado comen-
zaba a amenazar los cuantiosos ingresos que la Iglesia percibía por
mantener todo el ritual en torno a la muerte. Viqueira Albán afirma
que gran parte de la fortuna de la Iglesia estaba basada en las donacio-
nes piadosas que recibía de los particulares que así esperaban alcanzar
la salvación eterna. Desde su punto de vista, en el siglo XVIII la visión

269  Sarrailh, 1981, pp. 630-631; Farriss, 1995, p. 146.


270  Viqueira Albán, 1981, p. 56.

187
ilustrada que anteponía la vida terrenal a la eterna no sólo amenazaba
acabar con esta fuente de ingresos sino que apartaba a los hombres de
sus preocupaciones ante la muerte y los volvía indiferentes a la religión.271
La Iglesia, para que le fueran otorgadas mandas forzosas, se ampara-
ba en la necesidad de sufragar una serie de gastos que servirían como
indulgencias para el difunto. Estos gastos eran de diversa índole, para
contribuir con dichos recursos a un propósito común, como eran las
denominadas mandas piadosas de Nuestra Señora de Guadalupe; para
la Redención de los Cautivos de San Lázaro y San Antón; Santos Luga-
res de Jerusalén y Santa Cruzada, etc., todos los cuales tenían, a finales
del siglo XVIII, una cuota obligatoria de dos reales. En términos ideo-
lógicos, su contribución procuraba la tranquilidad de las conciencias
porque igualmente podían subsanar de alguna manera irregularidades
cometidas por la persona en vida. Aunque, queda claro que su propó-
sito, más que conseguir la salvación personal del benefactor, tendía al
incremento patrimonial del beneficiario.272
La costumbre de testar estas cantidades de dinero para las diversas
mandas fue decayendo a lo largo del siglo XVIII. Por ejemplo, la manda
forzosa de Nuestra Señora de Guadalupe fue creada con la finalidad de
recoger limosnas para el sostenimiento de su iglesia y del culto gua-
dalupano. Su constitución fue decretada por el emperador Carlos I en
1551, confirmada por Felipe II en 1596 y, posteriormente, por Felipe IV
en 1622.273 Al parecer, la costumbre de pagar esta manda fue cayendo
en desuso y ante esta situación el abad y el cabildo de la iglesia colegial
de Guadalupe presentaron sendos escritos al rey, fechados el 10 y el 18

271  Viqueira Albán, 1988, p. 19.


272  González Cruz y Lara Ródenas, 1989, pp. 297-298.
273  Recopilacion de Leyes de los Reynos de las Indias, Libro I, Título XVIII, 1774, f. 108v.

188
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de marzo de 1755,274 quejándose de la pérdida gradual de estos ingresos


desde principios del siglo XVIII. La respuesta del monarca fue la emi-
sión de una real cédula en 1756 recordando la obligatoriedad de hacer
efectiva dicha manda.
A pesar de la cédula real mencionada, a principios del siglo XIX la
costumbre de disponer mandas fue desapareciendo de los testamentos,
pues ya habían perdido vigencia con el paso de los años. La Iglesia, para
tratar de mantener algunos ingresos de esta naturaleza, el 6 de agosto
de 1806 hizo circular la noticia de que los católicos únicamente tenían
la obligación de cubrir las mandas forzosas dedicadas a Nuestra Señora
de Guadalupe y la de los Santos Lugares de Jerusalén,275 aunque se die-
ron casos de que algunos fieles devotos todavía contribuyeran con las
cuatro mandas. La abolición de la manda de la Redención de los Cauti-
vos, firmada el 9 de noviembre de 1820, fue decretada en la provincia de
Yucatán el 9 de mayo de 1821.276
El recurso de las mandas forzosas fue un medio del que se valió la
Iglesia para recaudar ingresos. Hay que tener en cuenta que para algu-
nas personas eran un medio que consolidaba sus aspiraciones en el más
allá. Como ejemplo, Pedro Manuel de Torrens de Izamal, dispuso que
a su muerte fueran entregados ocho reales al síndico de los “Santos Lu-
gares de Jerusalén”.277 Por su parte, Luisa Várguez Domínguez, Domin-
go Zapata y Simón Escalante Pacheco decidieron que a su muerte sus
familiares entregaran dos reales por cada una de las mandas forzosas

274  Rodríguez de San Miguel, II, 1980, p. 718; Archivo Histórico del Arzobispado de Yucatán
(en adelante AHAY), Oficios y Decretos, vol. 3.
275  Rodríguez de San Miguel, II, 1980, p. 718.
276  BY, Libro Copiador de Circulares de la Capitanía General y Comandancia Política de la
provincia de Yucatán, f. 49.
277  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 1.

189
y acostumbradas.278 Hubo personas que contribuyeron con cantidades
mayores a la obligación, quizá debido a su fe o porque deseaban resarcir-
se de sus pecados. Por ejemplo, en 1791 el izamaleño Prudencio Bolio Er-
cina pidió que a su muerte se cubrieran con cuatro reales cada manda.279
A pesar del escaso monto de la manda no todos tenían la disposición
económica para hacerle frente; existen muchas evidencias que recalcan
la resistencia a satisfacerla, incluso cuando testamentariamente era de-
seo del difunto. Para remediar la situación, la Iglesia facultó a los curas
y tenientes no salir con la cruz en la procesión del entierro hasta que los
parientes no entregaran un documento –hijuela–, autentificando las
mandas ofrecidas en el testamento.280 Francisco de Castro, albacea tes-
tamentario de Pedro Manuel de Torres, declaraba respecto a la cláusula
hago presentación de mi declaración, por tener pagadas todas
las mandas forzosas, según lo califican los recibos adjuntos, cuya
diligencia no había practicado por haberse traspapelado, y ha-
biéndolo encontrado lo verifico suplicando a V.S.ª Ilma. que en su
vista se sirva darle su visitado, y declararme por buen albacea.281

Otra fuente de ingresos de la Iglesia solían ser las limosnas que los
religiosos percibían de los fieles para cubrir parte de sus gastos y de los
de su Iglesia, y que podían ser en dinero o en especie. Solían darse en
cualquier época del año, en las cercanías de alguna fiesta o cuando la
devoción de los fieles así lo aconsejara. Los más pobres solían entregar
sus limosnas en cera y velas.

278  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 7; AGEY, Colonial, Sucesiones
Testamentarias, vol. 1, exp. 12; AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 12-A.
279  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 6.
280  Constituciones Synodales, 1722, f. 142; AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol.
1, exp. 1.
281  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 1.

190
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Ingresos más cuantiosos para la Iglesia provenían de los censos. No


fueron escasos los individuos que bajo el signo de la caridad católica
otorgaron los réditos de sus propiedades a beneficio de obras de gracia.
El 2 de febrero de 1769 el maestre Ignacio Agustín de Mimenza obtuvo
un préstamo sobre la estancia Chacsinkín, propiedad de los bienes de
su padre difunto el capitán Jerónimo Salvador de Mimenza. El censo
se valoró en 500 pesos, cuyos intereses se destinaron como limosnas al
convento de San Francisco de Mérida.282
También fueron importantes los ingresos percibidos a través de las
obras pías, estos eran legados que administraba la Iglesia y solían desti-
narse a diversas causas. La donación de obras pías fue una práctica que
tuvo su auge durante el Barroco pero con la introducción de las ideas
provenientes de la Ilustración comenzó su decaimiento.283 La inclinación
que la gente de Yucatán tenía por este tipo de fundaciones era muy co-
mún al grado de que, en 1758, muchas de las casas y fincas de esta provin-
cia tenían “gravamen de cantidades pertenecientes a obras pías y capella-
nías y muchos legos con la misma carga en virtud de fianza”.284
No obstante, también esta costumbre fue decayendo a medida que
avanzó el siglo XVIII, en cuya segunda mitad podemos observar que
de las 130 obras pías que se han podido identificar para el período 1760-
1800, el 70% corresponden al período comprendido entre 1760-1770, el
12% para 1771-1780285 y apenas un 7% en la década de 1791-1800. Estos
datos mostrarían la misma tendencia que se estaba produciendo en la
282  Archivo Notarial del Estado de Yucatán (en adelante ANEY), Libro de Protocolos de
1781, f. 380.
283  Esta situación fue debido a que “en la segunda mitad del siglo XVIII el modelo de reli-
giosidad desarrollado en la monarquía hispana a partir del Concilio de Trento es puesto en
picota por los ilustrados que no se cuestionan la fe ni los dogmas, pero sí sus manifestaciones
exteriores y su influencia social” (Pereira Pereira, 1988, p. 223).
284  Farriss, 1995, p. 155.
285  ANEY, Libro de Protocolos de 1781, f. 380.

191
Europa Ilustrada, esto es, la disminución de las contribuciones de los
particulares a la Iglesia.
Las ideas ilustradas rechazaban las conductas contrarias a la raciona-
lidad y destacaban el papel del conocimiento por encima de las creen-
cias y de las concepciones católicas. A pesar de la influencia que la Ilus-
tración ejerció en la construcción de una nueva clase de hombre, en la
provincia de Yucatán, y en general en la Nueva España, todavía había
un gran porcentaje de la población con conceptos religiosos sólidamen-
te arraigados. El dominio que durante casi tres centurias había des-
plegado la Iglesia en la mentalidad de los novohispanos constituía un
serio obstáculo para contrarrestar su influencia; empero, gradualmente
comenzó a penetrar en las conciencias la idea de una práctica religio-
sa distinta, principalmente cuando se comprendieron cuáles eran los
mecanismos que operaban en las nuevas ideas de mayor racionalidad
de la sociedad. Como en otros casos, este fenómeno no fue global sino
únicamente asumido en ciertos círculos sociales de la élite.
Este fenómeno se agudizó cuando algunas personas comenzaron a
advertir que la Iglesia estaba lucrando con los rituales mortuorios. Al ir
considerando que la donación altruista para la celebración de misas o
la destinada para las diversas fundaciones no servían tanto para la sal-
vación de las almas sino que la Iglesia las había convertido en un nego-
cio, las donaciones de esta naturaleza iniciaron un descenso paulatino.
Debido al abuso de los eclesiásticos se empezó a debilitar en los cató-
licos la creencia en ellos así como en la efectividad real de las misas.
Se comenzó a considerar que muchos religiosos habían distorsionado
el principal objetivo de las misas debido a su codicia por incrementar
el número de éstas cada vez más y que en muchas ocasiones no las
celebraban con la liturgia debida e incluso no las oficiaban aun cuando
habían percibido el dinero correspondiente, en muchas ocasiones. Las

192
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

personas indignadas por estas arbitrariedades y poco conformes con


la moral religiosa comenzaron a introducir en sus testamentos meca-
nismos que garantizaran el absoluto respeto de sus últimas voluntades,
mediante ciertas cláusulas que exigían a los herederos supeditar las
donaciones al cumplimiento de las misas de salvación.286
En Yucatán la fundación de misas constituía la práctica más solicita-
da en los testamentos y a menudo algunas familias de la élite preferían
el treintanario o serie de treinta misas en honor de San Gregorio.287 La
razón de la preferencia quizá haya sido el exclusivo prestigio de gozar
de un ceremonial solemne y considerablemente costoso, al cual muy
pocos podían darse el lujo de hacer frente, y que mostraba al resto de
la sociedad la alta posición social de la persona a quien se brindaba los
servicios. Podemos observar la cuantía que alcanzaban estas honras,
por ejemplo, cuando los familiares de Luisa Várguez Domínguez paga-
ron 42 pesos por un treintanario a la altura de 1793.288
Por lo general, la primera misa tenía lugar el día siguiente del deceso de
la persona y se le denominaba misa de sólo una vez o suelta, su premura
radicaba en el hecho de que se creía que si los sufragios se realizaban de
inmediato el alma del muerto podía gozar de una expiación también in-
mediata de las penas del Purgatorio. Aunque a veces solían celebrarse de
cuerpo presente o en los tres primeros días después del fallecimiento, es
decir, antes de producirse la soltura del alma.289 Eventualmente se oficia-
ban misas que además de pedir por el alma del difunto también tenían
el propósito de rezar anticipadamente por otras personas, parientes e
286  Viqueira Albán, 1981, pp. 35-36. En España, la disminución de las solicitudes de misas
también fue notoria durante la segunda mitad del siglo XVIII (Vaquero Iglesias, 1991, pp. 122,
128, 144-145 y 199).
287  Para mayores referencias relativas a esta celebración consúltese Martínez Gil, 1993, pp.
214-215.
288  AGEY, Colonial, Sucesiones Testamentarias, vol. 1, exp. 7.
289  Véase Vaquero Iglesias, 1991, pp. 117-118.

193
incluso sirvientes. En 1764 Juana María Domínguez destinó los réditos
de ciento cincuenta pesos para verificar tres misas rezadas, dos por su
alma y una por la de su criada Isabel Domínguez.290 En 1773 Felipa Josefa
Romero contrató un censo sobre unas casas en seiscientos pesos, cuyos
réditos sufragarían en el Convento de la Recolección el costo de sendas
misas anuales –las rezadas el día 20 de cada mes y las cantadas el 30 de
mayo y 20 de diciembre– por sus almas, la de su marido Felipe Ayora y
la de su madre Juana Josefa Coello.291
Las misas votivas tenían la finalidad de cumplir una promesa hecha
a la Virgen o a algún santo por su intercesión en los últimos momentos
de la vida del difunto y en el juicio que se le seguiría posteriormente.292
Con menos frecuencia hubo familias generalmente de las élites, que
prefirieron invertir en el pago para la celebración anual de un número
variable de misas que abogaran por la salvación del alma de ellos y de
sus parientes muertos.293
Por último, hemos de mencionar que la creación o institución de ca-
pellanías fue una costumbre muy arraigada entre las familias de mayor
abolengo de la sociedad yucateca. En el Yucatán del siglo XVIII por lo
general se creaban estas capellanías familiares, sufragadas con los in-
tereses de un censo con el que sustentaba a un capellán, que a menudo
solía ser un pariente. Su fundador o el albacea testamentario asumían
el compromiso de pagar los intereses correspondientes. Las capellanías
tenían algunos objetivos fundamentales, una de ellas era proporcionar
un ingreso económico a un joven eclesiástico aspirante al sacerdocio

290  AGEY, Registro Público de la Propiedad, Libro tercero de Censos desde el año de 1749
hasta 1830, f. 244v.
291  AGEY, Registro Público de la Propiedad, Índice de tomas de razón, y de casas y hacien-
das hipotecadas subsistentes (1738-1771), ff. 34-34v.
292  Vaquero Iglesias, 1991, p. 120.
293  Rivas Álvarez, 1986, p. 196.

194
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

para que la congrua satisficiera lo necesario para su ordenación; o bien,


ya ordenado para su manutención en espera de algún beneficio ecle-
siástico. Por ejemplo, en 1791, Juan Esteban Quijano, hombre de la élite,
y cabeza de una poderosa familia, fundó una capellanía en favor de uno
de sus hijos.294 Con la fundación de una capellanía se obtenían también
beneficios espirituales, ya que implicaba la realización de una obra pia-
dosa para con ello aliviar los tormentos que podrían padecer las ánimas
en el Purgatorio. También su persistencia en el tiempo garantizaba la
celebración de misas por la salvación del alma del fundador, sus fami-
liares y cualesquier otros designados en la carta de fundación.295
Las capellanías tenían un patrono o encargado de administrar la in-
versión de los fondos y de vigilar el cobro de los intereses y nombraba
al capellán.296 Por ejemplo, en 1792, Victoriano Cantón, albacea testa-
mentario de los bienes de Clemente Figueroa, fundó una capellanía con
un principal de 500 pesos y réditos anuales de 25 pesos, financiados
por la estancia Tanchem y los sitios Pixoi y Xnabanché, en las cercanías
de Samahil. La fundación garantizaba la celebración de dieciséis misas
rezadas por el alma del fundador, de su mujer y de sus descendientes.
El nombramiento de primer patrono fue para un hijo del difunto, José
Clemente Figueroa, mientras que otro pariente, el clérigo Joaquín José
de Figueroa y Anguas, fue designado capellán.297
El 6 de agosto de 1792 Tomás Antonio Rivas ordenó testamentaria-
mente que dos de sus hermanos fueran designados capellán y patrón de
la capellanía que fundara. Para cumplir las obligaciones de las dieciséis
294  AHAY, Asuntos Terminados, vol. 6, exp. 137. 1791.
295  Schwaller, 1990, p. 150.
296  Schwaller, 1990, p. 156.
297  AGEY, Registro Público de la Propiedad, Libro tercero de Censos desde el año de 1749
hasta 1830, f. 61v. Las capellanía fundadas por Manuela de Almeyda y Teresa Carrillo en 1779
y 1785, respectivamente, fueron similares (AGEY, Registro Público de la Propiedad, Índice de
tomas de razón, y de casas y haciendas hipotecadas subsistentes [1738-1771], ff. 23v y 37-37v).

195
misas rezadas que Rivas solicitaba, ocho de las cuales debían celebrarse
en el aniversario de su muerte, el albacea José Ignacio Rivas contrató un
censo de seiscientos pesos sobre la estancia Tehas, en la jurisdicción de
Motul.298 En 1785 Ignacio Rendón impuso un censo de mil pesos sobre
unas estancias suyas para que anualmente se celebraran doce misas
rezadas por el alma de su hermano Antonio Rendón. Nombró como
primer patrono a su cuñada Felipa Baldez y capellán a su sobrino Josef
Rendón y Baldez.299
A través de las costumbres y prácticas funerarias hemos podido ob-
servar la desigualdad social inherente ante la muerte. En un principio,
las ordenanzas eclesiásticas no contemplaban diferencias según grupos
de población, aunque en la práctica, si nos atenemos a las tarifas es-
tablecidas para llevar a cabo los diversos rituales y otros mecanismos
utilizados por la Iglesia para allegarse de beneficios materiales en los
momentos previos a la muerte, podemos constatar que esa pretendi-
da igualdad ante la muerte, según los textos, en la realidad no existió
ya que se mantenía la jerarquía social estrictamente también en este
aspecto. Los personajes que contasen con un patrimonio importante
eran los que podían conseguir un acceso más rápido y fácil en su salva-
ción, tras la muerte.

298  AGEY, Registro Público de la Propiedad, Libro tercero de Censos desde el año de 1749
hasta 1830, f. 61v.
299  AGEY, Registro Público de la Propiedad, Índice de tomas de razón, y de casas y hacien-
das hipotecadas subsistentes (1738-1771), f. 37. Para más ejemplos véase AGEY, Registro Públi-
co de la Propiedad, Índice de tomas de razón, y de casas y haciendas hipotecadas subsistentes
(1738-1771), ff. 37-37v y 44-44v; AGEY, Colonial, Iglesia, vol. 1, exp. 8.

196
Capítulo VI
Sociabilidades en las
familias urbanas

Las fórmulas cotidianas de entender las diversiones durante la época


colonial sufrieron continuos cambios y, a menudo, tendieron a eclip-
sar las distinciones sociales existentes en el mundo novohispano. La
complejidad social implicaba, por supuesto, reglas distintas que se defi-
nieron según las distinciones socio-éticas. La huella común de los habi-
tantes de la Nueva España se caracterizó por su apertura a la constante
búsqueda y demanda de diversiones. El espacio público se convirtió,
por antonomasia, en el lugar donde coincidieron los diferentes eventos
para celebrar tanto fiestas civiles como religiosas, nacimientos, muer-
tes, proclamación de nuevos reyes o nombramientos de virreyes, naci-
mientos de los primogénitos reales, visitas de funcionarios reales, obis-
pos o personajes importantes.
La vida social en las ciudades por lo general incluía numerosas activi-
dades, como corridas de toros o fiestas barriales de origen religioso. El
repertorio de fiestas y celebraciones urbanas, permanentes y extraordi-
narias, comprendía un enorme abanico de posibilidades para la diver-
sión, que tendía a configurar la vida lúdica como parte sustantiva de la
realidad experimentada en la cotidianidad. A pesar de las reformas in-
troducidas para restringir el número de fiestas, durante los siglos XVI
y XVII se produjeron pocos cambios. No obstante, con las reformas

197
borbónicas durante el siglo siguiente se advirtieron las primeras mani-
festaciones contra las diversiones por lo que el calendario festivo lenta-
mente comenzó a transformarse cuando algunas voces se alzaron con-
tra los efectos negativos que las fiestas tenían sobre el trabajo cotidiano.
Esto no quiere decir que los cambios se observaron de inmediato, sino
que constituyó el cambio de una mentalidad que procuraba fracturar
la proclividad lúdica asociada con la sociedad colonial. Las primeras
corrientes contra la anulación de las costumbres populares penetraron
en un ideario político que transformaría a la sociedad decimonónica
temprana.

Prolegómenos lúdicos de la Nueva España

Las costumbres hispanas se implantaron en la formación y consolida-


ción de la sociedad recién instaurada y las diversiones también forma-
ron parte del proceso colonizador para los primeros habitantes de la
Nueva España. El mundo lúdico prehispánico fue sepultado, por su-
puesto, mediante prohibiciones que pretendían despojar a los pueblos
originarios de su identidad y sus prácticas religiosas, ahora denomina-
das profanas.
Las prácticas cotidianas, costumbres y tradiciones arraigadas en la
mentalidad de los españoles se incorporaron en la mentalidad de los
criollos, mestizos y la sociedad en general. Esto no quiere decir que
las diversiones se inclinaron por el orden prescrito sino que, al mismo
tiempo, también florecieron comportamientos, prácticas, costumbres y
tradiciones proscritas y sancionadas contra el orden y bien comunes.
La convivencia cotidiana, por lo tanto, degeneró en la aparición de di-
versiones contrarias al orden y policía, es decir, los novohispanos fueron

198
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

clientes frecuentes de los juegos de azar, tablas, barajas y dados.300 Fran-


cisco de Montejo el mozo, por ejemplo, fue consumado jugador de dados
y naipes.301 El ex gobernador Diego de Cárdenas fue acusado, en 1630,
por la misma causa.302
La herencia cultural social y lúdica española fue lentamente incorpo-
rándose en el universo construido y extendido hacia todos los grupos
socio-étnicos. Los juegos prohibidos involucraron a toda clase de per-
sonajes, desde burócratas, comerciantes hasta trabajadores del campo,
ricos y pobres.303 En la sociedad colonial también había distinciones de
acuerdo al origen étnico: los indios se inclinaban por los naipes; los
españoles criollos y peninsulares preferían las cartas, dados y peleas de
gallos; los mestizos cualquier tipo de juegos, mientras que los extran-
jeros se ocupaban más de los juegos de envite. El juego, por lo tanto,
constituyó una parte significativa de la cotidianidad. Las diferencias
sociales existentes entre los distintos grupos o castas con excepción
desaparecían en las casas de juego, toda vez que diluían los valores mo-
rales y predominaba el interés pecuniario.304
Un cerco de hombres de que solo los mas inmediatos logran asien-
to con comodidad, estando los demas en pie, apiñándose todos
unos con otros, y alargando los pescuezos: la cuadra se llena en
breve de las calidas exhalaciones de los cuerpos y de las continuas
humaredas de los que fuman: un profundo silencio y una aten-
cion suma ocupa a los circunstantes: se esparce por los semblantes
una melancólica severidad, que dá indicio de la aflicsion y violen-
cia que agita los espíritus: se suspenden las [e]mociones y afectos

300  Luque Faxardo, 1603; Chinchilla Pawling, 2000; Ariès, 2001, pp. 122-127.
301  Molina Solís, I, 1988, p. 57.
302  López Cantos, 1992, pp. 283 y 286.
303  Lozano Armendares, 1995, pp. 71 y 84; Canudas Sandoval, III, 2000, p. 1403.
304  AGN, Bandos, vol. 8, exp. 22, ff. 82-84.

199
de las demás pasiones: todos están pendientes de la suerte, que es
la deidad que preside la [a]samblea, y decide despóticamente de
las fortunas y desgracias: un carton, una figurilla ridícula, que el
acaso colocó sobre otras, despues de haber tenido pálidos los ros-
tros en su espectacion, al descubrirse alegra á unos de que suelen
dar señales en sus rizadas y jactancias, á otros los deja mustios y
fruncidos, obliga á otros á morderse un labio ó agarrarse la cabeza;
aquel ánimo fogoso que no puede sufrir el azar, prorrumpe en vo-
ces descompuestas; quien dá una fuerte palmada en la mesa ó en
su frente, y tal vez estruja, rompe y hace de comerse las cartas.305

Las diversiones patrocinadas y permitidas por las autoridades polí-


ticas, el mundo colonial tuvo un repertorio lúdico limitado. Ante esta
situación, los juegos prohibidos se convirtieron en un rasgo común de
la vida cotidiana. Desde las primeras décadas de dominio colonial, los
primitivos habitantes asociaron las diversiones con los juegos de azar, a
pesar de que reales cédulas, órdenes reales y diversas disposiciones tra-
taron de socavar dichas prácticas de las costumbres. El arraigo cultural
de estas prácticas, sin embargo, terminó por imponerse y atomizarse
en el mundo colonial.
Las causas principales de la prohibición de juegos radicaron en su
carácter contrario a la moral y porque podían afectar al patrimonio y
vida familiar. Primeramente, porque alteraba el orden de los buenos
comportamientos y podía provocar conflictos de violencia. En segundo
lugar, porque el jugador privilegiaba su interés personal por el vicio,
frente a la necesidad de mantener a la familia en una sociedad donde
se pretendía que ésta se convirtiera en el motor orgánico de las estruc-
turas sociales. Podemos citar el ejemplo de Pedro del Castillo, capitán
y encomendero quien, a principios del siglo XVIII, ante las enormes

305  Guridi y Alcocer, 1832, p. 8.

200
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

pérdidas sufridas en juegos de azar impuso carta-obligación para no


jugar dados ni barajas.306 En este sentido, los juegos de azar preconi-
zaban un distanciamiento de los buenos comportamientos y tendían
a propiciar quebrantos y problemas económicos en la familia. En Los
daños del juego, José Miguel Guridi y Alcocer destacaba que
Una pasion vil por su fin, detestable por su fomento, infame por
sus medios y funesta en sus consecuencias, se ha erigido entre
nosotros por deidad soberana (...) Tal es el juego que animado del
interes, fomentado por la ociosidad, sirviéndose de los fraudes, y
causando mayores estragos, á manera de un fuerte torbellino o
de un uracán impetuoso ha vuelto y arrastrado tras sí á personas
de todas clases.
El goloso no se acuerda de la comida, el mezquino abre sus ma-
nos y el avaro sus talegos, el vano y orgulloso que se cree superior
á todos, se iguala con sus infimos, el soberbio se humilla al mas
vil, cuyos auxilios necesita, el delicado tolera en pie ó en la postu-
ra mas incómoda muchas horas, el secso vergonzoso se descara y
pierde su pudor; hasta los enamorados se olvidan de sus citas, em-
plazamientos y visitas (...) Todo cede á la violencia de una pasión.307

Las implicaciones morales y económicas, por lo tanto, contribuye-


ron a motivar un conjunto legislativo que prohibía los juegos de azar.
En 1529 se emitió la primera cédula real proscribiendo los dados y las
tablas, aun cuando se toleraba el juego de naipes siempre y cuando no
alcanzase ciertas cantidades de envite.308

306  ANEY, Libro de protocolos del notario Mathías Montero, 1729; Canudas Sandoval, III,
2000, pp. 1394-1395 y 1404.
307  Guridi y Alcocer, 1832, p. 3
308  Fonseca y Urrutia, II, 1849, p. 297. Los desórdenes también fueron frecuentes otros luga-
res, caso de Chile (Purcell Toretti, 2000, pp. 101-102).

201
La proliferación de jugadores en la Nueva España, sin embargo, conti-
nuó teniendo un enorme arraigo en la sociedad colonial. A pesar de las
medidas instrumentadas, en los años siguientes, los juegos que antes
sólo se practicaban en el ámbito privado (naipes, trucos, tablas, bolos,
tejuelo, etc.) se desplazaron a casas de juego y tablajerías, aunque tam-
bién continuaron realizándose en calles y plazas públicas dando lugar
a espacios improvisados de sociabilidad lúdica. La gravedad de la situa-
ción hizo que se emitiera una segunda real cédula en 1539, la cual pros-
cribía totalmente las tablajerías y casas de juego, incluso se advertía una
reducción en la cuantía de las apuestas.309 La corrupción de los funcio-
narios públicos y la inexistencia de mecanismos de control limitaron
la aplicación de tales medidas. Siempre existió cierta tolerancia hacia
los juegos prohibidos durante toda la época colonial, por lo que que,
aun en contra de los intereses públicos, las autoridades terminaban por
aceptar una realidad cotidiana de lo lúdico en la sociedad novohispana.
Las autoridades carecían de los instrumentos de control precisos y de
una política capaz de minar el interés por los juegos de azar, ya que és-
tos constituían, casi por definición, la única alternativa de ocio para los
hombres de la época. El juego se convertía en la esencia de la diversión,
arraigándose profundamente en la mentalidad de la población como un
elemento importante de sociabilidad y diferenciación, no todos jugaban
lo mismo ni en los mismos espacios.
Esta práctica fue modificándose a partir del siglo XVIII. Con la llega-
da al poder de la nueva dinastía borbónica, se trató, siguiendo las ideas
ilustradas, de implementar numerosas reformas en todos los ámbitos
de la sociedad que también incluía una nueva reglamentación para los
juegos de azar.

309  AGN, Reales Cédulas Duplicados, vol. 103, f. 29.

202
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

La política moralizante de la época de las prohibiciones

A las nuevas autoridades políticas les preocupaba el juego por consi-


derar que con con él se desvirtuaban las costumbres y se asociaba con
la corrupción moral de los hombres. El nuevo planteamiento político
se traducía en la elaboración de una legislación en contra de los juegos
de azar. Se emitieron numerosas reales cédulas, disposiciones, órde-
nes y bandos, pero tuvieron poca utilidad para contrarrestar la enor-
me cantidad de jugadores que pululaban por la Nueva España. Ante
esta situación, la política borbónica ilustrada trató de transformar el
destino de las diversiones. En efecto, durante el reinado de Carlos III
(1759-1788) se instrumentaron nuevas reglas con el objetivo de suprimir
las costumbres lúdicas. Se tendía a identificar la embriaguez con los
juegos prohibidos que podían degenerar en vicios que afectaban a las
familias, lo cual motivó la recuperación de la idea de la importancia del
patrimonio familiar como fundamento de la sociedad. En muchas oca-
siones se llegó a apostar todo el patrimonio, lo cual fue convirtiéndose
en asunto de gran preocupación para las autoridades. La protección
del mantenimiento de la familia y el fruto del trabajo de los individuos
se asumió como una tarea primordial de las autoridades, por lo que se
incrementaron el control y la reglamentación contra los juegos ilícitos.
A finales del siglo XVIII, el arraigo de los juegos de azar había alcan-
zado niveles insospechados. Los juegos se podían clasificar en dos cate-
gorías, los permitidos y los prohibidos. Los permitidos, ajedrez, naipes,
billar, damas, lotería de cartones, raqueta, tablas reales, trucos, carteo
y pelota se incluyeron en aquellos destinados al entretenimiento, por
considerarse diversiones honestas, cuya intención era el esparcimiento.
A los juegos permitidos se les atribuía un carácter moralizante, según
dictaban las reglas de la prudencia, se contemplaban como necesarios

203
para el ánimo del espíritu,310 al contribuir a sobrellevar mejor las acti-
vidades diarias.311 Los juegos prohibidos eran diversos312 y se incluían
entre los destinados a la recreación, por tratarse de diversiones desho-
nestas, cuya intención era jugar con la suerte y efectuar apuestas. La
diferencia principal entre ambos tipos de juego era de índole concep-
tual. Si bien el juego se calificó como “aquello que es capaz a recrear el
ánimo”,313 la recreación fue considerada un comportamiento vincula-
do con los abusos de “la condición y malicia humana por el exceso en
el tiempo, en los intereses que median ú otras circunstancias vician y
hacen pecaminosas las mismas diversiones”.314 Sin embargo, la distin-
ción entre juegos prohibidos y permitidos no siempre se determinaba
por ser de entretenimiento-permitido/recreación-prohibido, sino por la
cuantía que alcanzaban las apuestas, pues tanto en uno como en otro se
podían poner en juego grandes sumas de dinero, aunque no estuviera
permitido. Esto quiere decir que un juego permitido podía convertirse
en prohibido cuando los límites de las apuestas toleradas por las auto-
ridades excedían de determinadas sumas. Las grandes cantidades en
310  AGN, Bandos, vol. 8, exp. 22, ff. 82-84.
311  González Alcantud, 1993, p. 131.
312  Rodríguez de San Miguel los enumera en: ancla, azares, baceta, banca, banca fallida,
barras, biribis, boliche, bolillo, bolos, cacho, carteta, chuecas, chuza, corregüela, cortea, cu-
bilete, dados, dedales, descarga la burra, faraón, flor, gallitos de perinola, juegos de albures,
nueces, oca, parar, quince, rueda de la fortuna, ruleta, sacanete, taba, tablas, tablita, tango,
torre de loro, treinta y cuarenta, treinta y una envidadas, trompico y veintiuno (III, 1980, p.
572). Las descripciones de los juegos pueden verse en Lozano Armendares, 1991, pp. 178-181;
Chinchilla Pawling, 2000, pp. 85-87.
313  Santa Teresa, 1805, p. 606.
314  AGN, Bandos, vol. 8, exp. 22, ff. 82-84. “El entretenimiento, hablando con propiedad, y
en rigor, no es otra cosa que ayudar al ánimo, para que se descanse, y se alivie con otra ocu-
pación menos fuerte que la principal en que estaba ocupado (...) Recreación es cosa diferente,
porque recrear es descansar, y ansi porque el exercicio sea muy desproporcionado de la ocu-
pación principal de que se dexa, y a que se vaca tanto que se olvida toda creación, porque no
es como el entretenimiento” (González Alcantud, 1993, p. 131).

204
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

juego excluyen por supuesto a la mayor parte de la población por lo


que se asocia a los pequeños grupos de las elites. Las posibilidades de
control, obvia decirlo, fueron casi imposibles de llevar a cabo y las in-
fracciones contra el orden continuaron siendo comunes y cotidianas.
La reglamentación del ochocientos se empeñaba en solucionar el
problema del juego de manera definitiva. Los funcionarios ilustrados
consideraban que la diversión excesiva era la causante de la reducida
productividad laboral y que, además, tenía efectos negativos sobre el
patrimonio familiar en tanto que constituía una vía por la cual una
familia podía perderlo, lo que a su vez provocaría conflictos y violencia
intrafamiliar.315 Ante la ausencia de un cuerpo legislativo que regulara
estas diversiones, durante la segunda mitad del siglo XVIII comenza-
ron a promulgarse leyes que ya no pretendían normar o tolerar algunas
de ellas sino su absoluta extinción.316
No obstante, el aparato legislativo estuvo acompañado de un sólido
discurso contradictorio, ya que desde la mirada ilustrada, se pretendía
impulsar los espectáculos de la élite y socavar ciertas manifestaciones
lúdicas populares.317 En otras palabras, se asociaba a la élite con las ac-
tividades de entretenimiento, mientras que al pueblo con las de recrea-
ción. Según estas ideas, la permisividad de las diversiones entre la élite
fortalecía su espíritu y su productividad y, por lo tanto, constituían una
necesidad cotidiana. Sin embargo, se consideraba que las actividades
lúdicas del pueblo, en cambio, contribuían a soslayar obligaciones y
315  Una pragmática de 1771 ordenaba: “Habiendo sabido con mucho desagrado, que en la
Corte y demás pueblos del Reyno se han introducido y continúan varios juegos, en que se
atraviesan crecidas cantidades, siguiéndose gravísimos perjuicios á la causa pública con la
ruina de muchas casas, con la distracción en que viven las personas entregadas á este vicio,
y con los desórdenes y disturbios que por esta razón suelen seguirse” (Rodríguez de San Mi-
guel, III, 1980, p. 572).
316  Río, 1988, p. 299. Acerca de las prohibiciones del juego ver Santa Teresa, 1805, p. 607.
317  Río, 1988, p. 329.

205
responsabilidades laborales. La pieza fundamental de este pensamien-
to se recoge en la Memoria para el arreglo de la policía de los espec-
táculos y diversiones públicas y sobre su origen en España (1797) que
el influyente ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos presentó ante el
Supremo Consejo de Castilla. En su discurso destacaba la importancia
de las diversiones como marcadores de identidad, necesarios para los
grupos de la élite pero, sin embargo, perjudiciales para el resto del pue-
blo al convertirse en recreación, sin orden ni moderación. Desde este
punto de vista concluía que la sociedad se dividía en dos segmentos:
“uno que trabaja y otro que huelga”
No hay provincia, no hay distrito, no hay villa ni lugar que no
tenga ciertos regocijos y diversiones, ya habituales, ya periódi-
cos, establecidos por costumbre. Ejercicios de fuerza, destreza,
agilidad o ligereza; bailes públicos, lumbradas o meriendas, pa-
seos, carreras, disfraces o mojigangas; sean los que fueren, todos
serán buenos e inocentes, con tal que sean públicos. Al buen juez
toca proteger al pueblo en tales pasatiempos, disponer y ador-
nar los lugares destinados para ellos, alejar de allí cuanto pueda
turbarlos, y dejar que se entregue libremente al esparcimiento
y alegría. Si alguna vez se presentare a verle, sea más bien para
animarle que para amedrentarle o darle sujeción; sea como un
padre, que se complace en la alegría de sus hijos, no como un
tirano, envidioso del contento de sus esclavos. En suma, nunca
pierda de vista que el pueblo que trabaja (...) no necesita que el
Gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse.318

La estricta política lúdica carolina devino los años siguientes en un


control contra los establecimientos de esta naturaleza. La lotería de
cartones, incluida en el campo de las diversiones permitidas, se fue
318  Jovellanos, 1993, pp. 66, 68-69.

206
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

identificando como un juego con efectos negativos para el patrimonio


de las familias y, en consecuencia, fue prohibida por orden real el 6
de abril de 1800. Una antigua ley de 1558 que proscribía dicho juego
se volvió a confirmar en 1798. Ello no significaba su extirpación total
del ambiente cotidiano sino sólo que se declaraba la ilegitimidad de
los juegos de lotería en cafés y casas públicas, puesto que continuaron
existiendo en el ambiente doméstico. A pesar de esta medida siguieron
funcionando el juego de loterías de cartones públicamente, como en
el caso de la ciudad de México o Cuba. Ante esta situación, en 1819,
las autoridades meridanas pretendieron, sin éxito, la instalación de una
lotería pública.319

La sociabilidad lúdica colonial

Las actividades lúdicas coloniales no se practicaban únicamente en las


casas de juegos públicas. Florecieron múltiples espacios de sociabili-
dad lúdica, entendida ésta como un sistema de relaciones sociales es-
tables, con contradicciones internas, en las reuniones que organizaban
algunos individuos de modo casual, formal o estratégica con el obje-
tivo de reproducir determinadas funciones y fórmulas lúdicas propias
de una colectividad con intereses comunes.320 La variedad y formas de
construir la sociabilidad, por lo tanto, fue muy diversa. Los lugares de
sociabilidad se establecieron en casas públicas, fondas, mesones, posa-
das, bodegones, trastiendas, tabernas, billares, cárceles, casas de juego,
residencias privadas, teatros, etc. Al respecto, Juan Francisco Molina
Solís afirmaba que los meridanos tenían tendencia a la liviandad y a los

319  AGN, Reales Cédulas, vol. 221, exp. 216.


320  Canal i Morell, 1993, p.9.

207
juegos prohibidos.321 Según, Serapio Baqueiro, el carácter de los meri-
danos es “inclinado a las fiestas y diversiones”.322
Además de las casas de juego que, a pesar de las prohibiciones, florecie-
ron en la época colonial, el espacio doméstico en la sociabilidad cotidia-
na meridana tuvo un papel muy importante porque en las grandes re-
sidencias particulares, debido sobre todo a su intimidad, fueron lugares
en los que se desarrollaban diversas funciones lúdicas. La privacidad
de las casas de todo orden conformaba un espacio privilegiado para el
encuentro entre individuos de cualquier condición. Los miembros de la
élite –grandes comerciantes, hacendados, administradores reales, po-
líticos, eclesiásticos, militares– formaban parte de los placeres lúdicos
privados mediante redes de relaciones familiares. En las familias de la
élite a menudo se realizaban tertulias con el objetivo de romper con la
monotonía y la soledad.323 Estas reuniones, por lo tanto, provocaron la
gestación de formas de sociabilidad, cuya adscripción personal identi-
ficaba vínculos con los integrantes del círculo social. De esta forma, se
establecía una diferencia con las casas de juego, donde sus participan-
tes eran de diversa procedencia y sus formas de adscripción se sucedían
sin distinciones ni intereses comunes. Sin embargo, en las formas de
asociación de las élites se hacía necesario un reconocimiento mutuo
de empatía, intereses compartidos y lazos de unidad consolidados a la
vez que el uso del espacio doméstico se ampliaba con la interacción de
hombres de condición social similar e intereses semejantes. La consoli-
dación de este tipo de sociabilidades era tan exclusiva que con frecuen-
cia gozaron de la protección real. De esta forma, la prohibición pública
se convertía en tolerancia privada que las mismas autoridades promo-
vieron porque ellas mismas fueron participantes.
321  Molina Solís, I, 1921, p. 307.
322  Baqueiro, I, 1990, p. 131.
323  Canudas Sandoval, III, 2000, pp. 1412-1413; Vázquez Mantecón, 2000, pp. 98-99.

208
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Los juegos prohibidos en las casas particulares pudieron funcionar


sin ningún problema porque el amparo político protegía a sus morado-
res. Las residencias de las élites meridanas fueron espacios compartidos
por las fracciones más prominentes de la ciudad para sus reuniones
lúdicas. El obispo Luis de Piña y Mazo a menudo tuvo invitados para
jugar malilla y revesino. El cura de la parroquia de Santiago y comisario
del Santo Oficio en Mérida, José de Zavalegui, además de compañero
frecuente del anterior, en los jardines de su casa tenía juegos de bro-
chas, trucos y otros entretenimientos.324 En la noche del asesinato del
gobernador Lucas de Gálvez, uno de los cómplices, el subteniente Luis
de Durán fue visto en la residencia de doña Francisca Ayuso jugando
malilla.325 En el inventario de propiedades del rico comerciante Pedro
Manuel de Escudero había “una meza de truco que mantiene en una
aczesoria de su cassa principal”.326 En la casa del político Santiago Flora
“havía (...) juegos prohibidos de lotería y dados”.327 El espacio privado
de la élite, sin embargo, se distanciaba de las casas de juego públicas
porque los prohombres presumían de emplear el “rato desocupado para
venir á explayar el ánimo y divertirse en nuestras tertulias”.328
También, en los tablajes y arrastraderos populares solían estar pre-
sentes personajes pertenecientes a la élite, en este sentido eran espa-
cios donde no existía tanta distinción social. Estos lugares se describían
como aquellos donde
Regularmente assisten personas de inferior clase, bagabundos,
esclavos, hijos de familia, y otros, sin tener reparo los coymes

324  El Registro Yucateco, IV, 1846, p. 380.


325  AGN, Criminal, vol. 287, f. 266v.
326  ANEY, Libro de protocolos del notario Joseph Ylivarren, 1778-1781, f. 180v.
327  Biblioteca Yucatanense, Fondo Reservado, Acuerdos del Ylustre Ayuntamiento, Folle-
tos, Caja VII. 1795, 010, f. 20.
328  Anónimo, 1820a, pp. 2-3.

209
y dueños de estos abominables juegos, en recibir toda especie
de prendas proprias a hurtadas, de que resultan los detestables
vicios de embriaguez, latrocinio, quimeras, homicidios y otros.329

La legislación del decenio de 1770 privó a la calle como espacio de


recreación, desplazando la práctica de los juegos prohibidos a espacios
de mayor seguridad, ocultos y que podían gozar de la complicidad de
los vecinos.330 Además de las casas privadas y las casas de juego públi-
cas, también en otros ámbitos como en la real cárcel de Mérida los reos
destinaban parte del tiempo a los juegos proscritos.331 La presencia de
los juegos en la cárcel no sorprende, dado que muchos presos estaban
precisamente condenados por estas prácticas.332 Por otro lado, en algu-
nas tiendas donde se vendían diversos productos se solía destinar una
parte de las mismas, denominada trastienda, al universo lúdico cuando
la calle perdió su funcionalidad como espacio destinado al juego. La
importancia que adquirieron las trastiendas como lugares de juego se
advierte en su identificación con las casas de juego prohibidas ya que
solían estar abastecidas de artículos juego como naipes, dados o trucos.
Por ejemplo, en el inventario de la casa-tienda de Joseph Julián Martí-
nez había “una mesa de truco, con su cielo [y] quattro bolas de marfil y
veinte ttacos. Ytem un tablero de cajón para jugar. Ytem medio barril
lleno de naypes”.333

329  AGN, Bandos, vol. 7, exp. 71, ff. 253-254v. Véase también Chinchilla Pawling, 2000, p. 84.
330  Anónimo, 1820b; González Bernaldo, 1993, pp. 29-30.
331  Rubio Mañé, 1968, p. 101.
332  Contamos con el ejemplo de Francisco Esperón que fue encarcelado por “vago, ocioso
y malentretenido, sin la menor agencia que lo haga útil a la república, el qual se ha ocupado
continuamente en juegos de naipes y dado, siendo este su único exercicio y profeción y en
el que pasa las horas del día, saliendo a los barrios y partes de la villa á este fin solamente,
lo mismo que su compañero don Joaquín Ávila, con quien anda siempre ligado y con quien
igualmente se asocia para este vicio habitual” (AGEY, Colonial, Judicial, vol. 4, exp. 9-A, f. 12).
333  AGN, Civil, vol. 1698, Cuaderno 2, ff. 12v y 15v-16.

210
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

En los márgenes de la sociedad se encontraban los pícaros, malentre-


tenidos y vagos, individuos totalmente asociados con el ámbito lúdico.
Los primeros registros de estos personajes se ubican desde el siglo XVI,
cuando fray Diego de Landa desterró de Yucatán a un número signi-
ficativo de ellos.334 El pícaro, personaje popular también de los juegos
de azar, solía conseguir beneficios a través de la burla y el engaño. El
malentretenido, considerado un propietario con oficio, se caracteriza-
ba por descuidar el sustento de su familia debido a su afición por el
juego.335 Los vagos, consideradas personas anómicas de la sociedad en
tanto carentes de bienes y de un oficio rentable, se dedicaban totalmen-
te al ocio y a las diversiones. En la sociedad del siglo XVIII el vago fue
el personaje que mayor interés despertó en las autoridades debido a que
sus prácticas cotidianas corrompían a la sociedad. Además a vista de
las autoridades carecía de cualquier utilidad social porque, por lo gene-
ral, se asociaba su figura con la embriaguez, costumbres grotescas, cri-
minalidad, conflictos, etc. que se generaban en diversos ámbitos, calles,
fondas, tabernas, billares u otras casas de juego, provocando situaciones
peligrosas que dichas autoridades trataban de frenar aunque sin mucho
éxito hasta que se produjeron las primeras persecuciones contra los vagos
emprendidas en las primeras décadas del siglo XIX.336

334  Molina Solís, I, 1988, p. 57.


335  González Alcantud, 1993, pp. 98 y 147.
336  Acerca de la cruzadas contra los vagos de la década de 1820, véase Miranda Ojeda, 1998.

211
Las diversas formas de diversión

En el restrictivo mundo lúdico colonial meridano, las actividades y los


espacios de sociabilidad estuvieron limitados a ciertos lugares y en po-
cas ocasiones coincidieron formas de asociación donde se pudiera en-
sombrecer la condición social de los individuos.
Las tabernas constituyeron los espacios de sociabilidad colonial ur-
bana más comunes porque era donde se concentraba una amplia diver-
sidad de juegos, como dados, naipes o billares y, por lo tanto, se convir-
tieron en establecimientos importantes de este tipo de sociabilidad.337
Sin embargo, como espacios de recreación, también figuraban la bebida,
el baile y los amores ilícitos con mujeres de “vida fácil”,338 construyendo
un universo social que a menudo provocaba conflictos y disputas.
A finales del siglo XVIII, en la ciudad de Mérida, existieron tres cla-
ses de tabernas. Las consideradas como más bajas, se tipificaban por la
clientela que asistía a ellas, esto es, indios y/o mestizos, gente de baja
condición social, además de ladrones, rufianes, pícaros, malentretenidos
o vagos. Los índices delictivos, por supuesto, eran elevados pues la gran
ingesta de alcohol solía contribuir a aumentar los conflictos (pleitos, in-
jurias reales, heridas múltiples y asesinatos). Las tabernas de segunda so-
lían ser propiedad de criollos o españoles de bajo estatus social; por lo ge-
neral establecidas en los barrios, se ubicaban en viviendas improvisadas,
dedicándose al expendio de licores de baja calidad. Las tabernas de ma-
yor clase, en cambio, se localizaban en el centro de la ciudad y contaban
con productos procedentes de Europa, solían pertenecer a comerciantes,

337  Miranda Ojeda, 2010, pp. 82-86.


338  Scardaville, 1980, pp. 644-645, 647; Atondo Rodríguez, 1992, p. 229. En las tabernas pro-
liferó la disolución y el desorden públicos a través de la prostitución demandada por todas las
etnias, principalmente de españoles y castas (Atondo Rodríguez, 1992, p. 229).

212
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

miembros capitulares, hacendados, militares o extranjeros, y su clientela,


por supuesto, incluía a la élite meridana.339
En Campeche, además de las tabernas, funcionaron improvisadas ta-
blas o barras de venta de licor clandestinas. La mayoría de estas barras
se localizaban en los muelles para servir bebidas a los marinos y tam-
bién solían estar presentes prostitutas y juegos de azar. En el centro y en
los barrios de la villa, al igual que en Mérida, se encontraban tabernas
de primera, segunda y tercera clase, dependiendo de su ubicación y la
calidad de su clientela. En 1788, por ejemplo, existían 65 tabernas “dies
y seis buenas, siete medianas y quarenta y dos inferiores”.340
Además de las tabernas, también había otros muchos lugares dedica-
dos a la venta y consumo de licores. Ante la extensa comercialización
de éstos, incluso en domicilios particulares y aún en casas de enseñan-
za, se producía un “vergonsoso espectáculo de hombres entregados a la
embriaguez y desordenes consiguientes al mismo tiempo”.341
Determinadas calles, esquinas y lugares de venta de productos al-
cohólicos de Mérida comenzaron gradualmente a convertirse en sitios
donde se concentraban prostitutas, delincuentes y vagos. Con el pro-
pósito de remediar esta situación, se promulgaron leyes contra la cos-
tumbre de que
á deshoras de la noche muchas de las fondas, cafés, bodegones,
vinaterías y tiendas donde se venden licores, dando lugar á que
introduciéndose en estas casas gentes de todas clases y sexos,
se fomenten los vicios de la disolución, embriaguez y otros, con
escándalo y grave perjuicio del orden público.342

339  AGN, Intendentes, vol. 75, exp. 1.


340  AGN, Intendentes, vol. 75, exp. 1.
341  BY, Fondo Reservado, Libro Copiador de Circulares de la Capitanía General y Coman-
dancia Política de la provincia de Yucatán, 1820-1824, Manuscritos, ff. 30v-31.
342  Rodríguez de San Miguel, I, 1980, pp. 778-779 (cursivas en el original).

213
La promulgación de nuevas reglas al efecto pretendía que las taber-
nas y tiendas cerraran a las nueve de la noche y las fondas y bodegones a
las diez. También se impuso que este tipo de establecimientos cerraran
los domingos y días festivos. Aun así, la vida social en las tabernas era
sempiterna, pues por lo general, continuaron estando abiertas todos los
días de la semana. Las Ordenanzas de 1790, por ejemplo, estipulaban
que
todos los domingos y días de fiesta sierren sus tiendas, o a lo
menos entrejunten las puertas todos los taberneros, así del sen-
tro de esta ciudad como de sus barrios, y que por ningún título,
causa, ni pretesto vendan en semejantes días aguardiente, chi-
cha, pitarrilla,343 ni otro licor que embriague a persona alguna, y
solamente se les permitirá vender a las que sean conosidas que
no se embriagan, y con tal que no beben en las tabernas sino que
traigan vasija en que lleben a su casa el licor que compraren.344

El fin de semana era cuando se concentraba la mayoría de los clientes


en dichos establecimientos porque el sábado era el día de pago de sala-
rios de los artesanos y trabajadores, además de que el domingo indios y
“castas” que vivían en poblaciones aledañas frecuentaban la ciudad. En
las últimas décadas del siglo XVIII, por ejemplo, el cabildo meridano
señalaba que

todos los domingos y días de fiesta suben a esta capital las gentes
de campo, así yndios como [de] otras castas, a oír misa en sus
parroquias, y después de cumplir con este precepto se van a las
tavernas a comprar aguardiente para beber y embriagarse en tal

343  Sobre las bebidas embriagantes véase Carrera Stampa, 1958, pp. 310-336.
344  AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 2, Libro Primero, Título 4, Artículo 5.

214
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

manera que quedan como unos troncos botados por las calles,
de que resulta muchas veses que los ahogue en su embriagues
el sumo calor del sol o el agua en tiempo de llubias y quando no
están tan ebrios, sino solo acalorados, se pelean y riñen, hirién-
dose con piedras o con los machetes, que traen en la sinta, de que
resultan muchas muertes y desgracias, como hasta ahora se han
experimentado.345

Por otra parte, durante el siglo XVIII el juego del billar fue rápida-
mente incorporado entre las diversiones permitidas y practicado por
la élite de la Nueva España.346 Dado que este derivaba de otro cono-
cido como trucos, en ocasiones se consideraban sinónimos, y aunque
tenían las mismas reglas en ocasiones se hacía una distinción a la hora
de otorgar las debidas licencias.347 El interés por ambos juegos se gene-
ró primeramente en la élite, como se advierte a finales del siglo XVIII
cuando en Yucatán varios personajes importantes fueron propietarios
de trucos, además de haber doce mesas públicas.348 En Campeche, por
ejemplo, en 1787 hubo al menos 5 propietarios de billares y trucos y en
el presidio del Carmen, en cambio, sólo hubo una mesa de billar.349
La decadencia de los billares y trucos tuvo su época más crítica preci-
samente en las últimas décadas del periodo colonial, cuando los trucos
perdieron su impronta elitista, desplazándose hacia el pueblo. En efecto,

345  AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 2, Lib. Primero, Título 4.


346  López Cantos, 1992, pp. 259-266. Las primeras bolas usadas se manufacturaban de
hueso, por lo que eran muy quebradizas. Las bolas de marfil comenzaron a emplearse a
principios del siglo XVIII, cuando este juego de destreza contaba con tacos apropiados y una
mesa rectangular forrada de paño, rodeada de barandas elásticas y troneras.
347  López Cantos, 1992, pp. 264-266.
348  En la ciudad de México existieron legalmente cuarenta mesas de trucos, seis en Queré-
taro, cinco en Real de Pachuca, dos en Cuautitlán, Real de Taxco, Tula, Tulancingo y Tien-
guistengo, y una en Texcoco, Actopan y Amilpas (AGN, AHH, vol. 43, exp. 4, ff. 16-23).
349  AGN, AHH, vol. 1018; AGN, AHH, vol. 1018; AGN, AHH, vol. 1018.

215
la pérdida de exclusividad de ambos juegos dio lugar a una transforma-
ción consistente en ser considerados para el pueblo, asociándose a las
cantinas, los vicios y las corrupciones morales. De ahí que fueran rela-
cionados con lugares donde se practicaban las diversiones prohibidas,
como naipes y dados, en los que participaban vagos, ociosos, pícaros,
etc. En este contexto, la antigua prosapia social del billar se trasladó a
las tabernas donde concurrían los estratos más bajos, aquellos que en
los documentos se señalan como “el pueblo”.
Otra de las diversiones populares en la ciudad de Mérida, al igual que
en el resto de la Nueva España, eran las peleas de gallos.350 También,
hay que tener en cuenta los ingresos que percibía el fisco real por la
realización de estos combates; a finales del siglo XVIII, por ejemplo,
el arriendo del juego de gallos reportaba a la Real Hacienda cantida-
des significativas.351 Era una diversión permitida porque se consideraba
honesta, aunque el “envite” o apuestas que se daban en cada una de
estas reuniones opacara tal honestidad. En este sentido, a menudo se
les identificaba como fuente de corrupción moral y de amenaza para el
patrimonio familiar
honesta diversión, [pero] no lo será si con el exceso o por abuso
se corrompe. El concurso en la plaza de noche puede propor-
cionar livertad a muchas personas inclinadas al juego que por
su estado u otros respetos se privan de día de estas distraccio-
nes, las disfruten con perjuicio de sus familias, con escándalo y
abandono. Mal se podrá celar en las sombras de la misma noche
que no se mesclen los sexos en la plaza y evitar las ruinas que de
esto resulten. Tampoco que algunos hijos de familia impedidos

350  Acerca de las peleas de gallos puede verse Sarabia Viejo, 1972.
351  AGN, AHH, vol. 706, leg. 6.

216
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

por derecho para el juego se empleen en él con profusión y otros


absurdos que son bien perceptibles.352

El problema fundamental radicaba en que durante las peleas de ga-


llos también se desarrollaban otros juegos prohibidos. En efecto, la cau-
sa principal de las quejas era el escaso interés que las autoridades tenían
por controlar los palenques ubicados en huertas, solares, tabernas, pa-
rajes, barrios alejados del centro y en residencias particulares, donde
con frecuencia se realizaban combates clandestinos, lo cual afectaba a
los ingresos fiscales. Entre las consecuencias nocivas que, como se pue-
de observar a partir de las quejas que se elevaban ante las autoridades
están las “apuestas y mala fee de las peleas todas o las más dolorosas
y fraudulentas, y desnudan [a] los jugadores robándose unos a otros y
nacen riñas y heridas y muertes”.353
Una de las características distintivas de las peleas de gallos era que
acudían a ellas todo tipo de personas, tanto de la élite como del pueblo,354
además, de vagos, ociosos, pícaros, etc., lo cual contribuyó a denigrar
su imagen asociada con el frecuente desorden y conflicto. Sin embargo,
la causa de su reglamentación en la ciudad de Mérida no se debió a la
corrupción moral, la afectación del patrimonio o la interacción social
sino porque, al parecer, propiciaba el ausentismo laboral. Los sujetos
asistían a los palenques de gallos en lugar de ir al trabajo y, por lo tanto,
se afectaba la productividad laboral. De ahí que, a principios del siglo
XIX, los funcionarios meridanos regularan los horarios en los que po-
dían celebrarse este tipo de diversiones: “en los días de travajo se pueda
352  AGN, AHH, vol. 1721.
353  AGN, AHH, vol. 798, núm. 1574. Acerca de la conflictividad en los reñideros de gallos en
México véase Chinchilla Pawling, 2000, pp. 76-77; en Colchagua, Chile, véase Purcell Toretti,
2000, p. 85.
354  La presencia de diferentes estratos sociales también es una característica de la sociabi-
lidad de las peleas de gallo en Chile (Purcell Toretti, 2000, pp. 83-85).

217
lidiar gallos desde las doce ó la una hasta que cierre el día, y no de no-
che, y los de fiesta que no pueda comenzar el juego hasta después de la
una, por ser assí costumbre aunque está mandado que en tales días no
se juegue hasta las tres de la tarde”.355
Al igual que había sucedido con las tabernas, billares o trucos, tam-
bién las peleas de gallos sufrieron reglamentaciones que se sucedieron
desde finales del siglo XVIII. Con la finalidad de un mayor control so-
cial, sobre todo respecto a los estratos sociales más bajos, con estas
nuevas normativas se trató de regular las consecuencias negativas que
en opinión de algunos sectores de la sociedad conllevaban las citadas
diversiones.

La sociabilidad familiar

Las sociabilidades familiares jugaban un papel destacado en las so-


ciedades urbanas. La forma de sociabilidad meridana más arraigada,
la conversación vecinal, tuvo su origen en la costumbre de conservar
abiertas las puertas y las ventanas de las residencias, promoviendo
la llamada conversación de puerta y ventana, espontánea, de paso y
de invitación casi obligatoria de saludar a los vecinos. De esta forma,
también se fueron creando redes de relaciones sociales que generaban
círculos de confianza consolidados, basados sobre todo por la casi au-
sencia de criminalidad y por la familiaridad entre la mayoría de los
vecinos de la ciudad. Durante las tardes y noches, principalmente en
épocas de intenso calor, las familias extensas invadían el frente de las
residencias, convirtiéndose en espacios sociales urbanos-familiares
limitados y reconocidos como particulares, donde se producían reu-
niones de convivencia con familiares y vecinos. En un mundo social

355  AGN, AHH, vol. 798.

218
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

donde casi todos se conocían, la práctica de la conversación estaba


muy enraizada porque, estas reuniones de puerta a ventana podían
sucederse durante gran parte del día, desde tempranas horas de la ma-
ñana hasta el atardecer.
Los prístinos lugares de sociabilidad meridanos se instalaron en las
puertas de las casas, en los bajos de los edificios públicos y en las esqui-
nas de la ciudad. Esta costumbre se posicionó en la mentalidad colecti-
va, de manera que la conversación de calle y a la puerta de las residen-
cias, espontánea e informal, permanente, reunió a familiares, amigos,
vecinos y, a menudo, transeúntes, creando con frecuencia verdaderas
tertulias.
Además de estas reuniones, fueron muy importantes en el calendario
anual las reuniones privadas y familiares destinadas a celebrar aconte-
cimientos del ciclo de la vida. Las fiestas organizadas por las elites en
sus residencias particulares, se distinguían por los convites y banquetes
que, a menudo, incluían la presencia de música y baile, en fiestas reali-
zadas con motivo de bautizos y confirmaciones religiosas, cumpleaños,
santorales y aniversarios diversos.

De la sociabilidad doméstica a la diversión callejera

No obstante, las costumbres familiares tradicionales no solo se de-


sarrollaban en el interior de las viviendas de la élite, sino que la so-
ciabilidad se daba cada vez en la calle, sobre todo a la caída del sol se
acostumbraba a dar paseos bien a pie o en calesa.
Desde finales del siglo XVIII el territorio de las diversiones merida-
nas se desplazó también a la calle, debido a que ante la ausencia de

219
lugares de diversión públicos en la ciudad, salvo billares y un teatro,
los vecinos privilegiaron el espacio urbano cotidiano para la reunión.356
Las autoridades municipales no impulsaron medidas de censura
contra las reuniones callejeras mientras se realizaran en un clima de
tranquilidad pública, sin provocar conflictos ni discordias y, por este
motivo, en la calle a menudo se celebraban fiestas, bailes y otras formas
de expresión lúdica.357 La cultura popular encontró su manifestación
más fértil en la calle, descrita por numerosos autores como se observa
en el siguiente párrafo
llevan los mancebos, guitarra y tiplito,
y luego al instante se arma el fandanguizo.
se juntan de noche, llevan sus sonajas,
y el panderetillo que se hacen rajas.358

La espontaneidad de la diversión callejera, característica de este poe-


ma publicado en 1820, retrataba con precisión la vida cotidiana de las
calles, esquinas y plazas, donde a menudo se realizaban bailes, diversio-
nes y reuniones particulares. La opinión pública acerca de la vida noc-
turna, en cambio, fue diferente porque se consideraba que predomi-
naba un comportamiento social contrario a la civilidad. También por
parte de las autoridades, la diversión nocturna se calificaba como una
recreación que rehuía la responsabilidad laboral y propiciaba la embria-
guez. Las celebraciones callejeras o tunas, prohibidas por este mismo
carácter, fueron harto comunes.
Los tunantes existieron en Mérida y en la mayoría de los pueblos de
Yucatán, entre ellos se encontraban gente del pueblo pero también al-
gunos pertenecientes a la élite y, por lo general, se escuchaban su canto,
356  AGN, Ayuntamientos, vol. 141, exp. 2.
357  Sevilla, 2002, p. 152.
358  Sátira nueva, 1820.

220
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

música y baile incesantes hasta altas horas de la madrugada mientras


rondaban calles, callejones y plazas, con lo cual impedían el descanso
de la población. Las tunas a menudo continuaban el jolgorio por las
calles después de una fiesta particular donde los participantes, además
de ingerir bebidas alcohólicas, se aprovisionaban de guitarras, el ins-
trumento musical más utilizado. Por esta razón funcionaban sin un
programa preparado con antelación y en la mayoría de las ocasiones
surgían de forma espontánea y sin itinerarios establecidos. La única
aspiración era la búsqueda de diversión, con compañeros no siempre
reconocidos en un círculo íntimo de amigos; su espontaneidad deter-
minaba también la calidad y el número de sus componentes. Protago-
nizadas con música, cantos y bailes, las paradas en ciertas calles o pla-
zas transgredían el habitual silencio de la ciudad. Por ejemplo, Ignacio
Quijano y sus amigos fueron denunciados ante las autoridades porque,
en una noche de la primavera de 1826, su música y cantos perturbaron
el orden público, despertando al vecindario.359 A pesar de las moles-
tias que causaban, durante las primeras décadas del siglo XIX las tunas
proliferaron en las calles de la ciudad
los desordenes que se siguen por la tolerancia con que se há trata-
do á los tunantes y demas gente inmoralizada que solo se entretie-
ne en pasar por las cayes causando escandalo con musicas y otros
entretenimientos que ofenden la moral pública.360

Ante la impotencia de las autoridades que, salvo por el discurso, no


contaban con un mecanismo de control efectivo para contrarrestar las
reiteradas denuncias de escándalo y perturbación del descanso noctur-
no, las tunas continuarían presentes hasta mediados del siglo XIX, gra-

359  BY, Fondo Reservado, Actas de Cabildo de Mérida, Libro 20, ff. 87-88.
360  BY, Fondo Reservado, Decretos del Congreso General, Libro 140, ff. 103-103v.

221
dualmente comenzaron a desaparecer, principalmente cuando fueron
nombrados los primeros efectivos policiales para controlar cualquier
disturbio y alteración de la paz pública.
A pesar de que el baile se consideraba una actividad honesta, siempre
que se diera en contextos de fiestas religiosas o familiares,361 la censura
provenía de su vinculación con las calles, con lo no previsto y programa-
do en los calendarios litúrgico o civil, la música, el canto, la tuna o la reu-
nión callejera se consideraban en estas condiciones, contrarias al buen
orden y al reposo de la población. A pesar de las disposiciones oficiales,
la fiesta nocturna, identificada con el baile, floreció en las calles.
En efecto, además de la crítica contra la recreación, la moral social
también censuraba con severidad el baile porque se asociaba a los de-
seos casuales, a la lujuria y a la pérdida racional de los sentidos. El baile
del pueblo fue criticado y prohibido desde el discurso político; sin em-
bargo, se establecía una diferenciación con los bailes de la élite. Para
ellos, los bailes del pueblo eran considerados vulgares, mientras que
los de la élite significaban calidad y cultura. Se les atribuía el causar
conflictos, estimulados por la ingesta de bebidas alcohólicas, provocan-
docontinuos problemas como embriaguez, escándalos públicos, allana-
miento de moradas, injurias, etc., esto es, un conjunto de rupturas al
orden sancionado. Las razones de la intolerancia no radicaban en un
sentimiento contra las diversiones del pueblo sino en sus consecuencias
nocivas. En los bailes de la élite, en cambio, debido a que se realizaban
en privado se les suponía toda la honorabilidad al no trascender al ám-
bito público los conflictos si los hubiese.
Por otra parte, se estableció la costumbre de la élite por los paseos
y floreció porque se fueron creando espacios destinados a los mismos.
La Alameda de la ciudad de Mérida, construida en las últimas décadas

361  Naharro, 1818, p. 61.

222
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

del siglo XVIII, fue el espacio por excelencia dedicado a dichos paseos;
su importancia era simbólica y real porque fue el único espacio social
existente hasta el punto que fue donde en 1824 se proclamó la Cons-
titución. Por esta razón, en dicha alameda se colocaron los primeros
dieciséis faroles del alumbrado urbano y, a pesar de la precaria situación
financiera del ayuntamiento, en los años siguientes, se realizaron me-
joras para su conservación, además de la siembra de robles en sustitu-
ción de los naranjos, cipreses y otros árboles.362
El significado de la Alameda se definía por su calidad como lugar privi-
legiado para que los meridanos de la élite se reunieran en domingos y días
de fiesta, eventos oficiales y durante el Carnaval; un espacio destinado a
los peatones y para algunas de las 96 calesas registradas en la ciudad.363 La
Alameda fue el lugar de exhibición social de la elegancia representada en
las calesas y en sus pasajeros. No obstante, su importancia se fue perdien-
do gradualmente y en los últimos años del dominio colonial ya estaba en
decadencia.364 A pesar de la decadencia de la Alameda como espacio de
interacción social urbana de la élite, surgiría en la ciudad un nuevo espa-
cio de sociabilidad, como fue el teatro.
Aunque los orígenes del teatro son muy antiguos, en Mérida apenas
comenzó a formar parte de la oferta lúdica en la última década del do-
minio colonial. En efecto, los primeros registros de la actividad teatral
datan de 1806, cuando se construyó un coliseo. En el escenario, llamado
popularmente el “corral”, representaron sus funciones distintas compa-
ñías de cómicos, prestidigitadores, maromeros y demás clases de artistas

362  Castillo, 1866.


363  BY, Fondo Reservado, Manuscritos hojas sueltas, Caja XIV-1822, 2/4, 008; BY, Fondo
Reservado, Manuscritos hojas sueltas, Caja XV-1822, 3/4, 001.
364  BY, Fondo Reservado, Impresos hojas sueltas, Caja VII-1795, 013.

223
que recorrían diferentes plazas.365 En 1807, los empresarios Pedro José
Guzmán y Joaquín de Quijano financiaron la apertura de otro espacio de
escenificación teatral, el recinto llamado “San Carlos”, el cual se incendió
al año siguiente durante la representación de La huérfana de Bruselas.
Pese a las advertencias de las autoridades que demandaban cambiar el te-
chado de palmas.366 Enseguida fue reconstruido ya que entre 1808 y 1820,
la compañía de Mariano Cuevas representó varias funciones funciones
en dicho recinto.
La característica más importante que definiría al teatro en la ciudad
de Mérida era la de su exclusividad, pues allí se daban cita los persona-
jes de los estratos más elevados de la sociedad, esto es la élite.

365  En 1807 se presentó el maromero Domingo Girón y en 1808 una compañía de cómicos
(BY, Fondo Reservado, Manuscritos hojas sueltas, Caja VII-1795, 010; BY, Fondo Reservado,
Manuscritos hojas sueltas, Caja VII-1795, 012, ff. 48v-49).
366  BY, Fondo Reservado, Manuscritos hojas sueltas, Caja VII-1795, 012, ff. 40-40v.

224
Capítulo VII
Conflictos entre élites: privilegios,
preeminencias y jurisdicciones

Como se ha visto, desde inicios de la Colonia en la provincia de Yucatán


se fue creando una sociedad estratificada en cuya cúspide se situaba
un grupo conformado por los conquistadores y primeros pobladores. A
medida que se fue consolidando la sociedad colonial, los descendientes,
amparándose en los méritos y servicios de sus antepasados continuaron
acaparando los lugares privilegiados en el entramado social, a través de
diversos mecanismos. Además, este grupo se fue nutriendo con los es-
pañoles que fueron llegando a la provincia y establecían alianzas, sobre
todo a través del matrimonio, con las élites locales; con ello mantenían
una mentalidad social basada en las características que englobaba el
estamento nobiliario en la Castilla de la época. Aunque en la sociedad
novohispana, en general, fueron introduciéndose nuevos grupos con
intereses más diversos, como las actividades económicas, también en
el caso de Yucatán para el siglo XVIII la base social de la élite se fue
ampliando; no obstante, será siempre el nacimiento, la función en la
administración civil o en la milicia la que perviva en la mentalidad del
grupo social dominante. Así, la persistencia del privilegio y de la pree-
minencia será fundamental para los grupos de la élite.

225
Privilegio y preeminencia en la sociedad colonial

El privilegio era una base sustancial de las diferenciaciones sociales del


Antiguo Régimen. Aunque se considera que sólo los dos estamentos
principales, la nobleza y la Iglesia, eran los privilegiados de la época,
hay que tener en cuenta que de alguna manera el tercer estado, que in-
cluía a la mayoría de la población, también gozaba de ciertos privilegios
emanados de su pertenencia a grupos o colectividades. Pero, evidente-
mente, los estratos superiores de la sociedad eran los que gozaban de la
preeminencia y de la precedencia en todas las actividades sociales.
Para el estudio del privilegio,367 la preeminencia,368 la precedencia369
o la gracia,370 es necesario comprender la sociedad de manera integral,
es decir, en su contexto sociopolítico, cultural y económico. Los privi-
legios, entendidos en el sentido de distinción, de una manera o de otra
estuvieron presentes en todos los grupos o capas sociales, por lo que
puede considerarse un concepto incluyente que se aplica a individuos,
colectividades o corporaciones. Ello, necesariamente, hace repensar la
organización de la sociedad colonial, heredera de la europea de la épo-
ca, como una sociedad dual organizada en cuerpos con goce de privile-
gios, frente a una sociedad no organizada pero sí diferenciada, sin reco-
nocimiento formal por parte de la Corona y de todas las autoridades y

367  La gracia o prerrogativa que concede el superior, exceptuando o libertando a uno de al-
guna carga o gravamen, o concediéndole alguna exención de que no gozan otros (Diccionario
de Autoridades, III, 1990, p. 386).
368  El privilegio, exención, ventaja o preferencia que se concede a uno, respecto a otro, por
alguna razón o mérito especial (Diccionario de Autoridades, III, 1990, p. 352).
369  Acción de Preceder, anteponerse o ir adelante. Se toma también por el derecho de prece-
der en lugar o asiento, en juntas o funciones públicas (Diccionario de Autoridades, III, 1990,
p. 346).
370  Se toma por la benevolencia o amistad de otro: como la gracia del Rey (Diccionario de
Autoridades, II, 1990, pp. 66-67).

226
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

cuerpos emanados de ella. No existió un solo privilegio, por supuesto,


ya que fueron muchos y diversos, lo cual permitió la consolidación de
una sociedad jerarquizada regida por el principio de la desigualdad. Los
sujetos que gozaron de uno o varios privilegios crearon y se identifi-
caron con un universo de valores comunes que garantizaba consenso,
cohesión y lealtades entre ellos.371
La cristalización e instrumentalización de los privilegios provenía de
las corporaciones que, al momento mismo de constituirse, alcanzaban
una personalidad jurídica y, como resultado de ésta, una personalidad
política.372 Estaban dotados de un gobierno, de representantes y el con-
junto de sus miembros constituía una comunidad moral protectora de
los derechos de todos ellos. Estas corporaciones o cuerpos abarcaban
todo el universo institucional desde las reales audiencias, universidades
y cabildos civiles y eclesiásticos, hasta órdenes religiosas o cofradías. En
ellos estaban representados todos los grupos sociales en el propio ám-
bito de su contexto y como botón de muestra mencionamos las cofra-
días, que las hubo de españoles, mestizos, indígenas, negros y mulatos,
además de que también podían ser urbanas y rurales, según los oficios,
e incluso de distinto género.373
Para entender el sistema de privilegios y preeminencias en el ámbi-
to colonial novohispano es importante presentar algunos antecedentes
históricos. Con el matrimonio de Isabel de Castilla con Fernando de
Aragón en el año 1469 comenzó un largo proceso de unidad político-
territorial con la inclusión de muchos reinos y, el resultado lógico, una
expansión de los lugares a gobernar, acrecentándose con el descubri-
miento del Nuevo Mundo. Esto hizo imposible la presencia del rey en
371  Annino, 2007, p. 10.
372  Rojas, 2007, p. 14.
373  Acerca de las cofradías pueden consultarse Ruz, 2003; Masferrer León, 2008; Fogelman,
2000.

227
todos sus reinos, por lo que se empezó a recurrir a diferentes figuras
institucionales como la del procurador y, más tarde, la del gobernador,
ambos con jurisdicciones limitadas, pero en cuya cúspide se encontra-
ba un virrey, figura representativa del rey, en los lugares donde fue es-
tablecido.
En esta sociedad renacentista tardía, en la que el poder y su ejercicio
estaban en manos del monarca, se planteó la problemática de cómo go-
bernar los reinos unificados y conquistados si no se podía establecer la
relación directa y presencial entre el rey y sus súbditos. Con la anexión
de los territorios de las Indias a la Corona de Castilla, la solución fue in-
corporar la figura del virrey que ya gozaba de tradición en la Península
Ibérica y en otros dominios de la Monarquía Hispánica, con la función
de ser el alter ego del rey, es decir el que se encargara de su representa-
ción. Para que los súbditos de las diversas comunidades reconocieran
en este delegado a la persona del rey se le facultaba de amplias atribu-
ciones políticas y administrativas. Los virreyes, como representantes
del monarca, eran investidos con ciertos atributos del poder regio, un
ceremonial especial, una guardia seleccionada y, sobre todo, el poder
de decisión que los monarcas le conferían en las instrucciones que se le
otorgaba a cada uno cuando eran nombrados para el cargo.374
Sin embargo, la autoridad virreinal, en la práctica, estuvo limitada
por los cuatro costados. Los virreyes únicamente aplicaron la norma-
tiva jurídica y nunca la crearon; tuvieron que seguir para todo proceso
judicial o civil de envergadura las instrucciones reales; asimismo, ob-
servar y respetar las inmunidades de las corporaciones y de las fami-
lias poderosas y, también, controlar a sus propios ministros.375 A pesar
de esto, su dignidad como representante del soberano les otorgó una

374  Recopilacion de Leyes de los Reynos de las Indias, Libro III, Título III, Ley II.
375  Ciaramitaro, 2008.

228
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

jerarquía superior a todos los otros funcionarios reales, por altos que
fueran los puestos ocupados. Los virreyes, de hecho, disfrutaron de
amplias potestades favorecidas por la distancia y el tiempo que tarda-
ban las comunicaciones con la Corte, pero siempre tuvieron que rendir
detalladas cuentas al Consejo de Indias, como autoridad de suprema
jurisdicción del Nuevo Mundo.
Se hizo patente, de igual forma, la necesidad de controlar el poder
pluricelular en los nuevos territorios y esto se solucionó a través de un
ejército de funcionarios reales que, como los virreyes, siempre actua-
rían en nombre y representación del rey y se encargarían de aplicar
las leyes. El virrey no podía decidir como el rey, ni los funcionarios
gobernar como él; sin embargo, para el establecimiento del poder mo-
nárquico en las colonias era de sustancial importancia ser percibido
como el rey mismo. Entonces se hizo preciso crear una parafernalia
ceremonial tanto para la administración de justicia como para el buen
orden y gobierno de los cuerpos que se encargaban de la administra-
ción del territorio.
En este nuevo orden se refrendó, por una parte, la preeminencia de
juzgador y, por la otra, la primacía del orden jurídico conforme al cual
ejercía la jurisdicción. Por lo tanto, no es extraño que los rituales de la
justicia se expresaran en forma teatral, en la que todo acto jurídico fue
parte de una pomposa puesta en escena.376 Esta analogía fue percibida
por los teóricos y juristas de la época, por los moralistas y los predica-
dores, que formulaban el proceso judicial y la trama de la vida jurídica
como parte de una concepción teatral de la existencia humana en el
escenario del mundo.377

376  AGI, México, 200, N.54.


377  Cárdenas Gutiérrez, 2006.

229
La teatralidad judicial cumplió en la América Hispana la tarea de
personificar, simbolizar y acercar al lejano rey a sus súbditos america-
nos. Las formas rituales del derecho se hicieron manifiestas desde los
orígenes de la conquista y pacificación. Desde el inicio, la ocupación
de los territorios en los cuales se extendía el título de soberanía co-
menzaba con un conjunto de actos simbólicos en los que se represen-
taban el poder y la jurisdicción del rey y de Dios. A partir de entonces
la puesta en práctica del derecho indiano se expresó de muy diversas
formas simbólicas, siempre relacionadas con elementos teatrales para
conseguir mayor presencia y autoridad. Por ejemplo, en todas las ciu-
dades o villas se levantaban picotas o rollos jurisdiccionales, donde se
llevaban a cabo, públicamente, las ejecuciones de las penas impuestas
a los criminales y delincuentes, como advertencia a la población sobre
las transgresiones graves.
También se podía observar dicha teatralidad en la puesta en escena
en los actos jurídicos de relevancia, como la lectura pública de noticias
y el pregón de leyes; los arcos triunfales que se levantaban en las ciuda-
des cada vez que se concedían las llaves de las mismas a algún personaje
ilustre o las insignias de jurisdicción y policía que debían entregarse al
nuevo gobernante. Todo ello se realizaba en las plazas centrales donde
se llevaban a cabo actos de jura, homenaje y alardes militares, además
de las innumerables procesiones y actos religiosos.378
No obstante, donde se expresó de manera especial, patente y cons-
tante tal representación fue en la simbología jurídica de las insignias
y blasones, mobiliario y ornamento de los espacios destinados a la
magistratura. La magnificencia de los espacios destinados a la admi-
nistración de justicia fue una característica de la conformación del
Estado Moderno. Su carácter ritual formaba parte del proceso de

378  Para tener idea de un ejemplo local ver Fernández Repetto y Negroe Sierra, 2003.

230
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

dominio racional sobre los súbditos, que fue incrementándose en el


siglo XVIII. Con la puesta en marcha de las reformas ilustradas de
los borbones la imagen barroca cobró una renovada fuerza. Cada vez
más la judicatura se volvió más cortesana, áulica y protocolaria.379 En
el interior de cada uno de los espacios donde se impartía justicia, los
funcionarios debían ocupar estrictamente el lugar que les correspon-
día según su nombramiento, para hacer visible inmediatamente su
precedencia y preeminencias. Incluso, el protocolo establecía a toda
persona cómo debía dirigirse verbalmente o por escrito a los jueces,
apegándose a las disposiciones legales que se usaban en Castilla sobre
tratamientos y cumplidos, no sólo dentro de los tribunales y audien-
cias, sino en todo espacio público.
Ante cualquier incumplimiento en los tratamientos y reverencias que
se debía a los representantes de la justicia real se establecieron multas y
penas de carácter vergonzante. A cambio, todos los funcionarios reales
debían guardar la compostura que exigía su rango, no sólo en los actos
públicos ceremoniales de aplicación de justicia, sino aun en la cotidiani-
dad de la vida, porque sus personas estaban expuestas siempre al ojo de
los súbditos y eran observados como los representantes del rey. Tenían
el deber de actuar con serenidad, honor, respeto y reverencia, vestirse
conforme su rango, siempre para marcar las diferencias y mantener
lugares de precedencia en actos públicos, tanto civiles como religiosos.
Todo este protocolo generaba siempre problemas de interpretación y
aplicación, dando lugar en ocasiones a largos y penosos conflictos que
llegaban a ser no sólo jurídicos, sino también políticos, cuya resolución
a menudo tenía que emanar directamente del rey.
Uno de los ejemplos de conflictos más significativos en la historia co-
lonial de Yucatán se produjo en las dos últimas décadas del siglo XVIII.

379  Cárdenas Gutiérrez, 2006.

231
Con la llegada del primer intendente Lucas de Gálvez y su posterior
asesinato salen a la luz infinidad de disputas. En estos años surgieron
múltiples pugnas entre los diversos grupos de poder, no sólo sobre pre-
eminencias y privilegios, sino también por motivos de jurisdicción.

La Intendencia en Yucatán

Como parte de las reformas borbónicas, se trató de implementar di-


versos cambios económicos y administrativos. Entre otros, el comercio
ultramarino de la provincia experimentó un fuerte impulso gracias al
régimen de libre comercio. También, los fondos de las cajas de comuni-
dad de los pueblos indígenas pasaron a manos de la Corona por disposi-
ciones de la Real Hacienda. En este sentido, el obispo de Yucatán, en ese
entonces fray Luis Piña y Mazo, decidió confiscar y vender las estancias
y haciendas de cofradías indígenas, invirtiendo las ganancias en censos,
a pesar del aluvión de protestas generadas por parte de curas, frailes e
indígenas principales.
En otro orden de cosas, al reintegrar Carlos III en 1785 a la Corona
las últimas encomiendas yucatecas, sus usufructuarios, que eran vistos
y se consideraban como miembros de la élite local, perdieron parte de
su poder. Pero la reforma más importante aconteció en 1786, cuando el
monarca promulgó las Ordenanzas de Intendentes, cuerpo legislativo
que se emitió para reorganizar el orden político-administrativo de la
Nueva España. El virreinato quedó repartido en circunscripciones lla-
madas Intendencias con un intendente a la cabeza, quien debía residir
en la capital, en este caso Mérida. Yucatán quedó subdividida en trece
subdelegaciones.
Los intendentes eran investidos de amplias y diversas atribuciones.
Entre otras funciones tenía la administración de la justicia, el fomento

232
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de la agricultura, comercio e industria y la distribución de los propios y


arbitrios; en la causa de policía, debía informar sobre todo lo que acae-
cía en su jurisdicción; además su cargo le situaba a la cabeza de la Real
Hacienda provincial, supervisando el cobro de rentas reales y de las di-
versas imposiciones y en la causa de guerra, reorganizar y reglamentar
las milicias o tasar salarios.380
Lucas de Gálvez fue nombrado intendente de Yucatán y teniente de
rey, en abril de 1787. Un año después llegó a Campeche y su primer
acto protocolario fue mostrar sus credenciales como aval de su nom-
bramiento real. Después marchó a la ciudad de Mérida para tomar po-
sesión del cargo de la intendencia encontrándose con el gobernador y
capitán general José Merino y Ceballos. Inmediatamente se avocó a sus
funciones y una de sus primeras tareas fue nombrar subdelegados, a
pesar de la oposición del gobernador, ya que para éste significó entre
otras cosas, pérdida de prestigio, de autoridad en materia de Hacienda,
de poder político y control de los gastos públicos y que quedaran sin
efecto los nombramientos de los capitanes a guerra que había hecho en
toda la provincia. Todo ello provocó su renuncia, permitiendo a Gálvez
convertirse en gobernador interino. Un año más tarde, en 1789, la Co-
rona designó a Lucas de Gálvez gobernador y capitán general, además
de primer intendente de Yucatán. El nombramiento estuvo enmarcado
en la implementación de las reformas borbónicas y de la promulgación
de las Ordenanzas para intendentes de 1786. Igualmente, recibió el gra-
do de brigadier en 1791. Su gobierno estuvo caracterizado por el amplio
poder que ejerció en tanto que intendente, gobernador y capitán gene-
ral, es decir, tuvo en sus manos el mando civil, el militar y la adminis-
tración de la tesorería real del territorio.

380  Céspedes del Castillo, 1983, pp. 375-378.

233
Entre las acciones llevadas a cabo durante el gobierno del intendente
Gálvez resaltan el poner orden en las milicias urbanas –en aquel tiem-
po gravemente indisciplinadas–, regularizar los sueldos de éstas y de
todas las tropas de la provincia, reorganizar la guarnición del presidio
de Bacalar y expedir un reglamento militar para su operación.
Además de las reformas militares, el nuevo intendente volvió a rati-
ficar la supresión de los repartimientos,381 cuestión que llevaba más de
un siglo prohibiéndose pero que nunca se había podido erradicar, al
estar involucrados en dichos repartimientos, la mayoría de los poderes
locales de la provincia. Todos los cambios y decisiones del intendente
crearon un clima de extrema tensión entre los vecinos de la capital y de
las principales villas que se manifestaron en múltiples litigios y quejas,
principalmente sobre los subdelegados, a los que creían la parte más
débil del sistema, evitando siempre enfrentamientos directos con el re-
presentante del rey. Su gobierno estuvo marcado por la disminución
del poder de las autoridades locales, y poder, prestigio y honor son tres
conceptos que no se pueden entender por sí solos,382 por lo cual se ge-
neraron diversos conflictos hasta llegar al asesinato, crimen que nunca
llegó a esclarecerse totalmente.

Conflictos entre Lucas de Gálvez y la familia


Quijano por preeminencias y precedencias

Una de las primeras y mayores controversias de estos años se produjo


entre el intendente Lucas de Gálvez y Juan Esteban Quijano y Cetina,
escribano mayor de gobernación y guerra, quien provenía de una de
las familias más destacadas, reconocidas y honorables de Yucatán. Su

381  García Bernal, 2004, pp. 151-177.


382  Rivadeneyra, 2004.

234
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

abuelo había sido gobernador y capitán general de la provincia y tam-


bién capitán de los reales ejércitos. Antonio de Figueroa y Silva Lazo de
la Vega, Ladrón del Niño de Guevara, que así se llamaba el abuelo, se
había casado clandestinamente con Isabel Dávila y Carranza –porque
a pesar de solicitar una dispensa matrimonial al rey ésta le fue dene-
gada–, dado que una disposición real prohibía a los gobernadores con-
traer matrimonio con mujeres de su jurisdicción.383 Este gobernador
había fallecido en Chunhuhub después de una batalla contra los ene-
migos ingleses en Belice en el año de 1733.384 Aun así, en recompensa
por sus servicios, el rey ordenó que se le concedieran a su hijo todas las
consideraciones y prerrogativas de su rango, una conducta que con-
tinuaron los monarcas posteriores con los demás descendientes de la
influyente y rica familia Quijano.
La diferencia en el apellido se explica porque la descendencia del go-
bernador no podía ser reconocida como legítima, ya que fue producto
de un matrimonio ilegítimo, en la clandestinidad; pero como su hijo
fue acogido, registrado y educado por sus tíos maternos, el coronel y
brigadier de los reales ejércitos Juan Francisco de Quijano y Francisca
Dávila y Ancona, adoptó los apellidos de sus familiares protectores.385
Los miembros de la familia Quijano ocuparon, a excepción de la
gubernatura, todos los oficios de distinción y honor con cargos mi-
litares, religiosos y concejiles. Gozaron de una gran estimación local
y también, a través de redes parentales, fueron conocidos y apoyados
hasta en la Real Audiencia de la Ciudad de México. Fueron encomen-
deros de indios, hombres de iglesia, hombres de pluma, hacendados,
personas piadosas, en el sentido de financiar muchas fiestas y edifi-
caciones religiosas y, como consecuencia, también acumularon una
383  Recopilacion de Leyes de los Reynos de las Indias, Libro VI, Título I, Ley L.
384  Valdés Acosta, II, 1926, p. 435.
385  Valdés Acosta, II, 1926, pp. 433-35.

235
gran fortuna.386 De ahí la importancia dada a los episodios de des-
avenencias con el intendente durante los pocos años del gobierno de
Gálvez, en los cuales la familia fue afectada en su poder, su prestigio,
su honra y en sus ingresos.387
La controversia legal por preeminencia y precedencia entre ambos
comenzó en el año de 1790, cuando Juan Esteban Quijano y Cetina,
escribano mayor de gobernación y guerra, envió un escrito a la Real
Audiencia de la Ciudad de México, querellándose contra el intenden-
te Lucas de Gálvez, por haberle quitado las preeminencias del uso del
bastón, del asiento con respaldar y relegarlo a favor del protector de los
indios en la precedencia de ocupar asiento junto a él en las juntas rea-
lizadas en el Tribunal de Indios de la Audiencia provincial de Yucatán.
Argumentaba que lo mandado por Gálvez
es todo lo opuesto a las preeminencias de su empleo, que tenien-
do tan pocos proventos, por los honores y distinción que ha go-
zado, y por haber pagado por él 24,000 pesos, quien no habrá
quien los dé, si se desnuda de los honores que tiene.388

A lo que añadía en la reunión celebrada en la Real Audiencia en 1790


que
con su inteligencia conocerá cuanto importan la tranquilidad
de una provincia y acierto del que manda, se contenga el ca-
pricho y la desvergüenza de semejantes sujetos que solo tratan
con imposturas y altanería, ofender sus procedimientos más
arreglados.389

386  Valdés Acosta, II, 1926, pp. 433-36.


387  Molina Solís, 1913, p. XVII.
388  Archivo General de Simancas (en adelante AGS), SGU, leg. 7209.17.
389  AGS, SGU, leg. 7209.17.

236
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

La Real Audiencia, finalmente, falló a su favor y ordenó al intendente


restituirle sus preeminencias. A partir de esta resolución se inició un
proceso largo, costoso y en el que se vieron involucradas otras persona-
lidades importantes, porque muchos vecinos de la provincia habían sido
afectados en algún privilegio, aunque no todos habían alzado la voz.
El intendente Lucas de Gálvez, al recibir la real provisión, haciendo
alarde de los protocolos estipulados “la besó y puso sobre su cabeza”,
demostrando con eso el respeto que se debe a la Real Audiencia y el
rescripto enviado al rey. Los ministros de la Real Audiencia de México,
conscientes también de sus deberes y los tratamientos estipulados con
los altos funcionarios reales, tampoco podían permitir tan laxamente
que se oprobiara al intendente, con las palabras mencionadas arriba,
porque en la provincia de Yucatán era el intendente el representante
del rey. Por ello, solicitaron a Juan Esteban Quijano que comprobara la
posesión de las preeminencias “con más de un año y un día de uso”, esto
es, los meses que restaban de 1790 y el año completo de 1791, iniciando
con esto una retahíla de escritos de ida y vuelta sobre la restitución de
las preeminencias pertenecientes al cargo y a su persona, en virtud de
que el intendente no aceptaba el fallo, pese a la orden de la Real Audien-
cia de la ciudad de México, sino hasta que los títulos fueran acreditados.
Con el objetivo de responder las preguntas elaboradas por el inten-
dente que llevaran al esclarecimiento de la legalidad o tradición en los
usos de los privilegios del demandante, fueron citados como testigos
en las comparecencias de comprobación renombrados y reconocidos
vecinos de la ciudad de Mérida, de la más alta estima y honra y que,
habían sido – o a la sazón eran– funcionarios reales. La mayoría de las
respuestas fueron diplomáticas o bien aducían ignorancia de los he-
chos con el fin de evitar enfrentamientos. Sin embargo, las conclusio-
nes confirmaron que, desde antiguo, los poseedores de empleos reales

237
–militares o políticos– usaron bastón y que algunos incluso proseguían
con la costumbre, a pesar de que una orden superior y verbal del gober-
nador Gálvez prohibió su uso para aquéllos que no hubieran satisfecho
la imposición de la media annata,390 que gravaba los nombramientos
de los empleos retribuidos. Juan Esteban Quijano continuó usando el
privilegio, aun cuando no satisfizo dicho impuesto, contraviniendo así
la orden del intendente.
En este sentido, Quijano presentó como alegato un auto de un gober-
nador anterior, Juan Fernández Sabariego, fechado el 12 de febrero de
1734, en el cual se otorgaba el título de escribano mayor de gobernación
y guerra a su antecesor, Gerónimo del Puerto, y establecía el privilegio
del uso del bastón sin condición alguna y como obligación y, en caso
de incumplimiento, ser condenado a pagar una multa de 100 pesos.
La razón de esta argumentación radicaba en los méritos del empleo
y en la costumbre del uso del bastón en las cortes europeas, ya que se
consideraba que de esa forma se adquiría el respeto de la comunidad.
De ahí que contemplara la insignia del bastón como parte inherente
a su honroso empleo y el auto y título dado a su antecesor como una
confirmación del privilegio, como parte de los honores que se le debían
por su cargo.
Respecto al otro punto de la polémica, el derecho al uso de tener silla
con respaldar y preferencia de ocupar un lugar destacado en las juntas
del tribunal, no pudo definirse su carácter de privilegio para Juan Este-
ban Quijano a través de la indagatoria, principalmente, según se men-
ciona en el documento, por desconocimiento de los protocolos de los
lugares de precedencia y de quiénes debían de ir a la derecha, izquierda,
390  La mitad de los frutos, ò emolumentos que en un año rinde qualquier Dignidad, Pre-
benda, ó Beneficio Eclesiástico: y también se extiende à la mitad del valór y emolumentos que
cualquier empleo honorífico y lucroso temporal, que en España paga al Rey, aquel á quien se
confiere (Diccionario de Autoridades, I, 1990, p. 300).

238
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

de primero o segundo, siempre teniendo en cuenta el lugar preferencial


del intendente; porque, según se menciona, las sesiones de la audien-
cia no se celebraban en el tribunal sino en la casa del intendente y los
involucrados permanecían de pie, quizás para economizar tiempo, o
para marcar mucho más las diferencias entre cada uno. Únicamente se
sentaban el teniente de gobernador, que tenía la función de levantar las
actas, dejando por escrito todos los asuntos tratados y, por supuesto, el
intendente gobernador.391 Ante esta situación de total falta de conoci-
mientos o de escritos sobre protocolos y respetos que se debían man-
tener en los espacios de administración de justicia provinciales, que se
habían puesto en evidencia como parte de los resultados de la indaga-
toria, Gálvez requirió, para demostrar lo que consideraba un compor-
tamiento doloso por parte de Quijano, un nuevo dato comprobatorio,
esto es, la fecha exacta de la sesión del tribunal en la que argumentaba
fue despojado de sus preeminencias. Juan Esteban dio siempre como
respuesta la de no recordar el momento, cosa que tampoco se podía
rebatir o corroborar, porque al parecer las actas no se levantaban con la
precisión necesaria. El intendente Gálvez, no obstante, sin posibilida-
des reales de oponerse a la provisión y ante la insistencia de Quijano de
la restitución de sus privilegios, optó a mediados de 1791 por mandar a
su teniente letrado la elaboración y emisión de un dictamen para cum-
plir con lo requerido en la provisión emanada de la Real Audiencia de
México.
El enfrentamiento entre el representante real en la provincia y la ca-
beza de una familia prestigiosa y poderosa, agente del sentir común de
muchos de sus homólogos vecinos, continuó. El letrado dictaminó so-
bre lo primero –siguiendo las órdenes del intendente– que Juan Este-
ban Quijano tenía la obligación de pagar los derechos correspondientes

391  AGS, SGU, leg. 7209.17.

239
por el privilegio de usar bastón y, respecto al segundo punto, sobre la
precedencia en el lugar a ocupar y el uso de asiento con respaldar se
declaraba incompetente por no tener las suficientes evidencias para
pronunciar una opinión solvente. Por tanto, trasladó las diligencias y
con ello la toma de decisión a la Real Audiencia de México. Al mismo
tiempo, el intendente envió al rey un expediente ejecutivo, solicitándole
un dictamen de su fiscal en el Real Consejo de las Indias.
Debido al tiempo transcurrido entre los servicios de correos, las con-
sultas y dictámenes quedó pendiente el cobro de los derechos de media
annata, por el que se había hecho pregón del oficio en Mérida el 3 de
junio de 1787, a través del cual se daban a conocer las reglas de instruc-
ción elaboradas por la Contaduría General de Lanzas y Media Annata,
con asiento en la ciudad capital del virreinato. Con el antecedente arriba
mencionado, se mandó en octubre de 1791 la elaboración una lista de
los individuos de la ciudad que portaban la insignia de bastón para que
pagasen los derechos correspondientes al nombramiento de su cargo o
empleo, sueldos, emolumentos y antigüedad. Entre ellos se encontraban:
el juez general de bienes de difuntos, mandas y herencias ultramarinas;
por el Ayuntamiento de la ciudad de Mérida los regidores ordinarios y
los alcaldes de la Santa Hermandad; el juez de alhóndiga y conjuez de
apelaciones; los cirujanos de las milicias regladas; los conjueces de nom-
bramiento anual; el alguacil mayor y el depositario general; todos los
subdelegados de la intendencia y los jueces españoles; el protector de los
naturales; el administrador y su teniente de la real renta de Correos; el
factor y el teniente de guarda mayor de la administración del tabaco; el
alguacil y teniente tesorero del tribunal de Cruzada; el procurador, defen-
sor general y el escribano de gobernación y guerra del tribunal de indios;
el guarda mayor de la extinguida renta de aguardiente y los médicos.392

392  AGS, SGU, leg. 7209.17.

240
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

Una numerosa lista de personajes relevantes que consuetudinariamente


en el ámbito público sentaban precedentes y ejemplo de actuar con ho-
nor y correctamente en la sociedad, pero de los cuales, al parecer, ningu-
no cumplía con las demandas del fisco.
Con la relación en la mano, el intendente mandó a su escribano a
requerirlos personalmente en su morada o en el lugar del desempeño
de sus empleos para informarles y demandar al pago correspondiente.
Este solo hecho ya se consideraba infamatorio y deshonroso. Sin em-
bargo, muchos de ellos tuvieron que admitir en el momento no contar
con título que avalara el privilegio del uso del bastón y renunciaron a la
prerrogativa antes de verse compelidos a pagar un derecho por lo que
creían era una honra ganada por méritos a sus oficios, independiente-
mente de la resolución soberana. Otros optaron por dejar el bastón y
usar bordones o palos encasquillados, bien como reto o burla a la auto-
ridad o porque a ojos de los no conocedores podían pasar por insignias,
y por los cuales no tenían que demostrar títulos ni pagar impuestos.
En este estado de cosas y a dos años de iniciadas las controversias,
el 25 de septiembre de 1792, el Consejo de Guerra al cual el rey turnó
el expediente enviado por el intendente Gálvez dictaminaba, a nombre
del rey, que se le prohíba a Juan Esteban Quijano el uso de bastón, no
sólo en las juntas generales y regulares de los tribunales, sino en el uso
común y cotidiano, pues esta prerrogativa sólo la confería el rey a sus
súbditos a través de un título específico. Asimismo, ante los excesos de
faltas de respeto en todos los escritos generados en esta polémica, se le
ordenaba que en lo sucesivo tratase a su representante real con la sub-
ordinación, respeto y decoro que correspondían a su nombramiento.
En todo este asunto, se observa con gran claridad que ante la pre-
sencia de un grupo de personas con poder local que se ven afectadas
en el uso de sus preeminencias y privilegios, el que alza la voz es el que

241
piensa que tiene muchas más probabilidades de ser escuchado. Pero
cuando esta voz no cumple con los respetos, tratamientos y cumpli-
dos establecidos por ley para con un representante del rey en el Nuevo
Mundo, sobre él recae todo el peso de la misma. No en vano existe en
la Recopilación de las Leyes de Indias un título completo sobre las pre-
cedencias y las ceremonias que se han de observar.393
Esta resolución no la pudo ver ni gozar el intendente Lucas de Gál-
vez porque fue asesinado el 22 de junio de 1792. Durante casi 10 años
se llevó a cabo una investigación policíaca de altos costos para deter-
minar las causas y al autor del asesinato, sospechándose por un largo
tiempo de un sobrino del obispo de Yucatán en turno, fray Luis de Piña
y Mazo, llamado Toribio del Mazo, pero al cabo de casi una década se
encontró que el autor material había sido un personaje, ya entonces fi-
nado, de nombre Manuel Alfonso López, sin que se supieran nunca los
verdaderos motivos del asesinato. No obstante, entre muchas versiones,
fueron dos las que finalmente prevalecieron con relación al crimen: que
el móvil había sido pasional, siendo el asesino un esposo ofendido por
los devaneos entre su mujer y el hombre en el poder y, la otra, que el
sostenido clima de odios y rencillas entre españoles, criollos, mestizos
e indígenas, estaba en el origen del hecho. Nunca fueron estas versiones
suficientemente aclaradas. Lo que sí podemos decir es que en la cárcel
estuvieron dos personas de la familia de los Quijano, porque el autor
material dijo que ellos habían pagado por el asesinato a causa de las
afrentas cometidas en su honra, cosa que tampoco nunca se comprobó.
Las indagaciones trascendieron a cuanto comisionado especial envia-
ron, no pudiendo ninguno sacar nada en claro, pues los interrogados,

393  Recopilacion de Leyes de los Reynos de las Indias, Libro III, Título XV.

242
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

muchos de ellos afectados en sus privilegios, dieron pistas falsas, calla-


ron o mintieron.394

Enfrentamientos jurisdiccionales entre los poderes


coloniales durante el proceso del asesinato de Gálvez

La implantación de las diversas instituciones para el control político y


administrativo en las Indias por parte de la Monarquía Hispánica tuvo
unas características peculiares y la Corona hizo posible la coexistencia
de poderes rivales que se supervisaban mutuamente. Este contrapeso
entre instituciones tenía su razón de ser, como era el que ninguna de
ellas concentrara el poder suficiente como para plantear una alternati-
va al gobierno del rey. Desde la perspectiva de la autoridad metropoli-
tana, la añadidura permanente de un contrapoder frente a todo poder
llegó a ser la mayor garantía de sus propios intereses.395
Desde el Consejo de Indias hasta el virrey, audiencias, gobernaciones
y cabildos se estructuraba la pirámide institucional para el gobierno
de las Indias. Sin embargo, las labores de gobierno, administración,
justicia, defensa y hacienda no estaban nítidamente delimitadas, dado
que en las sociedades de Antiguo Régimen coloniales no existía una
clara diferenciación de funciones de gobierno.396 De ahí que en todos
los ámbitos del gobierno indiano se produjese una serie de conflictos
jurisdiccionales, con cada grupo en disputa tratando de defender sus
competencias e incluso interpretarlas de forma más amplia en la medi-
da de sus intereses de grupo.

394  AGI, Estado, 35, núm. 1; AGI, Estado, 25, núm. 26; AGI, Estado, 35, núm. 4; AGS, SGU,
leg. 7210.66.
395  Bertrand, 2011, p. 41.
396  Pérez Herrero, 2002, p. 163.

243
Por supuesto, que ello va a tener como consecuencia una desigualdad
en todos los ámbitos de la sociedad ante los poderes establecidos, bien
sean de índole administrativa, fiscal o judicial. Por otra parte, la exis-
tencia de cuerpos privilegiados, característica de la sociedad estamental
de la época, va ahondar en esas diferencias. Jurisdicciones no bien defi-
nidas, cuyos poderes se contraponen en muchas ocasiones y la existen-
cia del privilegio va a tener como consecuencia, disputas, corrupción o
fraude entre diferentes bandos conformados por redes clientelares que
van a permear la sociedad tanto de forma vertical como horizontal.
Cada grupo va a procurar una defensa cerrada de sus potestades ante
la competencia de sus facultades jurisdiccionales y en resguardo de sus
privilegios.
Está claro que las controversias se ponen de manifiesto en los mo-
mentos de dificultades o crisis. En este sentido, en el procedimiento
que se llevó a cabo para tratar de esclarecer el asesinato en 1792 del
intendente de Yucatán, salieron a la luz todas las discrepancias de la
sociedad colonial en un momento en que se estaban sentando las bases
de lo que posteriormente sería el fin de una época, la colonial, que daría
paso al proceso de Independencia. A través de los centenares de docu-
mentos resultantes de las diligencias llevadas a cabo en dicho proceso,
podemos observar la complejidad de los intereses de los diferentes ac-
tores que intervinieron en el mismo. Como se ha visto más arriba, fue
un proceso en el que se vieron involucrados virreyes, audiencia y go-
bierno provincial, además del poder eclesiástico; incluso se pusieron de
manifiesto las posibles causas del asesinato, considerado popularmente
como un crimen pasional, aunque en el fondo subyacían las reformas
implementadas por los gobiernos borbónicos que introdujeron la figura
del Intendente, que asumía un poder superior al que hasta entonces
habían sustentado los gobernadores-capitanes generales desde inicios

244
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

del siglo XVII en la provincia yucateca. Con la implantación de este


régimen los antiguos gobernadores de los territorios coloniales fueron
sustituidos por los intendentes-gobernadores, sometidos en parte al
Virrey, y en parte, al Intendente General.397

Conflictos entre competencias jurisdiccionales

Tras el asesinato del intendente de Yucatán e iniciado el proceso para


tratar de dilucidar el crimen, enseguida se ponen de manifiesto las re-
servas de competencias. Fue el teniente del rey de Campeche quien se
hizo cargo en un primer momento de las diligencias del mismo, al asu-
mir el cargo de gobernador interino. Pero enseguida va a intervenir el
virrey nombrando a un componente de la Audiencia de México para
que se hiciese cargo de la causa, con la excusa de la inoperancia del
gobernador interino.
En cuanto a los acusados por homicidio, tanto el gobernador interino
como el comisionado de la Audiencia van a tener también sus incul-
pados, en primera instancia los dos más famosos, ambos militares: el
capitán graduado, teniente de granaderos del Batallón de Castilla Juan
José Fierros y el teniente Toribio del Mazo.398 Acusaciones que van a
poner al descubierto la existencia de los grupos de poder dentro de la
provincia, produciendo un conflicto de intereses entre civiles, militares
y eclesiásticos, cada uno haciendo una defensa cerrada de sus propias
atribuciones.
Como se ha visto, la llegada del nuevo intendente a Mérida no fue
bien vista por todos los grupos sociales. Investido de todos los pode-
res, sólo debía rendir cuentas al rey y al Consejo Supremo de Guerra

397  Sánchez de Tagle, 2010, p. 168.


398  AGS, SGU, Leg. 7210. 66.

245
y se insertaba en una sociedad que había vivido bastante al margen de
los poderes centrales, gozando en la práctica de una gran autonomía.
Evidentemente, la reformulación de la administración con la conforma-
ción de la Intendencia y la llegada de un nuevo personaje extraño que
se imponía en todos los asuntos de gobierno, no fue bien acogido por
algunos grupos de la provincia que durante décadas habían antepuesto
sus intereses de grupo sobre todas las demás circunstancias.
Para llevar a cabo sus obligaciones, Gálvez tuvo que enfrentarse tanto
a personalidades civiles como eclesiásticas. Entre estos últimos desta-
caba el partido del por entonces poderosísimo obispo, Piña y Mazo,
emparentado con un oidor de la Audiencia de México y con íntimas
conexiones con la también poderosa familia local de los Quijano, por lo
cual los conflictos fueron más allá de los debidos a los privilegios y pre-
cedencias. Unos y otros se vieron involucrados en el proceso que inició
tras el asesinato del intendente, que apenas sobrevivió cuatro años en
el cargo. Las primeras preguntas que se nos ocurren ante su asesinato
son: ¿a quién correspondía sucederle interinamente en el cargo? y, por
tanto, ¿a quién correspondía hacerse cargo de las actuaciones judiciales
para dilucidar el proceso?
El proceso se encontraba viciado desde un primer momento, pues
a la muerte del intendente Gálvez se disputaron el interinato el por
entonces teniente del rey de Campeche y el teniente asesor letrado de
Gálvez. Al parecer, ambos tenían derechos a suplirle en la intendencia.
En 1744 se había creado el cargo de Teniente del Rey de Campeche con
atribuciones sobre todo militares para la defensa de la región, además
de que debía residir en dicha población y a la muerte del gobernador
de la provincia le correspondía asumir el mando hasta un nuevo nom-
bramiento. No obstante, con la creación de la figura del intendente que
suplantaría al gobernador, van a estar a su cargo los cuatro ramos o

246
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

causas de justicia, policía, hacienda y guerra.399 Según la Ordenanza de


Intendentes de 1786, al intendente lo tenía que acompañar un teniente
asesor letrado, quien por ausencia, enfermedad o muerte de aquél le su-
cedía interinamente en la Intendencia. Por lo tanto, aquí ya se producen
competencias ante la ocupación del cargo hasta que el rey nombrara un
nuevo intendente:
Se ha suscitado después de su muerte (de Gálvez) reñida compe-
tencia entre el mencionado Teniente Rey (Sabido) y el Teniente
Asesor Letrado Dn. Miguel Magdaleno Sandoval sobre quien de
los dos deve hacerse cargo de la Intendencia de suerte que por
todos títulos es mui critico el syxtema de una Provincia que arde
en discordias y desavenenecias.400

Al final la Junta Superior de Real Hacienda declaró que el teniente


del rey Sabido debía suceder en la intendencia provisionalmente, como
se indica en una carta enviada por el virrey Revillagigedo al Conde del
Campo Alange, Secretario de Guerra.401 Sabido, asumió la interinidad
y se avocó a averiguar la causa sobre el asesinato de Gálvez. Cabe re-
cordar que antes de asumir la Intendencia de la provincia de Yucatán,
Gálvez había ocupado el cargo de teniente del rey de Campeche y qui-
zás por ello no se tuvo en cuenta, en este caso, lo señalado al efecto en
las citadas Ordenanzas de Intendentes.
Muy pronto, se van a ver involucrados en la causa todas las institucio-
nes virreinales. Cada parte va a recurrir a todos los resquicios legales
posibles para situarse al mando. La ambigüedad o, mejor dicho, inter-
pretación o reinterpretación de leyes, ordenanzas, cédulas, etc., van a
propiciar que se pongan en tela de juicio los procedimientos de todas
399  Mantilla Trolle, Diego-Fernández Sotelo y Moreno Torres, 2008, p. 143.
400  AGI, Estado, 21, N. 26.
401  AGS, SGU, leg. 7219.3.

247
ellas. Virrey, Audiencia y Gobierno interino provincial se involucran en
el proceso; aun más, otros impedimentos van a surgir del hecho de a
quién le tocaba dirimir la causa cuando se va a ver involucrado el ramo
militar, con fuero propio, y a qué instancias correspondía ésta. Los mi-
litares van a hacer una defensa cerrada de su fuero desconociendo cual-
quier instancia que no fuera el Supremo de Guerra y, por supuesto, el
rey, pero hay que tener en cuenta que el teniente del rey, por su cargo
y también al suceder interinamente al Intendente, asumía el grado de
Capitán General.
Sabido, el teniente del rey, se trasladó de Campeche a Mérida a ha-
cerse cargo del interinato, una vez que conoció el asesinato de Gálvez y
asumió el mando del proceso.402 El virrey Revillagigedo, enterado de la
causa y ante lo que consideraba inoperancia del teniente del rey, cuyas
pesquisas no habían hecho avanzar el caso, pronto decidió intervenir
en el proceso, enviando a un comisionado, Manuel de la Bodega, que
era alcalde de la Sala del Crimen de la Audiencia de la Nueva España.
Ante las protestas del gobernador interino en lo que se consideraba una
injerencia del virrey en asuntos propios de la provincia, Revillagigedo
trató de solucionar el tema nombrando a ambos conjueces. La jugada
del virrey es convincente, pues aunque se acusase a la Audiencia de no
tener jurisdicción militar, no desplazaba al gobernador interino que sí
la tenía, sino que enviaba al comisionado Bodega con la excusa de ayu-
darle en la conclusión de la causa.
No obstante, el gobernador interino Sabido no se iba a cruzar de bra-
zos ante lo que consideraba una injerencia del virrey en asuntos que
le eran propios. Cuando supo del nombramiento del comisionado de
la Audiencia, presentó una Cédula Real enviada por el rey unos años
antes para dilucidar un asunto que se había dado sobre competencias,

402  AGI, Estado, 35, N. 4.

248
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

en la cual se consideraba que el virrey se había entrometido en asuntos


que no le competían. En dicha cédula se hablaba de la superioridad de
la figura del virrey, pero también se señalaba que no debía entrometerse
en averiguaciones provinciales que eran propias de los gobernadores y
en caso de que se produjeran desacuerdos entre ambas instancias lo
debían solucionar hablando entre ellas. Otra ambigüedad manifiesta
es la de no especificar el tipo de causas, ya que sólo se refiere a aque-
llas que sean de “gravedad”.403 En este caso, como en otros, la postura
de la Corona es ambivalente, pues legisla u ordena según los casos y
circunstancias. De ahí que hubiese vías abiertas para la intromisión e
interpretación a favor de unos y otros.

El virrey y el gobierno provincial

Tras el asesinato del intendente Gálvez, el 22 de junio de 1792, el te-


niente del rey José Sabido de Bargas, asumidas las competencias del
difunto, se va a curar en salud ya a su llegada a la ciudad de Mérida.
Enseguida pone de manifiesto al Conde de Campo Alange, secretario
del Despacho de Guerra, del mal estado en que se encontraba la ciu-
dad, denunciando alteraciones en los ánimos de muchos individuos,
tanto eclesiásticos como militares y “de las otras clases de ciudada-
nos”, a consecuencia del hecho acaecido.404 Enseguida va a encontrar
un chivo expiatorio, pues desde un principio acusó al teniente Fierros,
secretario de cámara y ayudante del difunto Gálvez, de promover los
disturbios. Se puede observar que desde los inicios de la pesquisa que
el gobernador interino pretendió involucrar a Juan José Fierros en el
asesinato, pretensión que logrará aunque con unas pruebas banales en

403  AGS, SGU, leg. 7219. 3.


404  AGS, SGU, leg. 7219. 3.

249
su contra. Y a pesar de demostrar Fierros su coartada de no hallarse en
Mérida el día del asesinato del intendente, va a pasar varios meses en
prisión acusado del delito de homicidio.
No obstante, el virrey Revillagigedo, al enterarse de la noticia del
asesinato, también manifestó el conocimiento que tenía sobre las dis-
putas en la provincia de Yucatán, al afirmar que desde hace tiempo
tiene información sobre que “no reina buena armonía entre sus gefes
y magistrados militares, políticos y eclesiásticos”; es más, indicaba que
en el Consejo de Indias existían varios asuntos que acreditaban tal ver-
dad, los mismos que confirmaban varias Reales Cédulas fechadas el
6 de Septiembre y 13 de Diciembre de 1790, esto es, dos años antes de
cometerse el asesinato.405 En esos momentos las disputas provenían de
las denuncias del obispo Piña y Mazo y del ayuntamiento de la villa de
Valladolid contra las actuaciones del teniente del rey Sabido de Vargas;
además de otros “muchos recursos de gravedad” que había pendientes
contra el difunto gobernador Gálvez. Esto es, las denuncias iban diri-
gidas contra el teniente del rey y contra el intendente, aunque más ade-
lante veremos cómo Sabido va a tratar de apoyar, por todos los medios,
las pretensiones del obispo Piña y Mazo.
Todas estas circunstancias fueron la excusa perfecta para la inter-
vención del virrey, quien consideraba que la situación de la provincia
era muy crítica en un momento en que faltaba el jefe principal de ella, y
por ello mandó reunir a la Sala del Crimen de la Audiencia de la Nueva
España para tratar y acordar lo más conveniente sobre aquél atentado.
La Sala del Crimen solicitó al gobernador interino Sabido testimonio de
la causa y las diligencias que se habían hecho hasta ese momento.
Algunos virreyes intervenían regularmente en el curso de los proce-
dimientos. Es cierto que, en cuanto presidentes de la Audiencia, sus in-

405  AGS, SGU, leg. 7219. 3.

250
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

tervenciones eran jurídicamente legales y legítimas; sin embargo, jurí-


dicamente, su función se limitaba más al ejercicio de la supervisión que
al de una verdadera autoridad sobre los magistrados del tribunal, por
lo que era frecuente que sus intromisiones, consideradas como abusi-
vas por los magistrados, alimentasen polémicas y conflictos internos de
autoridad, lo que a su vez contribuía a la inmovilidad administrativa.406
En su Política Indiana, Solórzano señala que ni los virreyes ni la Au-
diencia debían entrometerse en los procedimientos llevados a cabo por
los gobernadores, salvo en casos de apelación. Tampoco el virrey tenía
autoridad, por sí solo, para enviar jueces pesquisidores a fin de diluci-
dar algún proceso, pues debía solicitarlo a la Audiencia y en ésta, tras
llegar a un “Acuerdo pleno”, podían enviarlos aunque sólo en aquellos
casos muy graves.407 Por lo tanto, las leyes concedían el derecho de en-
viar jueces a dilucidar los procesos en casos graves, hasta ahí todas las
denuncias hechas por Sabido contra el comisionado Bodega carecen de
validez, pues el asesinato de un intendente podía considerarse un caso
grave.
En principio, el virrey no podía hacer más que acatar lo señalado por
leyes, cédulas y ordenanzas como lo manifestaba en su correspondencia
con el Secretario de Guerra, Conde de Alange, el 30 de julio de 1792, a
poco más de un mes de haberse producido el asesinato. No obstante, el
virrey Revillagigedo convocó a los señores presidente, regente, oidores,
alcaldes del crimen y fiscales de la Real Hacienda, de lo civil y criminal
de la Audiencia de la Nueva España en Real Acuerdo extraordinario,
donde se acordó que el virrey tomase las decisiones convenientes según
viera como iba el proceso; esto es, la Audiencia estaba presta a interve-
nir si no se avanzaba en las pesquisas.408
406  Bertrand, 2011, pp. 41-42.
407  Solórzano Pereira, 1736, Libro V, Capítulo III, pp. 271-272.
408  AGS, SGU, leg. 7219.3.

251
La Audiencia se hizo cargo del asunto y, en principio, sólo solicitaba
que el gobernador interino Sabido les mantuviera al día de la marcha
del proceso, enviando la copia correspondiente al virrey. En caso de que
el gobernador interino no siguiese con la causa, la Real Sala del Crimen
se entendería con el teniente asesor ordinario u otros jueces que cono-
cieran de la misma.
Pocos meses después, a finales de agosto, el virrey intervino directa-
mente en el proceso, justificándose en la falta de noticias por parte del
gobernador interino Sabido, y con acuerdo de la Audiencia de la Nueva
España se comisionó a un Alcalde del crimen de la misma para que se
hiciera cargo del proceso. Como se ha visto, el nombramiento recayó en
Antonio de la Bodega, oidor de la audiencia de Guatemala destinado a
la de la Nueva España como alcalde del crimen. Se le solicitó que en el
viaje que tenía que emprender desde Guatemala a México se detuviese
en Yucatán para dinamizar el proceso por el asesinato del intendente
Gálvez. Las causas para el nombramiento del comisionado Bodega, de
acuerdo al virrey, eran, además de la experiencia que había adquirido
en la Audiencia de Guatemala, el conocimiento que podía haber tenido
sobre los agresores del intendente, argumentando que muchos delin-
cuentes de la provincia yucateca cruzaban la frontera y se refugiaban
en aquél territorio. El virrey comunicó al rey este nombramiento quién
le dio su beneplácito.
No obstante, el comisionado Bodega tardó varios meses en llegar a
la ciudad de Mérida, por una serie de incidencias en el viaje, y mien-
tras tanto el teniente del rey Sabido continuaba con sus diligencias.
Comenzó por ofrecer una recompensa de 1,028 pesos, donados por
el cabildo secular y otras personas principales, a quién diese noticias
de los agresores, hecho que no obtuvo ningún resultado. Quizás, ante
la inminente llegada del comisionado para hacerse cargo de las dili-

252
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

gencias, su siguiente actuación fue detener, acusado del asesinato, al


teniente de granaderos del batallón de infantería de Castilla, Juan José
Fierros, quién había sido secretario de Gálvez. Entre otras cosas, Sa-
bido manifestaba la influencia negativa que el secretario había tenido
sobre el intendente, obligándole a actuar contra aquellas personas por
las que tenía resentimientos.409
Se detuvo a un militar, Juan José Fierros, como acusado del asesinato
antes de la llegada del comisionado de la Audiencia. Por otra parte, las
actuaciones de Bodega van a tener como consecuencia la detención de
otro militar acusado también del asesinato, Toribio del Mazo, Tenien-
te de Milicias Disciplinadas y sobrino del obispo. Es en este momento
cuando la situación se va a complicar enormemente y van a salir a la luz
todas las desavenencias entre instituciones y grupos de poder locales.

Competencias civiles, competencias militares

La detención de ambos acusados, los dos militares, va a dar lugar a nue-


vas disensiones entre competencias, en este caso en lo que se conside-
raba una intromisión de los poderes civiles ante el fuero militar de que
gozaban ambos acusados. Hay que tener en cuenta también la existen-
cia de jurisdicciones privativas como la eclesiástica para las causas que
afectasen a los miembros de Iglesia y la militar para los negocios cas-
trenses.410 Según las ordenanzas militares ni el virrey ni la audiencia,
ni gobernadores, podían entrar a juzgar a unos oficiales militares, que
sólo reconocían para ello a sus mandos superiores, el Supremo Consejo
de Guerra y el Rey. No obstante, como hemos comentado más arriba,
en Yucatán el intendente o gobernador tenían el mando militar pues

409  AGS, SGU, leg. 7219.3.


410  Molina Solís, 2011, p. 217.

253
eran capitanes generales, y otra cosa es que desconocieran al virrey o a
la Audiencia como tribunales superiores al sustanciarse sus actuacio-
nes ante el Supremo de Guerra. Pero como hemos podido observar, al
comisionar al Alcalde de la Audiencia el virrey no le dio todo el mando
sino que lo nombró conjuez del gobernador interino, con lo cual se cu-
bría en todos los frentes.
Uno de los principales problemas que provocó la concesión del fuero
militar a los milicianos fue que a pesar de las continuas regulaciones de
las autoridades que definían específicamente su alcance los milicianos
interpretaban éstas siempre en su propio provecho; es decir, considera-
ban que el goce del fuero suponía una “patente de corso” que les sus-
traía a todo tipo de control.411
En este sentido, Sabido también se adhiere a lo señalado por los
militares, pues ante las controversias suscitadas en la provincia entre
juzgados que correspondían dirimir la causa y la intervención de la
Audiencia, se defiende considerando que como capitán general tenía
jurisdicción en todos los individuos de fuero militar con inhibición de
los demás tribunales, sin reconocer otra dependencia que el Supremo
Consejo de Guerra, esto es, por encima del virrey y de la Audiencia, y
por lo tanto correspondía a su juzgado el conocimiento de las causas de
los dos oficiales. Al final, al llegarse a una solución de consenso, orde-
nando a ambos personajes, Sabido y Bodega, que actuasen de conjue-
ces, a Sabido no le quedó más remedio que aceptar y amparándose en
la Ley 4, Libro 5, Título 1 de la Recopilación de Indias se lo hizo saber al
secretario de Guerra Conde de Campo Alange
por la qual se dispone que los governadores y capitanes genera-
les de la Provincia de Yucatán cumplan precisa y puntualmente
las ordenes que les dieren los virreyes de la Nueva España (…)
411  Vega, 1985, p. 51.

254
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

no obstante de que por el procesado militar me considerava con


toda la autoridad necesaria y competente que me concede la ley
4, libro 3, título 11 de la misma Recopilación (…) después llego a
mi noticia la Real Cedula expedida en el Pardo a 22 de marzo del
año de 1787 (…) y sobre su contenido hize dos reflexiones: una
que exerciendo como Capitan General de esta Provincia privati-
va jurisdicción en todos los individuos de fuero militar con inhi-
vision de los demás tribunales, sin reconocer otra dependencia
que el Supremo Consejo de Guerra, correspondía a mi particular
juzgado el conocimiento de las causas de estos dos oficiales; y la
otra que obligándome el señor Virrey a tomar de conjuez al Co-
misionado era embarazar el uso de mi autoridad en asuntos que
privativamente me pertenecen con perjuicio de las prerrogativas
de mis empleos contra lo dispositivo de la Real Cedula dirijida
con principalidad a dejar libre y espedita mi jurisdicción”. Savido
al Conde de Alange, 28 de febrero de 1793.412

Sabido tenía poderosas razones para tratar de utilizar todos los me-
dios a su alcance para que nadie más se entrometiera en la causa, a la
vez que para él era muy importante que el asesinato se aclarase cuanto
antes, sin intromisiones de otras instituciones, además de que fuera
condenado el principal encausado por él, el teniente Fierro y, al parecer,
le daba igual que éste fuera culpable o no. Ante la dilatación del proceso
va a acusar a Fierros cuando los indicios, como demostrará el comisio-
nado Bodega, se dirigían más hacia el otro militar, Toribio del Mazo.413
La pretensión del teniente del rey Sabido era que fuera nombrado
intendente, cargo que estaba ocupando en interinidad, y para ello ne-
cesitaba de todos los apoyos posibles y en este caso, sobre todo, del
partido que lideraba el obispo Piña y Mazo. A pesar de que antes había
412  AGS, SGU, leg. 7219.3.
413  AGN, M. Criminal, vol. 294, Exps. 1, 2, 3, 5, 7 y 9.

255
tenido enfrentamientos con él, como muestran las denuncias del prela-
do señaladas más arriba, empleará todas sus fuerzas en tratar de liberar
a su sobrino, Toribio del Mazo, y así conseguir el apoyo del obispo. Se
dirigirá a todas las instancias posibles, incluido el rey, para tratar de
que no fuese acusado por el asesinato y que toda la culpa recayese en el
teniente Fierros.
El comisionado Bodega manifestó al virrey la sospecha de que Sabido
protegía a Toribio del Mazo, ya que no llevaba a cabo las diligencias
correspondientes “para comprovar el delito que verosímilmente ha co-
metido”, amparándose en “el concepto de la independencia de aquella
Comandancia Militar”. Consideraba que hasta que no se separase al
gobernador interino y se enviase otro en su lugar no podría sustanciar-
se la causa
Concurre en Mazo la particular circunstancia de ser sobrino del
Reverendo Obispo de aquella capital y por tanto disfruta de toda
la protección que en regular le proporcionan, así el respeto y ve-
neración debida a un prelado como el poder y conexiones que
tienen y disfrutan estos en América.414

Entre las acusaciones vertidas sobre el gobernador interino se halla-


ban el querer tener el apoyo del grupo del Obispo, por la influencia
que éste tenía sobre el cabildo eclesiástico y comunidades religiosas, al
igual que con el cabildo secular en el que se incluía un miembro de la
familia Quijano (afectada en la causa) y el alcalde Juan Antonio Elizal-
de, tío de los dichos Quijano que también eran militares. Las razones
de tratar con tanta deferencia a este grupo de personas provenían de
que con sus informes podían contribuir a que Sabido lograse la plaza
de gobernador, además de que, por otra parte, se les consideraba acé-

414  AGS, SGU, leg. 7219.3.

256
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

rrimos enemigos del difunto Gálvez. Todo ello haría recaer aun más
las sospechas sobre el teniente Toribio del Mazo, además de que con-
curría la circunstancia de que ambos, Gálvez y del Mazo, al parecer,
competían por los favores de una mujer de la familia Quijano, casada
con el tesorero de la Real Caja de Mérida que acompañaba a Gálvez en
el momento del atentado. De ahí que este caso adquiriera el cariz de
crimen pasional. Así mencionaba el comisionado Bodega esta relación:
“Toribio del Mazo mantenía ilícita amistad con Dña. Casiana Melo,
mujer del tesorero Clemente Rodriguez de Trujillo a la que también
obsequiaba el Sr. Gálvez”.415
Demasiados indicios concurrían para que el comisionado Bodega,
nada más llegar, acusase a Toribio del Mazo del asesinato, a la vez que
el gobernador interino Sabido desviase la atención hacia el teniente
Juan José Fierros, al que tras meses de estar encarcelado no se le pudo
probar nada que sustentase su culpabilidad, además de que el día de
la muerte del intendente, al parecer, ni se encontraba en la ciudad de
Mérida. Sabido no conseguiría sus propósitos ya que al poco tiempo
se nombró un nuevo gobernador, capitán general e intendente para la
provincia, cargo que recaería en Arturo O’Neill O’Kelly.
La defensa del teniente Fierros también se basó en la recusación de
las competencias jurisdiccionales llevadas a cabo en el proceso, pues
acusaba a Sabido de haberle juzgado sin tener competencia ante el fue-
ro militar, algo bastante inconsecuente si tenemos en cuenta, como
hemos visto, que los gobernadores además eran capitanes generales
y por tanto tenían jurisdicción militar en materia de justicia; a la vez
también le acusaba de haber sustanciado la causa con el Consejo de
Indias, cuando, según él, era competencia del de Guerra, caso en el cual
sí parece tener razón. En las reformas políticas y administrativas de

415  AGS, SGU, leg. 7219.3.

257
los Borbones, las Secretarías de Despacho Universal suplantaron buena
parte del Consejo de Indias que quedó reducido en sus funciones a un
organismo meramente consultivo.416
De esta forma, se crearon dos bandos en la ciudad por parte de cada
uno de los acusados. Fierros se va a defender amparándose en la falta
de competencias judiciales de Sabido contra el fuero militar, además de
tratar de demostrar su inocencia manifestando su coartada, y lo cierto
es que los indicios contra él eran muy débiles. La defensa de Toribio del
Mazo la va a tomar su tío, el poderosísimo obispo Piña y Mazo.417 Las
relaciones del obispo trascendían las meramente provinciales ya que su
hermano Pedro de Piña y Mazo fue miembro del Consejo y Cámara en
el Supremo de Indias y, además, estuvo casado con la hermana del oidor
de la Audiencia Emeterio Cacho Calderón. A través de ambas posturas
salen a la luz, en el primer caso, las competencias entre jurisdicciones
civiles a la hora de juzgar determinados asuntos entre militares; en el
segundo, el obispo va a recurrir a su propio fuero eclesiástico y privi-
legios, haciéndolos extensivos a su familia. Va a considerar el asunto
como si la acusación fuera hacia su propia persona.
Y aquí entramos en el terreno de las bases que sustentaban la socie-
dad de la época, honor, privilegio, etc., considerados no de forma indi-
vidual, sino genérica, al linaje, a la familia, de las cuáles Piña y Mazo
va a hacer uso y abuso en sus pretensiones de que su sobrino no fuera
encausado.

416  Ots Capdequi, 1993, p. 68.


417  AGN, M. Expolios, vol. 11, Exp. 7.

258
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

La defensa del privilegio eclesiástico

El obispo se manifestaba notablemente ofendido por la prisión de su


sobrino, consideraba que con ello se había faltado a todos los respetos
debidos a su dignidad; se daba por agraviado cada vez que se practicaba
cualquier diligencia judicial con algunos de sus familiares; prorrum-
pía en expresiones conminatorias contra jueces, escribanos, testigos
y todos los que tuvieran intervención en la causa, y al mismo tiempo
pretendía tomar represalias contra los que fueran a declarar en contra
de su sobrino. Estas son algunas de las acusaciones que, Fierros por su
parte y el comisionado Bodega por la suya, manifiestan en sus alegacio-
nes. Se le acusaba también al obispo de querer inmiscuirse en la causa
pretendiendo examinar las declaraciones de los testigos, para así poder
imponerse en todas las actuaciones, como mencionaba Bodega al virrey
El poderoso influjo que tiene un prelado en todos los miembros
de su iglesia y este es mayor en América que en Europa, en esta
provincia son infinitas las relaciones e intereses que ligan a todos
con su obispo. A esto se agrega que el actual prelado no perdo-
na diligencia alguna que pueda conducir a indennización de su
sobrino.418

Está claro que la máxima autoridad eclesiástica provincial trataba de


entrometerse en asuntos que no le eran propios, inmiscuyéndose inclu-
so en las decisiones que tomaban los representantes de las jurisdiccio-
nes civiles o militares. En este sentido, son significativas las palabras
que el comisionado Bodega remitió al Conde del Campo Alange sobre
“el abuso que aquí se hace del poder para burlarse de la justicia y de los
que quieren administrarla con imparcialidad”.419
418  AGS, SGU, leg. 7219.3.
419  AGS, SGU, leg. 7219.3.

259
El obispo trató de mantener una cerrada defensa de sus privilegios,
extendiéndolos a toda su familia y considerando su casa-habitación una
prolongación de la inmunidad que gozaban las iglesias, en este sentido,
las denuncias del obispo Piña y Mazo no tienen desperdicio. Está claro
que en el Antiguo Régimen, el privilegio formaba parte del linaje y no
se limitaba a un solo individuo o a su familia restringida en el sentido
contemporáneo del término; también repercutía, en forma de ventajas
o desventajas, en el conjunto de los miembros de su linaje.420 A los po-
cos meses de la detención de su sobrino y al ver que todas sus actua-
ciones en la provincia fueron infructuosas, el obispo decidió elevar sus
quejas a las altas instancias coloniales, y, dirigiéndose al virrey, arreme-
tía contra las actuaciones del comisionado Bodega
haré presente a V.E. que atropellando todos los fueros y respetos
de mi dignidad y palacio, cuia situación le hace gozar de la mis-
ma inmunidad con que se atiende y venera mi propia Santa Ygle-
sia a la circunstancia de haberle conducido preso con custodia de
dragones (…) se siguió también la de que sin captarme la venia,
ni exigir los auxilios que eran tan precisos al mencionado señor
con varios Ministros de Justicia que le acompañaban procediese
dentro del referido Palacio al secuestro y embargo de los bienes
de Dn. Toribio.421

Esta denuncia del obispo fue debida a que en sus pesquisas el comi-
sionado ordenó revisar las pertenencias de Toribio del Mazo, quien, a
la sazón, habitaba en el palacio del obispo. También se pretendía inte-
rrogar a un cirujano, llamado Poveda, quién asimismo vivía en dicho
palacio. Según señalaba el escribano que acompañaba estas diligencias,

420  Bertrand, 2011, p. 237.


421  AGS, SGU, leg. 7219.3.

260
Élites, Familia y Honor en el Yucatán Colonial

tuvieron que tolerar insultos y amenazas de excomunión por parte del


prelado, acusándolos de profanar un lugar religioso.
La imparcialidad del obispo hacia la justicia queda plenamente pues-
ta de manifiesto en que en el mismo documento arremete contra el te-
niente Fierros, denostándole de todas las maneras posibles, tanto desde
el punto de vista civil como militar y religioso, acusándole directamen-
te del asesinato del intendente. Al tiempo que incrimina a Bodega de
que si hubiese administrado “imparcialmente la justicia hubiese publi-
cado ya la inocencia de mi sobrino”.422 Consideramos que sobran más
comentarios sobre la actuación de este obispo. La justificación que hace
de la inocencia de su sobrino estaba basada en “las distinguidas cir-
cunstancias de mi sobrino por su nacimiento, por su empleo, y por su
christiandad acreditada (…) y estos motivos bastaban para no hacerse
reo de aquel execrable crimen”.423 Esto es, había que dar diferente trato
judicial a aquellas personas privilegiadas por nacimiento y función mi-
litar, privilegios que, siguiendo este razonamiento, también se debían
tener en cuenta a la hora de acusar al teniente Fierros, al menos en teo-
ría. El remate de su personalidad se puede observar al final de la misiva
cuando declamaba que “y por no faltar al espíritu de lenidad y manse-
dumbre propia de mi carácter; desde luego hago a V.E [al virrey Revilla-
gigedo] todas las protextas que me son permitidas en derecho”.424
Desde luego que las opiniones vertidas por las personas encargadas
de hacer las diligencias en casa del obispo difieren mucho de esta pre-
tendida “lenidad y mansedumbre” con la que se refiere a sí mismo ante
el virrey, ya que incluso se permitió ordenar al comisionado Bodega
que suspendiera sus actuaciones.

422  AGS, SGU, leg. 7219.3.


423  AGS, SGU, leg. 7219.3.
424  AGS, SGU, leg. 7219.3.

261
El proceso seguido para tratar de dilucidar el asesinato del inten-
dente Gálvez se prolongó en el tiempo, sin que llegaran a aclararse del
todo las causas y quién era el verdadero culpable del homicidio, aunque
lo que sí parece indudable es que la poderosa familia Quijano estuvo
involucrada en él. A través de estas líneas hemos podido observar las
dificultades que se suscitaban en el momento de enjuiciar a cualquier
persona de las consideradas como privilegiadas en la sociedad del An-
tiguo Régimen. Las diferencias que se establecían a la hora de adminis-
trar la justicia venían propiciadas, en gran parte, por las numerosísimas
ordenanzas, leyes, competencias jurisdiccionales, a través de los cuales
la Corona trataba de solventar caso por caso. Esto es, a pesar de la exis-
tencia de corpus legales, como la Recopilación de Leyes de Indias, en las
que en teoría se recogía toda la reglamentación judicial, la existencia de
jurisdicciones privativas producía que aquéllas habían de interpretarse
según las causas que se trataran de dirimir. Al final, se puede decir que
se legislaba casi individualmente, según los casos; al tiempo que leyes y
ordenanzas se solapaban unas a otras, creando lagunas o ambivalencias
que los grupos de poder trataban de interpretarlas en su propio bene-
ficio. Consecuentemente, la diversidad judicial, las apelaciones a unos
tribunales u otros, según fueran los casos, muestran un llamativo pa-
norama de competencias entre jurisdicciones que no podían más que
incidir en las desigualdades sociales a la hora de acceder a una justicia
imparcial.

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