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EL PSICÓLOGO EN LA
INTERVENCIÓN SOCIAL Y
COMUNITARIA
ALIPIO SÁNCHEZ VIDAL
Universidad de Barcelona
ISSN 1989-3906
Contenido
FICHA 1 ........................................................................................................... 22
Participación comunitaria: Condiciones y reglas
FICHA 2 ................................................................................................................................. 28
Valores y cuestiones éticas en la intervención comunitaria
Consejo General de la Psicología de España
Documento base.
El psicólogo en la intervención social y comunitaria
Aunque la preocupación por la supervivencia y la mejora de las condiciones de vida es intemporal, los esfuerzos colecti-
vos para afrontar de forma deliberada los problemas causados por conflictos, migraciones, hambrunas, desastres naturales
o cambios tecnológicos son recientes. Para que se dé ese afrontamiento deliberado ha sido preciso que, con el Renaci-
miento, emerja un yo consciente de su propia capacidad y que el pensamiento ilustrado redefina como problemas solu-
bles (mediante la “ingeniería” humana o social) lo que antes eran males “naturales” inevitables. Han sido también
decisivos los profundos cambios traídos por las revoluciones liberales y socialistas y las reformas progresistas que, en res-
puesta a los estragos sociales y humanos causados por la industrialización y para evitar “la revolución”, establecen siste-
mas sociales para proteger a los más débiles y garantizar libertades y servicios sociales y sanitarios mínimos.
En ese contexto, las disciplinas psicológicas y sociales han tratado de contribuir desde el siglo XIX a la mejora huma-
na y social aportando el conocimiento (sobre los problemas sociales y sus posibles soluciones) y las estrategias técni-
cas que permiten entender y paliar o evitar la destrucción del “tejido” social y moral, la erosión de las comunidades y
el sufrimiento y la alienación causados por la industrialización, el capitalismo (o las revoluciones comunistas) y las
dislocaciones sociales que los han acompañado. Por otro lado, el desarrollismo socio-económico tras la Segunda
Guerra Mundial del siglo XX, la contra-cultura radical y hedonista de los años sesenta y la universalización posterior
de las ansias de bienestar han reclamado nuevos modos de actuación que, además de atender a los daños globales y
psicosociales causados por las formas modernas de producir, consumir y vivir, contemplen las posibilidades de desa-
rrollo de aquellas personas y comunidades humanas cuyas necesidades básicas están satisfechas. Surgen así enfoques
positivos y constructivos de acción social que, como la intervención comunitaria, se orientan no tanto a satisfacer las
necesidades de personas y colectivos como a desarrollar su potencial y capacidad.
Este artículo describe la vertiente psicológica de la intervención socio-comunitaria: su origen, concepto y estructura,
su metodología interventiva (la forma de trabajar), su proceso técnico, su viabilidad estratégica y el papel psicológico
implicado.
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¿Cuáles son las pretensiones y motivaciones de los clínicos reconvertidos en psicólogos comunitarios, de la Salud
Mental Comunitaria estadounidense? Buscan, en primer lugar, alternativas más humanas y eficaces de tratamiento en
salud mental rechazando el modelo médico dominante y el internamiento hospitalario; denuncian, segundo, la desin-
tegración social, la erosión de la comunidad y el desarraigo psicológico producido por la industrialización capitalista
y la primacía de la economía en la vida social y personal; aspiran, tercero, a redefinir el papel que el psicólogo debe
tener como partícipe del terremoto socio-cultural que sacude a la sociedad en los sesenta; y profundizan, por fin, la
corriente de intervencionismo social progresista preconizada por John Dewey y Kurt Lewin y sostenida por organiza-
ciones como la Sociedad para el Estudio de las Cuestiones Sociales (SPSSI, en sus siglas inglesas) tras la Gran Depre-
sión de los años treinta.
El trabajo comunitario en América Latina (Serrano García, 1992) hunde sus raíces en los programas de desarrollo
comunal promovidos por Naciones Unidas (y otras agencias económicas) en los años cincuenta del siglo XX y en los
movimientos de educación popular y de autogestión de varios países suramericanos. La búsqueda de la dimensión
psicológica de esas experiencias y movimientos sociales liberadores acabará construyendo más adelante un corpus
práctico y teórico que -para distinguirlo del pariente norteño considerado demasiado clínico e individualista- llaman
Psicología Social Comunitaria. La Psicología Social Comunitaria combina influencias externas con aportaciones pro-
pias como la teología -y la psicología- de la liberación, la pedagogía liberadora freiriana, la teoría de la dependencia
o una versión particularmente activista y participativa de la investigación-acción usada como marco general de actua-
ción. El predominio de los enfoques comprensivos y discursivos, el compromiso social y la primacía teórica de la
autogestión comunitaria sobre el intervencionismo externo, son notas distintivas adicionales del campo que tienen
sentido en unas sociedades marcadas por la pobreza, la desigualdad y la dependencia.
Como en otros contextos, el nacimiento en España de la variante psicológica de la ISC está vinculado al devenir
socio-político, concretamente a la transición a la democracia de los años setenta y la revitalización social y política
acompañante. Emerge en ámbitos de salud mental (animada por las ideas y experiencias antipsiquiátricas y el movi-
miento de desinstitucionalización de los pacientes psiquiátricos), salud (nuevos enfoques de prevención, atención
integral y educación para la salud), psicopedagogía de orientación familiar y comunitaria y servicios sociales (aten-
ción integral, trabajo en la comunidad, protección y promoción social). Y es impulsada por factores sociales y estruc-
turales como el desarrollo económico y la acelerada urbanización de los sesenta, la desintegración social y el
desarraigo de los inmigrantes en las grandes periferias urbanas, el clima social y político posibilista creado por la
democratización, la creciente sensibilidad social de los ayuntamientos elegidos democráticamente (no, como antes,
nombrados a dedo), las iniciativas asociativas vecinales y sindicales (asociaciones de vecinos y sindicatos represen-
tantes de los trabajadores). Otro factor decisivo es el activismo de los psicólogos recién licenciados de una universi-
dad muy politizada que encuentra en la orientación comunitaria de muchos programas impulsados por ayuntamientos
y gobiernos autonómicos (con nuevas competencias) un cauce de expresión y práctica de sus ideales además de una
forma adecuada de prestar nuevos servicios.El movimiento socio-comunitario se desarrolló vigorosamente y se institu-
cionaliza en los años ochenta y noventa en la academia y en los ámbitos profesionales de salud mental y salud, justi-
cia, psicopedagogía y servicios sociales, observándose después, como en otros contextos, un cierto estancamiento.
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Psicología Social Comunitaria: la visión socio-comunitaria más radical y políticamente comprometida esperable en
la situación de pobreza y desigualdad de la América Latina de los años sesenta del siglo XX y acorde con el pensa-
miento y las prácticas liberadoras del momento que no sólo incluyen revoluciones y guerrillas sino, también, el deseo
de emanciparse de la dependencia de las fórmulas surgidas en América del Norte y Europa. Tampoco estamos aquí
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ante una propuesta acabada y unitaria, sino, más bien, ante una forma de entender y practicar la acción comunitaria
alimentada por una base teórica más social que clínico-psicológica –que contiene incrustaciones marxistas, de la teo-
logía de la liberación, la pedagogía liberadora, la teoría de la dependencia o el posmodernismo- y que aspira al cam-
bio radical y socialmente comprometido.
Inspirada por activistas como Paulo Freire, Fals Borda o Martín Baró y sistematizada por Maritza Montero (2004), la
visión de la Psicología Social Comunitaria propone: la autogestión comunitaria que, a partir de la conciencia de la situa-
ción de opresión social y del sentimiento de alienación e impotencia permitirá a la comunidad asumir su propio cambio
mediante la acción liberadora; eso implica una triple práctica transformadora de la realidad social externa (para eliminar
la dominación), de la conciencia personal de la dominación y de la cultura que sostiene y legitima ideológicamente la
opresión. El psicólogo debe, por tanto, rechazar cualquier postura intervencionista y autoritaria, comprometiéndose con
los más necesitados y desposeídos, cediendo a la comunidad el control del proceso y asumiendo un papel de agente de
cambio social (no por casualidad coincidente con el acordado por la conferencia de Boston) capaz de combinar,
mediante la investigación-acción, las habilidades analíticas y reflexivas con las activistas u operativas.
Al proponer transformaciones sociales y subjetivas profundas en base a categorías y procesos (conciencia, ideología,
acción colectiva, cultura) que desbordan lo psicológico, la Psicología Social Comunitaria hace un planteamiento más
ambicioso, global y explícitamente político que otras visiones. Se cuestiona, sin embargo, tanto la factibilidad de esos
cambios como la competencia del psicólogo para realizarlos (o que deba asumir el papel subordinado de mero agen-
te de los deseos y fines de la comunidad). Pero esos problemas (politización, utopismo, desbordamiento del ámbito y
las competencias psicológicas, desaparición del rol profesional) acechan en mayor o menor grado a todas las visiones
psicológico-comunitarias radicales (como la de Goodstein y Sandler, 1978). Esa crítica (y los grandes cambios políti-
cos y económicos producidos en la región) pueden ser la causa de que el calificativo “social” haya desaparecido en
los últimos años de la denominación del campo en América Latina pasando a llamarse, como en otros sitios, Psicolo-
gía Comunitaria deviniendo (como en casi todas partes) un campo diverso y mestizo.
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acción externa –casi siempre organizada- para modificar en un sentido dado una situación social considerada proble-
mática o susceptible de mejora por métodos -y con medios- sociales. La intervención comunitaria sería la variante de
la intervención social centrada la comunidad (una subunidad social) en que las personas no son sólo objeto de actua-
ción sino, también y sobre todo, sujetos, participantes activos de ella. La expresión la “intervención socio-comunita-
ria” encierra, por tanto, una contradicción ya que mientras “intervenir” implica la acción externa de un agente
–profesional o político- autorizado (una acción organizada y “desde arriba”) la actuación comunitaria surge “de
abajo”, de la propia comunidad sin implicar, en principio, ningún papel relevante para los agentes externos.
En ese sentido es más apropiado –y cercano al ideal de auto-gestión comunitaria- hablar de acción comunitaria (y en
otro nivel de “acción social”) que de intervención comunitaria. Pero esa idea “pura” hace algunas asunciones insoste-
nibles sobre la auto-conciencia y capacidad de la comunidad: presupone que está tiene los conocimientos para detec-
tar sus propios problemas y las capacidades y medios para resolver los unos y desarrollar las otras. La consecuencia
práctica de esa auto-gestión cognitiva y operativa ilimitada es obvia: sólo se plantearán aquellos asuntos de los que la
comunidad –que tiene una visión interna y subjetiva de sí misma- es consciente y aquéllas soluciones basadas en sus
propios medios renunciando a las aportaciones analíticas u operativas que los expertos (u otros agentes externos) pue-
den hacer. De modo que, aunque la expresión “intervención comunitaria” supone un intervencionismo externo nomi-
nalmente ajeno al espíritu comunitario, describe con mayor exactitud una mayoría de casos y situaciones en que un
agente externo (profesional o no) interviene o intermedia en una situación complementando la iniciativa de la comu-
nidad.
¿Qué ventajas aporta la intervención o intermediación externa? Amplia, en premier lugar, las posibilidades de actua-
ción a situaciones en que no habiendo demanda explícita (porque no hay conciencia de problema o conciencia de la
posibilidad de cambio) se pueden conseguir mejoras sustantivas en la comunidad; introduce, en segundo lugar, ele-
mentos de coordinación, planificación y evaluación o estrategias técnicas que, siendo imprescindibles en cualquier
cambio de cierta complejidad, complementan las capacidades de la comunidad. Permite, en tercer lugar, definir un
papel profesional –psicológico en nuestro caso- en el proceso de cambio que era inexistente –o queda reducido a una
supeditación cuestionable- en la acción puramente auto-gestionada. Para que la expresión “intervención comunitaria”
sea válida debe, sin embargo, ser reformulada de modo que: 1) incluya el desarrollo de recursos y capacidades; 2) res-
pete los objetivos y valores de la comunidad alentando su participación activa en los procesos de evaluación y actua-
ción. En esta versión reformulada, la intervención socio-comunitaria queda a medio camino entre los extremos de
acción -o autogestión- comunitaria por un lado e intervención impositiva externa por otro pasando a ser una especie
de autogestión asistida o una intervención limitada y participativa al servicio de la comunidad.
Las actuaciones comunitarias oscilan en la realidad entre la autogestión comunitaria y la intervención externa, com-
binando elementos de ambas visiones aunque propendan hacia uno de los dos extremos: el más intervencionista -
generalmente asociado al cambio planificado- que busca resultados concretos y documentables con el profesional
asumiendo un papel central; el auto-gestionado, más interesado en el proceso de cambio y en la capacitación comu-
nitaria –con o sin la colaboración de técnicos externos- que en el logro de resultados. Y, como se ha dicho, cada
visión tiene sus pros y sus contras: la intervención resalta los resultados tangibles (el “qué”) y explicita el papel psico-
lógico; la acción comunitaria, fiel al “espíritu” comunitario, resalta los aspectos procesales (el “cómo”) centrales para
el desarrollo humano.
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ser: tal es el horizonte utópico de la acción comunitaria. La forma apropiada de actuar para alcanzar el objetivo mar-
cado (el “método interventivo”) es el cambio “desde abajo”, gestionado por unos sujetos que devienen así agentes del
proceso; eso difiere del cambio dirigido (“desde arriba” y desde afuera) por un profesional en que los afectados son
sólo objeto del cambio, no sujetos de él. En la auto-gestión asistida o intervención participativa resultante el psicólogo
tiene, la función, relevante pero indirecta, de ayudar a activar la capacidad colectiva de agencia que convierta a la
comunidad en actor efectivo y participante de su propia transformación. El punto de partida de la acción comunitaria
es, como indica la definición, la comunidad territorial, simbólica (los lazos psicosociales y la cultura compartida) o
humana: el sujeto colectivo cuyo fortalecimiento (o empoderamiento) es, también, objetivo de la actuación.
Psicología Comunitaria:
(Entre la autogestión asistida y la intervención participativa)
Campo de actuación/investigación, busca desarrollo personal y comunitario mediante cambio “desde abajo” en que
personas son sujetos agentes cuyas capacidades ayuda a activar el psicólogo partiendo de la comunidad territorial
y psicosocial y alentando empoderamiento
Ya se ve que el papel del psicólogo en esta forma de intervención difiere notablemente del tradicional; no se trata
tanto de prestar directamente servicios -de salud, educación o sociales- o actuar en nombre de otros como de animar
o capacitar a las personas para definir sus propios fines y actúen coordinadamente para hacerlos realidad: es un acti-
vador social que cataliza el cambio sin protagonizarlo (aunque también deberá asumir funciones complementarias y
más concretas de mediador, evaluador, organizador social u otras según el caso y las demandas de la situación).
Y la mirada o enfoque analítico a adoptar deberá ser, en segundo lugar, transaccional o relacional. El foco no debe
estar en la conducta humana por sí misma (desde sus determinantes psicológicos), ni en los sistema sociales como
tales (como agregados abstractos despersonalizados), sino en la conducta humana en relación a los sistemas o agrupa-
ciones sociales (instituciones, vecindarios, organizaciones funcionales, grupos de iguales, etc.) de los que las personas
son a la vez creadoras y criaturas. Más específicamente nos interesa la interacción de las personas con las comunida-
des, entendidas como contextos sociales inmediatos en tres sentidos: territorial (comunidad local), afectivo (comuni-
dad psicológica) y socio-cultural (redes relacionales y cultura común). La comunidad es, resumiendo, un tejido de
relaciones e interdependencias personales, no un mero “contexto” social. El psicólogo de orientación socio-comunita-
ria debe contemplar la relación individuo-comunidad en su complejidad (incluye áreas de acuerdo e integración,
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pero también de conflicto entre personas y grupos intermedios y de estos con la comunidad) y flujo dinámico: las per-
sonas que en su interacción forman la comunidad, acaban siendo moldeadas por esa.
El cambio social participativo. El cambio social es la alteración de la estructura o el funcionamiento de un “sistema”
o agrupación social que tiene efectos relevantes para la vida de sus miembros al modificar la distribución del poder,
las normas o valores o los fines que los rigen y moldean las relaciones entre individuos y grupos. Se habla de cambio
social cualitativo (o de “segundo orden”) cuando se produce una alteración profunda, estructural y duradera del “sis-
tema” frente a la reforma o el cambio gradual que implican una alteración cuantitativa de alguno de sus aspectos. En
cualquier comunidad o sistema mínimamente complejo coexisten dos formas de cambio: el que se hace desde arriba
iniciado y regulado por instituciones políticas y sociales y el que se genera desde abajo desde la comunidad o los
movimientos sociales. Esa distinción era clave para diferenciar la intervención comunitaria de la acción comunitaria y
en la medida en que el enfoque comunitario es necesariamente participativo primando el cambio desde abajo -en que
las personas son sujetos agentes, no sólo objetos pasivos- y el que se centra en la interacción y los estructuras interme-
dias, se trata de un cambio psicosocial, no propiamente social.
En la práctica, hay que reconocer que el cambio social global o estructural sobrepasa a la Psicología Comunitaria (y
a la ISC en su conjunto) que carece de la legitimidad socio-moral (detentada por la autoridad política) para iniciar o
justificar cambios globales y de los medios técnicos para llevarlos a cabo por sí sola. ¿Cuál es, entonces, el alcance
del cambio socio-comunitario y el papel del psicólogo en él? En el cambio desde arriba el psicólogo comunitario
tiene la función de aconsejar o guiar técnicamente (en aspectos psicosociales y relacionales sobre todo) a los agentes
políticos autorizados; en el cambio desde abajo, más propiamente comunitario, debe promover el empoderamiento
comunitario y el desarrollo de los recursos personales y sociales como medios para alcanzar los fines legítimos de
cambio. Añadamos, sin embargo, que tanto la prevención de problemas como la ayuda a su solución también produ-
cen cambios sociales (psicosociales, mejor) en el bienestar y la auto-estima comunitaria. Y es también defendible que
el conjunto de profesiones y movimientos comunitarios promueva el aumento del sentimiento de pertenencia y la
solidaridad social como discursos y prácticas directamente sociales orientadas a la reconstrucción social en unas
sociedades (y comunidades) en que el individualismo y la marginación están en la base de muchos de los problemas
sociales cuyo abordaje dificultan, por otro lado.
Cambio social: alteración significativa de la estructura, relaciones y dinámicas sociales o de la distribución global de
poder o los fines colectivos
Cambio social participativo: cambio social desde abajo, protagonizado por los sujetos que son agentes y partícipes
del cambio, no sólo objeto de él
El desarrollo humano -fin último de la acción psicológico-comunitaria- es (Sánchez Vidal, 2016) el despliegue deli-
berado de las capacidades personales y colectivas (aquí comunitarias) mediante la interacción personal y la relación
con un entorno material y simbólico que aporta suministros relevantes (y dificultades que el sujeto debe enfrentar efi-
cazmente). En su doble vertiente personal y colectiva, el desarrollo humano tiene tres componentes:
4 La realización del potencial personal, propuesta por la Psicología Humanista en base a la doctrina aristotélica de la
potencia y el acto.
4 La interacción personal positiva -que aporta los nutrientes afectivos, normativos y otros- que alimentan el creci-
miento y los contextos psicosociales (familias, iguales y comunidad), que refuerzan la percepción subjetiva de agen-
cia, conexión con otros y competencia.
4 Los suministros del contexto físico, socio-cultural y político-económico que aportan las condiciones sociales (edu-
cación, salud, seguridad, participación política, etc.) que permiten actualizar las propias capacidades y elegir críti-
camente un modo de vida valioso.
Se asume que el verdadero desarrollo humano es:
4 Integral y concierne a las personas en su conjunto, no a una parte psicológica o función social parcial y determina-
da: cognición, auto-confianza, disponibilidad monetaria, productividad, etc.
4 Busca más el equilibrio entre varias dimensiones –autonomía-vinculación, producción técnica-subjetividad perso-
nal, etc.- que la maximización de una cualquiera de ellas.
4 Está en lo esencial dirigido por el sujeto que elabora un proyecto personal o colectivo de vida cuya realización es
facilitada -o dificultada- por las interacciones personales y los aportes socioculturales y económicos (como el
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poder). Las relaciones y los aportes externos –muy ligados a la intervención social- deben por tanto ser medios al
servicio de unos fines o proyectos definidos por la comunidad o los sujetos para evitar que, en su ausencia, los
aportes externos se conviertan en fines en sí y las personas pasen de ser sujetos del desarrollo a objetos de él.
¿Qué papel tiene el psicólogo en la promoción del desarrollo humano? Primero, estudiar el concepto e identificar
los condicionantes psicológicos, relacionales y sociales; segundo, ayudar a diseñar los entornos psicosociales (y el
tipo de relaciones) que lo fomentan y exigir de la sociedad (y de la acción social general) los suministros colectivos
precisos; y, tercero, orientar a personas y comunidades en la realización de sus opciones y proyectos vitales.
Empoderamiento: adquisición de poder participando en acciones colectivas para controlar recursos o modificar
procesos que permitan alcanzar objetivos comunitarios (o personales)
Modelos
4 Cooperativo. Poder: recurso ilimitado se puede crear/compartir cooperando con otros
4 Conflictivo. Poder: recurso escaso sólo se puede redistribuir tomándolo de los poderosos (unos ganan poder y otros
lo pierden)
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4 De recursos. Poder primero se crea al formar espacios asociativos/sociales (ilimitado, no infinito), después se dis-
tribuye; desarrollo humano depende de equidad de distribución
Componentes
4 Conciencia subjetiva (sentimiento personal de potencia, “concienciación”)
4 Comunicación social: interacción + organización colectiva en torno a objetivos compartidos
4 Acción social o política organizada para obtener recursos valorados o alterar procesos clave
El uso práctico de cada modelo requiere unas ciertas condiciones: el cooperativo sólo será viable en entornos donde
personas y grupos estén dispuestos a colaborar y compartir el poder y no a acapararlo, en cuyo caso el modelo de
conflicto será más apropiado; el modelo de recursos añade la importante etapa de generación del poder que luego se
vaya a redistribuir y conecta el poder social con el desarrollo de las personas.
Para definir el papel del psicólogo en los procesos de empoderamiento comunitario –más claro en los modelos coo-
perativo y de recursos- y sus límites hay que identificar sus tres componentes: a) el sentimiento subjetivo de poder; b)
la comunicación (interacción y organización) entre personas y grupos; c) la acción conjunta para perseguir objetivos
comunes. Las competencias prácticas del psicólogo son más acordes a los dos primeros componentes: trabajo de con-
cienciación; conexión mediante grupos, redes u otros espacios interacción y ayuda a la elaboración de objetivos
comunes y a la organización social. El tercero, la acción social para conseguir el poder es, sin embargo, más comple-
ja y directamente política desbordando con frecuencia tanto las capacidades y conocimientos del psicólogo como su
legitimidad en el ámbito político del gran poder social.
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4 Se basa en el establecimiento de relaciones igualitarias entre partes desiguales (profesionales y comunidad) que, al
promover la confianza y el reconocimiento de la capacidad del otro, permiten la cooperación sinérgica e integrado-
ra. Pero implica, también, importantes cambios en la actitud y el papel de las dos partes: la comunidad, ha de estar
dispuesta a asumir mayor poder e iniciativa (y más responsabilidad); el practicante ha de ser más humilde y respe-
tuoso con la gente (que no puede ser tratada como “pacientes” psiquiátricos o deficientes sociales sino como las
personas potencialmente capaces que son) y ceder –en aras del empoderamiento- parte del poder y estatus propios
de los gremios profesionales.
4 Hace uso de la empatía sociocultural, que combina la capacidad psicológica de sintonizar con el otro con la expe-
riencia de situaciones de pobreza o exclusión (a través de las prácticas y estancias en la comunidad) que habitual-
mente quedan fuera de experiencia vital del profesional de clase media. El ejercicio de la empatía no debe excluir
la capacidad de distanciarse ya que ver las cosas desde fuera es una de las aportaciones clave del profesional para
complementar y corregir la visión -a menudo unilateral y distorsionada- que los miembros de la comunidad tienen
de sus propios asuntos. Cuando –debido a gran la distancia social con la comunidad- la empatía sea inviable con-
viene incorporar mediadores que ayuden descifrar los códigos culturales de la comunidad y las implicaciones
sociales y culturales que las propuestas de acción tendrán para ella.
4 El enfoque comunitario es pro-activo procediendo desde las causas de los problemas para poder prevenirlos y acer-
cando la acción al territorio lo que ayuda a familiarizarse con la vida comunitaria y a anticipar los conflictos. El
enfoque comunitario debe ser, también, flexible tratando de optimizar los recursos existentes, de no duplicar roles
(haciendo algo que otro profesional o agencia comunitaria ya hace) y evitando hacer por la comunidad lo que esta
puede hacer por sí misma.
4 Se sirve de una evaluación y actuación global y contextual, de modo que los datos y sucesos se interpretan y cobran
sentido no tanto en relación a variables abstractas como a factores relevantes de la situación, el contexto y el
momento concretos en que se evalúa o actúa.
4 Tiene una perspectiva temporal de medio y largo plazo, tanto más adecuada a los problemas y asuntos psicosocia-
les cuanto que estos: tengan raíces culturales (y hayan “cristalizado” en el período de socialización personal);
supongan ganancias secundarias (como la evitación de responsabilidades o el disfrute de ayudas económicas); o
estén entrelazados con el ejercicio de roles o relaciones socialmente normalizadas y legitimadas con lo que modifi-
car el asunto X no sólo exige cambios en los actores implicados sino, también, en la legitimidad social de los roles,
normas y relaciones involucrados.
El reconocimiento de factores que mantienen los problemas y situaciones sociales, dibuja un perfil distinto de la
intervención psicológico-comunitaria: se trata más de un esfuerzo para reorientar comportamientos, relaciones y pro-
cesos en la dirección que favorezca la eliminación o reducción de un problema y el logro de un objetivo que de una
acción técnica quirúrgica que erradicará por sí sola el problema o logrará el objetivo. Y que, al tratarse de un esfuerzo
cooperativo, el psicólogo debe asegurarse de que la intervención está ligada a verdaderos problemas o aspiraciones
de la comunidad lo que garantiza la motivación y participación de la gente y la continuidad temporal del proceso
cuando los profesionales (y las instituciones que los apoyan) cesen su actuación directa.
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rios morales y políticos. Antes de abordar en los apartados que siguen los aspectos técnicos y estratégicos de la ISC,
enuncio algunas cuestiones previas y generales (como la tensión entre la intervención y lo comunitario citada) ligadas
a la dimensión valorativa, evitando discutirlas a fondo, pero sugiriendo algunas soluciones. Otras cuestiones valorati-
vas más concretas serán planteadas y discutidas en la Ficha 2.
La primera cuestión, ya tratada brevemente en otro formato, es la contradicción entre los fines de autonomía y desa-
rrollo humano perseguidos por la actuación comunitaria y los medios –la intervención externa- usados para alcanzar-
los. Esa contradicción se puede salvar siempre que, como se indicó, la intervención incluya el fomento de recursos y
capacidades humanas, la participación activa de la gente y el respeto los valores y fines de la comunidad. Pero habrá,
quede claro, formas de actuación social que, al excluir tales condiciones, no tendrán carácter comunitario, ni contri-
buirán de entrada al desarrollo humano buscado por la ISC.
Dos cuestiones adicionales son la legitimidad y autoridad del psicólogo. La primera concierne a la justificación de la
intervención externa y la legitimidad del profesional para interferir en las relaciones y equilibrios sociales (de la comu-
nidad en nuestro caso) y en las opciones y relaciones personales; para que la intervención sea legítima hay que ase-
gurarse de la necesidad de actuar en beneficio de la comunidad complementando las capacidades existentes y
trabajar con la doble perspectiva de resolver problemas -o lograr objetivos- concretos desarrollando a la vez los recur-
sos personales y colectivos para afrontar los unos y lograr los otros en el futuro. El psicólogo que goza, por otra parte,
de una autoridad técnica (conocimientos y habilidades) para actuar eficazmente, debe ser consciente de que existe al
menos otra autoridad -la política derivada del mandato democrático- que le es ajena. Aún podemos mencionar dos
cuestiones más que afectan seriamente a la validez social y moral de la ISC general. Primera, la racionalidad científi-
co-técnica (usamos principios científicos que permiten predecir los efectos de las acciones), cuestionada por la fre-
cuencia de efectos secundarios indeseados y por la presencia de otras lógicas no racionales (o al menos ajenas a la
racionalidad científico-técnica) como la política, que deben ser tenidas en cuenta por los profesionales. Segunda, los
riesgos de la subjetividad psicosocial del interventor (persona o equipo), sobre todo de su intencionalidad que, aun-
que tenga una motivación benigna (deseo de ayudar y mejorar la comunidad), puede llevar al paternalismo y la asfi-
xia de la autonomía y capacidad de la comunidad en vez de a su desarrollo.
Ciclo continuo retroalimentado: se investiga intervención social para obtener conocimiento utilizable + se actúa en
base a conocimiento obtenido
Participativa
Aprendizaje reflexivo (en primera persona)
Centrada en problemas prácticos
Orientada a cambio/emancipación colectiva
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En el ámbito educativo adquiere la forma de “comunidades de aprendizaje” que gestionan en común la búsqueda e
incorporación de información en base a los propios intereses (similar al aprendizaje experiencial de Dewey). En Amé-
rica Latina se ha desarrollado una versión radical de la investigación-acción (llamada investigación-acción participati-
va) basada en el saber popular más que en el conocimiento positivista y en la “inserción militante” del
investigador-actor en la comunidad. Con las mismas fortalezas y debilidades de su matriz originaria, la investigación-
acción participativa es una variante atractiva y genuinamente comunitaria del aprendizaje y la acción auto-gestionada
que puede ser muy útil con la colaboración profesional. Consagrada -en las variantes menos extremas- como método
distintivo de la Psicología Comunitaria del subcontinente, se ha convertido a menudo en un activismo acrítico vestido
de práctica “científica”: produce mucha acción y poca o ninguna investigación (un vicio simétrico al achacado a la
investigación objetivista al uso: estudios triviales que ni producen conocimiento utilizable ni cambios sociales).
Negociación a tres bandas con grupos nominales. Delbecq, Van de Ven y Gustafson (1984) han propuesto un inte-
resante proceso de programación organizativa y comunitaria basado en la negociación entre tres actores básicos
(comunidad, expertos profesionales políticos) que corresponden, respectivamente, a los afectados por los problemas,
los expertos en las soluciones y los agentes públicos y privados que poseen los recursos para hacer efectivas las solu-
ciones. El proceso tiene cinco fases en que las tres partes y sus representantes van informando de forma pautada sobre
los problemas y sus soluciones discutiendo y negociando conjuntamente la forma en que esas son pertinentes y via-
bles. Se les llama “grupos nominales” porque, al estar formados por pocas personas, estas se pueden relacionar por su
nombre. Veamos las etapas del proceso.
1. Exploración de problemas: Se reúne a los representantes de la comunidad o colectivo dividiéndolos, si son muchos,
en grupos de 6 a 10 personas y formulándoles una pregunta clara (como, “cuáles son los problemas más importan-
tes del barrio”) que cada uno contesta con una lista; se ponen en común y explican los ítems de cada lista, agru-
pándolos, eliminando duplicidades y elaborando una lista final formada por los ítems votados como más
importantes; el grupo elige también a sus representantes para las siguientes fases.
2. Explorando soluciones. Representantes de profesionales y expertos en los temas surgidos identifican los elementos
críticos de las soluciones a los ítems problemáticos principales en la fase anterior y, si los expertos son muchos, eli-
gen representantes para las siguientes fases.
3. Priorización: los representantes de la comunidad y los expertos explican a los políticos y patrocinadores privados
los acuerdos sobre problemática y soluciones producidos en las fases anteriores; se establecen las prioridades nego-
ciando las discrepancias entre los tres grupos para alcanzar un consenso aceptable para todas las partes.
4. Los expertos diseñan un programa de actuación que tenga en cuenta los problemas señalados como prioritarios y
las soluciones identificadas para su solución en vista de los recursos disponibles (y los límites marcadas por políti-
cos y patrocinadores).
5. Los representantes de las tres partes –comunidad, expertos, proveedores de recursos- evalúan el programa diseñado
para ver si encaja en lo indicado por cada una negociando e introduciendo los ajustes y cambios precisos para que
responda a las necesidades básicas de la comunidad, las soluciones diseñadas por los expertos y los límites marca-
dos por los patrocinadores.
Se trata, como se ve, de un procedimiento relativamente sencillo y pautado que debe acabar produciendo progra-
mas de actuación pactados y viables; requiere, eso sí una mínima disposición al diálogo y la negociación que pueden
faltar en situaciones de fuerte conflicto o gran polarización social.
Estrategia de aproximación y consenso. Caplan (1979) describe un proceso interventivo que prima la relación y el
acercamiento a la comunidad desde los cuáles –y partiendo de ciertos principios- se va elaborando el contenido del
programa. Consta de las tres fases siguientes.
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1. El inicio de la actividad –previo a la intervención en sí- diferirá según exista, o no, una demanda. En el caso más
favorable (hay una demanda comunitaria), el interventor debe realizar tres tareas:
4 recoger la información preliminar precisa para diseñar y realizar la intervención
4 obtener la valoración de líderes y actores comunitarios relevantes sobre la información recogida así como su acti-
tud y expectativas sobre los cambios previstos
4 recabar la visión de la comunidad sobre los problemas y acciones previstas y el grado de compromiso con esas
acciones.
Al final el interventor debe decidir si se acepta o no la demanda. El proceso se complica si no existe una deman-
da comunitaria (o un encargo institucional). En ese caso se debe comenzar con los actores o grupos más interesa-
dos o concienciados en el tema a abordar tratando de convencer a otros grupos o actores (sin “vender” el
producto) sobre la conveniencia de la acción y visitando a los líderes formales e informales.
2. Confección del programa de forma gradual: no se trata de crear un esquema fijo y acabado, sino una estrategia de
aproximaciones sucesivas a un plan que siga unos principios estratégicos generales de acción e implique a la
comunidad y a los líderes y profesionales sondeados en la fase anterior. Se traza así un plan en cada fase según la
situación y los principios generales progresando al ritmo marcado por la comunidad, buscando la aprobación de
los líderes y grupos comunitarios, y aprovechando el “oportunismo estratégico” (buscando efectos parciales o
momentáneos visibles que animen la participación de la comunidad) y creando una buena reputación profesional.
Inicio: recogida info preliminar (problemas y soluciones aproximadas) y valoración de actores comunitarios (sin
demanda: crear conciencia de problema e interés en el cambio)
Elaborar aproximaciones sucesivas a programa que implique a comunidad (y siga principios estratégicos básicos);
progresar al ritmo de comunidad
Construir relaciones y establecer reputación profesional
Mantener el programa
3. El establecimiento de relaciones y la creación de reputación son aspectos esenciales para iniciar y realizar con
éxito cualquier programa. Es conveniente que el interventor contacte y mantenga relaciones tanto con los líderes
comunitarios y directores de servicios básicos de la comunidad como con los trabajadores de base y la gente; y que
mediante el contacto cotidiano se “gane” el papel -que nominalmente le reconoce su título académico- y la con-
fianza y el respeto de la comunidad a la que debe mostrar su competencia profesional e interés genuino por su bie-
nestar.
4. El mantenimiento del programa, una vez acabada la actividad interventiva formal, requiere mantener algún contac-
to continuo con instituciones y grupos comunitarios; sostener “relaciones públicas” para divulgar entre la sociedad
y los expertos los programas realizados y coordinarse con los servicios (sociales, de salud, etc.) locales.
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1. Definición del problema y contacto con la comunidad. Esta fase debe establecer el objeto (problema y destinatario)
de la intervención. Primero hay que identificar y definir, con la mayor claridad posible, el problema –o interés posi-
tivo- que la motiva. El problema o aspiración identificado debe ser relevante para la comunidad o una parte signifi-
cativa (en sentido numérico o moral; por sufrir, por ejemplo, marginación o injusticia) de ella para asegurar su
participación en el proceso. La situación estratégica más favorable es aquélla en que la intervención responde a un
demanda comunitaria (lo que implica conciencia del problema –o aspiración positiva- y motivación para actuar).
La estrategia sugerida por Caplan puede ser muy útil ante un encargo institucional (que, aunque asegure los medios
de actuación, puede no interesar a la comunidad que le dará la espalda). Si -tercera posibilidad- la intervención es
una iniciativa profesional habrá que asegurar tanto la motivación de la comunidad para participar en ella como el
visto bueno de las instituciones que deben aportar los medios precisos.
Una tarea adicional es identificar para quién es la intervención, quién es su destinatario específico: un territorio, un
grupo o sector social problemático, una asociación movilizada, una entidad interesada, dos grupos en conflicto,
etc. La elección del destinatario no puede depender sólo de criterios socio-técnicos (como la necesidad, la capaci-
dad, el conflicto real o posible, etc.) sino también de valores morales (que subyacen de todos modos a esos crite-
rios). Así, si se prima el bienestar, el destinatario será la comunidad en su conjunto pero si se considera más
relevante la justicia social, el destinatario serán las minorías más débiles o maltratadas. ¿Cuál es la opción óptima?
Aquélla que combine el criterio utilitarista cuantitativo (el mayor bien para el mayor número de personas) con el
criterio moral de justicia (favorecer al más débil). ¿Y la mejor situación estratégica? Aquélla en que un actor A hace
una demanda de actuación en un tema que le concierne estando dispuesto a trabajar en él. El “pronóstico” es, en
cambio, peor cuando A hace una demanda para intervenir sobre otro actor B (que no ha hecho demanda alguna y
al que A culpa del problema tratado). En ese caso cabe sospechar que existe un conflicto entre A y B en que el pri-
mero o bien externaliza intencionalmente la responsabilidad o bien carece de conciencia del problema o del bene-
ficio que podría lograr implicándose directamente en la intervención.
2. La evaluación inicial es un proceso dual, técnico y relacional. La parte técnica se ocupa de evaluar el asunto de
interés X identificado en la fase anterior junto a las necesidades y recursos de la comunidad y la actitud de la gente
sobre el asunto y su motivación para implicarse en los cambios previstos: no sólo debemos evaluar problemas o
necesidades sino, también, actitudes y recursos positivos utilizables. El primer paso es un análisis de las dimensio-
nes o aspectos de X cuyo valor cualitativo o cuantitativo compararemos con el posterior a la intervención; eso nos
dará la medida del efecto positivo (o negativo) de esa. Se aconseja usar primero la información ya existente (en
estadísticas, censos o estudios previos) identificando luego la información a recoger teniendo en cuenta la visión
(en general divergente pero complementaria) de los actores sociales básicos (afectados, profesionales, entorno
social) en las dimensiones relevantes identificadas en el asunto X que suelen ser complementarias pero divergentes.
La evaluación comunitaria combina usualmente tres estrategias de recogida de información: la observación, los
métodos verbales y los registros e indicadores sociales. La observación del territorio, el entorno construido y la vida
social de la comunidad da una visión global de ésta aportando los datos contextuales (e hipótesis iniciales) que per-
miten interpretar e integrar el resto de datos. Los datos estadísticos e históricos aportan un marco suplementario
para contextualizar la comunidad y el tema de interés. Interesan, por ejemplo, las tasas de atención del problema si
este es reconocido social y profesionalmente (nos informan sobre el número y características de los que demandan
ayuda y usan los servicios) y los indicadores sociales de las dimensiones básicas del contexto social. La historia per-
mite entender lo que está sucediendo en la comunidad a la luz del pasado y como fruto de la acción de fuerzas y
actores sociales. Destaquemos que, al no precisar de la interacción personal, la observación y los datos socio-histó-
ricos previos no distorsionan el tema a evaluar.
Los métodos verbales (preguntas y cuestionarios), en cambio, implican una interacción que, al introducir sesgos subje-
tivos, distorsionan la información. Las entrevistas a informantes clave individuales aportan una información inicial
valiosa de la comunidad o el tema de interés, que puede ser ampliada con los grupos focales (como los grupos nomi-
nales citados) en que se puede observar la interacción e iniciar la movilización comunitaria. Los sesgos propios de
estos métodos pueden ser compensados incluyendo representantes de los distintos grupos de interés. Los cuestionarios
y encuestas aportan información extensiva (con frecuencia numérica) sobre temas que deben ser “traducidos” a pre-
guntas claras que los encuestados puedan entender y responder; aunque son más caros y complejos que otros méto-
dos suministran unos datos globales y representativos que facilitan la planificación y toma de decisiones.
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El parte socio-relacional de la evaluación (ya reconocida por Caplan) es paralela a la recogida de información y se
puede solapar con la fase anterior y la siguiente. Además de la entrada en la comunidad (ya comentada) incluye el
proceso de negociación del contrato (ver Ficha 2) que se extiende desde la decisión del interventor de aceptar o no
el trabajo (si no corresponde a sus competencias y capacidades) a la identificación del destinatario, el estableci-
miento de unos objetivos interventivos acordados con la comunidad (ver punto 3) y un acuerdo básico sobre el
papel que corresponde a cada parte (interventor y comunidad) el tipo de relación que mantendrán.
3. Diseño y planificación. Una vez definidos el problema y el destinatario, evaluada la situación, aceptado el encargo
o demanda y acordados los fines, es preciso crear un programa (un conjunto de acciones coordinadas) para alcan-
zar esos fines. El interventor debe realizar en esta fase –el corazón del proceso- tres tareas básicas.
4 Seleccionar, en base a la evaluación participativa realizada, unos objetivos pertinentes (de forma que alcanzarlos
suponga un cambio significativo para la comunidad en el asunto X), concretos y realistas. Conviene ordenar los
objetivos más a menos importante para priorizar las acciones cuando los medios son escasos o resultan contra-
dictorias para alcanzar uno u otro objetivo. Puede ser útil desglosar los objetivos generales en otros más específi-
cos o sectoriales u ordenarlos temporalmente (objetivos a corto, medio y largo plazo) si resulta más intuitivo.
4 Identificar los componentes del programa (su contenido): las acciones a realizar para alcanzar los objetivos y los
medios (económicos, personal y otros) precisos para realizar las acciones.
4 Establecer un calendario –y a menudo un presupuesto- siquiera aproximados, para realizar las acciones y alcanzar
los objetivos; eso permite saber de antemano qué medios serán precisos en cada momento y observar el grado de
cumplimiento de los objetivos parciales o temporales.
4. Realización de la intervención, “fase” no previsible que puede exigir revisiones de lo planeado y adaptación a las
novedades ligadas a las dinámicas comunitarias, la mayor o menor “resistencia” de problemas y actores, los fallos
estratégicos o la sobrevaloración de recursos técnicos o humanos. El interventor debe estar preparado para respon-
der las cuestiones estratégicas o de viabilidad que examino en el apartado siguiente estableciendo, en cualquier
caso, mecanismos de seguimiento o evaluación procesal (reuniones o recogida periódica de información crítica,
contacto con representantes de la comunidad y los trabajadores “de base”, etc.) que permitan detectar los fallos o
problemas o desviaciones de lo previsto e introducir los cambios precisos.
5. Terminación y evaluación de los resultados del programa en tres áreas su eficacia (el grado de cumplimiento de los
objetivos planteados), la satisfacción subjetiva de los usuarios y el impacto -o utilidad social- global del programa
en la comunidad (incluyendo los efectos negativos). La evaluación final consiste, en esencia, en comparar los facto-
res y variables medidos inicialmente con su situación tras la intervención. Dado, sin embargo, que algunos efectos
pueden tardar en manifestarse conviene hacer un seguimiento (digamos 3 y 6 meses o un año tras el final) para
confirmar o corregir la evaluación y establecer la tendencia real de los efectos. El seguimiento es también ser útil
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para mantener el contacto con las asociaciones o profesionales locales (que deben sostener el programa o una
parte importante de él cuando los interventores formales se van) y apoyar los esfuerzos de aquellos. La promoción
y apoyo al liderazgo local a lo largo de la intervención es también útil para alentar el empoderamiento comunitario
y la continuidad del programa.
El acceso a la comunidad (en ausencia de demanda explícita) y el mantenimiento del programa son temas ya “resuel-
tos” en las fases de definición del problema y terminación anteriores y en la estrategia de Caplan. La resistencia más o
menos pasiva a las acciones planteadas (o a cualquier iniciativa externa) es otra cuestión estratégica relevante y frecuente
en la ISC ¿Cómo superar las resistencias de ciertos sectores? Ignorar o despreciar la oposición es, probablemente, la peor
opción: generará automáticamente resistencia pasiva y torpedeo de las acciones por parte de esos sectores. El practicante
debe, por tanto, identificar a los grupos e intereses contrarios y escuchar sus puntos de vista y las razones para oponerse,
reconociéndolos como interlocutores, explicándoles la lógica y beneficios de las acciones a realizar y tratando de que
participen o, al menos, no interfieran con el programa y reduzcan su oposición al mínimo. Si la persuasión no funciona,
existen dos opciones 1) que partidistas y opositores negocien con la intermediación del practicante (lo más aconsejable si
el número o las razones de los segundos son significativos); 2 ignorar a los opositores si numérica o argumentalmente son
insignificantes… con lo que habremos, probablemente ganado una oposición recalcitrante. Si, en último extremo, peligra
una intervención claramente beneficiosa para lo comunidad o para sus sectores más necesitados, habrá que denunciar
abiertamente los argumento o actuación de los opositores/resistentes, contando, claro es, con la colaboración de los gru-
pos favorables o del conjunto de la comunidad.
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que aborda el practicante. Y aunque su esencia es un catálogo de funciones (lo qué se hace), el papel es el núcleo de
la identidad psicosocial del practicante (lo qué es) ejerciendo por lo tanto una gran influencia sobre la auto-estima del
gremio profesional y el practicante concreto y estando todo ello (función, identidad y auto-estima) estrechamente vin-
culado al desempeño real del papel en unas condiciones sociales y laborales dadas. De otro modo: las funciones
habitualmente desempeñadas (en respuesta a ciertos retos sociales y profesionales) forma el contenido técnico de un
papel cuyo desempeño concierne a la realización de esas funciones en un contexto y bajo unas condiciones psicoso-
ciales dadas que facilitan o dificultan ese desempeño.
A pesar de que la Psicología Comunitaria un campo eminentemente práctico, ha prestado escasa atención al papel
psicológico-comunitario, atención que, limitándose en general a asignarle funciones genéricas (activación, cataliza-
ción, agente de cambio, etc.), ha ignorado la complejidad real de sus contenidos funcionales y la dificultad de su
desempeño. Tampoco se ha discutido como merecería si ese rol tiene un carácter específicamente psicológico o se
trata de un papel globalmente psicosocial (asumible, por tanto, por otras profesiones) o incluso si, como defienden
algunos, el papel puede ser también desempeñado por no profesionales capacitados de la propia comunidad recono-
cida como agente último de cambio. Resumo, primero, las características y dimensiones del papel psicológico-comu-
nitario, identifico después 7 funciones básicas que debe asumir –e integrar- el psicólogo comunitario y apunto varias
dificultades y conflictos inherentes a él.
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defender por sí mismos sus intereses contando con ayuda técnica externa; el objetivo último es aquí el empodera-
miento.
4 Desarrollo de recursos personales y comunitarios: de ayuda, la solidaridad o el conocimiento, fomento del asocia-
cionismo, etc.
Papel: respuesta técnica a demandas funcionales recurrentes; puente teoría-práctica; parte de teoría y método
aplicable
Contenido: qué hace el practicante (funciones)
Desempeño: cómo realiza funciones en un contexto/situación dados
Papel psicológico-comunitario: diferente de clínico-individual, en evolución, complejo heterogéneo,
generalista/flexible
Funciones: análisis/evaluación situaciones, problemas y recursos; diseño y organización de programas; educación y
consulta; mediación; abogacía social; dinamización y organización comunitaria; desarrollo de capacidades
humanas y recursos sociales
Problemas de desempeño: anomia práctica y vaguedad de mandato; integración de funciones; conflictos internos y
externos de rol; conflictos éticos asociados a utopismo, politización, etc.
Estas funciones no son, como se ve, independientes, sino que se solapan; el desarrollo de recursos (desarrollo huma-
no) y la organización y dinamización para el empoderamiento son los más específicamente comunitarios, siendo el
resto funciones compartidas con otras formas de intervención social. Y la dinamización y activación social, el desarro-
llo de recursos humanos, la creación de la conciencia de que el cambio es posible y el empoderamiento, serían las
funciones más psicológicas o, al menos, psicosociales, del desempeño socio-comunitario. La amplitud, variedad y
dificultad de las funciones a desempeñar plantea a menudo problemas de integración que reclaman métodos y dispo-
sitivos integradores como los equipos multi-disciplinares, la supervisión o la discusión continua y coordinada de
casos. La sólida formación metodológica del psicólogo le hace especialmente apto para la evaluación de situaciones y
programas que son, en todo caso, funciones multiprofesionales. La evaluación y el diseño y realización de programas
son, por otro lado, funciones trasversales “obligatorias” (se dan en todas las intervenciones); y aun cuando la media-
ción, la abogacía social, la dinamización y organización comunitaria y el desarrollo de recursos son funciones muy
comunes (de algún modo trasversales) a las intervenciones, se suele primar una de ellas como eje vertebrador de la
intervención concreta. La elección de una de esas opciones marca, entonces, la estrategia técnica general y el conte-
nido del rol profesional asociado.
Ya se ha indicado que la vaguedad general del mandato, la complejidad de las situaciones encaradas y la existencia
de muchos actores con valores e intereses diferentes dificultan el desempeño de rol creando una variedad de proble-
mas que muchas veces pueden resumirse a conflictos de valores (ver Ficha 2). Una dificultad general causada por la
vaguedad e indefinición del papel psicológico-comunitario es la anomia (carencia o insuficiencia de valores y normas
de conducta) práctica que los profesionales tratan de resolver adoptando unas pautas deontológicas clínicas que, si
bien reducen su incertidumbre, son insuficientes o inapropiadas para el trabajo comunitario. También la intensa politi-
zación de algunos sectores socio-comunitarios que –ante la falta de consenso universal al respecto- plantea agudos
problemas tanto de principio (el practicante carece de legitimidad y autoridad política) como de ejecución (su forma-
ción y pericia técnica no le capacitan para actuar en ese terreno). La polémica está servida: mientras unos defienden
la toma de postura social o política (el compromiso partidista), otros abogan por la intermediación imparcial que per-
mita trabajar con todos los grupos comunitarios. Otros problemas del desempeño del rol aparecen como cuestiones
éticas (ver Ficha 2) muy vinculadas a los conflictos y dificultades del rol psicológico-comunitario.
REFERENCIAS
Caplan, G. (1979). Principios de psiquiatría preventiva. Buenos Aires: Paidós. (Original, Principles of preventive psy-
chiatry. Nueva York: Basic Books, 1964).
Delbecq, A. L., Van de Ven, P. y Gustafson, D. H. (1984). Técnicas grupales para la planeación. México: Trillas.
Goodstein, L. y Sandler, I. (1978). Using psychology to promote human welfare: A conceptual analysis of the role of
Community Psychology. American Psychologist, 33, 882-892.
Lewin, K. (1946). Action research and minority problems. Journal of Social Issues, 2, 34-36. [Reimpresión española, en
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Ficha 1.
Participación comunitaria: Condiciones y reglas
Participar es tomar parte en una acción o proceso para adquirir los recursos materiales y psicosociales (poder, auto-
confianza, cohesión grupal, capacidad estratégica, etc.) que permitan alcanzar objetivos que la comunidad considera
valiosos. La participación tiene, pues, un doble fin: 1) empoderar a los que participan; 2) alcanzar objetivos comparti-
dos mediante el empoderamiento personal y el control de los recursos sociales necesarios. Empoderamiento y partici-
pación encarnan la dimensión política de la intervención comunitaria: el primero como fin (intermedio), la segunda
como método. La participación es, por lo tanto, un medio para el empoderamiento y, en última instancia, para el
desarrollo humano (ver artículo principal). Y también una exigencia procedimental de lo comunitario: sin participa-
ción no hay acción propiamente comunitaria. Al reconocer la condición de la comunidad de agente y protagonista de
su propio cambio, la participación legitima moral y socialmente la intervención comunitaria que no puede ser un
mero ejercicio técnico o paternalista en que un interventor profesional o político toman decisiones –y actúan- en base
a lo que ellos consideran mejor para la comunidad pero sin contar con ella.
Pero “participación” es un término que todo lo avala y ampara: mientras la acción social lo convierte en artículo de
fe místico, la práctica social y política lo trivializa hasta vaciarlo de sentido. Debemos por tanto reconocer que el
valor y significado de la participación depende de tres factores.
4 El alcance social de la actividad en que se participa y el grado en que las acciones y sus consecuencias afectan a la
estructura de poder y los procesos de toma de decisiones en áreas comunitarias básicas. No es lo mismo “partici-
par” en una fiesta para inaugurar algo (decidido y realizado por “la administración”) que tener un voto significativo
al planificar el barrio.
4 El significado subjetivo que el proceso tiene para los grupos comunitarios: una comunidad puede tener serios pro-
blemas objetivos (agua potable, narcopisos, etc.) pero los vecinos desean un polideportivo o una fiesta simbólica.
La lógica “objetiva” externa (implícita en el criterio anterior) no siempre coincide con los deseos y aspiraciones sub-
jetivas de la comunidad (y tampoco son siempre estas aspiraciones unánimes ni homogéneas).
4 La eficacia final de la intervención, los resultados efectivamente logrados en términos de los objetivos elegidos por
la comunidad (que pueden diferir de los de los profesionales externos).
Los mayores problemas prácticos de la participación tienen que ver con el primer y tercer factor: la participación se
limita a actividades marginales, meramente lúdicas o a rematar proyectos decididos (y realizados) por otros (lo que
desemboca en el desinterés de la gente por cualquier proceso participativo) o se crean unas expectativas iniciales irre-
ales que tras los consiguientes esfuerzos no producen los resultados anunciados. El valor de la participación reside en
su capacidad de facilitar el cambio social haciendo a los sujetos parte de él, en vez de meros espectadores: si quieres
que la gente favorezca un cambio, implícala en él. Su potencial es bidireccional: si se plantea correctamente y funcio-
na, no sólo es capaz de crear dinámicas y cambios sociales positivos sino, también, de transformar a las personas en
sujetos agentes y potentes (“empoderados”). Y ahí radica, precisamente, la fortaleza del enfoque comunitario: permite
realizar cambios sociales y personales que, con un enfoque tecnocrático, conflictivo o impositivo son imposibles
(además de indeseables).
SIGNIFICADO Y VARIANTES
La participación es una constante que, en las sociedades democráticas toma distintas formas: los ciudadanos eligen a
sus representantes municipales o parlamentarios, los trabajadores a los suyos en los comités de empresa; los padres
participan en las Asociaciones de Padres y Madres de Alumnos de las escuelas (AMPAS). Mucho menos frecuente es,
sin embargo, que la voz de esos grupos tenga un peso significativo en las decisiones y procesos esenciales de la vida
personal y comunitaria, no en actividades secundarias que mantienen una apariencia de participación sin consecuen-
cias reales y cambios sustanciales. Esa trivialización es, como he señalado, una de las claves del significado de la par-
ticipación comunitaria.
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Participación activa y pasiva. Podemos distinguir varios tipos de participación según el ámbito y el punto de vista:
activa y pasiva, espontánea u organizada, desde arriba o desde abajo. Aunque se suele ver la participación como un
proceso activo en que se hace algo a favor o en contra de una propuesta (recoger fondos, manifestarse, participar en
una asamblea o debate, etc.) no se pueden olvidar las formas pasivas de participar de las “mayorías silenciosas” no
movilizadas o implicadas acciones llamativas y disruptivas (a menudo pensadas para los medios de masas) típicas del
activismo minoritario. La distinción tiene sentido porque no es infrecuente que el activista comunitario se queje de
una pasividad colectiva que puede sin embargo, ser una manera de participar distinta de la que aquél desea o espera
(o reflejar un desacuerdo con sus planteamientos).
Participación “desde abajo” y “desde arriba”. Se tiende a pensar que la participación comunitaria es espontánea –
“surge” de abajo- distinguiéndose así de la participación organizada desde arriba por una institución u organización.
Pero esa distinción es relativa radicando más en el origen (comunitario o institucional) del impulso participativo que
en el proceso en sí. Lo cierto es que las dos formas de participación se necesitan y complementan mutuamente. Las
iniciativas espontáneas, fruto de la emoción, tienen poco recorrido sin no son sostenidas por alguna forma de organi-
zación que aporte la continuidad y el significado ideológico precisos para que el proceso participativo sea eficaz y
alcance sus objetivos; la creación de reglas y canales organizativos o institucionales de participación será letra muerta
si no está conectada a un interés (ya existente o por aflorar) real de la comunidad.
La organización es tan necesaria en cualquier forma de participación social que aspire a producir cambios sustancia-
les como la implicación popular, de modo que las iniciativas de la gente cuenten con el apoyo de las instituciones y
que estas recojan en sus proyectos y políticas las necesidades y aspiraciones de las comunidades. El componente ins-
titucional (y el organizativo) es vital para vehicular la participación social mediante estructuras (AMPAs en las escue-
las, consejos sociales y comités de empresa en organizaciones) que animen y encaucen la participación sectorial. La
participación es por tanto organizada en dos sentidos: 1) existen instancias que canalizan la participación cuyo titular
(partidos políticos, comités, consejos u otros) es colectivo no individual; 2) se orienta hacia unos objetivos (mejorar el
barrio, obtener un servicio, responder a una demanda colectiva…) que vertebran el proceso dándole sentido y conti-
nuidad. Esos objetivos pueden, sin embargo, estar ausentes en la participación más informal o espontánea.
Niveles. La participación puede darse en distintos niveles de que van desde el más alto y complejo, el socio-político,
al más bajo, los individuos y pequeños grupos. En el nivel comunitario, intermedio, las iniciativas locales conviven
con las instituciones públicas más o menos descentralizadas y con las organizaciones privadas y del tercer sector que
tienen una estructura y objetivos propios (que no tienen por qué coincidir con los de la comunidad). Una tarea rele-
vante del interventor comunitario será, por tanto, ayudar a articular las aspiraciones y objetivos de la comunidad en
ese contexto socio-institucional alentando la organización, fomentando el liderazgo local y apoyando y, en su caso,
conectando asociaciones y grupos comunitarios con las instituciones y organizaciones preexistentes.
ACTITUDES
Plantear los procesos y actividades sociales y profesionales en la perspectiva participativa requiere, por otro lado,
cambios de posicionamiento y actitud en los tres actores básicos implicados. Profesionales y políticos han de estar
dispuestos a compartir su poder y a cooperar entre sí y con la comunidad y sus representantes sin renunciar a sus res-
pectivos papeles (que deben en todo caso ser adaptados a las demandas de la colaboración). El político debe abando-
nar la concepción patrimonial del cargo (el poder es “mío”) y la “necesidad” de controlar a los actores comunitarios,
entendiendo que ejerce un poder delegado por la comunidad; la participación supone así una profundización real de
la democracia.
También el profesional debe compartir su poder que no es aquí político sino técnico (basado en conocimientos y
habilidades) abriéndose a cooperar con la comunidad (y con otros profesionales), evitando el paternalismo o el trato
condescendiente y reconociendo el saber y capacidad de la gente. No debe ver la intervención como un proceso de
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aplicación de unas técnicas sino como un camino a la vez pautado y por construir junto a la comunidad. Y esta, la
gente, debe superar la cómoda posición de espectador apático y estar dispuesta a tener un papel más activo asumien-
do su cuota de responsabilidad en los asuntos comunes. Eso será más fácil en la medida en que existan problemas o
aspiraciones relevantes compartidos y el deseo colectivo de mejorar la vida en común, todo lo cual favorece las siner-
gias cooperativas. Y será más difícil en climas sociales de división o egoísmo auto-interesado en cada uno va a la suya
y se resiste a empatizar con otros y cooperar con ellos en la solución de los problemas y el logro de las aspiraciones
no reconocidas como comunes.
Complejidad administrativa y participación institucional. No todas las actividades y procesos son igualmente accesi-
bles a la participación. Mientras que ciertos asuntos ligados a necesidades e intereses básicos y concretos de la gente
se prestan más al abordaje participativo (una acción, servicio o necesidad dados), otros pueden resultar demasiado
áridos o complejos para implicar a la gente: reformas administrativas, presupuestos, etc. Aunque en esos casos puede
ser útil simplificar los temas resaltando los aspectos más interesantes y relevantes en un lenguaje accesible, no siem-
pre es eso posible, y casi nunca fácil. De modo que facilitar la participación puede exigir con frecuencia cambiar los
procesos organizativos o administrativos (en los servicios de salud, sociales, educación, urbanismo, etc.), que rara-
mente están pensados para que los ciudadanos los entiendan, valoren y, aun menos, sean parte de ellos. Aun así esta-
mos asumiendo que las instituciones (y organizaciones) son permeables a la participación y funcionan: si no es así
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(debido al autoritarismo, la inercia, la burocratización, el clientelismo, o lo que sea), la participación social organiza-
da no pasará de ser una un ritual metodológico vacío. Tampoco podemos olvidar que, puesto que la participación
reclama una cierta actitud personal y profesional, repensar las instituciones y los procesos organizativos para facilitar-
la requerirá formar al personal al respecto.
Conjugando participación y eficacia. Participación y eficacia siguen a menudo lógicas enfrentadas en la intervención
comunitaria. La participación tiene una serie de exigencias (tiempo, esfuerzo, repensar los procesos y las actitudes, etc.)
que, vistas desde las óptica meramente técnica, pueden reducir la eficacia a corto plazo. Sólo en una perspectiva amplia y
procesal en que la participación es vista como una forma de implicar a la gente en el cambio social y político a la vez que
como un vehículo de desarrollo personal, tiene sentido el “extra” de esfuerzo profesional, (y político) exigido. Pero la solu-
ción al dilema participación-eficacia no es el sacrificio sino la transacción: puesto que, como hemos visto, la eficacia es
una de las condiciones básicas para la viabilidad de la participación, hay que conjugar la una y la otra de modo que la
intervención combine la participación de la gente con la eficacia de la acción y su utilidad para la comunidad.
PRINCIPIOS Y RECOMENDACIONES
Recapitulo las reglas y recomendaciones operativas básicas de la participación comunitaria que, como es natural, el
practicante debe aplicar a la luz de su propia ideología interventiva y, sobre todo, del contexto comunitario concreto en
que se utilizan.
Actitud, técnica y expectativas. La participación exige, como se ha dicho, una actitud positiva que permita crear un
clima inicial favorable a la colaboración. El psicólogo debe, en consecuencia, mostrar un talante respetuoso y defe-
rente y estar dispuesto a compartir su poder técnico y a cooperar con la comunidad, cediendo a ésta protagonismo e
iniciativa y adaptando su papel (que ha de ser más flexible y dialogante que el habitual). Pero la intención inicial
positiva no basta; para que la participación funcione el practicante debe añadir dos condiciones adicionales: 1) la
pericia técnica que le capacite para usar la metodología apropiada para hacer efectiva la intención participativa); 2)
unas expectativas realistas acordes con la situación (y factores como el interés de la gente, los beneficios realmente
esperables, el nivel de conciencia o insight de sí y del contexto, el grado de comunidad de intereses o la existencia de
conflictos crónicos).
Además de los conocimientos y habilidades propios del cambio planificado (ver artículo principal), la pericia técnica
que el psicólogo debe adquirir en este campo aconseja formarse en la facilitación de dinámicas grupales y asamblea-
rias, en mediación en conflictos y en evaluación de intereses y dinámicas de poder (áreas generalmente excluidas del
aprendizaje psicológico). La ausencia de pericia técnica suele tener un alto precio tanto para la intervención (que se
vuelve tecnocrática y no participativa o deja de interesar a la comunidad) como para el psicólogo que (sobre todo en
situaciones de apatía o inexperiencia) se “quema” o concluye erróneamente que “la gente no quiere participar” cuan-
do lo que pasa es que no se están usando las técnicas facilitadoras apropiadas: no se explica bien el proceso, el ritmo
de actuación no es el adecuado, no se da a la gente el tiempo o espacio precisos discutir y valorar las propuestas, etc.
4 Primar las necesidades e intereses básicos de comunidad a lo largo del proceso interventivo
4 Ver participación como proceso dinámico, seguir el ritmo de gente, reflexionar conjuntamente
4 Explicar beneficios esperables y mostrar ventajas tangibles para sostener esfuerzo a la larga (“oportunismo estratégico”)
4 Proponer actividades y tareas colectivas, no quedarse en la discusión verbal
4 Deshacer formalidad y distancia, fomentar cooperación y contacto entre personas/grupos
4 Desalentar vicios típicos de reuniones (quejismo, criticismo, pasividad, temas triviales…) y recordar
responsabilidad estimulando búsqueda de soluciones e implicación colectiva
4 Gestionar enfrentamientos sin evitar los verdaderos conflictos: intermediar entre facciones, acordar reglas de
discrepancia, recordar objetivos comunes, reconocer dcho. a diferencia
4 Sostener y estructurar el proceso, ayudar a marcar objetivos y programar acciones (no limitarse a escuchar y aprobar
o disentir)
4 Establecer canales de comunicación que faciliten participación (reuniones, puestas al día, preguntas/cuestionarios
sobre la marcha del proceso, etc.)
4 Cuidar la propia auto-estima evitar comportamientos auto-defensivos (acciones de auto-afirmación, competencia
por el liderazgo, etc.) que perjudican la participación y el crecimiento del grupo
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Proceso no suceso. La participación no debe ser vista como un suceso o una respuesta espontánea o instantánea sino
como un proceso que hay que apoyar y alimentar. Un proceso cuyo ritmo y progresión debe ser esencialmente
marcado por la gente, no por el profesional, con avances y retrocesos, continuidades y saltos en que no se deben perder
nunca de vista los objetivos finales, aun cuando (como sugería Caplan) haya que ajustar y pactar constantemente con
la comunidad el contenido de las acciones. Un proceso en que el profesional debe limitar conscientemente su propio
protagonismo para no interferir con la iniciativa de la comunidad apoyando y animando la reflexión y acción de esa y
ejerciendo una “pedagogía social” en que no sólo explique los principios de actuación y sus ventajas sino que, también
los practique (sirva de modelo, si se quiere) en sus relaciones con la comunidad. Y es que la coherencia entre discurso
y acción es un factor clave para el aprendizaje y la práctica social.
Partir de los intereses de la comunidad: la regla de oro de la participación referida no sólo al contenido (qué es lo
que interesa a la gente) sino también a la forma: cómo quiere participar. Así, si al grupo le gusta el deporte la regla
será acercar las actividades al formato deportivo; si la relación, al formato relacional. Pero no se trata de quedarse ahí:
asumimos los intereses como punto de partida para intentar llegar -o acercarse- a otras tareas o cometidos que, con
algún fundamento sólido y objetivo, consideremos relevantes o necesarios, aunque quizá menos atractivos de entrada
para los participantes. Esta es una regla estratégica esencial: usar el interés de la comunidad como palanca participati-
va y motivadora no puede excluir la introducción de otros temas más áridos o laboriosos.
Marcar objetivos concretos y plantear las tareas a realizar como actividades más que como discusiones ya que la
focalización temática y la acción tienen un potencial dinamizador superior al planteamiento de metas abstractas (o a
la falta de metas) y a la mera discusión verbal que, a menos que están directamente ligadas a preparar la acción,
corren el riesgo de obstaculizar o amodorrar la participación. Tampoco es cuestión de caer en el vicio simétrico, el
activismo ciego: la discusión y la reflexión deben ser parte del proceso sin monopolizarlo ni frenar la acción.
Usar, sin abusar, el oportunismo” estratégico asociando la propuesta participativa a algún beneficio tangible o
recompensa temprana (satisfacción de una necesidad concreta, creación de relaciones interpersonales o redes socia-
les, consecución de un servicio o prestación, etc.) que haga visible el potencial positivo de la participación y ayude a
sostener un esfuerzo que puede ser largo evitando el desánimo y el abandono de la gente ante las dificultades impre-
vistas o inasumibles. Como toda indicación estratégica el oportunismos tiene sus límites: su misión es anticipar los
beneficios a largo plazo (plasmados en los objetivos del proceso) sosteniendo la tensión psicológica y la expectativa
de lograrlos; si se abusa del oportunismo o se usa en exceso, no sólo se debilitará la eficacia motivadora de la estrate-
gia sino, peor, la fe en el propio practicante que la administra.
“Romper el hielo” eliminando barreras y formalismos sociales para propiciar la interacción y la comunicación entre
las participantes. Algo tanto más necesario cuanto mayor sea la formalidad y la distancia social inicial entre el inter-
ventor y el grupo o entre los miembros de éste. Una forma habitual de romper el hielo y facilitar el contacto es partir
los colectivos en grupos pequeños que permiten la interacción cara a cara (como en los “grupos nominales”); otra es
“traducir”, como se ha dicho, las tareas a realizar a actividades concretas o juegos que permiten “saltarse” unas con-
venciones y formalidades pensadas, precisamente, para mantener la distancia entre las personas. Asegurar la autoesti-
ma y seguridad psicológica del interventor, de forma que sus necesidades personales de estima o poder no
perjudiquen el proceso participativo. El psicólogo debe, simplificando, venir “auto-estimado” de casa, para que la
búsqueda de prestigio o estima no obstaculice los procesos de búsqueda de identidad, autonomía y empoderamiento
-y el surgimiento de líderes- del grupo al que es más fácil amoldarse a la iniciativa y propuestas del profesional que
desplegar la iniciativa propia. Ya veremos que, aunque inicialmente el interventor haya a menudo de mostrar cierta
iniciativa (sobre todo ante un grupo pasivo o apático), deberá ir cediendo espacio e al grupo para trocar dinámica de
pasividad y dependencia inicial por una de implicación e iniciativa.
Evitar la pasividad y el mero “seguidismo” de la comunidad (un vicio simétrico del anterior) creyendo que basta con
escuchar y observar para que la participación “surja”, el proceso se mantenga por su propio impulso y los problemas
se resuelvan por sí solos. Tal actitud, puede ser tan perniciosa como su opuesta, la tendencia profesional a dirigir y
controlar, si lo que se busca es fomentar la participación productiva que, como he recalcado, suele necesitar impulso
y dirección para sortear las dificultades y vicios que chantajean o esterilizan los esfuerzos participativos.
Evitar los vicios típicos de los procesos participativos, paralizándolos o desviándolos de sus verdaderos objetivos: las
actitudes victimistas y el “quejismo” generalizado (“todo va mal” “no nos escuchan”, “la administración no nos entien-
de”...); la transferencia global de responsabilidades a los demás (los políticos, “el ayuntamiento”, los otros, etc.); la trivia-
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lización de los temas y discusiones convertidos en charlas de café en que la gente se entretiene pero evita enfrentar los
problemas y comprometerse con propuestas concretas; el enfrentamientos constante e improductivo entre facciones o
grupúsculos (producto de rencores pasados o dirigidos a controlar la situación actual); etc. Aunque sea lógico esperar
momentos difíciles a lo largo del proceso participativo y no existen recetas infalibles para solventarlos, la perseverancia,
el recordatorio de los fines perseguidos y la acción (con sentido, no actuar por actuar) pueden salvar algunos de esos
vicios. Y en la medida en que las resistencias tienen motivaciones más o menos “subterráneas” puede ser necesario con-
frontar directamente las causas para buscarles solución conjunta antes de reanudar el proceso.
Autonomía comunitaria, auto-responsabilidad y “eclipse” del interventor. La regla general del proceso participativo
(y para enfrentar los vicios citados) es redirigir continuamente el proceso hacia la asunción de responsabilidad y las
propuestas constructivas evitando que la participación se reduzca a la expresión catártica o victimista de problemas
para sentirse mejor. Se trata de que la comunidad se responsabilice de sus problemas y capacidades y use estas para
buscarles solución en lugar de quejarse o huir hacia la trivialización; se busca que la movilización sustituya a la queja
improductiva y autocomplaciente. También puede darse, sin embargo, el “riesgo” opuesto cuando la dinámica parti-
cipativa es tan vigorosa que desborda las expectativas iniciales del interventor exigiendo que este reajuste su papel. El
grado en que ese acaba siendo prescindible, lejos de ser un fracaso, da la medida del éxito del proceso… siempre,
claro está, que eso se deba a que la comunidad se ha hecho cargo del proceso y mantiene los objetivos planteados y
no a que se “siente bien” por relacionarse y “participar” (lo que equivale a desvirtuar el fenómeno participativo).
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Ficha 2.
Valores y cuestiones éticas en la intervención comunitaria
Aunque los psicólogos de orientación social enfrentan multitud de dilemas éticos en la práctica cotidiana, la psicolo-
gía, obsesionada con la objetividad científica y el pasado clínico, ha ignorado o minusvalorado los aspectos valorati-
vos y las complejidades morales de la acción social y comunitaria asimilándolas, si acaso, a una deontología clínica
pensada para individuos trastornados, no para comunidades con problemas -y potenciales- colectivos. ¿Cuál ha sido
la reacción de los psicólogos de lo social a esa relegación de la ética y el efecto práctico de ella? Muchos han adopta-
do una curiosa postura de superioridad moral: “a diferencia de otros que se sólo se preocupan de ganar dinero y servir
a clientes adinerados o de clase media, nosotros ayudamos a los marginados y nos dedicamos a hacer el bien”. La res-
puesta a esa postura (que pasaría por ingenua si no escondiera un flagrante maniqueísmo) es clara: las buenas inten-
ciones no suponen ningún aval moral, la intervención comunitaria debe mostrar resultados que la comunidad
considere buenos; lo que legitima moral y socialmente una acción no son las intenciones subjetivas del interventor (o
sus valores) sino los beneficios efectivos que deriven sus destinatarios de las acciones emprendidas a partir de tales
intenciones y valores.
La conjunción del desprecio de lo socio-moral del campo y el refugio en el “buenismo” de sus practicantes ha teni-
do un doble precio: la anomia práctica (incertidumbre y falta de normas apropiadas de comportamiento) y la incohe-
rencia moral, la discrepancia entre la retórica socio-moral (que circula por congresos y algunos sectores de la
academia) del gran cambio -aclamado como fin último de la acción psicosocial- y la pobreza de los resultados reales.
¿Cómo salva el profesional esa discrepancia entre el discurso (lo qué se dice) y la acción y el rol realmente asumido
(lo que de verdad se hace porque o no se tienen herramientas técnicas efectivas o no se sabe cómo obrar correcta-
mente)? A falta de los recursos técnicos y morales adecuados, el practicante suele recurrir a unas normas deontológi-
cas que, aunque alivian su ansiedad, a menudo resultan inadecuadas o insuficientes al estar pensadas para casos y
situaciones diferentes. El balance final no es bueno ni para “el cliente” (la comunidad) a la que se prometen benefi-
cios que no llegan ni para el psicólogo que “absorbe” personalmente la anomia técnica y moral y la frustración de los
ideales de gran cambio.
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4 Identificar los actores sociales así como los valores relevantes y su significado concreto para los actores en la situa-
ción (planteamiento del problema).
4 Examinar las opciones o alternativas de actuación existentes y las consecuencias (positivas o negativas) que previsi-
blemente tendrán para los actores (en función de sus respectivos valores). Si el conjunto de valores y consecuencias
son compatibles (y, aun mejor, convergentes) se podrá realizar una intervención global cooperativa; si, por el con-
trario, son divergentes u opuestos indicarán la existencia de conflictos éticos en que habrá que primar unos valores
(o los valores de unos ciertos actores) sobre otros.
4 Elegir la opción ética más correcta: aquélla que, teniendo en cuenta el mérito moral de los valores en juego en la situa-
ción y el caso específico, maximice las consecuencias positivas para el conjunto de actores y minimice las negativas.
CUADRO 1
ESQUEMA PARA EXAMINAR Y RESOLVER CUESTIONES ÉTICAS
SOCIO-COMUNITARIAS
Actores Valores
Opciones Consecuencias
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Factores y circunstancias que generan dificultades éticas (con frecuencia ligados a las dos categorías, la anomia o el
conflicto) son: la escasez de recursos o información (o la inadecuación de ésta) que lleva a diseñar actuaciones ina-
propiadas o tener que modificarlas cuando aparecen datos nuevos; la novedad de los temas tratados (para los que no
se han elaborado principios o normas de actuación correctas) o que esos temas no sean contemplados por los códigos
deontológicos al uso; el exceso de utopismo del enfoque comunitario que puede llevar a la frustración de expectativas
y al sentimiento de fracaso personal; los cambios y transiciones de rol no compatibles entre sí o no aceptados por la
comunidad; la inexistencia o inadecuación del contrato (véase más adelante) que clarifica los objetivos perseguidos y
las normas de actuación de cada parte; la existencia de varios destinatarios potenciales entre los que el psicólogo no
sabe o no puede elegir; las “agendas ocultas” (que a menudo plantean fines e intereses subterráneos, no pactados); la
diferencia de valores o formas de pensar del interventor y los actores.
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pendencia y mutualidad personal y grupal y el reconocimiento de la dimensión social y el bien común de los asun-
tos comunitarios; desanimar el individualismo egoísta y disolvente sin negar la individuación.
Varios de estos valores fueron ya explicados como conceptos teóricos y operativos en el artículo principal. Identifi-
car el conjunto de valores y principios propios de la intervención comunitaria no nos dice qué hacer exactamente en
cada momento y situación. Para eso debemos establecer, en primer lugar, qué valores específicos de ese conjunto son
pertinentes aquí y ahora. Y, aunque ese es un análisis a realizar en cada caso está genéricamente influido por dos fac-
tores.
4 La postura ética fundamental del practicante (persona o equipo) Así, mientras unos piensan que la beneficencia es
el valor central de la acción profesional, otros eligen la autonomía; y mientras muchos piensan que la justicia social
es el valor esencial en la acción colectiva, otros destacan la solidaridad o el bienestar colectivo (como expresión
“blanda” de la beneficencia).
4 La situación concreta y el significado que en ella tienen los valores para los actores relevantes. Así un contexto
injusto y pobre clama por la justicia social (sobre todo en los actores más necesitados), uno individualista y frag-
mentado precisa solidaridad y comunidad, etc.
La conjunción de los dos factores (valores fundamentales, situación y actores concretos) nos ayudará seleccionar los
principios pertinentes y a jerarquizarlos, lo cual permitirá resolver los conflictos de valores (primando los valores y
principios considerados más “valiosos”). La descripción anterior indica también la existencia de valores instrumenta-
les que consideramos medios para otros valores, finalistas; la participación es, así, un medio para el empoderamiento
y este es un medio para el desarrollo humano -y para la justicia social- que serían (quizá junto a la solidaridad) los
valores finalistas “superiores” de la intervención comunitaria. Podemos también diferenciar entre valores individuales
(cuyo titular es la persona), valores sociales (cualidades ideales de la comunidad) y valores psicosociales (cualidades
deseables de las relaciones inter-personales). La distinción es importante a la hora de “aplicar” los valores al practi-
cante comunitario que sólo será en principio responsable de la parte de esos valores que puede promover en su
actuación profesional. ¿Qué pasa entonces con los valores plenamente sociales (como la justicia)? Al ser de titularidad
social su promoción corresponde al conjunto de la sociedad, aunque el practicante tenga un papel singular y cualifi-
cado (incluso valores psicosociales -como la confianza o el empoderamiento- dependen de dos partes). Así, en la jus-
ticia social el psicólogo debe mantener la equidad de sus intercambios y relaciones pero, ¿qué pasa con el “mínimo
vital” o la justicia distributiva? Su deber ahí sería hacer a la sociedad (y el resto de actores participantes) consciente de
las situaciones de desigualdad y miseria que –por su capacitación y posición social- conoce en su trabajo e instarlos a
que actúen al respecto.
CUADRO 2
ALGUNAS CUESTIONES ÉTICAS FRECUENTES EN LA INTERVENCIÓN SOCIO-COMUNITARIA
4 Cuándo es correcto intervenir y cuándo es mejor abstenerse de actuar y riesgos por acción y por omisión.
4 Actuación correcta en conflictos entre grupos con objetivos o intereses divergentes (pero compatibles) a jerarquizar u opuestos (que demandan
mediación o elección del destinatario principal).
4 Roles duales (amigo-profesional, miembro del grupo-interventor externo) y relaciones múltiples.
4 Demandas manipuladoras (nos quieren utilizar para sus propios fines o para actuar sobre un tercero que no ha hecho ninguna demanda) o
contrarias a nuestros principios (profesionales o personales).
4 Confidencialidad y manejo de la información en la relación y acción comunitaria; conflictos entre confidencialidad y derecho a la información
pública.
4 Consentimiento voluntario e informado y conflictos con la autonomía personal en ámbitos judiciales, policiales y penitenciarios (y en casos de
tratamiento tutelado judicialmente).
4 Efectos perniciosos del exceso de intencionalidad positiva (paternalismo, etc.); legitimidad del condicionamiento político o profesional de los
programas de ayuda y las prestaciones psicosociales.
4 Mala práctica y perjuicios originados por técnicas interventivas (o su mala aplicación): técnicas invasivas o dañinas; programas de “reducción
de daños” en adicciones; manipulación psicológica en programas y campañas preventivas.
4 Responsabilidad por efectos secundarios y consecuencias imprevistas negativas y afectación de terceros que no han pedido ayuda ni
participado en el pacto del contrato.
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CUADRO 2
ALGUNAS CUESTIONES ÉTICAS FRECUENTES EN LA INTERVENCIÓN SOCIO-COMUNITARIA (Continuación)
4 Maltrato institucional y responsabilidad profesional e institucional; efectos indeseables de institucionalización (carcelaria , psiquiátrica, otra);
alternativas abiertas y trabajos en beneficio de la comunidad.
4 Uso por otros de información y técnicas psicosociales; responsabilidad de seguir, vigilar y controlar.
4 Actores Valores Incumplimiento del contrato explícita o implícitamente pactado y consecuencias.
4 Responsabilidad del practicante en condiciones de restricción de la libertad de acción (medios insuficientes, denegación de información, falta
de motivación de los actores), condicionamiento ideológico de medios y clientelismo político, etc.).
4 Publicidad institucional partidista e implicación profesional al diseñar y realizar acciones asociadas.
4 Legitimidad de la influencia social en campañas masivas (la gente no ha dado su consentimiento explícito) y en la prevención de problemas
que “aún no existen”).
4 Confusión de los espacios público y privado en la creación y realización de programas; privatización de la acción social y responsabilidad
profesional.
4 Cuestiones y problemas asociados al uso de Internet y las redes sociales (intimidad/privacidad, adicciones virtuales y sociales, ciber-acoso,
“derecho al olvido”, etc.) y papel del practicante.
En el artículo principal examinamos algunas cuestiones previas o generales pertinentes para cualquier forma y caso
de intervención comunitaria: la legitimidad de la intervención y autoridad del interventor y la racionalidad e intencio-
nalidad del practicante. Otras temas éticos generales tratan sobre: quién es el destinatario y con qué criterios se le
elige; subjetividad e intencionalidad del practicante (o la institución patrocinadora) y auto-beneficio ilegítimo; papel
de los valores en la elección de los objetivos y métodos actuación; alcance de la responsabilidad del practicante
(sobre todo por los efectos secundarios e indeseados); valores implícita o explícitamente promovidos en la interven-
ción y posicionamiento político (experto neutral, mediador imparcial, agente partidista) del practicante e implicacio-
nes estratégicas; papel del practicante y relación con la comunidad; e implicaciones éticas y estratégicas de las
distintas posturas relacionales (subordinada, de colaboración horizontal, supra-ordinada).
El cuadro 2 recoge, para complementar lo anterior, un conjunto de cuestiones frecuentes en la práctica psicológico-
comunitaria. Cinco de esas cuestiones -que por su importancia o frecuencia en el trabajo socio-comunitario merecen
ampliación- son examinadas a continuación sugiriendo formas ética y estratégicamente aceptables de gestionarlas: los
roles duales, la confidencialidad y el consentimiento informado en la acción social, el maltrato institucional y la nece-
sidad del contrato.
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practicante debe garantizar a esos que los datos personales o sociales (a veces escabrosos o condenables) facilitados en
el curso del trabajo profesional son confidenciales y sólo pueden ser revelados en casos excepcionales (comisión de un
delito, riesgo cierto de daño personal, etc.). Pero la confidencialidad estricta sólo es posible en la práctica clínica indivi-
dual en el medio privado; no lo es fuera de ese entorno: en contextos rurales donde la privacidad real es casi inexistente
o en el trabajo comunitario que implica interacciones multilaterales con diversos grupos (y de estos entre sí) en que la
frontera entre profesionalidad e intimidad o entre asuntos públicos y privados puede ser muy borrosa.
¿Cómo mantener la confidencialidad en esas actuaciones, en que sigue siendo relevante para sostener la confianza
de los distintos actores? Estableciendo, primero, una frontera entre la información estrictamente privada y personal -
que debe ser preservada- y la información que el practicante necesita para mantener las relaciones, hacer una evalua-
ción correcta y crear y realizar un plan de acción eficaz. Para que la acción sea viable es preciso que la información
relevante circule fluidamente entre los distintos actores sociales y no sea objeto del secreto profesional; en caso con-
trario, el practicante estaría atado de pies y manos, al aceptar que le nieguen un medio esencial (la información) para
lograr los fines pactados, arriesgándose, además, a ser utilizado por alguien a quién ha prometido confidencialidad
sobre algo que nunca debió ser confidencial.
¿Cómo evitar esas trampas y compatibilizar confidencialidad personal y viabilidad estratégica? Haciendo pactos cla-
ros y explícitos con los grupos sobre qué es confidencial y qué no lo es y, más importante, sobre los procedimientos
de comunicación entre los distintos actores. Proponiendo, por ejemplo, que en las reuniones del practicante con
varios grupos concernidos por un problema, ese haga un resumen de lo tratado en una reunión con el grupo A ante el
grupo B o bien que lo haga un representante del grupo A en presencia del profesional que debe añadir siempre un
espacio final para hacer cambios o correcciones (“¿algo que añadir a lo dicho?”, “¿he omitido algo que debería haber
dicho?”, etc.). Aunque no sea fácil, una retroalimentación continua de ese tipo respetando el secreto de los detalles
personales y privados debería funcionar razonablemente preservando tanto la confidencialidad como la confianza de
las distintas partes.
Otro rasgo distintivo del trabajo comunitario en este área es el interés público (o colectivo) de ciertos datos -ausente
en la casuística individual o de la empresa privada- que el practicante debe reconocer y gestionar moralmente. Puesto
que los datos colectivos (estadísticas y padrones) o evaluaciones comunitarias realizadas por profesionales son paga-
dos con dinero público y atañen a la vida de los miembros de la comunidad (son sus datos), es preciso introducir el
derecho a la información pública como valor adicional a la confidencialidad debida al cliente que paga la recogida
de datos. Y aunque en caso de conflicto entre ambos, el derecho colectivo suela prevalecer sobre la confidencialidad,
habrá casos en que, al estar en juego la privacidad de ciertos datos personales, habrá que primar a esa sobre el dere-
cho colectivo a la información.
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Los dilemas morales más agudos en este área son planteados por las actuaciones y tratamientos psicosociales orde-
nados judicialmente en sujetos condenados por delitos que conllevan la privación de libertad y la reparación del
daño causado a las personas y la comunidad. El análisis ético debe incorporar aquí un elemento importante, ausente
en las áreas clínicas: la responsabilidad social de los sujetos por el daño personal y social causado y por el daño que,
si no se rehabilitan, pueden causar en el futuro; también, la responsabilidad del practicante de contribuir a evitar los
daños futuros a través del tratamiento psicológico y el cambio social.
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didos y conflictos varios a lo largo del proceso de actuación. Recabar el consentimiento voluntario e informado y pac-
tar el contrato son, por tanto, reglas moral y estratégicamente fundamentales: aclaran las zonas de acuerdo y de desa-
cuerdo sobre los asuntos a tratar (y las tareas a realizar) permitiendo forjar la confianza necesaria para trabajar
productivamente con los actores sociales evitando los intentos de manipulación posterior (como las agendas ocultas).
El contrato ha de ser pactado con el cliente que encarga y paga la intervención (y con el destinatario si es diferente
de ese) y con aquellos actores imprescindibles para llevar a cabo la actuación propuesta (que ha debido, a su vez ser
pactada con los actores básicos). Y debe incluir como áreas de acuerdo: la identidad profesional e institucional del
practicante (quién es y de qué institución es, en su caso, parte); los objetivos generales de la acción y las razones que
la motivan; el papel de cada parte relevante (practicante, destinatario, otros) y las tareas básicas de cada uno; los crite-
rios generales para evaluar los resultados (no el contenido y procedimiento de la evaluación, que competen al técni-
co) y dar por terminada la actuación del practicante.
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