Especular

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Especular

Me gusta mirarme al espejo cuando lloro. Mis gestos deformados dibujan la imagen que
mejor describe mi más íntimo performance. Un auténtico desnudo artístico.

Me gusta mirarme al espejo cuando lloro porque cada mueca me recuerda que aún soy un
cuerpo capaz de vivir. Y no solo me miro al espejo, también me tomo una fotografía para
comparar el tipo de lágrimas que he retratado en mi propia colección de fotos llorosas.
Ciento veintidós en total. Trato de armar una línea del tiempo con ellas guiada por el
recuerdo del sabor de cada una. Mi pared es un mosaico de ojos rojos, cejas arrugadas,
mejillas hundidas, labios apretados y una gran sensación de incontinencia.

“Calma llorona, calma llorona…” me digo parada frente al espejo mudo de siempre en
medio del cuarto revolcado y el televisor encendido que me invita a comprar una faja
reductora. ¿No venderán una que me asfixie la tristeza y la convierta en gotas amarillas de
sudor? Una que me aplane el espíritu de pobrediablez y me comprima lo que sea que se
haya quedado anclado a ese abdomen bajo abultado. Llora la culpa mientras los errores se
esparcen como alquitrán, mientras las manos se pulverizan en intentos fallidos de
reconstruir el cuerpecito que unas manos redondas, firmes y decididas extrajeron con un
gancho de ropa. Llora, que la risita de bebé no se va a callar nunca, que la imagen de las
manitos sobre la cara es lo único que me acompaña.

—Lo mejor que le puede pasar es morirse —dijo con total convencimiento y le creí. Nunca
le puse un nombre ni le canté canciones esperanzadoras. Mientras crecía a la par de mi
zozobra, reafirmaba la decisión primaria e instintiva: una nueva vida no tenía ninguna
posibilidad de ser en la tierra mezquina que yo conocía. Mantener a salvo a alguien de
este odio incontenible era el mejor acto altruista que podía hacer. Estaba impidiendo el
nacimiento de un futuro delincuente, al fin estaba poniendo en práctica algo de sensatez.

—Puerta número ocho al final de las escaleras —dijo la voz descolorida que atiende las
llamadas. Encontrar el sitio fue fácil, el aviso era claro: “Destapamos cañerías sin romper”.
Una promesa salvadora para evitar la escena sangrienta, la evidencia visceral.

Para ese martes a las seis de la tarde estaría resuelto: un pinchacito acabaría con mi culpa
por dejarlo ser. El lugar era una casa vieja que alguna vez fue azul. Todavía quedaban visos
de la pintura original sobre el improvisado aviso de almacén agrícola con su par de pollos
famélicos. Al final del pasillo penetrado con el olor de la purina, comenzaba una escalera
que cada vez se iba haciendo más angosta, como si estuviera pasando a través de un
embudo para sacar con justa medida la sustancia sobrante. La escalera estaba apenas
iluminada por un bombillo naranja que se confundía con el percudido de las grietas del
piso de cerámica vieja. Arriba se escuchaba la misma voz del teléfono en un tono más
grave, pero con el desdén agudizado repitiendo “siga, siga”. Parecía que supiera
exactamente hacia dónde se dirigían mis pasos dudosos, y anticipándose a mi deseo
repentino de huir, salió a mi encuentro. Faltaban dos escalones para terminar la empinada
escalera y antes de ver el rostro de esa figura negruzca, su mano huesuda y peluda me
tomó por el brazo reafirmando la decisión y ahuyentando el arrepentimiento. Era un
hombre triste y pálido, de espíritu ausente, con el pelo sucio asomándose por los
hombros. Como siguiendo un estricto ritual, me llevó sin soltarme hasta la puerta ocho.
Con la punta desgastada de su bota la abrió suavemente y me pasó una bata blanca con
olor a moho, cerró la puerta y se fue. La luz blanca ya empezaba a encandelillarme, era un
cuarto frío con baldosas blancas desde el piso hasta el techo, del tipo de baldosa
envejecida que cuenta historias, que tiene memoria resistente al cloro y al jabón. En el
centro, una lámpara de dentistería y una cortinita azul pálido, desde donde salió la mujer
que me daría el boleto de reinicio. No me dijo su nombre. Tenía el típico aspecto de una
matrona, sus caderas anchas se bamboleaban dentro de un florido faldón largo por el que
se asomaban las uñas pintadas de rojo sangre toro. Se acercó lo más que pudo, me lanzó
una mirada inspeccionadora, se detuvo en mis ojos expectantes y sonrió. Sin decir nada,
acercó su butaca rústica, me señaló la camilla un poco oxidada y con gran calma comenzó
a explicarme el procedimiento.

Su mechón corto sobre la cara apenas se movía con sus expresiones repentinas que
marcaban el tono de advertencia sobre lo que debía y no debía hacer para que la
operación tuviera éxito. El procedimiento era sencillo: introducir un alambre, pinchar el
feto entrometido, esperar unas horas y tomar un antibiótico. La naturaleza se encargaría
del resto. Destapó su instrumental y mis piernas temblaban queriendo escapar, todo mi
cuerpo parecía hacerse el ocho marcado en la puerta, retorciéndose para no ser testigo de
mi crueldad encubierta. Y es que el instrumental no era más que un gancho de ropa y
unos guantes de látex con aspecto reciclado. Me amarró las piernas y las manos a la
camilla con trozos de tela que ya tenía instalados, sacó de la pretina de su faldón un trapo
húmedo y lo puso en mi boca, prendió una grabadora ochentera, sopló los guantes antes
de ponérselos y al ritmo de un vallenato moldeó el gancho de ropa para que el pinchazo
fuera certero. Y así, al son del acordeón, el gancho de ropa fue subiendo desde mi vagina
horrorizada y reseca hasta mi útero opositor. Ella tenía el ángulo correcto y fue directo al
pequeño corazón. Sacó el gancho desgarrándome en un solo tirón. La punta estaba
apenas ensangrantada, la limpió en su faldón y dijo:

—Ya se puede vestir, por hoy no es más. Mañana, cuando se levante, no coma nada,
póngase a hacer oficio, brinque, haga fuerzas, agáchese y párese varias veces hasta que lo
sienta venir. Y ahora que salga, cómprese de una vez el antibiótico, no sea que se le
complique como a varias muchachitas que se las dan de muy inteligentes, igual a usted, y
va uno a ver, y las entrañas las tienen flojas, como la voluntad.

Salí con náuseas, aún sin dolor, sin tiempo para el remordimiento. Tomé un taxi y vine a
casa, al lugar extraño que me acogía en las noches y que no había sentido propio hasta
ese momento. No fui capaz de mirarme, no quería incriminarme ni mucho menos
responderme, que todavía no quería despertar la conciencia confundida. Solo rezaba para
que la noche no acabara, para que en ese mismo instante Julio Verne tocara a mi puerta y
me entregara una máquina del tiempo o al menos un esterilizador de conciencias. Pero el
día llegó, me obligué a levantarme y hacerle caso a la instrucción de la matrona. Bajé a la
cocina, lavé los pisos, me encaramé en las ventanas para limpiarlas, hice contorsiones
para llegar hasta el alto techo del baño con la escoba (que la casa estuviera limpia para
recibir el obsequio envuelto en hemorragia de la muerte invitada).

Prendida de las paredes, sentí cómo se desprendían las entrañas, se derrumbaba el primer
hogar y mi acto de amor se derramaba por mis piernas en una tibia avalancha roja que me
hizo desmayar. Ya estaba hecho, tal como lo predijo la matrona, ya estaba fuera. A mi
modo, yo también había derramado sangre por la humanidad, solo que lo mío era una
falsa promesa porque sí dolió, porque la infección invadió más que mis órganos, porque
los puntos no cerraron el malestar de la culpa, porque aunque su cuerpo fue expulsado
por un gancho de ropa, nunca se fue, nunca regresó el perdón y la paz se esfumó.

Los días pasan en medio de distracciones creíbles, ayudadas por el ruido de la


cotidianidad. Pero la noche viene desprovista de espectáculo y cuando se acaba el
mediano confort que produce llorar, los ojos enrojecidos y el cuerpo tembloroso me
recuerdan que mi elección fue el amor doloroso. Cuando me acuesto, conjuro oraciones
alentadoras para que cada noche sea al fin la última. Que su majestuosa oscuridad me
envuelva y me quite el frío y que entre entera por mis intestinos, que se estalle en un
pulmón, que se coma mi desazón y me desvanezca en un menudo polvo brillante que
consuele esa carita que me persigue, que no deja de mirarme. Ya sé que la noche no me
escucha y el día se sigue imponiendo, y ahí estoy de nuevo: parada sobre la consecuencia
de mí misma, mirando en el montón de fotografías el reflejo de lo que he hecho. Y es que
todas esas fotos no son una taxonomía del llanto, porque todas las lágrimas al final
conducen a él, a la barbarie de su cuerpecito destrozado por un gancho, a su risita que se
acomoda en las noches reclamando el lugar que nunca le di. Ahí estoy de nuevo,
paralizada por el desasosiego de la derrota. Todas las mañanas le ruego que no se
aparezca con el cuerpo desgarrado, que solo me muestre la cara y que no haga ruidos si
hay visita. Cuando rezo para que me muera rápido, él se aparece con un hombre de barba
blanca que, mientras lo mece en sus brazos, me dice que mi hora llegará cuando el bebé
decida que he llorado lo suficiente para calmar su sed de vida. Por eso, me gusta mirarme
al espejo cuando lloro, para que cada lágrima tenga una belleza especial que no lo asuste
y un sabor que no lo canse. Estoy pensando en proponerle un trato: adobar mis lágrimas
con caramelo y chocolate, con limón y manzana, y con todos los sabores del mundo. De
pronto así se le acaba la sed y entonces yo quemo las fotos torturadoras y me voy con él.

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