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El perro de los traidores

Mauricia guardó la estampita de Jesucristo redentor en el bolsillo de mi pantaló n,


metió los doscientos mil pesos que nos quedaban debajo de unas tablas flojas del piso,
corrió la mesa de noche para disimular el altibajo, me cogió de la mano y salimos por
el patio que da a la parte de atrá s de la casa cural.

La voz del Comandante Avispa, a través del megá fono, caía sobre nosotras como una
sentencia maldita y el miedo nos soplaba las orejas. Otra vez leía la lista de los que
debían presentarse en el parque y entre ellos estaba Mauricia Jiménez, era cierto, yo
no había escuchado mal, Mauricia Jiménez, lo repitió cuatro veces, y cada Mauricia era
un aguijonazo en la espalda que me dejaba las piernas tiesas y me hacía clavar las
uñ as en la tierra. Esa noche, ella y yo éramos dos serpientes apaleadas intentando
llegar al escondite que el Padre Pistolas nos había preparado por si la guerrilla llegaba
antes de la madrugada.

Irnos en el camió n de don Otoniel, camufladas entre los bultos de arroz, era la mejor
opció n que teníamos. Desde la tarde habíamos preparado las lonas y las cuchillas y le
habíamos ayudado a abrir el espacio entre los bultos, para que en la madrugada nos
pudiera acomodar fá cil. A nosotras no nos asustaba morir asfixiadas, porque para eso
llevá bamos las cuchillas. Una vez hubiésemos pasado el control de salida, podríamos
romper las lonas y sacar la cabeza. Lo que nos preocupaba era que en ese control
algú n guerrillero enterrara su cuchillo justo en nuestras lonas y nos degollaran ahí
mismo. Sin embargo, si lográ bamos salir de Ronces y llegar a Popayá n, tendríamos por
lo menos unos días de ventaja para pensar bien hacia dó nde movernos.

Y de esa ilusió n nos agarramos Mauricia y yo para arrastrarnos esa noche por el patio
hasta atravesar la cerca que dividía nuestra casa de la del cura. El Padre Pistolas –que
así le decían porque se hacía llamar amigo de la guerrilla y del ejército, y después de
jurar lealtad por la virgen y por todos los santos, cuando los representantes de
cualquier bando le daban la espalda, les hacía el gesto de pistola con las manos– nos
estaba esperando para escondernos en el corral de los animales. Yo sé que el padre de
verdad nos quería ayudar, él mismo había sacado de las limosnas para que le
pudiéramos pagar el viaje a don Otoniel. Muchos me han dicho que Mauricia está
muerta porque el padre nos hizo pistola, pero yo sé que no es así. É l nos abrió el
corral, nos hizo acostar boca abajo y nos tapó con un montó n de hebras de heno. A mí
no me importaba estar sobre una alfombra de heces, con tal de que mi hija se salvara,
no me importaban las ná useas ni los calambres, hubiera pasado las noches que fueran
necesarias entre lombrices y cucarachas.
Tan pronto quedamos cubiertas por el heno, escuchamos el golpe que abrió la puerta
de la casa cural. El Padre Pistolas tuvo que correr para que no lo encontraran en el
corral, creo que no alcanzó a echarnos la bendició n y tal vez fue por eso y no por dejar
el corral mal cerrado que Mauricia se murió . Yo escuché al Comandante Avispa que le
decía al padrecito “má s le vale que no se haya cambiado al bando de los traidores”. Yo
sentí retumbar en mis costillas sus pasos fuertes mientras decía “salí, puta, salí, puta
Mauricia, no me hagá s encontrarte, salí que hasta de pronto te doy un solo tiro y no te
arranco la cabeza pa’ que no chille tanto tu madre”. Yo adiviné la luz de su linterna
metiéndose por los huecos de la malla, yo sabía que a Mauricia se le estarían saliendo
las lá grimas, pero lo que no puede ver ni sentir fue el perro del padre, que con tanto
alboroto seguro andaba nervioso y buscando escondite, que a ese perro le decían
“Pistolita de Agua” porque el ruido lo asustaba y él ni siquiera ladraba sino que se
orinaba y se escondía donde los regañ os del cura no lo pudieran alcanzar. Quién se iba
a acordar del perro esa noche, y el Pistolita de Agua có mo iba a saber que éramos
nosotras las que necesitá bamos el escondite, él vio que podía entrar al corral y entró , a
lo mejor los dos montoncitos de heno lo terminaron de asustar y lanzó un mordisco
que cayó en una de las piernas de Mauricia. Ella gritó y el Comandante Avispa, al que
el padre ya estaba convenciendo de irse, se devolvió . Otra vez sentí los pasos y el ruido
seco de un disparo, “ahí tiene, curita, por perro traidor”.

Cuando los hombres del Comandante Avispa se cansaron de darnos patadas, nos
levantaron. A mí me metieron hebras de heno por los oídos y por la nariz, me hicieron
sentar sobre la sangre del padre, me pusieron su cuerpo en las piernas y me obligaron
a ponerle una teta en la boca dizque para que no le entraran moscas. A Mauricia se la
llevó el propio Comandante Avispa, se había enredado el pelo de ella en la mano, le
pasaba la lengua por el cuello y con el otro brazo le daba empujones. Supongo que se
la habrá comido antes de matarla… si alguien vio, no quiero que me diga. Entre tanto
grito que llegaba de afuera yo no supe si alguno era de mi hija, yo no le pude ver la
cara cuando la sacaron ni me di cuenta si se pudo aguantar el llanto, pero yo creo que
sí, porque si algo le enseñ é bien fue no llorarle a nadie.

Sí, estoy segura, ella no le lloró a ninguno de esos tipos. Como también estoy segura de
que el Padre Pistolas la esperó para que se fueran juntos adonde tuvieran que irse. Ese
padre, con lo enamorado que estaba de Mauricia, era capaz de hacerle pistola a Dios y
llevá rsela a otro cielo. Hasta de buenas ellos que se fueron los dos. Hubiera preferido
que me violaran y me mataran también, pero no lo hicieron dizque porque comerme a
mí era comerse a la propia madre y si me mataban, entonces quién le iba a hacer
entender a las otras muchachas que toda la que nace en Ronces es propiedad del
Avispa, a no ser que a él le parezca tan fea que la cambie o la venda.
A la madrugada solo se escuchaban las gallinas que empezaban a despertarse como si
no hubiera pasado nada. A veces creo que esas pajarracas son guerrillas, hubieran
podido levantarse y hacer bulla, pero qué va, ahí se quedaron haciéndose las
dormidas. Luego, cuando ya sabían que todos se habían ido, empezaron a alborotarse
para que yo me fuera. Salí por la puerta que da al parque y lo que vi… ¡Me habían
dejado marcado el camino hasta mi casa! Doce cabezas, yo no sé que hicieron los
cuerpos, solo doce cabezas con la frente marcada con la palabra “traidor”. Entre esas
estaba la cabeza de don Otoniel, que ni siquiera alcanzó a ayudarnos. Y sí, suponen
bien… En la puerta de mi casa me dejaron la cabeza de Mauricia, mi mona, todavía se
le veían los ojos miel, no fueron capaces de cerrá rselos. Y yo qué podía hacer, ¿llorar?
Ya no tenía de dó nde sacar lá grimas. Esperar a que mandaran el ejército y recogieran
las cabezas. Yo no quise la cabeza de Mauricia, ¿para qué? No, yo hice que la
enterraran con las otras, por lo menos ahí se hacen compañ ía. Después de eso no han
mandado otro padre, dicen que unos cuerpos quedaron en la iglesia, pero nadie se
atreve a abrir. Yo lo ú nico que saqué fue al Pistolita de Agua, con lo bobo que es, se
dejaba morir de hambre, y ese es el que ahora me consuela.

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