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La defensa de las mujeres, ha sido una lucha que poco a poco ha ido rindiendo frutos con

respecto al reconocimiento de derechos e implementación de políticas públicas


orientadas hacia su dignificación. Sin embargo, todavía hoy persisten conductas y acciones
que mantienen vigentes las formas de exclusión hacia el género femenino.

Históricamente, en las sociedades patriarcales, los hombres han dominado la sexualidad


de las mujeres, relegándonos siempre al ámbito privado. Además, la familia se ha
instaurado como un escenario ideal para la reproducción de estos mismos discursos de
desigualdad, otorgando culturalmente a los hombres la jefatura del hogar y relacionando
a las mujeres con las labores domésticas y la crianza de los hijos. Inclusive, con los avances
actuales y las posibilidades de tener un trabajo remunerado, aún las mujeres en Colombia
destinan 7 horas 14 minutos a las labores del cuidado (no remunerado) y aportan el 77%
del valor económico del mismo.

En decir, la violencia padecida por las mujeres tiene sus raíces en este sistema desigual,
naturalizado en el hogar. En Colombia, de acuerdo con Medicina Legal, solo en enero de
2020, se presentaron 7.286 casos de violencia de pareja, de los cuales, 6.253 mujeres
fueron víctimas. Dicho sistema genera una especie de adoctrinamiento que termina por
ser replicado y defendido por los individuos y a veces encarnado en las mismas mujeres.

En consecuencia, la violencia de género se produce como respuesta a transgresión de los


roles culturalmente establecidos. Estas lógicas patriarcales, trascienden los entornos
íntimos y se materializan -por ejemplo- en la estructura de un Estado, cuyas instituciones
han sido tradicionalmente de dominio masculino y creadas bajo el entramado simbólico
imperante que excluye, margina y discrimina a las mujeres. Tal es el caso de la fuerza
pública, que se sustenta en valores “masculinos”, en una construcción de hombres y para
los hombres. Donde no solo poseen el monopolio legítimo de las armas, sino también el
poder y el privilegio que culturalmente les otorga ser hombres. Lo cual ha perpetuado y
reproducido estereotipos de género y formas de violencia.

Ante dichas inequidades, el reconocimiento de las mujeres como sujetos de derechos ha


supuesto un logro para la prevención y protección de la mujer y también un desafío para
los Estados en la garantía de goce y acceso efectivo a justicia. En nuestro país, la ley 1257
de 2008 y la ley 1761 de 2015, dieron paso a la creación del tipo penal de feminicidio y
otras disposiciones que han significado avances en la eliminación de las formas de
violencia y discriminación contra las mujeres. En concordancia con esto, el 28 de mayo de
2015, el Estado fue condenado por primera vez con la Sentencia del Consejo de Estado
No.17001-23-31-000-2000-01183-01(26958), por el feminicidio cometido por un miembro
de la Policía Nacional contra su esposa, utilizando su arma de dotación oficial.

Esta sentencia, no solo reconoció los antecedentes de violencia física, verbal y psicológica
padecida por la víctima, sino la responsabilidad del comandante de la estación al tolerar,
no corregir, ni sancionar el comportamiento violento de su subalterno, en razón de
estereotipos de género, que desembocaron en el feminicidio de su pareja. Lo cual,
evidenció la responsabilidad del Estado y el deber de formar y sensibilizar a la fuerza
pública en perspectiva de género y derechos humanos.

Sin embargo, en 2019 y 2020 la ONG Temblores, documentó al menos 54 casos de


violencia sexual cometidos por miembros de la fuerza pública; y en 2021, en medio de las
protestas que iniciaron desde el 28 de abril, se han conocido al menos, 16 casos de abusos
sexuales que involucran miembros de la Policía Nacional. Circunstancia que agrava la
situación de derechos humanos que ya existe en el país.

Es por ello, que, ante los casos de abuso denunciados, resulta imperativo una reforma
estructural a las instituciones que conforman la fuerza pública, que modifique -además de
los sistemas de reclutamiento, entrenamiento y sanción- la ambigüedad existente entre el
deber que poseen dichos entes como cuerpo civil de protección a los ciudadanos y la
defensa de la seguridad nacional, que se ha caracterizado por alimentar un perfil
militarista que sistemáticamente termina por violentar los derechos humanos. Hay que
exigir mayor compromiso institucional en el desarrollo de políticas que permitan romper
los paradigmas y los estereotipos de género al interior de la fuerza pública, para garantizar
que los abusos no sean repetidos, que los casos de violencia intrafamiliar sean atendidos y
sancionados como corresponde. Avanzar no solo en materia normativa, sino también en la
transformación cultural necesaria para que podamos consolidar un territorio en el que las
mujeres dejemos de pagar con nuestros cuerpos y almas las consecuencias de la guerra y
de la incapacidad del Estado para garantizar nuestro derecho a una vida libre de
violencias.

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