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EL TIEMPO DE LOS FLUIDOS.

Paco Bernal
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A Joaquín Serrano le habían advertido como al resto de sus
correligionarios, y todos se hallaban huidos, excepto él. Sin embargo, no se
trataba de coraje, ni tampoco temeridad. Joaquín Serrano opinaba que el
calor era la causa de todo lo que sucedía y que este habría de remitir, por
cojones, no hay tierra ni animal que lo resista.
- La calorina resulta fatal. El sol penetra en los sesos, impide que rijan
los principios adecuados. Cuando se pase la calor las aguas volverán a su
cauce, aunque el símil sea dispar. La inteligencia resistirá el oprobio – y
arrugaba pausado los ojos, y luego miraba al aire.
Pero ese año fue más caluroso que ningún otro de los que tenía
memoria.

Joaquín Serrano se había desposado con una mujer grande y hermosa,


subyugado por su ademán austero, sus silencios y el tono quebrado de su
avara voz. Celebraron matrimonio en la iglesia de San Gabriel en el pueblo
de la familia de la novia, Espejo. Fue el día de la fiesta de la Epifanía de
Nuestro Señor Jesucristo del treinta y cinco, yo iba de negro y ella de
blanco.
Cuando al año Ana Olmo quedó encinta, vivían ya en el barrio de la
Casa del Viejo, en una apartada calle denominada Postrera y por aquel
invierno Joaquín Serrano fue elegido delegado vecinal. Era, para la época,
un hombre cultivado pues escribía y leía; el patio de Postrera 15 sería la
única casa del barrio, salvo la parroquia, en la cual se veía un libro. Sostenía
Joaquín, hombre peculiares hipótesis sobre cualquier asunto; opinaba, por
ejemplo, que lo importante de veras en la vida era el porvenir ya que aún
estaba sin construir, y el hecho verídico de que existieran libros lo
demostraba en dos aspectos, el primero resulta claro y directo a la razón
pues qué duda cabe que el autor ansía dirigirse a las venideras y sucesivas
generaciones, nada menos que en esto consiste un clásico. En segundo lugar,
leer no significa trasladarse a otra época sino, creo yo, lo contrario, que una
época pretérita se nos ubique ante nuestros ojos, que somos su futuro, ergo
sólo el futuro existe, dícese el provenir. Y Joaquín desmicaba silencioso a
los perplejos parroquianos a la espera de una respuesta imposible.

- Un hombre que fuma picadura barata y posee la habilidad de no


romper el hilo de ceniza en lo que tarda en consumirse no tira al monte por
una demasía de calina -respondió a su mujer cuando le suplicó que se
escondiera algunos días, que ya sabían todos que vendrían por él, que
incluso había murmuraciones de la fecha.

A primeros de agosto fueron a buscarle al trabajo a media mañana.


Mantenía con esmero la ceniza de un consumido pitillo mientras miraba
concentrado el aire. Así le encontraron, contemplando los dibujos oblicuos
de las miasmas en un rayito de sol. Lo auparon al interior de una camioneta
en la cual desesperaban algunos rostros, y tomaron dirección norte, hacia un
lugar llamado "El Cerrillo". Con el traqueteo del mal camino igual se le
rompió el cañón de ceniza. Subieron una loma y pudo comprobar cómo la
fiebre reverberaba sobre la ciudad. Al final del trayecto puso el pie sobre la
requemada tierra y la notó sedienta, tan seca que por beber bebería sangre.

- Ultima voluntad, cabo, quiero dejar un recado - solicitó orgulloso


mientras se organizaba la cosa del pelotón. Su voz se había abierto paso
entre respiraciones taladas por el miedo.
Mierda de rojo, fue la respuesta. Pero un vecino, El Pelao, que cargaba fusil,
le paso un trozo de papel; el cabo, con impaciencia en los ojos, le largo un
lapicero. Joaquín se encorvó y escribió apoyándose en la palma de su mano
con esmero.

- Pelao, dale este billete a mi futura viuda. Le dices que es un mensaje


para la criatura. Ya que no voy en persona iré en papel. Un favor que te
pido, el último; sea por los finos que nos tomamos en las fiestas el año
pasado, lástima que éste no voy a poder, muy poco ha faltado, dos semanas
cabales. Dime que sí, Pelao; no se contraría a un muerto.
El Pelao, que se abisma en la bocacha de su arma apoyada en la tierra,
da un sí apenas trazo vertical con la cabeza.

- Gracias, hombre, que no pasa nada, no pongas cara de avinagrao


que el que está en lado de los muertos soy yo. Y otra cosa, le dices a mi
viuda que la criatura lleve encima el papelito siempre, pero que no lo lea
hasta el día en que se vea como yo me veo ahora, tú me entiendes, y luego
se lo pase a su hijo, mi nieto, vamos. Ahí acaba todo. Gracias Pelao. ¡Ah! Y
no lo lea nadie más. De ti me fío porque no sabes leer.

El cabo garabateaba el aire con su pistola, de un lado a otro, repartía


los puestos de la muerte.
Joaquín se acercó al hombro de El Pelao, Juanito, no te abrazo porque
te perjudicaría delante del cabo, pero tú eres un amigo, que lo sepas. Aunque
no se te olvide que también eres un hijo de puta por lo que estás haciendo,
que no es para tanto este calor, coño.
-Dejamos la cháchara o te pego un tiro yo mismo, basura de mierda
-gritó el cabo.

Joaquín Serrano se mordió el labio inferior, escupió con esfuerzo una


saliva reseca, amarilla, con sabor a sangre, un salivazo que la tierra sedienta
se tragó en un instante, dio media vuelta y se alineó en la cuneta. El sol se
inclinaba al oeste, justo delante de él. Miró al cabo y se colocó bien la
camisa, cabo, cuando usted quiera, y le hablo de usted porque no nos han
presentado, no porque le guarde respeto alguno. Con la explosión de los
disparos echaron a volar los eucaliptos y el aire se llenó de graznidos.

Tras caer con el cuerpo horadado y regar los terrones de una tierra
cuarteada, Joaquín Serrano se hundió en la negra memoria y cuando El Pelao
dio el recado a la viuda su nombre fue pronunciado por última vez en mucho
tiempo.

Ana Olmo guardó el billete para su hijo, que nació a finales de verano
o principios de otoño. Durante años intentó aprender a leer por su cuenta
para poder saber qué era eso que había escrito su Joaquín, pero no hubo
lugar ni manera. Y se fue de este mundo sin conocer el contenido de la nota
porque bien claro se lo dijo El Pelao, que nadie lea esto más que el niño. El
día que le pasó la nota a su hijo sintió que le desclavaban de una cruz.

José Serrano, su hijo, anduvo con la misiva escondida entre los


pliegues de la cartera como si de un punzón en la base del esófago se tratara.
Hay herencias que matan. Tenía que esperar el día de su propia muerte para
conocer el mensaje de su padre muerto del que nadie hablaba. Y eso le
quitaba el sueño. José no solía dormir hasta que en el último instante de la
noche le abandonaban las fuerzas por completo, apesadumbrado, tal vez, por
el peso de la jornada transcurrida, o por algún dolor secreto que parecía le
brotaba del costado. A veces se le dibujaban dos cauces negros y profundos
en los ojos, yo lo vi.
Era de un continuo mirar lánguido a la altura de la cruz de los
perros, una afilada bruma triste le envolvía. A los clientes de la carpintería, y
a los amigos que algunas tardes venían a hacerle una visita y echar un
cigarrillo les explicaba que él creía que el peso de los hombres quedaba
detrás, en lo que se hizo ayer o la semana pasada o más atrás todavía, vete a
saber. Si es por días hay más atrás que delante y eso es un peso en las
espaldas y nadie resiste cargar un fardo tan pesado, y en eso consiste
morirse. Y para mí esa es la hora de leer la correspondencia.

Se casó con Concha Jurado en la iglesia de San Basilio, casualmente un


aniversario más un día del ajusticiamiento en "El Cerrillo", aunque él nunca
llegó a saberlo Y tuvieron varios hijos. La tarde en que le conocí; yo aún era
casi un niño, compañero de colegio de Manuel Serrano, uno de ellos. Me
pareció que miraba mis manos mientras manejaba un tablón en el taller, que
estaba en la planta baja. Nosotros subimos a la vivienda, era la calle Postrera
15. La señora Ana nos preparó bocadillos de mortadela. Llegó él hasta la
salita donde merendábamos con Ron Ely que hacía de Tarzán. Y nos dijo
más o menos esto: Siempre he pensado que poco a poco me van naciendo un
par de ojos en la nuca. Quizá por eso veo tan claro el pasado. Lo más
importante está allí. Tenemos más ayeres que mañanas, quién sabe si no
queda ningún mañana.
No entendí nada, pero me resultó extraordinario que el ritmo de sus
palabras se acomodase con precisión al movimiento de los labios de Tarzán,
como un perfecto actor de doblaje. Un Tarzán metafísico, angustiado, rubio,
delgado y demasiado civilizado. Era nuestra serie favorita.
Una noche mientras cenaban, José Serrano abandonó la cuchara
aturdido por un sentimiento denso relacionado con el número de sopas que
había habido en su vida. Las revivía con exactitud cada una de ellas, sus
variedades y composiciones, sopa de picadillo, sopa de cebolla, sopa de
fideos, sopa del puchero, de ajo, arriera; demasiadas sopas, purés y cremas,
y ensaladas y guisos y comidas. Exceso de recuerdos que sobrevinieron en
cascada y él les veía llegar con sus ojos de la nuca tan clarividentes, y el
futuro sin existir y el mensaje póstumo de un padre póstumo ardiendo en la
cartera como una aguja al rojo que perfora la carne y cauteriza al mismo
tiempo. En silencio se levantó de la mesa, abandonó la habitación, bajó al
taller y regresó con una barrena. Volvió y se detuvo en el quicio del
comedor. Desde donde estaba, en el umbral, desplegó la vieja nota y la leyó.
Durante un segundo observó filtrarse un rayo de sol por la vieja persiana,
después apoyó su cabeza en el marco y con la barrena se buscó
violentamente el pensamiento. Se taladró la sien, se derrumbó como un toro
descabellado, con un bufido sordo. Manuel, su hijo, la persona por la que
conozco esta historia, ni advirtió lo ocurrido pues andaba rebuscando
torreznos en la rica sopa. Tendido en el suelo, José Serrano parecía una
montaña de la que brotaba un rojo venero. Esa noche, Manuel Serrano
heredó un trocito de papel.

Fuimos condiscípulos y luego camaradas de bares y tascas,


noctámbulos sin fondo o, como le gustaba decir, entes en franco estado de
descomposición. Algunas noches bebíamos hasta el amanecer. Él me contó
esta historia. Lo hizo como un río que aparece y desaparece, la historia de su
padre y su abuelo. Viviamos sin saber que la vida tiene esquinas de pura
piedra y que a veces es pedernal golpeado por el sílex del azar.
-Vivimos hasta un punto en que la vida se parte como un árbol, hecha
añicos por un rayo, yo lo siento en mi pecho, donde llevo la notita de mi
abuelo.
A Manuel le gustaba saberse consecuencia de dos cadáveres que se
cartean. Me siento como una pluma entre dos corrientes, una de dirección
norte y la otra de dirección sur; pero con el cañamón de plomo. Un cañamón
que me atornillaba al instante.
Manuel exprimía los días y se los bebía mientras sonreía con los ojos
encogidos. Aunque también podía sentarse indefinidamente viendo pasar las
sombras en una pared.
- Mira, amigo - disgregábamos en la barra del bar donde un desabrido
camarero nos soportaba las curdas- me importa un bledo si al abandonar este
precioso establecimiento y cruzar la calle me revienta un trolebús, de verdad;
aunque ya sé que no quedan trolebuses, pero me gusta esa palabra; eso es,
un trolebús que aplaste mi cabeza contra la pared, pues muy bien, porque
justo en este momento soy feliz, soy feliz y me importa un bledo
desparramar mi bulbo raquídeo en la acera. De pequeño si veía una estrella
fugaz o apagaba unas velas o se me metía una pestaña en el ojo siempre
pedía lo mismo: felicidad. Vaya, se me ha escapado, lo mismo ya no se
cumple, se me ha escapado, sí. Todo lo que importa se escapa. Y esto es
vital, ojo, tiene que darme tiempo a leer la nota del abuelo, no debo morir de
repente, ya sabes. Voy a brindar por una muerte rauda y en brazos del amor.
El error de mi padre no fue taladrarse las sienes con la barrena, mientras yo
rebuscaba en la sopa, sino no escoger el momento adecuado. La idea era
buena pero sin organizar, precisaba desarrollarse hacia un clímax final y
definitivo.
Aquella noche, se vino a casa y al desplomarse sobre el sofá dejó caer
su cartera y pude ver en las tapas de su cartera el repujado de un unicornio,
pensé que en el interior esperaba su abuelo y pensé también en Troya. Pero
no hice nada. Fue la última noche de muchas últimas noches que precedieron
a la postrera.
Dejamos de vernos y al cabo de un tiempo me llegó un mail. Había
conocido a una mujer y se confesaba “volátil” como si ella fuese un pájaro
que le prestase sus alas a él.
Un breve intervalo de luz porque había heredado la costumbre paterna de
quitarse la vida. Murió al poco, derrumbado de bruces y con los ojos
arrugados. El sol caía ensangrentado. Y había en su mano dos notas para mí.

Querido amigo:
Me encuentro en el clímax final y definitivo. Te envío unas palabras
que escribí esta mañana.

<< Un hombre y una mujer se aman. Cierta noche, él besa sus


senos, ella le toma por las nalgas y le jala repetidamente hacia su pelvis
abierta con el pene esbarado entre las sinuosidades de su vagina.
Entrelazados, una corriente de líquido placer fluye por ambos.
Entonces él desliza su mano bajo la almohada, palpa el frío hierro,
saca la Browning, se encañona bajo el mentón y, mirándose feliz en los ojos
de ella, tiró hacia atrás del gatillo.
Alertados por la explosión, los vecinos más próximos acuden
presurosos; en el interior de la vivienda pesa un gran silencio. Al forzar la
puerta hallaron a la mujer ocupada en recoger fragmentos de cabeza
esparcidos por la alcoba>>.

Siempre, Manuel.

P.D. Es hora ya de abrir el unicornio y leer lo que escribió el abuelo,


lo que leyó mi padre.

En la nota del abuelo Serrano podía leerse: <<es el tiempo de


los fluidos. El sol cae frente a mí. Un sol que ha vuelto locos a los hombres,
hombres que me roban el futuro. También roban el pasado, porque yo soy el
pasado de mi hijo. >>

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