Está en la página 1de 178

2013 - I

Sergio Carrión
1

No, ni yo sabía querer sin que doliese, ni tú sabías sonreírme. Un


día, un domingo como el de hoy, recuerdo que me cansé de esperar.
"Me gustas", te dije, aprovechando que ya no me importaba rom-
perme un poquito más. Y luego me fui. Toda mi vida he tenido
miedo al rechazo, qué quieres que te diga. No miré atrás. Corrí calle
abajo, y sólo quería perderme. Sólo eso. Recuerdo que no volví a
casa hasta ya muy entrada la noche, y a oscuras me tumbé en la
cama y me puse a escuchar a Roy Orbison. Lo único que sé del
amor, cariño, es que hacen películas muy bonitas sobre él; y ya
está. Nunca he sabido conjugar el futuro perfecto de "Querer". Y
siempre se me ha dado mejor olvidarme de mí, que pasar página.
Soy demasiados errores acumulados; demasiadas carencias senti-
mentales amontonadas en un rincón. Si algún día te digo que tengo
insomnio, que sepas que lo que me quita el sueño es no saber muy
bien cómo cambiar mi vida. Cómo hacer las cosas bien, y cuando
digo "cosas", que sepas que lo que quiero decir es querer a alguien.
Es mi asignatura pendiente, la arrastro desde que me rompieron
por primera vez, aunque ya no me acuerdo de cuándo fue; ha
llovido (y he llorado) mucho desde entonces. Sólo recuerdo que
sonó como cristales rotos y ya nada volvió a ser igual en mí.
Empecé a escribir cosas tristes, y a odiar los días nublados porque
me reconocía en ellos. Empecé a andar de puntillas cuando sentía
algo bonito por alguien. Y también empecé a disfrazar un poquito
los "Te quiero" de "Ya te llamaré". Me volví frío y le dibujé algo de
distancia a mi mirada. Y, bueno, no hay mucho más. No creo que
sea una persona indicada para querer, o para ser querida. Antes, y
este es un punto importante, creo que necesito arreglarme algunas
cosas. Aprender a sonreírle a las despedidas y a entender que la
soledad, a lo mejor, sólo necesita un abrazo. Un buen abrazo, de
esos que ya sólo le damos a las cubatas.
2

Se busca musa para inspirar y escribir; para compartir y encontrar.


Se busca musa para ver atardeceres en directo, y para soñar
despierto. Se busca musa para explicar inexplicables; para sentir
rompecabezas; para parar el tiempo. Se busca musa para dedicar
canciones bonitas, insomnios, y pensamientos en estado de
embriaguez. Se busca musa para sufrir por ella, para callar dicien-
dolo todo. Se busca musa para que la distancia duela; para que el
contacto queme. Se busca musa para que el sentido de la vida tenga
una sonrisa y unos ojos bonitos. Se busca musa para que enseñe a
olvidar, y a volar sin despegar del suelo. Se busca musa para follar,
y para hacer el amor. Se busca musa para que, cuando falte, el
tiempo mate. Se busca musa para tararear besos, para arañar
noches, para morder labios. Se busca musa para encontrarlo todo;
para que nada falte. Se busca musa para llenar media cama vacía,
para calentar las sábanas frías, para decirle a la soledad que se
tome unas vacaciones, que ya no merece la pena.
3

Seguía siendo verano en su piel, infinito en sus ojos y primavera en


sus mejillas, cuando reía. Y yo la quería tanto como el primer día,
tanto como que podría pasarme toda la vida contando. ¿Y qué
sabréis vosotros de lo que sentía, si las palabras nunca estarán a la
altura de aquello? Que si cierro los ojos, y recuerdo, aún me entra
ese vértigo de noches precipitándome por sus caderas, trepando
por su espalda, haciéndole el amor y escandalizando al vecindario.
Rompimos muchas camas, y arreglamos demasiados insomnios.
Y lo perfecto terminó, como siempre, con la llegada del invierno.
Nos fuimos yendo poco a poco; tan poco a poco que, sin darnos
cuenta, un día despertamos demasiado lejos. Y no estoy triste, no.
La vida me ha enseñado que las cosas bonitas es mejor que tengan
finales. Y siempre serán bonitas.
4

Se marchó una noche, y el portazo que dio fue tan fuerte que me
desmontó por completo, y desde entonces tengo insomnio. No
sabría deciros cómo se superan esas resacas que sufres el día
después de emborracharte con falsas esperanzas, sólo sabría
deciros que pueden durar demasiado, lo suficiente como para
hacerte perder la noción del tiempo. Un día, de madrugada, miras
la vida pasar, y las manecillas del reloj matarte. Y ni siquiera
puedes sonreír. No, no puedes, sólo puedes cerrar los ojos e
intentar no dejar de respirar demasiado.
Supongo, ojalá, que algún día nos enamoraremos de alguien
que no quiera irse nunca. Supongo que algún día empezaremos a
ser felices para siempre. Yo qué sé. Sólo os digo lo que sería bonito
que sucediese, pero yo de cosas bonitas sólo sé la forma que tenía
de hacerme sonreír como un tonto. La forma con la que aprendió
de romperme con estilo. Yo ni me daba cuenta, y casi que ni me
hubiese importado. El amor, qué queréis que os diga, siempre me
ha convertido en masoquista.
Recuerdo los últimos minutos que pasamos juntos. Fueron
graciosos. Y mientras ella me cantaba "Knockin' On Heaven's
Door" al oído, yo simplemente me rompía como sólo las personas
que están enamoradas saben hacerlo. Me rompía sonriendo. Me
rompía cuando le dije "Cariño, sólo tú sabes hacerme el amor ha-
ciéndome daño". Y luego se marchó. Y, de repente, era demasiado
tarde. Como siempre.
5

Hola, cariño, ¿todo bien?


Hoy ha hecho frío y me he acordado de ti. Creo que aún sigo
esperando que aparezcas de repente y me des un abrazo, y me
hagas entrar en calor, y que luego me digas al oído, muy bajito,
cosas que sólo a ti y a mí nos importan. Pero algo me dice que no
vas a aparecer, y que, otra vez, voy a quedarme con las ganas de
que seamos algo juntos, como no hace mucho tiempos éramos.
¿Recuerdas? No, mejor no recuerdes, yo lo hago y duele bastante.
La verdad, si me preguntas, no sé muy bien qué hago aquí,
dedicándote estas palabras que no vas a venir a leer. Y, de leerlas,
que no vas a responder. Me gusta suponer que estoy a punto de
olvidarte, y que pronto nos vamos a ir todos y que mañana nada de
esto tendrá sentido. Pero sigue siendo una suposición, y ya sabes
que las mías raramente se cumplen.
Por cierto, ya me he enterado de que estás siendo feliz con otro
y, por una parte, me alegro; pero luego hay una parte que no se
alegra demasiado. Hablo de esa parte a la que le hubiese gustado
que ese con quien estás siendo feliz hubiese sido yo. Ya sabes que
siempre quise que encontrases en mí todo lo que buscabas, pero no
pudo ser, ¿qué vamos a hacerle? Supongo que estas cosas pasan.
Y, sí, vuelvo a llorar cuando nadie mira. Vuelvo a desconocer-
me en el reflejo de los espejos. Vuelvo a la mala costumbre de
echarte de menos por las noches. Y también vuelvo a drogarme con
el pasado: esa sustancia tóxica que siempre termina jodiéndolo
todo. Al parecer, el día que enseñaron a pasar página, no fui a clase.
Y, hablando de pasar página, creo que ya lo único que ayudaría
sería quemar el libro. ¿Tienes mechero?, espero que sí.
6

Nunca sabrás que no sé escribir sino rompiéndome, y que ni el


invierno, ni la primavera, ni el verano, sino el otoño, es mi estación
favorita. Que amo pisar las hojas secas; que amo cuando el viento
me vuela; que amo los atardeceres tristes, las despedidas grises. Y
nunca sabrás que no sufro más insomnio que ese echarte de menos
hasta perder el sueño. Nunca sabrás, de mí, mis sueños; ni mis
esperanzas, ni por qué sonrío cuando sonrío, ni por qué te quiero
tanto aunque duela. Y que el café no me pone nervioso, y que el
alcohol me pone triste, y que me gusta mirar a los desconocidos
como si los conociera. Nunca sabrás nada, y todo, de eso. Que
Chopin me hace llorar por las noches y soñar tan, tan fuerte, que es
demasiado bonito. Nunca nos abrazaremos hasta asfixiarnos los
cuerpos. Nunca nos besaremos hasta quemarnos las bocas. Y, no,
nunca nos miraremos hasta dormirnos los ojos. Ni nos bostezare-
mos las legañas, ni cantaremos ninguna tonta canción en la ducha,
ni tú serás de mí, nada que no pueda ser cualquier otro; ni yo seré
de ti, nada que no pueda ser cualquier hijo de puta. Pasará el tiem-
po, tan rápido, tan lento, tan nosotros siempre llegando tarde a to-
dos los sitios. Pasarán las horas, los días, las estrellas fugaces a las
que nadie les pidió un deseo. Y tristes o contentos, qué más da,
aprenderemos a restarle importancia a la distancia, al silencio, a
ese constante echarnos de menos. Aprenderemos a sobrevivir con
un cubata en la mano. Aprenderemos que los errores que cometi-
mos fueron, a veces, un poquito aciertos. Y déjame en paz, déjame.
Vete antes de que me vuelva loco por desatar mi pasión con tus
pestañas; antes de que me muera por besarte los párpados; antes
de que... antes de que mire hacia atrás y te vea, y me vuela a
enamorar de tu forma de hacerme daño. De tu sonrisa.
7

Que ha pasado un tiempo desde que empecé a decir que ya te había


olvidado; un tiempo desde que aprendí a mentirle al mundo, a
mentirme un poco a mí. A sonreír, de una forma creíble. Pero, oye,
no puedo correr más rápido que todo lo que te quise y, en cuando
me detengo a coger aire, me alcanzan las ganas de rescatarte de
ese, poco profundo, lago al que llamamos olvido.
No hay otra realidad que esa en la que, al final, sigo alimen-
tándome de ojalás. Que sigo sobreviviendo a base de cerrar los ojos
y pensar "Quiéreme, joder". Y, ya, ya sé que este camino no lleva a
ningún sitio, ya sé que no hay salida, lo sé, lo supe nada más entrar,
pero, cómo te explico, que las vistas son demasiado bonitas.
Es difícil, eso de hacer lo correcto, cuando la belleza de tu
sonrisa sigue eclipsando cualquier atisbo de rebelión. Cuando cual-
quier segundo que paso a tu lado termina convirtiéndose en el
mejor momento de mi vida. No es sano, no. Pero y qué, si esta
necesidad de ti es lo único que me queda en un mundo cada vez
más vacío de cosas que me importen.
Al final me iré, te irás, nos iremos todos. Al final no quedará ni
final, ni recuerdos del principio, ni del prólogo, ni del autor. No sé
si me entiendes. Esta noche te besaré la distancia cuando nadie
mire. Atenta.
8

Se marchó como se marchan las cosas que siempre he querido, es


decir, faltando más que nunca. Y luego llegó la noche y se trajo
unas cervezas y algunas heridas. Dicen que el insomnio no es otra
cosa que el miedo a esa media cama vacía; un trastorno crónico que
te hace odiar las sábanas frías. No la llamé siguiera para decirle que
aún la amaba; y borré todo lo que me recordaba a ella de mi vida:
nuestro chat de WhatsApp, su número del móvil, su carmín que,
marcando mi almohada, era el cuadro más triste del mundo. Y
luego no quedó nada, sólo un vacío gris; gris como una canción de
Chopin de madrugada. Como volver a recaer en ese no saber qué
hacer con tu vida. Qué le pasa a mi forma de vivir, que me hace
morir tan deprisa. Y pasaron años aquella noche, y recuerdo que
me emborraché hasta cometer locuras, hasta decirle a la luna que
se apagase, hasta financiar mi insomnio a 10 años. Y, luego,
irónicamente, amaneció, más después que antes. Y, nada más,
como bien dijo Sabina, la vida siguió como siguen las cosas que no
tienen mucho sentido.
9

Aprendí a no esperar mucho de la gente; a no esperar mucho de las


despedidas. Aprendí a querer con los ojos cerrados; y a no olvidar
lo necesario. Aprendí que los amaneceres están sobrevalorados, al
igual que los atardeceres, y que tus dedos acariciando mi espalda
son como otros dedos cualquiera acariciando mi espalda. Aprendí a
emborracharme para recordar más fuerte; y a saltar al vacío de
quedarme sin ganas, y vivir en reserva. Aprendí que la esperanza es
lo último que se pierde, sí, pero que termina abandonándonos
alguna noche, cuando ya se ha cansado de nuestro insomnio; de
nuestra tristeza. Y se marcha sin decir adiós, sólo escuchas un
portazo, y cierras los ojos, y ni siquiera tienes fuerzas para llorar.
Aprendí que todos estamos tan solos como cualquiera, y que hay
canciones que nos salvan de muchas resacas. Aprendí que nunca
aprendemos a tropezarnos, ni a levantarnos, y que a veces podemos
sentir cosas bonitas por aquello que nos hace tropezar. Aprendí que
hay abrazos que curan, besos que no dicen nada, y miradas que te
hacen viajar. Aprendí que los imposibles sólo existen para las
personas que no están lo suficientemente locas. Aprendí a rimar
"soledad" con "nicotina". Aprendí a decirte que no te quería, aun-
que te quisiera. Aprendí a no ser lo suficiente para ti. Aprendí a
hacer como que no estaba cuando el amor llamaba a la puerta. Y,
cariño, también aprendí a dedicarte cosas que nunca escribí;
canciones bonitas que nunca hablaron de ti; a cerrar los ojos con
fuerza y desnudarte como nunca, nadie, te desnudó; aprendí a
hacerte el amor en la distancia; y a sonreírle a no saber, muy bien,
qué era eso que sentías por mí. Pero hay algo que nunca aprendí, y
es que "demasiado tarde" no es una bonita hora para darse cuenta
de las cosas. No sé, cariño, yo ya estoy cansado de vivir de la forma
equivocada. Ven a verme cuando puedas, estoy en la misma indeci-
sión de siempre.
10

Era ya entrada la noche de un día de verano, las estrellas brillaban


en el cielo como pocas veces lo habían hecho. Yo estaba algo ner-
vioso, tú estabas algo increíble. Qué digo, demasiado increíble.
Sonreías de vez en cuando y me drogabas, yo ya iba borracho.
Estábamos tumbados perdiéndonos en algún rincón del infinito,
sin saber muy bien qué decir, intentando buscar las palabras que
fuesen a juego con aquella extraña noche. Yo busqué tu mano, a
ciegas, con cierto vértigo entre los dedos, y la abracé muy fuerte,
como queriendo decirte que te quería. No, no te quería, te amaba.
Te amaba de alguna inexplicable forma; con una incontenible
pasión que, de recordarlo, aún quema.
Y, de repente, algo sumamente mágico: tu manó aferró fuerte-
mente la mía, como si te hubieses encontrado en ella, después de
vagar perdida. Y, de repente, otra cosa sumamente mágica: nos
miramos. Y, tan quietos, mantuvimos durante unos segundos aque-
lla mirada. ¿Qué me decías? No lo sé muy bien, pero tus ojos me
hablaban. Creo que hablaban de lo nerviosa que estabas y de que,
para ti, aquella también era una noche para guardar en el álbum de
fotos de los buenos momentos.
Se me hizo la eternidad en aquel instante. "¡Qué se pare el
mundo!", gritaba en silencio. Debiste oírlo, porque sonreíste, como
si tú hubieses pensado lo mismo. Y, luego, no sé cómo sucedió, se
apagaron nuestros ojos y empezamos a hablar a besos, que es el
mejor idioma del mundo. Hablábamos de cosas superficiales, como
del tiempo; de cosas sin importancia, como el resto del mundo. Y,
poco a poco, hablamos de no hablar demasiado, de dejarnos llevar
y de viajar sin movernos. De mi mano enredada en tu pelo; de tu
mano en mi cintura. Del latir precipitado de dos corazones que
tienen prisa por enamorarse. De cosas que aún, si me doy cuenta,
no entiendo. Y supongo que no necesito entenderlo todo. Supongo
que, simplemente, sólo necesito recordarlo.
11

Que queríamos escapar, sí, pero no sabíamos hacia a dónde. Que


sólo queríamos salir, irnos muy lejos, allí donde ser nosotros
mismos no fuese tan difícil. Donde no decir "te quiero" estuviese
prohibido y donde el orgullo no jodiese las cosas bonitas. Pero de
querer a hacerlo, qué os podría decir, hay un abismo muy parecido
a la peor indecisión del mundo. Y te das cuenta, un domingo como
hoy; como cualquiera; de que no puedes correr mucho, que no lo
suficiente, que no tanto como para llegar a alguna parte. No sé si
me explico. Y te tumbas en la cama, aturdido, sin poder llorar
porque tú ya no lloras; sin poder gritar porque hay gente viendo la
televisión. Te tumbas en la cama y es un poco olvido, pero hacia
adentro, un dejarse caer en el colchón deseando que alguien te
rescate cuando haya alguna vacuna contra las cosas que no tienen
mucho sentido. Pero no. Y así se te va pasando la vida. Y que quizá
por eso odiamos un poquito los domingos. Y mañana lunes, como
si quisiéramos morirnos tan rápido. Algo va mal en el mundo y yo
qué sé, quizá sea porque estamos perdiendo la bonita costumbre de
declararnos escribiendo un poema a la persona que nos gusta. O
porque ya no sabemos abrazar como antes. O porque tenemos tan-
ta prisa en llegar a los sitios que no disfrutamos de las vistas, ni de
las sonrisas, y que todos nos maquillamos ahora un poquito y que
ya no somos nosotros tanto tiempo. Es esa decadencia a la que
llamamos rutina. Y yo empiezo a no saber sobrevivir tanto como
me gustaría. Empiezo a desear enamorarme con esa urgencia en la
mirada de que si alguien no me coge de la mano pronto voy a
desintegrarme. A evaporarme. A tener la sonrisa más triste del
mundo. A tener los calcetines, en los cajones, desemparejados; por
ese no querer pensar en los abrazos.
12

—Estuve esperando tu llamada toda la noche.


—Lo siento, estaba ocupada.
—¿Ocupada en qué?
—Ocupada en perder el tiempo; o dejando que el tiempo me
perdiese a mí. Yo qué sé.
—No me jodas, tenía algo importante que decirte.
—¿Y bien?
—¿Realmente te interesa saberlo? Yo creo que no, que hace
tiempo que nada te importa una mierda.
—Tienes demasiada razón, cariño. ¿Tienes tabaco?
—Quiéreme.
—...¿Qué?
—Ayer quería decirte eso: Quiéreme.
—No tienes ni puta idea de lo que es querer, cariño. Ni tú, ni yo.
—Aprendamos juntos.
—¿Te das cuenta?, siempre que hablo contigo parece que
estemos en una película.
—Quiéreme.
—Hay otras formas menos dolorosas de morir.
13

Qué quedará de nosotros, de ti y de mí, cuando dejemos de


intentarnos, cuando el orgullo gane el pulso y cuando le abramos la
puerta al insomnio por las noches, de madrugada, y ya nada
importe demasiado. Qué quedará cuando, en nuestros cuartos,
tumbados en la cama, parezcamos dos cadáveres, tan fríos y con
esa triste sonrisa en la mirada que deja la distancia cuando mata.
Qué quedará, yo no lo sé, no me preguntes; no me mires, voy a
llorar, a correr tan fuerte y a huir tan rápido que quizá me rompa
ahora mismo. Demasiadas ganas, cariño, demasiadas ganas me han
caducado mientras te esperaba sentadito en todas mis indecisiones.
Y no he podido hacer mucho. No pude aprender a olvidar antes de
que comenzases a doler. Y nunca supe cerrar los ojos hasta
desaparecer. Ha sido un poco como llegar demasiado tarde, pero ya
me voy acostumbrando. Y de nuevo la única forma que tengo de
gritar es escribiendo, ahogándome en palabras que nunca te dije,
que siempre estuvieron ahí, calladas, quemándome la garganta y
dejando cicatriz. Algunos "Te quiero" y "Te echo de menos", otros
"Ojalá estuvieses aquí" y un tímido "Vuelve pronto". Pero no. Pero
no, ni tú ni yo, ni querernos ya, ni tú volver ni yo perseguirte.
Ahora ya pasar página, sin querer, sin poder, con ese brillo en los
ojos de que voy a llorar en cuanto deje de engañarme, que no soy
tan fuerte. Y es que a mí, y eso ya lo sabes, siempre me han dado
miedo los finales, quizá porque son inevitables.
14

Que no quiero que vuelvas, lo que yo quiero es que no te vayas


nunca. Que no quiero finales felices, ni poemas bonitos, ni domin-
gos de mantita y peli, ni París; yo lo que quiero es que estés. Eso es
todo. Que estés y me mires, cuando me derrumbe por dentro, y que
me cojas de la mano muy fuerte cuando empiece a romperme, y
que me digas que no, que no merece la pena, cuando ponga los ojos
en blanco y me entren ganas de llorar. Quiero que me abraces el in-
somnio por las noches, que me entiendas los silencios y que can-
temos alguna canción de Radiohead en la ducha. Que me pases el
humo, que me beses sin motivos, que me improvises sonrisas y
quiero no tenerle miedo a los lunes a tu lado. A tu lado, todo, sino
nada. A tu lado sonriendo o llorando, qué más da, hace tiempo que
me maravilla la belleza de lo triste. Hace tiempo que planifico un
futuro contigo, como si fuese la salida de emergencia de mi vida. Y
es que creo que sigues sin entender que yo me reduzco a un mon-
tón de ojalás que se parecen mucho a tu forma de besarme. Nadie
va a entender mejor que tú esta tonta necesidad de cerrar los ojos y
que, al abrirlos, sigas ahí, a mi lado, sin que te asusten ni mis cica-
trices ni mis ganas asfixiantes de escapar. Que sigas ahí ayer, hoy y
mañana. Y hasta que se nos sequen las ganas y nos preguntemos
qué hora es nada más levantarnos, mareados ya de girar con el
mundo. No sé, me ahogo un poquito al no poder expresarlo mejor.
Al comprobar que las palabras, a veces, no están dispuestas a ha-
blar de esto: de lo de dentro. Así que, cariño, cierra los ojos con
fuerza. Lo haces muy bien. Sí, muy bien...
15

—...y entonces salí corriendo tras ella para decirle...


—¿Sí?
—Para decirle que si se marchaba yo me iba con ella, que no
quedaría nada por lo que mereciese la pena quedarse si no volvía.
Que la vida dejaría de tener menos sentido del poco que ya tiene, y
que todo me resultaría triste y gris, que dejaría de saber sonreír, de
saber levantarme de la cama por las mañanas, y que me matarían
los días de la semana demasiado. Y la abrazaría fuerte, fuerte,
fuerte, lo suficiente como para que notase que estaré con ella para
siempre, que no nos separarán ni las ganas de irnos lejos. La
besaría hasta llorar. Hasta doler. Hasta creer que estamos en un
sueño. Hasta sonreír. Me quedaría mirándola fijamente hasta
perderme en sus ojos, y quizá no volvería nunca. No, no volvería;
me perdería allí, con ella, en lo más hondo del verde de su ojos. En
ese verde con el que he pintado después todas las paredes de mi
vida.
—Qué bonito y qué triste...
—Sí.
—¿Y qué pasó luego?
—¿Luego cuándo?
—Cuando le dijiste todo eso, que la querías.
—Pasó que, por desgracia, a veces en la vida sentimos cosas
bonitas por personas que ya están sintiendo cosas bonitas por
alguien. Me limité a maldecir mi jodida mala suerte sonriendo de la
forma más creíble posible y diciéndole que no pasaba nada, que
adiós, que encantando de haberla conocido.
—Vaya...
—Y nos fuimos.
16

Era un poquito dejarse llevar, sino no, sino quererla terminaba


asfixiando, como una de esas noches calurosas de agosto en las que
ni siquiera puedes dormir. Y es que ella era también un poquito
insomnio. Recuerdo... recuerdo que un día la llevé a ver un atarde-
cer. No era el atardecer más bonito del mundo, pero tampoco
importaba, recuerdo que allí, a su lado, sin prestarle atención a
nada que no fuese suyo, odié no poder detener el tiempo. Odié que
el contacto no fuese excesivo, que no hubiese suficiente ración de
besos. Si existe un límite en todo, os aseguro que no había ninguno
en las ganas que le tenía. Que yo aprendí a desvestirla sin tocarla,
chicos. Que aprendí a fotografiarla con palabras, en poemas que
nunca me atreví a escribir. Que aprendí a besarla sin rozar sus
labios. Aprendí, y qué bonito, a echarla de menos cuando estaba. A
morir un poquito cuando se iba, y cuando decía "adiós" y sonaba
como un disparo. Que yo por ella dejé de perder todos los trenes.
No sé. Aquello fue hace mucho, y si cierro los ojos sólo puedo
escribir lo bonito, que ha quedado como una pequeñita y, sí, vale,
preciosa cicatriz. Al final, dicen, y será verdad, que el tiempo sólo
nos hace guardar las cosas buenas. Los atardeceres como aquel. Las
tantas noches de mirarnos sin decir nada. Las muchas sonrisas al
verla aparecer, ya por el horizonte, y que conforme se acercaba
más, yo latía más fuerte. Como si me fuese la vida en ello. Como sí,
y supongo que así era, me fuese la muerte sin ella.
17

Y allí estábamos los dos, un poquito sin saber cómo decir que aún
nos queríamos. No, espera, no queríamos decirlo; sólo queríamos
dejar de sentirlo. Cerrar los ojos y escapar, como siempre. Y es que
no podemos cicatrizar tan rápido las heridas del corazón, supongo.
No podemos despertarnos una mañana y cambiarnos los senti-
mientos mientras nos quemamos con el café. Y ese, quizá, es el
problema: que a veces la razón dice sí muy fuerte, y el corazón nie-
ga con la cabeza. No preguntes quién termina cediendo, lo sabes
muy bien; ayer te besé con la mirada sin que te dieras cuenta. Y me
gustaría que no me tentasen tus esquemas, oye. Y es que esos besos
que algún día fueron míos, habiéndolos perdido, es un poco como
notar un vacío en mi boca. No podría encontrarle otras palabras a
ese querer, pero no quererte. A ese tren que me lleva de vuelta a
donde ya fui y de donde escapé hace algún tiempo: a tus brazos. A
tu ese algo que me enamoró un día, y que seguirá ahí, supongo,
pero yo, ya, no quiero. Yo ya sólo sonreír como un tonto y esperar
que me consideres curado del amor, que de repente empezó a
matarnos sin llamar a la puerta. Y ni triste ni bonito, como la vida
misma, el tiempo sigue pasando sin nosotros saber muy bien por
qué pasa, y que probablemente no pase por nada en concreto. Ya
ves que sigo sin saber escribirle finales a las historias tristes. A
nuestra historia. Y así es un poquito toda mi vida.
18

—Todos los chicos sois iguales, sólo pensáis en follar.


—Eso es injusto, y lo sabes.
—¿Entonces no quieres follar?
—No he dicho eso. Quiero follarte, y luego quedarme para el
desayuno. Y para el almuerzo. Y un poquito para siempre.
—¿Y para toda la vida?
—Quién sabe.
—Lo que pasa es que me han hecho mucho daño, ¿sabes?, los
hombres...
—Y a mí las mujeres, por eso escribo tan triste.
—Nos hemos dedicado a ir rompiéndonos en los brazos de
otros. Y en las camas.
—Y, a veces, ni eso. A veces sólo bastaban un par de silencios y
unos cuantos kilómetros.
—Sí...
—¿En qué piensas?
—En que quiero quererte, pero no sé, nunca he sabido hacerlo
muy bien.
—Nadie sabe querer bien del todo. Supongo que es algo que se
aprende con los años, y con los daños, y cerrando los ojos y
besando cicatrices ajenas. El amor es un gran acto de fe.
—No te pongas tan filosófico que me pierdo.
—Es que quiero besarte.
—Y yo quiero que me beses.
—¿También estás perdida, no es cierto?
—Yo... tú sólo bésame, y ya te responderé mañana.
—¿Qué querrás para desayunar?
—A ti, pensaba que ya lo sabías.
—Lo suponía, pero la certeza es mucho más bonita que la
suposición. ¿Por dónde íbamos?
—Creo que por no sé qué de dos chicos perdidos, y el chico se
disponía a besar a la chica...
—Qué historia tan bonita.
Y esa noche nunca fue demasiado tarde para ninguno de los dos.
19

Hace frío, y no es una cama, es soledad amontonada, ganas y horas


mirando por la ventana. Estrellas, brillan lejanas, como mis ganas
de escapar de esto, pero se me han dormido las piernas. Y ya no me
reconozco en los espejos, mirada ausente, me desnudo por dentro,
a veces lloro, no pasa nada, he cerrado la puerta con pestillo.
Radiohead en mis oídos, vuelo, ¿y mi cuerpo?, no tengo cuerpo, soy
sólo el viento de todas las palabras que nunca digo. Y apareces
entre las sombras de alguna fantasía, sonrío, no quiero tocarte,
quiero quedarme así, ahí, contigo, sin ti, te llevo dentro, en todo lo
que te dedico. Llaman a la puerta, es la soledad, pero hago como
que no estoy, esta noche sólo quiero estar conmigo. Solo. Enciendo
un cigarrillo, lo cojo entre mis dedos y empiezo a hacer corazones
deformes con el humo. En la ventana siguen las marcas de nuestros
nombres, escritos en el vaho de algún suspiro, no lo recuerdo, los
repaso, que no se borren nunca, y que lo hagan pronto, esos nom-
bres marcados es todo lo que queda de lo que nunca tuvimos. Y hay
sentimientos a los que no les da la puta gana explicarse, y me
quedo tiritando por falta de abrazos; me entra el miedo de que me
superes, otra vez, y de que me hunda en esta mierda de esperarte.
Siempre llegas cuando ya es demasiado tarde, cariño, es decir,
nunca. ¿En qué estarás pensando?, ¿a quién estarás amando?, ¿qué
hijo de puta te estará robando el corazón en este momento? Y no
puedo hacer otra cosa que coserme las heridas, no hay anestesia, va
a doler mucho. Ahora viene Lana Del Rey, me habla de ese verano
en el que fuimos, le digo que se vaya, y me dice que es sólo una
canción en el reproductor de audio. Me relajo, respiro hondo, todo
lo hondo que puedo, hasta que toco fondo, muy al fondo, pero se
me da falta bucear en mí mismo. Es hora de irse a dormir, los
recuerdos se levantan tarde. Y yo hoy no quiero morir tan pronto.
20

Recuerdo no poderla olvidar lo necesario, y pasarme los días, y


también las noches, preguntándome por qué no podía pasar
página. Por qué, si dolía tanto. Por qué, si yo me merecía algo
mejor. Me merecía, simplemente, algo. A alguien que estuviese, y
que me causase insomnio estando conmigo en la cama. Pero la vida
es caprichosa, por no decir que es una hija de puta, y a veces sólo
podemos resignarnos un poquito. Cerrar los ojos. Fantasear con
que, algún día, por fin, las cosas no dolerán tanto. Que seremos
felices, tarde o temprano. Sólo nos queda ese ojalá, un poco como
humo, y ya se me está acabando el tabaco. No sé si me explico, que
ya me estoy cansando de todo, de no tener mucho, prácticamente
nada, no lo suficiente. Y no me preguntéis qué tal estoy, porque os
diré que estoy bien al no saber cómo deciros que no sé si realmente
estoy. Que no sé dónde, que no sé cómo. Que sólo sé que no merece
la pena seguir a veces. Y me encierro en mi habitación, un poco en
mí, y me tiro sobre la cama tratando de encontrar la salida de
emergencia. Tratando de resolver la ecuación de mi vida, pero es
que a mí siempre se me han dado mal las matemáticas, así que
desisto. Me pongo a escuchar música, y bonito es comprobar que
existen canciones que aún te saben abrazar, y estar ahí cuando ni
siquiera tú estás contigo. Y deseo, hasta quedarme dormido, que
llegue alguien a rescatarme antes de que sea demasiado tarde, y
que quizá es demasiado tarde desde hace tiempo, pero no importa.
No importa. A estas alturas lo único que importa es que seguimos
viviendo sin saber muy bien qué es la vida. Y tenemos que sobrevi-
vir como sea. O con quien sea.
21

"¿Qué te pasa?", dijiste, y clavaste en mi tus ojos, desnudándome


por dentro. "Que a mi vida le falta alguien", respondí, ya desvestido
de toda esperanza, habiéndome quitado las ganas de seguir negan-
do lo evidente. "Bueno —continuaste—, no te preocupes, ya encon-
trarás a ese alguien, tarde o temprano".
Y, entonces, te miré, y medio sonreí ante la extraña situación en
la que nos encontrábamos. Tú, intentando leerme. Yo, intentando
quemar el libro. Medio sonreí y miré por la ventana, la lluvia caer, y
me quedé unos segundos callado, relamiendo la respuesta que
llevaba toda la vida temiendo decir en voz alta.
"El problema de que a mi vida le falte alguien... —dije mientras
me escondía hacia adentro— es que a la vida de ese alguien no le
falte nadie.”
Y luego me rompí sin hacer ruido.
22

Eres como poesía, música, ginebra de la cara, un atardecer 24


horas al día, Joaquín Sabina, ver llover desde casa, mantita y peli
los domingos, mi canción favorita en la radio, los macarrones con
atún y queso, el verano, un solo de Mark Knopfler, los días de fiesta
sin resaca, un cumpleaños que cae en viernes, las hamburguesas de
1€ de McDonald's, la lencería de Intimissimi, las medias sonrisas,
las miradas perdidas en el vacío, las noches estrelladas, el cine de
verano, los festivales de música junto a la playa, las historia de las
abuelas, las segundas oportunidades, las Converse, Spotify
Premium, los recuerdos de la infancia, guerra de globos, el sol
después de una tormenta, las ganas, el amor correspondido, Stan-
ley Kubrick, las curvas de Marilyn Monroe, París, la comida india,
la comida china, comerte a besos, los silencios cómodos, Pulp
Fiction, el olor de un libro nuevo, los besos bajo la lluvia, los besos
sin lluvia, los besos a todas horas, los abrazos que curan, las perso-
nas que te entienden, las canciones que te encuentran, las noches
de insomnio, las preguntas existenciales, el café por la mañana,
tostadas con mermelada, los postres caseros, los derechos huma-
nos, las películas que te emocionan, las sorpresas, los regalos de
Navidad, Haagen-Dazs Strawberry Cheesecake, las barbacoas con
los amigos, la cerveza muy fría, las fiestas del pueblo, el ajoaceite,
los espaguetis a la carbonara, los coches antiguos, la cultura pop, lo
vintage, el día que nos conocimos, los proyectos de futuro, las espe-
ranzas que se cumplen, viajar, una pareja de ancianos cogidos de la
mano, cantar en la bañera, llorar de la risa, el humor absurdo, los
diálogos de Woody Allen, las cosquillas, los curasanes rellenos de
chocolate, el mar, la sensación de estar enamorado de la persona
adecuada, el sexo, los anuncios de perfumes, la música clásica. Eres
un no sé cómo decirlo, un me dejas sin palabras, un lo quiero todo
contigo, un sin ti no quiero nada.
23

Que la quise bien o mal, no importa, pero fue bonito, y supongo


que si me duele olvidar es porque, en algún momento, mereció la
pena conservar aquello. Aquel amor, aquella droga, aquellas
noches tan llenas de insomnio y soledad. Tan llenas de su ausencia,
de mi incesante consultar nuestro chat de WhatsApp, odiando no
atreverme a decirle que la echaba de menos, y tanto, que un día
olvidé cómo era eso de sonreír. No merece la pena dar muchas más
explicaciones, siempre he creído que a mi vida le falta algo, una
mitad, un alguien que supiese rescatarme a tiempo, que supiese
abrazarme lentamente, y es que los abrazos son las tiritas para las
heridas de dentro. Esas heridas que sangran menos y duelen más.
No sé, quizá me equivoque. Quizá a nuestra vida no le falte nada, y
sólo necesitemos aprender a sonreírle a nuestras cicatrices, a nues-
tras imperfecciones, al paso del tiempo, y un poquito también a la
soledad. La soledad... vaya, ¿recordáis cuando de pequeños nos
tapábamos la cara con las sábanas cuando teníamos miedo?, pues
yo lo mismo con la soledad, pero no sirve de mucho. De nada,
realmente. Y, es que, quién quedará cuando se hayan ido todos, y
con quién compartiremos todos los atardeceres que nos quedan, y
con quién nos quemaremos con el café por la mañana. ¿Con quién
nos haremos ruinas? Quién nos follará, y nos hará el amor y nos
dirá que todo irá bien cuando el mundo duela. Quién. Pues, yo,
quiero enamorarme de ese quién. Y que sea bonito y que para siem-
pre. Y que, cuando lo encuentre, tenga la sensación de que todo
este tiempo que he estado perdido ha merecido la pena.
24

Le cogió el teléfono cuando sonaba el 3 tono:


—¿Sí?
—Soy yo.
—¿Quién?
—Sergio.
—Ah, Sergio, no tenía tu número guardado.
—Muy bonito.
—Soy un desastre, lo sé.
—Mira, precisamente te llamaba para hablarte de desastres.
—¿Qué?, ¿¡ha pasado algo!?
—Nosotros.
—¿Nosotros?
—Bueno, mejor dicho, lo que no nos ha pasado a nosotros. Qué
desastre.
—No te entiendo, Sergio...
—Es normal, cariño. Mira, yo te quiero.
—Vaya... no sé qué decir.
—No, si no tienes que decir nada. Estoy pagando yo la llamada.
—...
—Voy algo borracho, ¿vale?
—¿Quieres que hablemos mañana mejor?
—No, no, espera, ¡no cuelgues! Mañana no me atreveré a
hablarte de lo que siento.
—¿Y qué sientes?
—Sin ti, no siento mucho. No sé si me explico.
—Sí, pero, por qué sientes eso por mí.
—No lo sé, oye, ¿estás cosas podemos elegirlas?
—Supongo que no.
—Yo sólo sé que llegaste un día y empecé a escribir por ti.
—Qué bonito.
—Y qué triste.
—¿Por qué triste?
—Porque sólo escribo ojalás, esperanzas, como sueños bonitos y
frágiles, que se rompen cuando me doy cuenta de que tú...
—¿De que yo...?
—De que... el plural de tú es "vosotros" y no "nosotros".
—Yo ahora no estoy con nadie.
—Pero no estás conmigo. Y qué forma tan bonita de morir.
—No hay formas bonitas de morir, Sergio.
—Claro que las hay. Estamos muriendo ahora mismo, a cada
instante. Y, por ejemplo, morir a tu lado sería bonito.
—Vaya...qué bonito. Sigo sin saber qué tengo yo que te haya
llamado la atención.
—Y yo sigo sin saber por qué sigo esperando trenes que ya han
pasado. La vida es un poquito así.
—Sergio, creo que me tengo que ir ya, ¿vale? Mañana hablamos.
—¡Espera!
—Dime.
—Seré breve: dueles.
—Lo siento...
—No te preocupes, cariño, a mí siempre me han dolido mucho
las cosas.
—Hablamos mañana.
—Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, Sergio.
Y Sergio se encendió un cigarro y empezó a consumirse,
mientras sonreía, y por dentro lloraba, y pensaba en la mala suerte
que tenía en eso del amor. Pero, bueno, qué vamos a hacerle, la
vida es un poquito así. ¿Verdad?
25

Y así se fue, sin decir adiós, sin decir que volvería pronto, sin llorar,
sin gritar, sin sonreír, sin fumar, sin mirar, sin querer irse, sin que-
rer volver, sin esperar, sin desesperarse, sin encontrar, sin perder-
se, sin correr, sin mirar atrás, sin cerrar la puerta, sin pegar porta-
zos, sin llamar al ascensor, sin bajar, sin saltar, sin moverse, sin
andar, sin latir, sin ser, sin sentir. Sin vivir, sin morir.
Se fue, y cuando quiso darse cuenta, y cuando la gente le miraba
sin verle, y cuando le escuchaban sin oírle, y cuando le abrazaban el
vacío que tenía dentro; se dio cuenta, y ya ni se horrorizó, de que se
había convertido en un maniquí. Y qué puede esperar, de la vida,
un maniquí. Qué.
Recuerdo que sonaba de fondo "Ocho y medio" de Nacho Vegas.
26

Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que
hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un
poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno.
Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que
nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices:
que las comparta con nosotros.
Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante
como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo
hacía, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del
amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado
a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien
llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te
rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los
sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos
con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia,
tanteando el precipicio antes de saltar, porque si vamos a morir,
queremos morir por alguien que sepa llorarnos.
Y sobre el desamor (o cuando sientes cosas bonitas por alguien
que ya está sintiendo cosas bonitas por otro) pensaba que, a veces,
es inevitable. Y que, ojalá, pudiésemos elegir de quién enamorar-
nos, y hacerlo de aquella persona que supiese querernos. Pero las
cosas, por desgracia, no son así. Y muchas veces (más de las que me
gustaría) terminamos padeciendo insomnio por alguien que, ade-
más, e irónicamente, nos hace soñar.
Y luego terminó hablando sobre la capacidad de olvidarnos de
las personas, y sobre la naturaleza de los recuerdos, diciendo que la
mejor forma de olvidar a alguien que nos duele recordar es llegan-
do a la conclusión de que no merecemos eso, de que merecemos
algo más. De que merecemos sangrar por alguien que, luego, venga
a curarnos. De que la vida no es tan larga, ni dura tanto, como para
estar perdiendo el tiempo esperando trenes que ya han pasado. De
que hay que sonreírle a los amaneceres, independientemente de
que llueva e independientemente de que compartamos cama con la
soledad. Que las cosas llegan cuando menos las esperas, y que si
siempre las estás esperando, sólo tardan en llegar un poquito más.
Pero llegan, tarde o temprano.
Y entonces dijo: "Sigo queriendo a toda la gente a la que he
querido en mi vida, pero sólo amo con esa urgencia en la mirada a
la esperanza de que, un día, y qué más da cuándo, amaré a alguien
y será para siempre".
27

Cómo escapar, y a dónde, con quién, cuándo, por cuánto tiempo. Y


mejor no escapo. Mejor me quedo aquí, muy quieto, un sábado por
la tarde, está anocheciendo, y siempre he pensado que los atardece-
res son los únicos finales felices que existen en el mundo. Así que
me siento a verlo y sonrío como puedo, intentando olvidar que hay
mil razones de sobra para echarse a llorar. Hoy no saldré, y qué
mal, porque terminaré emborrachándome solo, en casa, con cerve-
za, y fumando hasta que me queme la garganta. Ese estilo de vida
es la única salida de emergencia que me queda, así que me agarro a
él como si me salvase de todo esto. De todo lo demás, que tampoco
es mucho. Y ahogo un poquito mis penas y mis razones, mis moti-
vaciones y mis dudas, a altas horas de la madrugada, cuando nadie
me ve, ni a nadie le importa, que pueda llegar a sentirme tan vacío
que me de miedo hasta entrar. Y no conciliaré el sueño hasta que ya
empiece a ser insano mantenerse despierto. Estará a punto de ama-
necer y siempre he pensado que los amaneceres son los comienzos
más maravillosos del mundo. Creo que me merezco que así sea. Y,
ya en la cama, me preguntaré por qué hasta quedarme dormido.
Por qué, a tantas cosas. Por qué a la vida, y al paso del tiempo, y a
que tú no estés y a que yo no pueda olvidarte a tiempo. Y por qué a
todo lo demás, para lo que sólo tú, tienes respuestas. Y terminaré
acostumbrándome a esto, créeme que lo haré. Y llegarán los sába-
dos sonriéndome como si me salvasen, pero ya no, porque recorda-
ré que, cuando menos me lo espere, vendrás tú, o mejor dicho, no
vendrás nunca. Vendrá tu ausencia, muy parecida a esa forma de
morir que no me gusta nada. Y no podré hacer mucho. Me quedaré
en casa, y será como un domingo, y subiré el volumen del televisor
para acallar los gritos. Y así otro día más, sin saber no sé qué de la
vida, y teniendo todos esos por qué sin responder, en lista de espe-
ra. De esperarte. De desesperarme, que es a lo único a lo que siem-
pre llego a tiempo. Y no te rías.
28

—Tengo que decirte una cosa.


—Dime.
—Ya no lo soporto más, Sergio, me ahogo.
—¿¡Qué te pasa!?
—Es... joder, esa necesidad...
—¿Necesidad de qué?
—Por las noches, y por el día, y por las tardes, y durante toda mi
vida. Esa necesidad de algo.
—¿Amor, felicidad, qué? No te entiendo.
Y empezó a llorar.
—¡No llores!, en serio, ¿¡qué te pasa!?
—Lloro porque no encuentro palabras para hablar de lo que
necesito, aunque lo sepa.
—...
—Porque hay algo en mí que no funciona bien, y no sé cómo
arreglarlo, ni dónde hacerlo, ni quién me puede ayudar...
—Yo puedo, déjame ayudarte.
—No, Sergio, tú no puedes. Tú sólo puedes entenderme, y eso
ayuda un poquito, pero luego llegaré a casa, me meteré en la cama,
y nada habrá cambiado. Y no podré ni llorar. Miraré las sombras
que se crean en la pared hasta que se me cierren los ojos. Siempre
lo hago.
—¿Por qué no me habías hablado antes de esto?
—Tenía miedo.
—¿Miedo de qué?
—Le tengo miedo a todo, Sergio. A todo. Y no preguntes por
qué. Quizá a la vida, a no saber vivir bien. Sí, quizá sea eso.
—Yo... no sé qué decirte.
—Tranquilo, no tienes que hacerlo. Sólo quería decir en voz alta
lo que llevaba tanto tiempo quemándome en la garganta. Y gracias
por escucharme.
—No me las des, por favor. No me las des, porque no las
merezco.
Y se quedaron en silencio unos segundos, que parecieron
mundos. Unos segundos en los que no se miraron, en los que
relamieron el silencio, hasta que llegó a resultar incómodo. Dijo
ella:
—Abrázame.
Y Sergio la abrazó. La abrazó lo más fuerte que pudo. Y no dijo
nada. No hacía falta. Allí estaba, quería que ella lo supiese. Allí
estaría para siempre. Para ella.
29

Solía decirte lo mucho que te quería cuando iba borracho, sino no


me atrevía. Solía pensar que la vacuna contra el orgullo era el
alcohol. Solía. Nuestra historia está llena de muchas cosas que ya
no hago; que ya no hacemos. No hacemos porque ya no somos. La
verdad es que hacemos un bonito pasado. Somos una digna cicatriz
para enmarcar en la sala de estar del paso del tiempo.
Admitiré que las cosas no salieron bien entre nosotros. Aunque,
puedo jurarte, lo intenté con todas mis fuerzas. Bueno, sino con
todas mis fuerzas, con todas mis ganas. Y, la verdad, no sé dónde se
jodió la cosa. Dónde no fue suficiente todo lo que intentamos para
sobrevivir al olvido. Supongo que no estábamos hechos el uno para
el otro. Supongo que sólo servíamos para ser un desviación en la
autopista de la vida. Ay, cariño, si supieras lo mucho que deseaba
que fueras esa persona a la que llevaba buscando tanto tiempo. Esa
persona a la que he seguido buscando después de que te fueras, de
que me fuera, de que nos fuéramos todos. Y es que últimamente no
me ha ido muy bien en el amor. La verdad, no me ha ido muy bien
en casi nada. Ya sabes que tengo cierta tendencia a las desgracias.
Y, nada, solamente pasaba por aquí y me apetecía recordar viejas
malas costumbres. Malas manías. Viejos insomnios estrechamente
relacionados con largas conversaciones por WhatsApp. Fíjate,
hemos sobrevivido a muchas cosas. ¿Tú todo bien?
30

—...y entonces me dijo que lo nuestro era imposible. Ya ves. No era


la primera vez que me enamoraba de un imposible, pero dolió
como si lo fuera. Sonó un extraño 'crac' dentro de mí, como a cris-
tales rotos, y ya no volví a sonreír como antes. Y, después de eso,
las esperanzas pasan a ser falsas, y te despiertas del sueño más
bonito del mundo; pero un sueño, a fin de cuentas. Y la realidad,
bueno, qué dura y qué fría te parece. Los días se te hacen largos, y
más largas las noches. Y no quieres llegar a ningún lado, sólo
quieres escapar, y no sabes ni a dónde. E intentas sobrevivir como
puedes, llevando la vida que llevabas, porque eso no ha cambiado.
El mundo no va a pararse porque te hayan roto, por desgracia. Y la
gente te ve y te pregunta "¿Estás bien?", y tú sonríes, "Sí, claro",
respondes, porque no quieres dar explicaciones. No quieres hablar
de aquello. No quieres decirle a nadie que has vuelto a tropezar
donde siempre, que no has aprendido nada, que sigues siendo el
mismo gilipollas que cierra los ojos cuando se enamora, el mismo
que siempre termina cayéndose por algún precipicio. Y lo que
duele... no sabría decirte. No es un dolor físico, claro. Ni siquiera es
psicológico. No, nada de esto, el dolor que sientes es mucho más
indescriptible, sólo comparable con el vacío. Un vacío para el que
no hay palabras. Es una sensación de frío, pero no sirve taparse, es
un frío que nace de dentro y que congela todo lo que merece la
pena: las ganas, las ilusiones, las pocas esperanzas de reserva, el
optimismo. Y sucumbes. Poco a poco, empiezas a tiritar, y te que-
das muy quieto. Suena la alarma del reloj y tienes que levantarte,
pero no quieres. No. Quieres ser como una piedra, y las piedras no
van a trabajar. Y así, poco a poco, los días van pasando, uno detrás
de otro, con una lentitud que da miedo. Y, de repente, y no tan de
repente, pero un día, conoces a alguien y te hace sonreír, y lo
necesitas tanto que, joder, te olvidas de todo lo demás. Y vuelves a
sonreír. Le pides el teléfono a esa persona y la agregas a WhatsApp,
y empezáis a hablar a todas horas, sobre todo por las noches, que
habláis hasta que ya no puedes ni mantener los ojos abiertos...
—¿Y entonces?
—Entonces cierras los ojos y te sitúas al borde de un precipicio,
y deseas con todas tus fuerzas, a punto de saltar, que venga esa
persona y te salve. Sólo deseas eso. Con todas tus fuerzas. Y, si tie-
nes suerte, sientes cómo te agarran sus brazos en el último momen-
to. Y sonríes. Y, si no tienes suerte...
—¿Qué pasa?
—Que deseas volver a ser como una piedra.
31

"La belleza está en el interior", decías, pero nunca te atreviste a


entrar. Y me quedé esperando escuchar el timbre, mientras me
fumaba no sé cuántos mil cigarros, y empezaba a dudar de quién se
consumía en aquel cenicero. Y así un poquito toda la vida, y la es-
peranza. Y así un poquito nuestras ganas de algo, de cualquier cosa,
con tal de no acostarnos en esa cama medio vacía, que es una
bonita metáfora de cómo es, además, todo lo nuestro.
Y ya no estaré cuando vuelvas, ya no. Ya no estaré porque me he
ido tan lejos que ya no me quedan fuerzas para volver, y me alegro,
porque no quiero, otra vez, ser víctima de las ganas ni de ese de-
searte tan fuerte que aturde. Que no me enamoraba bien era algo
que sabía, pero ignoraba hasta qué punto puede ahogar todo lo que
conlleva eso.
Resumiré:
Yo

Él
D.E.P
Vosotros
Ellos.
32

—...y no la pude olvidar lo suficiente.


—Pero, ¿cómo se olvida lo suficiente?
—No lo sé, nunca lo he hecho.
—Yo creo que nunca olvidamos lo suficiente. Yo creo que ni
siquiera olvidamos. ¡No podemos olvidar!
—Explícate.
—Yo creo que un día empezamos a pensar en otra persona,
empezamos a echar de menos otros besos y deseamos compartir el
insomnio con alguien distinto. Y que aquella persona a la que no
podíamos olvidar ya no duele cuando la recordamos. Pero eso no es
olvidar, sino cicatrizar una herida que ha dejado de doler.
—Entonces... ¿para "olvidarla" sólo tengo que empezar a pensar
en otra persona?
—Eso es.
—¿Pero qué pasa si esa persona no llega?, ¿qué pasa si esperar
te desespera y no tienes fuerzas ya ni para seguir buscando, y
entonces miras hacia atrás y empiezas a vivir del pasado, de los
recuerdos, de los quizás, de las segundas oportunidades...?
—Pasa que... nos rompemos. Y que la vida sigue y lo vamos
perdiendo todo por el camino: las esperanzas, las ganas de sonreír,
las ilusiones. Pasa que pasa el tiempo y no pasa nada, y que cada
vez nos es más difícil levantarnos por la mañana y tener que luchar
con el mundo. Pasa que, un día, ya nada importa demasiado: ni
seguir, ni quedarte donde estás, ni que las cosas duelan, ni que
venga alguien a curarte.
—Me da miedo pensar en todo eso.
—Da miedo, sí, y gracias, porque hay tantas personas que le
temen a eso que deambulan desesperadamente buscando a alguien.
Y ese alguien podrías ser tú. Quién sabe. Sólo tenemos que sonreír,
aunque no tengamos demasiadas ganas, y esperar a que pase el
próximo tren.
—Sí, tiene sentido.
33

Recuerdo que sucedió exactamente así:


—Me voy. —le dije.
—Quédate un poco más...
—¿Por qué debería quedarme?
—Porque está a punto de desatarse una tormenta dentro de mí,
y ya sabes cuánto odio los truenos.
—Pero no puedo quedarme siempre que quieras. No puedo
quedarme aquí, mojándome contigo, ahogando este desear que me
pidas que...
—¿Que te pida qué?
Y bajé la voz hasta convertirla en un susurro.
—...que me pidas que te bese bajo la lluvia.
Y entonces me miró. Y cómo deciros que, de repente, se detuvo
el tiempo. Y me sequé, y me quieté y me morí un poco en aquella
mirada. En aquel silencio.
—Sergio, yo...
—¡No!, por favor, no digas nada. Voy a quedarme contigo, yo
también estoy a punto de llover. Voy a quedarme toda la noche,
pero, por favor, no digas nada.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que me veas romperme. No ahora. No esta
noche. No aquí. No quiero. Por favor.
Y qué más daba. Qué más daba si las cartas estaban sobre la
mesa y había perdido la partida. Y cuando digo "partida" quiero
decir un poco todo. Qué más daba si yo ya me había ido lejos y allí
sólo quedaba las falsas esperanzas de algo. Y entonces me cogió la
mano muy fuerte y se puso a llover llorar. Había empezado a rom-
perme. Y no supe qué hacer. No supe cómo decirle que yo también
estaba llorando, pero para adentro. Que yo ya estaba roto antes de
todo eso. No supe cómo decirle que la necesitaba, y que necesitaba
que me necesitase. Así que nos quedamos allí, viendo como todo lo
que habíamos estado ahogando durante tanto tiempo empezaba a
desbordar. A desbordarnos. Y cuando el nivel del agua alcanzó
nuestras cabezas lo entendimos, que era inevitable, y dejamos de
nadar y nos hundimos, hasta tocar fondo. Y allí nos quedamos, con
un cigarro entre los labios y aun cogiéndonos fuertemente de la
mano, como si nos fuese la vida en ello. A veces, qué os puedo de-
cir, me gusta pensar que aquella fue su forma de besarme bajo la
lluvia.
34

Estábamos los dos sentados en el banco de un parque (no importa


cuál), un día (tampoco importa cuándo), y, mientras, nos
fumábamos unos porros:
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
—Yo qué sé.
—Es que te veo triste, como apagado. Me preocupas.
—Quizá esté triste, y apagado. Quién sabe.
—¿Por qué no quieres decirme que coño te pasa?
—Porque nunca me ha gustado preocupar. Ni hablar de mis
debilidades. Ni de las razones, ni de los motivos, ni de las causas de
mi insomnio.
—Así lo único que consigues es perderte más, hundirte más
hondo. Y aumentar mi preocupación.
—No... no te preocupes. Estoy pasando por una etapa de mi vida
en la que no veo el vaso ni medio lleno ni medio vacío, sino medio
roto. Un poco a juego con mi vida.
—¿Y por qué ves las cosas así?
—Supongo que llevo demasiado tiempo sonriéndole a los días
nublados con la esperanza de que llegué alguien y brille. Y que sigo
esperando que alguien llene el vacío de los domingos. Y que tam-
bién deseo que alguien se queme conmigo con el café por la maña-
na. Todo eso que creo que le falta a mi vida, y que llevo tanto bus-
cando, y que sin embargo llevo mucho más tiempo sin encontrar.
No me pidas que esté bien, o que esté mejor, porque ahora mismo
estoy como debería estar.
—Sí... quizá no pueda pedirte que sonrías, pero puedo sonreír yo
por ti. Quizá te des cuenta, tarde o temprano, de que podemos
compartir razones, motivos y causas.
—Quizá. Pero ahora sólo quiero que te pases ese porro. Y que a
lo mejor, dentro de un rato, si hay suerte, sonrío.
—¿Tienes que estar bajo los efectos de alguna droga para
hacerlo?
—Sí, por desgracia, pero voy a dejarlo. Tranquilo.
—¿Y cómo piensas sonreír cuando lo dejes?
—Me enamoraré. No sé.
—Pensaba que querías dejar las drogas.
—No todas. No todas...
35

Ya estaba cansada de luchar, y reconoció que sus sentimientos eran


más fuertes que ella. Así que tiró la toalla. Sucedió así:
—Te odio. —dijo ella.
—¿Por qué?
—Porque te quiero demasiado.
—¿Y tengo yo la culpa de eso?
—Quizá no de que te quiera, pero sí de que me hayas enamora-
do. De que me sonrías como si me salvases, de que te quedes como
si nunca fueses a irte, de que me hables por las noches y compartas
mi insomnio, y de que te derrumbes a mi lado cuando yo me caiga.
De todo eso eres culpable. De hacerlo todo perfecto, de parar el
tiempo algunas veces, de acelerarme la respiración otras tantas, de
que haya vuelto a creer en el amor, cuando tengo doscientas mil
razones para no hacerlo. Culpable eres de todas esas putas esperan-
zas que me dicen que todo saldrá bien, que me dicen que espere
paciente a que me digas "Ven" para dejarlo todo, pero el problema
es que yo ya lo he dejado todo. Que ahora sólo me queda mirar el
reloj, y ver como las horas pasan, casi siempre matando, mientras
no sé si sonreír, escapar o fumarme otro cigarro.
Él se quedó mirándola, callado, como pensando qué decir, pero
sin decir nada. Y ella perdió la mirada en el horizonte, y quizá,
posiblemente, también se perdió ella, allí, a lo lejos. "Y qué más
da", pensaba para sí misma, "qué más da si ya no importa nada".
Entonces él rompió el silencio. Su voz sonó clara:
—Si yo soy culpable de todo eso, tú también lo eres, cariño. Que
te sonrío porque tú me has salvado; que me quedo porque es a tu
lado donde llevo toda la vida queriendo escapar; que te hablo por
las noches porque, al menos las mías, son todas tuyas, al igual que
mi insomnio; que me derrumbo a tu lado porque, aunque no lo
sepas, yo siempre te tengo cogida de la mano. Y qué me vas a decir
a mí de hacer las cosas perfectas, si antes de ti sólo conocía el
vértigo. Qué me vas a decir de parar el tiempo si, a tu lado, no
existe; y que si yo te acelero la respiración, tú me la quitas, y que yo
no sabía nada del amor hasta que tú decidiste entrar en mi vida. Y
todo saldrá bien, cariño, o eso espero. Y si aún no te he dicho "Ven"
es porque tengo miedo de que te vayas.
La había dejado sin palabras, sí, y de qué forma. Y se quedaron
los dos sin saber qué decirse. Y es bonito cuando lo escupes todo y
ya no te queda nada adentro, sólo la esperanzadora posibilidad de
llenarlo con algo que merezca la pena conservar siempre.
—Pero... —dijo ella— yo no voy a irme.
—Entonces...
Y que él aún tuviese miedo era normal. Aún, después de todo,
sentía esa presión en el pecho que se siente cuando estás a punto
de desnudarte del todo. Cuando sabes que, después, será demasia-
do tarde, y que podrán hacerte muy feliz o hacerte mucho daño.
Que estaba a punto de saltar al vacío, y cuidado. Sabía que podía
morir.
—Entonces —continuó él—: Ven.
Y se miraron, y dieron gracias porque ya hubiese anochecido y
no pudiesen verse muy bien los ojos y aquel brillo que había en
ellos. Y... vaya, los centímetros que les separaban quemaban. Salta-
ban chispas. Y ellos lo sabían, pero no querían precipitarse, porque
aquel momento estaba impregnado de algo que nunca habían
sentido. Allí descubrieron que es eso a lo que siempre habían lla-
mado felicidad. Y era bonito. Y luego se sonrieron de una forma...
no hay palabras para describirlo. Se sonrieron muy fuerte, como
nunca lo habían hecho antes, y fue como ponerle punto y final a
una historia que terminó allí mismo, y entonces empezaron a
escribir el comienzo de otra. Otra más bonita, otra que protagoni-
zarían juntos. Una historia que duraría para siempre. Ojalá.
36

Seguíamos encasillados en ese no saber muy bien cómo lanzarnos;


en ese "Joder, cómo le digo lo que siento, sin que quiera jugar
conmigo". Así, como siempre nos había pasado. Mezclando noches,
tabaco, insomnio y preguntas existenciales. Convirtiendo todos los
besos que nunca te di en bonitos poemas que terminé perdiendo
por ahí, no sé, hace tiempo que no ordeno ni mi vida, ni mis senti-
mientos ni mi habitación. Y no les creas si te dicen que te olvidé, no
les creas; ojalá, pero no soy tan fuerte, ni tan listo. Sigo siendo esta
bonita y frágil necesidad de que me abraces. O de que me abrace
alguien. O de que nos muramos todos.
Recuerdo aquella vez que nos cruzamos en una discoteca, te
miré tan fuerte que casi te caíste y fuimos andando en círculos,
como atraídos por esa inexplicable gravedad de querer besarnos los
cuerpos. Y a centímetros de ti todo empezó a tener mucho más
sentido, qué quieres que te diga. "¿Quieres tomarte algo", te invi-
to", y por un momento esperé que dijeses "Invítame a un futuro
juntos, cariño", pero no querías nada. A lo mejor sólo me querías a
mí. No preguntes. Y luego nos fuimos, dos besos, dos "Cuídate, ya
nos veremos", y volvimos la espalda, ya lejos, y tu mirada decía algo
así como "Auxilio", pero me temblaban las piernas y era demasiado
tarde para que las cosas saliesen bien. Cerré los ojos y me morí un
poquito entre las luces de neón, pero no se lo cuentes a nadie, es un
secreto.
37

Y, no hay mucho más, de nosotros, que todo esa indecisión de


mierda a la que algunos, a veces, osan llamar amor. No hay mucho
más que todo este esperar que no seamos demasiado tarde pero,
tengo la sensación, de que la alarma no nos despertó a tiempo; de
que nos quisimos ya siendo cenizas, consumidos, medio derrum-
bados, medio nuestros corazones partidos demasiadas veces.
Acuérdate de mí cuando cierres los ojos, sólo te pido eso. Bueno,
eso y que no beses demasiado fuerte los labios del hijo de puta que
terminará robándonos, algún día, nada todo esto.
Es un extraño vértigo que te recorre todo el cuerpo. Estás vivo.
Es esa sensación. Un lento hormigueo que te llena. Y te pones a
llorar, tan callado. En tu habitación, que es el universo. Tu univer-
so. Aquí te entiendes mejor.
Sólo tienes que cerrar los ojos. Hazlo, un momento. Es como
una vibración. Una corriente incesante que te mueve, tan quieto.
Un escalofrío. La claridad insustancial que ilumina tus ojos, aun-
que reine la oscuridad. Aunque el mundo se derrumbe. Aunque el
que se derrumbe sea tu universo y tengas ganas de escapar.
Déjate llevar. A ninguna parte. Al infinito. Déjate llevar. Es
bonito sentirse una hoja. Supongo que la palabra es libertad. Es
pura magia. ¿No tienes ganas de gritar? Hace tiempo que nos calla
el miedo a vivir. A sentirnos héroes derrotados en la batalla de exis-
tir. Tengo ganas de abrazarme a la esperanza de un mundo mejor.
La esperanza de despertar y seguir soñando. Es como una suave
caricia en el fondo del corazón. Sonríes. Todo irá a mejor. Es esa
sensación.
Quisiera pintar el mundo. A las personas. El tiempo. El reloj de
las arrugas. Es maravilloso estar de paso por aquí. La emoción de
no saber si mañana seremos otro lugar. Quiero sentirme una hoja.
Volar. Es como naufragar en un océano de sueños. No hay dolor.
Eres como el viento.
Y derramas lágrimas de la emoción. Has encontrado tu lugar.
Tu lugar es el mundo. Tu lugar eres tú. Nunca antes habías experi-
mentando esa sensación. Es tan inexplicable. Tan fugaz. Dejará en
el recuerdo una eterna cicatriz. Es la historia más hermosa que
jamás podrás leer. Pero quisieras olvidar. Quisieras volver a nacer.
Me han entrado ganas de mudarme a otras emociones. De en-
contrarme en mí, en el mundo. Es esa dulce necesidad de no morir
antes de dejar de vivir. De bailar al ritmo de la respiración. De con-
fundirme con la ingravedad. Flotar. Es sentirse como una hoja en el
árbol del mundo. Es la infinitud del alma. Volvamos a cometer los
mismos errores de nuestras vidas; esos fueron los mejores que
pudimos cometer.
38

Un día te das cuenta, el tiempo ha pasado y sigues en el mismo


lugar de siempre. Y todo lo que eso conlleva. Sigues teniéndole
miedo a las despedidas y sigues sin saber si existen finales felices.
Sigues esperando y desesperándote, y aprendiendo a rimar insom-
nio con nicotina. Las noches se convierten en jaulas y los días te
matan sin pedir permiso. Un día te das cuenta de que estás tan
vacío por dentro que, sólo de pensarlo, te entra vértigo, y es que no
has conseguido nada ni a nadie que consiga hacerte sonreír como si
el mundo no doliese. Escribes. Cierras los ojos. Fumas. Duermes
pocas horas. Detienes alarmas. Y te preguntas por qué y hasta
cuándo. Por qué y hasta cuándo de todo: de tu vida. O de la muerte.
Pero empiezas a pensar que quizá sean lo mismo. La gente te mira,
sonríes, y qué sabrán ellos de lo de adentro. Qué sabrán de tus
ganas de vomitar todas esas esperanzas que han caducado y que
ahora sólo te dan dolor de cabeza. Y cómo sabrán que ese brillo de
tu mirada no son ilusiones, sino lágrimas que nunca aprendiste a
derramar. Gritos envasados al vacío. A tu vacío. Y te pones una
canción triste y subes el volumen. Quizá, piensas, mañana todo irá
mejor. Pero no. Mañana seguiremos aquí, en el mismo lugar de
siempre, y seremos las mismas coordenadas de un mapa en el que
no sabemos encontrarnos. Y así es un poquito la vida, como un
concurso de a ver quién muere mejor. O más rápido. O algo pareci-
do. No lo sé, tengo esa sensación, de que nos estamos acostum-
brando demasiado a ser precipicios. A precipitarnos. A sonreír
cuando nos disparan y a decir que no nos ha dolido. A maquillaros,
a disfrazarnos y a quedarnos muy quietos cuando queremos esca-
par. A que se nos queden los "te quiero" en la punta de la lengua y
terminen, un día, o una noche, desangrándonos por dentro. Y así
no vamos a ninguna parte. Que yo sólo quería deciros que lo más
cerca que he estado de vivir fue aquella vez en la que, dándole las
primeras caladas a mi primer cigarro, me atraganté con el humo. Y
es triste que pueda llamarle vida a eso y no a todo lo demás. Y ya
está. Ojalá venga alguien y nos lleve a ver mundo, o a ver camas, o a
ver qué hacemos con toda esa felicidad que nos debe la esperanza.
Cerrad los ojos, chicos. Yo no creo en los deseos, pero a veces sería
bonito hacerlo.
39

Estarás queriendo a otros, qué sé yo, y es que a veces en la vida


sucede que necesitamos a personas que no nos necesitan. Así de
claro y de triste, y también de injusto, que de entre tanta gente por
la que podrías sentir cosas bonitas, el corazón o la razón, decidie-
ron sentir cosas por alguien que nunca estaría. Quizá, he de supo-
ner, nos gusta un poquito sufrir. Es lo único que puedo pensar
cuando releo las líneas y no encuentro historias felices. Sólo, y qué
duro, ojalás que terminaron rompiéndose con el tiempo. Evapo-
rándose, un día. Quemándonos, mientras tanto. Algo funcionará
mal en nuestra vida, o puede que no sepamos sonreír lo suficiente y
que nuestros miedos hayan cogido las riendas y nadie sepa ver en
nosotros que, en realidad, en el fondo, sólo somos páginas en blan-
co, sin manchas ni pasado, sin arrugas ni cicatrices. Páginas en
blanco esperando que alguien nos escriba algo bonito. Una historia
de esas de amor que sólo vemos en las películas, y en algunos sue-
ños. Historias de esas de amor con París y domingos de mantita y
peli, y café descafeinado por la mañana después de hacer el amor
en la ducha. Algo de eso. Y serán como siempre las expectativas,
que han venido a joderlo todo. Serán como siempre las esperanzas,
que nos siguen diciendo que llegará algún día. Y serán las circuns-
tancias, que siguen sin ser las adecuadas. No preguntéis. Yo no sé
más que vosotros. Yo sólo sé que estoy un poquito triste porque se
me están acabando los ojalás. Y también porque ella está apren-
diendo a sonreír sin necesidad de que yo la coja de la mano. Sálve-
me quien pueda.
40

Aquella noche bailamos hasta perder la poca humanidad que nos


quedaba, y terminamos empotrándonos contra una máquina de
tabaco. Me aprendí de memoria tu boca, de tanto explorarla con mi
lengua. Y sonreías de vez en cuando, qué placer. Y luego me dijiste
"Vamos al baño de las chicas", y yo te dije que no, que era imposi-
ble, que nos echarían de la discoteca, aunque supongo que por ti no
me hubiese ni importado que me echasen de mi vida. Y reíamos,
entre beso y beso. Así empezó todo, una noche de verano, en La3,
Valencia, y mentiría si dijese que no me acuerdo de ti siempre que
vuelvo. Y que siempre quiero volver...
Y luego subimos un escalón de esa escalera que no sabía muy
bien a dónde nos iba a llevar, y empezamos a vernos casi a diario, y
era bonito, porque siempre era distinto, único, teníamos de nuestro
lado la pasión de aquellos que sólo buscan disfrutar cada momento.
Decíamos ser hedonistas, qué ingenuos. Y nos besábamos por las
calles, en aquellos perdidos y solitarios, tan calurosos, callejones
del Carmen, a donde no pienso volver a no ser que tú vengas
conmigo.
Y no sé cuánto estuve yendo y viniendo por tus caderas, ni
cuántos accidentes tuve en la curva de tu sonrisa, sólo sé que
cuando estás enamorado el tiempo pasa, pero apenas hace ruido, y
pasó tan callado que cuando quisimos darnos cuenta era septiem-
bre, y empezaba a hacer ese frío que no se lleva muy bien con mis
sentimientos.
¿Y qué pasó luego? No sabría decirlo muy bien, la verdad, sólo
sé que un día empezaron a pasarnos menos cosas, y que todo
resultaba algo monótono. Recuerdo que nos esforzábamos como
tontos en intentar salvar las cosas, lo que fuese, e intentar rescatar
el pasado a base de mirar hacia atrás, pero empezamos a tropezar-
nos constantemente con el presente, y tuvimos que desistir, y
volver a mirar hacia delante. ¿Y qué quedaba? Un día ya no queda-
ba mucho, no sé exactamente cómo se marchitan las relaciones
pero, si el tiempo puede pasar sin hacer ruido, el amor ni siquiera
pasa, salta por la ventana, y a veces se mata. El nuestro, supongo,
fue uno de esos que se matan.
Y, bueno, nos dijimos adiós entre comillas, con puntos suspen-
sivos, como un quiero, pero ojalá no; como un "por qué" que nunca
recibió respuesta. Y, el último día, la última hora que pasamos
juntos, nos dimos cuenta, cruelmente, de que ya no podíamos más
con nosotros, de que nos habíamos muerto por dentro de tanto ilu-
sionarnos en tan poco tiempo, y es que nosotros no sabíamos que
las ilusiones tenían fecha de caducidad.
"Estas cosas pasan", dije, y medio sonreí esperando que no dije-
ses nada, porque ya no tenía fuerzas para seguir existiendo ahí, en
ese umbral de esa puerta, de tu puerta, en medio de ese adiós tan
incómodo. "Supongo", respondiste. Suficiente. Y entonces nos di-
mos el último abrazo, sin beso, que ya no es abrazo, sino distancia,
una mera formalidad estúpida, pero es que tú y yo, a fin de cuentas,
no nos odiábamos, simplemente, no nos queríamos. Y cerraste la
puerta, y yo no te he vuelto a llamar. Qué queréis que os diga, fue
bonito mientras fue mentira.
41

No me preguntes ni por qué ni cómo. No lo hagas. Sólo sé que


terminé cansándome de todo: de la tristeza, de esperar, de la
esperanza, del insomnio, de los ojalás y de cronometrar cuánto
tiempo tardabas en darte cuenta de que seguía sonriéndote. Y eso,
un día pegué un portazo e intenté sobrevivir lo mejor que pude.
Tampoco me fue mal. Desperté un lunes y seguía muriendo igual
de rápido, y si es cierto que notaba ese vacío que notas después de
las despedidas, como que algo importante falta y no sabes muy bien
cómo reemplazarlo. Porque, al final, de eso se trata un poco, de
reemplazar el vacío. De reemplazarte. De encontrar a alguien que
enamore sin arañar tanto. A ver si me explico. De darlo todo por
algo, por cualquier cosa, que es mejor que esa maldita nada, cau-
sante de cien mil insomnios, que tenía contigo. Ya ves, y yo que
pensaba que iba a quedarme esperando siempre ese maldito tren
que ya había pasado. Aún puedo sorprenderme y gracias. Y me
verás algún día recordándote a escondidas, cuando nadie mire, y
claro, entiende que tampoco puedo pedirle a mi cabeza que te man-
de a la mierda mientras le pongo sacarina al café por la mañana.
No. Esto lleva su tiempo, cariño, como las mudanzas, sólo que esta
vez te mudas tú y yo me quedo. Aquí, donde siempre, donde
tampoco se está tan mal sin esa necesidad de sentirte la mitad de
algo. Y luego vendrás, cuando ya sea demasiado tarde, y yo te diré
que demasiado tarde ya era hace mucho tiempo, y pondrás esos
ojitos de segunda oportunidad tan bonitos y yo cerraré los ojos
como si escapar. Como si me recordase a mí mismo que no es
bueno volver a emborracharme con el alcohol con el que vomito
siempre. Contigo, claro, y encima a palo seco. Como si no existiese
mañana y el futuro se redujese al ir y venir de tus caderas. En fin.
Voy a irme antes de que me entren ganas de volver a mirarte como
si quizá. Antes de que recuerde que se me dan falta los domingos
sin ti.
42

Era una noche de luna llena y soledad. Sucedió así:


—Estoy triste.
—¿Por qué?
—¿Puedo ser sincera?
—Por favor.
—Es de noche, y no tardaré mucho en acostarme, pero no
conseguiré dormirme hasta dentro de un par de horas. Mientras
tanto, daré vueltas en la cama, sin saber muy bien por qué, sintien-
dome un poco vacía, sin saber qué me falta. Y así, siempre. Hay
noches en las que no puedo ni llorar y tengo una presión en el
pecho que yo qué sé. Cierro los ojos e intento hacerla desaparecer,
pero no lo consigo. Temo... temo estar convirtiéndome en una
causa perdida. Temo que mañana será como hoy, y siempre igual.
Llevo mucho tiempo subiendo el volumen de la música cuando
quiero escapar, como si así pudiese acallar las ganas que me
queman. Sé que es triste, pero no puedo hacer otra cosa. Y me digo
"Sonríe, la vida no está tan mal, chica", pero sólo son palabras. A
veces creo que toda esto es una triste excusa para que, cuando sea
feliz, sepa disfrutarlo. Ya sabes. Es lo que me digo cada noche.
Otras noches ya no puedo soportar quedarme quieta, así que me
levanto y me enciendo un cigarro, pero hay tanto silencio que me
empiezo a hacer preguntas horribles. Entonces empiezo a consu-
mirme como si fuese yo, y no el cigarro, quien calada tras calada se
consume. Es una sensación muy rara. Las horas pasan lentamente
y el corazón se me acelera. Alguna que otra noche he salido a
caminar de madrugada. Mirar la luna me relaja, saber que siempre
ha estado ahí, con las estrellas, conmigo, durante todos estos años,
como si supiese lo que me pasa y saliese todas las noches para
decirme que todo irá bien. Pero no han cambiado tanto las cosas
como me gustaría, no soy muy distinta de aquella chica que lloraba
con las despedidas. Sólo que ahora, en lugar de llorar, me quedo en
silencio. Muy callada, y a veces, incluso, si alguien prestase aten-
ción, podría escuchar como grito, pero ya nadie se fija en los
pequeños detalles. Me pregunto si esto le pasará a mucha gente, no
sé, me refiero a esto de sentirte la pieza de un puzle en el que no
encajas muy bien...
—Eres increíble, ¿lo sabías?
—¿De qué sirve que lo sea?
—Voy a compartir todas tus noches, cariño. Voy a salir a
caminar de madruga contigo siempre que quieras. Lo necesito.
Creo que lo necesitamos los dos, que llevamos mucho tiempo con la
soledad, y ya sabes lo que dicen del roce...
—Hoy hay luna llena. Me gustan las noches de luna llena.
—A mí también. Siempre he pensado que la luna llena está ahí
para las personas que están un poquito vacías.
—Seguramente.
43

A veces, en la vida, ¿cómo decirlo...?, a veces sucede que somos


demasiadas falsas esperanzas mucho tiempo. Y, tarde o temprano,
es normal que explotemos. Aquella vez sucedió así:
—Estoy... cansado.
—¿Lo de siempre?
—Sí. Pero algo más. Hoy estoy cansado de todo. Estoy... cansado
de caer y de levantarme, y de que siempre estemos a oscuras y de
que la gente no quiera encender la luz.
—No te entiendo.
—Mejor así. Mejor así... Hoy he tenido un mal día, sólo quiero
llegar a casa y derrumbarme sobre la cama. Aunque no creo que
sirva de mucho.
—¿Por qué?
—Porque tengo la sensación de que los problemas se me han
colado dentro. Y que cuando estoy solo puedo incluso escucharlos
respirar, como si fuesen monstruos, como si me estuviesen
susurrando algo, una historia muy triste.
—¿Y qué te dicen?
—Me dicen... me dicen que estoy vivo.
—¿Y qué significa eso?
—Significa cruelmente que nadie va a devolverme todos esos
días de mierda. Todos esos lunes en los que me moría más rápido o
todas estas noches que he perdido dedicándole el insomnio a al-
guien o todos esos domingos en los que me quedaba muy quieto,
como deseando que el mundo desapareciese. Me dicen que han
pasado cine mil días y yo aún no he aprendido a amar, ni a
emocionarme con un atardecer. Me dicen cosas horribles. Cosas
horribles...
—¿Y qué vamos a hacer?
—¿Vamos? No, no, te diré lo que voy a hacer yo. Lo único que
puedo hacer. Un día, no sé cuándo, ni cómo ni dónde, pero un día
perderé toda la humanidad que me queda y al mirarme a los ojos la
gente sólo podrá ver vacío, una grieta, como algo que se ha roto. Y
yo ya no tendré ganas de arreglar nada. Olvidaré con el tiempo lo
que he sido. Me olvidaré de seguir, de quedarme, de la tristeza, de
la felicidad, del camino... me olvidaré de todo lo que merece la pena
recordar cuando aún tienes esperanzas, pero cosas que prefieres
olvidar cuando tu vida se reduce a quemarte con los cigarros, a
apurarlos hasta que empiezas a notar el sabor del filtro.
—Deja de decir tonterías, no me gusta nada lo que estás
diciendo.
—Ya... a mí tampoco. Pero estoy llegando a un límite. Estoy a
punto de desbordar y, si antes lloraba, ya ni eso. Imagina cuántas
cosas se me están acumulando en el precipicio de los párpados.
Cuántas ganas de escapar se me están asfixiando en las piernas. Y,
al final, supongo, todo se reduce a que he comprado mil flores y he
escrito cien mil poemas de amor, pero nunca me he decidido a
mandar ni las flores ni a recitar los poemas. Ha sido mi muerte. Mi
muerte. Y, de llegar a saberlo, joder... pero es demasiado tarde, y es
una pena que nadie vaya a venir a rescatarme. No, ya no, ya estoy
muy lejos. Demasiado lejos.
—Yo. Yo iré a rescatarte. Y no me importa lo lejos que estés, ¿me
estás escuchando?, ¡no importa lo lejos que estés!
—Ojalá.
—¡Déjate de ojalás! Esto es un hecho. Iré a buscarte, lejos,
donde sea, y no me importa si me pierdo allí contigo. No me
importa. Escucharemos a los monstruos juntos.
—¿Sabes? A veces sonrío cuando nadie mira. Y es la única forma
que tengo de comprobar que, por muy lejos que esté, aún, hay una
parte dentro de mí que desea volver. Creo que aún puedo dar
media vuelta.
—Y la darás. Conmigo. Volveremos juntos.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Y, si volvieron o no, es otra historia. Lo bonito es que, aquella
noche, ambos durmieron con la esperanza de algo. Qué más da,
como que, para ellos, el mañana deparaba algo que merecía la pena
esperar. Y eso es algo que no todos pueden decir. Y es triste.
44

Y a punto de irse, cuando ya era entrada la noche, de un día de


verano, le dijo que se quedase un poco más. Si no recuerdo mal,
sucedió así:
—¡Un momento, señorita!
—¿Qué quieres ahora?
—Sólo quería decirte que he pasado una de las tardes más
maravillosas de mi vida, ¿sabes?
—Creo que eso es culpa mía. Sí, seguro que lo es.
—Quédate un poco más.
—Me encantaría, pero mañana trabajo. Ya sabes, vida laboral.
—¿Y qué hay de mi vida? Quédate un poco más, por favor.
—Hoy hay muchas estrellas en el cielo, pueden hacerte
compañía ellas hasta que vuelva pasado mañana. O mañana, quién
sabe. Me empieza a gustar demasiado esto.
—Y yo empiezo a odiar demasiado que te vayas. ¿No entiendes
que cuando te vas deja de tener sentido todo? No, creo que aún no
lo has entendido.
—Si sigues diciéndome cosas bonitas voy a ceder fácilmente y
me gusta hacerme de rogar.
—¿Y qué más cosas te gustan?
—Me gusta... me gusta que me mires con esos ojos de lo quiero
todo contigo, sin ti no quiero nada.
—Vaya, no sabía que tenía unos ojos así.
—Sí, los tienes, lo supe desde aquel día en la Malvarrosa,
¿recuerdas?, cuando nos conocimos. Ya por entonces me mirabas
así, sólo que aún, ni tú ni yo sabíamos por qué o cómo.
—Sí... recuerdo aquel día. ¿Qué más cosas te gustan?
—Me gusta cuando me traes el desayuno a la cama, y lo
compartimos, y tardamos muchísimo en acabarlo porque nos
pasamos todo el rato hablando. Y también me gusta que me
escribas poemas, aunque siempre había pensado que es una
tontería empalagosa.
—La verdad es que es una tontería empalagosa.
—Sí, pero es mi tontería empalagosa. Y cuando estamos lejos, si
leo algún poema, ya no duelen tanto los kilómetros. ¿Lo entiendes?
—Sí. Seguiré escribiéndote poemas, en ese caso.
—Por favor.
[...]
—Quédate un poco más, ¿vale?
—¿Sabes? Y te lo digo porque hoy porque estoy feliz y tampoco
quiero mentirte, pero a veces tengo miedo de quedarme hasta que,
un día, me dé cuenta de que tú te has ido, y de que me he quedado
sola, en medio de una cama que, sin ser de matrimonio, me parece
más grande que nunca. Y más fría. Y más capacitada para romper-
me. Para romperlo todo.
—Eres tonta. No puedo jurarte que estaremos así siempre. No,
no puedo. Pero puedo decirte que ojalá. Que si algún día nos vamos
yo voy a perseguirte, hasta que comprendamos que no nos merece-
mos una segunda oportunidad, que segundas partes nunca fueron
buenas. Pero eso no pasará nunca porque te he escrito los poemas
más bonitos del mundo, y eso significa algo más que te quiero.
Significa quédate un poco más, un toda la vida, todo el tiempo que
tengas. Todo. Quédate. Conviértete en mi franja horaria.
—Voy a romper la magia, pero me pones cachonda cuando
hablas así.
—Lo sé. ¿Vas a quedarte un poco más?
—Sólo si me traes mañana el desayuno a la cama.
—¿Tanta importancia tiene que te lo lleve?
—No, la verdad es que no importa nada, pero quería aparentar
que no tengo tantas ganas de quedarme como en realidad tengo.
—Eres muy tonta.
—Tu tonta.
—Sí, mi tonta. Mi muy tonta.
Y ella se quedó, claro, y aquella noche fue como todas las demás,
es decir, única. Y me gustaría contárosla, pero creo que, algunas
noches, sobretodo esas en la que los vecinos acaban sin poder dor-
mir, pertenecen un poquito a la intimidad de cada uno. Y también a
la intimidad de las estrellas, como no.
45

Recuerdo que todo empezó sin parecer el comienzo de nada. Dos


besos, dos "Hola, qué tal", dos "Todo bien" y nos mentimos y no
mucho más. Y luego pasó un poquito el tiempo y nos volvimos a ver
dos y tres veces, y cuatro y cinco. Y cada vez que la volvía a ver
sonreía y qué se yo, sería el indicio de que iba a precipitarme, o de
que iba a ser precipicio. Recuerdo también que un día empecé a
querer verla, al principio no tanto como después. Después quería
verla a todas horas, en cualquier sueño y en cualquier insomnio. No
estoy muy seguro de cómo pasó aquello, sería la soledad, de la que
ya me estaba cansando, o sería la forma que tenía de hacerme feliz
en mi cabeza, donde todo terminó siendo más bonito que en la
realidad. Idealizar, esa es la cuestión, y ese fue mi problema. Me di
cuenta, ni tarde ni temprano, un día, de que la había idealizado por
culpa de todos esos ojalás. No sé si me entendéis. La había
convertido en mi salida de emergencia favorita, y veréis, la puerta
siempre había permanecido cerrada, al menos para mí. Así que me
ahogué, en medio de un incendio que yo mismo había provocado
para llamar su atención. Y morí allí, de alguna forma, y a mí funeral
sólo fueron las causas perdidas, que eran bastantes. Y, bueno,
después de fallecer me dediqué a escribir cosas tristes. A escribir
desde el otro lado, desde la otra vida, desde mi vida sin ella y sin
todo lo que, algún día, pensé que sería nuestro. Y entonces la gente
me empezó a leer como entendiéndome, pero en el fondo no enten-
día nada. Se limitaba a llorar un poquito todas mis penas y a decir
que todo saldría bien, sin estar seguros de que las cosas puedan
salir de otra forma que no sea sino mal, en esto del amor. Qué más
da. Son capítulos imprescindibles de la vida, como fascículos
coleccionables, y yo tengo varias veces repetido ese en el que se
habla del amor que no funciona, llamadlo desamor o insomnio o
qué vida más triste. Pero, bueno, luego hay otro fascículo que habla
sobre salir adelante después de quedarte demasiado atrás. Después
de perder algún que otro tren con nombre de mujer y ojos bonitos.
Recapitulemos e intentemos sonreír, que nadie se ha muerto aún
por cometer el error de darle demasiada importancia a las despedi-
das. Y en fin.
46

Y te prometes cambiar tu vida, cambiarlo todo, ser feliz a pesar de


todas esas razones que tienes para estar triste, pero al día siguiente
no recuerdas nada de eso. Bueno, a lo mejor sí que lo recuerdas,
pero no tienes la motivación para llevarlo a cabo. O, bueno, quizá sí
la tienes, pero la rutina no ayuda, y te das cuenta de que es muy
fácil ser valiente de madrugada, en tu habitación, donde el mundo
no entra si tú no quieres y donde la realidad no es más que una
nota a pie de página que nunca lees.
Y tampoco nos viene bien estar tan solos, porque veréis, sería
maravilloso que alguien estuviese ahí para arreglarlo todo con
nosotros, para pintar las paredes de un color más bonito. Pero no
hay nadie, sólo te tienes a ti mismo y a veces ni eso. Y qué más da
desesperarte. Te enciendes un cigarro, tan callado como siempre, y
planificas huir de alguna forma, pero algo dentro de ti sabe que no
vas a hacerlo, así que para qué. Al menos no se nos acaban las
bonitas ganas de intentar aspirar a algo mejor, y sonreíd.
Algún día, supongo. Me gusta pensar que no estamos tan
perdidos como indican los hechos, que sólo estamos desorientados,
y que vamos por el camino correcto. Qué sé yo. Ojalá. Y con esto os
resumo un poquito toda mi vida, que no es más que un montón,
desordenado y lleno de polvo, de sueños apilados en una esquina.
De sueños que he ido acumulando con el paso de los años, y tam-
bién de los daños. Algunos sueños están rotos, otros eran sueños
que deseaba cumplir con gente que se ha ido y hay otros que siguen
sonriéndome por la mañana. Y gracias. Hoy, esta noche, voy a
volver a prometer que quizá. No sé si me explico.
47

Y que cada vez que suena el teléfono una parte de mí espera que
seas tú, y que cuando llaman a la puerta, sólo espero que estés al
otro lado, y que quieras entrar a mi vida, y quedarte, y ser felices
juntos. Soy un romántico, vale, es una putada, pero no puedo hacer
nada, se me va de las manos intentar controlar lo que siento, y yo
no tengo ganas de luchar contra lo que soy.
Pero, bueno, la verdad es que ni siquiera compartimos llamadas
perdidas, y ni siquiera sabes donde vivo, así que todo se reduce a
un montón de esperanzas que miro de reojo, sin saber muy bien
dónde meterlas; sin saber muy bien si terminarán jodiéndome la
vida. Estoy en una fase de transición, de indecisión, de no saber si
romper el hielo y decirte "Oye, qué es de tu vida, de la mía, sin ti,
no demasiado". No, no, no creo que rompa el hielo, soy de esos que
esperan a que el hielo les rompa a ellos, por dentro, que es la forma
más horrible de romperse.
Voy a resignarme a andar de puntillas, para no hacer ruido, y a
espiarte desde esta puta distancia que no cree en el amor. Y, cada
mañana, despertaré con legañas en los ojos y quizás en la mirada,
siempre puede ser o no ser el día de cruzarnos, ojalá el destino ten-
ga un poco de empatía, el muy hijo de puta últimamente no piensa
en mí. Y, nada más, necesito fumar, es el único vicio que puedo sa-
tisfacer por el momento, si quieres, te invito a que seas el próximo,
cariño.
48

Entonces te sirves un cubata y lo cargas bastante de alcohol


Hacendado, que sepan que a ti te da todo un poquito igual, y que
quieres que termine rápido y que no duela. Y de repente ya llevas 4
cubatas y empiezas a sonreírle a toda esa decadencia, a toda esa
gente que no sabes muy bien ni por qué ni cómo está ahí, contigo. Y
qué más da. Ahora le das unas caladas a un porro, y te sube rápido
porque tú no sueles fumar, y empiezas a oír las voces, pero no a
escuchar las palabras, y si te preguntan respondes "Ya" y suficiente.
Digamos que es tu forma de escapar. Tu triste y adictiva forma de
escapar. Entonces te metes en la discoteca, ya vas lo suficientemen-
te borracho como para bailar sin que te importe que no sepas
moverte al compás de la música. Entras en la discoteca y, qué boni-
to, te gusta pensar que todas las personas están un poquito como
tú, es decir: perdidas, y que han venido a un sitio como ese, a lo
mejor, con la esperanza de encontrar a alguien o, quizá, con la es-
peranza de encontrarse a ellos mismos, o quizá sólo busquen per-
derse más. Más. Hasta el fondo, hasta el sótano, y quedarse allí
hasta que cierren la discoteca o hasta que les baje el alcohol. O has-
ta que empiecen a dolerles las piernas y piensen que hubiese sido
mejor no salir de casa, que para qué, que total, noches así han
tenido muchas. Y luego ves el amanecer, en el coche, volviendo a
ninguna parte, a la cama, que es como la meca de cualquier resaca.
Llegas a casa y te desnudas, tirando la ropa por el suelo, donde
también hay tiradas parte de las ganas de vivir, y de todo lo demás.
Y te metes entre las sábanas, como diciendo ojalá o por fin. Y no sé
si cierras los ojos o suspiras. Y siempre así, abrazando noches,
insomnios, cubatas, resacas y andenes de alguna estación por don-
de ya no pasan trenes. Y siempre; siempre así.
49

"Prepara café para el resto de nuestra vida", hubiese sido una


declaración de amor muy bonita, pero preferiste decir "Nos toma-
mos sólo un café, que tengo prisa". Prisa. Se me quedó grabada tu
prisa en la mirada, y ya sabía que te ibas a marchar más temprano
que tarde y que iba a terminar fumando sin ti. A ver. ¿Cómo que-
rías que hablase de todos los sentimientos que me quemaban por
dentro si habíamos puesto la alarma demasiado pronto? Cómo. Y
creo que a ti ya no te importa si sí o si no. A ti sólo te importaba co-
rrer lo más rápido posible y alejarte de todo esto, de todo lo nues-
tro, y confundirte con esa rutina que mata y que, además, decías, es
una forma de sobrevivir. Sobrevivir a qué, nunca me lo dijiste. Y
tampoco importa, no ahora, no ya. Ahora sólo importa cómo salgo
de aquí sin clavarme las espinas de todas esas rosas que nunca te
mandé. Cómo salgo de aquí sin resbalar con todas esas hojas, man-
chadas de poemas, que inspiraste y que no supe recitar. Cómo salgo
de aquí a tiempo si los relojes no marcan la hora, están rotos, y
siempre que los miro pienso "Así me siento yo". O quizá ya no me
siento de ninguna forma, tengo esa sensación, que he ido perdien-
do tantas y tantas cosas por el camino, y sin llegar a ninguna parte,
que ahora sólo me queda esa necesidad de encontrar algo que me
haga sonreír sin que luego me pase la factura. A veces temo necesi-
tar algo que no existe, un final feliz, por ejemplo. Y creo que quizá
se deba a que he visto demasiadas películas y a que he leído dema-
siadas novelas en las que todos terminan viviendo felices y comien-
do perdices pero, a ver, seamos sinceros, ¿desde cuándo alguien
puede ser feliz comiendo perdices? Si fuese pizza o espaguetis a la
carbonara, bien, ¿pero perdices? No, está claro que los finales
felices no existen, o al menos no como nos los imaginamos. A lo
mejor un final feliz es quedarme cuando me dices que me vaya. O
seguir hablándote aunque no respondas. O seguir creyendo que
quizá. Y digo final porque no podemos vivir siempre pendientes de
esa página, la última, como una despedida. Entonces ya está todo
aclarado. Los domingos siguen dándome vértigo, veréis.
50

Decidimos llamarle a aquella conversación "Solución a la ecua-


ción de la existencia". Si no recuerdo mal, sucedió así:
—Lo tenemos un poquito difícil —me dijo.
—¿A qué te refieres?
—Al hecho de que la gente no sepa ver las cosas de dentro. O, de
verlas, que no sepa darles la importancia necesaria.
—¿Te refieres a la belleza interior?
—Llámalo como quieras, pero sin duda se ha perdido la bonita
costumbre de ver más allá. La gente ha perdido esa capacidad.
—Sí, y es triste.
—Y es como una sentencia. Quizá deberíamos dedicar las horas
que nos pasamos escribiendo a ir al gimnasio y a ponernos fuertes
y a follarnos a cualquiera los fines de semana y todo eso que suele
hacer la gente. A veces, claro, no siempre. Tampoco quisiera gene-
ralizar.
—Me parece que todo eso es algo muy vacío.
—Sin duda, ¿pero acaso no estamos también nosotros vacíos?
Los poetas, digo. Llenos de un montón de cosas bonitas, quizá,
pero cosas huecas. Casi siempre tristes.
—Bueno, hay distintos vacíos. Hay personas vacías a quienes
tampoco les importa estarlo y sonríen. Y luego hay gente, como
nosotros, que están vacíos pero que tienen la esperanza de que eso
cambie algún día. Y si miras a esas personas puedes verles un brillo
en la mirada; como un ojalá o un montón de esperanzas, algo así.
—Pero temo que todo eso no sea lo suficiente. Quién va a
mirarnos a los ojos y a quedarse allí hasta comprender que el brillo
del que hablas, y que tenemos en la mirada, es algo bonito y no son,
por ejemplo, lágrimas.
—Bueno, cualquier persona inteligente se quedaría esperando lo
suficiente para comprobarlo y aprender a diferenciar los puntos
finales de los puntos suspensivos. Y si no se queda lo suficiente es
que esa persona está tan vacía que tampoco le importa que tú lo
estés o no. Y entonces no merece la pena preguntarle si quiere to-
marse un café con nosotros o si quiere sentarse a nuestro lado
mientras esperamos a que pase algún tren. ¿Me entiendes?
—Te entiendo, y ojalá tengas razón.
—Al final toda la gente busca lo mismo, es decir, algo que
merezca la pena. Y se dice "que merezca la pena" porque debe de
ser algo por lo que no nos importe sufrir, con tal de conseguirlo o
conservarlo. Así que ya llegará, algún día, no te preocupes.
—Llegas tarde, la verdad es que estoy preocupado desde hace
tiempo.
—Y quizá sea inevitable, porque estar preocupado indica que
todo esto te importa.
—¿Sabes?, el otro día llegué a la conclusión de que no nos
enamoramos de personas, o de físicos o de sonrisas o de miradas,
sino de proyectos de futuro. Es decir, yo me he enamorado de va-
rias personas en mi vida, y todas ellas eran distintas unas de otras,
pero el único factor que se mantenía igual era que yo lo quería
compartir todo con ellas. Y quizá "todo" se quede corto para lo que
realmente quería.
—¿Y qué intentas decir con todo esto?
—Que quizá, me dije, estoy cometiendo un pequeño fallo, y es el
de desear compartirlo todo con personas a las que apenas conozco,
pues quizá, de conocerlas, y sabiendo que no quieren compartir
nada conmigo, no empezaría a sentir algo por ellas. Creo que, antes
de sentir, deberíamos conocer, aunque la razón y los sentimientos
no tengan nada que ver, pero sin duda, ambos son peldaños de una
misma escalera.
—Creo, querido amigo, que estás empezando a entender de qué
va la vida.
51

Entonces me enciendo un cigarro y me quedo mirando la pared,


pero en realidad me estoy mirando a mí mismo. Y me pregunto
"¿Qué estás haciendo con tu vida?" y, ante la falta de una respuesta,
le doy una calada muy larga al cigarro. Aspiro tanto humo que ape-
nas puedo tragármelo. Me quiero morir. Y sigo mirando la pared y
me hago otra pregunta "¿Pero realmente sabes qué es la vida?", y
sonrío porque sé que en el fondo no. Que llevo mucho tiempo,
años, aquí, en el mundo, pero que sigo sin saber qué es la vida. A lo
mejor, siempre me ha gustado pensar, la vida es todas esas ciuda-
des que nunca visitaremos. O todas esas fotografías de viajes que
nunca haremos. Quizá, posiblemente, la vida sea cerrar los ojos con
fuerza y seguir pensando que, tal vez, algún día.
52

Estaba recordando aquella vez que andaba perdido por las calles de
Londres y me crucé con una anciana bastante peculiar. Recuerdo
que llevaba una pamela a juego con su vestido y que, de una de sus
manos, vestidas en guantes de lino blanco, colgaba un pequeño
bolso. También recuerdo que caminaba muy despacio y que hice lo
imposible por no adelantarla. No sabría explicaros por qué, pero
tuve la sensación de que aquella mujer tenía más cosas que ense-
ñarme de Londres que los típicos sitios turísticos que había pensa-
do visitar aquella mañana. No podía dejar de sonreír al pensar en
todo lo que habría vivido aquella señora; en todas las cosas que ha-
bría visto; o a dónde iba o de dónde venía, y qué le había llevado a
vestirse de forma tan elegante aquel día.
La historia terminó ahí, claro, y yo me quedé con ganas de
decirle algo, pero ni las circunstancias ni mi inglés estaban a la al-
tura de satisfacer aquel deseo. Recuerdo que la dejé atrás y que me
giré un instante a sonreírle, pero diría que no me vio. Y, ¿sabéis?,
tampoco importa demasiado. Supongo que para aquella anciana la
mañana del 11 de febrero no fue más que una mañana como otra
cualquiera en Londres.
53

No volvimos a vernos y borré su número del móvil. Nunca he


estado seguro de cómo se olvida, pero pensé que esa era una buena
forma de empezar. Me equivocaba. Meses después se me sigue
enfriando el café por la mañana mientras espero que venga a
desayunar conmigo. Es como cuando tardas un poquito en darte
cuenta de que no estás soñando. De que la realidad es que ya no
pides tostadas para dos en el bar de la esquina y que ya no te
importa cambiar las sábanas de la cama tan a menudo. Así son las
cosas: la rutina tarda un poco en darse cuenta de que ya no
compartes tu tiempo. He dejado de tararear canciones en la ducha
y he llenado la nevera de litronas medio llenas, o quizá medio
vacías, o quizá se me están amontonando las razones para buscarla
algún día y decirle que vuelva a recoger los trastos que se dejó. Yo,
uno de ellos. Uno de tantos. Y luego están todos esos "para
siempre" a los que el tiempo no hizo justicia, y todos esos "ojalás"
que escribimos en el vaho de un montón de espejos en los que ya
no me miro por si verme sin ella me hunde un poco más. En lo
referente a tocar fondo siempre he sido muy competitivo, veréis. Y,
yo, que siempre había querido tocar el cielo, el de sus labios, o
mejor dicho, tocarlo siempre, porque hubo un tiempo en el que me
mudé allí y las vistas eran preciosas. No sé. A veces sigo pensando
que la única forma de olvidar a alguien es conociendo a otra perso-
na a la que no desees olvidar. Pero, claro, a ver cómo le abres la
puerta al amor si, la última vez que entró, sólo vino a desordenarlo
todo. Y lo desordenó tanto y tan bien que aún, pasado el tiempo,
sigues encontrando cosas que no están en su lugar. Entonces, de
madrugada, es cuando te enciendes un cigarro y piensas en lo
irónico que resulta que exista gente que siga pidiéndote que son-
rías. Y es que sonrisas te quedan, pero las razones para sonreír se
las llevó todas. Supongo, chicos, que estas cosas pasan. ¿Verdad?
54

Lo había terminado olvidando todo: el olor de su perfume, el color


de sus ojos, el tacto de sus besos, la textura de su piel, el sonido de
su risa y el calor que desprendía su cuerpo en la noches de invier-
no. Pero lo que no había olvidado aún era que la quiso, o mejor
dicho, que la quería. No había olvidado que, con ella, a su lado,
dejaron de importarle las cosas que, solo, sin ella, le atormentaban.
La soledad, veréis, puede terminar convirtiéndose en una perspec-
tiva que, ni negro ni blanco, ni medio lleno ni medio vacío, te hace
ver las cosas solo, y quizá esa sea la forma más triste de enfrentarse
a la vida. Así que se desesperaba por llenar de nuevo esa media mi-
tad, pero cómo, con quién o cuándo. Él no sabía nada de eso, sola-
mente sabía que una vez no estaba tan vacío y era bonito. Pero qué
podemos hacer, las personas que no tenemos con nadie, para evitar
sentir que algo no funciona bien en nosotros. Que, a lo mejor, y
ojalá no, estamos perdiendo la bonita costumbre de hacer felices a
los demás, obcecados quizá en hacernos felices a nosotros mismos.
Ojalá no. Ojalá algún día aprendamos a no esperar trenes que ya
han pasado. Ojalá algún día pueda deciros que todo va bien y no
me sienta como un fingidor. Ojalá pueda deciros que no duele, y
que si duele tampoco está tan mal, porque a veces sufrir por al-
guien sigue siendo una bonita declaración de amor, siempre y
cuando esa persona por la que sufres vaya a venir, luego, a sonreír-
le a todas tus cicatrices. Porque si no qué. Y, quizá, en resumidas
cuentas, ese es el problema: que nos estamos dejando la piel, y el
insomnio, por personas que no van a venir a curarnos, o a abrazar-
nos, o simplemente a estar. Y no hay mucho más que añadir.
55

Y ya nada volvió a ser como antes. Y, tú y yo, nosotros, volvimos a


ser desconocidos, pero esta vez, desconocidos que, durante un
tiempo, se conocieron (o se hirieron) muy bien. No me preguntes
por qué o cómo, pero uno de los días más tristes de mi vida fue
aquel en el que nos cruzamos y nos dimos dos besos, en lugar de
uno. No sé si me explico. Que aquel día nos miramos a los ojos y,
aunque sonreíamos, todo era maquillaje; una mera formalidad.
Estábamos ausentes, cariño. Tan quemados, tan perdidos, tan con
ganas de que alguien nos encontrase de nuevo. Y yo te hubiese
dicho que aún te buscaba por las noches. Que aún te tarareaba
cuando estaba solo. Que aún ojalá nosotros. Pero por qué iba yo a
decirte nada, si ya lo habíamos perdido todo. Todo, que se dice
rápido, casi tan rápido como perdimos aquello. Y recuerdo cuando
me decías que cuidado, que eras un precipicio, y que yo tenía ten-
dencia a resbalar. A enamorarme, vamos. A caer, y con ese estilo
que sólo tienen los poetas, es decir, hasta el fondo. Hasta lo insal-
vable, hasta todas esas ojeras que ya ni maquillarte puedes, porque
hay cansancios, algunas heridas, que marcan el brillo de los ojos.
Qué más da o a quién le importa que siga perdiendo en este no sa-
ber qué hacer: si olvidarte o sangrar un poquito más, quizá con la
esperanza de que termines volviendo y me digas al oído, muy
bajito, que, como yo, nadie ha sabido escribirte, o quererte, o quizá
romperte, mejor.
56

No podía escapar, ni olvidarte, ni volver a enamorarme ni siquiera


dejar de quemarme con el café. No podía seguir ni pararme, ni
dejar de sangrar ni de cerrar los ojos siempre que alguien me
preguntaba por ti. Y la vida sigue sin saber muy bien cómo, pero si-
gue, y qué importa que tú no estés y que yo hace tiempo que no me
dirija la palabra. Qué importa que siga sin poder dormir y sin poder
dejar de soñarte, de soñarnos, de retrasar lo inevitable, es decir, el
dolor. El dolor de perderte, o quizá, en el fondo, el dolor de no ha-
ber tenido nada más que esperanzas, que además resultaron ser
falsas. Y qué. Nadie va a rescatarme de toda esta necesidad de vol-
ver a intentar las cosas, de volver a tropezarme, de romperme, de
que me rompas. Nadie, ni siquiera yo, va a conseguir sacarme de
este bucle de comprobar si besarte es como volar. Y escribiré poe-
mas sobre cuando te ahogas con imposibles. Como cuando gritas
con todas tus fuerzas, pero nadie escucha, y te sientes tan solo que,
irremediablemente, necesitas uno de esos abrazos que nunca te
han dado, pero que siempre has creído necesitar. Abrazos que, a lo
mejor, no existen. Y, después, no me preguntéis qué. Sólo sé que la
soledad quema por dentro como si no escupieses el humo al fumar.
Y también sé que no sé qué de la vida sin ti y que no merece la pena
seguir lamentándose, pero que aún no he aprendido a ponerle una
tirita a tu nombre y decir "Adiós" a lo que algún día fue bonito. Ese
es mi problema, supongo, que nunca me han gustado las despedi-
das y que, aunque tú te hayas ido, yo sigo en la puerta de todo lo
que podríamos haber sido juntos. Es triste, ¿sabes?, pero creo la
vida es un poquito así, como un constante esperar a alguien que te
esté esperando; como un constante necesitar a alguien que te nece-
site. Y todo para darle un poquito de sentido a ese vacío al que
llamamos muerte. O amor. O yo qué sé. Sigo pensando que, sin ti,
el verano es un poquito invierno, corazón.
57

Volvimos a vernos después de un tiempo. Fue haciendo botellón en


el parque de La3, aquella discoteca de Valencia donde empezó
todo. Sucedió así:
—¡Sergio, cuánto tiempo!
—¿Qué tal todo, ******?
—Pues bien, ¿y tú?
—Yo como siempre, ya sabes.
—No, no sé. ¿Eso es bien o mal?
—Pensaba que me conocías.
—Yo también lo pensaba, ¿sabes?
—Pues no estoy ni bien ni mal. Estoy solo.
—Como siempre, vamos.
—Como siempre, sí.
—¿Y no has hecho nada interesante desde que no nos vemos?
—He dejado de fumar.
—¿En serio?
—¿Tanto te sorprende?
—Bueno, la nicotina era tu droga favorita.
—En realidad era mi segunda droga favorita.
—Um... ¿y cuál era la primera?
—El amor.
—Siempre igual.
—Quizá no tanto. Ya ves que he dejado algunas drogas durante
este tiempo. Que he dejado los cigarros y te he olvidado a ti.
—¿Has venido a rascar la herida, es eso, Sergio?
—Cicatriz. He venido a rascar la cicatriz, pero no te preocupes,
que está bien cerrada. Sólo vengo a enseñártela, total, es tan tuya
como mía. Creo que merecías verla.
—No me merezco una mierda, y menos que vengas a restregar-
me que aquello saliese mal.
—Cariño, aquello salió como tenía que salir. No sé. Ojalá hubie-
se salido bien, ¿intentas decirme eso? ¿Aún crees que hubiese podi-
do salir bien?
—Creo que podríamos no haber salido tan jodidos de aquello,
simplemente.
—Soy poeta, cariño. Yo no sé salir sino es demasiado jodido de
las cosas.
—Es una excusa sin sentido, no sé si te has dado cuenta. Lo que
pasa es que te gusta tocar fondo, como si así probases que estás
vivo. Como si fuese una especie de competición, en la que no ganas
una mierda.
—Te equivocas, sí que gano algo.
—¿El qué?
—Comprobar que sigo sin tirar la toalla. Que sigo teniendo la
esperanza de que, algún día, y ojalá, si toco fondo, que alguien lo
toque conmigo. Que eso es el amor, creo. Que alguien se derrumbe
a tu lado.
—¿Amor no sería que alguien te ayudase a levantarte?
—Eso es lo que piensa todo el mundo, pero el mundo no sabe
nada del amor.
—¿Y tú sí?
—Yo sólo sé que necesito rellenarme el cubata.
—Sí, hazlo. Esta noche necesitas escapar de alguna forma.
—¿Ves?, cariño, tampoco me conoces tan mal.
58

Olvídalo, olvídate, olvídame, olvídanos. No, ya no volveremos, o ya


no volveré, quién sabe. No, no cometeré otra vez la estupidez de
decirte que te quedes un poquito más. No volveré a mirarte con esa
urgencia en los ojos de que, sin ti, no sé muy bien qué hacer ni con
mi vida ni con todo lo demás. Hay personas, veréis, que disfrutan
haciendo esperar a la gente. Ella era una de esas personas. Una de
esas personas que te enamoran y luego no te quieren. Una de esas
personas que se quedan y no te abrazan, que te pasan el humo sin
rozarte los labios. Que te contaminan. Y yo ya me he cansado de ese
estilo de vida que se caracterizaba por morir por ella. O por querer
vivir a su lado. Tampoco importa demasiado. Sólo sé que, dentro de
mí, en alguna parte, hay algo que me dice que no debería estar
aquí: escribiendo esto; que debería haber aprendido hace mucho
tiempo que hay gente que se va y no vuelve, o que no viene nunca y
no llama ni siquiera para avisar, para decirte que no, que no espe-
res, ni que te desesperes, que pases página o que quemes el libro.
No me hagáis mucho caso, a mí, que me he pasado mil noches
dedicando insomnios a personas que, además, irónicamente, me
hacían soñar. O quizás, a veces pienso, lo que me hacía soñar era la
esperanza de que, un día, dejarán de existir las camas medio vacías.
De que caminaremos por la ciudad cogidos con alguien de la mano
y que todo será bonito. Y el mundo nos envidiará en secreto y las
estrellas mirarán, sonrientes, como follamos. No sé. A veces tam-
bién pienso que no son buenos tiempos para los románticos, ni
para las personas que siguen pensando que el amor es la respuesta,
sin importar cuál sea la pregunta. A veces pienso que estamos
sobrevalorando el amor e infravalorando todo lo demás. Pero qué
voy a saber yo de la vida si hace tiempo que no sé sonreírle a nada.
Qué. Qué...
59

Esta es la historia de cuando terminaste de romperme. De cuando


te vi siendo feliz con otro y de cuando me di cuenta de que no te
había olvidado lo suficiente. Esta es la historia de todas las veces
que me han matado las madrugadas y esperarte. O esperar, a secas.
Esta es la historia de un montón de por qué's y cómo's. De por qué
terminan tan mal, y siempre, mis intentos de ser feliz al lado de
alguien. Esta también es una historia de finales. A veces, incluso,
una historia sin principios, sólo con prólogos, que tampoco mere-
cen demasiado la pena. Y sí, también es una historia de perder
cosas. De todas esos atardeceres que no vimos y de todos esos días
desayunando solo. Esta es una historia de no atreverme, muchas
veces, a enviarte por WhatsApp ese "Te quiero", o ese "Te echo de
menos" o es que yo me acostumbré a no ser nada sin ti, cariño. Y
pasará el tiempo, y te olvidaré como a todas esas personas, o como
a todas esas cicatrices, o como a todos esos "Te necesito" que nunca
me dijeron. Te olvidaré, sí, pero hasta entonces qué. Te lo diré:
hasta entonces lucharé contra estas ganas de volver a intentarnos;
lucharé contra estas ganas de querer olvidar que nosotros somos
un perfecto imposible y que quererte tampoco hace tanto daño.
Que nada hace daño. Que quieres pasar todos los años que te que-
dan haciéndome sonreír, mientras yo me desvivo por hacer cada
momento un poquito más especial. O algo así. ¿Sabéis?, esta
también es la historia de las personas que se enamoran antes de
saber qué es el amor. Y de todas las formas de morir que conlleva
eso. Esta es mi historia y, quizá, no sé, quizá también sea un poqui-
to la vuestra. Pero y qué.
60

A ella le ahogaban las ganas de escapar. Y él le dijo que gritase con


todas sus fuerzas. Sucedió así:
—No me mires, no quiero que me veas llorar. No quiero llorar.
—Sólo los cobardes no lloran, y no creo que tú seas una cobarde.
Llora mirándome a los ojos. Llorar es bueno, necesario, si no lo
haces todo se queda dentro y terminas naufragando. Y a veces
mueres.
—¿Y ahora qué hago? Ya no me quedan... ya no me queda nada.
Sólo quiero irme a dormir, y quedarme mañana todo el día en la ca-
ma. Sólo quiero cerrar los ojos y abandonarme. Ya no quiero se-
guir.
—¿Y todo esto por qué le has visto siendo feliz con otra?
—¿No crees que es un buen motivo el hecho de haber visto al
hombre de tu vida siendo feliz con la mujer de su vida?
—¿El hombre de tu vida?, juraría que, más bien, es el hombre de
tu insomnio. Y no mucho más.
—Insomnio, vida, qué más da. Las horas en las que no puedo
dormir soy más yo que en el resto del día. Llámalo como quieras.
—Ay... ahora, cariño, sólo puedes hacer una cosa. Tomar una
decisión, decidir si vas a coger un camino o vas a tomar otro.
—¿A dónde lleva cada camino?
—Uno de ellos, el primero, te lleva lejos de aquí, a algún lugar
donde terminarás olvidando que un día estuviste aquí, ahora mis-
mo, llorando y deseando no llorar, por un chico que te ha roto, sino
el corazón, las esperanzas. El otro camino, el segundo, no va a
ninguna parte, empieza y termina aquí, contigo, ahora mismo,
esperando que, quizá, no sea demasiado tarde para intentar con-
quistar a ese chico que ahora está siendo feliz con otra. Y... dime,
¿qué camino quieres tomar?
—¿Crees que es tan fácil? Quiero tomar los dos. Quiero irme
lejos y olvidarle, y quiero quedarme aquí y creer que las segundas
oportunidades existen y que pueden ser bonitas. ¡Quiero irme y
quedarme! Quiero sacarle de mi cabeza y recordarle lo más fuerte
que pueda. Estoy en un punto de transición en el que ya no sé si lo
que quiero es pasar página o cortarme el dedo con ella.
—No lo tienes fácil.
—¿Acaso es fácil? El amor, digo. O la vida. No, no es fácil. Si lo
fuese, supongo, no merecería la pena luchar por nada. A lo mejor.
al igual que es necesario llorar, también es necesario, alguna vez,
tener razones para hacerlo. Razones para llorar, digo. Quizá este
sufrimiento signifique que todo esto era importante, sino para él, al
menos para mí. Y que sigo teniendo la capacidad de amar y de
sufrir, que a veces vienen siendo lo mismo.
—Eres increíble, joder.
—Y de qué sirve que lo sea si no puedo conseguir a la persona a
la que quiero. Dime, de qué.
—Ni puta idea, cariño. Ni puta idea... La vida es así. A veces las
personas que más necesitan ser queridas, son las personas que más
solas están. Y también, a veces, las personas más tristes son las que
tienen la sonrisa más bonita.
—¿Crees que algún día...
—¿Sí?
—¿Crees que algún día alguien nos encontrará?
—Me gusta pensar que sí.
—A mí también.
—Algún día, cuando menos lo esperemos. Seguro.
—Y será bonito.
—Más de lo que podemos imaginar.
Y ambos sonrieron. Algún día, ya sabéis.
61

"Cierra la puerta", le dije, "y túmbate a mi lado". Y lo hizo. Y, a mi


lado, sin mirarla, le cogí de la mano lo más fuerte que puede.
"Ahora puedes escapar, cariño". Y noté que se estremecía. Noté su
piel erizada, su manos sudando, su corazón que latía como si
hubiese corrido una maratón. Los síntomas de que quería, pero no
podía, ser feliz. "Relájate, no voy a irme", le dije. A oscuras, recuer-
do, la de las estrellas era la única luz que entraba por las rendijas
de la persiana. Hicimos el amor durante horas, de todas las formas
posibles: mirándonos, callándonos, follándonos como si fuese
nuestro último día en la tierra. Suspiramos, entrecortados, empe-
zando a entender que no éramos nadie sin el otro, y que tampoco
importaba, que era bonito. Muy, muy bonito. No sabría explicarlo.
Y estaríamos siempre para el otro. Esa era la idea, y qué más da si
luego fuese o no fuese cierto. Podría pasarme toda la vida sonrién-
dole, alimentándome del brillo de sus ojos. ¿Sabéis?, he perdido
muchas cosas por el camino, pero me doy cuenta de que sigo te-
niendo lo más importante, es decir, el recuerdo de noches como
aquella. Que siempre puedo, y podré, revivirla. Y que siempre será
una de las noches que le den sentido a todas las demás noches. Un
punto de referencia. Un punto de vida. Un punto de luz, aunque las
persianas estuviesen bajadas, para iluminar todas esas ganas de
nada que, a veces, la soledad causa. Al tiempo, dicen, sólo sobrevi-
ven los buenos momentos. Y me gustaría pensar que es cierto. Me
gusta pensarlo. Y esta, chicos, supongo que es una bonita forma de
sobrevivir. De seguir aquí, a pesar de todas las razones que tene-
mos para irnos.
62

He vuelto a fumar, y he vuelto a desearte como si quizá. Cariño,


qué me has hecho. Y, en el fondo, en realidad, la cuestión es por
qué me estoy dejando matar. A lo mejor la vida nunca me ha
parecido un bonito lugar para quedarse. A lo mejor la vida nunca
me ha parecido un lugar sin ti. A lo mejor ahora, con unos cubatas
de más y unos cigarros de menos, te necesito tanto que empiezo a
pensar que tú eres más parte de mí que todo lo que he vivido. Que
"tú" es el pronombre personal de la primera persona del singular. A
ver si nos vamos entendiendo. Así que pongo una canción triste, y
empiezo a escribir, como si me salvase. Como si escribir todo lo que
te quiero, todo lo que no estás, te acercase un poquito. Pero no.
Hoy he vuelto a dormir solo, y ya no recuerdo qué era eso de no
odiar la soledad. Ya no. Ya no recuerdo qué era eso de sobrevivir, ni
de morir, ni de los cubatas poco cargados de alcohol. Ya no me
importa demasiado nada, pero sigo deseando que algún día merez-
ca la pena luchar, seguir, respirar, amanecer y quemarse con el café
por la mañana mientras me quedo mirándote. O mirando a alguien.
O creyendo que, por fin, he tenido suerte en el amor. Pero todo me
suena a palabras vacías. Algún día, suena a que nunca. Quizá, sue-
na a jamás. Quererte, suena a que me va a costar demasiado
olvidarte. Y quién va a venir a rescatarme, o a decirme que todo irá
bien, o a decirme que yo no merezco esto, que merezco sonreír, y
que merezco todas esas cosas bonitas que suceden en las películas
de amor. Nadie va a venir. Y, si vienen, te prometo que no lo harán
a tiempo. Te prometo que será demasiado tarde y que yo ya estaré,
con un cigarro entre los labios, conjugando tu nombre con alguna
declinación del verbo "escapar". No, es demasiado tarde, esta no-
che, para creer que los imposibles siguen siendo factibles. Es
demasiado tarde, esta noche, para creer que tú y yo podríamos
haber hecho las cosas mejor. Que si yo hubiese ido, y que si tú no
hubieses huido, ahora seríamos algo muy parecido a dos ingenuos,
y felices, enamorados. Pero déjame decirte una cosa, cariño: el
amor no existe, es un invento de la gente que le tiene demasiado
miedo a la soledad. En fin. Acuérdate un poquito de mí cuando
beses a otro. No me mates del todo. Sólo te pido eso. Hazme formar
parte de todo lo que nunca tendré contigo. Rescátame.
63

Y, sin ti, como bien dijo Sabina, la vida siguió como siguen las cosas
que no tienen mucho sentido. Todo sigue. Todo excepto yo. Yo me
quedo, aquí, tirado en la cama, sufriendo este eterno domingo en el
que tengo demasiado tiempo libre para recordar que estoy perdido.
Que te he perdido. Y que somos una horrible causa perdida. No
quiero abrir los ojos. Para qué. Y tampoco quiero salir de mi habi-
tación. No me aviséis cuando la cena esté lista. Dejadme un poquito
solo, en silencio, mientras escribo y desvivo por encontrar una Sali-
da antes de que empiece a gustarme demasiado todo este decaden-
te estilo de vida. Todo este arañarme la herida preguntándome si
estarás siendo feliz sin mí, y sé que sí, así que, ya no sólo me hiero,
sino que sangro, pero no grito. No, no grito. No quiero llamar la
atención, ni gritar auxilio ni enviarte por WhatsApp ese "Rescáta-
me, joder" que termino siempre borrando. Estoy seguro de que
destrozarme un poquito más contra el suelo, por tropezar con la
misma puta piedra de siempre, me enseñará algún día que hay
veces que no merece la pena quedarse mucho tiempo en el mismo
lugar. Aquí sólo hay precipicios, cariño. Precipicios y fotografías
nuestras. Que, en realidad, vienen a ser lo mismo. Así que, te expli-
co, y atenta: la próxima vez que nos veamos nos sonreiremos, y
nadie sabrá que, en realidad, nos estamos apuñalando el alma. Nos
preguntaremos qué tal estamos y diremos que bien, aunque tú
sepas que yo estoy jodido y aunque yo ignore si has conseguido ser
feliz. No hablaremos de nuestros sentimientos, para qué, hablar de
sentimientos es de personas valientes, de personas fuertes; y
nosotros sólo somos un par de gilipollas; yo, un gilipollas que escri-
be cosas bonitas sobre el amor, y tú, una gilipollas que sabe desor-
denarme el ciclo de sueño demasiado bien. Y no dejaremos de
sonreír en todo momento, será nuestra forma de gritar. Acuérdate
de lo que te digo. Y luego nos iremos y querremos quedarnos un
poquito más. Querremos jugar a ese juego de sentir que le importa-
mos a alguien. Un juego peligroso, vaya. Pero no jugaremos. Como
decía, nos iremos y ni siquiera nos giraremos para mirar atrás,
quizá ni dos besos de despedida, quizá ni un "hasta pronto". Quizá
lo más conveniente, sería despedirse con un "Descanse en paz".
Con un punto y final. Con un "Ni vivieron felices ni comieron perdi-
ces, se emborracharon como un día de fiesta cualquiera y siguieron
deseando que alguien les rescatase esa noche, y todas las demás
noches. Siguieron creyendo en el amor, aunque doliese. Siguieron
esperando, aunque ya fuese demasiado tarde. Y así toda la vida". Sí,
creo que ese sería un final bastante adecuado. ¿No crees? Y qué
triste.
Quedaron en un bar para despedirse, y mientras se tomaban un
café, esto fue lo que sucedió:
—Dime, ¿volverás algún día?
—Nunca. Nunca volveré y, en el fondo, qué coño, sé que nunca
me iré del todo. Tú también lo sabes. Sabes que hay algunas heri-
das que van a marcarnos la piel el resto de nuestra vida. Así que, de
alguna forma, siempre estaremos juntos. Las cicatrices no entien-
den de kilómetros, cariño.
—No, las cicatrices no, pero si la piel. No volveré a tocarte, ni a
besarte, ni a abrazarte, ni a enredar mis dedos en tu pelo cuando
hagamos el amor. Y tampoco volveremos a hacer el amor...
—Créeme, es lo mejor.
—¿Para quién?
—Para mí, y juraría que para ti también.
—No me jodas, Sergio, no me jodas. No hables por mí, ¿vale?,
¡no tienes ni puta idea de lo que es mejor para mí!
—Y por eso me voy.
—¡Eso es exactamente lo que no es bueno para mí: que te vayas!
—¿Sabes?, ojalá me hubieses dicho eso hace algún tiempo,
cuando aún te esperaba sin importarme que tardases en llegar, o
que directamente no llegases nunca. Ojalá me hubieses dicho eso
cuando aún, al verte como besabas a otros, pensaba que lo hacías
para darme celos, o porque aún no te habías dado cuenta de que
me moría por besarte. Pero has llegado demasiado tarde, cariño.
Demasiado tarde.
—Una vez me dijiste que hasta las causas perdidas merecen
segundas oportunidades, ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo perfectamente.
—¿Entonces?
—Entonces me equivocaba cuando dije eso, aunque me hubiese
gustado que fuese cierto. Por aquel entonces me gustaba pensar
que estábamos predestinados y que nada ni nadie podría joder lo
nuestro. Pero ya te he dicho que estaba equivocado. Un día te
levantas por la mañana y te has cansado de luchar, y de seguir
sonriéndole a tu cama medio vacía.
—No te vayas, por favor. Por favor...
—No lo entiendes, yo ya me fui, nosotros ya nos fuimos, hace
tiempo. Nos fuimos en el mismo momento en el que esperamos a
perdernos para necesitarnos más que nunca.
—Yo... te echaré de menos, Sergio, lo sabes.
—Lo sé. Pero terminarás olvidándome, ¿eso también lo sabrás,
no?
—Me temo que sí. Me temo que los sentimientos, por desgracia,
terminan cansándose de no ser correspondidos. Algún día.
—¿Sabes qué?
—Dime.
—Creo que tenemos que encontrar una forma de salvarnos
menos dolorosa que amar.
Y aquella mañana el café no fue lo único que se les enfrío. No sé
si me explico.
64

Que lo que yo quiero es quemarme con el café contigo por la


mañana, y que me abraces por la espalda al despertar mientras me
das un beso y luego dices que todo irá bien y yo sonrío al pensar
que no necesito que las cosas vayan de otra forma. Que lo que yo
quiero es que me cojas de la mano por las calles de la ciudad y que
nos perdamos, o nos encontremos, o que crucemos semáforos en
rojo juntos. Y también quiero mirarte y que sin palabras nos enten-
damos, y contártelo todo y que me lo cuentes todo. Y que por la
noche nos duchemos juntos mientras desafinamos cantando alguna
canción. Y hacerte para cenar tu plato favorito, y terminar hacién-
dote el amor después, como postre. Y que te quedes luego a dormir,
y que en invierno nos peleemos por quién tiene más manta. Y que
lleguen los domingos y no sean aburridos, y que ningún día de la
semana sea duro si lo termino estando a tu lado. Que lo que yo
quiero es un poquito de sentido en mi vida, alguna razón (tus ojos)
para creer que merece la pensar seguir, ya sabes. Y que pasado el
tiempo lleguemos a ser lo más bonito que hayamos tenido; algo por
lo que merezca la pena morir. Y pasarnos las noches de verano
mirando las estrellas, mientras nos pasamos el humo de algún ciga-
rro y nos besamos después de cada calada. Y yo te digo muy bajito
que gracias por existir, y por haber llegado, y por quedarte, a pesar
de todas las razones (mis cicatrices) para irte. Y, no sé, algo así es lo
que quiero, y quizá espero demasiado de la vida, pero qué culpa
tengo yo si soñar me resulta demasiado bonito. A veces creo que, de
no soñar, hace tiempo que estaríamos muertos. Y en fin.
65

Rescatadme, decidme que todo irá bien, y no me digáis que sonría,


dadme razones para sonreír. A veces pienso que tocar fondo es la
única forma que tenemos de tomar impulso para salir a la superfi-
cie. Me gusta creer eso, no sé, quizá es una triste excusa para pen-
sar que aún estoy a tiempo de salvarme de todo esto. De mi vida,
digo. Que aún estoy a tiempo de no llegar demasiado tarde. Y de
que las cosas me saldrán bien algún día y de que llegará pronto al-
guien que querrá sentarse a mi lado mientras perdemos trenes jun-
tos y tampoco nos importa demasiado. Lo de siempre, vamos, que
quiero cambiar un poquito toda esa necesidad de algo, por besos, o
por abrazos, o por desayunos para dos en el bar de la esquina. Y ya
me estoy hartando de lo demás, de que me canse, pero no lo sufi-
ciente como para decir "Hasta aquí hemos llegado". ¿Sabéis?, la
esperanza a veces me parece una clase de tortura. Porque aquí sigo
a pesar de tener cien mil razones para irme. Y aún, a veces, sonrío,
a pesar de saber qué no voy a engañar a nadie. No sé dónde está el
problema, pero quiero resolverlo, porque sé que algo va mal o, al
menos, no demasiado bien. Así que algunas noches me tumbo en la
cama y, en lugar de contar ovejitas, repaso de memoria todas las
cicatrices que tengo hasta quedarme dormido, por si, en algún mo-
mento, se me ocurre como escapar de ese no saber cómo escapar a
tiempo. No sé si me explico. Estoy, y cuidado, convirtiéndome en
todo lo que siempre temí, es decir, en nada a lo que merezca la
pena sonreír cada mañana. En algún vulgar precipicio, que es lo
que ha quedado después de todas esas muchas veces que me han
roto, y después de todas esas pocas veces que no he sabido arre-
glarme. He dejado de fumar hace varios días y en qué mal momen-
to. Joder.
66

Podíamos haberlo vuelto a intentar, y haber vuelto a fracasar, y no


habernos importado nada. Podíamos habernos quedado un poquito
más, aunque quisiéramos irnos, mojándonos bajo la lluvia, para ver
quién era el primero que lo mandaba todo a la mierda y abría el
paraguas. Pero no volvimos a suceder. Y quizá sea mejor así, aun-
que los primeros días me quería morir y los de después también,
pero ya no tanto. No tanto. Y que el tiempo lo cura todo y que tú
eras una herida como otra cualquiera. Ahora lo entiendo todo mu-
cho mejor, cariño. Y he corrido lo más rápido que he podido para
venir hasta aquí y decirte que yo... que yo ya no. O que ya. Qué
basta. Que eras la mujer más bonita del mundo, pero que ese
mundo ha detonado y ahora sólo queda humo. Pero he dejado de
fumar, ya lo sabes. Así que me tienes en el umbral de estas pala-
bras, llamando a la puerta para decirte adiós: abre. O asómate por
la ventana, qué más da. Te sonrío y me voy, para que sepas que,
sino enamorarme, al menos sé sobrevivir. Y gracias.
67

Estaba oscuro, qué sé yo, y me dijiste que te besara, y me puse


nervioso, claro. Temblaba, lo recuerdo, como si fuese mi primera
vez. Y entonces pasó lo que pasa cuando no sabes qué hacer, pero
quieres hacerlo, es decir, se detuvo el tiempo y creo que me quedé
toda la vida a dos centímetros de tu boca, y ya no sé si el corazón
me latía tan rápido que había dejado de contraerse o es que se
había parado definitivamente; suele pasar. A lo mejor me había
muerto. "Bésame", y como si me hubieses dicho "Voy a hacerte feliz
por una vez en tu vida, gilipollas". No preguntes por qué, no quería
estropear ese momento, ni el momento de después, ni cualquier
cosa que pudiese sucedernos. Y sin necesidad de tocar tus labios, yo
ya te había estado besando un poquito desde la primera vez que
nos vimos y pensé que sería bonito tener algo contigo. Algo:
cualquier cosa.
Entonces maté la distancia, la rompí, sin hacer ruido, y los dos
centímetros se consumieron cuando te metí la lengua en la boca, y
te besé como si te bebiese, con esa pasión que guardo para las
ocasiones especiales, para los besos de madrugada y por si algún
día tengo que decirte que te quedes un poquito más. Ojalá no. Ojalá
siempre sepas que nunca querré que te marches. Pero allí seguía
con los ojos cerrados, y ya no sabía ni qué hora era, ni si iba a
perder el metro para volver a casa y ni me importaba. Los besos no
tienen noción del tiempo, hacen que la pierdas. Y luego nos dedica-
mos a joder la cama de sus padres. Qué noche, oye. Qué noche...
68

—Cometamos el error de enamorarnos juntos.


—¿Por qué es un error enamorarnos?
—Porque tarde o temprano terminaremos haciéndonos daño,
pero hasta entonces será bonito.
—Eres muy negativo, ¿lo sabías?
—Me gusta pensar que soy previsor. No sé, a mí las cosas nunca
me han salido bien en el amor.
—A lo mejor, esta vez, es distinto.
—Ojalá, cariño, ¿acaso crees que no tengo ganas? Ganas de que,
por fin, haya llegado el día en el que pueda decir que he dejado de
buscarte. O de buscar a alguien. O de intentar encontrarle un
sentido a todo. Nunca he sabido vivir de otra forma.
—En ese caso, tienes una forma muy bonita de morir.
—O de esperarte, que viene a ser lo mismo.
—Quizá el problema es que aún no te has dado cuenta de que yo
ya estoy aquí, desde hace algún tiempo, también esperando a que te
decidas.
—Quizá, sí. A veces tengo la sensación de que he usado mucho
tiempo la esperanza como si fuesen unas gafas, y me las han roto
tantas veces, que ya no veo nada de lo que hay a mi alrededor.
—¿Y si te cojo la mano?, muy fuerte, quizá así me veas. Quizá así
entiendas que estoy a tu lado y que voy a quedarme contigo.
—¿Y si algún día te vas?
—Y si algún día nos vamos... intentaremos, al menos, escribir un
final feliz a lo nuestro.
—Los finales felices no existen.
—Claro que existen, lo que pasa es que aún no los hemos
descubierto. ¿Quieres que lo intentemos?
—No me gusta hablar de finales con el estómago vacío.
—¿Quieres comer algo?
—¿Aparte de ti, dices?
Y, bueno, así creo que es un poquito la vida, una especie de
andén en el que esperamos que llegue un tren, sin saber cuál es ni a
qué hora llega, y que se baje de él alguien, sin saber quién es ni de
dónde viene, y sonría al vernos como si hubiese estado viajando
durante mucho tiempo para encontrarnos. Me gusta pensar que
eso sucederá algún día, y ojalá sea más antes que nunca, porque a
veces tengo la sensación, la horrible sensación, de que me he
sentado en el andén equivocado y estoy esperando un tren del que
no se va a bajar nadie para darme un abrazo. Y, entonces, siempre
me quedará París, pero con nadie. Y es triste.
69

Nunca le dije "vuelve", aunque siempre quise que se quedase


conmigo. Y ese fue uno de los grandes errores de mi vida, y los días
llovieron y me terminé olvidando de aquello. El tiempo pasó, y creo
que tienen razón cuando dicen que lo cura todo. Pero, en el fondo,
tengo la sensación de que no ha curado una puta mierda, porque
sigo siendo esa necesidad, tan animal, de que alguien quiera
quedarse, para siempre, conmigo. O a mi lado, para morir o para
matar: para enamorarse. Qué sabré yo. Podemos escapar, chicos,
pero no para siempre, y eso ya deberíais saberlo. Que podemos
huir, pero no lo suficientemente lejos. Al final volvemos, o no
encuentra de nuevo. La vida, digo. Y que cerrar los ojos sirve, pero
hasta cuándo. Y se me están agotando, ya no sé si las esperanzas o
las salidas de emergencia, o quizá ambas. Y cada vez me quedo más
quieto cuando intento, o al menos quiero, cambiar las cosas. Me
estoy ahogando en este cubata, pero me voy a servir otro, es la
única forma que tengo de lamerme las heridas. Y, eso, que voy a
quedarme dormido otra noche más al lado del teléfono, por si
llamas o por si tengo la, ya innecesaria, necesidad de decirte que tú
has sido la última persona que me ha roto sin que eso me importa-
se. La última persona que lo jodía todo mientras conseguía
hacerme sonreír. La última persona tóxica de mi vida, vamos. Voy a
encenderme otro cigarro para satisfacer esta necesidad de que me
contaminen. Y a ver cuándo, y ojalá sea pronto, alguien me enseña
que enamorarse no es una forma de morir. Cruzo los dedos y las
calles con el semáforo en rojo, y eso es todo lo que espero de la
vida.
70

No tenía tacto para aquello. "Quédate", le dije, pero me temo que el


tono de mis palabras era frío, más apropiado para una despedida
que para un grito de auxilio. Me aclaré la voz. "Quédate, por favor".
Y aquella vez sonó distinto y le brillaron los ojos durante un
segundo, lo recuerdo. Lo recuerdo muy bien. Cerré fuertemente las
manos. Y quería saber qué pasaría a continuación, pero no me
atreví a preguntárselo. Me quedé lo más quieto que pude, mirándo-
la, en aquel silencio en el que sólo sonaban nuestros apresurados
latidos y nuestras respiraciones. Pasaron minutos y años en aquel
momento. Y se nos acabó el orgullo, porque ya era demasiado
tarde, y cuando es demasiado tarde ya no puedes perder nada, pero
puedes ganarlo todo, y eso es lo bonito. Empezó a acercarse poco a
poco, apenas sin moverse, y yo abrí mucho los ojos. La miré: heri-
do, a ella le gustaba jugar, sin duda. "Qué haces, hija de puta. Qué
haces", pensaba. Qué haces provocando, a altas horas de la madru-
gada, huracanes en mi habitación. Qué haces desgarrándome la
indiferencia y la distancia de emergencia. Qué haces desabrochán-
dote el pantalón. Y cuando iba a reprochar su juego sucio, su dedo
índice me detuvo, ahí, apoyándose en mis labios, callándome,
haciéndome desistir por completo. Había perdido, y ella lo sabía,
quizá por eso medio sonreía cuando le dije: "Márchate. Márchate,
por favor." Pero me delataban los ojos, todo sonaba a mentira. En
aquel momento, demasiado tarde para cualquier cosa, sólo quería
que se quedase a mi lado, para siempre, o al menos con esa misma
pasión, como si realmente fuésemos a salvarnos mutuamente. Y,
nada más, aquella noche comprobé que hacer el amor cansa muchí-
simo más que follar.
71

—Has vuelto.
—Me he olvidado una cosa.
—¿El qué?
—A ti.
• —A mí... es demasiado tarde.
—No digas eso, cariño. Nunca es tarde para las personas que
aún se aman.
—¿Aún?
—Aún.
—Y deberías añadir un "pese a todo". Pese a toda esa mierda
de... de rompernos. Pese a toda esa mierda de no decir "te quiero" a
tiempo. Pese a toda esa mierda de no saber querernos sin hacernos
un poquito de daño. Pese a todo ese necesitarnos por encima de
nuestras posibilidades...
—Voy a llevarte conmigo.
—No, no lo hagas. Déjame aquí, estoy desintoxicándome.
—¿De mí?
—Deja de hacer preguntas cuyas respuestas nos dolerán a los
dos, por favor.
—Y tú deja de estar tan lejos. Deja de irte. Cada palabra que
dices te aleja más.
—¿Sabes?, aún sigo acostándome muy tarde con la esperanza de
que alguien venga a arreglarme la vida. Y luego me pongo una
canción triste y subo el volumen cuando sé que eso no va a pasar.
—Esta noche estaremos juntos, y voy a arreglarte. Voy a hacerte
sonreír, ¿me entiendes? Voy a salvarte.
—A veces creo que lo único que nos queda es hundirnos un
poquito más. Hasta el fondo.
—¿Por qué no me dejas ayudarte?
—¿Por qué? Porque la última vez que permití que alguien me
ayudase terminó jodiéndome más. Me gustaría mostrarte algunas
cicatrices de aquello, para que vieses lo mal que terminaron las
cosas, pero me temo que sólo me han marcado por dentro.
—Y temes que vuelva a suceder.
—Lo que temo es que vaya a suceder siempre.
• —Pero yo no...
—Tú no qué. No puedes prometerme que no me harás daño,
¿verdad?
—No puedo.
—Es tan terrorífica la incapacidad del ser humano a la hora de
elegir a quién hacer o no hacer daño...
—No son buenos tiempos para las personas profundas.
—Lo sé, y lo estoy pagando muy caro.
—¿Vas a venir conmigo: sí o... Te quiero.
—Ay, Sergio... creo que llevamos toda la vida confundiendo el
amor con la necesidad. Y no creo que sea sano.
—¿No vas a venir conmigo?
—La cuestión es, me temo, si podré dejar pronto de querer irme
contigo. Si me curaré algún día. Si llegaré a entender que la vida es
mucho más que morir por alguien.
—Te odio.
—No me extraña. ¿Te queda tabaco?
—Sí.
—Invítame a un cigarro, creo que esta noche voy a volver a
fumar.
72

Y no volvimos a vernos. Se subió en aquel tren y no volvió nunca.


Recuerdo cuando nos despedimos, en aquella estación, un jueves
por la mañana, ninguno de los dos lloró o, mejor dicho, ninguno de
los dos derramó una sola lágrima. Y al abrazarnos, cerca del final,
cuando no podíamos vernos la cara, cerré los ojos con todas mis
fuerzas e intenté congelar el tiempo. Intenté pararlo todo. Intenté
quedarme allí eternamente. Pero la eternidad duró segundos y nos
separamos, y yo aún tenía mis brazos alrededor de su cuerpo, sin
querer dejarla, sabiendo quizá que si la soltaba una parte de mí se
iría con ella, y que viviría desde entonces medio roto, con la mirada
un poquito apagada. Sabía que moriría, de alguna forma, cuando
aquel tren se perdiese por el horizonte. Por qué nos estábamos
haciendo eso; por qué nos estábamos matando de aquel modo.
Pero a pesar de todo yo no le dije "quédate" ni ella me siguió
cogiendo de la mano cuando por el altavoz sonó una voz apremian-
do a que los pasajeros subiesen al tren. Todo termina, supongo. Y a
veces me da miedo pensar en lo inevitables que son algunos finales;
a veces temo pensar que todo lo que puedo luchar por una causa
puede no ser lo suficiente para salvarla. Y me ahogué lo mejor que
pude, con esa falsa dignidad que mostramos las personas cuando
no queremos que sepan que nos han roto. Con ese fingir caminar
con las manos en los bolsillos, sin mirar atrás, sólo al suelo, por no
querer enfrentar la realidad de que, en el fondo, y no tan al fondo, y
a nuestro lado, hay una inmensa soledad que nos derrotó hace
tiempo. "Jaque mate", dijo. Y a quién vamos a engañar.
73

Le escribí esto para despedirme:

"Y que cuando no se nos hacía tarde


no llegábamos a tiempo,
y entonces siempre he dudado
entre no saber si decirte que vengas o pedirte que te quedes.

Sírveme otro cubata,


que voy a olvidarte,
o a emborracharme hasta no poder reprimir llamarte,
para decirte,
no sé,
que estoy borracho y que te quiero,
o que no estoy tan borracho pero que también te quiero.

Y mañana de resaca,
meteré en la lavadora los trapos sucios,
las miradas grises
la distancia, que tus pasos,
alejándose de mis brazos,
ocasiona un precipicio aquí,
en mi cama.
¡Tranquila!,
te llamaré después del desayuno,
quizá no hable,
quizá sólo te escuche.
"Está viva", pensaré,
y haré la digestión de todos aquellos amaneceres que nos hemos
perdido.

No vuelvas nunca a llamar a mi puerta,


pero te doy permiso para abrirla.
O no, deja de herirme,
de volver.

Ya no te entiendo, cariño,
y escribo con un cigarro entre los labios
porque no tengo tu boca."
74

—¿Por qué siempre han ido mal tus relaciones?


—Pues... no tengo ni idea.
—Piénsalo, necesitamos llegar a alguna conclusión.
—A ver... creo que hay algo en mí que no funciona bien, ¿sabes?,
hace mucho tiempo que tengo esa sensación.
—¿Es una sensación física?
—No, no, joder, no es que tenga problemas de erección o algo
así. En eso, precisamente, follando, siempre me han dicho que soy
fantástico, y eso que no he follado muchas veces en mi vida. Pero
yo hablaba de una sensación psicológica, algo de carácter existen-
cial. No sé, de pequeño, por ejemplo, cuando yo tenía 7 años,
recuerdo que ya le escribía poemas a las chicas de las que me
enamoraba. Es decir, ¡imagínate!, con 7 años ya tenía la necesidad
de expresarme sentimentalmente. Y todo eran sentimientos frus-
trados, claro. Pero lo más curioso es que seguramente yo por en-
tonces no sabía, o al menos no tenía una idea realista, de lo que es
el amor. He sido un romántico desde que nací, qué vamos a hacer-
le.
—Pero eso es bueno, ¿no?
—Ni de coña, vamos, olvídate. El romanticismo es una puta
mierda, verás. Te obliga a profundizarlo, a sentimentalizarlo todo,
a creer que todo lo que sucede en la vida tiene una lectura más
profunda de la que puede tener realmente. Un atardecer, por
ejemplo, he visto miles en mi vida; cientos de miles; pero siempre
que veo alguno pienso en poesía. Pienso que, coño, estoy viendo
algo que veo todos los días pero es bonito, y no importa una mierda
que no tenga nada de especial. Da igual que lo vea estando solo, en
la montaña, o desde la ventana de mi cuarto. El romanticismo es
un poco así.
—¿Te pasa lo mismo con las mujeres que con los atardeceres?
—Con las personas.
—¿Qué?
—No sólo con las mujeres, también me pasa con los hombres.
Soy bisexual, ¿recuerdas?, prefiero que utilices el término
"personas".
—Entiendo. Entonces, ¿te pasa lo mismo con las personas que
con los atardeceres?
—Algo parecido, sí. Aunque con las personas es algo más co-
mún, a todos nos pasa que siempre creamos una idea romántica de
las relaciones. Es decir, siempre pensamos que las cosas saldrán
bien, y que seremos felices, y que iremos al cine con la persona que
nos gusta, y que follaremos o haremos el amor y que todo durará
mucho tiempo, no sabemos cuánto, pero el romanticismo no tiene
una concepción de final, así que consideramos la relación como
algo que va a durar indefinidamente, como si lo fuese a hacer para
siempre, aunque por otra parte sabemos que la realidad es total-
mente distinta. Apunta esto: "El romanticismo es el antónimo de la
realidad".
—¿Es una cita de un libro?
—No, acabo de llegar a esa conclusión, pero creo que resume
todo lo que hemos hablado hasta ahora.
—Bueno... hablemos de otra cosa. Hablemos, por ejemplo, de la
bisexualidad. ¿Desde cuándo te ves atraído por ambos sexos?
—Pues oficialmente desde los 16 años, más o menos, aunque mi
cuñada me dijo que, cuando yo era pequeño, ella intuía que me
iban a gustar los hombres. Y es gracioso porque hasta los 16 años
nunca me fijé en ninguno, y cuando lo hice no dejé de fijarme en las
chicas, ¿entiendes?, no lo hacía por una cuestión sexual, sino más
bien por una cuestión romántica. Siempre me lo he planteado de
esta forma, las personas heterosexuales o homosexuales, es decir,
que se sienten atraídas por un sexo, están de alguna forma discri-
minando al otro sexo, nunca llegué a entender esa pauta. Es como
si le dijese a alguien: "Hola, me gusta como piensas, tu sonrisa, tus
gustos, la forma con la que afrontas la vida, pero hay un problema:
tienes pene", o vagina, bueno. La cuestión es que siendo bisexual
no estoy discriminando a nadie, puedo enamorarme de un hombre
o de una mujer, porque sé que hay hombres maravillosos y mujeres
maravillosas. No necesito decantarme por un sexo, y odio que la
gente crea que todo esto de la bisexualidad es por vicio. A la mierda
con eso.
—Es una interesante reflexión, Sergio.
—Y bastante simple: Todo son prejuicios físicos. Aunque por
suerte se están superando poco a poco.
—Creo que ya basta por hoy. He estado tomando nota de todo lo
que has dicho, y creo que podremos hacer grandes avances en la
próxima cita.
—¿Podrás arreglarme?
—Sinceramente, después de escucharte, creo que quien está roto
es el mundo, y que tú, simplemente, no encajas muy bien en él.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Sabes que, en el fondo, ninguna respuesta será la correcta.
—Sí, lo sé. Y qué putada.
75

Recuerdo que cuando dijiste "adiós" me eché a reír, y aún seguía


haciéndolo cuando diste aquel portazo, que sonó como si me dispa-
rases, y créeme cuando te digo que, de alguna forma, dolió como si
realmente lo hubieses hecho. Adiós, dijiste: ingenua. Aún te
preguntarás por qué me reía, claro, nunca tuve tiempo para
explicártelo. Para explicarte que nunca nos fuimos del todo, que
nunca fue tan fácil, que nos quedamos durante mucho más tiempo,
después de que nos fuéramos. Después de que aquello dejase de
merecer la pena. Lo nuestro, digo. Nos quedamos recogiendo los
escombros, barriendo el polvo debajo de la misma cama donde,
noche tras noche, cada cual en la suya, dormíamos con la sensación
de que nos habían extirpado la mitad de algo. La mitad de qué, no
sabría responderte. Pero nos faltaba algo. Nos faltábamos, y qué
gran carencia sentimental de repente, joder. Nunca he sabido
superar las cosas antes de que sea demasiado tarde, ya lo sabes, yo
siempre he sido de esos que aprenden a nadar cuando ya están lo
suficientemente hundidos como para no poder volver a la superfi-
cie a tiempo. Y se ahogan. Es una forma de vivir, ¿sabes?: morir por
alguien. Pero algún día tendré que superar el hecho de que no me
matases del todo. Ojalá nunca llegues a entenderlo, cariño. Ojalá.
76

Pudiste haberte muerto cuando te fuiste


por eso que decías de que no podías vivir sin mí.
Mentira. Sobreviviste.
El que murió fui yo, de alguna forma.

Ahora siempre que escucho un portazo sangro.


Ya no sé responder al teléfono a tiempo.
"¿Quién es?", y nadie responde.
Será la soledad y su monólogo.
O quizá me esté volviendo loco.

El verano ya no sabe devolverme la sonrisa.


Y cuando llegue el otoño pisaré hojas secas,
en el parque de siempre,
como si cicatrizase,
como si te rompiese,
a lo mejor me curo.
O a lo mejor, seguro,
me vuelvo a enamorar
de la idea de que alguien me rescate,
aunque aún no sé de dónde.

"Cógeme de la mano
fuerte, muy fuerte...", le dije.
"...y ayúdame a que, nada de esto,
tenga sentido. Y a que tampoco me importe."
Y lo hizo, pero no durante tanto como quería.

Se fue un día de julio,


hacía mucho calor,
brillaba el sol, muy alto.
Y también recuerdo que llovía.
No sé si me explico.

Lo he decidido: voy a adoptar unos cuantos gatos.


Necesito recordar cómo era eso de no tenerle miedo
a la mitad vacía de una cama.
De mi cama.

Ya nos vamos entendiendo.


Que hay algo que falla aquí: la suma.
O el exceso, la multiplicación,
demasiado echar de menos. Demasiado.

Pero qué puedo hacer,


sino sólo escribir,
que es como gritar,
pero dejando afónicos los sentimientos.
77

Él estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos


cruzados. Ella, por otra parte, delante de él, a unos pasos de distan-
cia, cigarro en la boca, le miraba fijamente. Habló primero ella.
—Qué rápido nos hemos cansado, ¿no crees? Y lo peor de todo
es que durante un tiempo fue lo mejor que nos pasó en la vida...
Aunque eso tampoco es muy difícil —añadió con una breve sonrisa
sarcástica.
Él la miraba, en silencio, sin decir nada. Ella continuó el
monólogo.
—¿Sabes como cuando deseas con todas tus fuerzas que las
cosas salgan de otra forma, pero en el fondo sabes que no es posi-
ble? Eso mismo me ha pasado contigo. Con nosotros. Sabía que
íbamos a terminar así, pero nunca lo hubiese dicho. No sé. Durante
un tiempo pensé que si no le daba demasiadas vueltas podríamos
sobrevivir. Me equivocaba, ya lo ves. Soy una ingenua. Una ingenua
que cree en el amor, no sé qué clase de masoquismo puede superar
a eso.
Se callaron durante unos segundos: asimilando. Ella llevaba
puesto un vestido azul, con estampado de flores y unas cuñas. Él
sólo llevaba unos vaqueros cortos, arremangados por encima de la
rodilla y unas Vans negras con calcetines largos.
—Has vuelto a fumar —dijo él.
—¿Y qué?
—Me dijiste que sólo fumas cuando alguien te hace daño.
Ella apartó la mirada. Qué hijo de puta, le gustaba jugar duro.
—Eres un cabrón, ¿lo sabías?
—La vida me ha hecho así, cariño. Las (putas) circunstancias.
—No empieces con eso otra vez. A mí ya no me vendes la moto.
Siempre podemos elegir, Sergio. Y tú elegiste joderlo todo.
—Hablas de joderlo todo como si fuese fácil.
—Tú ya tienes experiencia en eso.
Él sonrió, dolido. Punto para ella. Parecía que se estaban
matando.
—¿Quieres pasar? —dijo él mientras se hacía a un lado,
invitándola a entrar.
—¿Pasar?... ¿pasar para tomar café, quizá? y luego charlar, ver
viejas fotografías, se nos hará tarde, entonces prepararás algo para
cenar, abrirás una botella de vino y antes de que queramos darnos
cuenta terminaremos en tu cama, follando. Como has hecho con
tantas y tantas chicas.
—Créeme, no eran tantas.
—No. No quiero entrar. O, bueno, si te digo la verdad, si que
quiero, pero ya no debo. No debemos. ¿Lo entiendes?
Él no respondió.
—No... claro que no lo entiendes. Qué vas a entender tú, si crees
que las personas somos objetos, a los que puedes llamar por las
noches, llevar a cenar, follarte y luego acercar a casa por la mañana.
"Hasta luego, buenos días, ya te llamaré". Pero ya se acabó todo
eso. Ya se acabó. Me voy y, por favor, no insistas, no vuelvas, no me
busques. He borrado tu número, te he bloqueado en WhatsApp. Y,
bueno, ya sabes eso que dicen de que fue bonito mientras duró.
Cuídate, Sergio. Ojalá sepamos pronto lo que necesitamos en la
vida. O ojalá no lo sepamos nunca, porque así no lo echaremos de
menos.
78

Qué es la vida, un frenesí. Tus manos recorren mi pecho, tú encima


de mí, tu pelo me cae en la cara: sonrío. Y nos besamos, por cuánto
tiempo, no lo sé. La sinfonía 25 de Mozart suena en el reproductor
de audio. Postureo. Las cosas se hacen bien o no se hacen, cariño. Y
acercas tu boca a mi oído. La acercas mucho, y me susurras "Fólla-
me". Ay. Te gusta el juego violento, y yo estoy demasiado caliente
como para decirte que no. Demasiado caliente como para poder
siquiera responderte algo coherente. Te follo. O, claro, mejor dicho:
follamos. Una y otra vez, y luego otra vez. Se nos hace tarde, pero
no tenemos prisa, no voy a dejar que vayas a ninguna parte, y lo
sabes. Empezamos a entender que después de eso, de lo nuestro,
no tenemos demasiado. "Enciéndete un cigarro", me dices, tumba-
da a mi lado. Estás preciosa, joder. "¿Y si vivimos aquí para siem-
pre, qué me dices?", te pregunto. Y me miras. Te brillan los ojos.
"Ojalá", respondes. Y te entiendo perfectamente. Ojalá, pero no,
porque va a amanecer en cualquier momento y la vida va a seguir
como siempre. Vamos a tener que irnos más temprano que tarde.
Más ahora que nunca. Mañana nos va a tocar sobrevivir, como de
costumbre. Notas que estoy indignado, y me coges de la mano, me
sonríes. "No te preocupes, que las cosas saldrán bien, Sergio". Ya,
bien, pero hasta cuándo. "Ojalá", te devuelvo la jugada. Y cierras
los ojos, terminas quedándote dormida, aún te tengo cogida de la
mano, y empiezo a pensar que, al menos, nos tenemos. Y me pongo
a recordar cuando no tenía nada y me pasaba las noches contando
las horas de sueño que me quitaba ese insomnio tan estrechamente
relacionado con la soledad y con ese no saber muy bien qué hacer
con mi vida. Las cosas han mejorado bastante, concluyo. Bastante.
Y si busco los motivos de ello, siempre me acuerdo del color de tus
ojos. Y entonces sonrío.
79

Descolgó el teléfono y, sin necesidad de mirar su número, pues ya


se lo sabía de memoria de tantas veces que lo había marcado, le
llamó. Respondió cuando terminaba de sonar el tercer tono:
—Hola, cariño... cómo ha ido el día, ¿has estado muy
ocupado?... no, lo digo porque no me has hablado desde esta
mañana... ya, bueno, te entiendo... tengo esa necesidad, ¿sabes?...
necesidad de que me hables, sino como que no tengo ganas de
nada... te lo advertí... no, no intento responsabilizarte, por favor, no
pienses eso... pero lo que no puedes es ir y venir como si aquí no
hubiese una persona que siempre te está esperando, o sea: yo, me
haces sentir como una gilipollas... si te hago sentir culpable, perdo-
na, pero a lo mejor lo eres... ojalá no, claro... ojalá no... pero no sé
cómo actúas así sabiendo lo mucho que odio que no me hables...
sólo con un poco de interés bastaría para hacerme creer que esto
merece la pena... quiero decir lo nuestro... o lo que sea, joder, llá-
malo como quieras... pero no soporto tener que empezar siempre
yo las conversaciones... a veces me pregunto si es que ya... si es que
ya no sientes lo mismo por mí... dime, ¿es eso?, ¿ya no sientes lo
mismo por mí?... no son tonterías, es una pregunta seria... ya,
bueno, supongo que si no sintieses lo mismo tampoco me lo ibas a
decir de esta forma... ¿nos vemos mañana para tomar algo?... no sé,
podemos ir a los quintos de Blasco... claro, quiero emborracharte
(se ríe)... bueno, también es una buena idea, pero ahora no hay
buenas películas en el cine... prefiero quintos, sí, o café, lo que
quieras, con tal de estar contigo tú ya sabes que me conformo... sí,
súper romántica, pero eso ya lo sabías... he encontrado esta tarde el
poema que te escribí cuando nos conocimos, ¿sabes?, me he puesto
a reír porque sonaba muy ridículo todo lo que te escribí, hace ya
mucho tiempo de eso, claro... pero te sigo queriendo de la misma
forma... ah, bueno, vale, yo también me tengo que ir, he quedado
para tomar algo con María, así que... ni idea, a algún sitio cerca, no
queremos irnos muy lejos por si nos ponemos borrachas y tenemos
que coger el coche para volver (se ríe sonoramente)... ¿me llamarás
mañana cuando te despiertes?... pues envíame un WhatsApp, algo,
no sé, antes solías hacerlo, y echo de menos eso... me hacías sonreír
nada más levantarme, y ese es el mejor desayuno... vale, cariño, a lo
mejor te llamo más tarde, que ya sabes que si bebo un poco... para
decirte lo mucho que te necesito, y todas esas cosas que necesito
que sepas, para que entiendas que sin ti hace tiempo que no soy
algo que merezca la pena... ¿verdad?, yo también pienso que es un
poco triste, la dependencia, pero el amor es una droga, no sé qué
esperas de él... y por otra parte es bonito sentir eso por alguien...
siempre y cuando ese alguien también sienta lo mismo por ti, claro,
ahí tienes razón... bueno, me voy ya, te quiero... mucho más de lo
que crees y menos de lo que me gustaría... porque no es muy sano
querer tanto... a lo mejor mañana te lo explico, me pondré un tanga
que me he comprado esta mañana, luego te paso una foto... (se ríe
por algo que le dice) sabes que en el fondo estaba pensando lo
mismo, por muy romántica que sea... sí, claro, claro... te quiero,
cariño... te quiero... un beso, hablamos mañana. ¡O luego!... sí,
bueno, un beso, amor mío, ya te echo de menos.
80

"Podemos ser amigos", recuerdo que me dijo, y yo pensando que


los amigos no hacen el amor ni se dan besos en cada esquina de la
ciudad. Qué triste. "No, no quiero ser tu amigo, joder", le respondí,
pero no le dije por qué, qué imbécil. Ella lo interpretó como quiso,
como cualquier persona haría: huyendo. Y me quedé tan sólo que
decidí empezar a fumar; lo típico, vamos; yo nunca había tenido un
cigarro entre los labios, así que me ahogué con el humo, pero ya me
había estado ahogando desde el momento en el que no supe cómo
decirle que la quería. "En fin, por un poco más, no importa", pensé.
Y si me preguntáis, de la vida qué, después de aquello, ni puta idea.
Siguió, claro, como de costumbre, sin mirarme a los ojos, sin ni
siquiera llamarme por las noches para ver cómo estaba. Qué va, ni
eso. Sobreviví tan bien como pude, pero aun así lo hice demasiado
mal, y tardé en olvidar lo que tardé en volver a enamorarme. De
precipicio en precipicio y tiro porque me toca, una locura. Y, por
supuesto, volví a verla un día, no recuerdo cuál, ni recuerdo muy
bien cómo, sólo recuerdo que, de repente, la calle se quedó vacía, y
estábamos ella y yo caminando por Colón, y riéndonos juntos, co-
mo si nada, como si yo aún no tuviese, después de todo, ganas de
besarla. Y qué podía hacer, si en el fondo, y no tan al fondo, nunca
había aprendido a pasar página. Ninguna. Siempre volvía a releer
las mismas letras; las mismas historias; las mismas cicatrices, a fin
de cuentas. Pero, bueno, sé que en algún momento todo esto dejará
de tener sentido y que, cuando mire las viejas fotografías que guar-
do de ella, sólo recordaré los ojos tan bonitos que tenía, y no lo
mucho que me gustaron un día. Y no hay mucho más.
81

—Llevo buscándote toda la vida.


—¿Eso es lo que les dices a todas?
—Ahora te lo estoy diciendo a ti.
—¿Te ha funcionado con alguna?
—Espero que lo haga esta vez, porque si no... no sé si sabes que
se me da fatal olvidarme de las personas.
—¿Qué quieres, Sergio?
—Es una pregunta retórica, ya sabes la respuesta: te quiero a ti.
—Ni siquiera me conoces.
—Y a lo mejor cuando nos conozcamos todo se va a la mierda,
porque aún no nos hemos visto las cicatrices, ¿me entiendes?, pero
quiero intentarlo.
—¿Por qué?, podríamos terminar haciéndonos daño.
—Lo sé, pero no podemos dejar que eso nos impida ser felices.
Porque, sí, las cosas podrían salirnos mal, como a todo el mundo,
¿pero y si nos sale bien?, ¿lo has pensado?
—Nunca pienso que las cosas pueden salirme bien en el amor.
—Es una pena que pienses así.
—Es una pena que las cosas nunca me hayan salido bien en el
amor.
—Pues déjame ser tu primera vez. Déjame.
—Me han roto muchas veces, tengo miedo de que vuelvan a
hacerlo...
—No puedo jurarte nada, cariño, no puedo... pero puedo decirte
que nadie merece estar así, temiendo amar; temiendo que le amen.
Temiendo abrirse por si entra alguien que lo desordena todo un
poquito más.
—Mejor prevenir que curar, ¿no?
—En el fondo sabes que hay algunas formas de prevenir que
matan más que cualquier otra cosa. Y alejarte de las personas que
te quieren es una de ellas.
—Pero, ¿acaso tú me quieres?
—Yo... sólo sé que quiero quererte.
—¿Acaso sabes querer?
—No estoy seguro, pero me gusta pensar que quizá podríamos
aprender juntos.
—Ojalá fuese tan fácil.
—Ojalá dejases de complicarlo todo.
—¿Vas a quedarte conmigo esta noche?
—Sólo si quieres que me quede.
—Quiero que te quedes para siempre.
—¿Eso es lo que les dices a todos?
Ella no pudo reprimir una sonrisa.
—Ahora te lo estoy diciendo a ti.
—Y puedo asegurarte que funciona.
82

Estaban sentados en el parque de un pueblo a las afueras de la


ciudad, de madrugada, una noche cualquiera como la de hoy. Se
podían ver en el cielo un montón de estrellas. Sucedió así:
—El otro día vi una estrella fugaz y pensé en ti.
—¿Por qué?
—Porque he visto demasiadas películas de amor.
—¿Y qué pensaste?
—Si te lo digo no se cumplirá.
—No es esa la respuesta que esperaba.
—Lo sé. La respuesta que esperabas es que pensé en ti porque te
quiero.
—No voy a decirte si esa era la respuesta que esperaba.
—Negarte a hacerlo afirma que sí que lo era.
—Eres muy inteligente.
—Y un gilipollas.
—Un gilipollas inteligente, interesante.
—Un gilipollas inteligente y romántico, ilógico. Pero, ¿sabes?,
algún día me cansaré de ser todo eso, porque no es algo que
disfrute del todo. Es decir, no puedo evitar ser así y lo acepto, y
juego con las cartas que me han tocado, pero a la mierda con todo
eso, ser como soy es estar constantemente al borde de un precipi-
cio.
—Yo puedo salvarte.
—No sabes lo afortunado que me siento al escuchar eso.
—Hubiese sido bonito que te sintieses afortunado sin necesidad
de que te lo dijese.
—A lo mejor me sentía afortunado antes, pero no he sabido
demostrarlo.
—¿Te sentías afortunado antes?
—Me sentía... a punto de morir, entre la espada que tenías en la
mano y con la que apuntabas directamente a mi corazón y la pared.
Y créeme cuando te digo que no estoy seguro de si estaba bien o
mal en esa posición.
—Estás loco.
—Las mejores personas lo están.
—Esa es una frase de Alicia en el País de las Maravillas.
—¡Oh, venga, has roto la magia!
—Puedo arreglarla.
—¿Cómo?
—Besándote.
—Nunca me han gustado los atajos, ¿sabes?
—Qué gilipollez. Deja de complicarlo todo.
—Complicarlo todo es la única forma que tengo de protegerme
de que personas como tú terminen haciéndome daño.
—Complicarlo todo es la forma que tienes de terminar hacién-
dote daño a ti mismo.
—Has estado muy hábil omitiendo "única".
—Empiezo a conocerte.
—¿Y qué tal?
—Pensaba que no te gustaban los atajos.
—El hecho de que no me gusten no quiere decir que no los tome.
Entonces: ¿Qué tal?
—Qué tal... "¿Qué tal?", dices mientras clavas en mi pupila tu
pupila azul. ¡Qué tal! Y tú me lo...
—Para, para, que esa poesía ya sé cómo termina. ¡Y mis ojos son
verdes!
—Tus ojos son preciosos.
—Tienes una forma de hacerme esperar muy adictiva, pero sa-
bes que me cansaré en algún momento.
—¡No digas eso! Mira, esta noche es muy bonita, hay un montón
de estrellas. ¿No tienes suficiente con eso por ahora?
—Tengo suficiente contigo.
—Por ahora...
—Y no vuelvas a decir que tengo los ojos azules, lo odio.
83

Volveré a la vida que llevaba antes de conocerte. A fumar demasia-


do y a emborracharme casi todos los días de la semana con cerveza.
A buscarte, o a buscar a alguien, de noche, en mi cuarto, cuando
esté demasiado oscuro y nadie pueda ver que, en el fondo, aún no
he superado ese miedo que le tengo a la soledad. Volveré a escribir
cosas tristes; poemas que terminaré tirando a la papelera, como
aquel que intenta curarse algunas heridas. Volveré a mirar el
mundo sin ganas, a levantarme por la mañana sin prisa, progra-
mando 6 alarmas por si las 5 anteriores no son tan fuertes como tu
ausencia. Volveré, pero volveré sin ser yo mismo, te lo aseguro;
volveré dividido, apagado, como distorsionado, como esos progra-
mas de teletienda que emitían antes de madrugada. Qué aburridos
nos volvimos, cariño, pero no lo tengas en cuenta porque tampoco
podíamos haber hecho mucho. Tampoco podía habernos salvado
de esto; del olvido; o, vaya, de nada. Fue tan inevitable perdernos,
de lo que me arrepiento es de no habértelo dicho al principio. La
esperanza, ya sabes, que mantiene nuestra sonrisa en la cara
mientras las circunstancias lo van jodiendo todo, poco a poco, ca-
lladas. "Mejor no abras los ojos", te decía. Y quizá por eso siempre
han sido así los besos: ciegos. Aún nos queda pensar que, pese a
todo, podremos rompernos un poquito más. Un poco, lo suficiente
como para volver a fijarnos en cualquier otra persona. "Hola, me
llamo Sergio, nunca he sabido enamorarme, ¿qué tal todo?". Ya sé
que va a doler mucho, así que tráete tiritas y alcohol de ese que se
bebe. Ginebra, por favor, y de la buena, que es una ocasión espe-
cial: nuestro velatorio. Y no, no hace falta que traigas flores, tampo-
co nos merecemos tanto.
84

Todo sucedió muy rápido. Recuerdo escuchar a mi madre gritar:


horrorizada, y a mi padre tirado en el suelo, con la nariz rota, y la
sangre goteando sobre su camisa. ¿Cómo habíamos llegado hasta
ese punto? No quisiera recordarlo, pero allí estaba yo, con la mano
ensangrentada, en posición defensiva, mirando a mi padre, desa-
fiante. “No te levantes, no levantes…”, pensaba. Pero lo hizo, se le-
vantó como pudo, ayudándose de las manos, y entonces sucedió de
nuevo: descargué mi puño sobre su mentón, y volvió a caerse al
suelo, jadeante. Ya no volvería a levantarse. Y fue en ese momento,
los gritos de mi madre empezaron a sonar con más fuerza en mi
cabeza, y fue como salir de una sesión de hipnosis: abrí los ojos.
“¿Qué estoy haciendo?”, fue lo primero que pensé. Y luego vino el
miedo y las ganas de salir corriendo de allí, pero me quedé muy
quieto. Y sólo pude mirarme las manos, donde la sangre, aún ca-
liente, caía hasta el suelo. Gotas de un rojo intenso, como el color,
supongo, de la vergüenza. Pero ya era demasiado tarde para
cualquier cosa, y lo supe, y cualquiera que me hubiese mirado en
aquel momento a los ojos también lo hubiese sabido: las cosas no
volverían a ser lo mismo. El mundo; mi mundo; había cambiado, y
ese fue quizá el golpe más duro alguien se llevó aquella noche.
85

Hay gente que sigue sin entender que las ruinas, en algún
momento, fueron dos personas que se querían. De la misma forma,
supongo, que yo sigo esperándote a sabiendas de que ya estarás
buscándote a otro que te folle por las noches y te prepare el mejor
desayuno cuando despiertes, es decir, que te abrace como si, de
alguna forma, tú fueses todas las respuestas. Y a lo mejor me
equivoco, pero sé que aún te quiero porque no me importa lo que
pase mañana, con tal de que me pase contigo. Ojalá me equivoque.
Ojalá todo forme parte del periodo de desintoxicación de estas
ganas de ser feliz que a veces confundo con tu mirada. Voy a
hablarte por WhatsApp para preguntarte cómo ha ido tu día, y
espero que me respondas que ya no quieres saber nada más de mí,
porque en el fondo es lo que necesito: un empujón. Un pequeño
empujón que lo termine todo, estoy en el borde de un precipicio,
entiéndeme. Ayúdame: termínanos. Y mañana más, porque no
amanece a gusto de todos, y me va a repetir el sabor de esos besos
que nunca nos dimos. Ya ves que estás empezando a doler incluso
antes de haberme herido, todo sea por mi estúpida manía de creer
que cuando le digo "Te quiero" a alguien, voy a terminar con otra
cicatriz más en el cuerpo. Y empieza a faltarme espacio.
86

Y un día dejaron de pasarnos cosas, y tardabas en hablarme lo que


yo tardaba en decirte que te echaba de menos, pero ya no me
hablabas porque lo desearas, sino porque, quizá, no querías hacer-
me daño, aunque de alguna forma ya lo estabas haciendo. No te
culpo de nada, ¿sabes? No te culpo porque ya he vivido esto antes,
con otras personas, en otros momentos de mi vida, así que he
llegado a la conclusión de que el factor común soy yo. Y ojalá pu-
diese despejarme de la ecuación, pero no puedo, y espero, mientras
tanto, cigarro en la boca, a que llegue más pronto que tarde el día
en el que todo tenga sentido, y algún resultado. Pero hasta enton-
ces no sé qué de intentar sobrevivir sin ti, o sin alguien, o sin mí, o
a veces incluso sin nadie. Esperar, de brazos cruzados, con los ojos
en blanco, fingiendo haber olvidado qué era eso de llorar cuando
alguien llega tarde. Y no voy a pedirte que vuelvas si para lo único
que va a servir es para darme cuenta de lo lejos que te has ido, y de
que tú ya no tienes ganas de volver a rescatar todo esto que un día
sonreíamos juntos. No, no voy a pedirte que vuelvas, pero tampoco
te alejes más, que empiezo a no tocar el fondo y ya sabes lo mal que
se me da nadar cuando se trata de ir a rescatar alguna causa
perdida.
87

Como esos que no se atrevían a quererse porque siempre que lo


intentaban terminaban escribiendo cosas tristes sobre el amor de
madrugada. Como nosotros. Y qué podíamos hacer, sino resignar-
nos a esperar, que muchas veces es otra forma de alejarse. Qué
podíamos hacer sino soñarnos por las noches, y también, incluso,
cuando despertábamos. Esa era nuestra rutina. Esa, nuestra bonita
forma de morir. No preguntes. Sólo sé que muchas veces estuve a
punto de decirle "te quiero", pero luego pensaba que exponerse de
esa forma podría ser peligroso, sobre todo por eso de que hay
personas que se toman las declaraciones de amor como una
declaración de guerra. Así que me callaba y le preguntaba cómo
estaba, por si había suerte y me decía que, sin mí, no demasiado
bien. Nunca hubo suerte. Y nos alejamos, con esa horrible sensa-
ción de perder algo que nunca has tenido, y es que, si no la perdí a
ella, sí que perdí la ocasión de haber tenido cualquier cosa. Y esto
es algo que muy poca gente entiende. Pero ya estaba acostumbrado
a perder; siempre perder. Siempre, con esa inercia de aquel que
nunca aprendió a dejar de llorar con las despedidas. Y recuerdo
cuando no estábamos tan lejos y aún, al mirarte; al mirarnos; te
brillaban los ojos como si fuésemos a salvarnos. Qué ingenua, su-
pongo. O algunas veces pienso que estabas enamorada, y es bonito.
Y si algún día te preguntas por qué nunca llegamos a rozarnos, te
diré que conozco mis cicatrices de sobra como para saber que te
hubieses ido en cuanto te hubieses acercado lo suficiente. Y por eso
tenía miedo cuando me decías "Ven". Ojalá me perdones.
88

—¿Por qué lo complicamos todo?


—Porque tenemos miedo.
—¿A qué?
—A que nos hagan daño, claro.
—A que nos hagan daño... sí, será eso. Creo que lo mismo
sucede en el amor. Una vez quise a una persona, pero no me atrevía
a decirle lo que sentía, y daba vueltas y vueltas, esperando a que me
lo preguntase, porque así todo sería más fácil; o esperando a que se
lanzase él, y eso sería lo ideal, pero claro, a veces sucede que no
sucede nada, y que terminas perdiéndolo todo mientras esperas
tener algo. El tiempo pasa, y curar no sé si cura, pero matar sí que
mata. Eso seguro.
—Y si lo perdiste de todas formas, ¿por qué no le dijiste al me-
nos lo que sentías? Sí, vale, podía no haber servido para nada, pero
al menos no te hubieses quedado con la duda. Al menos te hubieses
ido sin mirar atrás, y la vida hubiese continuado.
—Porque... bueno, tienes toda la razón en eso, y puestos a
perder hubiese sido mejor haber perdido sabiendo que aquello era
una causa en la que no podía ganar nada, pero imagínate que le
llego a decir lo que siento por él, y él me dice que no siente nada
por mí, o peor, que siente lo mismo que yo siento por él, pero que
lo siente por otra persona... dolería mucho. Mucho. Entonces, pen-
sé, si no le digo nada no pasaré por todo eso. Aunque también es
cierto que todo lo que nunca le dije terminó hiriéndome, porque
hay palabras, las que se quedan en la punta de la lengua, esas que
asfixiamos por miedo o por orgullo, que terminan quemándonos la
garganta.
—Es una pena que las personas sólo nos atrevamos cuando ya
sea demasiado tarde, ¿sabes?
—Sí, es como meterse prisa únicamente cuando sabemos que
vamos a perder el tren. Y cuando digo tren, puedo estar hablando
de cualquier cosa. De la vida o del amor, incluso.
—Sería bonito que las cosas fuesen mucho más fáciles, pero ha-
ce tiempo que entendimos que el amor, aun partiendo de una base
sencilla, es demasiado complejo.
—Te entiendo. Es como cuando la distancia que separa a dos
personas no es mucha, pero es demasiado profunda. Como un
barranco.
—A veces creo que cuando decimos "te quiero", lo que en
realidad estamos intentando decir es "auxilio".
—Es triste porque tienes razón. Pero ya no queda mucha gente
que entienda que el amor es una salida de emergencia; una forma
de sobrevivir. Creo que las personas que se enamoran ahora sólo lo
hacen porque le tienen demasiado miedo a la soledad.
—¿Y tú no le tienes miedo?
—Sí, claro, pero creo que es necesaria para que, algún día, sepa
valorar debidamente el hecho de que alguien esté a mi lado. Y no sé
si aún estoy preparado para eso.
—¿Y cuándo está uno preparado?
—La verdad es que no lo sé, quizá cuando llega la persona
adecuada a tu vida.
—¿Y si no llega nunca?
—Llega, créeme. Por suerte todas las personas, en algún
momento, se dan prisa antes de perder el tren. No sé si me entien-
des.
—Perfectamente, Sergio, perfectamente. Y ojalá tengas razón.
89

No tenía tatuajes, ni piercings, ni un cuerpo como ese de las


revistas de deportistas, ni mucho dinero, ni una sonrisa
bonita, ni unos ojos demasiado grandes, no tenía mucho
sentido del humor, ni mucha paciencia, y ni mi vida, ni mis
sentimientos, ni mi cuarto estaban ordenados, y fumaba;
fumaba muchísimo, pero la quería. Ojalá eso hubiese sido
suficiente, pero no lo fue, y ya me estoy cansando de todo
esto del amor; o a lo mejor, a veces, me gusta pensar que
nada de eso, nunca, fue amor. Y si algún día la ves, dile hola.
Y cántale aquella canción de Bob Dylan. Cántasela, pero no le
digas que te lo pedí yo. Esta noche volveré a acostarme tarde,
o a empezar a recordarla demasiado pronto.
90

Que cómo me siento, pues como cuando pierdes el tiempo y sabes


que nunca lo recuperarás. Siento una presión en el estómago que,
sino vacío, es algo muy parecido a no saber seguir. A no querer
hacerlo. Y todo esto por creer que las cosas me pueden salir bien en
el amor, ¿sabes?, nunca aprendo. Nunca. Y no sé qué puedo hacer,
o si puedo hacer algo, o si acaso servirá, y es que creo que ya nada
merece la pena, y que por mucho que intente cambiar las cosas, no
van a cambiar. Tengo todas las de perder, y juraría que ya lo he
hecho, aunque me resigne a reconocerlo; es la esperanza y su ma-
nía de ser la última en irse, o la última en dejar de reírse de noso-
tros. Pero, en fin, la vida va a seguir a pesar de que quiera quedar-
me aquí, y eso es lo único que sé con certeza; que los días van a pa-
sar y yo con ellos, y que tarde o temprano me arrastrarán a un
bonito lugar. Ya sabes que siempre he pensado que no tenemos que
llegar muy lejos en la vida, sino simplemente hacerlo a algún sitio
donde merezca la pena quedarse. Y a estas alturas ya no me impor-
ta llegar solo o con alguien, porque estoy demasiado cansado. De-
masiado. Me siento, y citaré a Dylan, like a complete unknown, like
a rolling stone. Ojalá me cure, y la olvide, pronto.
91

Porque me fui, queriendo quedarme, pero habíamos llegado a un


punto en el que era marcharme o morir. Esperarte o la felicidad,
porque en el fondo sabía que nunca volverías, si es que algún día,
ya no lo sé, estuviste. Y el reloj empezó a marcar demasiado tarde,
fuese la hora que fuese. Tic-tac-tic-tac, y sonaba como un disparo.
Adivina quién moría en aquellas noches: demasiado frías en invier-
no, demasiado calurosas en verano, pero siempre demasiado solita-
rias. Demasiado. Y me acostumbré a eso, a mirar las estrellas de
madrugada hasta perder todas las nociones que me quedaban. Me
sentaba junto a la ventana, me encendía un cigarro, escuchaba
canciones de Bob Dylan y tarareaba tu nombre hasta que dejaba de
tener sentido. Hubiese sido bonito, o al menos sano, que hubiese
dejado de tenerlo para siempre, pero no, a la mañana siguiente
estaba tan herido, en mi propia necesidad de estar contigo, como
siempre lo había estado. Ya sabes, recuerdo que un día te lo dije,
que no se me da bien olvidarme de las personas. Y miraba tu última
conexión en WhatsApp con la esperanza de comprobar que hacía
días que no te conectabas y que aún no habías leído las últimas
palabras que te escribí. Eran falsas esperanzas, claro. Falsas, como
todo lo demás. Como todo eso que nos dijimos, o que, haciéndole
justicia, fingimos decir, con una mano en el corazón y apuñalando-
nos por la espalda con la otra. No supimos hacerlo mejor, supongo.
Pero ya sabes que no nos culpo, ni a ti ni a mí, simplemente fuimos
una desviación en la autopista de la vida. No hay más. Y no habrá
menos. Sonríe, esta es la última fotografía que nos hacemos.
92

Hace mucho tiempo que no me detengo a vivir, y supongo que estas


cosas pasan. Hace mucho tiempo que no me despierto, por la
mañana, con esa prisa de querer comerme el mundo. Me despierto
lentamente, bostezo, y pienso "Hoy es otro día cualquiera". Y no
quiero eso. No lo quiero. Hace tiempo que no veo un amanecer
desde la playa. Hace mucho, mucho tiempo, que no me paro a
escuchar la música de la lluvia contra la ventana. No quiero llegar,
nunca más, tarde a las sonrisas. No quiero esperar mientras me
desespero, ni buscar respuestas que se cierran con signos interro-
gativos, ni querer enamorarme como si me salvase, y es que aún no
he comprendido que el único que me puede salvar soy yo mismo, y
no alguien. Y ya han dejado de brillarme los ojos cuando me miro
en los espejos. Y ya he dejado de llegar a tiempo a cualquier sitio.
Hace mucho que me he perdido, en esta necesidad de buscarme,
sin entender que siempre he estado conmigo. Y ahora sólo me
quedan estas ganas de arreglarlo todo, de acentuar las palabras de
una historia, de mi historia, para que tenga sentido. Y tengo la
sensación, no sé por qué ni cómo, de que esta vez todo saldrá bien.
Hace mucho tiempo que no me detengo a vivir, y ya me he cansado.
93

Te quedas callado. Muy callado. No sabes qué decir, porque ya lo


has dicho todo, y no ha servido para nada. Y te sientes, no triste,
pero cansado. No tienes ganas ni de encenderte un cigarro, ni de
escuchar música ni de moverte de la cama. Ni siquiera apartas la
mirada del punto infinito de tu habitación en el que llevas perdido
no sé cuánto tiempo. Hoy es sábado, pero como si fuese domingo; o
como si no fuese ningún día. Sí, eso es, hoy no es ningún día, sólo
es una tregua, una excusa. Te quedas quieto. Muy quieto. Es
demasiado tarde y sigues sin saber nada de la vida, quizá por eso
no sonríes desde hace tanto. Quizá, por eso, cuando sonríes, no
sabes cómo y sales raro en las fotografías. Algo funciona mal,
piensas. O a lo mejor funciona mal todo. Te levantas, por fin, como
puedes, no porque quieras, sino porque empiezas a olvidar que
estás vivo, y no te gusta. Te diriges al comedor, medio zombi,
donde tu abuela está viendo un programa de Telecinco. Qué asco.
"Hoy no es ningún día, no es ningún día, no es ningún día...", te
repites. Y vas a la cocina a por una vaso de agua fría, a ver si así te
despejas. El mundo a veces va muy lento, aunque siempre gire
igual de deprisa. Es irremediable marearse de vez en cuando, como
si te montases en un tiovivo que va demasiado rápido. Y tú gritas
que quieres bajarte con todas tus fuerzas, pero no te escuchan, hay
demasiado viento afuera. Demasiado. Y es esa sensación, la de
vacío, la que lo jode todo. Nunca hay nadie para escucharte las
cosas que callas por las noches, y tú no sabes decirlas en voz alta.
No sabes hablar de lo de adentro porque no es algo bonito; porque
no es algo para lo que existan palabras. Es un vértigo. Un vértigo...
Y sales a la calle, das una vuelta, y piensas en silencio, mientras el
atardecer te roba una sonrisa porque tú te sientes como él, como la
muerte de algo. Como la muerte de ti mismo. No, sin duda, hoy no
es ningún día.

También podría gustarte