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Stuart Hall

Gramsci y nosotros1
Stuart Hall

No intento hacer aquí una exposición exhaustiva de las ideas de Antonio Gramsci,
tampoco un recuento sistemático de la situación política británica actual. Es,
más bien, un intento de “pensar en voz alta” sobre algunos de los dilemas
desconcertantes que afronta la izquierda, a la luz (desde la perspectiva) del trabajo
de Gramsci. No sugiero que, en cualquier manera simplista, Gramsci “tenga las
respuestas” o “tenga la llave” para nuestros problemas actuales. Creo, más bien,
que debemos “pensar” nuestros problemas en una forma gramsciana, algo muy
diferente. No debemos usar a Gramsci (como, por tanto tiempo, hemos abusado
de Marx) como un profeta del Antiguo Testamento que, en el momento apropiado,
nos dará la cita apropiada y consoladora. No podemos arrancar a este “sardo” de
su formación política única y específica, teletransportarlo al final del siglo XX y
pedirle que resuelva nuestros problemas; especialmente, teniendo en cuenta que
la fuerza de su pensamiento radicaba en la negación de esa fácil transferencia de
generalizaciones de una coyuntura, nación o época a otra.

Lo que ocurre con Gramsci, lo que realmente transformó mi forma de pensar la


política, es la pregunta que surge de sus Cuadernos de la cárcel. Si miramos los textos
clásicos de Marx y Lenin, podríamos esperar un desarrollo histórico revolucionario
y monumental que surge del final de la I Guerra Mundial y sus consecuencias. Y,
de hecho, los eventos daban una evidencia considerable de que ese desarrollo
ocurría. Gramsci pertenece a ese “momento proletario”: ocurrió en Turín en la
década de los 20, y en otros lugares donde gente como Gramsci, en contacto con
la vanguardia de la clase trabajadora industrial –entonces a la vanguardia de la
producción moderna– pensaba que, si los gerentes y los políticos se hicieran de
lado, esta clase proletaria manejaría el mundo, se tomaría las fábricas, controlaría

Intervenciones enIntervenciones en estudios


estudios culturales, culturales
2017, (4): 11-24 / 11
Gramsci y nosotros

toda la maquinaria de la sociedad, la transformaría y la


1. “Gramsci and Us”, Marxism Today
(junio de 1987), p. 16-21. Traduci-
manejaría económica, social, cultural y técnicamente.
do del inglés por Andrés Sánchez
Forero. En realidad, en los 20 el “momento proletario” por
poco se desencadena. Justo antes y después de la
I Guerra Mundial, era incierto si, bajo el liderazgo
de esa clase, el mundo no habría sido transformado, como lo fue Rusia en 1917
por la revolución soviética. Ese fue el momento de la perspectiva proletaria de
la historia. Lo que llamo “la pregunta de Gramsci” en los Cuadernos surge en las
postrimerías de ese momento, al reconocer que la historia no iba por ese camino,
sobre todo en las sociedades capitalistas industrializadas de Europa occidental.
Gramsci tuvo que confrontar el fracaso, el giro de ese momento: el hecho de que
un momento así, tras haber pasado, nunca volvería en su forma esperada. Aquí
Gramsci tuvo que afrontar el carácter revolucionario de la historia: cuando una
coyuntura se desencadena, no hay un “regreso”. La historia cambia de piel. Cambia
el terreno. Estás en un nuevo momento. Debes observar, “violentamente”, con todo
el “pesimismo del intelecto” en tu cabeza, la “disciplina de la coyuntura”.

Adicionalmente (y esta es una de las razones de la pertinencia de su pensamiento


hoy en día), él tuvo que afrontar la capacidad de la derecha, específicamente del
fascismo europeo, para hegemonizar esa derrota. Entonces, lo que sucedía era una
inversión histórica del proyecto revolucionario, una nueva coyuntura histórica, y
un momento en el que la derecha, más que la izquierda, pudo dominar. Parecía un
momento de hecatombe para la izquierda, cuando todos sus puntos de referencia
y todas sus predicciones se habían hecho trizas. El universo político, como lo
habíamos conocido, colapsó.

No quiero decir que la izquierda británica está viviendo esa misma situación, pero
espero que reconozcan algunas características sorprendentemente similares,
pues esa similitud entre las dos situaciones hace la pregunta de los Cuadernos
de la cárcel seminal para entender nuestra condición actual. Gramsci nos da,
no las herramientas para solucionar el acertijo, pero los medios para hacernos
las preguntas correctas sobre la política de los años 80 y 90. Lo hace al dirigir
constantemente nuestra atención hacia lo específico y lo diferente que tiene este
momento. Él siempre insiste en ese énfasis en la diferencia, una lección que la
izquierda británica debe aprender. Tendemos a pensar que la derecha no sólo está
siempre con nosotros, además es siempre la misma: las mismas personas con los
mismos intereses pensando las mismas ideas. Estamos viviendo la transformación
del conservatismo británico: su adaptación parcial al mundo moderno, a través

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de las “revoluciones” neoliberal y monetarista. El thatcherismo ha reconstruido


el conservatismo y el Partido Conservador. El empresario caradura, utilitario y
pequeño burgués está al mando, no las clases que pescan, cazan y disparan a los
urogallos. Sin embargo, aunque esas transformaciones están cambiando el terreno
de la lucha policial ante nuestros ojos, pensamos que esas diferencias no tienen
un efecto real. Se sigue sintiendo más “de izquierda” decir que las antiguas clases
dominantes continúan manejando las cosas como antes.

Por otro lado, Gramsci sabía la importancia de la diferencia y la especificidad.


Así, en vez de preguntarnos “¿qué diría Gramsci del thatcherismo?”, deberíamos
simplemente observar el fascinante giro de Gramsci hacia la noción de diferencia,
hacia la especificidad de una coyuntura histórica: cómo se unen fuerzas diferentes,
coyunturalmente, para construir un nuevo terreno del que debe surgir una política
diferente. Esa es la intuición que Gramsci nos ofrece sobre la naturaleza de la vida
política, de la que podemos tomar una pista.

Quiero expresarles lo que, pienso, son “las lecciones de Gramsci” con respecto,
primero, al thatcherismo y al proyecto de la nueva derecha; y, segundo, frente a la
crisis de la izquierda. Aquí estoy sólo enfatizando en la parte más fuerte de lo que
entiendo por thatcherismo, e intento abordar el origen, a partir de la mitad de la
década de 1970, de un nuevo proyecto político de la derecha. Por proyecto no quiero
dar a entender, como bien advertía Gramsci, una conspiración, sino la construcción
de una nueva agenda en la política británica. La señora Thatcher siempre aspiró,
más que a un corto cambio en las urnas, a un largo e histórico periodo de manejo
del poder. Este manejo del poder no implicaba, solamente, comandar los aparatos
del estado. De hecho, el proyecto estaba organizado, en su etapa inicial, en
oposición al estado, que visto desde el thatcherismo había sido corrompido por el
estado del bienestar y el keynesianismo, lo que había contribuido a “corromper”
al pueblo británico. El thatcherismo surge en conflicto con el estado de bienestar
keynesiano, con un “estatismo” socialdemócrata, que, en su perspectiva, había
dominado la década de 1960. El proyecto thatcherista buscaba transformar el
estado para reestructurar la sociedad: descentrar y desplazar la formación social
de posguerra; retroceder la cultura política que era la base del acuerdo político (el
compromiso histórico entre trabajo y capital) vigente a partir de 1945.

La extensión del objetivo de ese retroceso era profunda: un retroceso de las bases
de ese acuerdo, de las alianzas sociales subyacentes y de los valores que lo hizo
popular. No hablo de las actitudes o los valores de la gente que escribe libros, sino

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de las ideas de las personas que simplemente, en la vida cotidiana, debe calcular
cómo sobrevivir, cómo cuidar a aquellos que les son más cercanos.

Esto, en otras palabras, significaba que el thatcherismo buscaba un retroceso en el


sentido común ordinario. El „sentido común“ de los británicos se había construido
desde la noción de que la última guerra había erigido una barrera entre los días
nefastos de los 30 y hoy en día: el estado benefactor había llegado para quedarse
y nunca tendríamos que volver a utilizar el criterio del mercado como una medida
de las necesidades del pueblo, de las necesidades de la sociedad. Siempre habría
alguna fuerza adicional, institucional y en crecimiento –el estado, representando
el interés general de la sociedad– para apoyarse frente al mercado y modificarlo.
Soy perfectamente consciente de que el socialismo no nació en 1945. Hablo de la
base popular y dada por sentado de la social democracia del estado benefactor,
que formaba la base real y concreta sobre la que cualquier socialismo merecedor
de su nombre debería construirse. El thatcherismo fue un proyecto para atraer,
para disputar y, de ser posible, desmantelar ese proyecto y construir algo nuevo en
su lugar. Entró en el campo político en una pugna histórica, no sólo por el poder
sino por la autoridad popular, por la hegemonía.

Es un proyecto –y esto confunde permanentemente a la izquierda– que es,


simultáneamente, regresivo y progresivo. Regresivo porque, en ciertos asuntos
cruciales, nos retrocede en la historia. Uno no puede ir salvo hacia atrás para
sostener ante el pueblo británico, a fines del siglo XX, la idea de que el mejor destino
que tiene el futuro para ellos es convertirse, por segunda vez, en “victorianos
eminentes”. Es profundamente regresivo, antiguo y arcaico.

Pero no se confundan: también es un proyecto de “modernización”. Es una forma de


modernización regresiva porque, al mismo tiempo, el thatcherismo tiene su mirada
maliciosa fijada en uno de los hechos históricos más profundos de la formación
social británica: que nunca entró en propiedad a la era de la civilización burguesa
moderna, que nunca hizo esa transición a la modernidad. Nunca institucionalizó,
en un sentido estricto, las estructuras y la civilización del capitalismo avanzado, lo
que Gramsci llamaba “fordismo”; ni se convirtió en un poder capitalista industrial
como lo hizo Estados Unidos o, por otro camino (la “ruta prusiana”), lo hicieron
Alemania y Japón. El Reino Unido nunca tuvo la profunda transformación que, al
final del siglo XIX, reconstruyó tanto al capitalismo como a las clases trabajadoras.
En consecuencia, la señora Thatcher sabe que no existe ningún proyecto político
serio en la Inglaterra contemporánea que no busque, a su vez, construir una

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política y una imagen de la modernidad para nuestro pueblo. Y el thatcherismo,


a su manera regresiva, basándose en el pasado, mirando a las glorias pasadas
más que hacia el futuro y hacia una nueva época, ha inaugurado el proyecto de
modernización reaccionaria.

En ese sentido, no hay nada más crucial que el reconocimiento de Gramsci de


que cada crisis es, a su vez, un momento de reconstrucción; de que no hay una
destrucción que no sea, al mismo tiempo, reconstrucción; que, históricamente,
nada se desmantela sin intentar, también, poner algo nuevo en su lugar; que toda
forma de poder no sólo excluye, sino que produce.

Esta es una concepción totalmente nueva de la crisis y del poder. Cuando la


izquierda habla de crisis, todo lo que vemos es la desintegración del capitalismo
mientras que nosotros marchamos sobre las cenizas y tomamos el espacio vacío. No
entendemos que la desorganización del funcionamiento normal del antiguo orden
económico, social y cultural da la oportunidad de reorganizarlo en nuevas formas,
de reestructurarlo, rehacerlo, modernizarlo y seguir adelante. Si es necesario, por
supuesto, bajo el riesgo de permitir que una gran cantidad de personas –en el
Noreste, en el Noroeste, en Gales y en Escocia, en las comunidades mineras y en
las devastadas zonas industriales, en las ciudades del interior y en otros lugares
más– sean tiradas a la basura de la historia. Esa es la “ley” de la modernización
capitalista: desarrollo desigual, desorganización organizada.

Al afrontar esta nueva y peligrosa formación política, surge la tentación desde la


ideología de desmantelarla y obligarla a la inacción, todo ello con la clásica pregunta
marxista: ¿a quién representa realmente? Hoy en día, cuando la izquierda pregunta
esa vieja y clásica pregunta marxista de la manera tradicional, ya no pregunta
sino que postula. Ya sabemos la respuesta: por supuesto, la derecha representa
la ocupación, por parte del capital, del estado, convertido en nada distinto a su
instrumento. Los escritores burgueses producen novelas burguesas, el Partido
Conservador es la clase dominante a la hora de la oración, etcétera… este es el
marxismo como una teoría de lo obvio. Esta pregunta no trae nuevo conocimiento,
sólo la respuesta que ya conocemos. Es como un juego de mesa, teoría política
convertida en Trivial Pursuit2. De hecho, la razón por la que debemos hacernos esa
pregunta es porque realmente no sabemos.

Resulta desconcertante decir, de forma simple, qué representa el thatcherismo.


Aquí está el fenómeno confuso de una ideología pequeñoburguesa que “representa”

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y ayuda a reconstruir tanto el capital nacional como


2. Juego de mesa donde los concur-
santes deben responder el mayor
internacional. En el proceso de “representar” el capital
número de preguntas de cultura
general. (N. del T.) corporativo, sin embargo, obtiene el consentimiento
3. Supermercado británico, orien-
de sendos sectores de las clases subordinadas y
tado a las clases media y media-
alta. (N. del T.) dominadas. Qué naturaleza tiene esta ideología, que
puede inscribir entre sí un rango vasto de posiciones
e intereses distintos en ella, y parece representar una
parte de todos, ¡incluso de buena parte de los lectores del presente texto! Porque,
no nos digamos mentiras, una pequeña parte de todos nosotros está en algún lugar
del proyecto thatcherista. Por supuesto, todos estamos comprometidos al cien
por ciento. Pero, de vez en cuando, tal vez en las mañanas de los sábados después
de las protestas, vamos a Sainsbury’s3 y somos una pequeña parte de ese sujeto
thatcherista.

¿Cómo encontrar el sentido de una ideología incoherente que habla, por un oído,
con la voz del hombre utilitario, que marcha a su propio ritmo y está orientado por
el mercado, y por el otro utiliza la voz del hombre respetable, burgués y patriarcal?
¿Cómo operan esos dos repertorios juntos? Estamos perplejos por la naturaleza
contradictoria del thatcherismo. En nuestra forma intelectual de ver las cosas,
pensamos que ese mundo colapsará como resultado de una contradicción lógica: he
ahí la ilusión del intelectual, que la ideología debe ser coherente y cada una de sus
partes debe ajustarse perfectamente, como una investigación filosófica. De hecho,
el propósito de lo que Gramsci llamaba una ideología orgánica (es decir, efectiva
históricamente) es su capacidad de articular dentro de una misma configuración
sujetos diferentes, identidades diferentes, proyectos diferentes, aspiraciones
diferentes. No refleja, sino que construye una “unidad” desde la diferencia.

Estamos atrapados en las garras del proyecto thatcherista, no desde 1983 o


1979, como la doctrina oficial lo sugiere, sino desde 1975. 1975 es el climaterio
de la política británica: Primero, el aumento de precios del petróleo. Segundo, el
comienzo de la crisis capitalista. Y tercero, la transformación del conservatismo
moderno gracias a la ascensión del liderazgo thatcherista. Ese es el momento de
retroceso cuando, como planteó Gramsci, los factores nacionales e internacionales
confluyen. No empezó con la victoria electoral de la señora Thatcher, ya que la
política va más allá de las elecciones. Aterriza en 1975, en la mitad del plexo solar
político del señor Callaghan4, y rompe a Callaghan –ya una rama rota– en dos.
Una mitad continúa siendo paternalista, de buen corazón, social conservadora.
Pero la otra mitad danza con otra tonada. Una de las voces de sirena que canta

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esa canción nueva en su oído es su yerno, Peter 4. James Callaghan (1912-2005),


Jay, uno de los arquitectos del monetarismo, en el laborista, fue el antecesor de That-
cher como Primer Ministro britá-
rol misionero que ejerce como editor económico nico, cargo que ocupó entre 1976
de The Times. Él vio primero las nuevas fuerzas y 1979. Para 1975, Callaghan era el
Secretario de Relaciones Exteriores
del mercado, la nueva soberanía del consumidor, de otro Primer Ministro laborista,
viniendo por las colinas como si fueran marines. Y, Harold Wilson. (N. del T.)
5. Hall se refiere aquí a la evacua-
obedeciendo las intimaciones del futuro, el viejo ción de soldados aliados (ingleses,
abre su boca, ¿y qué dice? Los besos deben acabar. El franceses y belgas), asediados
por la Wehrmacht alemana, por
juego terminó. La social democracia está terminada. navíos civiles y militares del puerto
El estado de bienestar se ha ido para siempre. No francés de Dunkerque en 1940.
Refiere ese “espíritu de Dunkerque”
podemos financiarlo. Nos hemos pagado demasiado a a “la voluntad de un grupo de
nosotros mismos, nos hemos dado a nosotros mismos personas, que se encuentran en
una situación difícil, de ayudarse
demasiados trabajos falsos, hemos tenido demasiado entre sí” (Cambridge Advanced
tiempo de placer. Learner’s Dictionary & Thesaurus).
Ese “espíritu de Dunkerque” ha
sido invocado, desde entonces, en
Pueden ver la mentalidad británica colapsando bajo distintos escenarios de la política
el peso de los placeres ilícitos que disfrutaba: la inglesa. (N. del T.).
6. Literalmente “labio superior
permisividad, el consumo, los bienes. Todo eso es quieto” (stiff upper lip).
falso: oropel y espuma. Los árabes han acabado con 7. La frontera de los antiguos do-
minios británicos en la India con
todo ello. Y ahora debemos avanzar en otro camino. la actual Afganistán (N. del T.).
La señora Thatcher habla a ese “nuevo camino”, le 8. Clara referencia de Hall a la
Guerra de las Malvinas (N. del T.).
habla a algo más, a algo que subyace profundo en la
mentalidad británica: su masoquismo. La necesidad
que tienen los ingleses de ser pellizcados por la niñera
y ser enviados a la cama sin postre. El cálculo por el que un buen verano debe ser
compensado con veinte malos inviernos. El espíritu de Dunkerque5: entre peor
estamos, mejor nos comportamos. Ella no nos prometió la sociedad del regalo. Ella
dijo: tiempos difíciles, volver a la pared, estoicismo6: a moverse, a trabajar, a cavar.
A mantenerse con las viejas y comprobadas verdades, con la sabiduría de la “vieja
Inglaterra”. La familia ha sostenido a la sociedad: vivamos con eso. Enviemos a las
mujeres de vuelta al hogar, enviemos a los hombres a la Frontera del Noroeste7.
Vendrán tiempos duros, seguidos, mucho tiempo después, por un regreso a los
buenos días del ayer. Ella nos pidió un largo tiempo de restricción: ni uno, ni dos,
sino tres periodos de gobierno. Al final, decía ella, yo seré capaz de redefinir la
nación de tal forma que, de nuevo, y por primera vez desde que el Imperio empezó
a desmoronarse por la cañería, ustedes podrán sentir qué significa hacer parte
de la Infinita Gran Bretaña. Podrán ser capaces, de nuevo, de enviar a nuestros
muchachos “allá”8, de izar la bandera y recibir la flota victoriosa en casa. Gran

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Bretaña volverá a ser Grande. La gente, en mi opinión, no vota por el thatcherismo


porque crean en la letra pequeña. La gente, en sus cabales, no cree que la economía
británica sea exitosa y se expanda maravillosamente. Pero el thatcherismo, como
ideología, aborda los miedos, ansiedades e identidades perdidas de un pueblo. Nos
invita a pensar la política en imágenes. Apunta hacia nuestras fantasías colectivas,
a Gran Bretaña como una comunidad imaginada, al imaginario social. La señora
Thatcher ha dominado ese idioma en su totalidad, mientras la izquierda intenta,
de forma triste, llevar la conversación a “nuestras políticas”.

La modernización regresiva británica es un proyecto histórico trascendental.


Obtener el favor de la gente del común va hacia allí, no porque sean incautos o
estúpidos, tampoco porque están enceguecidos por la falta de consciencia. Ya que
el carácter político de nuestras ideas no puede garantizarse por nuestra posición
de clase o por el “modo de producción”, existe la posibilidad de que la derecha
construya una política que interpele la experiencia de la gente, que se inserte en lo
que Gramsci llamaba la necesariamente fragmentaria y contradictoria naturaleza
del sentido común, que resuena con algunas de sus aspiraciones ordinarias y
que, ante ciertas circunstancias, puede recuperarlos como sujetos subordinados
en un proyecto histórico que hegemoniza lo que nosotros acostumbrábamos –
erróneamente– a pensar como sus necesarios intereses de clase. Gramsci es uno
de los primeros marxistas modernos que reconoce los intereses no como dados,
sino como construídos política e ideológicamente.

Gramsci nos advierte en los Cuadernos que una crisis no es un evento inmediato
sino un proceso: puede durar un tiempo largo y puede resolverse de formas
bastante diversas: como restauración, como reconstrucción o como una
transformación pasiva. A veces más o menos estable, pero en su núcleo, las
instituciones británicas, la economía británica, la sociedad británica y la cultura
británica han permanecido en una profunda crisis social durante gran parte del
siglo XX.

Gramsci nos advierte que las crisis orgánicas de este tipo surgen, no sólo en el
dominio político o en los tradicionales entornos industriales y económicos, no
sólo en la lucha de clases en el viejo sentido de la palabra; surgen en una serie
amplia de polémicas y debates sobre cuestiones fundamentales de orden sexual,
moral e intelectual; en una crisis en las relaciones de la representación política
y en los partidos con respecto a un amplio rango de problemáticas que, no
necesariamente, aparecen articuladas a primera vista con el sentido más estricto

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de la política. A esta situación Gramsci la llama crisis de autoridad, que no es más


sino una crisis de la hegemonía o una crisis general del estado.

Vivimos, exactamente, en ese momento. Empezamos, a mediados de los sesenta,


a esculpir esa “crisis de autoridad” en la vida social y cultural británica. En la
década de los sesenta, la crisis de la sociedad británica era señalada en una serie
de debates y luchas alrededor de nuevos puntos de antagonismo, que parecían, a
primera vista, bastante alejados del corazón de la política británica. La izquierda,
con frecuencia, esperaba pacientemente a que los viejos ritmos de la lucha de
clases volvieran a sonar, cuando eran precisamente las formas de “lucha de clases”
aquellas que se transformaban. Sólo podemos entender esa diversificación de
luchas sociales a la luz de la insistencia de Gramsci en que la hegemonía, en las
sociedades modernas, debe construirse, lucharse y ganarse en distintos sitios,
en tanto que las estructuras del estado y la sociedad modernos se complejidad y
proliferan los puntos de antagonismo social.

Por ello, una de las cosas más importantes que Gramsci hizo por nosotros fue
darnos una concepción profundamente expandida de la política, y por lo tanto,
también del poder y la autoridad. No podemos, después de Gramsci, volver a la
noción de confundir la política electoral, o la política partidista en el sentido más
estricto, o incluso la ocupación del poder estatal, como puntos constitutivos de
la política moderna. Gramsci entendió que la política es un campo mucho más
amplio y que, especialmente en sociedades similares a la nuestra, los sitios donde
se constituye el poder son bastante variopintos. Vivimos la proliferación de los
sitios de poder y antagonismo en la sociedad moderna, una transición hacia una
nueva etapa que es decisiva para Gramsci. Esto, ya que pone en la agenda política
cuestiones de liderazgos morales e intelectuales, el papel formativo y educativo del
estado, las “trincheras y fortalezas” de la sociedad civil, la problemática crucial del
consentimiento de las masas y la creación de un nuevo tipo o nivel de civilización,
de una nueva cultura. Demarca la frontera definitiva entre la fórmula de una
“revolución permanente” y la fórmula de una “hegemonía civil”. Es el contrapunto
entre la guerra de movimientos y la guerra de posición: el punto donde el mundo
de Gramsci se encuentra con nuestro mundo.

Eso no significa, como sugieren algunos lectores de Gramsci, que debido a esta
conceptualización el estado deja de tener importancia. De hecho, el estado es, clara
y absolutamente, determinante en la articulación de las distintas áreas de lucha
y los distintos puntos de antagonismo en un régimen de gobierno. Es decisivo,

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Gramsci y nosotros

entonces, el momento cuando se obtiene suficiente poder dentro del estado para
organizar un proyecto político centralizado ya que permite utilizar al estado para
planear, instar, incitar, solicitar y castigar, para construir los distintos sitios de
poder y consentimiento en un solo régimen. Ese es el momento de un “populismo
autoritario”: el thatcherismo moviéndose simultáneamente “arriba” (en el estado)
y “abajo” (junto a la gente, en la arena pública).

Incluso en ese momento, la señora Thatcher no comete el error de pensar que el


estado capitalista tiene un carácter político único y cohesionado. Ella está consciente
de que, aunque el estado capitalista está articulado en la consolidación a largo plazo
de condiciones históricas para la generación de ganancias y la acumulación de
capital, aunque el estado capitalista sea el guardián de cierto tipo de civilización y
cultura patriarcal y burguesa, es y continúa siendo una arena de confrontación.

¿Eso significa que el thatcherismo sea, después de todo, simplemente la “expresión”


de la clase dominante? Claramente Gramsci siempre da una importancia capital a
las cuestiones de clase, de alianzas y luchas de clase. Sin embargo, Gramsci rompe
con el marxismo clásico en tanto que él no piensa que la política sea una arena
que simplemente refleje las identidades políticas colectivas ya unificadas, las
luchas políticas ya constituidas. Para él, la política no es una esfera dependiente.
Es donde las fuerzas y relaciones económicas, sociales y culturales deben trabajar
activamente para producir formas particulares de poder, formas de dominación.
Esta es la producción de la política: la política como producción. Esta concepción
de la política es fundamentalmente contingente, fundamentalmente abierta. No
hay una ley de la historia que prediga lo que, inevitablemente, debe ser el futuro de
una lucha política. La política depende de las relaciones de fuerzas en un momento
determinado. La historia no espera en la banca para aprovechar tus errores y
convertirlos en otro éxito inevitable. Pierdes porque pierdes porque pierdes.

El “buen sentido” del pueblo existe, pero es sólo el principio, no el objetivo final,
de la política. No garantiza nada. De hecho, Gramsci dijo “las nuevas concepciones
tienen una posición extremadamente inestable entre las masas populares”. No
hay un sujeto unitario de la historia. El sujeto está necesariamente dividido, es
una articulación: una parte de la edad de piedra, otra contiene “principios de la
ciencia avanzada, prejuicios de todas las fases anteriores de la historia, intuiciones
de una filosofía futura”. Ambas cosas luchan dentro de las cabezas y los corazones
de la gente para encontrar una forma de articularse políticamente a sí mismos. Por
supuesto, es posible reclutarlos para proyectos políticos muy distintos entre sí.

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Vivimos, especialmente hoy en día, en una era donde las viejas identidades políticas
colapsan. Ya no podemos imaginar el socialismo viniendo con la imagen de un
sujeto único y singular al que llamábamos Hombre Socialista. El Hombre Socialista,
con una mentalidad, una serie de intereses y un proyecto únicos, ha muerto. Y
menos mal se ha ido: ¿quién lo necesita a “él” ahora, con su énfasis en un periodo
histórico particular, con “su” sentido particular de la masculinidad, anclando “su”
identidad en una serie particular de relaciones familiares, en una clase particular
de identidad sexual? ¿Quién lo necesita a “él” como la identidad singular desde
la cual esa gran diversidad de seres humanos y etnicidades que habita nuestro
mundo debe entrar al siglo XXI? Ese “él” ha muerto, está acabado. Gramsci miraba
un mundo que se hacía más complejo ante sus ojos. Él veía la pluralización de las
identidades culturales emergiendo en los intersticios de un desarrollo histórico
desigual, y se preguntaba cuáles eran las formas políticas desde las cuales un
nuevo orden cultural podría construirse, desde esa “multiplicidad de voluntades
dispersas, esos fines heterogéneos”. Ya que así es, en realidad, la gente, ya que no
hay una ley que convierta al socialismo en realidad, ¿podremos encontrar formas
de organización, formas de identidad, formas de lealtad o concepciones sociales
capaces de conectarse con la vida popular y, al mismo tiempo, transformarla
y renovarla? El socialismo no va a llegar a nosotros por la puerta trasera de la
historia, traído por algún tipo de deux es machina.

Gramsci insistió siempre que la hegemonía no era, exclusivamente, un fenómeno


ideológico. No puede haber hegemonía sin el núcleo decisivo de la economía.
Por otro lado, no se puede caer en la trampa del viejo economicismo mecánico
y creer que, si se obtiene el poder de la economía, se puede obtener el poder del
resto de las esferas de la vida. La naturaleza del poder en el mundo moderno está
construida también con respecto a preguntas políticas, morales, intelectuales,
culturales, ideológicas y sexuales. La cuestión de la hegemonía es la cuestión,
siempre, de un nuevo orden cultural. La pregunta que afrontó Gramsci con
respecto a Italia ahora debemos afrontarla con respecto a Gran Bretaña: ¿cuál es
la naturaleza de esta nueva civilización? La hegemonía no es un estado de gracia
instalado para siempre, ni una formación que incorpora a todos. La noción de un
“bloque histórico” es precisamente diferente a la de una clase dominante pacífica y
homogénea. Conlleva una concepción distinta de cómo los movimientos y fuerzas
sociales, en su diversidad, pueden articularse en una serie de alianzas estratégicas.
Para construir un nuevo orden cultural, no es necesario reflejar una voluntad
colectiva ya formada, sino construir una nueva en aras de inaugurar un nuevo
proyecto histórico.

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Gramsci y nosotros

He hablado de Gramsci a la luz y en los estertores del thatcherismo: he utilizado


a Gramsci para comprehender la naturaleza y la profundidad del reto que, para la
izquierda, representan el thatcherismo y la nueva derecha en la vida y la política
británicas. Pero, al mismo tiempo, inevitablemente he hablado de la izquierda. Más
bien, no he hablado de la izquierda, porque la izquierda, en su forma organizada
y laborista, parece no tener la concepción más sencilla de qué conlleva construir
juntos un nuevo proyecto histórico. No entiende la naturaleza necesariamente
contradictoria de los sujetos humanos y de las identidades sociales. No entiende
la política como producción. No percibe la posibilidad de conectarse con los
sentimientos y experiencias comunes de la gente en su vida cotidiana para
articularlas, progresivamente, hacia una forma más avanzada y moderna de
conciencia social. No busca activamente ni trabaja en la enorme diversidad de
fuerzas sociales en nuestra sociedad. No ve que en la misma naturaleza de la
civilización capitalista moderna está la proliferación de los centros de poder para
llevar más y más áreas de la vida hacia el antagonismo social. No reconoce que
las identidades que la gente carga en sus cabezas –sus subjetividades, su vida
cultural, su vida sexual, su vida familiar, sus identidades étnicas, su salud– han sido
masivamente politizadas.

No creo que, por ejemplo, el liderazgo laborista actual entienda que su futuro político
depende si puede o no construir una política que sea capaz de comunicarse, no sólo
a uno, sino a una diversidad de puntos antagonistas dentro de la sociedad; capaz
de unificarlos, en sus diferencias, dentro de un proyecto común. No creo que hayan
descubierto que la capacidad del laborismo de crecer como una fuerza política
depende, en su totalidad, de su capacidad de tomar elementos de las energías
populares de movimientos diversos entre sí, movimientos fuera del partido que
no pudo –no podría– poner en juego, y que no puede, por ello, administrar. El
laborismo continúa bajo una concepción de la política totalmente burocrática: Si
esas palabras no salen de las bocas de los liderazgos laboristas, debe haber algo
subversivo en ello. Si la política da energías a las personas para desarrollar nuevas
demandas, he ahí una señal de que el pueblo está cansándose. Hay que expulsar o
tumbar a algunos. Hay que volver a la ficción del votante laborista tradicional: a
esa noción fabiana y pacificada de política, donde las masas llevan a los expertos
al poder y, luego, los expertos hacen algo por las masas después, mucho tiempo
después… una concepción hidráulica de la política.

Esa concepción burocrática de la política no tiene nada que ver con la movilización
de una serie de fuerzas políticas. No tiene ninguna idea de cómo las personas

22 / Intervenciones en estudios culturales


Stuart Hall

se empoderan a través de la acción: primero de sus problemas más inmediatos;


luego, el poder expande sus ambiciones y capacidades políticas de tal forma que
empiezan a pensar de nuevo cómo sería el mundo si tuvieran la posibilidad de
manejarlo… esa política burocrática ha dejado de conectarse con la resolución más
moderna de todas: la profundización de la vida democrática.

Sin la profundización de la participación popular en la vida nacional y cultural, la


gente del común no tiene ninguna experiencia de manejar algún tipo de realidad.
Resulta necesario, entonces, volver a la noción de que la política es la expansión
de las capacidades populares, las capacidades de la gente del común. Para ello,
el socialismo debe hablarle a la gente que quiere empoderar, en palabras que los
interpelen como seres del común en la parte final del siglo XX.

Habrán notado que no hablo del éxito de tales o aquellas políticas laboristas ante
tal o aquel problema. Hablo de una concepción total de la política: su capacidad de
comprender, en nuestra imaginación política, las enormes opciones históricas que
hoy en día afronta el pueblo británico. Hablo de nuevas concepciones de la nación
como tal: si creemos que Gran Bretaña puede avanzar hacia el próximo siglo con
una concepción de lo que significa ser “británico“ construida totalmente a partir
de la larga y desastrosa marcha imperialista británica por cada rincón de la tierra.
Si ustedes piensan eso, no han comprendido la profunda transformación cultural
que necesitamos para reconstruir lo británico. Esa transformación cultural es,
precisamente, lo que significa el socialismo hoy en día.

Hoy en día, un partido político de izquierda, aun cuando se concentre en obtener


el gobierno y ganar elecciones, tiene, en mi opinión, esa decisión por delante.
Yo no soy optimista con respecto a que el “partido de las masas y las clases
trabajadoras” alguna vez entienda la naturaleza de esa elección histórica porque,
precisamente, sospecho que el laborismo todavía cree, en secreto, que queda
algo de margen en el viejo, corporativista e incremental juego keynesiano. Cree
que se puede volver a mezclar: una pizca de keynesianismo aquí, un poco de
estado de bienestar allá, un poco del viejo fabianismo… De hecho, aunque no
tengo una visión apocalíptica del futuro, creo firmemente que esa opción está
cerrada, está cansada. Nadie cree en ella ahora, pues sus condiciones materiales
han desaparecido. Los británicos del común no votarán por esa opción porque
saben, en lo más profundo de sus entrañas, que la vida ya no es así. ¿Qué hace el
thatcherismo, a su manera radical, para mostrarnos no lo que podemos obtener
de vuelta sino qué ruta tomar hacia el futuro? Ante nosotros está una elección

Intervenciones en estudios culturales / 23


Gramsci y nosotros

9. En el barrio londinense de histórica: capitular ante el futuro thatcherista o


Dulwich Thatcher mantenía su
casa, al igual que otros políticos
encontrar otra forma de imaginarlo.
británicos. Sin embargo, una vez
termina su periodo como primeraDespreocupémonos de la señora Thatcher, ella
ministra en 1990, se retira no en
se retirará a Dulwich9. Pero hay muchos más
Dulwich sino en Belgravia, acauda-
lado barrio de Londres. (N. del T.).
thatcheristas de tercera, cuarta y quinta generación,
aburridos y robustos, listos para tomar su lugar. Están
convencidos de que el socialismo está a punto de ser
borrado de la historia para siempre, creen que somos dinosaurios y pertenecemos
a otra era. Mientras el socialismo decae lentamente, nacerá otra era y esos nuevos
tipos de hombres posesivos estarán a cargo. Ellos sueñan con un verdadero
poder cultural. Y el laborismo, en su suave y tranquila forma de esperar que las
elecciones sean mejores, sólo tiene ante sí la elección de convertirse en un partido
históricamente irrelevante o de empezar a delinear una forma totalmente nueva
de civilización.

No digo socialismo para que la familiaridad que tienen con la palabra les haga
pensar que quiero poner el mismo programa viejo de siempre de vuelta. Hablo
de una renovación de todo el proyecto socialista en el contexto de la vida social
y cultural moderna. Hablo de cambiar las relaciones de las fuerzas, no para que
la utopía llegue el día después de la próxima elección general, sino para que las
tendencias empiecen un camino diferente. ¿Quién necesita un cielo socialista
donde todos están de acuerdo con todo, donde todos son exactamente iguales?
¡Dios nos libre! Hablo de un lugar donde podamos empezar la lucha histórica
sobre qué tipo de civilización nueva debe establecerse. ¿Es posible que las
nuevas capacidades materiales, culturales y tecnológicas, que superan de lejos
los sueños más ambiciosos de Marx y que están hoy en día en nuestras manos,
vayan a ser hegemonizadas políticamente para la modernización reaccionaria del
thatcherismo? ¿O podremos tomar esos medios de crear historia, de construir
nuevos sujetos humanos, y llevarlos en la dirección de una nueva cultura? Esa es la
elección que debe hacer la izquierda.

“Uno debe resaltar”, escribía Gramsci, “la importancia que, en el mundo


moderno, tienen los partidos políticos en la elaboración y difusión de visiones
de mundo, porque, en esencia, lo que hacen es trabajar con las éticas y políticas
correspondientes a esas visiones y actuar como si fueran su ‘laboratorio’ histórico”.

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