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Gramsci y nosotros1
Stuart Hall
No intento hacer aquí una exposición exhaustiva de las ideas de Antonio Gramsci,
tampoco un recuento sistemático de la situación política británica actual. Es,
más bien, un intento de “pensar en voz alta” sobre algunos de los dilemas
desconcertantes que afronta la izquierda, a la luz (desde la perspectiva) del trabajo
de Gramsci. No sugiero que, en cualquier manera simplista, Gramsci “tenga las
respuestas” o “tenga la llave” para nuestros problemas actuales. Creo, más bien,
que debemos “pensar” nuestros problemas en una forma gramsciana, algo muy
diferente. No debemos usar a Gramsci (como, por tanto tiempo, hemos abusado
de Marx) como un profeta del Antiguo Testamento que, en el momento apropiado,
nos dará la cita apropiada y consoladora. No podemos arrancar a este “sardo” de
su formación política única y específica, teletransportarlo al final del siglo XX y
pedirle que resuelva nuestros problemas; especialmente, teniendo en cuenta que
la fuerza de su pensamiento radicaba en la negación de esa fácil transferencia de
generalizaciones de una coyuntura, nación o época a otra.
No quiero decir que la izquierda británica está viviendo esa misma situación, pero
espero que reconozcan algunas características sorprendentemente similares,
pues esa similitud entre las dos situaciones hace la pregunta de los Cuadernos
de la cárcel seminal para entender nuestra condición actual. Gramsci nos da,
no las herramientas para solucionar el acertijo, pero los medios para hacernos
las preguntas correctas sobre la política de los años 80 y 90. Lo hace al dirigir
constantemente nuestra atención hacia lo específico y lo diferente que tiene este
momento. Él siempre insiste en ese énfasis en la diferencia, una lección que la
izquierda británica debe aprender. Tendemos a pensar que la derecha no sólo está
siempre con nosotros, además es siempre la misma: las mismas personas con los
mismos intereses pensando las mismas ideas. Estamos viviendo la transformación
del conservatismo británico: su adaptación parcial al mundo moderno, a través
Quiero expresarles lo que, pienso, son “las lecciones de Gramsci” con respecto,
primero, al thatcherismo y al proyecto de la nueva derecha; y, segundo, frente a la
crisis de la izquierda. Aquí estoy sólo enfatizando en la parte más fuerte de lo que
entiendo por thatcherismo, e intento abordar el origen, a partir de la mitad de la
década de 1970, de un nuevo proyecto político de la derecha. Por proyecto no quiero
dar a entender, como bien advertía Gramsci, una conspiración, sino la construcción
de una nueva agenda en la política británica. La señora Thatcher siempre aspiró,
más que a un corto cambio en las urnas, a un largo e histórico periodo de manejo
del poder. Este manejo del poder no implicaba, solamente, comandar los aparatos
del estado. De hecho, el proyecto estaba organizado, en su etapa inicial, en
oposición al estado, que visto desde el thatcherismo había sido corrompido por el
estado del bienestar y el keynesianismo, lo que había contribuido a “corromper”
al pueblo británico. El thatcherismo surge en conflicto con el estado de bienestar
keynesiano, con un “estatismo” socialdemócrata, que, en su perspectiva, había
dominado la década de 1960. El proyecto thatcherista buscaba transformar el
estado para reestructurar la sociedad: descentrar y desplazar la formación social
de posguerra; retroceder la cultura política que era la base del acuerdo político (el
compromiso histórico entre trabajo y capital) vigente a partir de 1945.
La extensión del objetivo de ese retroceso era profunda: un retroceso de las bases
de ese acuerdo, de las alianzas sociales subyacentes y de los valores que lo hizo
popular. No hablo de las actitudes o los valores de la gente que escribe libros, sino
de las ideas de las personas que simplemente, en la vida cotidiana, debe calcular
cómo sobrevivir, cómo cuidar a aquellos que les son más cercanos.
¿Cómo encontrar el sentido de una ideología incoherente que habla, por un oído,
con la voz del hombre utilitario, que marcha a su propio ritmo y está orientado por
el mercado, y por el otro utiliza la voz del hombre respetable, burgués y patriarcal?
¿Cómo operan esos dos repertorios juntos? Estamos perplejos por la naturaleza
contradictoria del thatcherismo. En nuestra forma intelectual de ver las cosas,
pensamos que ese mundo colapsará como resultado de una contradicción lógica: he
ahí la ilusión del intelectual, que la ideología debe ser coherente y cada una de sus
partes debe ajustarse perfectamente, como una investigación filosófica. De hecho,
el propósito de lo que Gramsci llamaba una ideología orgánica (es decir, efectiva
históricamente) es su capacidad de articular dentro de una misma configuración
sujetos diferentes, identidades diferentes, proyectos diferentes, aspiraciones
diferentes. No refleja, sino que construye una “unidad” desde la diferencia.
Gramsci nos advierte en los Cuadernos que una crisis no es un evento inmediato
sino un proceso: puede durar un tiempo largo y puede resolverse de formas
bastante diversas: como restauración, como reconstrucción o como una
transformación pasiva. A veces más o menos estable, pero en su núcleo, las
instituciones británicas, la economía británica, la sociedad británica y la cultura
británica han permanecido en una profunda crisis social durante gran parte del
siglo XX.
Gramsci nos advierte que las crisis orgánicas de este tipo surgen, no sólo en el
dominio político o en los tradicionales entornos industriales y económicos, no
sólo en la lucha de clases en el viejo sentido de la palabra; surgen en una serie
amplia de polémicas y debates sobre cuestiones fundamentales de orden sexual,
moral e intelectual; en una crisis en las relaciones de la representación política
y en los partidos con respecto a un amplio rango de problemáticas que, no
necesariamente, aparecen articuladas a primera vista con el sentido más estricto
Por ello, una de las cosas más importantes que Gramsci hizo por nosotros fue
darnos una concepción profundamente expandida de la política, y por lo tanto,
también del poder y la autoridad. No podemos, después de Gramsci, volver a la
noción de confundir la política electoral, o la política partidista en el sentido más
estricto, o incluso la ocupación del poder estatal, como puntos constitutivos de
la política moderna. Gramsci entendió que la política es un campo mucho más
amplio y que, especialmente en sociedades similares a la nuestra, los sitios donde
se constituye el poder son bastante variopintos. Vivimos la proliferación de los
sitios de poder y antagonismo en la sociedad moderna, una transición hacia una
nueva etapa que es decisiva para Gramsci. Esto, ya que pone en la agenda política
cuestiones de liderazgos morales e intelectuales, el papel formativo y educativo del
estado, las “trincheras y fortalezas” de la sociedad civil, la problemática crucial del
consentimiento de las masas y la creación de un nuevo tipo o nivel de civilización,
de una nueva cultura. Demarca la frontera definitiva entre la fórmula de una
“revolución permanente” y la fórmula de una “hegemonía civil”. Es el contrapunto
entre la guerra de movimientos y la guerra de posición: el punto donde el mundo
de Gramsci se encuentra con nuestro mundo.
Eso no significa, como sugieren algunos lectores de Gramsci, que debido a esta
conceptualización el estado deja de tener importancia. De hecho, el estado es, clara
y absolutamente, determinante en la articulación de las distintas áreas de lucha
y los distintos puntos de antagonismo en un régimen de gobierno. Es decisivo,
entonces, el momento cuando se obtiene suficiente poder dentro del estado para
organizar un proyecto político centralizado ya que permite utilizar al estado para
planear, instar, incitar, solicitar y castigar, para construir los distintos sitios de
poder y consentimiento en un solo régimen. Ese es el momento de un “populismo
autoritario”: el thatcherismo moviéndose simultáneamente “arriba” (en el estado)
y “abajo” (junto a la gente, en la arena pública).
El “buen sentido” del pueblo existe, pero es sólo el principio, no el objetivo final,
de la política. No garantiza nada. De hecho, Gramsci dijo “las nuevas concepciones
tienen una posición extremadamente inestable entre las masas populares”. No
hay un sujeto unitario de la historia. El sujeto está necesariamente dividido, es
una articulación: una parte de la edad de piedra, otra contiene “principios de la
ciencia avanzada, prejuicios de todas las fases anteriores de la historia, intuiciones
de una filosofía futura”. Ambas cosas luchan dentro de las cabezas y los corazones
de la gente para encontrar una forma de articularse políticamente a sí mismos. Por
supuesto, es posible reclutarlos para proyectos políticos muy distintos entre sí.
Vivimos, especialmente hoy en día, en una era donde las viejas identidades políticas
colapsan. Ya no podemos imaginar el socialismo viniendo con la imagen de un
sujeto único y singular al que llamábamos Hombre Socialista. El Hombre Socialista,
con una mentalidad, una serie de intereses y un proyecto únicos, ha muerto. Y
menos mal se ha ido: ¿quién lo necesita a “él” ahora, con su énfasis en un periodo
histórico particular, con “su” sentido particular de la masculinidad, anclando “su”
identidad en una serie particular de relaciones familiares, en una clase particular
de identidad sexual? ¿Quién lo necesita a “él” como la identidad singular desde
la cual esa gran diversidad de seres humanos y etnicidades que habita nuestro
mundo debe entrar al siglo XXI? Ese “él” ha muerto, está acabado. Gramsci miraba
un mundo que se hacía más complejo ante sus ojos. Él veía la pluralización de las
identidades culturales emergiendo en los intersticios de un desarrollo histórico
desigual, y se preguntaba cuáles eran las formas políticas desde las cuales un
nuevo orden cultural podría construirse, desde esa “multiplicidad de voluntades
dispersas, esos fines heterogéneos”. Ya que así es, en realidad, la gente, ya que no
hay una ley que convierta al socialismo en realidad, ¿podremos encontrar formas
de organización, formas de identidad, formas de lealtad o concepciones sociales
capaces de conectarse con la vida popular y, al mismo tiempo, transformarla
y renovarla? El socialismo no va a llegar a nosotros por la puerta trasera de la
historia, traído por algún tipo de deux es machina.
No creo que, por ejemplo, el liderazgo laborista actual entienda que su futuro político
depende si puede o no construir una política que sea capaz de comunicarse, no sólo
a uno, sino a una diversidad de puntos antagonistas dentro de la sociedad; capaz
de unificarlos, en sus diferencias, dentro de un proyecto común. No creo que hayan
descubierto que la capacidad del laborismo de crecer como una fuerza política
depende, en su totalidad, de su capacidad de tomar elementos de las energías
populares de movimientos diversos entre sí, movimientos fuera del partido que
no pudo –no podría– poner en juego, y que no puede, por ello, administrar. El
laborismo continúa bajo una concepción de la política totalmente burocrática: Si
esas palabras no salen de las bocas de los liderazgos laboristas, debe haber algo
subversivo en ello. Si la política da energías a las personas para desarrollar nuevas
demandas, he ahí una señal de que el pueblo está cansándose. Hay que expulsar o
tumbar a algunos. Hay que volver a la ficción del votante laborista tradicional: a
esa noción fabiana y pacificada de política, donde las masas llevan a los expertos
al poder y, luego, los expertos hacen algo por las masas después, mucho tiempo
después… una concepción hidráulica de la política.
Esa concepción burocrática de la política no tiene nada que ver con la movilización
de una serie de fuerzas políticas. No tiene ninguna idea de cómo las personas
Habrán notado que no hablo del éxito de tales o aquellas políticas laboristas ante
tal o aquel problema. Hablo de una concepción total de la política: su capacidad de
comprender, en nuestra imaginación política, las enormes opciones históricas que
hoy en día afronta el pueblo británico. Hablo de nuevas concepciones de la nación
como tal: si creemos que Gran Bretaña puede avanzar hacia el próximo siglo con
una concepción de lo que significa ser “británico“ construida totalmente a partir
de la larga y desastrosa marcha imperialista británica por cada rincón de la tierra.
Si ustedes piensan eso, no han comprendido la profunda transformación cultural
que necesitamos para reconstruir lo británico. Esa transformación cultural es,
precisamente, lo que significa el socialismo hoy en día.
No digo socialismo para que la familiaridad que tienen con la palabra les haga
pensar que quiero poner el mismo programa viejo de siempre de vuelta. Hablo
de una renovación de todo el proyecto socialista en el contexto de la vida social
y cultural moderna. Hablo de cambiar las relaciones de las fuerzas, no para que
la utopía llegue el día después de la próxima elección general, sino para que las
tendencias empiecen un camino diferente. ¿Quién necesita un cielo socialista
donde todos están de acuerdo con todo, donde todos son exactamente iguales?
¡Dios nos libre! Hablo de un lugar donde podamos empezar la lucha histórica
sobre qué tipo de civilización nueva debe establecerse. ¿Es posible que las
nuevas capacidades materiales, culturales y tecnológicas, que superan de lejos
los sueños más ambiciosos de Marx y que están hoy en día en nuestras manos,
vayan a ser hegemonizadas políticamente para la modernización reaccionaria del
thatcherismo? ¿O podremos tomar esos medios de crear historia, de construir
nuevos sujetos humanos, y llevarlos en la dirección de una nueva cultura? Esa es la
elección que debe hacer la izquierda.