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CUANDO LA HISTORIETA ES VERSION

DE LO LITERARIO*

Las relaciones entre historieta y literatura componen una


historia larga y aburrida; y recorrida, además, desde el lado de la
historieta, por una casi uniforme secuencia de humillaciones.
Pensemos en las publicaciones tradicionales en lengua española,
dedicadas con asiduidad a la composición de versiones de novelas
famosas: el mejor de sus productos consiste siempre en un
resumen del relato, adornado con ilustraciones que parecen que-
rer reproducir lo que el sentido común o una lectura distraída
pueden decir acerca de los personajes. Poco importa, para el caso,
que el dibujo sea “malo”, o “bueno”, alternativa que en su sentido
tradicional sólo produce diferencias técnico-formales; y carecen
también ya —admitámoslo de una vez— de relevancia casi todas
las variaciones que tímidamente se han ido introduciendo en la
secuencia gráfica y el encuadre: valen tanto, ya, como los códigos
de montaje cinematográfico, cuatro o cinco décadas después de
haber sido adoptadas en la narración filmada. Lo que queda
fuera del proyecto del historietista-adaptador, en las versiones
habituales, es precisamente todo aquello que hace a la
individualidad artística de cada novela: los efectos de su
modulación estilística y retórica, sus procedimientos de enuncia-
ción (es decir, el modo como el trabajo de narrar ha sido
tematizado o aludido en la obra), las presuposiciones con las que
originariamente estableció su relación de entendimiento o com-
plicidad con el lector. En suma, lo que suele quedar fuera es todo
aquello que hace que la novela sea algo más que relato, o cuadro
de costumbres, o “pintura histórica”; aquello que se traduce,
como en cualquier obra artística, en significaciones cuya riqueza
se presenta como conflictiva, como no agotable desde una
perspectiva particular de lectura.
Naturalmente, entre los condicionamientos de esta
orientación restrictiva se cuentan las normas explícitas
adoptadas internamente por el negocio editorial, sobre la base de

* Publicado en el catálogo-libro de la “Segunda Bienal de la Historieta y el Humor


Gráfico”, Córdoba, Argentina, 1976, y en Artes Visuales, revista del Museo de Arte
Moderno de México, México, julio de 1977.
un sospechable conocimiento del público. Pero también debe
considerarse la posibilidad de que incida en esta orientación la
valoración social de la historieta como arte menor (y de la
literatura como arte mayor); y tal vez esto sea más importante
que lo otro, porque se trata de un condicionamiento más genérico
y menos coyuntural.
¿Qué puede hacer la historieta cuando intenta transponer
obras realizadas en otro género, ubicado exactamente en el otro
polo de la valoración social? La respuesta depende, en buena
parte, del lugar que a su vez se conceda a esa valoración. Si se la
respeta, lo que le corresponde a la historieta es, precisamente, el
“borramiento” de sus propias significaciones artísticas. Y esto
puede lograrse valorizando aquello que puede pasar con menos
cambios de un género a otro: el relato, en su nivel de integración
más genérico y con sus componentes referenciales más
superficiales. De este modo, se dice “sólo la verdad” acerca de la
obra transcripta; aunque, por supuesto, no se diga “toda la
verdad” y la verdad rescatada no sea una verdad artística.
El prejuicio que se articula con la sumisión a lo que el
sentido común entiende como novela es aquí el que se relaciona
con la búsqueda de la “fidelidad” —virtud de inferiores, si nos
atenemos a lo que las mismas novelas se han ocupado de
enseñar o mostrar—. Cuando la novela, por otra parte, se motiva
en producciones de otros géneros —el teatro, el periodismo, la
historieta misma— se cuida muy bien de cultivar semejante
virtud: los caminos de acceso a otros lenguajes pasan entonces
por la ironía, la hipérbole, la fragmentación expresionista.
Queda por descartar la posibilidad de que la historieta
contenga en sí misma, como género, la condena a ese papel
dependiente. La narración gráfica en imágenes, puede señalarse,
debe anclar estáticamente sucesivos momentos narrativos, resol-
viendo o simplificando en tramos cerrados lo que la literatura
puede poetizar como continuo, o aun como atemporal.
Por otra parte, en la historieta se producen característicos
efectos de sobre-redundancia (y por lo tanto de fijación de
sentidos, de empobrecimiento de la información estética, aun
cuando se conceda que la redundancia como tal forma parte de
todo lenguaje artístico) como resultado del establecimiento
continuo de paralelismos entre texto y dibujo, que se agregan a
los ritmos y las reiteraciones propios de cada uno de ambos
lenguajes. Y debe haber otros señalamientos (coincidentes)
posibles.
Pero los anteriores, de ser ciertos, serían lo suficientemente
vigorosos como para obligar a la reflexión sobre la historieta a
justificar la condición de despreciada respetuosa que asume, con
respecto a los demás géneros, esta actividad que casi no se
quiere artística.
Adelantemos la primera argumentación contraria, apelando
a una comparación que se origina, con seguridad, en nuestra per-
tenencia a un mundo cultural acostumbrado a pensar las artes
“menores” desde las “mayores”.
Con respecto al primer señalamiento —carencia de
continuos y de simultaneidad en la narración gráfica— pueden
establecerse similaridades con ciertas apreciaciones de gusto
referidas a los instrumentos musicales: el piano puede gustar,
por ejemplo, menos que el violín, por la limitación (comparada)
de sus continuos, o la flauta puede rechazarse por su falta de
acordes.
Pero se trata de oposiciones siempre formuladas “desde
fuera": el músico sabe que el arte vive de ausencias y presencias,
de presentaciones y representaciones; que no hay jerarquías en-
tre el continuo de un instrumento de viento y el “ligado” del te-
clado, o entre el acorde de un órgano y el de un “consort” de
flautas dulces. En cuanto a los “continuos” concretos de la his-
torieta pueden recordarse momentos prestigiosos: algunos in-
dividuales, como el de Millar Watt, cuando en la década del 30
estableció e Pop diálogos entre cuadros, convirtiendo a la barra
divisoria en poco más que un susurro de articulación; y otros
colectivos, como el que se inaugura con el “diseño de página” —
perspectiva conectora, disolvedora del aislamiento del cuadro y
la de tira— en la historieta norteamericana de aventuras, o el
que se despliega con la firma de una secuencia descriptiva, no
narrativa o no temporal en las producciones de Guido Crepax y
de otros representantes europeos y norteamericanos de la nueva
historieta a partir de la década de 1960.
En cuanto al segundo señalamiento —sobre el carácter
sobre-redundante de la historieta— puede indicarse también su
condición no universal, aunque sin que su disolución presente el
carácter progresivo que asumió el rompimiento de la “tira de
cuadros” cómo base de la historieta. Es cierto que no sólo
historietas “de ilustración” como “El Príncipe Valiente”, sino
también tiras de algún modo actualizadas como el “Rip Kirby” de
Prentice articulan texto y dibujo a través de una relación de pa-
ralelismo, no complementaria y con una amplia concesión de
prioridad a la narración escrita.
Pero pueden encontrarse cuestionamientos de este paralelis-
mo, ahora tal como en otros momentos de la narración gráfica,
en las creaciones que indagan en el carácter gráfico de la palabra
escrita misma, a través del globo, el texto autónomo, la relación
de complementariedad u oposición entre texto y dibujo o, aun, la
tematización de esta misma relación.
El reconocimiento de que ambas restricciones no constituyen
verdades de derecho no anula su importancia práctica; de hecho,
las transcripciones historietadas de novelas suelen ser repe-
titivas, lineales y subordinadas a una noción reduccionista del
relato. Hasta el punto de que los apartamientos de la tendencia
general conservan un carácter de iluminación de aquello que sólo
la última teoría de la historieta reconoce en el género: su ca-
rácter de nueva escritura de ficción; una escritura que introduce,
en los modos de narrar de Occidente, la novedad de su continua
mostración del hecho mismo de narrar (por la presencia del
trazo, de la línea no normada; y por la imposibilidad de inducir,
desde la circulación incontrolable de significaciones propias del
dibujo, una lectura que pase por alto la instancia del lenguaje;
como sucede en cambio con las vertientes “serias” —“trans-
parentes”— de la literatura).
Fig. 19. “Una flauta bífida... que entrega o devuelve, a la culposa repugnancia del
«Gran Cthulu», su aura de goce.” (Cuadro de “Los mitos de Cthulu”, guión de N.
Buscaglia sobre cuentos de H. Lovecraft y dibujos de Alberto Breccia, Buenos Aires,
1973.)
Para evaluar la singularidad estética de estos apartamientos
de la línea general de subordinación en que se colocaron hasta
ahora las versiones historietadas de la literatura frente a su mo-
delo, convendrá recorrer trabajos como los que Alberto Breccia
realizó sobre cuentos de H. Lovecraft y Horacio Quiroga.1
Los cuentos de Lovecraft componían un material literario
lógicamente inilustrable: sucesión de apelaciones a un
sentimiento de horror sin referente preciso, de menciones acerca
de sensaciones visuales espantosas hasta el punto de no poder
ser descriptas, y muy a menudo de olores, de sonidos...
El trabajo de Breccia fue posible, seguramente, porque el
dibujante sabía que la ilustración en sentido tradicional (repre-
sentación “fiel” de un momento narrativo) no podía constituir el
proyecto de esta versión... ni el de ninguna otra que valorara el
lugar productivo del pasaje. Su narración desplegó los
significados que se articulaban con una propuesta estilística que
no es de Lovecraft, sino de Breccia; e hizo crecer a Lovecraft
como no lo hubiera hecho ninguna realización basada en impo-
sibles proyectos de fidelidad (la fidelidad, tratándose de litera-
tura, sólo puede consistir en el mantenimiento de la literatura
como tal; y sucede por otra parte que últimamente esta fidelidad
es cuestionada, principalmente, por los literatos mismos). Un
ejemplo de este crecimiento: el “sonido repugnante” de la flauta
que toca el Gran Cthulu es representado a través de la visión de
una flauta bífida. No interpretemos: reconozcamos sencillamente
que el valor de este componente, de esta cosa, ancla y expande, a
la vez, el pedido de espanto de Lovecraft, que convierte la
función expresiva de ese párrafo en poética, en no reductible; que
entrega o devuelve a aquella culposa “repugnancia” su aura de
goce.

1 “Los mitos de Cthulu”, con guión de N. Buscaglia, y “La gallina degollada”,


sobre guión de Carlos Trillo.
Fig. 20. “El rojo que obsesiona a los personajes del cuento... recorre las sucesivas
secuencias como una segunda melodía. (Plancha de "La gallina degollada”, guión de
Carlos Trillo sobre un cuento de Horacio Quiroga con dibujos de Alberto Breccia.)
Pero esta producción de Breccia mantiene, sin embargo, un apego tradicional al
carácter “discreto” —fragmentario, “modular”— de las versiones historietadas. La
versión de “La gallina degollada” va más allá: el rojo que obsesiona a los idiotas del
cuento —y que los hará fascinarse ante el color de la sangre de la
gallina sacrificada, y luego ante el rojo de la que ellos mismos
vierten en su crimen— recorre las sucesivas secuencias como una
segunda melodía (único elemento de color en la producción en
blanco y negro) que profundiza el continuo de la obsesión y de su
verdad psicológica, y ahora estética: esa verdad que alienta
muchas veces en forma oculta en los cuentos de Quiroga, repri-
mida por sus ideas explícitas; y que aquí estalla convocada por el
dibujo de un historietista irrespetuoso.
Las corrientes actuales de la semiótica literaria discriminan,
por lo menos, tres campos textuales de producción del sentido: el
de los registros rítmico-pulsionales, el de los mecanismos de
generación intertextual y el de la adscripción a géneros y a códi-
gos narrativos y temáticos. La elección de Breccia se sitúa en el
campo de la primera posibilidad, al transcribir la obra literaria
de Quiroga al espacio de la literatura dibujada. Y su valor es —
redundemos— un valor diferencial, recortado sobre esa acen-
tuación generalizada de lo códico-narrativo y lo temático que la
comunicación de masas desploma cotidianamente sobré la
literatura.
(“continuará”)

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