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50.

ADORAR EN HUMILDAD (I)

“El levanta del polvo al desvalido, del estiércol hace subir al pobre, para sentarle con los príncipes, con
los príncipes de su pueblo” (Sal 113,7-8).

1. Reflexión

La verdadera adoración es inseparable de la verdadera humildad, porque ésta nos sitúa a cada uno en
nuestro sitio, sacándonos de los tronos de soberbia en los que nos gustaría mantenernos, para ser
antagonistas de Dios y recibir la gloria que sólo a él se debe. Por eso necesitamos saber cuanto podamos
acerca de la humildad y tratar de vivirla con todas nuestras fuerzas, sabiendo que la raíz de la soberbia
que hay en nuestra naturaleza humana está siempre dispuesta a ocupar el trono con que sueña. Pero ¿qué
es la humildad?
Se han dado muchas y muy variadas definiciones, pero nos interesa más entender qué es la humildad
que tener una buena definición. Así pues diremos:
 Humildad es reconocer la propia pequeñez. No se trata de despreciarse a sí mismo, sino de la sencilla
actitud de quien reconoce sus límites y no se sobrevalora ante Dios, ni ante el prójimo, ni ante sí
mismo.
 La humildad del hombre está en la verdad: en la verdad sobre su naturaleza, sobre lo que es suyo y lo
que ha recibido, en la verdad sobre su peso específico de criatura, particularmente en relación a su
Creador.
 La verdadera humildad se funda sobre todo en dos cosas: la verdad y la justicia. La primera –la
verdad- nos da el conocimiento real de nosotros mismos, haciéndonos saber que todo lo que tenemos,
sean dones naturales o sobrenaturales, lo hemos recibido de Dios; la segunda –la justicia- nos exige
darle a Dios todo el honor y la gloria, porque sólo a él pertenecen.
 La verdadera humildad nos lleva a admitir con toda la naturalidad y a confesar sin ningún esfuerzo,
porque creemos que realmente es así, lo que dijo el Maestro: “Después de haber hecho todo lo que
os fue mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer’” (Lc
171,10).
 Las dos razones para la humildad son la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. La humildad
que se opone a la soberbia se halla a nivel profundo: es la actitud apropiada de la criatura ante el
creador omnipotente y tres veces santo.
Se puede hablar de la humildad antes y después de Cristo, porque sólo con su enseñanza y su ejemplo
llegamos a conocer la verdadera humildad. La humildad bíblica es ante todo la modestia que se opone a la
vanidad; el modesto, no se fía de su propio juicio y dice: “No está inflado mi corazón, ni mis ojos
subidos. No he tomado un camino de grandezas ni de prodigios que me vienen anchos” (Sal 131,1). A
partir de Cristo, la humildad perfecta es la de Cristo. Él nos enseña que no consiste en ser pequeños ni en
sentirse pequeños, sino en hacerse pequeños; y la Palabra nos hace ver que ser humildes implica una
verdadera imitación del Maestro: “Tened los mismos sentimientos de Cristo: el cual, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de
siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí
mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,5-8). Y algo que no solemos aprender casi
nunca: la obediencia es el catalizador de la humildad.

2. Palabra profética

"No os asustéis de vuestro barro; es a partir de él cuando yo puedo hacer una obra maestra; son mis
manos las que hacen la obra, no es el barro. Pero necesito que dejéis mis manos libres para trabajar en
vosotros; dejadme trabajar vuestro barro y veréis la obra maestra que puedo sacar de él. Es mi
misericordia la que lo hace; es mi amor y sólo mi amor. Nada sois, nada valéis. Reconocedlo: todo es
obra mía".
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Tema próximo: 51. Adorar en humildad (II).

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