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La experiencia estética

(Entrevista a Paul Ricoeur extraída de Con Paul Ricoeur: indagaciones hermenéuticas,


M. J. Valdés et al., Caracas: Monteávila Latinoamericana, 2000: 155-173. Traducido
del francés por José Antonio Giménez Micó)

En su vida, el arte siempre ha ocupado un lugar eminente; frecuenta museos


regularmente, escucha mucha música. Curiosamente, esta dimensión de la experiencia
humana no está presente en su obra, si se exceptúan los análisis de literatura que aparecen
en Tiempo y narración. En primer lugar, ¿cuáles son sus gustos?

Siento una gran admiración por el arte del siglo XX. En música, mi predilección se
dirige a Schönberg, Berg, Webern, toda la escuela de Viena; en pintura, con mucho gusto
citaría a Soulages, Manessier, Bazaine. Éstos son los ejemplos que se me ocurren ahora,
pero inmediatamente podría invocar muchos otros: Mondrian, Kandinsky, Klee, Miró…
Hace poco volví al museo Peggy Guggenheim de Venecia; allí vi admirables Pollock, un
Bacon y también un Chagall. Siento una verdadera pasión por Chagall. Ante sus telas,
siempre experimento una sensación de reverencia; reverencia ante esta mezcla tan suya de
sagrado y de ironía: parejas que flotan, un rabino volando, un asno en cualquier rincón, un
violinista… Pero de esta admiración no hay que excluir nada; incluso hay que aprender a
amarlo todo, en cierto modo. Durante mucho tiempo me resistí a la pintura clásica, hasta
que fui a la gran exposición Poussin que se celebró en París en 1994. Evidentemente, no es
lo mismo que Pollock o Bazaine. En lo único que tengo ciertos reparos es en la
presuposición narrativa de casi todas las telas. Hay que poder identificar las historias que se
escenifican. Pero el ojo educado por la pintura no figurativa consigue ver únicamente el
juego extraordinario del color y el dibujo, y el perfecto equilibrio entre los dos elementos.
Por cierto, leí en el catálogo de la exposición que Picasso siempre volvía a Poussin, a quien
consideraba algo así como el preceptor más importante en lo que al arte de pintar se refiere.
También me gusta mucho el arte estatuario: Lipchitz, Arp, Pevsner y el admirable
Brancusi. Es cierto que a menudo a este arte le resulta difícil alejarse de lo figurativo; pero,
cuando lo consigue, el resultado es sencillamente extraordinario. Pienso por ejemplo en las
grandes esculturas de Henry Moore, que tratan del cuerpo humano —del cuerpo femenino
en particular— de manera constantemente alusiva. Y al mismo tiempo se dice a propósito
del cuerpo de las cosas que no corresponden a ninguna descripción anatómica, sino que, al
contrario, inducen posibilidades de relación inexploradas, posibilitan el despliegue de
sentimientos inéditos: de plenitud y fecundidad, por supuesto, pero nos quedamos cortos al
decir esto, porque también hay algo mucho más extraño: una especie de vacuidad, como es
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el caso en figuras huecas que se pueden atravesar y cuyo efecto es absolutamente
asombroso. Nos encontramos en un universo en el cual reina la polisemia: pienso en
particular en una de estas esculturas, Atom Piece, que se encuentra en Chicago, cerca de la
biblioteca universitaria, en el lugar en el que se realizó la primera reacción controlada en
cadena. La escultura consiste en una esfera como reventada que puede representar tanto un
cráneo de científico como un átomo que explota o la misma Tierra. En este caso, sin duda
se ha buscado la polisemia por sí misma. Estamos en presencia de una intención de
significar que va mucho más allá del acontecimiento, que intenta reunir todos los aspectos
que se encontrarían dispersos en estas descripciones: descripción de los protagonistas —el
átomo o el científico—, descripción de los acontecimientos —la explosión nuclear o el
átomo aún inerte. En la obra está la capacidad de volver más densos todos estos aspectos,
de intensificarlos condensándolos. Al hablar de ello sólo podemos distribuir la polisemia
según ejes de lenguaje diferentes y dispersos. Sólo la obra los reúne.

¿Pero no estamos, en este caso concreto, al borde de ese elemento figurativo del cual
quisiera que se liberase la escultura?

Quizá, pero sería más bien polifigurativo, en la medida en que este arte excede los
recursos clásicos de lo figurativo. Podríamos ponerlo en relación con ciertos aspectos
densificados del lenguaje, como la metáfora, en la cual varios niveles de significación se
encuentran reunidos en una sola expresión. La obra de arte puede tener un efecto
comparable al de la metáfora: integrar niveles de sentido apilados, retenidos y contenidos
juntos.
Según mi opinión, la obra de arte nos da así la ocasión de descubrir aspectos del
lenguaje que su práctica usual, su función instrumentalizada de comunicación disimulan
ordinariamente. La obra de arte muestra al desnudo propiedades del lenguaje que, de otra
manera, quedarían invisibles e inexploradas.

Sin duda está pensando en los análisis de Tiempo y narración a que se refirió en la
sesión anterior.

En efecto, hasta hoy he abordado lo estético a través del tema de lo narrativo. Como
le he dicho, lo narrativo me permitió tomar posición en un problema que no puede
resolverse ni con las lenguas artificiales ni incluso con el lenguaje ordinario: la doble
vertiente del signo. Por una parte, el signo no es la cosa, está retirado (en retrait) de ésta, y
por ello engendra un nuevo orden que se dirige a una intertextualidad. Por otra parte, el
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signo designa algo, y hay que prestar mucha atención a esta segunda función, que
interviene como una compensación con respecto a la primera, pues compensa el exilio del
signo en su propio orden. Recuerdo la notable expresión de Benveniste: la frase transfiere
(reverse) el lenguaje al universo. Transferir al universo: el signo opera una retirada con
relación a las cosas, y la frase transfiere el lenguaje al mundo.
Como ya le he dicho, fijé esta doble función del signo en un vocabulario
particularmente apropiado a lo narrativo, distinguiendo la configuración, que es la
capacidad del lenguaje de configurarse a sí mismo en su espacio propio, y la refiguración,
que expresa la capacidad de la obra para reestructurar el mundo del lector desconcertando,
contestando, remodelando sus expectativas.
Califico la función de refiguración de mimética. Pero es muy importante no
confundir su naturaleza: no consiste en reproducir lo real, sino en reestructurar el mundo
del lector confrontándolo al mundo de la obra; y en eso consiste la creatividad del arte, en
penetrar en el mundo de la experiencia cotidiana para retrabajarla desde el interior.
Como la pintura de los últimos siglos, al menos desde la invención de la perspectiva
en el Quattrocento, casi siempre ha sido figurativa, no habría que engañarse a propósito de
la mimesis. Me atrevo a sostener la paradoja siguiente: sólo cuando, ya en el siglo XX, la
pintura dejó de ser figurativa, pudo tenerse en cuenta la medida de esta mímesis, cuya
función no es ayudarnos a reconocer objetos, sino precisamente a descubrir dimensiones de
la experiencia que no existían antes de la obra. Por eso Soulages o Mondrian no imitan la
realidad, en el sentido limitado del término; por eso no hacen una réplica de ésta, por eso su
obra tiene el poder de hacernos descubrir, en nuestra propia experiencia, aspectos todavía
desconocidos. En un plano filosófico, ello incita a poner en duda la concepción clásica de la
verdad como adecuación a lo real; pues, si se puede hablar de verdad a propósito de la obra
de arte, es en la medida en que se la designa como la capacidad para abrirse un camino en
lo real renovándolo, digamos, según ésta.
Pero la música permite ir más lejos que la pintura en esta dirección, incluso más
lejos que la pintura no figurativa. Pues a menudo conserva restos figurativos. Pienso por
ejemplo en los cuatro magníficos cuadros de Manessier: La Passion selon saint Matthieu,
La Passion selon saint Luc, La Passion selon saint Jean y La Passion selon saint Marc. En
estas obras hay como una alusión a la realidad: formas de cruz que se superponen a fondos
rojos, naranjas o rosados; lo figurativo es aquí alusivo, aparece en receso, pero no está
completamente ausente. En la música, por el contrario, no hay nada similar. Cada obra
musical posee cierto humor y, precisamente porque no representa nada real, instaura en
nosotros el humor o la tonalidad correspondiente.

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En música también hay ejemplos de Pasión según San Mateo o de Pasión según San
Juan…

De la música sacra podría decirse, en la medida en que hace alusión a un contenido


religioso, lo que yo decía de la pintura figurativa: sólo cuando la música deja de estar al
servicio de un texto provisto de sus propias significaciones verbales, sólo cuando es
únicamente esta tonalidad, este humor, este color del alma, cuando ya desapareció toda
intencionalidad exterior y ya no tiene significado, la música dispone de su íntegro poder de
regeneración o de recomposición de nuestra experiencia personal. La música nos crea
sentimientos sin nombre: extiende nuestro espacio emocional, nos abre una región donde
poder figurar sentimientos absolutamente inéditos. Cuando escuchamos tal música,
entramos en una región del alma que sólo puede ser explorada a través de la audición de tal
obra concreta. Cada obra es auténticamente una modalidad del alma, una modulación del
alma.
Por otra parte, hay que reconocer que la filosofía contemporánea presenta muchas
lagunas en este aspecto de los sentimientos. Se ha hablado mucho de las pasiones, pero
muy poco de los sentimientos y sólo de unos cuantos. Sin embargo, con cada obra de
música brota un sentimiento que no existe en ninguna otra parte. ¿No podría entonces
decirse que una de las funciones principales de la música es construir un mundo de esencias
singulares del sentir? No me parece descabellado creer que en la música se realiza en
estado puro la exploración de nuestro ser afectado (être affecté), del cual Michel Henry ha
escrito cosas imprescindibles.1

Ha empleado el término “mundo” a propósito de la obra de arte; y acaba de decir que


el mundo de la obra se encuentra confrontado al mundo del espectador o auditor. También
en Malraux era central la noción de mundo, que le inspiró su famoso comentario: “Los
grandes artistas no son los transcriptores del mundo, son sus rivales.”2

Yo siempre he empleado este término, no por concesión o facilidad, sino como un


término fuerte del cual por cierto puede seguirse el desarrollo a través de Husserl,
Heidegger y Gadamer. ¿Qué es un mundo? Es algo que se puede habitar; que puede ser
hospitalario, extraño, hostil… Hay sentimientos fundamentales que no tienen ninguna
relación con una cosa u objeto determinados, pero que dependen del mundo en el cual la
obra comparece; son, en suma, puras modalidades de habitarlo. Creo que no es ni por

1De Michel Henry, véase L'Essence de la manifestation, 2 vol., P.U.F., Paris, 1963.
2André Malraux, Les Voix du silence, Gallimard, Paris, 1951, p. 459.
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complacencia ni por retórica que se habla, por ejemplo, del “mundo griego,” aunque sea
cada vez a propósito de una obra particular: la obra, en sí misma un mundo singular, nos
hace apreciar mejor un aspecto o una faceta de este “mundo griego”; es decir, que vale más
que por sí misma; remite a una especie de entorno, testimonia de una capacidad de
ampliarse y ocupar todo un espacio de consideración o de meditación frente al cual puede
situarse el espectador. Sin duda éste se encuentra situado frente a la obra. Pero, al mismo
tiempo, está en medio del mundo creado por este “frente a frente.” Son dos aspectos
perfectamente complementarios, y estar inmerso en un mundo compensa lo que podría
tener de pretensión de dominio en el simple frente a frente con la obra: un mundo es algo
que me rodea, que puede sumergirme; en todo caso, que yo no produzco, sino en el cual me
encuentro.
Por lo tanto, sólo se puede emplear con propiedad el término “mundo” cuando la
obra opera en el espectador o el lector el trabajo de refiguración que hace que se tambaleen
su expectativa y su horizonte; sólo en la medida en que puede refigurar este mundo, la obra
se revela capaz de un mundo.
Esto me parece esencial. Pues, si consideramos la obra de arte —literaria, plástica o
musical— únicamente como el foco de constitución de un orden irreal, se le retira su
mordiente, su poder de toma de lo real. No olvidemos la doble naturaleza del signo: retirada
fuera de, y regreso al mundo. Si el arte no tuviera, a pesar de su retirada, la capacidad de
volver a irrumpir entre nosotros, en el seno de nuestro mundo, sería totalmente inocente;
estaría condenado a la insignificancia y reducido a simple diversión, se limitaría a constituir
un paréntesis en nuestras preocupaciones cotidianas. Creo que hay que ir lo más lejos
posible en esta dirección, y sostener que la obra de arte tiene, de manera natural, esencial, la
capacidad de volver al mundo, precisamente porque la retirada es aquí infinitamente más
radical que en el lenguaje ordinario, en el cual esta función está como apagada, atenuada. A
medida que en la obra se desvanece su función de representación —es el caso de la pintura
no figurativa y de la música no descriptiva—, a medida que aumenta la distancia con lo
real, se refuerza el mordiente de la obra en el mundo de nuestra experiencia. Cuanto más
amplia es la retirada, más vivo es el regreso a lo real, como que viene de más lejos, como si
algo infinitamente más lejano visitara nuestra experiencia. Tenemos una especie de
contraprueba de esta hipótesis con el ejemplo de la fotografía tal como la practican los
aficionados, que es sólo un doble de lo real que vuelve, que regresa al origen después de un
circuito demasiado corto y, por ello, con una comprensión infinitamente menor de nuestro
mundo. En cuanto a la fotografía artística, también se propone, pero a un precio mayor,
liberarse de la imitación, de la simple representación, y también construye su objeto de
alguna manera en la frontera de la reduplicación de lo real. Acabo de ver una impresionante
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colección de fotos de Marianne Cook, de New York: “Fathers and Daughters.” Es
admirable. La foto consigue sorprender las fallas de esta relación tan sutil, así como lo no
manifiesto que se oculta en los vacíos verbales.
Durante mucho tiempo, la función representativa del arte pictórico impidió que la
función expresiva se desplegara plenamente, que la obra se constituyera en un mundo que
pudiera competir con lo real en otro lugar completamente ajeno a lo real. Sólo en el siglo
XX, desde que se consumó la ruptura con la representación, ha podido constituirse, según
el deseo de Malraux, un “museo imaginario” en el cual coexisten las mejores obras de
estilos muy diferentes. Todo puede ser asociado, como en nuestras ciudades se asocian una
catedral gótica y el centro Georges-Pompidou. Para que esto haya podido ocurrir, hizo falta
que los signos se liberasen de lo que designan; sólo entonces han podido éstos contraer toda
clase de relaciones imaginables con otros signos. Ahora hay entre todos ellos una especie
de disponibilidad infinita a asociaciones incongruentes. Todo puede ir junto desde el
momento en que se admite, con Malraux, que no hay progreso de un estilo a otro, sino sólo
momentos de perfección en el interior de cada estilo.

La ruptura con la representación que caracteriza a la pintura y a la escultura del siglo


XX plantea, entre otros problemas, el de los límites del arte. ¿Hasta dónde se puede aún
hablar de obra?

Es un terreno en el cual me siento incómodo. ¿Basta con colocar una silla en un


estrado o, por decirlo de otra manera, basta con que sea desviada de su uso ordinario para
que estemos autorizados a creer que se trata de una obra de arte? La desaparición del
marco, en el caso de la pintura, desempeña en este sentido un papel muy importante: el
marco separaba la obra del fondo, constituía una especie de ventana donde se ahondaba en
sus mismos límites lo infinito de un mundo. Cuando ya no se ejerce esta función nos
encontramos ante casos muy inquietantes; pienso por ejemplo en grandes paneles de
Reinhard completamente negros, donde únicamente hay modulaciones del negro…
Confieso que me siento bastante desguarnecido ante ejemplos de este tipo.

Usted dice que no hay progreso en la historia del arte. Sin embargo, hay una historia de
los materiales, en la que se puede afirmar que sí hay cierto progreso. La transformación de
los frescos italianos en el Renacimiento dependió en gran medida de la transformación de
los soportes y de la capacidad de los pintores para preparar nuevas mezclas de colores.

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Sin duda; pero un pintor también puede hoy cambiar los pinceles por un cuchillo o
incluso por los dedos, por ejemplo para introducir espesor, rugosidad en su materia, para
borrar, por decirlo de alguna manera, la frontera entre la pintura y la escultura. Estoy
pensando en obras de Tanguy o Tàpies, que casi son bajorrelieves.

Pero, de todas maneras, hoy ya no se pueden escribir novelas como lo hacían Balzac o
Zola.

No, pero, ¿por qué? Ese ejemplo es justamente muy significativo. Lo que ocurre es
que una de las funciones que cumplía la novela en el pasado, la sociológica, ya no tiene
razón de ser. Por otra parte, la novela puede utilizar recursos ultradescriptivos propios del
lenguaje; puede, en último extremo, tener un alcance cognitivo valiéndose de la capacidad
expresiva de la lengua, capacidad que es independiente de cualquier función descriptiva
sometida a la prueba de la verificación.
Tomemos el caso de los libros que tratan de la experiencia de los campos de
concentración, recientemente el de Jorge Semprún, La escritura o la vida. Todo el libro
gira en torno de la posibilidad/imposibilidad de representar el mal absoluto. La dificultad es
evidentemente extrema puesto que se trata de imponer los cánones de lo narrativo a una
experiencia límite; lo horrible funciona o no en el relato, pero en el primer caso el relato se
desmorona y vuelve a hundirse en el silencio. Hay en este libro un elemento que se nombra
varias veces, elemento obsesivo que al mismo tiempo es el extremo de lo narrativo y su
imposibilidad: es un olor, el olor de carne quemada.
Primo Levi, por su parte, había elegido otra vía en Si esto es un hombre: la de lo
puramente descriptivo, a la manera de Solyenitsin en Un día en la vida de Iván
Denissovitch. Su libro se parece a un frío informe, casi a un documental, como si lo
horrible sólo pudiese decirse en una especie de understatement, de lítote; la lítote de lo
horrible. El desamparo de la lengua, volviéndose sensible como tal, permite significar el
desamparo de la situación, de manera que Levi obtiene el efecto deseado gracias no a lo
que se dice, sino a cierto tono descarnado que emplea.

Este efecto que se produce en el lector es sin duda el humor del que hablaba más arriba,
la emoción que usted supone en analogía con la del creador.

Analogía en el sentido de resonancia y no de proporcionalidad. Yo diría que la obra,


en lo que tiene de singular, libera en la persona que la aprecia una emoción análoga a la que
la ha engendrado, emoción de la que es capaz sin saberlo, y que amplía su campo afectivo
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cuando se la experimenta. Por decirlo de otra manera, mientras la obra no se haya abierto
un camino que conduzca hasta la emoción análoga permanece incomprendida, y sabemos
que ocurre frecuentemente.
El sujeto de la experiencia estética se encuentra en una relación comparable a la
relación de adecuación que hay entre la emoción del creador y la obra que la traduce. Lo
que experimenta es el sentimiento singular de esta conveniencia singular. Con respecto a la
singularidad de la obra de arte, siento que le debo mucho al Ensayo de filosofía de estilo de
Gilles-Gaston Granger.3 Según él, lo que constituye el éxito de una obra de arte es que el
artista haya penetrado en la singularidad de una coyuntura, de una problemática, combinada
para él en un punto único, y a la que él responde con un gesto único. ¿Cómo resolver este
problema? Pienso por ejemplo en la obstinación de Cézanne frente a la montaña Sainte-
Victoire: ¿por qué volver a iniciar una y otra vez la misma vista? Porque nunca es la
misma. Es como si Cézanne sintiera que había que hacer justicia a algo que no es la idea de
montaña, que no es lo que se dice al respecto en un discurso general, sino la singularidad de
esta montaña, aquí y ahora: eso es lo que exige traducción, eso es lo que debe recibir el
aumento icónico que sólo el pintor puede conferirle. La cuestión oprime a Cézanne porque
es algo singular, la montaña Sainte-Victoire o el Château noir, tal mañana a tal hora y bajo
tal luz; y a esta pregunta singular hay que darle una respuesta singular. Ahí está
precisamente el genio: en la capacidad de responder singularmente a la singularidad de la
pregunta.
Por ahí intento retomar, con mejores armas que las que empleé en La metáfora viva,
el problema de la referencia en la metáfora, lo que he llamado el poder de refiguración del
poema o del relato. Pues la función referencial se ejerce en la singularidad de la relación de
una obra con eso a lo que hace justicia, en la experiencia viva del artista. La obra se refiere
a una emoción que desapareció como emoción, pero que se ha preservado en la obra.
¿Cómo denominar este algo emotivo al cual la obra hace justicia? Hay una palabra inglesa
que me parece muy buena, es el mood que corresponde a su singular reflexión
prerreflexiva, antepredicativa, con la situación de tal objeto en el mundo. El mood es como
una relación fuera de sí, una manera de habitar aquí y ahora un mundo; es este mood lo que
puede pintarse, componerse musicalmente o relatarse, en una obra que, si consigue lo que
se propone, estará en una relación de conveniencia con este mood.
Quizá el enigma de la creación artística consista en que este mood pueda de alguna
manera problematizarse para convertirse en una pregunta singular que reclama una
respuesta singular, en que la experiencia viva del artista, con lo que comporta de exigencia

3Essai d'une philosophie du style, Armand Colin, Paris, 1968 (reedición en la editorial Odile Jacob).
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de ser dicha, pueda transponerse en forma de problema singular que hay que resolver, por
medios pictóricos u otros. La modestia del artista, o su orgullo —poco importa en este
caso—, es probablemente saber hacer en ese momento el gesto que cualquier hombre
debería hacer. En la aprehensión de la singularidad de la pregunta hay el sentimiento de una
increíble obligación; en el caso de Cézanne y de Van Gogh, se sabe que era aplastante. Es
como si el artista experimentase la urgencia de una deuda pendiente a propósito de algo
singular, que exige ser dicho singularmente.

Sin embargo, no deja de ser cierto que esta experiencia singular se vuelve comunicable
en y por la obra.

En efecto, y eso es lo más asombroso, que haya cierta universalidad en esta


singularidad. Porque, en última instancia, un pintor pinta para que se le vea, un músico
escribe para que se le escuche. Una parte de su experiencia podrá ser comunicada
precisamente porque fue llevada a una obra. Su experiencia desnuda era incomunicable;
pero, desde el momento en que puede problematizarse bajo la forma de una pregunta
singular a la que el artista responde adecuadamente bajo la forma de una respuesta también
singular, entonces adquiere una comunicabilidad, se vuelve universalizable. La obra
aumenta icónicamente la vivencia inefable, incomunicable, cerrada sobre sí misma. Este
aumento icónico, en tanto que aumento, es lo que se puede comunicar. Así, por tomar un
ejemplo, lo que hay de comunicable en L'Église d'Auvers-sur-Oise de Van Gogh es la
perfecta adecuación de los medios a su disposición para producir esta cosa única que no
representa la iglesia de pueblo que podemos ver si vamos hoy a Auvers-sur-Oise, sino que
materializa, en una obra visible, lo que permanece invisible, a saber, la experiencia única y
probablemente alocada que Van Gogh tenía cuando la pintó. Se alcanza la perfecta
resolución del problema singular planteado al artista en la experiencia estética de manera
prerreflexiva, inmediata; en términos kantianos, se dirá que lo que es comunicable es el
“juego” entre la imaginación y el entendimiento, en la medida en que éste está encarnado
en la obra. Una vez ausente la universalidad objetiva propia al juicio determinante, el juicio
reflexivo —que resulta de la experiencia estética— sólo tiene de universal este “juego”;
sólo éste puede compartirse.
No hay duda de que esto es lo que hace tan difícil la reflexión sobre el arte. Pues la
experiencia estética compromete cada vez a un espectador, un auditor, un lector, que
también está en relación de singularidad con la singularidad de la obra; pero, al mismo
tiempo, la experiencia estética es el primer acto de una comunicación de la obra a otros, y

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virtualmente a todos. La obra es como un reguero de fuego que sale de sí mismo,
alcanzándome y, más allá, alcanzando la universalidad de los hombres.
Ir hasta el último extremo en la exigencia de singularidad es dar todas las
oportunidades posibles a la mayor universalidad: ésta es la paradoja que probablemente hay
que sostener.

Pero, ¿no sería posible buscar la universalidad de la obra en sus reglas formales de
composición: las tres unidades de la tragedia clásica, la gama temperada de la música de
los siglos XVIII y XIX, los cánones de la figuración y de la perspectiva de la pintura?

Las reglas estéticas sólo constituyen una universalidad débil, demasiado próxima al
sentido común y a sus generalidades; a sus convenciones, es decir, a algo convenido. Pero
la universalidad a la que aspira la obra nada tiene que ver con eso, puesto que de hecho sólo
es posible a través de su extrema singularidad. Tomemos el ejemplo de la pintura no
figurativa: lo que se comunica es la desnudez de la experiencia singular, sin mediación de
reglas susceptibles de reconocerse en una tradición, sin este elemento de normatividad; se
destroza la universalidad débil de las generalidades, sin que por ello la comunicabilidad
deje de operar a la perfección.
Por esa razón creo que ya en el arte figurativo la belleza de tal obra, lo acertado de
tal retrato poco tenían que ver con la calidad de su representación, ni con el hecho de que se
pareciese a un modelo, ni con su conformidad a reglas que se pretendían universales, sino
con un acrecentamiento (surcroît) en relación a cualquier representación y a cualquier
regla. La obra podía representar por similaridad un objeto o un rostro, podía obedecer a
reglas convenidas de antemano, pero si hoy merece figurar en nuestro museo imaginario es
que era por añadidura (por acrecentamiento) perfectamente adecuada a su verdadero
objeto, que no era la compotera o la cara de la muchacha del turbante, sino la comprensión
singular que Cézanne o Vermeer hicieron de la pregunta singular que se les había
planteado. Desde este punto de vista, se podría entonces decir que la ruptura entre el arte
figurativo y el no figurativo es menor de lo que se cree: pues en la pintura clásica ya era ese
acrecentamiento en relación a la representación lo que sin duda provocaba que se dijera que
tal retrato, en medio de tantos otros tan similares al modelo o más, se imponía a la
admiración. Se podría decir que la pintura no figurativa ha liberado lo que en realidad ya
era la dimensión propiamente estética de lo figurativo, dimensión que se encontraba oculta
a causa de que al arte pictórico se le había atribuido la función de representación. Cuando la
inquietud por la composición interna de la obra por sí misma se desprendió de la función
representativa, se explicitó la función de manifestación del mundo; una vez abolida la
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representación, se vuelve obvio que la obra dice el mundo de otra manera que
representándolo; lo dice iconizando la relación emocional singular del artista al mundo, lo
que he llamado el mood. O, por emplear de nuevo términos kantianos, con el proyecto de la
representación desaparece lo que quedaba de juicio determinante de la obra, y aparece al
desnudo el juicio reflexivo con el cual se expresa una singularidad que busca su
normatividad, y sólo la encuentra en su capacidad de comunicar indefinidamente a otros.
Se podría decir exactamente lo mismo de la música: la abolición de la tonalidad en
el Pierrot lunaire de Schönberg y la invención del dodecafonismo en sus obras ulteriores
operan, en relación a la gama temperada empleada durante los siglos XIX y XX, la misma
ruptura de familiaridad que lo no figurativo de Picasso, en cuyas obras la figura humana se
desgarra, se retuerce, en relación al arte figurativo de Delacroix. Las reglas musicales del
siglo XIX no eran en absoluto universales, sólo constituían generalidades nómicas que
ocultaban la verdadera relación al mood que dice cada obra musical. La convención de las
reglas facilitaba, como en la pintura, el acceso a las obras; la comunicabilidad no se hacía
únicamente gracias a la singularidad. Por eso el arte íntegramente contemporáneo es tan
difícil; porque se nos prohíbe todo recurso a reglas anexas que pudieran definir a priori lo
que sería hermoso.

Si proseguimos con usted el hilo kantiano, ¿no estamos obligados a extender lo que usted
dice de la experiencia estética a otros campos? Porque, en Kant, lo estético no agota el
campo del juicio reflexivo, que también vale, sobre todo, en la experiencia moral.

Creo que entre la ética y la estética puede haber una especie de enseñanza mutua en
torno al tema de la singularidad. Pues, por oposición a las cosas, pero al igual que las obras
de arte, las personas también son conjunciones singulares —un rostro cuyos rasgos están
reunidos de manera única, una sola vez; como las obras, no se puede sustituir a unas
personas por otras. Quizá aprendemos la singularidad por el contacto con las obras, lo que
si es cierto sería una manera de proseguir el argumento kantiano de que la experiencia de lo
bello, y aún más de lo sublime, nos conduce a la moralidad.
Pero yo creo que, si se quiere reflexionar sobre la posible transposición de la
experiencia estética en campos laterales, hay que tener en cuenta dos aspectos principales
de la obra: su singularidad y su comunicabilidad, con la tan particular universalidad que
implica esta última. Para proseguir en el campo ético, me pregunto si la obra de arte, con su
conjunción de singularidad y comunicabilidad, no es un modelo para pensar la noción de
testimonio. ¿De qué manera puede decirse, en el caso de decisiones morales extremas, que
hay ejemplaridad y comunicabilidad? Habría que explorar aquí por ejemplo la belleza de la
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grandeza de espíritu: creo que hay una belleza específica en los actos que admiramos
éticamente. Estoy pensando en particular en el testimonio de las vidas ejemplares, de las
vidas sencillas, pero que atestiguan, por una especie de cortocircuito, de lo absoluto, de lo
fundamental, sin que sea necesario pasar por interminables grados de laboriosas
ascensiones; fíjese en la belleza de ciertos rostros devotos, o, como suele decirse,
consagrados.
Prolongando esta línea de comparación a la experiencia estética, se podría decir que
tales ejemplos de bondad, de compasión o de valentía, con lo que comportan de rareza,
están en la misma relación a la situación en que se inscriben que el pintor en el momento en
que resuelve el problema particular al cual se confronta él y sólo él. Y de la soledad del
acto sublime se nos lleva a su comunicabilidad por una especie de comprensión
prerreflexiva e inmediata de su relación de conveniencia con la situación: en este caso
concreto, aquí y ahora, tenemos la certidumbre de que es exactamente eso lo que había que
hacer, de la misma manera que consideramos que tal pintura es una obra maestra porque
inmediatamente sentimos que realiza una perfecta adecuación entre la singularidad de la
solución y la singularidad de la pregunta. Recuerde aquellos hombres y mujeres cuyos
testimonios ha reunido Marek Halter en su film Tseddek. Cuando se les pregunta: “¿Por qué
ha hecho usted tal cosa? ¿Por qué se ha arriesgado a salvar judíos?”, responden
sencillamente: “¿Qué quería que hiciese? Era lo único que se podía hacer en tales
circunstancias.”
Gracias a la aprehensión de la relación de conveniencia entre el acto moral y la
situación, hay un efecto de atracción o arrastre (effet d'entraînement) que es un buen
equivalente de la comunicabilidad de la obra de arte. Para expresar esta capacidad de
arrastre, esta ejemplaridad, el alemán tiene un término que falta en francés: Nachfolge. Si se
lo traduce por "imitación,” entonces es en el sentido en que se habla de La imitación de
Cristo. En la moral evangélica, aunque también en los profetas de Israel, ¿de dónde
proviene el efecto de arrastre? Sin duda hay normas en el fondo de sus actos. Pero lo que a
mí me parece problemático es la ejemplaridad de la singularidad. Francisco le dice a cada
uno de los jóvenes y ricos burgueses de Asís: “Vende todas tus posesiones y ven.” ¡Y lo
siguen! Él no les dirige una orden universal, sino una conminación de individuo singular a
individuo singular; por ahí pasa el efecto de arrastre y eso es lo que suscita actos análogos
igualmente singulares. Para volver a Kant, nos encontramos en la esfera del juicio
reflexivo, cuya comunicabilidad no se apoya en la aplicación de una regla a un caso, sino
en que el caso reclama su propia regla; y la reclama precisamente volviéndose
comunicable. El caso engendra su normatividad, y no a la inversa. Y la comunicabilidad se

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vuelve posible precisamente gracias a la aprehensión prerreflexiva de la conveniencia de la
respuesta a lo que reclama la situación.

Esta idea de que hay en ciertos actos de orden moral, como en las obras de arte, un
efecto de arrastre, una comunicabilidad muy diferentes a la universalidad de una orden,
¿la extendería a otros campos?

En todo caso, eso es lo que sugiere Hannah Arendt en Juzgar.4 Arendt transpone el
juicio estético a acontecimientos históricos singulares —la revolución francesa, por
ejemplo— cuya singularidad no les impide reintegrar el problema general del destino de la
humanidad, todo lo contrario. Pero lo más interesante de estos análisis, según mi opinión,
es que si la singularidad del acontecimiento es comunicable, si puede provocar un juicio de
simpatía, es únicamente a través del “espectador del mundo” y no de su actor. Por su
singularidad, el acontecimiento es válido como testimonio relativo del destino de la especie
humana. No se trata de elaborar una filosofía de la historia que permita encontrar algo así
como un phylum del género humano, que obedezca a una finalidad análoga a la de las
especies animales. La dimensión cosmopolítica de la humanidad a la que la destinan los
puntos de vista de Kant, retomados por Hannah Arendt, es muy diferente a la dimensión
biológica: está regulada por ese modo específico de comunicabilidad que corresponde a los
grandes acontecimientos históricos, o a los hombres que exceden la dimensión ordinaria, y
que resulta de su singularidad.

¿Eso es igualmente válido en el orden del mal? ¿Cree que hay una ejemplaridad del
mal?

Siempre me he resistido a la idea de que se pueda hacer un sistema del mal, que sus
manifestaciones puedan conducir a una especie de articulación o compendio. Muy al
contrario, siempre me impresiona su carácter de irrupción y su imposibilidad de comparar
formas o tamaños. ¿Es un prejuicio pensar que el bien reúne, que las expresiones del bien
se reúnen, mientras que las del mal se dispersan? No creo que, incluso a su manera, el mal
sea acumulativo o que exista un equivalente de lo que a propósito del bien y la belleza he
denominado Nachfolge. Para la transmisión del mal, el único modelo de que disponemos lo
hemos tomado prestado de la biología; los términos con los que se piensa el mal son
contaminación, infección, epidemia. Nada de esto forma parte de la Nachfolge, de la

4Hannah Arendt, Juger: sur la philosophie politique de Kant, trad. fr. de Myriam Revault D'Allonnes,
Le Seuil, Paris, 1991.
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comunicabilidad por medio de la extrema singularidad; en el mal no hay equivalente del
aumento icónico que se opera en lo bello.
Ése puede ser por cierto el mayor problema de una tentativa como las de Sade o
Bataille: reconstituir en el orden del mal un equivalente del aumento icónico propio a la
obra de arte; quizá sea ése, finalmente, el callejón sin salida de la perversión, querer que el
mal se beneficie de lo que, a costa de muchos sacrificios, el bien y la belleza consiguen
producir.

Por otra parte, la transposición que usted hace de la experiencia de la belleza en la


esfera de la moral, el inmenso valor que confiere a la noción de testimonio, ¿no orientan
sus análisis hacia lo religioso?

No quisiera responder con una especie de confiscación religiosa de lo estético. Lo


único que puedo avanzar es que, al propiciar un alejamiento de lo estrictamente utilitario,
de lo manipulable, el arte propicia un conjunto de sentimientos en cuyo seno pueden
aparecer sentimientos que podríamos llamar religiosos, como la veneración. Yo diría que
entre lo estético y lo religioso hay una zona de mutua apropiación del terreno mucho más
que una coextensividad de campos.

Cuando habla de una región de apropiación del terreno, ¿está pensando en el arte sacro
que durante tanto tiempo ha prevalecido en Occidente en música, pintura, escultura?

Es cierto que al comienzo lo sacro invadía el arte por completo. Pero inversamente
también se puede decir que lo sagrado primero fue estéticamente calificado gracias a la
música, a la poesía, a la pintura o a la escultura.
Por otra parte, es asombroso constatar que la iconoclasia judía, tan radical en el
orden de las representaciones visuales, no se extendía a la música. Los Salmos están llenos
de anotaciones musicales —“Al maestro de canto. Sobre los instrumentos de cuerda. En
octava. Salmo de David”; “Al maestro de canto. Sobre las flautas”, etc.— e incluso ha
podido reconstituirse e interpretarse esta música.
Pero uno de los ejemplos más ricos de esta mutua invasión (empiétement) de lo
religioso y lo estético se encuentra sin duda en el Cantar de los Cantares. Es curioso que los
mismos poemas puedan interpretarse como eróticos o como espirituales, como alegorías de
la relación hombre/mujer y como alegorías del matrimonio entre Yahvé y su pueblo, o
incluso entre el alma y Cristo. Toda la escala de valores, todo el trayecto eros, philia, agapè
pueden recorrerse con un simple juego de metáforas. Y que se metaforice el cuerpo por
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completo —“Tus labios son como un hilo de púrpura,” “Tu cuello es como la torre de
David,” “Tus dos senos son dos crías gemelas de una gacela”— dispone el texto a varias
lecturas. Lecturas que, en último extremo, incitan a una especie de audacia teológica, pues,
en la tradición profética, entre lo humano y lo divino existe una relación de verticalidad: el
hombre y Dios no están al mismo nivel. El amor introduce un elemento de reciprocidad con
el cual poder franquear el umbral entre ética y mística. Donde la ética preserva la
verticalidad, la mística intenta introducir la reciprocidad: amante y amado desempeñan
papeles iguales, recíprocos. Esta introducción de la reciprocidad en la verticalidad se
obtiene por medio del lenguaje amoroso y gracias a los recursos de la metaforización de lo
erótico.
Podría considerarse una ironía extrema que el único poema erótico de la Biblia haya
sido utilizado para celebrar la castidad. Pero es que la castidad es otro tipo de vínculo
nupcial, puesto que acompaña las bodas del alma y Dios; hay algo nupcial que ocurre tanto
en la castidad como en el erotismo. La gran metáfora del Cantar de los Cantares es lo que lo
vuelve capaz de esta transferencia.
Es cierto que el Cantar pudo ser integrado al canon hebraico porque en la asamblea
de Yabné se le dio una interpretación exclusivamente espiritual. ¡Tanto mejor! Pero es
imprescindible guardar su carácter equívoco y recusar cualquier lectura unilateral, la de
Yabné o la de ciertos exégetas, sobre todo ciertos católicos positivistas, que batallan para
restablecer un sentido exclusivamente erótico, como si se tratase de recuperar todo el
tiempo perdido en lecturas tradicionales. Es más importante constatar que la presencia del
Cantar de los Cantares en el canon lo beneficia del espacio de significación del resto del
libro, por el cual se extiende, con sus valores eróticos propios y, en particular, con su
capacidad de introducir ternura en la relación ética. ¡Dejemos a los sabios exégetas con su
sabia ingenuidad!

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