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El poder de las palabras: “Los clavos en

la puerta”.

Había una vez un niño que tenía muy mal genio. Todos los días se peleaba con los
compañeros de colegio, con sus padres, con su hermano… un día,  su padre decidió
hacerle un regalo. El niño, al ver el paquete, lo desenvolvió con gran curiosidad y
quedó sorprendido al ver lo que contenía en su interior: una caja de clavos.
Al ver la cara de asombro del niño, el padre le pidió: “cada vez que pierdas el
control, cada vez que contestes mal a alguien y discutas, clava un clavo en la puerta
de tu habitación”.
El primer día, el niño clavó 37 clavos en la puerta. Con el paso del tiempo, el niño
fue aprendiendo a controlar su rabia, pues le era más fácil controlar su
temperamento que clavar los clavos en la puerta. Finalmente llegó el día en que el
niño no perdió los estribos y no tuvo que clavar más clavos.
El padre orgulloso, le entregó al niño otro regalo. En esta ocasión, el paquete
contenía unas tenazas. Ante el asombro del niño, el padre le sugirió que por cada
día que pudiera controlar su genio, sacase un clavo de la puerta.
Los días transcurrieron y al cabo de un tiempo el niño logró quitar todos los clavos
de la puerta. Conmovido por ello, el padre tomó a su hijo de la mano y lo llevó
hasta la puerta, y con suma tranquilidad le dijo: “Has hecho bien,  pero mira los
hoyos… la puerta nunca volverá a ser la misma. Cuando dices cosas con rabia, las
palabras dejan una cicatriz igual que ésta”.
El niño comprendió la enseñanza de su padre y descubrió el poder de las palabras.
¿Quién no se ha discutido alguna vez con alguien?.
¿Quién no ha dicho en alguna ocasión algo de lo que después se ha
arrepentido?.
Por mucho que se diga lo contrario, las  palabras no se las lleva el viento. Las
heridas verbales pueden seguir sangrando incluso después de mucho tiempo
y pueden llegar a ser tan dañinas como una herida física. Por ello es mejor un
silencio a tiempo que una disculpa demasiado tarde.

La palabra que menos hiere es la que nunca se ha dicho.

En la mayoría de los casos, la emoción que se esconde tras palabras agresivas


e hirientes es la rabia y la motivación principal de una mala palabra no es
otra que dejar salir todo ese malestar que sentimos dentro. En definitiva, las
malas palabras, las palabras hirientes, suelen ser la válvula de escape a una
emoción que no somos capaces de gestionar.

Las consecuencias de actuar de este modo todos las conocemos, y aunque en


muchas ocasiones puede haber reconciliación, lo cierto es que las discusiones
frecuentes pueden llegar a distanciarnos  incluso de las personas más
cercanas.

Como padres, educadores, o simplemente adultos que deseamos cuidar


nuestro bienestar, debemos tomar conciencia del poder de las palabras y de
la importancia de saber gestionar nuestras emociones para que ellas no nos
acaben gestionando a nosotros.

Aquí tienes algunos sencillos pero efectivos consejos que pueden ayudarte:

1.- “Cuando estés enfadado cuenta hasta 10. Cuando estés muy enfadado hazlo
hasta 100”.
Seguro que esto ya lo has escuchado antes. Puede parecer una frase tópica y
simple pero su aplicación no lo es tanto. En realidad, de lo que se trata es de
encontrar un espacio para conectar internamente con un estado de calma.
Centrar la atención en la respiración también puede ser una ayuda.
2.- “Identifica el detonante”.
 Muchas veces estallamos en un determinado entorno o por una determinada
causa. Identificar qué es lo que nos hacer “perder nos nervios” juega a
nuestro favor, porque nos facilita evitar esa situación antes de que se
produzca o, por lo menos, prepararnos para no perder los papeles tan
fácilmente.
3.- Expresa cómo  te sientes.
No siempre podrás evitar una discusión.  Suelen decir que la mejor defensa
es un ataque, pero lo cierto es que ponernos a la defensiva o atacar con malas
palabras cuando alguien nos hiere sólo contribuye a crispar más el ambiente.
Es mucho más saludable, al menos para nosotros mismos, ser sinceros y
expresar abiertamente cómo nos estamos sintiendo.
4.- Usa el comodín.
Imagina tu paisaje ideal, recuerda tu canción favorita, repite una frase que te
motive, revive una vivencia en la que te hayas sentido en calma y con
profundo bienestar… cualquier cosa sirve para usar de “comodín” cuando
notes que los niveles de ira crecen. Usar el comodín ayuda a  poner distancia
y disociarnos de la emoción de rabia.
5.- Encuentra tu punto de fuga.
Lo mejor para gestionar la rabia es no dejar que se acumule. Escribir lo que
sentimos en un papel o hacer alguna actividad física nos puede ayudar a
descargar y evitar que “el vaso rebose de lleno”.
Conviene recordar lo que decía Séneca:

 La ira es un ácido que puede hacer más daño al recipiente en el que se
almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte.

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