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Tiempos de pandemia y necropolítica: ¿todavía hay tiempo de infancia?

Walter Omar Kohan2

UERJ

Vivimos tiempos muy difíciles en Brasil. Ayer fue depuesto o renunció el ministro de
educación, A. Weintraub. Abierta y explícitamente antidemocrático, su último acto fue todo
un símbolo de su gestión: la revocación de la Resolución Ministerial N° 13 del 11 de mayo
de 2016, que incentivaba cuotas de plazas para negros, indígenas y personas con
deficiencias, en cursos de posgrado de las Instituciones Federales de Enseñanza Superior
(IFES). Fue su despedida, cuando ya sabía que iba a dejar el cargo. Aun cuando esa medida
fuera anulada por el Poder Legislativo, es el símbolo de una gestión: una falta absoluta de
servicio a la educación pública brasileña, un ataque frontal a las clases más excluidas, una
afrenta y deshonra para el país de Paulo Freire.
El ex-ministro participa de un grupo faccioso que está haciendo una guerra no declarada.
En cierto sentido, la guerra no es nueva y ese grupo se recrea y reconfigura con diversos
ropajes y actores, en la forma de un proyecto colonizador que desembarcó en América hace
ya más de cinco siglos. Se trata de una guerra permanente, silenciosa, persistente, que
esconde un proyecto racista, misógino, asesino que, por medios diversos, procura excluir a
todas las formas de diferencia que no se acomodan a su proyecto “civilizador”. Las
comunidades indígenas, negras, LGBT y, de modo más general, las más empobrecidas dan
testimonio como ningunas otras de esa guerra despiadada y sin tregua que atraviesa las
Américas. Lo más específico del grupo faccioso que actualmente gobierna Brasil es la
virulencia y el desenfado, el carácter ostensivo y brutalmente exterminador, de su
estrategia. En efecto, el gobierno de Bolsonaro vive de la muerte. Esto se revela en los
símbolos, en la liturgia y en la estética armamentista, bélica, militar, pero también en su
1
Artículo publicado en la Revista Latinoamericana del Internacional del Colegio Internacional de
Filosofía, 24-06-2020. Se añade al dossier con autorización del autor. Traducción de Alcira B.
Bonilla.
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Walter Omar Kohan es doctor en Filosofía; actualmente, es profesor titular de filosofía de la
educación de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ) e investigador del Consejo
Nacional de Investigaciones (CNPq) del Brasil y “Cientista de Nuestro Estado” en la Fundación de
Apoyo a la Investigación del Estado de Rio de Janeiro (FAPERJ). Es co-editor de la revista
childhood & philosophy (http://www.e-publicacoes.uerj.br/index.php/childhood/ ) y autor o co-autor
de más de 30 libros en castellano, italiano, inglés, portugués y francés.
política económica, educativa, cultural, diplomática, sanitaria. Es el escenario más
llamativo de la necropolítica: un dispositivo de gobierno para, como diría Foucault, hacer
morir y no dejar vivir. Esta guerra no declarada es nuestra condición presente.
En ese sentido, la pandemia se convirtió en un aliado del gobierno, en un instrumento más
de su política de muerte. En el mejor de los casos el presidente lamenta las muertes que no
trata de evitar; por el contrario, banaliza y naturaliza la muerte, afirmando que es el destino
de todo el mundo y que los más débiles tienen que morir; ¿qué le vamos a hacer? Es sádico
y criminal y tendrá que ser juzgado por sus crímenes de guerra. Para percibir que se trata de
la misma política del gobierno en los más diversos campos, basta notar que a quienes más
afecta la pandemia es justamente a los beneficiarios de las cuotas de la Resolución
Ministerial revocada ayer por el ex-ministro de educación. No lo percibe quien no quiere
hacerlo.
En este escenario, la educación en Brasil se encuentra acorralada. El contexto actual parece
ser el más propicio para que el gobierno acelere su política de distanciamiento de la
educación y de eliminación física de escuelas y universidades. Si las prácticas educativas
continúan a distancia, ¿para qué –preguntaría alguien con cabeza neoliberal– seguir
manteniendo instituciones deficitarias incapaces de cumplir con sus funciones en tiempos
de normalidad? ¿Para qué malgastar recursos escasos que podrían ser usados con otros
fines? ¿Para qué mantener una institución tan improductiva en vez de tecnologizar y
digitalizar el mundo educativo? El virus parece contribuir con vientos propicios en la
medida en que, de hecho, provocó el cierre de todos los predios escolares y universitarios,
algo inédito, por lo menos en este lado del mundo. ¿No deberíamos aprovechar el virus y
desescolarizar la sociedad de una vez por todas? Que Ivan Illich me perdone: estaria
ciertamente retorciéndose en su tumba por las pretensiones antilibertarias de tal
movimiento.
Por el contrario pienso que, en cierto sentido, la escuela se está fortaleciendo con la
pandemia. No considero enemigas o poco interesantes las nuevas tecnologías. Al contrario.
Como mucha gente he participado de diversas tentativas de experimentos educativos
remotos en estos meses de pandemia y considero que la digitalización de las relaciones
pedagógicas no es enteramente negativa. Al contrario, pueden acontecer cosas interesantes.
A fin de cuentas se trata de un medio, que nunca es sino un medio, y que puede acoger
sentidos pedagógica y políticamente atrayentes. Con todo, aún con todos esos aspectos más
o menos satisfactorios e interesantes, la sensación que predomina en cada uno de los
encuentros remotos es la de que algo de lo escolar resulta insustituible, imposible de ser
digitalizado. Intentaré desplegar esta afirmación.
La pandemia nos ha mostrado algunas cosas con diáfana nitidez. Por ejemplo, la diferencia
radical entre las escuelas públicas y las particulares y, de un modo más general, entre la
educación pública y la educación privada; y que, para decirlo claramente y con Simón
Rodríguez, la escuela (que debemos inventar) sólo puede ser pública, común, general, para
todos. Porque cuando ella se particulariza, los efectos pedagógicos y políticos se tornan
antieducativos. Digo “la escuela que debemos inventar” porque no me estoy refiriendo a la
institución escolar, a lo que de hecho acontece en los edificios escolares que forman parte
de un sistema educativo, sino a la escuela como modo de habitar la educación: la escuela
que se hace (o no) cuando se entra en una escuela o en una universidad o en cualquier otro
lugar en nombre de la educación; la escuela como una cierta forma de cuestionar el mundo
y de preguntar por qué está siendo del modo como está siendo y de qué otros modos podría
ser. Esa escuela, que bien podría coincidir con la escuela-institución o por lo menos
cohabitarla, carece de condiciones: no puede ser sólo para los que tienen posibilidades
tecnológicas o materiales de conectividad plena; también exige un tiempo especial, por eso
los griegos llamaban a las escuelas, con la palabra skholé, tiempo libre, que en latín se dice
otium. Como enseña J. Rancière, las escuelas no nacieron para aprender y enseñar porque
para eso no hace falta un predio escolar; puede aprenderse y enseñar en cualquier otro
espacio social; sin embargo es necesaria una escuela para liberar al tiempo de sus usos
productivos. En ninguna otra instancia social se puede vivir el tiempo libre, a no ser en un
parque, justamente al aire libre, en la forma de un recreo que, no por acaso, es el momento
preferido de las niñas y niños en la escuela institución. Por eso, en cierto sentido, la
pandemia ha tenido un efecto escolar: porque ella ha interrumpido y suspendido una cierta
productividad y liberado –por lo menos para algunos– el tiempo para una experiencia
improductiva. Como si estuviésemos en la posibilidad de un recreo, con tiempo liberado,
para jugar y pensar.
De modo que, en cierto sentido, la pandemia nos ofreció condiciones de tiempo singulares,
en especial a los que no estamos sofocados por las demandas de las instituciones
particulares, las que hacen neg-otium con la educación, y que, por tanto, niegan el tiempo
libre necesario para hacer escuela haciendo, literalmente, una anti-escuela. Esto nos enseñó
Simón Rodríguez: que una escuela particular es como una negación de la escuela, una
contradicción. También por eso la educación, en esta perspectiva, sólo puede ser pública,
común, popular.
Claro, también percibimos que no sólo de tiempo que se hace una escuela y que se
necesitan, por ejemplo, cuerpos bien alimentados. En un lugar como Brasil, hay muchas
niñas, niños y jóvenes que reciben en la escuela-institución la principal (o única) comida de
cada día. Y también percibimos, justamente, que la escuela se hace con cuerpos presentes,
cuerpos que se tocan, se abrazan, se huelen y hasta se empujan y atropellan; y además nos
damos cuenta, como dicen Masschelein y Simons, de que hacer escuela exige una
suspensión, una distancia y una profanación entre la escuela y la familia (y las demás
instituciones sociales); o sea, que no es posible ser madre o padre y docente, hija o hijo y
alumna o alumno al mismo tiempo, porque justamente en el hacer escuela estas y todas las
otras instituciones sociales están siendo suspendidas y cuestionadas.
Y puestos a cuestionar, en estos tiempos de pandemia estamos aprendiendo algo que Paulo
Freire, el gran maestro pernambucano, decía y vivía con su serena alegría: hacer escuela es
una cuestión de infancia. No cuestión de educar a las personas de cierta edad, sino de vivir,
las personas de todas las edades, una vida infantil. Con esto quiero decir que con la
pandemia también hemos sido convidados a habitar nuevamente la infancia, a perder
nuestras certezas, preconceptos, y a preguntar como alguna vez hemos preguntado:
inquietos, curiosos, para saber, y no porque sabemos, sino porque queremos entender el
mundo, porque lo sentimos como si fuese la primera vez. Vivimos un tiempo en el que
nuestros saberes se escurren, nuestras certezas se ablandan y entonces podemos
experimentar la fuerza de un preguntar infantil. Hasta tuvimos que aprender a hablar
nuevamente y sentimos que tartamudeábamos al pronunciar palabras que ya no podian ser
pronunciadas de la misma forma. Y todavía estamos en este proceso de aprender otras
palabras.
Paulo Freire pensaba y habitaba, con su propio cuerpo errante, la infancia, una pedagogía
infantil de la pregunta. Consideraba que la infancia no es sólo algo que educamos, sino algo
que precisamos mantener vivo para poder hacer escuela con personas de cualquier edad.
Tal vez por eso el actual gobierno ha declarado enemigo a Paulo Freire: no por sus
pedagogías o teorías pedagógicas, porque fuera marxista o comunista, como afirma de
forma descuidada, sino por su compromiso con la precariedad, la posibilidad y la extrañeza
que esconde una vida infantil. Repitamos: el tiempo de esa infancia freireana que habitamos
al hacer escuela no es el de las edades, años, meses o semestres. Esa experiencia infantil no
vive en el tiempo cronológico, del calendario, sino en el tiempo aiónico del jugar, del
acontecimiento, del arte, del amor, de la pregunta, del pensamiento, de la escuela, en fin, de
la filosofía. Que lo diga Heráclito.
Sólo se puede hacer escuela en ese tiempo infantil. Aquí aparece lo paradojal de la
pandemia: nos dio un tiempo, pero nos quitó el espacio y los otros cuerpos. Nos dio la
posibilidad de hacernos las preguntas, pero nos quitó los amigos y amigas con quienes
hacerlas, la insustituible comunidad de sentido para conversar sobre el mundo compartido
que abren esas preguntas. Y, envueltos en esa paradoja, los cuerpos que somos claman por
la vuelta a la escuela. Primero, por el retorno de esa escuela-institución, regida por khrónos,
la de la organización del trabajo pedagógico, del sistema que alimenta y da sentido a la vida
de tantas niñas y niños en Brasil. Khrónos y esas escuelas son fundamentales para la vida
social, en particular de los más excluidos, y eso también hemos aprendido en la pandemia.
Con todo, la escuela infantil, la escuela que tiene la infancia como condición y no como
objeto de formación, se hace con cuerpos presentes pero en otro tiempo. Para hacer una
escuela infantil precisamos de los cinco sentidos y de algunos más. Y precisamos, sobre
todo, del presente que chronos no tiene (porque simplemente pasa y vive del movimiento) y
de nuestra presencia en ese tiempo presente de la infancia. Hacer escuela exige un tiempo
infantil y educadores infantiles porque es una experiencia de duración, intensiva, que
prolonga la temporalidad presente: el acontecimiento que interrumpe la secuencia
cronológica y permite una experiencia que se hace presencia, en un tiempo presente. Es la
vida docente como un presente hecho presencia.
Hay quizá algo que podemos aprender de la pandemia los que insistimos en hacer escuela:
que tal vez sea tiempo de volver a la infancia, no a nuestra infancia cronológica sino a
nuestro tiempo de infancia, aquél que vivimos cuando éramos niñas y niños cronológicos y
que, como educadores, hemos sido capaces de mantener vivo, cultivar y cuidar, como hacía
el mismo Paulo Freire, que recibió, entre tantos otros premios, en Ponsacco, Italia, el de
“bambino permanente” (“niño permanente”) en 1990, cuando tenía casi 69 años de edad.
Paulo Freire sabía que mantener vivo el tiempo infantil es una condición para mantener
viva la escuela en cada uno de nosotros. Con esa inspiración niña, infantil, vamos a la
escuela, con la infancia, en busca de un tiempo por venir donde, parafraseando el final de
Pedagogia do Oprimido, sea menos difícil amar.

[1] Professor titular da UERJ, pesquisador do CNPq e da FAPERJ. Coordenador do Projeto


“Filosofia na Infância da Vida escolar” (CAPES-PrInt).

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