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SIN NINGÚN SIGNIFICADO — DAVID FOSTER WALLACE

He aquí una historia extraña. Fue hace un par de años, yo tenía diecinueve y
estaba a punto de irme de casa de mis padres para instalarme por mi cuenta; un
día estaba atareado con los preparativos cuando de pronto me vino el recuerdo
de mi padre meneándose el pene en mi cara cuando yo era un niño pequeño. El
recuerdo pareció salir de la nada, pero era tan detallado y resultaba tan real que
supe que era totalmente verídico. De pronto comprendí que había pasado de
verdad, aunque el recuerdo produjera la misma sensación extraña y grotesca
que los sueños. Este era el recuerdo que tuve de pronto. Yo tenía ocho o nueve
años, y estaba solo en la sala de estar, después de la escuela, viendo la tele. Mi
padre bajó, entró en la habitación, y se quedó de pie delante de mí, entre la tele
y yo, sin decir nada, y yo tampoco dije nada. Sin decir palabra, se sacó el pene
y empezó a meneársela delante de mi cara. No recuerdo que hubiera nadie más
en casa. Creo que era invierno porque recuerdo que hacía frío en la sala de estar
y yo estaba tapado con la manta de punto que usaba mi madre para ver la tele.
En parte el incidente de mi padre meneándose el pene allí conmigo resulta
grotesco porque no dijo nada en ningún momento (lo recordaría si hubiera dicho
algo), y tampoco me ha quedado ningún recuerdo acerca de qué había en su
cara, de cuál era su expresión. Ni siquiera recuerdo si me miró. Lo único que
recuerdo es el pene. El pene, por decirlo de algún modo, acaparó mi atención.
Estaba allí meneándosela delante de mi cara, sin decir nada ni hacer ningún
comentario, meneándosela como uno se la menea en el retrete, como cuando te
la estás cascando, pero recuerdo que también había algo amenazador y
vagamente bravucón en el modo en que lo hacía, como si su pene fuera un puño
que me estaba poniendo en la cara desafiándome a que dijera algo, y recuerdo
que yo estaba tapado con la manta de punto y no me podía levantar ni apartarme
del pene, y lo único que recuerdo haber hecho era mover la cabeza en todas
direcciones, intentando quitármela de delante de la cara (el pene). Fue uno de
esos incidentes totalmente grotescos que resultan tan extraños que parece que
no están sucediendo incluso mientras están sucediendo. Hasta aquel momento
solamente le había visto el pene a mi padre en los vestuarios. Recuerdo que yo
movía la cabeza en todas direcciones, torciendo el cuello, y el pene me seguía
todo el tiempo, y mientras tanto me pasaban por la cabeza toda clase de ideas
raras, como por ejemplo: «Estoy moviendo la cabeza como si fuera una
serpiente». Mi padre no la tenía dura. Recuerdo que su pene era un poco más
oscura que el resto de su piel, era grande y tenía una vena grande y fea en un
lado. El agujero de la punta tenía forma de raja y se abría y se cerraba
ligeramente mientras mi padre se meneaba el pene y la mantenía junto a mi cara
en gesto amenazador sin importar que yo apartara la cabeza en todas
direcciones. En esto consistía mi recuerdo. Después de tenerlo (el recuerdo), yo
iba por casa de mis padres completamente aturdido, o sea, como si flotara en
las nubes, absolutamente alucinado, sin contárselo a nadie y sin preguntar nada.
Yo sabía que aquella había sido la única vez que mi padre había hecho una cosa
así. Aquello sucedió mientras yo estaba haciendo las maletas y yendo por las
tiendas en busca de cajas viejas para hacer el traslado. A veces caminaba por
casa de mis padres en estado de shock y sintiéndome completamente extraño.
No me quitaba de la cabeza aquel recuerdo inesperado. Iba al dormitorio de mis
padres y luego a la sala de estar. El equipo de televisión de la sala de estar era
nuevo, pero la manta de punto de mi madre seguía allí, extendida sobre el
respaldo del sofá cuando nadie la usaba. Era la misma manta que en mi
recuerdo. No paré de preguntarme por qué mi padre había hecho una cosa así,
y en qué podría haber estado pensando, o sea, qué podía significar aquello, e
intenté recordar si había habido alguna clase de emoción en su cara mientras lo
hacía.

Luego todo se volvió más extraño, porque, por fin, el día que mi padre se tomó
media jornada libre y fuimos a alquilar una camioneta para meter mis cosas y
hacer el traslado, mientras estábamos en la camioneta, en el camino a casa de
vuelta del local de la compañía de alquiler, por fin saqué el tema y le pregunté
por el recuerdo. Se lo pregunté de golpe. No había una manera de llegar
gradualmente a algo como aquello. Mi padre había pagado el alquiler de la
camioneta con su tarjeta y era el que estaba al volante. Recuerdo que la radio
de la camioneta no funcionaba. Allí en la camioneta, sin venir a cuento de nada
(desde su punto de vista), de pronto fui y le dije a mi padre que hacía poco me
había acordado del día en que bajó y se meneó el pene delante de mi cara
cuando yo era niño, luego le describí brevemente lo que recordaba y le pregunté:
«¿Qué diablos pasó allí?». Como se limitó a seguir conduciendo la camioneta
sin decir nada ni hacer nada parecido a responder, yo insistí, mencioné otra vez
el incidente y volví a hacerle la misma pregunta. (Fingí que tal vez la primera vez
no había oído lo que le había dicho.) Y lo que hizo entonces mi padre —
estábamos en la camioneta, a falta de un trecho para llegar a casa de mis padres,
donde yo estaba haciendo los preparativos de mi traslado—, sin apartar las
manos del volante ni mover un solo músculo más que el cuello, fue girar la
cabeza para mirarme y clavar en mí aquella mirada. No fue una mirada de cabreo
ni tampoco una mirada perpleja como si creyera que no me había entendido. Y
no fue como si me dijera «¿Qué diablos te pasa?» o «Sal de aquí cagando
leches» ni ninguna de las cosas que solía decir cuando era obvio que estaba
cabreado. No dijo una palabra, y sin embargo aquella mirada que clavó en mí lo
decía todo, como si no pudiera creer que acabara de oír aquella porquería
saliendo de mis labios, como si no se lo pudiera creer y se sintiera
completamente asqueado, como si no solamente jamás en su vida se hubiera
meneado la polla delante de mí sin razón alguna cuando yo era niño, sino que el
mero hecho de que yo hubiera sido capaz de imaginar que se hubiera meneado
el pene delante de mí y me lo hubiera creído y luego hubiera sido capaz de sacar
el tema en su presencia en aquella camioneta de alquiler y llegar a acusarlo,
etcétera, etcétera. La mirada que me dirigió en aquel momento en la camioneta
mientras conducía, después de haberle mencionado el recuerdo y habérselo
preguntado abiertamente… aquello fue lo que me sacó completamente de mis
casillas, en lo que respecta a mi padre. La mirada que me dirigió después de
girarse lentamente decía que se avergonzaba de mí y que se avergonzaba de sí
mismo por el mero hecho de estar emparentado conmigo. Imaginaos que estáis
en un banquete o en una cena elegante de los de traje y corbata con vuestro
padre y de pronto os levantáis, os bajáis los pantalones y os cagáis allí mismo,
encima de la mesa y delante de todos los asistentes al banquete: pues así es
como os miraría vuestro padre si lo hicierais (si os cagarais). Una fracción de
segundo más tarde sentí un cabreo tan grande que creí que lo iba a matar. Era
extraño: el recuerdo en sí, cuando lo tuve, no me había cabreado, solamente me
había dejado aturdido, como flotando en una nube. Pero aquel día en la
camioneta de alquiler, el hecho de que mi padre no dijera nada, sino que se
limitara a seguir conduciendo hacia casa en silencio, con ambas manos en el
volante y con aquella mirada que me recriminaba el hecho de habérselo
preguntado, aquello sí que me cabreó. Siempre había creído que eso que dicen
de verlo todo «rojo» cuando tu cabreo pasa de cierto límite era una forma de
hablar, pero es real. Después de meter todas mis cosas en la camioneta me
trasladé y no me puse en contacto con mis padres durante más de un año. Ni
una palabra. Mi apartamento estaba en la misma ciudad y apenas a un par de
kilómetros, pero ni siquiera les di mi número de teléfono. Fingí que no existían.
Me sentía cabreado y asqueado. Mi madre no tenía ni idea de por qué yo había
roto el contacto, pero estaba claro que no iba a ser yo quien le explicara una sola
palabra del tema, y en cuanto a mi padre, me apostaba mis pelotas a que
tampoco iba a ser él quien lo explicara. Todo lo que yo veía permaneció rojo
durante dos meses después de que me trasladara y rompiera el contacto, o al
menos de un tono ligeramente rosáceo. No recordaba muy a menudo el episodio
de mi padre meneándose el pene delante de mí cuando yo era niño, pero apenas
pasaba un día sin que me acordara de aquella mirada que me clavó en la
camioneta cuando volví a sacar el tema. Tenía ganas de matarlo. Durante meses
estuve pensando en ir a casa cuando no hubiera nadie y darle una paliza. Mis
hermanas no tenían ni idea de por qué yo había roto el contacto con mis padres,
decían que me había vuelto loco y que le estaba rompiendo el corazón a mi
madre, y cuando las llamaba me echaban la bronca por haber roto el contacto
sin dar explicaciones, pero yo estaba tan cabreado que no me cabía duda de
que me iba a ir a la tumba sin decir una puta palabra sobre el asunto. No es que
me diera miedo hablar de ello, pero estaba tan fuera de mis casillas que me daba
la impresión de que si volvía a sacar el tema y alguien volvía a mirarme iba a
pasar algo terrible. Casi a diario me imaginaba que iba a casa, me ponía a zurrar
a mi padre y todo el tiempo él no paraba de preguntarme por qué lo estaba
haciendo y qué significaba aquello, pero yo no le contestaba y mi cara no
mostraba ninguna emoción mientras le iba pegando.

Luego, a medida que pasó el tiempo, me fui sobreponiendo poco a poco. Seguía
convencido de que el recuerdo de mi padre meneándose el pene era real, pero
poco a poco empecé a darme cuenta de que el mero hecho de que yo recordara
el incidente no comportaba necesariamente que mi padre lo recordara. Empecé
a sospechar que tal vez él hubiera olvidado el incidente. Era posible que aquel
incidente fuera tan extraño y carente de explicación que mi padre hubiera
bloqueado psicológicamente aquel recuerdo fuera de su memoria, y que cuando
yo, sin venir a cuento de nada (desde su punto de vista), había sacado el tema
en la camioneta, él no recordara haber hecho algo tan grotesco y carente de
explicación como bajar y menearse el pene con gesto amenazador delante de
un niño, y que por eso creyera que yo me había vuelto loco como una puta cabra
y me dirigiera una mirada de completa repulsión. No es que creyera totalmente
que mi padre se había olvidado de todo, pero poco a poco empecé a admitir que
era posible que hubiera bloqueado el recuerdo. Poco a poco, empecé a pensar
que la moraleja de un incidente tan extraño era que todo es posible. Después de
aquel año mi actitud cambió y pensé que si mi padre quería olvidar el momento
en la camioneta en que yo le había recordado el incidente y no quería volver a
sacar el tema nunca más, entonces yo estaba dispuesto a olvidarlo todo. Si algo
tenía claro, y me podía apostar mis pelotas, era que yo jamás iba a sacar el tema
de nuevo. Adopté esta nueva actitud sobre el asunto a principios de julio, justo
antes de la fiesta del Cuatro de Julio, que es también el cumpleaños de mi
hermana pequeña, de manera que, sin venir a cuento de nada (para ellos), llamé
a casa de mis padres y les pregunté si podía ir al cumpleaños de mi hermana y
reunirnos en el restaurante favorito de mi hermana al que tradicionalmente la
llevamos por su cumpleaños porque a ella le encanta (el restaurante). Se trata
de un restaurante que está en el centro de la ciudad donde vivimos, italiano, un
poco caro, con decoración de madera más bien oscura y los menús en italiano.
(Nuestra familia no es italiana.) Resultaba irónico que fuera en aquel restaurante,
en una celebración de cumpleaños, cuando yo volviera a ponerme en contacto
con mis padres, porque de niño la tradición era que aquel era «mi» restaurante
favorito, adonde íbamos siempre por mi cumpleaños. Cuando era niño saqué de
alguna parte la idea de que aquel restaurante lo dirigía la mafia, que a mí me
tenía fascinado, de manera que siempre estaba dándoles la paliza a mis padres
para que me llevaran por lo menos el día de mi cumpleaños, luego poco a poco
fui creciendo y me hice mayor para todo aquello y entonces, por alguna razón,
pasó a ser el restaurante favorito de mi hermana, como si lo hubiera heredado.
Tiene unos manteles a cuadros negros y rojos, los camareros parecen matones
de la mafia y en las mesas siempre hay botellas de vino vacías con velas
encajadas en el cuello que se han derretido de manera que hay chorreras
endurecidas de cera de varios colores por los lados de la botella formando líneas
y dibujos diversos. De niño, recuerdo haber sentido una extraña fascinación por
aquellas botellas de vino con su cera seca y que mi padre tenía que estar
pidiéndome todo el tiempo que no les arrancara la cera. Cuando llegué al
restaurante, con traje y corbata, ellos ya habían llegado y estaban sentados a
una mesa. Recuerdo que mi madre parecía entusiasmada y feliz por el mero
hecho de verme y me di cuenta de que estaba dispuesta a olvidar el año entero
que yo había pasado sin ponerme en contacto con ellos, de tan contenta que
estaba porque volviéramos a parecer una familia.

—Llegas tarde —dijo mi padre. No había ninguna expresión en su cara.

—Me temo que ya hemos pedido. Espero que no te importe —dijo mi madre.

Mi padre dijo que como llegaba un poco tarde ya habían pedido ellos por mí.

—Tu madre te ha pedido un pollo «presto» o algo así —dijo mi padre.

—Odio el pollo —dije—. Siempre lo he odiado. ¿Cómo podéis olvidaros de que


odio el pollo?

Todos nos miramos durante un segundo, sentados a la mesa, incluso mi


hermana pequeña y el melenas de su novio. Durante una fracción de segundo
todos nos miramos. Mientras tanto, el camarero iba trayendo el pollo para todos.
Entonces mi padre sonrió, blandió un puño en gesto burlón y dijo: «Sal de aquí
cagando leches». Luego mi madre se llevó la mano a la parte superior del pecho
como hace siempre que tiene miedo de reírse demasiado fuerte y se echó a reír.
El camarero me puso el plato delante, yo fingí que miraba hacia abajo y hacía
una mueca y todos nos reímos. Estuvo bien.

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