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El sujeto moderno y el

Estado:
Participación política en la
modernidad, ideas e
instituciones

Pefaur, M. (2020). El sujeto moderno y el Estado:


Participación política en la modernidad, ideas e instituciones.
[Apunte] Universidad Andrés Bello, Santiago, Chile.
1

El sujeto moderno y el Estado:


Participación política en la modernidad, ideas e instituciones

En esta propuesta introductoria quisiéramos asentar algunas nociones básicas


para la comprensión del sujeto político moderno. Como primer punto de referencia
revisaremos la noción moderna de historia, para luego, como segundo tema,
atender a la relación entre el individuo y la comunidad política, organizada bajo la
forma del Estado moderno. Tras la revisión sumaria dichas nociones, se ensayará
una interpretación del proceso transición a la democracia en Chile a la luz de la
idea moderna de progreso.

1. La noción moderna de historia

Antes de todo, hemos de aclarar el significado del término moderno. Se trata de


una palabra utilizada en distintos momentos de la historia para destacar una
especial relación entre la antigüedad y la nueva época. En este sentido, moderno
designaría un período histórico que toma conciencia de ser una nueva época. En
esta relación lo antiguo pierde la fuerza de lo tradicional y un orden natural
inconmovible, como señala Habermas, “modificando su relación con la antigüedad
y considerándosela un modelo que podía ser recuperado a través de imitaciones”
(2004, p. 54).

Pero el rasgo distintivo de la época moderna es su confrontación y


distanciamiento con lo antiguo. Por ello no resulta nada extraño que del debate
público actual surjan figuras que desafíen la “antigua política” con una “política
moderna”, cuyo valor radica precisamente en ser una “nueva política” que disputa
con la decadente “vieja política”. Como bien lo formula Habermas (2004):

La idea de ser “moderno” a través de una relación renovada con los


clásicos, cambió a partir de la confianza, inspirada en la ciencia, en
un progreso infinito del conocimiento y un infinito mejoramiento social
y moral. (p. 54).

El ideal de progreso en la historia

La idea moderna de progreso en la historia es una noción que confronta


concepciones antiguas, como aquella que señala a la historia como una repetición
cíclica de eras de auge y esplendor seguidas por decadencia, para volver a
comenzar. Tal sentido de la historia cíclica aparece en Los trabajos y los días, de
Hesíodo. Esta idea sugiere una visión de la historia similar al curso natural de las
2

estaciones del año, que se repiten una y otra vez. Es coincidente también con la
mirada del propio desarrollo de la vida humana, desde el nacimiento a su muerte y
su nuevo comienzo en sus descendientes. Pero la modernidad concebirá la historia
como progreso, referido no solo a la acumulación de saberes científicos y técnicos,
que probablemente es lo que primero pensamos cuando hablamos de progreso y
modernidad, sino también y por, sobre todo, un progreso moral entendido como la
creciente racionalización de la conducta humana. Respecto al proyecto moderno,
Habermas sostiene:

El proyecto de modernidad formulado por los filósofos del


iluminismo en el siglo XVIII se basaba en el desarrollo de una
ciencia objetiva, una moral universal, una ley y un arte
autónomos y regulados por lógicas propias. Al mismo tiempo,
este proyecto intentaba liberar el potencial cognitivo de cada
una de estas esferas de toda forma esotérica. Deseaban
emplear esta acumulación de cultura especializada en el
enriquecimiento de la vida diaria, es decir, en la organización
racional de la cotidianeidad social. (Habermas, 2004, p. 58).

Desde luego esto no significa negar que en la historia existen avances y


retrocesos, lo que es irrefutable. Nuestra propia historia reciente muestra que el
progreso de una sociedad a una democracia consolidada puede verse
interrumpido por una dictadura, que desanda el proceso democrático precedente,
con independencia de las críticas que puedan realizarse sobre dicho desarrollo
democrático. Pero el camino democrático vuelve a retomarse por medio de un
proceso de transición, respecto del cual pueden adoptarse posiciones más o
menos críticas, pero que constituye un paso más en dirección a nuestra historia
democrática 1. Así las cosas, la idea de progreso en la historia no requiere afirmar
que cada evento constituye en sí mismo un avance en una dirección determinada.
Lo que se sostiene es más bien que la historia, vista en perspectiva de largo plazo,
parece tener una dirección encaminada hacia un fin.

Por eso no será extraño leer a los modernos hablar del fin de la historia, porque si
la historia progresa lo hace en dirección a un fin. Podemos hablar del fin de la
historia en diversos sentidos. El primero, como la finalidad o propósito de la
historia. El segundo, como término, punto final. Ambas apreciaciones recogen la
principal característica del progreso, a saber, que la historia se encuentra

1
Al respecto, pueden revisar los textos de Garretón, M. (1991), Tironi, E. y Sunkel, G. (1993) y Fontaine, J.A.
(1993).
3

orientada hacia un fin. Que este fin sea una meta objetiva, realizable o, por el
contrario, un ideal irrealizable, no hace diferencia en este punto.

Concebir la historia como un progreso y no como una repetición cíclica supone


entonces una interpretación teleológica de la historia. Bajo tal interpretación, los
eventos históricos no son solo una acumulación sucesiva de hechos y personajes,
sino que podrían reconstruirse como un plan con una finalidad, “un plan oculto de
la naturaleza”, diría Kant (1994). Esto no significa que cada individuo conciba su
propia acción como parte de un plan racional que tiene hacia un fin. Más aún,
habría que admitir que si se observan por separado las acciones de los individuos
es difícil encontrar sustento para esta interpretación teleológica, que pretende ver
en la historia una finalidad de la naturaleza, acorde a la razón. Para Kant este sería
un progreso ilimitado que comprende a la humanidad como especie, cuya finalidad
sería la realización, la capacidad humana de actuar movido por la razón.

La expresión “fin de la historia” puede también evocar la idea que, llegado a un


cierto punto, el progreso de la historia se detiene, porque se ha alcanzado su
culminación. Tal es la propuesta de Fukuyama (1990), quien pretende reconocer
esta formulación del “fin de la historia” en pensadores modernos como Hegel o
Marx. El mismo Fukuyama sostendrá a fines de los ochenta que el fracaso de la
Unión Soviética implicaría “el fin de la historia”. De la historia de la contienda entre
dos modelos políticos en conflicto: el marxismo-leninismo y la democracia liberal.
El fin de la historia no significa que todo se detenga o que no haya más eventos
relevantes a nivel nacional o internacional, sino más bien que el conflicto principal,
la disputa acerca de la interpretación de la historia y la acción política que ha
mantenido en movimiento una determinada época de la historia, llega su fin. En
este caso se trata del fin de la disputa ideológica de buena parte de los siglos XIX y
XX.

2. El Estado moderno: Estado de derecho y Pacto social.

La modernidad significó para una época la toma de conciencia del distanciamiento


respecto de la época antigua. Ello implicó desde el punto de vista político un
cuestionamiento de las justificaciones tradicionales del orden imperante. Las
monarquías verán socavadas las bases de su legitimidad, no solo por sus abusos,
que llevarán a los súbditos a levantarse contra los monarcas, como ocurrió en las
guerras civiles en Inglaterra (1642-1645 y 1648-1649), que enfrentaron a los
bandos realistas y parlamentaristas, o más tarde la Revolución francesa de 1789.
4

En el plano de las ideas el problema de la legitimidad del orden político condujo a


pensadores como Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu y Kant, entre otros, a
formular una teoría contractualista del poder político estatal. Ya no bastaba el linaje
y la tradición para legitimar el poder del gobernante. La legitimidad de su poder
residía en un pacto o contrato social original, por medio del cual los súbitos se
obligaban a respetar el pacto social y someterse al Estado y sus leyes a cambio del
surgimiento de un Estado civil, un Estado de derecho que impidiera la caída en un
estado de guerra civil o la recaída en el llamado estado de naturaleza o estado
salvaje.

La teoría del contrato o pacto social confiere a la organización política en un


Estado civil ciertas finalidades y establece límites al poder legítimo del gobernante,
de modo que también este se encuentra sometido a la ley. Para los teóricos
liberales, las finalidades del pacto político guardan relación con la realización
individual. Por ello se confiere derechos a los individuos. En tal sentido, Locke en
su Segundo tratado sobre el gobierno civil, de 1690, confiere al derecho de
propiedad una importancia fundamental, pues sin la garantía de derecho al fruto
del propio trabajo no es posible concebir un sistema político donde los individuos
sean libres (Locke, 2014, p. 32).

Para Hobbes, en cambio, lo que está en juego es sobre todo la seguridad de los
individuos. Por ello su argumento será empleado para legitimar una monarquía
absoluta, cuya finalidad es impedir la recaída en un estado de incivilidad, como el
de las guerras civiles. No es de extrañar su visión conservadora al respecto, pues
su Leviatán fue publicado en 1651, por lo tanto, escrito con la viva memoria de la
guerra civil. Pero incluso el poder absoluto del soberano 2 se haya supeditado al
pacto social que obliga a impedir la recaída en el estado de naturaleza, aquel de la
guerra de todos contra todos. Para Max Weber una característica distintiva del
Estado moderno es que tiene “el monopolio de la violencia física legítima” (1979,
83). Esto implica que la capacidad de violencia de los particulares se limita
exclusivamente a los casos en que el Estado lo autoriza. La legitimidad del poder
en la moderna idea del pacto social establece con ello mismo un poder que está
por sobre el poder de los ciudadanos, pero destinado en última instancia a
garantizar los fines propios del ciudadano, aun si esto se reduce a la
autoconservación como plantea Hobbes.

2
Para no ser injustos con Hobbes, debemos considerar que la monarquía no es la única forma de gobierno
contemplada por él, pues en su Leviatán señala reiteradamente que el soberano puede ser también una
asamblea (Hobbes, 1994).
5

El Estado moderno establece una particular relación jurídica entre los individuos
que forman parte de él. Este esquema jurídico implica la obediencia al orden del
derecho, cuya legitimidad descansaría en un pacto social mediante el cual se limita
el poder de los individuos, pero también el del gobernante civil. La idea de un
pacto social como origen de la legitimidad de orden político, supone la adhesión de
los individuos a esta “sociedad”, es la asociación hipotéticamente 3 “voluntaria” de
estos individuos lo que dan lugar al poder legítimo del Estado, que mediante e
pacto se constituye. De allí que los derechos individuales tengan un lugar
fundamental en el modo de concebir la relación entre los sujetos y entre estos y la
institución estatal. En tal sentido, la libertad de conciencia, el derecho de libertad
de expresión y otros materializan este pacto social. La tolerancia será uno de los
valores propios de un Estado civil. El poder civil no puede restringir la libertad de
culto cuando esta no compromete ninguna vulneración al estado civil, lo que traza
una línea divisoria entre los asuntos de la fe y los asuntos del Estado, como
argumentará Locke en su Carta de la tolerancia, de 1689.

La idea de que el Estado y el poder legítimo descansan sobre la adhesión libre a


un pacto fundacional es la idea que subyace bajo una constitución política. Una
constitución no es solo un texto. De hecho, hay naciones que no tienen
propiamente un texto constitucional, pero no dudaríamos de la existencia de un
pacto social que establece los alcances y límites del poder legítimo del Estado.
Que establece, además, la separación de poderes o funciones del legislador, el
ejecutivo y los tribunales; que confiere derechos y garantías las personas; que
impone deberes y prohibiciones, etc.

No podemos olvidar que, como resultado de la Revolución, la Asamblea Nacional


Constituyente de Francia en 1789 aprobará no solo una constitución, sino también
la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano 4.

Vivimos en una democracia constitucional y eso define el modo en que nos


relacionamos entre nosotros, pero sobre todo el modo en que nos vinculamos con
las autoridades e instituciones del Estado. La participación política, el derecho a
voto, la libertad de expresión, el derecho de propiedad, el debido proceso, la
existencia de un parlamento, los impuestos y la igualdad ante la ley son algunas de

3
Hipotética, pues es el supuesto de la legitimación del Estado y no se trata de un hecho particular en la
historia de cada organización política, que pudiera fijarse en una línea temporal. Tampoco requiere de la
manifestación expresa de todos los individuos. El pacto se supone tácitamente aceptado, por la decisión de
permanecer en la sociedad y vivir bajo sus leyes.
4
Conseil constitutionnel. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Recuperado de
https://www.conseil-constitutionnel.fr/es/declaracion-de-los-derechos-del-hombre-y-del-ciudadano-de-1789
6

las manifestaciones más evidentes de este orden institucional del Estado moderno.
El estado moderno establece límites entre la esfera pública y la privada. La
primera, la esfera de lo público, es aquella que corresponde a la dimensión
propiamente política e institucionalizada. La segunda, la esfera privada,
corresponde a las actividades dejadas a la iniciativa particular, la dimensión
estrictamente privada, pero también la iniciativa económica de los particulares.
Desde luego la relación entre política y economía continuará siendo estrecha, si
bien las sociedades modernas dejarán la actividad económica cada vez libre del
control estatal, en el libre fuego de las reglas del mercado. Así como la actividad
económica de las sociedades moderna tiende a la especialización y
profesionalización, también lo hará la ocupación de la cosa pública. Las sociedades
modernas darán lugar en una magnitud antes impensable a la política profesional,
de dirigencias política y funcionarios públicos.

La historia nos ha mostrado que los Estados modernos, las naciones en las que
vivimos, no son solo expresión del progreso moral de nuestras sociedades. El
conflicto y el terror también se han materializado asumiendo las formas del poder
estatal y haciendo uso del desarrollo técnico y científico para producir horrores de
magnitudes y alcances globales hasta antes inimaginables. Algunos críticos han
visto en esta idea moderna de progreso, entendida como la racionalización de los
diversos ámbitos de la vida en sociedad, el origen de muchos de los males que
aquejan a nuestro tiempo. Por ejemplo, el terrorismo de Estado. Este sería
consecuencia de la moderna noción de razón de Estado, que acompaña nuestra
idea de Estado de derecho. Habermas (2004) sostiene que no es la consumación
del proyecto moderno, sino precisamente lo contrario lo que explicaría los males
de una sociedad escindida entre progreso y tradición (Habermas, 2004, p. 60).

La posibilidad de que el derecho se vuelva exactamente lo contrario, llegando


incluso a la injustica extrema, ha implicado desde el comienzo la necesidad de una
reflexión sobre el alcance y los límites de la obediencia del derecho, que implica la
urgencia de pensar también su posibilidad correlativa. Es decir, la resistencia o
desobediencia civil. Al respecto se han esgrimido diversas justificaciones, como lo
reseña sumariamente Norberto Bobbio, que dependerán del criterio de legitimidad
del poder político aducido (Bobbio, 1989, p. 124). Hannah Arendt (2016) ofrecerá
un análisis detallado de la cuestión acerca de la desobediencia civil, que resulta
sugerente pensar a la luz de los movimientos sociales que desafían la
institucionalidad vigente. Desde luego la propia desobediencia civil tendrá un
alcance y límite determinado, en atención a la legitimidad que reclama como acto
de resistencia. Nuevamente es la idea moderna de progreso moral la que surge
7

aquí como guía, en la medida que la desobediencia no entraña la disolución del


derecho, sino una exigencia que surge de la misma pretensión de racionalidad,
que el derecho contiene.

Cosmopolitismo y derechos humanos

Pero el ideal moderno de progreso en la historia no estaría completo si tal


progreso no condujera al surgimiento de una organización supraestatal
cosmopolita. Para los pensadores modernos, tal organización asumiría la forma de
una confederación de Estados, una asociación de múltiples naciones con la
función de equilibrar y limitar el poder de unas y otras, previniendo la destrucción
recíproca, como señala Kant en su escrito de 1784, Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita. Por cierto, esto no aconteció en lo inmediato. De
hecho, este orden cosmopolita fracasará múltiples veces antes de alcanzar una
institucionalidad lo suficientemente robusta para desempeñar su principal función:
evitar la destrucción reciproca de las naciones. Debemos enfatizar que
precisamente después de la Segunda Guerra Mundial, el 24 de octubre de 1945,
nace la Organización de las Naciones Unidas. Es decir, luego del conflicto bélico
más destructivo de la historia humana surge la ONU. Esto dice mucho sobre el
modo en que la historia progresa y que claramente no se trata de un camino lineal.
El nacimiento de la ONU y todos sus organismos asociados dará un nuevo sentido
al proyecto cosmopolita, pues si en su origen fue ratificada por 51 firmantes, hoy
cuenta con 193 Estados miembros. Si bien la ONU no es la materialización de un
orden puramente racional y los intereses de cada nación se miden y protegen de
acuerdo al poder de cada una, ha instalado una institucionalidad de alcance
mundial que ha permitido, por ejemplo, el enjuiciamiento de violaciones a los
derechos humanos mediante los tribunales de justicia internacional.

Precisamente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos 5 de 1948, hoy


tenida como un mínimo civilizatorio, solo es pensable a partir de una organización
supraestatal que realiza el ideal cosmopolita, aunque sea de modo imperfecto. La
idea de un progreso permanente en la historia no parece, mirada desde esta
perspectiva, una mera ensoñación.

5
ONU. Declaración universal de los derechos humanos. Recuperado de
https://www.ohchr.org/EN/UDHR/Documents/UDHR_Translations/spn.pdf
8

La democracia liberal como fin de la historia y el caso chileno

Las actuales democracias occidentales, con todos sus defectos, se enmarcarían en


la historia moderna que progresa hacia un orden cosmopolita, posible por un largo
y complejo proceso histórico que ha implicado avances y retrocesos. Reculadas de
proporciones y consecuencias aterradoras, guerras civiles, guerras mundiales,
genocidios, dictaduras y una larga lista de horrores que nos hacen dudar de esta
idea de progreso, como si se tratase de un cuento. Sin embargo, es necesario
insistir en que la idea de progreso no desconoce dichos retrocesos, por horrorosos
que sean. El propio Kant tuvo a la vista las atrocidades de la Revolución francesa,
pero ello no implica que el ideal político y moral que persiguieron los ilustrados
deba abandonarse como una mera ficción ingenua. Se trata de un proyecto, algo
que debe ser realizado y cuya concreción se encuentra siempre en entredichos.

Un Estado democrático de derecho se caracteriza por el establecimiento de límites


al ejercicio legítimo del poder político y la obediencia del derecho por parte de los
ciudadanos. En la actualidad, esto se manifiesta bajo un sistema democrático
constitucional que establece derechos, deberes e instituciones para su ejercicio
efectivo. Los tribunales de justicia, el parlamento y el gobierno deben actuar
conforme a las leyes y la constitución, pero también el ciudadano. En tal Estado de
derecho la sociedad civil, que goza de la libertad de actuación dentro de los límites
del derecho, ha desarrollado modos de participación política más o menos
institucionalizados para conducir su voluntad política mediante asociaciones
gremiales, sindicales y partidos políticos, entre otros. La institucionalización de la
participación política va asociada a una creciente profesionalización de la actividad
política, en la que los ciudadanos inciden en los poderes del Estado a través la
elección de sus representantes. Esto no significa que la participación política
extrainstitucional se desvanezca. De hecho, no ocurre así, como lo acredita la
historia y nuestra historia más reciente.

La actividad política institucional organizada en torno a partidos políticos será


fundamental para la consolidación de las democracias, no porque los partidos sean
un fin, sino como instrumentos que permiten mediar entre los ciudadanos y las
instituciones estatales. Eso no significa que los sistemas de partidos estén exentos
de críticas ni que la relación entre representantes y representados no sea
problemática. La tensión existe y en ciertos momentos de la historia llega a puntos
críticos, cuando la ciudanía ve en estas estructuras solo intereses contrarios a los
del ciudadano. Pero la transformación de la política como profesión pareciera ser
una consecuencia de la racionalización de la actividad política. Es difícil imaginar
9

algún modo de participación política o ciudadana que, prescindiendo de


organizaciones semejantes a los partidos políticos, pueda contrapesar el poder que
detentan ciertos grupos dentro de la sociedad en función de la concentración de la
riqueza, la fuerza u formas de poder. La idea de democracia no se agota en la
democracia representativa y una democracia reducida solo a la elección periódica
de ciertas autoridades puede contribuir al distanciamiento entre la ciudadanía y
sus representantes, socavando la estabilidad de la democracia.

En el ámbito de la participación política, la racionalización e institucionalización


propias de la modernidad, conllevara al desarrollo de la actividad política como una
ocupación o profesión. Desde luego como señala Weber todos somos políticos
ocasionalmente, pues participamos políticamente en elecciones populares,
manifestaciones, etc. pero no nos dedicamos a la actividad política como un oficio.
La política como profesión. En tal sentido afirma el autor que habría “dos formas de
hacer de la política una profesión. O se vive «para» la política o se vive «de» la
política.” (Weber, 1979, p.95) Estas dos formas no serían incompatibles y de hecho
el ideal es la compatibilización de ambas, pero la realidad suele ser otra. Aquellos
que viven de la política buscan en ella una “fuente de duradera ingresos” mientras
que aquellos que viven para la política no tendrían como finalidad el rédito
económico. Como hace notar Weber (1979) vivir para la política sin vivir de la
política, solo pueden hacerlo quienes tienen ingresos propios ajenos a la política,
ello implicaría “necesariamente un reclutamiento «plutocrático» de las capas
políticamente dirigentes.” (p.98). De allí la importancia del surgimiento de los
partidos políticos de masas, que rompen con la estructura plutocrática de los
tradicionales partidos de cuadros o élites. Sin tal ruptura las clases populares solo
podían aspirar a la acción política extrainstitucional y muchas veces contra la
institucionalidad vigente. Desde luego el surgimiento de los llamados partidos de
clase, no significó la eliminación del conflicto político, por fuera de la
institucionalidad, pero permitió encausar algunos de estos conflictos y resolverlos
por medio de la institucionalidad, modificando el derecho vigente (al respecto se
puede revisar ese la cuestión social en Chile y como los movimientos sociales y
partidos políticos incidieron en ello 6).

También es claro que los partidos pueden ellos mismos volver a generar procesos
de elitización, a medida que se concentra el poder en sus propias estructuras,
pues como explica Weber los partidos, en tanto organizaciones de asociación

6
BIBLIOTECA NACIONAL DE CHILE. La cuestión social en Chile (1880-1920). Memoria Chilena. Disponible en
http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-679.html
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voluntaria, son una actividad de “interesados”, lo que implica que las dirigencias y
los miembros activos obtienen de la participación partidaria algún tipo de
recompensa, mientras que las “masas no activamente asociadas”, en las
democracias representativas, son principalmente objeto para la solicitud y
obtención de votos (Weber, 2008, p. 229).

Sin embargo, es necesario resaltar la relevante función de los partidos políticos y


otras organizaciones políticas para la consolidación de la democracia y también
para su recuperación. La inversión del orden lógico de la expresión que debía
decir recuperación y consolidación de la democracia pretende enfatizar lo que ya
se ha señalado reiteradamente, la idea moderna de progreso no desconoce los
retrocesos. Bajo la compresión de la historia como progreso la democracia liberal
moderna será vista como un punto culmine del progreso moderno.

El fin de la historia

Para comprender cómo el liberalismo económico y político se instauró en Chile y


de qué manera ha modificado el mapa político en el mundo hay que volver al
proceso de recuperación democrática ocurrido en Chile a finales de los ochenta y
a la situación en otros países que ofrecen un contraste para nuestro modelo. A
pesar de que han pasado más de tres décadas desde ese momento, es indudable
que esos procesos deben considerarse hitos demarcadores de lo que el mundo es
hoy.

Al mismo tiempo que en Chile se preparaba el cambio de régimen, en otras partes


del mundo se fraguaban importantes transformaciones, las cuales parecían
confluir hacia sociedades democráticas. Estas representaron triunfos históricos
para la democracia liberal gestadas en el período de posguerra en Occidente, que
llevaron a pensadores como Kojève a sostener que se había encarnado un
“Estado homogéneo universal”, como recuerda Fukuyama (1989). Aunque en
realidad no se cumplía a cabalidad, ni siquiera hasta hoy, con la definición propia
de una democracia liberal, este era el ideal al que se aspiraba y que hasta hoy
persiste como meta. Es el del Estado que reconoce y protege el derecho universal
de cada hombre a la libertad, que es la condición de liberalidad, y cuya legitimidad
descansa sobre el consentimiento de los gobernados, que es el aspecto
democrático. Esto es lo que pone de pie al modelo viable de liberalismo político y
económico que se convertiría en la meta ideológica de Europa Occidental.
11

A finales de los ochenta, la comparación de la situación europea con lo que


pasaba en la Unión Soviética y China naturalmente favorecía a los sistemas
liberales. Estas circunstancias llevaron a estos dos enclaves de modelos de
planificación central a modificar, aunque fuera parcialmente, sus sistemas. En el
caso de China, no podría decirse que a estas alturas haya alcanzado un esquema
liberal, porque lo que comenzó como una reducción del rol del Estado en la
actividad agrícola, con el tercer plenario del Décimo Comité Central a finales de
los setenta, diez años después representaba apenas un veinte por ciento de la
economía total. No hay que perder de vista que China es gobernada bajo un
sistema de partido único. Aun cuando la actual legislación permite formalmente el
multipartidismo, su regulación lo hace imposible en la práctica.

El caso de la Unión Soviética es un poco más complejo. En la década de los


ochenta, Gorbachov, un crítico del estalinismo, lideró cambios parciales en el
sistema económico del país, pero fundamentales para determinar el fin del sistema
económico cerrado. El partido gobernante inició procesos de democratización
interna y liberalización de algunos mercados, siempre absteniéndose de tocar el
sistema de subvenciones o de regulación de precios para evitar cualquier
posibilidad de agitación social. En un plazo relativamente corto, desde que
Fukuyama escribiera su ensayo (1988), las condiciones institucionales y políticas
en Rusia cambiarían de modo fundamental, ocasionando con ello un giro a la
historia mundial: la pérdida de viabilidad de los modelos comunistas de gobierno.

Esta caída del modelo ideológico alternativo al modelo liberal democrático


supondría el fin de la disputa. Que los grandes países del mundo adopten el
modelo “exitoso” señala también una meta para los demás. Para Fukuyama ni
siquiera es necesario que todos los países se conviertan en ejemplos exitosos de
liberalismo, solo basta con que abandonen cualquier propósito de instaurar
ideologías alternativas que los dejarían en la poshistoria (Fukuyama, 1990, p. 31).
Bajo esta interpretación subyace la idea de la historia como progreso.

Recuperación de la democracia en Chile: democratización y modernización

En Chile, la idea del cambio de régimen a finales de los ochenta y la posterior


superación de la dictadura puede leerse en la clave de Fukuyama como un hito
más del fin de la historia. No porque la dictadura militar haya sido un modelo
alternativo a la democracia liberal, sino porque su término implicó la recuperación
12

de la democracia liberal y la apertura al mundo del mercado global. Ello no


implica, como se ha señalado, que se cumplieran todos y cada uno de los
requisitos de una democracia liberal, sino la adopción de un modelo político que
se dirige hacia dicha meta.

Desde el quiebre de la democracia en 1973 con el golpe de Estado hasta la


instauración en 1990 del gobierno de inauguración democrática de Patricio
Aylwin, se dio un proceso de transición en varios frentes, a diferentes ritmos, y
que hasta hoy define el sistema social chileno.

Estos procesos de transición comprenden etapas de progreso y estas no siempre


van de la mano con lo que podría denominarse un avance democrático-liberal. Lo
que en Chile se vivió como un ajuste de las políticas económicas durante el
periodo autoritario sirvió como base para que el cambio de régimen se enfocara
principalmente en los aspectos políticos y sociales que debían democratizarse. La
historia ha mostrado que este no fue un proceso rápido y espontáneo. Las
coaliciones gobernantes y opositoras, ya desde el triunfo democrático del No en el
plebiscito de 1988, debieron negociar cada aspecto del cambio de régimen. Hoy,
con la distancia del tiempo, podemos sostener una posición crítica respecto de
nuestro proceso de transición, señalar qué falló durante esas negociaciones y qué
maniobras fueron exitosas a largo plazo.

El manejo de la nueva coalición de gobierno, la Concertación, fue exitoso en gran


medida al evitar la ocurrencia de aquello que desde la década de los setenta
permanecía en la mente de los gobernantes y gobernados como una de las
mayores amenazas a la gobernabilidad y, en consecuencia, a la prosperidad del
país: la revuelta social. Que la coalición oficialista a inicios de los noventa no
consiguiera eliminar por completo los enclaves autoritarios heredados de la
dictadura no representó una merma en el ejercicio de la gobernabilidad.

El plan de la nueva coalición de gobierno era pragmático, no ético ni de


reparación social. Ello implicó la negociación con la oposición en condiciones de
paz social para avanzar en los intereses democráticos, que de todos modos
también beneficiaban al sector económico, que ya había hecho avances liberales
de desestatización en los años ochenta al abrirse a los mercados internacionales.
De este modo, las ganancias en ciertos aspectos políticos, económicos y sociales
suponían asumir el costo de la mantención de algunos enclaves autoritarios,
13

ocultos a los ojos de una ciudadanía no especializada en temas burocráticos,


como ciertos cargos en instituciones públicas muy alejados del ejercicio
democrático cotidiano. De todos modos, los logros parciales de la Concertación
fortalecieron el sistema democrático de representación que, sin duda, era un
elemento de suma importancia para evitar un retroceso a mediano o largo plazo
hacia el autoritarismo.

Para Garretón (1991), la modernización y la democratización de la sociedad son la


base de un sistema democrático y el proceso de transición no resolvió la
instauración completa de estas dos condiciones, pero sí las posibilitó. Sin
embargo, hay que preguntarse si hubiese sido posible un proceso de transición
que, aunque gradual, se dio en un período de tiempo relativamente corto, de no
existir otras condiciones que lo posibilitaran.

Vale la pena reflexionar sobre otros aspectos del proceso de democratización, en


especial, la de los medios de comunicación, por su relevancia en la materialización
de los derechos de libertad de expresión y derecho a la información. Más aun
teniendo en cuenta la conexión que destaca Weber entre el político profesional y
el periodista en una democracia representativa, para el autor el dirigente político y
el periodista son demagogos, en el sentido que su tarea es la conducción de las
masas por medio del discurso (1979, pp. 116 y ss.).

Para Tironi y Sunkel (1993), la estrategia económica emprendida durante el


régimen autoritario dio pie a una modernización acelerada de los medios de
comunicación en Chile, lo que a la larga se transformaría en un impulso
liberalizador de la sociedad y del proceso democrático. Es este el punto en el que
confluyen el liberalismo y la democracia para dejar a Chile en una posición acorde
a los tiempos del resto del mundo. Esto no significa que de la noche a la mañana
la sociedad chilena, sometida a una dictadura militar conservadora, haya pasado a
ser una sociedad liberal. La prohibición del polémico film La última tentación de
Cristo, cuya proyección en cines fue prohibida en 1988 durante dictadura y luego,
en democracia, vetada de la televisión de modo reiterado, llevó a que en 1999
Olmedo Bustos y otros interpusieran una demanda por censura contra Chile ante
la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya sentencia de 2001 estableció
14

que el Estado violó el derecho a la libertad de pensamiento y expresión e impuso


el deber de reparaciones 7.

La comprensión del sujeto político tiene en su base no solo elementos


conceptuales, que hemos revisado de forma somera, sino ante todo una expresión
concreta en la experiencia política y social en la que desarrolla su actividad.
Reflexionar sobre nuestro pasado reciente y algunas de las ideas que subyacen a
nuestra propia experiencia como sujetos participes de la sociedad actual es el
punto de partida para comprender nuestra relación con los demás, con el Estado y
las instituciones; pero también la participación política, los movimientos sociales y
ciudadanos en nuestra sociedad democrática, con todas sus desafíos e
imperfecciones.

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