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En las cinco galerías del estanque de Betesda los enfermos se apretujaban para
asistir, con la esperanza de ser sanados, a lo que allí ocurría de tiempo en tiempo.
Pero el hombre de quien nos habla el evangelio, enfermo desde hacía treinta y ocho
años, no había hallado a nadie que lo bajase al agua milagrosa. ¡Treinta y ocho años
de frustración y desesperación! Pero Jesús, al ver al enfermo, conoció exactamente
su estado. Entonces le preguntó: –“¿Quieres ser sano?”. ¡Qué extraña pregunta!
¿Qué enfermo no quisiera ser sanado? En realidad, Jesús lo puso a prueba para que
tomara conciencia de la intensidad de su necesidad. El hombre contestó: “No tengo
quien me” ayude. Estaba solo. Jesús le ordenó: –“Levántate, toma tu lecho, y
anda. Y al instante aquel hombre fue sanado”.
Nosotros también somos heridos de distintas maneras durante nuestra vida.
¿Rehusaríamos ser sanados si Jesús nos formulara la pregunta? A veces,
sorprendentemente, preferimos guardar nuestros sentimientos de amargura, de
cólera, de rebeldía contra Dios, y seguir nuestro propio camino dándole la espalda.
Sin embargo, él está dispuesto a decirnos: –Levántate para seguirme y anda para
servirme. Quiero darte la verdadera vida, la paz del corazón y de la conciencia, la
felicidad…