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RAUS, D. (2019): “O gobierno de Mauricio Macri en Arxentina (2015-2019).

Balance dunha
experiencia (inesperadamente) frustrada”, Tempo exterior, 39, XX (I), 89-100. Versión mimeo en
español.

EL GOBIERNO DE MAURICIO MACRI EN ARGENTINA 2015-


2019

BALANCE DE UNA EXPERIENCIA (INESPERADAMENTE)


FALLIDA

DIEGO M. RAUS
UNIVERSIDAD NACIONAL DE LANUS

REPUBLICA ARGENTINA

RESUMEN

En diciembre de 2015 Mauricio Macri, electo presidente por la coalición


Cambiemos, asumía la presidencia de la Argentina en una fuerte escalada de votos,
desplazando así al Kirchnerismo, figura política gobernante por 12 años. Las expectativas
sociales por el cambio de gobierno, la perfomance del mismo en los primeros tiempos y
el triunfo electoral parlamentario de 2017, permitían suponer un período de, al menos,
tres gobiernos consecutivos de esta coalición de centroderecha. Sin embargo, al término
de esta comunicación (31/10/2019), el gobierno de Cambiemos ha sido derrotado en la
elección del 27 de octubre. Este artículo intentará desentrañar las razones de un fracaso
inesperado y sorprendente en la política argentina.
Comencemos por las expectativas pues, en definitiva, la política es una actividad
razonada que, razonablemente, se guía y sostiene por expectativas, sean cuales fueran
éstas al momento de lanzarse al ruedo electoral. En el contexto de la Argentina en que
surge -elecciones ganadas- el gobierno de Cambiemos con la presidencia de Mauricio
Macri, la expectativa general lo consideraba un nuevo gobierno que se iba a sostener en
el poder al menos durante dos períodos presidenciales con neto predominio político. La
tarea a desarrollar y las expectativas sociales que generaron el triunfo de Cambiemos no
hacía, no podía, suponer otra cosa.
Sin embargo, a escasos 15 días de disputarse la denominada “primera vuelta”
electoral, Mauricio Macri, y con él el gobierno de Cambiemos, tiene claras chances de
perder esa elección presidencial sin, siquiera, acceder a la posibilidad de una “segunda
vuelta” (ballotage).
Este artículo, entonces, será un balance de los cuatro años de gobierno de
Cambiemos en Argentina (2015-2019), en clave de las razones por las cuales se
despedazaron las expectativas de un gobierno de derecha liberal-republicana, no
peronista, de estar en el poder dos y hasta tres periodos consecutivos y, en ellos y en esa
duración, modificar estructural e institucionalmente la política y la cultura política
argentina. Significaba, en el ideario y discurso político de Cambiemos, erradicar al
populismo como lógica constitutiva y vertebradora de la política argentina.

LAS ELECCIONES EN 2015

El sistema electoral argentino contempla, desde la reforma electoral de 2010, tres


etapas posibles: las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) a fin de que
los partidos definan por el voto ciudadano sus candidaturas, a la vez que obliga a un piso
mínimo del 3% de votos sobre el total del padrón electoral para, luego poder presentarse
a la elección. Esta consta de una “primera vuelta” donde si la primera minoría no obtiene
el 45% de los votos más uno, o 40% de los votos y una distancia mayor al 10% sobre la
segunda minoría, se da paso a una “segunda vuelta” (ballotage) donde compiten las dos
primeras minorías.
En Agosto de 2015, en las PASO, Daniel Scioli, candidato por Unidad Ciudadana,
armado político que respondía al oficialismo, es decir los tres gobiernos de Néstor y
Cristina Kirchner (kirchnerismo de acá en más), obtenía 36,69% de los votos contra
28,57% de Mauricio Macri. El tercer partido mejor posicionado obtenía un poco menos
del 20% de los votos. En la primera vuelta electoral, Octubre 2015, Daniel Scioli sacó el
37,08% de los votos versus el 34,15% de Macri, obteniendo éste la posibilidad de
participar de la segunda vuelta, elección definitiva entre los dos primeros partidos. En esa
elección, Noviembre 2015, Macri obtuvo el 51,34% de los votos mientras que Scioli
obtuvo el 48,66%. Tras esa remontada luego de tres elecciones, Mauricio Macri candidato
por Cambiemos, una alianza electoral entre el partido del presidente Propuesta
Republicana (PRO) y el tradicional Unión Cívica Radical (UCR), accedía, casi
impensadamente, a la presidencia de la nación. En términos políticos la Argentina vivía
un momento refundacional.
Mauricio Macri, y un grupo de personas que no provenían de la clase política,
habían fundado a principios de siglo un partido político, Propuesta Republicana (PRO),
con el que habían logrado ganar la elección a Jefe de Gobierno por la Ciudad de Buenos
Aires, capital política del país, en 2007, a la que gobernaron por dos períodos
consecutivos bajo la jefatura de Macri, repitiendo ese éxito electoral en 2015 bajo la
candidatura de Horacio Rodríguez Larreta, miembro cofundador del PRO. En sus dos
períodos como Jefe de Gobierno de la Ciudad (status político similar a una provincia), el
PRO se consolidó como un partido, y un estilo de gobierno, con el acento puesto en la
gestión económica y la modernización urbana. Su ideario siempre estuvo emparentado
con un liberalismo republicano, lógica política novedosa en la cultura política argentina.
Lo cierto es que, desde esa construcción político e ideológica, el PRO, y con él Mauricio
Macri, fueron constituyendo un aura de novedad en la política argentina, siempre
oscilante entre el nacionalismo popular del peronismo y la democracia social de la Unión
Cívica Radical. La gestión del PRO en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la nueva
construcción política, le permitieron escalar posiciones hasta convertirse en la única
opción posible, aunque en alianza con el radicalismo, de terminar con los doce años -tres
presidencias- “kirchneristas” (Néstor Kirchner 2003-2007, Cristina Fernández de
Kirchner 2007- 2011, 2011-2015).
La diferencia ideológica y programática, mass la “escalada” electoral,
posicionaron con altas expectativas al gobierno de Cambiemos desde dos vectores: por
un lado, lo imprevisto del triunfo y un escenario donde se demostraba, contra cierto
sentido común, que el kirchnerismo no era electoralmente imbatible; por otro lado el
despliegue de una política en clara oposición a lo que, el electorado antikirchnerista,
pensaba como constitutivo del gobierno saliente, a saber el clientelismo político como
forma de gestión, la corrupción como resultante de esa gestión. Un poco más rezagado,
desplazado por el imaginario de la corrupción, el nuevo gobierno contenía también
expectativas respecto a un cambio en el rumbo económico, que desarrollara un programa
de crecimiento de la economía y paliara el alto índice de pobreza (29,7) que dejaran los
12 años del gobierno saliente.

LA ASUNCION DEL GOBIERNO

Cambiemos, con la presidencia de Mauricio Macri, asumió el gobierno de la


Argentina el 10 de diciembre de 2015. Su promesa electoral central residía en reducir los
niveles de pobreza a partir de un crecimiento económico moderno, abierto al mundo y
donde los incentivos selectivos provinieran del mercado, la competencia, el
emprendedorismo y el conocimiento. Ese link virtuoso que articularía economía y
sociedad, abriría las puertas del mundo (lo global) a una Argentina que, según ese
discurso, se había cerrado a él en los últimos 15 años. El repunte económico necesitaba
de un ajuste macroeconómico, tal como habían quedado las reservas luego del
kirchnerismo, pero en términos de no ahondar la problemática social ese ajuste debía ser
gradual (contrariamente al ajuste por shock que aconsejaban los sectores e instituciones
más ortodoxos), confiando para esa política gradualista en el acceso al crédito externo y
a un aumento sustantivo de las inversiones externas. En el ideario del gobierno, su sesgo
promercado y el hecho de haber desplazado la política económica intervencionista del
kirchnerismo, le hacía suponer un tránsito rápido y dinámico a esas dos fuentes de
financiamiento de la economía. Se trataba de corregir la, según definición textual del
gobierno, “maldita herencia” dejada por el gobierno saliente. Definitivamente, y en
términos de marketing político, el gobierno de Cambiemos proponía una revolución
cultural que sacara al país del atraso y de la conflictividad interna tal cual había acaecido
en los últimos, al menos, 50 años. El resultado esperado de esa revolución política e
institucional en el país debía proveer en, al menos, un gobierno de Cambiemos por tres
períodos electorales que se sostendrían sobre expectativas de cambio y resultados
progresivos del mismo.
El diagnóstico que hizo el gobierno de Cambiemos en su inicio, para un país con
casi un tercio de la población bajo la línea de pobreza y el PBI apenas arriba de la línea
de crecimiento, era que esa situación se debía a un manejo clientelar de la economía, con
una intervención excesiva del Estado y un alto nivel de corrupción. Esta triangulación de
problemas había confluido en un cierre del financiamiento externo y un uso excesivo de
las reservas del Banco Central, así como de las cajas de la previsión y seguridad social.
Este gasto espurio se había sobredimensionado en la campaña electoral. Por ende, de
acuerdo a ese diagnóstico, se necesitaba ajustar el gasto, sincerar las variables económicas
dado que el gobierno saliente había intervenido el Instituto Nacional de Estadísticas y
Censos y, por ende, no se contaban con estadísticas confiables, y afrontar un programa
económico de crecimiento en base a un aumento de la inversión tanto interna como
externa y, desde la confiabilidad en el nuevo gobierno, abrir el acceso al crédito externo.
En función, sobre todo, de ese acceso se resolvió no publicitar de manera muy
escandalosa el estado recibido de las cuentas nacionales, así como del desarrollo real de
la economía en los tres últimos años.
En términos políticos, el gobierno de Mauricio Macri instaló desde el comienzo
clivajes claros de distinción con lo que habían sido los gobiernos de Néstor y Cristina
Kirchner. Los principales ejes de confrontación fueron la corrupción y el autoritarismo.
No bien asumido el gobierno, y tenido acceso a las cuentas públicas y a lo actuado
anteriormente, se denunciaron fuertemente hechos de corrupción en el sector público y
de enriquecimiento ilícito que, en muchos casos derivaron en denuncias del gobierno que
activaron investigaciones y, a posteriori, procesos judiciales. Por otro lado, se propuso
instalar un estilo político menos decisionista, de consultas y reuniones ampliadas que
contrastara en imagen pública con el decisionismo evidenciado por los gobiernos de
Cristina de Kirchner y que rozaron, en muchos momentos con ribetes autoritarios.
Comenzaba así una estrategia política de largo plazo (las próximas elecciones, 2017 de
término medio, 2019 presidenciales) por la cual Cambiemos quería estar enfrente de
Cristina Kirchner, en el entendimiento de que estilos tan opuestos le rindieran rédito
electoral ante la opinión pública y, en su momento, el electorado.
La composición del gabinete del nuevo gobierno reflejo el estilo político que el
presidente, y su elenco cercano, querían imprimir a la gestión política del país. Se
compuso de funcionarios que provenían del círculo cercano a Mauricio Macri desde la
fundación del PRO, más otros que habían ocupado hasta la asunción del gobierno, cargos
ejecutivos en empresas privadas, en general, de importancia económica. La idea era
desarrollar un estilo de gestión alejado de lo que el gobierno, a través de sus
interlocutores, definía como la “vieja política”, es decir una gestión que se empantanaba
siempre pues cada decisión política entraba indefectiblemente en esquemas de
negociaciones, incluso espurios, para contentar a los distintos intereses corporativos
involucrados en esas potenciales políticas. Por eso, se sostenía, los resultados políticos en
el país eran, en el mejor de los casos, subóptimos. Incluso se diseñó metafóricamente la
figura del “círculo rojo” para definir a los factores de poder permanentes que
necesariamente iban a tratar de negociar con el gobierno si alguna decisión política los
podría afectar. Sin hacerlo explícito, el estilo de gestión política buscado era similar al
estilo de gestión organizacional del sector privado, un estilo definido por los objetivos
específicos, políticas más focalizadas, programas por resultados, ecuación costo-
beneficio económica y política y un culto a la eficacia y al eficiencia en la resolución de
problemas desde las políticas y el presupuesto público.
En términos de la estructura organizacional del gobierno, lo más novedoso fue la
disolución del Ministerio de Economía y la instalación de seis ministerios dedicados a las
cuestiones económicas: hacienda y finanzas, industria, agricultura, minería,
infraestructura y producción. El concepto era que, si bien la economía era la cuestión
álgida permanente en la Argentina contemporánea, descentralizar esa función implicaba
sacarla del centro del análisis y de la opinión pública a la vez que evitar, algo que se venía
repitiendo incesantemente en el país, la centralidad de un ministro de economía que, en
los momentos críticos, opacaba el poder decisional del presidente. Siguió conservando un
lugar en primera línea el Ministerio de Desarrollo Social, coordinador de todos los
programas sociales en un país que se recibía con casi un 30% de la población bajo la línea
de pobreza, situación que había estructurado un conjunto importante de organizaciones
sociales que mediaban entre los sectores sociales precarizados y las políticas sociales
gubernamentales. Estas organizaciones sociales se caracterizaban por sus distintas
procedencias y articulaciones ideológico-políticas, pero tenían como denominador común
un rechazo por principio del ideario del nuevo gobierno. Por lo tanto, el gobierno recién
instalado fue muy cuidadoso en la negociación con dichas organizaciones, a la vez que
progresivamente amplió, lo cual fue sintomático del fracaso en paliar la crisis social, los
programas públicos destinados a la pobreza. También cobró importancia la instauración
de un Ministerio de Modernización cuya función, en sintonía con la concepción política
del gobierno, era eficientizar las áreas y funciones estatales, profesionalizar la actividad
pública, desburocratizar la función y despejar de las áreas estatales la creación de empleo
que, a consideración del gobierno, el kirchnerismo había generado en sus últimos meses
con el objetivo de dar cobertura a sus militantes a la vez que “minar” la gestión del nuevo
gobierno desde adentro del Estado.
ECONOMIA Y POLITICA 2015-2017

El gobierno de Cristina de Kirchner había logrado capear el temporal producido


por la crisis internacional de 2008, lo que le había permitido la reelección en 2011 con el
54% de los votos. No obstante, desde fines del 2012, el manejo, a veces, poco ortodoxo
de las variables macroeconómicas quitaron dinamismo a la economía, una fuerte
restricción del financiamiento externo, una utilización desmedida de las reservas del
Banco Central así como de cajas monetarias de áreas del estado, sobre todo de la
seguridad social. Por otra parte, se empezaban a sentir los efectos de las negociaciones
externas debido a la nacionalización de la empresa petrolera (YPF) a la vez que la
intervención sobre el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, y con ella la
desaparición de estadísticas oficiales, hacían presumir que las cifras oficiales de inflación
y pobreza estaban claramente disimuladas. El fin del gobierno de Cristina de Kirchner
ofrecía un panorama poco halagüeño en términos económicos y socieconómicos,
denuncias emergentes de casos de corrupción y enriquecimiento ilícito, y un
funcionamiento público cerrado y alejado del mundo. Este es el escenario general sobre
el que Macri y Cambiemos va a escalar hasta el triunfo electoral de noviembre de 2015.
Y sobre ese escenario, aparte de la fidelidad a su ideario central, el gobierno de
Cambiemos va a ofertar la situación inversa: apertura económica al mundo, atracción de
las inversiones externas, liberalización de las variables relacionadas sobre todo con el tipo
de cambio y las remesas de utilidades, apertura financiera y reestablecimiento de una
economía de mercado competitiva y de innovación tecnológica.
Junto con la escasez de reservas, el problema fundamental de la economía
argentina, una vez más presente, era el exceso de gasto, público y privado, respecto a la
capacidad de la economía de generar las divisas necesarias -producción y exportación-
para financiar el gasto. Por otra parte, el gobierno recibía las tarifas de los servicios
públicos (electricidad, gas, agua) con un retraso considerable debido a la política de
subsidios que los gobiernos kirchneristas habían sostenido largos años, subsidios que
redundaron en un fuerte aumento del gasto fiscal, por un lado, y una retracción de las
inversiones en esos sectores económicos privados, por otro lado, tal que en los últimos
tiempos se presentaron serios problemas de prestación de esos servicios.
Por el primer punto, el gasto, el gobierno optó por no ajustarlo fuerte y
rápidamente, y financiarlo con deuda a partir de la apertura de los mercados de crédito
por la confiabilidad en el ideario político y económico del macrismo. Por el segundo
punto, el gobierno comenzó a desmontar el esquema de subsidios generando, por etapas,
un fuerte y constante aumento de las tarifas.
Estas medidas, junto a un sesgo monetarista de sostén de tasas altas a fin de
financiar el déficit con emisión de bonos públicos, implicó que en los dos primeros años
del gobierno de Cambiemos, el crecimiento de la economía fuera muy moderado, a la vez
que la apertura comercial comenzó a hacer sentir sus efectos en las pequeñas y medianas
empresas -creadoras naturales de empleo por su menor componente tecnológico- y en las
economías regionales. Cuando esa reducida perfomance económica comenzó a suscitar
preocupación oficial y pública, el discurso del gobierno viró hacia las pocas inversiones
de capital interno y externo que se producía, y que contrastaba con las expectativas
oficiales, carencia de fuertes inversiones que se adujo a ciertos niveles de desconfianza
que todavía persistían, no con el gobierno, sino con el reagrupamiento de la fuerza política
anterior. En ese discurso, se trazó un horizonte en el cual esa relativa desconfianza se
diluiría luego de las elecciones parlamentarias de 2017, donde el gobierno nuevamente
triunfaría y, en esa estabilidad política, atraería, ahora sí, las inversiones necesarias para
dinamizar la economía.
Lo señalado, implicó que las expectativas del gobierno virasen y comenzaran a
pasar por la elección de medio término de Octubre de 2017. El objetivo era triunfar en
esas elecciones, dominar el Congreso y generar una imagen de consenso social y
dominación política tal que se previera un gobierno seguramente reelecto en las
presidenciales de 2019 y, con esa expectativa, atraer fuertes inversiones, ampliar el acceso
al crédito, consolidar el ajuste macroeconómico restante sin daño en el consenso social y,
así, comenzar una senda de crecimiento económico que se compatibilizara con la
revolución cultural y política que el gobierno decía encarnar.

En ese interín comenzaron a abrirse una serie importante de procesos judiciales


contra funcionarios del anterior gobierno así como a empresarios acusados de haberse
beneficiado con prebendas de la obra pública, por enriquecimiento ilícito. Lo que ya
muchos sectores sociales aceptaban, se expandió comunicacionalmente: la idea de
profundos actos de corrupción en los años de gobierno kirchneristas. Esos procesos
derivaron rápidamente con la prisión preventiva de muchos de esos ex funcionarios y
empresarios. Quedaba así establecido un eje absoluto de debate para las elecciones
parlamentarias de 2017 en torno a dos modelos de gestión política: la corrupción del
kirchnerismo versus la ética republicana del macrismo. El gobierno no solo se encargó de
fortalecer ese eje de discusión político, sino que, como estrategia político electoral buscó
confrontar permanentemente con Cristina de Kirchner, adversaria poderosa, con grandes
bases sociales y electorales, pero que, a la idea del gobierno, fortalecía el espacio propio.
Ese diagnóstico, autosustentado, y en controversia con otros dentro del oficialismo
que comenzaban a pensar, y opinar, que había que aumentar las bases políticas de
sustentación, guió la estrategia política de Cambiemos desde mediados de 2017. Se había
evitado un ajuste de shock de imprevisibles consecuencias sociales y políticas, se
comenzaban a corregir las tarifas de los servicios públicos aliviando, por consiguiente, el
gasto fiscal y, si bien la economía no lucía dinámica se llegaba a la campaña electoral en
un escenario estable. Este escenario consolidó la apuesta a un triunfo electoral holgado,
tal que generara un shock de confianza entre los inversores externos e internos y que
permitiera, ya en un ritmo continuo y progresivo, el despegue del crecimiento económico.
Si la clave eran las elecciones parlamentarias de medio término, la llave maestra de la
campaña habría de ser la confrontación directa con Cristina Fernández de Kirchner,
candidata a senadora nacional: es decir, una confrontación entre lo nuevo -Cambiemos-
versus lo antiguo -Kirchnerismo-.
A esa estrategia había “contribuido” la misma expresidenta al refundar su
estructura política, a la que denominó Unidad Ciudadana”, formada por ex funcionarios
o candidatos absolutamente identificados con el kirchnerismo, colocándose así en el
centro de una escena política a la que gran parte del electorado miraba con pronunciada
aprensión. Cabe acotar que su candidatura a senadora nacional la realizaba como
representante de la Provincia de Buenos Aires donde reside el 36% del padrón electoral.
Las elecciones parlamentarias de noviembre de 2017 confirmaron, aunque no
holgadamente, las presunciones y la estrategia del gobierno. Cambiemos, la fuerza
política de Mauricio Macri obtuvo el 40,59 de los votos totales (Senadores y Diputados a
nivel país), contra el 34,20 de la oposición agrupada en el espacio político del peronismo.
Desglosado este espacio, el kirchnerismo puro obtuvo el 21.03 de los votos mientras que
el Partido Justicialista (peronismo no kirchnerista) obtuvo el 14,17 % de los votos. El
oficialismo cumplía así su objetivo político: revalidar en las urnas su predominancia
política, por ende su programa y el consenso social mayoritario hacia él.
Paradójicamente, la tranquilidad que tendría que haber supuesto el triunfo
electoral respecto a previsibilidad política, inversiones y crecimiento de la economía,
derivó a los pocos meses -mayo 2018- en un impensado movimiento que se fue
transformando en una crisis económica seria hasta el fin del mandato de Mauricio Macri.
El problema de la economía argentina hasta 2017 no residía solamente en la falta
de inversiones que financien un crecimiento sostenido del PBI. Las cuentas fiscales no
estaban bien aunque el acceso al financiamiento externo generaba una sostenibilidad de
esos déficits. Para 2017, el segundo año del gobierno el país registraba un déficit externo
31 000 millones de dólares. A ese déficit se le sumaba el de cuenta corriente, lo que exigía
un manejo monetario, alza de la tasa de interés, que empezaba a empujar a la inflación,
lo que redundaba en una licuación de los salarios (34% en los tres primeros años del
gobierno). A esta articulación negativa de la economía fiscal se le sumaba una pérdida de
reservas para contener el tipo de cambio, lo que implicaba una economía pública en
riesgo, financiada con bonos públicos y a la espera de inversiones genuinas. Sin embargo,
en mayo de 2018 el gobierno no tuvo más salida que devaluar el peso lo que provocó un
salto en el tipo de cambio (el dólar pasó de $20 por dólar a $36 luego de tocar los $40),
generando una corrida cambiaria que obligó al gobierno a perder reservas por más de
U$S1.550 millones de dólares en una semana, en primera instancia, y luego, segunda
instancia, acudir al FMI para solicitar un adelanto de un crédito ya negociado de
U$S50.000 millones de dólares. El efecto no fue solo económico sino también político:
la vuelta al endeudamiento con el FMI luego de casi 20 años.
Pasado, sin ninguna mejora ostensible, ese sacudón económico, el gobierno optó
definitivamente por una política de contención monetaria absolutamente ortodoxa a partir
de un alza muy significativa de las tasas de interés a fin de evitar nuevas corridas al dólar.
Las tasas de interés de la economía doméstica se estabilizaron aproximadamente en un
69% anual, lo que estabilizó el mercado cambiario a costa de iniciar un proceso recesivo
en la economía que ya no se detuvo, y fue derivando en una caída de la actividad, crisis
de pequeñas y medianas empresas, cierres, despidos y suspensiones de personal. Las
expectativas de desarrollo económico luego de las elecciones de 2017 devinieron en una
recesión que empezó a afectar a parte de la población y subió, por consiguiente, el índice
de desocupación (hacia mediados de 2019 el 11% de la población económicamente
activa) y pobreza (el 35% de la población). Por otra parte, la falta de inversiones y la
recesión económica obligaron al gobierno a acudir al FMI a fin de lograr financiamiento
para sus obligaciones internas y externas (bonos y pago de intereses), aumentando en los
dos años posteriores a 2017 la deuda externa en magnitudes preocupantes.
Con el crecimiento de estos indicadores socioeconómicos negativos, comenzaba
a incrementarse el descontento político, sobre todo en parte de la base electoral (sectores
medios urbanos) que había posibilitado el gobierno de Cambiemos.

2017 y DESPUES…. LA CRISIS POLITICA DE CAMBIEMOS

El año 2018 transcurre entonces con una recesión progresiva, igual que el
endeudamiento externo, y una pérdida de expectativas de mejoras económicas, tanto del
gobierno, como de la sociedad. A lo largo del año comienza a hacerse visible la crisis y
cierre de comercios y pequeñas empresas, expandiendo el desempleo. El paisaje urbano
comienza a poblarse de personas viviendo de la ayuda o de la recolección y reciclaje de
residuos.
En ese contexto, un ala del gobierno, representada por políticos que integraban la
coalición gobernante, provenientes del peronismo y del radicalismo, comienzan a sugerir
al presidente, y en él al núcleo fundante del PRO, partido pivote del gobierno, comenzar
negociaciones, conversaciones y acuerdos con distintos sectores políticos a fin de
aumentar, en la crisis, la base de sustentabilidad política. La lectura de estos sectores se
fundamentaba en la sensación que el sostenimiento del consenso hacia el gobierno ya no
se podía sostener solo con la idea, y slogan político de la “nueva política” y la “revolución
cultural” de la política argentina, estrategia que se combinaba con la confrontación
discursiva con la ex presidenta, que seguía acumulando procesos pese a su inmunidad
parlamentaria. Para aquellos, esta estrategia empezaba a peligrar en tanto la crisis
económica podía posicionar al espacio de la ex presidente (kirchnerismo) como una
alternativa política en vez de la imagen de la corrupción pasada. Sin embargo, el núcleo
central del gobierno -el presidente, su jefe de gabinete Marcos Peña, la gobernadora de
Buenos Aires Maria Eugenia Vidal y algunos funcionarios amigos personales del
presidente- consideraban que el camino político a seguir era el mismo que les había
permitido triunfar en 2015 y que entrar en acuerdos era volver a la vieja política que,
pensaban, los argentinos empezaron a rechazar.
Dicha discusión al interior del gobierno comenzó, como efecto secundario, a
minar la unidad de pensamiento y ejecución de las políticas, así como del diseño de la
estrategia electoral para 2019. Los sectores “acuerdistas” comenzaron a quedar relegados
de las decisiones más trascendentes que se iban tomando. El “ala dura” del gobierno
insistía en seguir adelante con su lógica política y continuar la confrontación con el
kirchnerismo, lo que implicaba también desconocer otros espacios políticos que se iban
conformando. Esos espacios, mayoritariamente constituidos en el peronismo no
kirchnerista y que agrupaba a gobernadores, políticos e intendentes del Gran Buenos
Aires (en la provincia de Buenos Aires reside el 36% del padrón electoral), habían estado
cómodos, sin ser aliados, con el gobierno dada una relativa animadversión con el gobierno
anterior. Conformaban una fuerza política en crecimiento, vista la proximidad electoral,
que parecía accesible a acuerdos no demasiado tácitos, pero si funcionales con el
gobierno. Algunos de esos políticos gobernaban provincias estratégicas por su caudal
electoral.
Comenzado 2019 la política en Argentina se definía por el armado electoral para
las elecciones: primarias en agosto, primera vuelta en octubre y, si fuese necesario,
ballotage en noviembre. Apenas terminado el verano todas las fuerzas políticas se
dedicaron a organizar y presentar sus ofertas electorales. Aparentemente, todo transcurría
según lo anticipado en la estrategia oficialista, es decir, el partido del gobierno
confrontaría con el kirchnerismo, mientras el tercer espacio con caudal electoral -el
“peronismo de los gobernadores”, al decir de los medios- serviría para partir el voto
peronista. La estrategia, impecable en el plan y en lo comunicacional, no contó con dos
elementos: primero, el descontento social y, por ende, la pérdida de consenso político del
gobierno, causado por la progresiva, imparable, recesión económica; segundo, por la
habilidad que demostró la ex presidenta -Cristina Fernández de Kirchner- en el armado
de su espacio electoral.
Había una frase, un sentido, que empezaba a circular dentro del peronismo
“neutral”, es decir, ni absolutamente K (kirchnerista) ni enfrentado a los K: con Cristina
no alcanza, sin Cristina no se puede. La idea central era que, tal cual pensaba el gobierno,
el kirchnerismo por sí solo no podía ganar la elección, por el porcentual de rechazo social
que conservaba, pero cualquier coalición opositora, sobre todo organizada desde el
peronismo, no podía prescindir de los apoyos que si conservaba la ex presidenta
(cualquier tipo de encuesta mostraba que el piso electoral de Cristina estaba en el 30% de
intención de voto aunque su techo electoral no pasaba del 35-38% de los votos). Esta
supuesta ecuación es lo que interpretó la ex presidenta y en mayo sorprende a la política
argentina ofreciendo la candidatura de su espacio a un ex jefe de gabinete del primer
gobierno kirchnerista -Néstor Kirchner 2003-2007)-, Alberto Fernández, guardando para
ella la vicepresidencia. Sorprendente, sobre todo por una personalidad bastante centrada
en sí misma como siempre mostró la ex presidenta.
Alberto Fernández, ahora candidato por un espacio al principio básicamente
kirchnerista, se había retirado por renuncia producto de desacuerdos del gobierno anterior,
y fue un crítico bastante duro y agudo del devenir posterior del gobierno K, al punto de
transformarse en un “enemigo” irreconciliable con ese espacio político. Si bien en los
últimos meses se había acercado a la ex presidenta, ni por gusto de uno ni del otro sino
en función de la crisis y la coyuntura política, nadie podía suponer una alianza electoral
semejante y en la que Cristina bajara a un segundo plano su candidatura. El golpe de
efecto fue fulminante. En pocas semanas muchos, sobre todo el peronismo no K,
empezaron a plantearse que en ese nuevo espacio estaba sus lugares políticos.
Gobernadores, ex funcionarios, políticos que habían confrontado con la ex presidenta o
tenían cuentas pendientes, comenzaron a acercarse a través del ahora candidato del Frente
de Todos, tal el nombre de la nueva oferta electoral. La “jugada” política no solo produjo
esas incorporaciones, sino que desato un estado de gracia en parte de la sociedad, un
despertar eufórico en el kirchnerismo y una profunda preocupación en el oficialismo.
No obstante Macri respondió con un movimiento igualmente estratégico. Designó,
inmediatamente, como su candidato a vicepresidente a Miguel Picheto, quién era el
presidente del bloque de senadores del justicialismo (peronismo). Es decir, cooptaba para
su fórmula a uno de los principales políticos del bloque opositor, en la idea de atraer con
él, y mediante su intermediación, aliados del peronismo provincial, sobre todo
gobernadores. De alguna manera, el peronismo, en todas sus representaciones y
configuraciones, volvía a ser el árbitro de la política electoral. También es cierto que este
movimiento implicaba, de alguna manera, un relativo abandono al purismo político que
el núcleo duro del gobierno había pregonado. Consistía en un giro pragmático que había
que esperar para comprobar si redituaría electoralmente pero, al igual que la jugada de
Cristina, despertó esperanzas en el oficialismo y le insufló de las energías necesarias para
comenzar la campaña electoral. Esta, entonces, se revestía de movimientos inesperados
en las dos principales coaliciones, obligando así a un giro discursivo a la vez que llevaba
a reconfigurar las candidaturas.
Mientras tanto el gobierno solo recibía malas noticias de la economía y las
consecuencias socioeconómicas de la recesión. Esta situación lo obligaba a enfocar su
discurso electoral en cuestiones como la institucionalidad propia y la corrupción del
gobierno anterior, a la vez que el Frente de Todos focalizaba su discurso en la economía,
el desempleo y la pobreza.
Los presupuestos electorales, por el lado del oficialismo, se posicionaron sobre el
papel secundario del candidato Alberto Fernández tratándolo de mostrar solo como un
emisario de Cristina, la cual obligadamente, por sus causas judiciales, tenía que correrse
del centro de la escena. Por el lado del Frente de Todos, se diagnosticaba que la crisis
social había golpeado fuertemente al denominado conurbano bonaerense, poblacional y
simbólicamente estratégico en la elección, y que un triunfo en ese lugar, gobernación
incluida, traería aparejado un efecto “bola de nieve” sobre el total de la elección.
El sistema electoral argentino prevee, como se señaló anteriormente pero vale
repetir para enfatizar las expectativas electorales, en primera instancia una Primaria
Abierta, simultánea y obligatoria, donde se vota tradicionalmente pero el objetivo es, por
un lado dirimir candidaturas internas de los partidos, por el otro lado la necesidad de
obtener al menos un 3% de los votos para luego poder presentarse a las elecciones. La
otra particularidad, ya que la elecciones preveen el ballotage o doble vuelta, es que para
pasar a esa segunda vuelta no se exige el porcentaje clásico -50% más uno de los votos-
sino el 45 % más uno de los votos, o entre 40 y 45% pero con una distancia sobre el
segundo mayor a 10% más uno de los votos. Este porcentaje menor al tradicional opera
siempre en las elecciones argentinas como un incentivo en la captura de votos de los
partidos mayoritarios.
En la realidad, las PASO operan en la Argentina como un “ejercicio preelectoral”
o una “gran encuesta”, dado que perfilan, casi dos meses antes de la elección, las
posibilidades de los partidos. Por supuesto también, el alerta y las correcciones necesarias
para aquellos que vieron diluidas sus expectativas. A las PASO de agosto se presentaban
entonces, con expectativas altas, el oficialismo de Cambiemos, el peronismo más
kirchnerismo del Frente de Todos, y una tercera coalición, Consenso Federal, compuesta
por sectores del peronismo que no habían acordado ni con uno ni con otro, a pesar de los
esfuerzos de uno y otro, dado que suponían que esa tercera oferta electoral podía
concentrar una interesante cantidad de votos. El resto eran partidos y coaliciones menores
que expresaban los márgenes -derecha e izquierda- de la política argentina. El dato
significativo surgió de la casi total ausencia de Cristina en los actos de campaña de su
coalición.
Las encuestas previas a las PASO promediaban en un porcentaje de votos para el
Frente de Todos entre 5% y 8% superior al oficialismo de Cambiemos. En una elección
con sorpresas en ambos partidos, donde no se terminaba de poder analizar el impacto
electoral de esos reacomodamientos, esas encuestas transmitían un escenario móvil, no
complicado para nadie y fácilmente modificable. El oficialismo consideraba una derrota
electoral en esos porcentajes y una confianza extrema que en la elección real (primera
vuelta) el temor de franjas sociales a un retorno del kirchnerismo, daría vuelta esas
primarias. Por su parte, la oposición del Frente de Todos confiaba en recibir los votos de
los perjudicados por el ajuste económico, dato estructural que supondría una muy difícil
reversión, luego, de esos votantes.
EL 11 de agosto se votó en las PASO. Contra todo pronóstico, encuesta,
sensaciones, el gobierno sufrió un durísimo revés electoral. El Frente de Todos lo aventajó
por un 17% de los votos a nivel nacional. Sorpresa mayúscula en la política argentina.
Desazón absoluto en el gobierno. Y reconfiguración de las campañas para la elección
general del 27 de octubre.
El Frente de Todos leyó en esos resultados que las nominaciones de la fórmula, la
abstención de Cristina en la campaña y su diagnóstico de la crisis (la diferencia fue mayor
en el Gran Buenos Aires, de alta densidad poblacional y sujeto de la crisis económica),
habían sido acertados y era el camino a mantener en la campaña hacia octubre. Esa
diferencia no solo se juzgaba irreversible sino que era una base firme para triunfar en
primera vuelta.
El gobierno, por su parte, aceptó el sacudón electoral y se propuso revertirlo con
dos estrategias: la participación activa y presencial de Mauricio Macri en la campaña (se
propuso y realizó 30 actos presenciales en las principales ciudades del país) para reafirmar
el mensaje oficialista y advertir con lo que denominaba “una vuelta al pasado”, y, a la
vez, tratar de aumentar la participación electoral (en las PASO votó aproximadamente el
75% del padrón). El diagnóstico era que a más participación electoral más porcentual de
votos al oficialismo. Comenzó así un verdadero raid de campaña del presidente tomando
a su cargo la tarea de revertir la elección, a pesar de la profundización de la recesión.
Nuevamente las encuestas preveían una diferencia electoral a favor del Frente de
Todos promediando los 18-20% de diferencia (52% a 34%). Se llegaba así a la elección
nacional del domingo 27 de octubre, donde el Frente de Todos obtenía la presidencia en
primera vuelta pero con resultados inesperados: 48,3% a 41,5%. Una diferencia muy
menor a la esperada que admite, primero, una lectura del estado del consenso político en
la Argentina y, segundo e institucionalmente importante, una configuración del Congreso
con un equilibrio delicado en ambas cámaras. Un final electoral que dejó alguna desazón
en la coalición triunfante y un levísimo alivio en el oficialismo derrotado.
CUADRO COMPARATIVO ELECCIONES PASO Y GENERALES

Estos resultados mostraron, obviamente, el triunfo del Frente de Todos, el éxito


de la estrategia de “unificación del peronismo”, la certificación del “vamos a volver” del
kirchnerismo, y una euforia de gran parte de la población todavía no mellada por las
profundas dificultades que espera al nuevo gobierno.
Para el oficialismo derrotado, si bien la remontada electoral que lo posiciona en
un rol de oposición consolidada (tiene el apoyo de más del 40% de la población) e
institucionalmente (Congreso) tenida en cuenta, es cierto que su lectura fue correcta.
Aumentó mucho la participación electoral, y la mayoría de esos nuevos votos fueron a
Cambiemos, a la vez que la pérdida de votos de las tercera y cuarta fuerza, se intuyen que
en gran mayoría también fueron a Cambiemos, con lo cual hace una lectura de que la idea
del temor a parte del peronismo (kirchnerismo) está arraigado en parte de la sociedad y
es una clientela a fidelizar para futuras elecciones.
El resultado objetivo, y definitivo, de la elección fue el fracaso de una coalición y
un programa de cambio político que había emergido para cambiar la economía, la
institucionalidad y la cultura política en la Argentina. Una refundación republicana que
ni siquiera pudo pasar la prueba de su estabilización.
Y para la política, una vez más, por si hiciera falta, la prueba irrefutable que los
imaginarios sociales y las identidades políticas se reconfiguran permanentemente en torno
a nuevas demandas, intereses, visiones, ideas. Pero que si la economía no provee al
bienestar de las familias y la sociedad, y no sustenta calidad de vida y expectativas de
futuro, lo demás se va rápido a los márgenes de la historia.
BIBLIOGRAFIA

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DIARIOS CONSULTADOS

Clarín www.clarin.com
La Nación www.lanacion.com
Pagina 12 www.pagina12.com

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