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El plan de Jesús

Zebedeo conducía su carreta mientras avanzaba, silbando bajo el sol. En la parte trasera
llevaba a un grupo de chicos ruidosos, que iban cantando y riendo ante la perspectiva de un
día diferente. Zebedeo había asegurado a sus hijos, Santi y Juan, que su socio les prestaría
una barca para remar en el lago. Al llegar, los niños saltaron de la carreta y corrieron a la
orilla del lago. ¡Era inmenso!

—¿Nos podemos meter en el agua, abba? —le preguntó Santi a su padre.

—Aún no, acompañadme, al menos vosotros dos, a saludar a mi socio. Hay que ser educados,
chicos. Y no olvidéis darle las gracias por la invitación.

Jesús, Santi y Juan acompañaron a Zebedeo, mientras los demás chicos se apresuraban a
quitarse las sandalias para meterse en el agua. A pocos metros de allí se encontraba la aldea
de Cafarnaúm, que estaba habitada por gentes sencillas, en su mayoría pescadores.

Después de saludar al socio de Zebedeo, los tres amigos se dispusieron a regresar al lago. Sin
embargo, Jesús prefirió ir a dar una vuelta por la aldea; le encantaba conocer a gente nueva.

—Adelantaos vosotros ¬—les dijo a Santi y a Juan—. Yo voy enseguida.

—De acuerdo, pero no tardes —se despidieron.

Al llegar a la orilla, Santi y Juan vieron que los chicos estaban charlando con un muchacho
algo mayor que ellos. Se llamaba Andrés y era pescador. De muy buen grado, les estaba
explicando cómo se usaba la red y cómo debían remar para llegar al centro del lago.
—Pero procurad no alejaros mucho de la orilla. No tenéis experiencia y podría ser peligroso
—les advirtió.

La navegación resultó más difícil de lo que habían imaginado. La barca parecía tener vida
propia; se balanceaba de un lado a otro. Uno a uno, los chicos fueron cayendo al agua entre
risas. Estaban tan distraídos que no se dieron cuenta de que el tiempo pasaba y Jesús aún no
había vuelto.

—Por ahí viene —señaló Rubén, al ver a su amigo que se acercaba.

—Soy Jesús —dijo saludando a Andrés—. He estado visitando tu pueblo. Es bonito... pero
me ha llamado la atención una familia que está viviendo a las afueras, algo apartada del resto.
Parecen muy pobres. ¿Quiénes son? —le preguntó.

—Son forasteros. Llevan algún tiempo viviendo aquí. El padre está enfermo y no puede
trabajar. La madre es lavandera, pero hace algún tiempo que no se la ve por las calles, ignoro
el porqué. Dicen que espera otro bebé y que por eso no puede trabajar. Los demás hijos son
muy pequeños y apenas salen de casa.

—Pues vamos a echarles una mano, amigos. Podemos pasar el día con ellos y compartir
nuestro almuerzo. Por el camino podemos recoger higos; he visto que las higueras están
cuajadas. Una vez allí, ya veremos qué más podemos hacer. ¿Vamos? —les invitó, indicando
la dirección con un gesto de la cabeza.

Como sus amigos no respondieron de inmediato, Jesús repitió:

—Simón, Juan, Santi, Rubén, Matías… y tú, Andrés. ¿Venís conmigo?

Matías y Rubén bajaron la mirada y empujaron la barca hacia el agua. Pero los demás chicos
sonrieron y, dejando la red en la orilla, se pusieron a caminar al lado de Jesús.

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