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Flavia Tomaello
sáb, 21 de agosto de 2021 8:20 a. m.
JOHANNES EISELE
Corría 1939 cuando Bob Kane y su colaborador, Bill Finger, dieron vida a Bruce
Wayne, un nombre inspirado en el guerrero y luego rey de Escocia Robert the
Bruce, recordado como compañero de William Wallace en Corazón valiente. En
la historieta, el millonario llega a ser Batman cuando una noche, en el estudio de
su padre, un gran murciélago pasa a través de la ventana. Bruce vio esto como
un presagio: recordó el miedo que le despertaban cuando niño y lo supuso una
buena imagen para atemorizar a Ciudad Gótica. En las antípodas y 25 años
después, una niña china entrelazaba su historia a los mismos animales, ajena
por completo al furor de los superhéroes norteamericanos.
Shi Zhengli es hoy una de las mujeres chinas más populares del orbe.
Dirige el área de virología del Laboratorio de Wuhan, la ciudad cuna del
coronavirus que sumió al mundo en pandemia. Entró en el ranking de las 100
personas más influyentes de la revista Time de 2020. Pero antes de la
hecatombe del Covid, ya era célebre en su ámbito de investigación. Citada en
más de 19.000 artículos científicos, publicó (como autora o coautora) más de
130. Desde que inició su trabajo en el laboratorio del Instituto de Virología de
Wuhan, se especializó en epidemiología y, dentro de la especialidad, en
desentrañar cómo nuevos virus provenientes de animales salvajes,
especialmente de roedores y murciélagos, pueden saltar a las personas.
Sus comienzos en esta área de investigación tienen más de 20 años. Se hizo
desde abajo. En 2004, cuando llegó a China un grupo de investigadores de
diferentes latitudes interesados en visitar las cuevas de Nanning, la capital de
Guangxi, Shi se sumó al equipo. Como una aventurera épica se sumergió en el
descubrimiento de las colonias de murciélagos escondidas en el interior
de las montañas. Ella recuerda ese momento como unas vacaciones
asombrosas. Era una primavera ventosa, pero el sol acompañaba la escalada.
“Fue fascinante –recuerda Zhengli, en un ida y vuelta por e-mail con LA
NACION revista–. Estalactitas de color blanco lechoso colgaban del techo como
carámbanos, relucientes de humedad”. Era una cueva de acceso simple,
espaciosa, con columnas de templo en piedra caliza. Pero no resultaría tan
sencillo como pintaba. Para acceder a las pruebas necesarias, los baqueanos
les recomendaron un camino que los conducía a las entrañas de las
elevaciones. Las colonias más prolíficas de las especies que buscaban se
guarecían en profundidades que requerían horas de caminatas,
introduciéndose en las grietas de las montañas, donde apenas podían
pasar estirándose como bailarines.
La desazón fue continua. Pero seguían encaramados en las rocas con
intenciones de capturar alguna muestra. Llevaban siete días en los que se
volvieron más delgados para penetrar las grietas de tres decenas de
cuevas. Hallaron apenas 12 murciélagos. En la última jornada, ya no había
presupuesto económico ni demasiado ánimo. Empujada por los científicos de
Wuhan, la expedición se embarcó en dar cierre al trabajo según lo planificado.
Como en las buenas historias, ese fue el disparador para hacerse de una
muestra que permitiría explicar tiempo después el origen del brote de
SARS, que se convertiría en la primera gran epidemia de este siglo.
Ante la aparición de 66 contagiados con aquel virus en noviembre de 2002,
en Foshan, provincia de Guangdong, las alarmas comenzaron a sonar. Pero
recién cuando un equipo de científicos de la vecina Hong Kong, donde en apenas
días hubo más de 500 contagiados, dio alerta sobre los comerciantes del
mercado de animales de Guangdong, quienes, monitoreados en su mapa de
contagio, demostraron que el SARS había llegado a ellos a través de las civetas,
mamíferos nativos de Asia y África tropicales y subtropical.
Ese precedente fue el guante que Shi levantó en Wuhan. “La forma en que se
contagiaron las civetas sigue siendo un misterio”, afirma. En su investigación
se topó con dos antecedentes: uno en Australia y otro en Malasia. En el
primer caso, una serie de caballos transmitieron el virus Hendra a las personas
en 1994. El segundo caso se trató del virus Nipah, que migró de los cerdos a sus
cuidadores. Las investigaciones revelaron que en los dos casos, tanto cerdos
como caballos, habían sido huéspedes intermediarios que recibieron sendos
virus de murciélagos frugívoros. Con esos datos, Shi volvió a las
civetas. Aunque no pudo establecer el puente, sí detectó que los
murciélagos del mercado de animales de Guangdong estaban infectados
con virus del SARS. Cuando ella planteó al entorno científico sus hallazgos,
sugirieron que se debía a una contaminación de muestras.
El SARS le dio familia al coronavirus. En ocasión de su aparición, solo se conocía
uno de ellos. Su nombre le fue dado por la similitud de su superficie con la de
una corona puntiaguda al ser analizado en el microscopio. Era, por entonces,
apenas un causante de resfríos. SARS alertó sobre su nueva peligrosidad.
El método de las cuevas
Su paso por las profundidades de las montañas le permitieron perfeccionar el
sistema de seguimiento. Para 2004, ya había establecido una metodología
novedosa: antes del anochecer cerraban el ingreso con redes que permitían
atrapar al murciélago que saliera a alimentarse. De ellos, antes de liberarlos,
tomaban muestras de sangre, fecales y de saliva, una tarea que los mantenía
despiertos a la mitad de la madrugada. Aunque las conclusiones, según lo
esperado, debían ser determinantes, en ninguna de las muestras se
localizó material genético de coronavirus. Para Shi y su equipo fue un traspié.
“Ocho meses de arduo trabajo parecían haberse perdido –rememora–.
Pensamos que tal vez los murciélagos no tenían nada que ver con el SARS”.