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La existencia de tanto sufrimiento en nuestro mundo interpela a todo

hombre de buena voluntad, tanto a creyentes como no creyentes. Sigue


siendo el gran escándalo de la fe en la bondad de Dios. Jesús luchó sin
tregua contra todo lo que impide la felicidad del hombre. No hizo una
revolución mágica y milagrosa que hiciera desaparecer todos los males
de manera instantánea. Introdujo, en cambio, una revolución silenciosa
que ha ido dando fruto a lo largo de los siglos. Se trata de vencer el mal
con el bien.

Para llevar adelante este proyecto Jesús invitó a un grupo de jóvenes a


los que formó como discípulos suyos. A ellos les contagió su pasión por
la justicia y por el Reino. A través de sus milagros, hoy hemos
escuchado la curación de un sordomudo, se nos muestra hasta qué punto
Jesús se siente tocado por las miserias humanas y actúa para poner
remedio. Eso hace exclamar a las muchedumbres: “Todo lo hizo bien”
(Mc 7,31-37).

Frente al sufrimiento, muchos se preguntan: ¿”Dónde está Dios”? O


¿”Qué le he hecho yo a Dios para que me trate así”? En vez de perdernos
en preguntas con las que intentamos justificar nuestra pereza, debemos
más bien pensar: ¿”Qué puedo hacer yo para aliviar ese sufrimiento”? Se
trata de inyectar constantemente el bien en este mundo plagado de
males, poner vida en este estas realidades de muerte. En realidad, eso es
lo que está haciendo Dios incesantemente. Si el mundo no se hunde en el
caos, es porque Dios y los suyos están constantemente luchando para
que exista el orden y la felicidad. El Pueblo de Dios vivió con la
confianza en esa utopía de que Dios iba a intervenir inmediatamente
para cambiar la situación del mundo (Is 35,4-7). Los escépticos dirán
que son buenas palabras, pero que el mundo sigue siendo un desastre.

Nuestros ojos y nuestros oídos están ya condicionados y educados por


los medios de comunicación para descubrir inmediatamente los males.
No está mal si ese espíritu crítico nos ayuda a cambiar las cosas. Ante
tanta miseria nuestros corazones se conmueven y experimentamos una
cierta mala conciencia. Desgraciadamente, a veces, simplemente
echamos las culpas a los demás y nos sentimos impotentes para hacer
algo. Al final nos quedamos tan tranquilos esperando que las
autoridades arreglen el mundo.

El apóstol Santiago nos pone un caso concreto en el que la fe cristiana


nos invita a actuar para cambiar las relaciones sociales (Sant 2,1-5). En
el mundo son los ricos los que mandan y los que tienen voz. A los
pobres se los silencia y se les ignora. A veces desgraciadamente también
en la Iglesia nos hemos comportado así y hemos buscado el estar a bien
con los ricos. En cambio, para Jesús, los pobres fueron los preferidos
porque ellos eran los herederos del Reino. El camino de la Iglesia pasa a
través de los pobres. La opción preferencial por los pobres, sin por
ello excluir a los ricos, implica una conversión profunda de nuestra
manera de pensar y de administrar los recursos eclesiales. Que la
celebración de esta eucaristía nos haga sensibles a los pobres de nuestro
entorno y nos lleve a trabajar por un  mundo más justo y fraterno.

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