La primera página de la democracia se lee en la escuela.
Fernando Hernández Sánchez
Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales Universidad Autónoma de Madrid
Francia es un ejemplo paradigmático de políticas públicas de memoria, a pesar de
las opiniones de quienes consideran que eso contribuye «a que el pasado no pase». En París, incluso las escuelas infantiles —ese ámbito que se intenta preservar de toda evocación trágica— ostentan en sus fachadas placas en recuerdo a los párvulos judíos deportados a los campos de exterminio. Cada año, la Fédération Nationale des Déportés et Internés Résistants et Patriotes, en estrecha colaboración con el Ministerio de Educación Nacional, convoca el concurso nacional de la resistencia y de la deportación, un certamen escolar al que se invita a participar a colegios y liceos de todo el país. Es el hilo conductor de la película La profesora de historia (2014), en la que la conmemoración de las víctimas del Holocausto actúa como denominador común para la integración en entornos escolares multiculturales. A pesar de ello, la pugna del conocimiento académico con las percepciones espontáneas es constante. Los programas de enseñanza se enfrentan en desigual combate a la influencia de los mass media. Un ejemplo: recién terminada la Segunda Guerra Mundial, un 57 % de franceses atribuía la mayor contribución en la derrota de la Alemania nazi a la Unión Soviética, frente a un 20 % que lo hacía a los norteamericanos y un 16% a los británicos. En junio de 2014, las proporciones entre las dos antiguas superpotencias se habían invertido. Casi tres cuartos de siglo de superproducciones de Hollywood no pasan en balde. La erosión provocada por el paso del tiempo también juega sus cartas. Una encuesta realizada en 2018 en la República Federal Alemana entre menores de entre 14 y 16 años reveló que solo un 47%, sabía lo que significó Auschwitz. En la misma fecha, un 66% de los estadounidenses nacidos a partir de 1990 tampoco fue capaz de identificarlo. Diversos autores atribuyen este hecho a que la Historia está a la defensiva en el sistema educativo. Los docentes se lamentan de que las horas dedicadas a su estudio son insuficientes y de que sus saberes se han ido disolviendo en contenedores curriculares de carácter multidisciplinar y culturalista. En Noruega, el proyecto de reforma educativa de 2018 y su apuesta por contenidos que fueran «relevantes para el futuro» suscitó una agria polémica al difundirse que los estudiantes aprenderían la historia de los samis, los habitantes originarios de Laponia, pero no sería prescriptivo saber qué ocurrió bajo el régimen colaboracionista de Quisling entre 1940 y 1945. En este contexto, resulta sumamente importante el doble proceso de reforma legislativa que está teniendo lugar en España y que afecta a la enseñanza de la historia reciente. A falta de lo que se concrete en la Ley Orgánica de Modificación de la LOE (LOMLOE), el anteproyecto de Ley de Memoria Democrática (LMD) que ha comenzado su trámite parlamentario dedica su artículo 45 a medidas en materia educativa, en concreto la actualización de los contenidos curriculares para Educación Secundaria Obligatoria (ESO) y Bachillerato y la adopción de medidas por parte de las administraciones educativas para implementar planes de formación inicial y permanente del profesorado. He de decir que un solo artículo dedicado a educación, de un total de sesenta y seis, sabe a poco. Era muy necesario abordar todo lo relativo a la reparación y dignificación de las víctimas, la prohibición de la apología de la dictadura, la remoción de recompensas a torturadores, la resignificación de espacios, etc. Pero, junto a ello, la educación, el vehículo capilar para la formación de la ciudadanía en valores democráticos, merecería mucho más que una mera declaración de intenciones,. No es de recibo que cada año titulen en torno a 350.000 estudiantes de la ESO y casi 250.000 de Bachillerato sin haber tenido ocasión de aquilatar un conocimiento suficiente sobre el pasado reciente que ha configurado la sociedad en la que van a integrarse en plenitud de derechos y obligaciones. A mi juicio, los dos apartados del anteproyecto de la LMD son demasiado vaporosos y necesitan concretarse. Se parte de un falso problema: los contenidos sobre la dictadura franquista ya están en el currículum. El de la LOMCE -y cito el desarrollo de la Comunidad de Madrid de 2015-, contempla para 4º ESO, en el bloque 7, apartado 2.2: “Conoce la situación de la postguerra y la represión en España y las distintas fases de la dictadura de Franco”; en el 3: “Explicar las causas de que se estableciera una dictadura en España, tras la guerra civil, y cómo fue evolucionando esa dictadura desde 1939 a 1975”; y en el 3.1: “Discute cómo se entiende en España y en Europa el concepto de memoria histórica”. El quid de la cuestión no está tanto en el currículum como en su temporalización: si la LOMLOE no acomete una revisión a fondo, reservando para 4º ESO y 2º Bachillerato la enseñanza de la Historia del presente, a semejanza de lo que ocurre en el diseño curricular francés, por ejemplo, se seguirá arrancando una y otra vez de la crisis del Antiguo Régimen (o de Atapuerca, en Bachillerato) y, como demuestran una y otra vez las encuestas realizadas a estudiantes y docentes, se llegaran a impartir con dificultad –o dejando al albur de la autopreparación- los acontecimientos medulares del siglo XX español. Respecto a las actividades formativas del profesorado, el Ministerio de Educación debería preocuparse por establecer un marco normativo general si no quiere encontrarse con que, en virtud de las competencias propias, las comunidades autónomas refractarias al desarrollo curricular de la memoria democrática impongan una inercia paralizante, en el mejor de los casos, cuando no la adhesión a un franco –nuna mejor dicho- revisionismo seudohistoriográfico. La convocatoria de un certamen nacional de investigación educativa y de innovación docente sobre la memoria democrática sería una iniciativa que, sin duda, suscitaría una amplia y positiva respuesta por parte de docentes y estudiantes. El modelo francés, al que me refería al comienzo, da resultados. En 1976, el 53% de la población ignoraba quién había sido el jefe del Estado entre 1940 y 1944. En 1980, la mitad pensaba que era Alemania quien había declarado la guerra a Francia en 1939 y el 66% no condenaba al mariscal Pétain. El despliegue de políticas activas en el ámbito escolar, al que sin duda no fue ajena la amenaza del avance de la extrema derecha negacionista, tuvo efectos visibles en la reversión de esta variedad de deterioro cognitivo colectivo. En junio de 1990, un estudio encargado por el Ministerio de Antiguos Combatientes concluyó que un 63% de los entrevistados asignaron correctamente a la policía francesa (y no a las SS o a la Wertmacht) la autoría de la redada del Velódromo de Invierno de 1942, epítome de la persecución antisemita en la Francia ocupada. Dos años más tarde, las respuestas correctas aumentaron hasta el 74%. La eficacia del refuerzo de los contenidos relativos a este periodo en los programas de enseñanza demuestra que los tópicos y los errores pueden atenuarse y estimula la aspiración a su erradicación con voluntad política y medidas pedagógicas. Nos va mucho en ello.