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Autoficción: volcamiento y distanciamiento en la obra de

Juan Diego Mejía1

Por Hernando Escobar Vera

En su obra, Juan Diego Mejía (Medellín, 1952) recrea un mundo ficcional con notables semejanzas
respecto a su propia vida, nutrido por ella, narrado en primera persona y con marcas nominales y
referenciales que generan entrecruzamientos de su trayectoria biográfica y la del narrador-
protagonista que atraviesa toda su obra. Este es simultáneamente uno, por cuanto conserva algunos
rasgos identitarios, como nombre, apellido, oficio, opciones de vida, voz y sensibilidad narrativas, y
múltiple: discurre desde diferentes edades y hay variaciones en su trayectoria, por ejemplo, es hijo
único en El cine era mejor que la vida (1997y tiene un hermano en El dedo índice de Mao (2003).
Aunque, de una novela a otra, los personajes que lo rodean no son siempre los mismos, también se
presentan guiños que refieren continuidades de personajes o circunstancias. Así, en Era lunes
cuando cayó del cielo (2008) Mariana es el nombre de la esposa de Mejía, como también, el de la
compañera de Sebastián en A cierto lado de la sangre (1991). Igualmente, en esta novela se
refrendan eventos narrados en novelas anteriores, como la muerte del padre del protagonista en
Venezuela, aludida en El dedo índice de Mao; el accidente de Camila en Camila Todoslosfuegos
(2001), o el recuerdo nostálgico por la partida del primo Alonso, que se había narrado como
presente en El cine era mejor que la vida.

Esta articulación de cierta multiplicidad del yo y cierta continuidad de la voz narrativa y de algunos
referentes, así como la identidad nominal entre autor, narrador y personaje (excepto en A cierto lado
de la sangre), permiten reconocer rasgos del pacto ambiguo en toda su obra y específicamente de la
autoficción en la mayor parte de ella. De hecho, el autor reconoce la presencia en su escritura de
fuerzas de volcamiento autobiográfico y de distanciamiento artístico. Junto con esta ambigüedad
entre lo autobiográfico y la invención literaria, que en sí misma desestructura la noción de verdad
biográfica, opera a lo largo de su obra un debilitamiento de la pretensión realista de objetividad. Se
establecen en su narración continuidades entre lo factual y lo percibido, vida y recuerdo, memoria e

1 Este texto fue escrito como resultado de una investigación adelantada para el
SUI de la Universidad Autónoma de Colombia, cuyo informe final fue entregado en
octubre de 2012. Corresponde al tercer capítulo del libro Juan Diego Mejía: hacia
una «estética débil», publicada por la editorial Universidad Autónoma de Colombia
en 2015.

1
imaginación, de modo tal que la subjetivación de la realidad se acepta como una versión válida, a
pesar de que el lector está avisado de que eso que se narra no le consta al narrador, sino que es
apenas lo que él cree, lo que recuerda, lo que percibe o imagina. El autor ofrece, y el lector acepta,
una interpretación del mundo y de la experiencia que se hace de este, sin la angustia de una verdad
más sólida.

Tal punto de vista narrativo es afín a la estética y el pensamiento débiles, como se ve en la


propuesta del filósofo italiano Gianni Vattimo (Turín, 1936):

Necesitamos rememorar el sentido del ser y reconocer que este sentido es la disolución
del principio de realidad en la multiplicidad de las interpretaciones, precisamente para
ser capaces de vivir sin neurosis la experiencia de esta disolución, escapando a la
recurrente tentación de ‘retornar’ a un más fuerte (más asegurador y a la vez más
amenazante y autoritario) sentido de lo real (Vattimo, 2004: 36).

En efecto, la obra de Juan Diego Mejía sería una de las múltiples sensibilidades estéticas que
correlatan la tendencia, considerada posmoderna, hacia el debilitamiento del ser y el fin del
pensamiento metafísico. Desde luego, su forma de ‘acoger’ esta tendencia o de ‘inscribirse’ en ella
es parcial, es particular y no es explícita. Su estética parte de la no certeza: la verdad no importa,
importa el registro que se hace en la memoria o en la creación de la vida vivida-imaginada-
recreada-vuelta obra; su obra elabora el debilitamiento de la verdad, histórica y autobiográfica, y el
establecimiento de continuidades entre realidad y percepción, realidad y recuerdo, memoria e
imaginación y, en general, una alta valoración de lo imaginario asociado con la preminencia del
mundo íntimo. En el mismo sentido, los ideales fuertes, los imperativos sobre la existencia son
puestos en duda; pero, al tiempo, se hace un reconocimiento de la validez de esos ideales para otros,
es decir, también se elabora un reconocimiento de los motivos ajenos (lo que aquí se denomina
«estética del perdón»).

De modo que en este capítulo se hace una propuesta de interpretación en la que se caracteriza dicha
obra por su tendencia a lo que se ha denominado «estética débil», correlativa al «pensamiento
débil», y se rastrea el debilitamiento a través de su puesta en forma autoficcional y del pacto
ambiguo en el que esta involucraría al lector.

Hacia una estética débil

El «pensamiento débil» es una teoría del debilitamiento del ser con miras a la emancipación. Es “la
rememoración de las vías a través de las cuales el ser no se ve más como autoridad definitiva sino

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como algo que se disuelve, que se multiplica, que se disemina” (Vattimo, 2002b: 28). Implica por
tanto la superación de la metafísica y de la expectativa de verdad absoluta. Puesto que los conceptos
‘rectores’ de la metafísica son “la idea de una totalidad del mundo, de un sentido unitario de la
historia, de un sujeto centrado en sí mismo y eventualmente capaz de hacerse con ese sentido”
(Vattimo, 1990: 27), según Vattimo, interpretando a Heidegger, “cuando se habla de una superación
de la metafísica se tiene en mente un proceso de emancipación y una suerte de salida de una
condición que, en términos ‘marxistas’ se llamaría «alienación»” (Vattimo, 2004: 35). Dice que
Heidegger descubre la inconsistencia “de uno de los rasgos que la tradición metafísica ha siempre
atribuido al ser: la estabilidad en la presencia, la eternidad, la «entidad» o ousia” (Vattimo, 1990:
27-28). “El ser no es […] el ser, más bien, acontece” (Vattimo, 1990: 28).

Asocia el pensamiento débil con el nihilismo, entendido “en el sentido marcado originalmente por
Nietzsche: la disolución de todo fundamento último, la conciencia de que, en la historia de la
filosofía y de la cultura occidental en general, «Dios ha muerto» y «el mundo verdadero se ha
convertido en fábula»” (Vattimo, 2004: 9). El sentido del nihilismo, por tanto, es la emancipación:
sobre la base de que “Dios ha muerto, ahora queremos que vivan muchos dioses”, es decir, “la
disolución de los fundamentos” (Vattimo, 2004: 10). Lo que libera es “el ‘descubrimiento’ de que
no hay fundamentos últimos ante los cuales nuestra libertad debe detenerse” (Vattimo, 2004: 10). El
nihilismo implica el debilitamiento: “reducción de la violencia, debilitamiento de las identidades
fuertes y agresivas, aceptación del otro hasta la «caridad»” (Vattimo, 1995: 120) y está hermanado
con la hermenéutica; funcionan los dos términos como sinónimos (Vattimo, 2004: 9).

Para Vattimo la hermenéutica “es el pensamiento del nihilismo realizado, el pensamiento que busca
una reconstrucción de la racionalidad después de la muerte de Dios, contra toda deriva de nihilismo
negativo, estos es, de la desesperación de quien sigue cultivando el luto porque «ya no hay
religión»” (Vattimo, 2004: 10-11). Esta apunta hacia la secularización, es decir, el
“desenmascaramiento de la sacralidad de todo absoluto” (Vattimo, 2004: 11), de toda verdad
última. La define como “pensamiento que sabe que puede mirar hacia lo universal solo si pasa a
través del diálogo, el acuerdo, la caritas, si se quiere” (Vattimo, 2004: 10). Y quizás la forma más
característica de pensamiento débil es precisamente el arte, en el que están implicadas diversas
hermenéuticas del mundo, también diversas «voluntades de poder».

Vattimo anota que en Humano, demasiado humano (1878), a Nietzsche “el arte le parece algo
superado, ligado a épocas precedentes y más inmaduras de la historia del espíritu humano”
(Vattimo, 2002: 135-136), “el artista aparece como alguien que tiene una moral más débil que el

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pensador con respecto a la verdad” (Vattimo, 2002: 136-137). Pero, a partir de Así habló Zaratustra
(1883-1885), el arte se convertirá en el modelo para la definición de la «voluntad de poder».
“Nietzsche se dará cuenta de que […] el ‘lugar’ en que ha sobrevivido un residuo dionisíaco, una
forma de libertad del espíritu, en suma aquello que luego, en los últimos años, se llamará voluntad
de poder, es precisamente el arte” (2002: 136). “La excepción, que podría parecer una señal de
debilidad y de ‘irrealidad’ del arte […] no lo es si, como Nietzsche va poniendo en claro en el
desarrollo de su pensamiento genealógico, la ‘realidad’ no es, en el fondo, ella también, otra cosa
que fábula” (Vattimo, 2002: 140).

Para Vattimo, “subrayar el significado de la voluntad de poder como arte significa […] evidenciar
[…] su alcance esencialmente desestructurante” (Vattimo, 2002: 141). La voluntad de poder es al
arte “principio de desestructuración de las jerarquías, internas y externas al sujeto” (Vattimo, 2002:
147). “No hay hechos, solo interpretaciones”, concluye Vattimo, y es “a este juego de hacerse valer
de «interpretaciones» sin «hechos» […] a lo que Nietzsche llama el mundo como voluntad de
poder” (2002: 142). Pero Vattimo destaca que “Nietzsche niega que la voluntad de poder sea
voluntad, en el sentido psicológico del término […] toda identificación de la voluntad de poder con
la voluntad del hombre metafísico, libre, responsable organizador técnico del mundo objetivo. En la
voluntad así concebida no habría lugar para el arte” (Vattimo, 2002: 147).

El arte no es pensado por Nietzsche “en términos de ‘gran estilo’, de ‘forma’ cerrada” (Vattimo,
2002: 142). Por el contrario, “la forma se hace continuamente estallar por un juego de fuerzas muy
precisas: los instintos del cuerpo, la sensualidad, la vitalidad animal […] el arte funciona como un
lugar de despliegue de la voluntad de poder, de lo dionisíaco […] la voluntad de poder actúa como
desenmascaradora y desestructurante en relación con todos los órdenes pretendidamente ‘naturales’,
eternos, divinos, objetivos, etc.” (Vattimo, 2002: 163). Es decir, en su obra final, Nietzsche valora
positivamente el exceso, la embestida de lo externo por parte de lo interno que caracteriza el arte. El
nihilismo, dice Vattimo, “implica la aparición de la voluntad de poder que disloca, subleva las
relaciones jerárquicas vigentes” (Vattimo, 2002: 144).

El arte, por tanto, se inscribiría como forma de pensamiento débil en dos sentidos: como «voluntad
de poder» directamente y como puesta en evidencia del debilitamiento, de la pérdida de
fundamentos. Julia Kristeva (Sliven, Bulgaria, 1941) describe y hace emerger este último sentido en
su interpretación de dos esculturas, una de Hans Hacke y otra de Robert Wilson, que representan “el
derrumbe del fundamento”:

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la insólita instalación de Hans Hacke nos desplaza sobre un suelo que se erosiona, se
destruye; el fundamento cae. El suelo de Bob Wilson, por su parte, no se desgasta pero
se abolla, se derrumba […] Pérdida de una certeza, pérdida de la memoria. ¿Pérdida
política, moral, estética? […] Ya no podemos exultar y jubilar sobre nuestros
fundamentos. Los artistas ya no tienen zócalo. El arte ya no está seguro de ser esa
piedra angular. El suelo se hunde, no hay más fundamento (Kristeva, 1998: 28).

El arte, en su debilidad, surge para dar cuenta de esa pérdida de fundamento, pero no tanto con
angustia o añoranza sino con una elaboración de apertura emancipadora:

Una visión débil del pensamiento […] surge precisamente cuando se supone que,
frente a un planteamiento férreamente metafísico, del problema del inicio […] o frente
a un bosquejo metafísico-historicista […] existe una tercera posibilidad: un
procedimiento de corte «empirista» […] lo que cabría calificar como cotidiano;
experiencia que se presenta siempre cualificada desde el punto de vista histórico y
preñada de contenido cultural (Vattimo, 1990: 19).

Esto, que para Vattimo caracteriza el pensamiento débil, precisamente define la novela. Sin
embargo, y aunque en general Vattimo identifica el arte con la debilidad, es posible observar que el
arte y la novela en particular no han sido siempre ni uniformemente «débiles», sino que se puede
rastrear una tendencia al debilitamiento en el arte, correlativa al debilitamiento del ser, de modo que
ha habido y sigue habiendo obras artísticas más apegadas a concepciones metafísicas, incluso en la
forma de deber-ser del arte o del artista. Igualmente se puede indagar por grados de debilitamiento
dentro de la posición siempre hermenéutica de la novela: de la crítica ideológica al efecto crítico por
el distanciamiento o la negatividad que convierte aquello frente a lo que se toma distancia en lo
otro; de ahí a obras en las que aquello se ubica en un continuo que permite simultáneamente el
distanciamiento (la crítica) y la comprensión, e incluso, más allá, a obras orientadas al silencio: el
lenguaje del poeta, dice Vattimo, “funda verdaderamente sólo si y en cuanto está en relación con
aquello que es otro que él, el silencio2”, y explica el vínculo con una analogía: “El silencio funciona
en relación con el lenguaje como la muerte en relación con la existencia” (Vattimo, 1989: 77).

Así, se puede observar la tendencia al debilitamiento de la novela en la construcción de personajes


caracterizados más por sus vivencias que por sus ideales, historias que dan forma a la sensación del
mundo más que a los discursos o las ideologías cosificadas y obras que se evaden cada vez más de

2 En relación con la noción de «ser-para-la-muerte».

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un sentido único o, desde la perspectiva del crítico, de una interpretación total; obras de las que al
final no quedan certezas, pero que, aun así, se abren al futuro a través de la visibilización de la voz
del escritor y la invitación al lector a la interpretación múltiple y el diálogo racional-sensible-
creativo, desde una perspectiva que abole o, al menos, suaviza las dicotomías, procura puentes o
continuidades entre lo que desde otra perspectiva serían opuestos: acoge, comprende, no excluye,
puesto que, según Vattimo, decir que “no hay hechos sino solo interpretaciones, esto es también una
interpretación […] reconozco a los intérpretes y abro mi verdad a otras interpretaciones. No se
puede ser hermenéuticos sin ser pensadores débiles y sin ser pensadores dialógicos 3” (Vattimo,
2002b: 37).

Dos ‘movimientos’ caracterizan la obra de Juan Diego Mejía, la hacen particular y la inscriben en la
estética correlativa al pensamiento débil: frente a las entidades metafísicas, debilitamiento, erosión,
sarcasmo, desestructuración; frente a las empresas humanas y los motivos humanos, comprensión,
reconocimiento, amor. Estos dos ‘movimientos’ se perciben a lo largo de su obra. Una de las
dimensiones sobresalientes de su puesta en forma, es decir, la puesta en forma de la estética débil,
es la apuesta autoficcional.

Autoficción y pacto ambiguo

El punto de partida para que emergiera la noción de autoficción se le atribuye a Lejeune, en Le


pacte autobiographique (1975), quien llamó la atención sobre la posibilidad de que el protagonista
de una novela tuviera el mismo nombre de su autor; sin embargo, no ofreció ningún ejemplo, no
desarrolló los alcances de esa posibilidad ni le puso nombre4. El término se debe a Serge
Doubrovsky5, quien lo empleó en la contracubierta de Fils (1977). Alberca, el crítico y teórico de la

3 Para Vattimo, “la verdad nace en el acuerdo y del acuerdo” (Vattimo, 2004: 10) y
la hermenéutica parte del “principio mismo de la pluralidad de las
interpretaciones y del respeto a la libertad de elección de cada uno” (Vattimo,
2004: 11). Es decir, no podemos descubrir una verdad última sino que
“interpretamos un modo de ser vivible, éste de la historia en la cual estamos
arrojados, de la cual hacemos parte” (Vattimo, 2002b: 33).
4 Su desinterés por la autoficción se hace explícito en el siguiente testimonio:
“Confieso que prefiero leer verdaderas novelas en que no tengo que preocuparme
del autor, o verdaderas autobiografías en que no me preocupo de la ficción.
Prefiero el compromiso a la habilidad, el riesgo al juego” (en entrevista con
Alberca, 2004).
5 Sobre los alcances de su aporte hay posiciones encontradas: Amícola considera
que lo hizo “de modo marginal y casi por azar” (Amícola, 2009: 185). Villena, por
el contrario, encuentra en su puesta en relación de la biografía con el acto de
escritura un fundamento ético-estético central: “Doubrovsky identificaba la
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autoficción más reconocido del ámbito hispanoparlante, acepta el término ‘autoficción’ propuesto
por Doubrovsky (autofiction, en francés), pero dice que preferiría el de ‘autonovela’ para la lengua
española (Alberca, 2005a: 116); también refiere el término ‘factual fictions’ del inglés (Alberca,
2005a: 120). En cuanto a la definición, acoge (y considera canónica) la de Lecarme, para quien la
autoficción “es una narración cuyo autor, narrador y protagonista comparten la misma identidad
nominal y cuyo título genérico indica que se trata de una novela” (traducido desde Alberca, 2005a:
118). Alberca considera dicha identidad nominal6, único requisito imprescindible de la autoficción,
“signo clave de la propuesta autoficcional sin el cual ésta quedaría sin sentido”7 (Alberca, 2005a:
118) y enfatiza en que la autoficción “se presenta como novela, es decir como ficción, o sin
determinación genérica (nunca como autobiografía o memorias)” y “se caracteriza por tener una
apariencia autobiográfica” (Alberca, 2005a: 115). De allí que el pacto con el lector no sea
simplemente el novelesco o el autobiográfico, sino uno ambiguo, en el que se toman la identidad
autor-narrador-personaje del pacto autobiográfico y la invención de los referentes (referencialidad
textual en lugar de referencialidad externa) del pacto novelesco (Alberca, 2005a: 119).

A Phillipe Lejeune se le reconoce la distinción entre ambos pactos. Él dice que el pacto
autobiográfico “es la promesa de decir la verdad sobre sí mismo. Esto se opone al pacto de ficción”
(entrevista con Alberca, 2004). Define la autobiografía como “relato retrospectivo en prosa que una
persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual, y, en particular, en
la historia de su personalidad” (Lejeune, 1994: 50) y aclara que el pacto autobiográfico diferencia
una autobiografía de una novela con contenido autobiográfico8, pues, en la última, el lector no
espera que lo que se le cuenta sea cierto, aunque pueda haber coincidencias entre las vivencias
factuales del autor y las atribuidas a un personaje con un nombre diferente (Lejeune, 1994). De otro

autoficción como una subversión del paradigma referencialista que apuntalaba


convencionalmente el discurso (auto)biográfico” (Villena, 2005: 41)
6 “La identidad nominal se establece [...] de manera explícita o tácita [...] con
el nombre propio en alguna de sus formas [...] o con un nombre propio que remite
o que se forma a partir del nombre del autor [...] De manera implícita, la
identidad nominal puede ser sugerida o sustituida por algún otro rasgo o faceta
del escritor, que permita identificar inequívocamente al autor” (Alberca, 2005a:
119).
7 Dice más adelante: “Otras interpretaciones que tienden a considerar como
autoficción cualquier relato novelesco en el que sean reconocibles materiales o
contenidos autobiográficos, pero sin ninguna señal que acredite la identidad de
autor y de personaje, me parecen demasiado generales y vagas, y de tenerlas en
cuenta habría que considerar buena parte de las novelas conocidas como
autoficciones” (Alberca, 2005: 118).
8 También diferencia la autobiografía de las memorias y el diario íntimo (pp. 15-
35).

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lado, resalta que lo que define la autobiografía, y la deslinda de la novela, no es la veracidad de los
hechos narrados: “una autobiografía no es cuando alguien dice la verdad de su vida, sino cuando
dice que la dice” (Lejeune, 1994: 234). La distinción, entonces, radica en el pacto, lo que se ofrece
respecto a esos hechos y las expectativas que esa oferta genera en el lector. Para Lejeune, mientras
en el pacto autobiográfico el autor se compromete a decir la verdad sobre sí tal como él mismo la ve
y el lector puede creerle o no; en el pacto de ficción, no tiene sentido que el lector se pregunte si lo
que lee es verdadero o no, “nuestra atención no está ya focalizada en el autor, sino sobre el texto y
la historia” (entrevista con Alberca, 2004).
Esta es la distinción que se hace difusa en el pacto ambiguo, propuesto por Alberca: “una
autoficción, aunque es una novela, parece una autobiografía y bien podría ser que lo fuera de
verdad, pero también podría ser su simulación, es decir, una pseudoautobiografía o unas memorias
ficticias en las que el autor es también personaje” (Alberca, 2005b: 85). De modo que la autoficción
“puede camuflar un relato autobiográfico bajo la denominación de novela” o puede pretender que
una novela es una autobiografía sin serlo (Alberca, 2005a: 117), con lo cual “transgrede o al menos
contraviene por igual el principio de distanciamiento de autor y personaje que rige el pacto
novelesco y el principio de veracidad del pacto autobiográfico” (Alberca, 2005a: 116). Lo anterior
da a la autoficción un carácter o bien fronterizo o híbrido (Puertas, 2003: 641), o bien, uno en el que
los dos pactos tienen lugar de modo simultáneo (Diaconu, 2010: 240) o ambiguo9 (Alberca). Tal
ambigüedad ha generado controversias sobre su pertenencia genérica y el papel del lector ante el
pacto propuesto.

9 Esta ambigüedad, empero, no es exclusiva de la autoficción: “Entre el pacto


autobiográfico y el pacto novelesco, hay una gran variedad de formas y
estrategias a caballo de estos dos grandes pactos y por tanto una infinidad de
posibilidades y grados de ambigüedad” (Alberca, 2005a: 117). Por ejemplo, se
puede distinguir, entre autobiografía ficticia o fantástica (una forma de
autoficción) y novela autobiográfica (una forma de pacto ambiguo que no se
considera autoficción). En la primera hay coincidencia nominal entre autor y
personaje, pero no entre la experiencia biográfica de estos, es decir, se trata
de una autobiografía simulada o pretendida. En la novela autobiográfica ocurre lo
contrario: no hay identidad nominal, pero sí coincidencia de las trayectorias
biográficas, es decir, hay un autobiograficismo escondido, “el autor se encarna
total o parcialmente en un personaje novelesco, se oculta tras un disfraz
ficticio o aprovecha para la trama novelesca su experiencia vital debidamente
distanciada mediante una identidad nominal distinta a la suya” (Alberca, 2005a:
116). Igualmente, dentro de la autoficción, se puede hablar de mayor o menor
grado de volcamiento de la experiencia biográfica del autor en su obra: de la
autoficción biográfica, cotejable con la vida real del escritor; a la autoficción
fantástica, que excluye lo biográfico; con punto intermedio en la autobioficción
(Alberca, 2007).

8
Una primera dificultad, y punto de discusión entre los teóricos, se deriva de qué define la
autobiografía y qué define la novela: ni la primera se caracteriza porque diga la verdad, como aclara
Lejeune, sino porque el autor promete que la dirá; ni la segunda porque diga mentiras, sobre todo si
se acepta, con Vargas Llosa, que, uno, “todas las novelas son autobiográficas10” (Vargas Llosa,
1974: 17) y, dos, “las novelas mienten [...] mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede
expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es” (Vargas Llosa, 2007: 16). De modo que, como
señala Alberca, algunos autores han preferido tomar la autoficción como un aporte a la tradición
autobiográfica, entre ellos Doubrovsky y Lecarme11, mientras que otros la circunscriben claramente
al ámbito novelístico, caso de Darrieusecq12, quien “considera la autoficción como una variante
subversiva de novela en 1ª persona” (Alberca, 2005a: 117) y de Colonna13, quien prioriza la tercera
función que le atribuye a la autoficción: “el autor se inventa una personalidad y una existencia,
conservando su identidad personal, bajo su verdadero nombre14” (Alberca, 2005a: 117-118).

Alberca, por su parte, a veces habla de “la indeterminación genérica de la autoficción” (Alberca,
2005a: 116) y en otras ocasiones le reconoce su pertenencia al género novelístico, pese a la
ambigüedad del pacto que entraña (Alberca, 2005b: 85). En sintonía con la primera posición,
Puertas la considera “un subgénero híbrido” (Puertas, 2003: 641). Sin embargo, solo se podría
considerar la ambigüedad un motivo suficiente para atribuir a la autoficción un estatuto diferente al
de la novela en la medida en que se redujera la noción de pacto novelesco a la total exclusión de la
vida vivida por el autor. Diaconu lo resuelve de un modo más adecuado: ella considera que la
autoficción es una forma literaria en la que los pactos son simultáneos (Diaconu, 2010: 240).

10 Esta idea la comparte Juan Diego Mejía: “Mis obras son ficción, aunque hay
elementos autobiográficos, como hay en toda novela” (Escobar V., 2012).
11 Alberca refiere el siguiente artículo: Lecarme, Jacques (1994). "Autofiction:
un mauvais genre?". En Autofictions & Cie, RITM, 6. Université de Nanterre.
12Darrieusecq, Marie (1996). "L´autofiction, un genre pas sérieux". En Poétique,
107, septiembre, 369-380.
13Colonna, Vincent (1988). L´autofiction. Essai sur la fictionalisation de soi en
litterature (microfichas nº 5650). Lille, ANRT: 34.
14 Las tres funciones son: referencial-biográfica, “en la que lo imaginario es
reducido al máximo por una voluntad de expresar la verdad”; reflexivoespecular,
“con fines paródicos, humorísticos o megalómanos” y figurativa o fantástica, la
que, según Alberca “mejor cuadra” con la definición que Colonna hace de la
autoficción (Alberca, 2005a: 118). Esta definición general, sin embargo, para
Alberca correspondería a uno de sus subtipos de la autoficción: la autoficción
fantástica, en la que, aunque autor, narrador y personaje llevan el mismo nombre,
las experiencias del personaje no se corresponden con el recorrido biográfico del
autor. La autoficción, en un sentido más amplio, reconoce la posibilidad de
mayores o menores coincidencias entre ambos.

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En cuanto al papel del lector, las posiciones oscilan entre quienes consideran que es lícito indagar
en las obras de autoficción por los límites entre lo biográfico y lo ficcional y quienes lo consideran
indeseable. De un lado están los que consideran que la autoficción debe leerse como ficción,
teniendo en cuenta que hay algún grado de distanciamiento entre el yo personaje y el yo autor, y de
otro, a los que les parece posible discernir lo vivido de lo ficcionalizado. Ciertamente, la alusión en
primera persona al yo autor, así la referencia sea tan solo nominal, dificulta olvidarse de él y
concentrarse exclusivamente en el texto, puesto que ambos están integrados. Por lo tanto, la actitud
del lector ante la autoficción no puede ser menos que vacilante: “los lectores pueden, después de
vacilar, optar por leerla en clave ficticia, pero sin ninguna seguridad, ya que en principio tampoco
están en condición de afirmar que no sea autobiográfica” (Alberca, 2005a: 117).

Aun así, desde la perspectiva de Musitano, “develar lo que tiene de verdad la autoficción es no sólo
no haber comprendido el estatuto ambiguo del género, sino tampoco tolerar la incertidumbre, es
decir, no ser un buen lector de literatura” (Musitano, 2010: 4). Alberca expresa acuerdo con esto:
“la autoficción se presenta con plena conciencia del carácter ficcional del yo y, por tanto, aunque
allí se hable de la existencia del autor, no tiene sentido, al menos no es prioritario, comprobar la
veracidad autobiográfica, ya que el texto propone ésta simultáneamente como ficticia y real”, y
añade más adelante: “Es posible que el lector, ya por los datos biográficos que conoce del autor, ya
por los que le proporciona el propio texto, tienda a cotejar éstos con aquéllos y a equivocarse
doblemente, pues nada menos autoficcional, que este tipo de comprobaciones orientadas a anular la
ambigüedad de algunos de estos relatos” (Alberca, 2005a: 120). Su posición, sin embargo, no
exluye radicalmente la posibilidad de esa pesquisa, simplemente no la estima “prioritaria”; en todo
caso, también reconoce que a través de la autoficción, “se alteran los esquemas receptivos y
contractuales de la lectura novelesca o autobiográfica” (Alberca, 2005a: 125-126) y que esta genera
“reacciones de vacilación o desconcierto en los lectores” (Alberca, 2005b: 85). De hecho, admite
que en el modelo de relato autoficcional más frecuente, el biográfico, se “termina estableciendo una
relación extratextual indirecta para lo que allí se narra” (Alberca, 2005a: 121) e, incluso, en otros
más antirrealistas, del tipo de Cómo me hice monja de César Aira, él mismo, como crítico, intuye
“una adhesión imaginaria del autor a la historia y a su protagonista” (Alberca, 2005b: 89).
Establecer estas relaciones no tiene por qué considerarse una doble equivocación, como dice
Alberca, puesto que la ambigüedad del pacto lo provoca. El pacto no se define solamente por lo que
el autor promete o el texto ofrece, sino también por lo que el lector, al entrar en contacto con la
obra, espera. Son sus expectativas el cierre y el efecto del contrato. Si 1. toda novela es, en algún
grado, autobiográfica: en cada una de ellas hay un ejercicio de desnudez por parte del autor, solo

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que el distanciamiento y la ficcionalización le permiten velarla o enmascararla, y 2. la perspicacia de
algunos lectores les da licencia para adentrarse entre los velos –si bien puede ser que descubran más
su propia desnudez que la del autor–, con mayor razón, cuando el autor provoca al lector diciéndole
con propio nombre “estoy desnudo, míreme”, es razonable que este se sienta tentado a mirar, así sea
para comprobar que la desnudez es ficticia o tan velada como en cualquier otra novela. Lo que sí
sería un error es no darse cuenta de que, en la autoficción, la desnudez no es una promesa sino una
provocación, y que, por tanto, no se puede desconocer el distanciamiento entre narrador-personaje y
autor: no se puede pretender que son exactamente el mismo. De cualquier manera, también es lícito
estimar que el juego propuesto al lector justamente es una invitación a reconocer la fusión entre
factualidad y ficción, memoria e imaginación, vida ‘real’ y vida imaginada/deseada/percibida.

Vidas posibles del yo

Esa vida múltiple: vivida, imaginada, deseada, percibida, recreada, recorre la obra de Juan Diego
Mejía desde su primera novela, A cierto lado de la sangre (1991), hasta la más recientemente
publicada, Era lunes cuando cayó del cielo (2008), y parece extenderse a sus últimos proyectos, uno
inédito, que se denominaría Una sombra delgada y pequeña, en la que el protagonista espera la
muerte el día de su cumpleaños número sesenta, y otro en gestación, en el que no se referiría a sí
mismo sino a quien le habría gustado ser. Cada una de ellas se inscribiría, a su modo, en el pacto
ambiguo y tendría diferentes grados de distanciamiento-volcamiento de la experiencia biográfica en
el yo-narrador-personaje. Entre las publicadas, todas, excepto A cierto lado de la sangre son
autoficcionales, y aluden a diferentes momentos en la vida de un personaje protagónico a la vez
múltiple, es decir, uno en cada obra, y continuo, por lo que se podría decir que cada una de estas
obras es un tomo de una sola autoficción. Del mismo modo que la obra de Gabriel García Márquez
crea un universo ficcional-espacial denominado Macondo o la de Manuel Mejía Vallejo, otro,
denominado Balandú, Juan Diego Mejía crea un universo ficcional-biográfico denominado Juan
Diego Mejía. Sus obras de autoficción relatan la infancia de este personaje (El cine era mejor que la
vida), su adolescencia (Camila Todoslosfuegos), su etapa universitaria (El dedo índice de Mao) y un
episodio de su madurez (Era lunes cuando cayó del cielo). Por otra parte, su primera novela se
podría considerar una novela autobiográfica, y tal vez sea, de sus obras, en la que más se vuelca lo
autobiográfico; esta corresponde más o menos a la misma etapa que se narra, ahora sí dentro de la
autoficción, en El dedo índice de Mao.

El cine era mejor que la vida (1997) presenta la historia de un niño que observa cómo su padre se
sumerge en el alcohol como vía de evasión para sobrellevar la hostilidad del mundo real, hasta que
decide dejar a su familia y lanzarse al mundo de sus ensoñaciones; entre tanto, el niño va
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descubriendo, a su propia escala, dicha hostilidad, encontrando sus propias vías de evasión, en
particular la literatura, y elaborando, a través de su relato, el perdón del padre. De esta novela, su
autor dice: “El cine era mejor que la vida es una novela muy autobiográfica, obviamente no es una
transcripción literal de mi vida, pero sí es como yo me la imagino, como la recuerdo” (Escobar V.,
2012) y añade: “La motivación del cine fue una crisis personal: a principios de los años 90, tuve un
episodio familiar que terminó con mi separación”. Juan Diego Mejía se había dedicado a su
compañía publicitaria con la que venía obteniendo éxitos económicos y profesionales, pero los
costos habían sido que había desatendido la escritura así como su vida familiar y afectiva. Se alejó
por un tiempo de su familia y la crisis lo abocó, de nuevo, a escribir: “Me fui en un estado de
tristeza que lo único que pude hacer fue escribir”. Revisó fotos de familia y recordó a su papá, “muy
cariñoso y muy ausente. Entonces era como si yo estuviera repitiendo la historia de él. Era de mi
papá que estaba escribiendo, pero me di cuenta que también era como una autobiografía. Cuando
hablo del padre, no solamente estoy hablando del padre sino que hablo de mí mismo” (Escobar V.,
2012).

Orozco asegura que esta obra “gira sobre el eje del personaje de Mejía padre, quien es visto por un
narrador adulto, pero que asume la posición y mirada de un niño” (Orozco, 2003: 88). No obstante,
en cuanto al personaje protagónico, aquí se han planteado dos ejes en la narración: la historia del
padre vista-imaginada por el hijo y la historia del propio hijo. La puesta en relación de las dos
historias permite mostrar la identificación del hijo con su padre y la donación de sentido para su
historia. Es decir, es precisamente este pacto narrativo el que vehicula la estética del perdón. Por lo
tanto, el narrador no es solamente testigo, sino que también es protagonista. De cierto modo, la
relación autoficcional en esta novela tiene una complejidad adicional, puesto que el yo se desdobla
en dos personajes que, debido a la identificación, se hacen uno solo: el padre, al que se alude en
tercera persona, y el hijo, narrador en primera persona.

En cuanto a la distancia temporal entre los hechos narrados y el momento de la narración, en efecto,
el lector es advertido al inicio de la novela acerca de que ha transcurrido un tiempo entre ellos: “Por
aquello días, Mejía y yo estábamos unidos por el cine” (El cine: 9). “Aquellos días” se refieren a un
tiempo pasado, una analepsis cuyo alcance no se precisa a pesar de la expresión “ahora, tanto
tiempo después, pienso en él” (El cine: 9) que, aunque remarca la distancia temporal, no permite
asegurar si esta es suficiente para considerar adulto al narrador. La dificultad para asegurarlo yace
en que, como señala Orozco, se narra “desde la posición y mirada de un niño” y, aunque se anuncia
el ejercicio de recordar: “pienso en él sentado en la sala del teatro, preocupado, simulando estar
conmigo” (El cine: 9), inmediatamente el recuerdo se hace presente, se narra como presente ya

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desde la primera línea del siguiente párrafo: “Para mí es toda una maravilla estar aquí un día de
semana, a las cuatro de la tarde. No hay gritos de otros niños”, en la que, como se ve, el narrador se
identifica como un niño. Adicionalmente, no hay marca alguna de un retorno al momento de la
narración, que se mantiene como simultánea a los hechos narrados hasta el final de la novela. Se
trataría, entonces, de un narrador-personaje que, como narrador, ha tomado distancia temporal
respecto a los hechos narrados, pero, como personaje, los vive (e imagina) en presente. El punto de
vista es siempre el de un niño cuyas visiones son al mismo tiempo ingenuas y lúcidas, puesto que
trascienden lo anecdótico y se hacen significativas, lo cual quizás implicaría la organización del
narrador adulto. A pesar de esto, tampoco se puede descartar que el momento de la narración sea
justo al final de lo narrado, es decir, cuando el niño va a cine por primera vez con su madre.

De otro lado, es razonable que el proyecto de elaboración autoficcional de una vida, que se relata a
lo largo de varias obras, tenga la infancia como primer capítulo, para hacer al lector testigo del
nacimiento del yo autoficcional. El punto de vista y sensibilidad ante el mundo de este narrador-
personaje permanecerá, a lo largo del proyecto, caracterizado por establecer continuidades entre lo
fáctico y su subjetivación, con frecuencia por vía imaginaria, y por unas percepciones del entorno
que resaltan la dificultad para desempañarse dentro del rol que se percibe como paradigmático.
Adicionalmente, como plantea Alberca, “la experiencia personal más literaturizable, o lo que es lo
mismo mitificable, es sin duda la infancia. La infancia se presta como pocas etapas de la vida a un
tratamiento lírico-narrativo, pues por definición esta edad es el verdadero territorio de promisión de
la memoria y de la creación poética” (Alberca, 2005a: 121).

Camila Todoslosfuegos (2001) narra el despertar afectivo y sexual de este personaje, aún sin
nombre, pero que, al igual que el de El cine era mejor que la vida es hijo de Mejía: “Mañana será
otro día, acostumbraba decir Mejía antes de irse de esta casa” (Camila: 43) y es hijo de Laura:
“Laura me tocó varias veces la puerta y preguntó si todo estaba bien, Sí mamá, le dije, estoy bien”
(Camila: 82). Su vivencia, en el contexto de la Medellín de los años setenta, está caracterizada por
las pérdidas afectivas (María y Camila), por la transición hacia la vida universitaria y la
preocupación política, y por la definición de sí mismo como hombre en una ciudad igualmente
adolescente, igualmente en transformación. Un punto de tránsito del grupo de amigos es el hueco
donde se construirá el edificio Coltejer, que será el más alto de Colombia: “Todo en Medellín es lo
más grande, Negro, no se te olvide”, un vacío donde se erguirá el símbolo fálico de la
antioqueñidad.

El tránsito y los referentes se mantienen en El dedo índice de Mao (2003), novela en la que el
protagonista es nombrado, Juancho, y tiene un hermano, el Gordo, quien sufre de retardo mental,
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como el hermano del escritor. Esta novela se refiere más a la vida familiar que su doble especular, A
cierto lado de la sangre (1991). Cada una de estas novelas, desde un pacto ambiguo, pero como
autoficción El dedo índice de Mao y como novela autobiográfica A cierto lado de la sangre, narra
una de las vidas posibles, uno de los lados de la sangre, donde se ubicará un joven que deberá optar
entre la vida universitaria y el proyecto político maoísta de transformación social que implicaba
abandonar la universidad, en el caso de la primera, o que ya ha optado y aprende las consecuencias,
en la segunda. Juan Diego Mejía explica el volcamiento de su experiencia política en su primera
novela:

yo fui militante de la izquierda de los años 70, fui maoísta. Nunca tuve un arma en mis
manos, nunca fui parte de un grupo guerrillero, pero tenía esas convicciones de que la
revolución se iba a dar en Colombia y el mundo […] A cierto lado de la sangre recoge
esa historia de militancia maoísta. Es una novela pesimista, pero como ajustando
cuentas con el mundo (Escobar V., 2012).

Sin embargo, esta es una novela respecto a la cual ha tomado distancia: “La literatura tiene que ser
otra cosa, no sacar conclusiones ni conducir el final de las historias” (Escobar V., 2012). Explica
que “A cierto lado de la sangre fue una novela escrita antes de tiempo, muy recientemente llegado
de esa historia de militancia en el campo, sin mayor formación literaria, sin mayor reflexión. Salió
una novela, yo diría, espontánea, pero amañada, en el sentido que estaba sesgada por criterios
políticos y por la imagen del gran militante. Entonces no es una novela muy interior, yo diría que no
es muy honesta; es honesta en el sentido que eso era lo que yo quería hacer, ese era el deseo. Pero,
en El cine era mejor que la vida, logré ser más honesto” (Escobar V., 2012).

Esta conciencia de distanciamiento le permite dar el paso de un compromiso realista, en el que el


yo-autor vuelca sus vivencias en un personaje llamado Sebastián, a su proyecto literario
autoficcional. Dada la coincidencia temática, el cambio se hace muy evidente al contrastar esta
novela con El dedo índice de Mao. Entre las dos, la principal transformación estética justamente
consiste en el paso de una narración más fiel a las experiencias vividas, a la elaboración de una vida
imaginada, y, al mismo tiempo, de una alta valoración de la realidad social, a otra, de la vida íntima
y familiar.

Ocurre otra transformación importante de las tres novelas de autoficción ya mencionadas a Era
lunes cuando cayó del cielo (2008). Aunque se sigue sosteniendo una perspectiva que parece ser la
del mismo narrador-personaje, solo que ahora en su etapa adulta –además del apellido, Mejía, hay
otras marcas que vinculan al autor con el personaje: “Mi oficio es hacer documentales y mi

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vocación es inventar historias” (Era lunes: 180)–, esta novela no se centra en narrar su propia
historia; ya no es protagonista, sino testigo. Mejía contempla la historia de Marcelo, el hombre con
el que comparte oficina y que se va convirtiendo en su amigo, y Lucía, una modelo que se suicida.
Sin embargo, la permanencia del carácter del narrador-personaje del proyecto autoficcional de Juan
Diego Mejía no le permite al de esta novela ser secamente un testigo: el personaje intenta indagar
los hechos que rodean la relación de la pareja y el suicidio de Lucía y, desde luego, imaginarlos o
suponerlos cuando no logra acceder a ellos, e igualmente imaginar o suponer la interioridad de los
personajes involucrados. Si bien la novela traslada por primera vez la comprensión de la dificultad
para encajar en lo paradigmático del hombre a la mujer (una modelo), el distanciamiento que
produce el punto de vista del testigo dificulta la empatía o conexión del lector con los eventos de la
novela, de los que queda una sensación de anécdotas. Juan Diego Mejía explica este cambio en el
objeto de la narración: “Siempre había tratado de salirme de mí mismo, incluso en esa novela
tampoco lo logro” (Escobar V., 2012).

Esta experiencia hace parte de su búsqueda estética. El escritor habla de cerrar ese ciclo con su
novela Una sombra delgada y pequeña (2012, inédita), en la que presenta el deseo de que el
narrador-personaje que se vincula con él ambiguamente muera: “Acabo de escribir una novela en la
que creo que terminé la historia de mi vida, la historia de todas mis experiencias. Es una novela que
habla sobre mi funeral. O sea […] habla del funeral de alguien que se parece mucho a mí” (Arias,
2012). El siguiente es el inicio de esta novela, tomado de la página web del escritor:

—Creo que moriré de viejo —dice Juan frente al espejo mientras se anuda la corbata.
Ve cómo su imagen mueve los labios de nuevo y pronuncia las mismas palabras. En el
Juan que se refleja alcanza a ver un movimiento de la cara que se le parece a una
sonrisa. Piensa que hoy puede ser el día que ha estado esperando durante los últimos
meses, pues no sólo es su cumpleaños sino que, si todas las conjeturas se cumplen, será
también la fecha de su funeral (Una sombra, 2012).

“Hasta el momento mi personaje ha sido un hombre muy comprometido con la realidad, un tipo
medio ingenuo, las cosas no le salen bien del todo, su relación con el mundo no es exitosa, entonces
es un poco dramático, un pesimista que acepta su pesimismo con cierta tranquilidad”, dice Juan
Diego Mejía sobre el narrador-protagonista que ha ido de la infancia a la madurez en su obra
autoficcional. Con la convicción de muerte del personaje de Una sombra delgada y pequeña, según
él, terminaría este ciclo: “quiero cerrar el ciclo de la autoficción, quiero experimentar, quiero vivir
en cuerpo de otros personajes”. De hecho, la novela en la que está trabajando en la actualidad
(2012), tendría otras características: “estoy escribiendo una historia sobre un personaje muy distinto
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de lo que yo soy, el ser de mis sueños, que sale de noche con zapatos blancos, canta y baila salsa, y
le pasan cosas que yo sé que pasan por la noche, mientras yo estoy dormido” (Escobar V., 2012).

Debilitamiento de la verdad

A pesar de la expectativa de veracidad que puedan tener los lectores frente a la autobiografía o la no
expectativa que puedan tener frente a la novela, la reflexión reciente hace notar la parcialidad de la
verdad del autobiógrafo y la posibilidad de verdad, en todo caso igualmente parcial, del texto
novelístico. Si los límites entre verdad y versión o, abiertamente, entre verdad y ficción se hacen
difusos en los géneros caracterizados por los pactos autobiográfico y novelesco, ¿cuáles pueden ser
las expectativas cuando el pacto que media no porta la verdad de un pacto ni la ficción del otro sino
la ambigüedad de los dos? Diaconu lo reconoce cuando plantea que la auténtica autoficción es “un
espacio que fuerza los límites de la ficción y donde se problematiza su relación con la verdad”
(Diaconu, 2010: 225-226). Esto se da en la obra de Juan Diego Mejía, más que como
problematización, como disolución, efecto de la confusión de lo ocurrido y lo imaginado en la
memoria del autor:

Lo mío no es una promesa de que les voy a contar la verdad porque he perdido la
noción de la verdad. Lo supe un día que me llamó mi mamá y me dijo: “Juan Diego
Mejía, estoy muy brava con usted. Acabo de ver una entrevista que sacaron en el canal
regional. Usted dice muchas mentiras. Cómo así que usted tenía que ir a trabajar al
almacén de su papá a llevarle el almuerzo, cómo así que su abuela tuvo 25 hijos, cómo
así que su papá tuvo que dormir en una tumba varios días para que su abuelo no le
pegara. Eso es mentira”. Frente a todo lo que ella me iba diciendo, me parecía evidente
que lo que yo había dicho había sido verdad, pero ella empezó a quitarme el velo.
Claro, es que yo he construido un mundo en el que ese personaje, mi yo, ha confundido
las dos realidades, y digo unas cosas que no es porque quiera decir mentiras sino
porque se me confunden. Entonces yo no le puedo prometer a un lector: “le voy a
contar la verdad”, porque no la sé, porque todo está construido amañadamente
(Escobar V., 2012).

Esta ‘confusión’, de hecho, marca su propuesta estética débil. Por ejemplo, en El cine era mejor que
la vida, aunque es el escritor adulto el que recuerda (lo autobiográfico), el resultado de su ejercicio
de memoria-imaginación (lo autoficcional) es un narrador-niño cuyo conocimiento del mundo está
caracterizado por una indistinción, una continuidad entre observación e imaginación (se imagina lo
que no alcanza a ver, lo que no es posible saber). Se trata, entonces, de un narrador que no sabe; lo

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que narra lo inventa, lo imagina, y lo que imagina le permite comprender, reconocer que hubo unas
circunstancias que explican el comportamiento del padre: “Jamás habló de ella [de Evalú] delante
de mí. Ambos vivimos con secretos que nos van a acompañar hasta la tumba” (El cine: 34). El
punto de vista resultante logra articular la ingenuidad del niño con la comprensión (el perdón) que
parece el resultado de un distanciamiento respecto a los hechos. Este narrador, donador de sentidos
a través de la imaginación, permanecerá en sus siguientes novelas. La verosimilitud de su invención
de la realidad, que suple los eventos factuales desconocidos, o más claramente, la empatía del lector
con la voz narrativa que los transmite, sumada a un uso del lenguaje abismalmente alejado de la
pretensión de objetividad, debilita las nociones de realidad, verdad y objetividad en la obra de Juan
Diego Mejía. Él explica la génesis de este punto de vista y esta apuesta estética:

Tal vez los lectores y los escritores necesitan verdades absolutas, pero es que yo vengo
de lo contrario: yo era un militante de izquierda, yo era un maoísta, era un religioso, un
fundamentalista, las cosas para mí eran blanco o negro, eran verdad o eran mentira. Y
lo que yo he descubierto es que nada es blanco, nada es negro; nada es verdad, nada es
mentira; todo puede ser, todo tiene matices. La literatura que yo construyo, tal vez de
una manera involuntaria, va produciendo eso: unas verdades que no son verdades, no
hay posiciones absolutas, no hay creencias, no hay nada, no hay nada. Hay
simplemente un tránsito de unos personajes que desfilan por el escenario de la vida,
pero que no pretenden convencer a nadie. Es una forma de defenderme del panfleto
que me persiguió tanto tiempo (Escobar V., 2012).

En efecto, esta toma de posición se hace evidente al comparar A cierto lado de la sangre con las
novelas posteriores. El testimonio deja ver además la pérdida de la verdad como centro y punto de
apoyo y la aparente ausencia de un sucedáneo: “no hay nada, no hay nada”. Es aparente, porque el
escritor aclara: “Uno cuando está muy joven tiene muchas verdades y de pronto esas verdades se
van desapareciendo. Lo asustador de la vida es cuando uno se encuentra solo, sin verdades.
Entonces el mismo discurso es lo que me salva” (Escobar V., 2012). El texto, así sea en su carácter
inestable, constituye el nuevo punto de apoyo. Precisamente a este cambio de centro se refiere
Villena cuando destaca el desplazamiento de la atención que produce el pacto ambiguo del valor de
verdad al acto de la escritura, independientemente de ese valor (Villena, 2005: 40-41).
Independientemente, además, en el caso de Juan Diego Mejía, porque “la literatura no es una verdad
sino una forma de vida, un mundo de ambigüedades, pero es en lo único en lo que creo” (Escobar
V., 2012).

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Continuidad entre hechos, recuerdos e imaginación

El debilitamiento de las nociones de realidad, verdad y objetividad, y el desplazamiento del centro


hacia un referente más débil, el texto, se producen en su narrador-personaje, adicionalmente, como
reconocimiento de la defectividad y riqueza, concurrentes, de los mecanismos de cognición o
percepción del mundo. El concepto percepción se aparta, por supuesto, de una pretensión de
conocimiento objetivo de la realidad. Así lo señala Lippmann, quien desarrolla una psicología
política cognitiva que resalta las discrepancias entre las imágenes de la realidad en la mente de las
personas y la realidad misma (Lippmann, 1946). De este modo, según McCombs, Lippmann
“marcó una distinción importante entre el entorno (el mundo que existe realmente allí fuera) y el
pseudo-entorno (nuestras percepciones privadas de aquel mundo)” (McCombs, 1996: 14).

Por su parte, Juan Diego Mejía genera la ilusión de abolición de esta distinción, construyendo una
narración en la que la única realidad relevante es la percibida. La relevancia de la percepción, no
obstante, no radica en que se pretenda desconocer con ella la posibilidad de otras percepciones, sino
en que se produce un efecto de empatía del lector con el punto de vista, con frecuencia
manifiestamente deficiente, del narrador-personaje, deficiencia que él reconoce mediante marcas
adverbiales: “No estoy preparado para hacer una cosa así. Tal vez Marcelo tampoco estaba listo
pero la hizo” (Era lunes: 108). La anterior cita es un ejemplo de cómo el narrador-personaje trata de
imaginar las vidas ajenas poniéndose en el lugar de los otros; la frase adverbial ‘tal vez’ conecta lo
que percibe con la imaginación, para novelar esas vidas, y signa la precariedad de su percepción.

Así sea precariamente, la percepción del entorno, o representación del contexto, en términos de Van
Dijk (2004), concede al personaje la posibilidad de aproximarse a lo no dicho: “No te preocupés por
esas cosas, Negro, a todos nos ha pasado lo mismo, dice Paco, pero no le creo, él nunca le ha
fallado a una mujer en la cama” (Camila: 34); proyectar su estado de ánimo: “Debe ser por esa
oscuridad de la entrada, ese portero tan cansado de vivir, las paredes tan tristes, todo tan encerrado,
la gente tan fea que se asoma por las puertas a ver quién anda por ahí preguntando por el hijo de la
cónsul” (Camila: 77); referirse a sus sensaciones: “Hace poco fui al cementerio a llevarle flores a
Camila y cuando entré sentí lo mismo que el día aquel en que fui a buscarla a su casa en Castilla.
Me recorrió la sensación de estar en un territorio ajeno, me creía observado desde las tumbas y
también me perdí entre los callejones formados por las murallas de lápidas” (Camila: 168), o entrar
en la mente y la intimidad de otros personajes: “Nos dijo que debía esperarla y despedirse
formalmente. Pero a mí me pareció que no quería irse y que lo único que deseaba en esos momentos
era el regreso de Lucía” (Era lunes: 113).

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La percepción, como sucedáneo débil de la realidad, opera análogamente a la memoria, igualmente
defectiva. El reconocimiento que líneas atrás ha hecho Juan Diego Mejía de la insuficiencia de la
memoria, es similar al que hace Lejeune respecto a la memoria autobiográfica, o el que usa García
Márquez como epígrafe de sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda
y cómo la recuerda para contarla” (García Márquez, 2002: 7). También Vargas Llosa declara esta
cualidad de la memoria: “Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la
fantasía” (Vargas Llosa, 2007: 24), y amplía:

Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo


inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la
recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un
simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa. Por
eso la literatura es el reino por excelencia de la ambigüedad (Vargas Llosa, 2007: 24).

Este debilitamiento ocurre no solo por la falibilidad del ejercicio de la memoria, sino como
resultado de la independencia creativa del autor: Vargas Llosa habla de cómo invenciones,
tergiversaciones y exageraciones pueden superponerse a los recuerdos (Vargas Llosa, 2007: 17).

En consonancia, la obra de Juan Diego Mejía está poblada de continuidades entre memoria,
decantada y subjetivada, e imaginación. Un ejemplo:

Recuerdo las historias que nos ha contado de sus andanzas con los poetas nadaístas
[…] Lo imagino andando junto a tres hombres flacos vestidos de negro que no hablan
mientras caminan en la oscuridad de una calle. Se detienen junto a una lámpara de
alumbrado público y se alcanza a ver el calado de la llovizna contra la luz (Camila:
47).

Yuxtapuesta a la imaginación o no, la memoria es, en todo caso, el mecanismo privilegiado en la


articulación de los eventos narrados:

Lucas y yo nos bajamos a estirar los músculos pero sin alejarnos del camión rodeado
de niebla. Recordé la montaña a la que subíamos con la gente del colegio cuando
estábamos muy pelados. Todos los niños iban con rifles de copas y yo era el único que
no tenía rifle sino cauchera […] En el páramo me sentí como en esos paseos (Camila:
51-52).

Igualmente, la imaginación actúa por cuenta propia, a veces para suplir lo desconocido, a veces
como recurso para vencer los límites de la realidad. En el último sentido, Vargas Llosa señala sus
alcances:
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La imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable
entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella
somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y
multiplicamos, viviendo muchas más vidas de la que tenemos y de las que podríamos
vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia
(Vargas Llosa, 2007: 30).

Juan Diego Mejía acoge este alcance cuando dice que una obra también es “ese intento por […]
hacer posible lo que nunca ocurrió” (Mejía, 2007) y, según anticipa, lo está llevando a sus máximas
consecuencias en la novela que está escribiendo actualmente. Así mismo, es evidente que dado el
carácter propenso a la evasión y la ilusión de su narrador-personaje, la imaginación es una contante
en su modo de relacionarse con el mundo, de acceder a su deseo:

Qué bueno sería encontrarme con Camila aquí mismo, la invitaría a tomarnos un ron en
el bar de don Quique. Tendría que ser una casualidad muy grande que nos
encontráramos en este preciso instante. ¿Cuál es la probabilidad de que eso ocurra?, no
me sé la fórmula para calcularla, pero debe ser muy poquita, casi cero. Si no es
completamente igual a cero es porque hay probabilidad, entonces, ¿por qué no podría
pasar? Yo creo que es cuestión de concentrarse y pensar con fuerza, Camila, vení,
Camila, vení […] Tal vez le diga que me acompañe a estudiar cálculo en mi casa
mientras nos tomamos un ron antes del almuerzo, no importa que ella no sepa nada de
matemáticas, lo único que quiero es que se siente frente a mí y me deje mirarla de vez
en cuando. De pronto le suena la idea de desnudarse para servirme de modelo mientras
hago los ejercicios del libro (Camila: 78-79).

Otra función de la imaginación en la obra de Juan Diego Mejía es suplir lo desconocido, es decir, no
abdicar ante lo que no es posible saber porque no se es testigo de ello, debido a las barreras del
tiempo o el espacio o al carácter íntimo de los pensamientos y sentimientos. Por ejemplo, la barrera
del tiempo no obsta que el niño de El cine era mejor que la vida puede referir uno de los primeros
encuentros de sus padres: “en frente de mí se enciende una gran pantalla de cine en la que pasarán
una película llamada Laura. Ahí está ella, diez años atrás, conversando a través de la ventana con el
hombre que canta en los graneros del barrio” (El cine: 82), o para que Juancho se haga una imagen
de la vida familiar de su amigo, el Mono, en el campo:

Retrocedo a ese tiempo y veo a sus tres hermanas que le ayudan a la vieja, las cuatro
desgreñadas y sucias, para qué se van a bañar y a peinar en un día de semana, para qué

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sonreírles a los tres grandecitos que se alistan para la escuela con maletines terciados
en lugar de cananas como los hombres de las canciones, váyanse así, sin sonrisas ni
despedidas, adonde lleguen recuerden el olor de las vacas y de la cocina de leña (El
cine: 77).

Tampoco el futuro está fuera del alcance narrativo, puesto que imaginarlo es un hábito del narrador-
personaje: “Me había acostado temprano a imaginar lo que podría encontrarme al otro día” (Camila:
56). También se aventura con el futuro de los otros; así lo hace con doña Elisa, anciana soltera y
próspera: “Se me ocurre, al mirarla desde este campamento desmontado, con sus ganancias sobre la
mesa de juego, que algún día la va a matar uno de sus panaderos” (El cine: 72).

La imaginación, igualmente, es un sucedáneo débil de la omnisciencia, puesto que permite suponer


lo que ocurre en otros lugares, pero carece de la pretensión de verdad u objetividad de esta. Cuando
el niño de El cine era mejor que la vida ha sido alejado de sus padres, imagina el inicio del día de
estos y lo narra pleno de detalles, con apariencia de realidad: “Al amanecer, el cielo es azul
brillante. Es el mismo delgado techo azul que viene desde Medellín y que se mete por las ventanas
del cuarto de Mejía y Laura y les ha hecho levantarse temprano. Mejía se pone el vestido gris. Saco
y pantalón. La camisa está algo raída en el cuello, y el paño del traje ya brilla de puro gastado” (El
cine: 27). Igualmente, así alcanza a Annie, la actriz de sus ensoñaciones: “Ella ahora debe estar
durmiendo como el resto de la gente de este lado del mapamundi. Su vestido de trapecista
seguramente cuelga de un clavo detrás de la puerta. Sus zapatillas encima del tocador, al lado de los
pomos del perfume. Annie debe tener sueños azules como sus ojos” (El cine: 118), o a María,
cuando se aleja con un nuevo novio: “Y se van. Los imagino abriendo la puerta de la casa,
respirando el aire guardado del zaguán, entrando a la sala Luis XV, acomodándose en el enorme
sofá donde María se deja besar, Adiós, María, adiós” (Camila: 72).

El acceso imaginario a otros espacios le deja dar una interpretación de las vidas y búsquedas ajenas:

Pienso en el rito de transformación cuando van a salir en grupo. Los veo frente al
espejo en silencio, esconden lentamente sus rostros infantiles detrás de las gafas
rayban, abultan sus hombros con la chaqueta de piloto de guerra, endurecen sus brazos
con muñequeras de cuero, calzan sus botas pesadas, dan cuatro pasos en círculo sin
dejar de mirarse en el espejo, hasta cuando sienten que están listos. Salen de los garajes
de sus casas y respiran el olor de su motor en acción (Camila: 62-63).

Hechos, igualmente inaccesibles por vía de la experiencia, acontecen en el mundo interior de los
otros personajes. Acceder a ellos permite al narrador-personaje, por ejemplo, suponer cómo lo

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percibe su padre: “Sentirá mi respiración junto a la suya y se dará cuenta de la intensidad con la que
miro la pantalla” (El cine: 11); en qué piensa su ex novia: “Ahora voy con María en un taxi para la
inspección de policía donde tienen a Simón, y también le ruedan las lágrimas. No hablamos, sólo
miramos por las ventanas del carro y pensamos cada quien en lo suyo. Ella seguramente está
pensando en Simón” (Camila: 56), o cuáles fueron los pensamientos de Lucía, la novia de su amigo
Marcelo, el día de su suicidio: “Lucía estaba confundida a esa hora. No creo que haya pensado en el
olor dulce que se mueve en el aire de El Poblado. En otra oportunidad lo habría hecho” (Era lunes:
121).

Este poder le permite al narrador no solo imaginar lo que hacen, piensan o siente los otros, sino,
incluso, imaginar lo que imaginan:

Son las cinco, piensa Mejía en el intermedio de la cinta. Y se le ocurre que a esa hora
Evalú debe estar bañándose en su casa del puerto con el agua que cae sin fuerza desde
el tubito de su ducha, acariciándose con jabón perfumado en el baño de paredes
despintadas. Desde allá puede oír los loros del patio en su algarabía antes del
anochecer y siente el viento fresco mezclado con olor a café que se filtra por la puerta
del baño (El cine: 13).

Adicionalmente, la imaginación lo autoriza para vencer el límite por excelencia, la muerte:

¿Qué le diría el cadáver de Jorge Patiño al cuerpo sin alma de Camila?, ¿le daría las
gracias por interrumpir su vida para acompañarlo en el pánico de la carrera con
Octavio?, tal vez lo hizo en el último instante en que tuvo conciencia, cuando volaban
cerquita de las copas de los árboles, quizá le dijo, Gracias, Camila, por morirte
conmigo (Camila: 167).

Y para contemplar las muertes ajenas, como mecanismo de duelo. En A cierto lado de la sangre, el
narrador recrea las últimas horas de Nacho antes de ser asesinado: “A esa hora ya sus manos
sangraban, entonces seguramente hizo todos los movimientos repetidos durante el día pensando que
sería la última vez” (A cierto: 136). El relato de los eventos imaginados se extiende varias páginas:
“Estuvo escondido entre las espigas enormes desde donde vio con claridad a los cuatro hombres.
Después todo se le borró cuando escuchó los estallidos de las escopetas” (A cierto: 143). A pesar de
que los detalles dan apariencia verosímil al relato, al final del mismo, el narrador inserta una marca
que le recuerda al lector su carácter de versión imaginada, aproximación: “He calculado que serían
las ocho de la noche cuando Nacho quedó tendido en el pastizal con un agujero en la espalda” (A
cierto: 143).

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Lo particular de estos desarrollos imaginarios de los eventos, pensamientos o emociones
inobservables es que se le presentan al lector con la suficiencia aparente del narrador omnisciente,
con todos los detalles, de modo tal que, a pesar de la imposibilidad fáctica del narrador de acceder a
ellos y de las marcas que indican la ficción, la suposición o el deseo, el lector los acepta como
reales. Tal vez, seguramente, quizá, he calculado, imagino, pienso son algunas de esas marcas:

Tal vez llegó en su motocicleta una noche después de sus recorridos endiablados y les
pidió a los jarlis que lo dejaran solo con ella. Ellos se habrán quedado afuera tomando
vino mientras Octavio se subía por la reja del frente. Después lo verían caminando por
la calle principal de los mausoleos hasta que se les perdió entre los sauces gigantes
(Camila: 169).

No obstante, también se plantean algunos límites a la imaginación y lo narrable. Hay eventos que se
acallan, intimidades a las que no se accede, posibilidades que se silencian, límites que se admiten.
Estos silencios allegan a lo imposible, lo femenino y lo sagrado. Hay aproximaciones imaginarias al
mundo íntimo de Evalú, pero no es posible pretender un retrato fidedigno o imaginar un encuentro
ente ella y Mejía. Ella es un abismo, es insondable, es imposible, pertenece a lo infinito. Juan Diego
Mejía cuenta que “en una de las versiones, Mejía encontraba a Evalú, pero era un problema cómo
mostrarla después de que era simplemente una ilusión. Habría sido una mala decisión que la viera,
que se tuviera que decir cómo era y qué sintió” (Escobar V., 2012). Tampoco accede a la intimidad
de Laura, del mismo modo que sí lo hace con la de Mejía, en El cine era mejor que la vida, o a la de
Lucía, en Era lunes cuando cayó del cielo, a pesar de que el objeto de la narración es reconstruir el
mundo al que ella pertenecía; pero no logra entrar: “me parecía que podría sonar muy artificial
porque no conozco el mundo femenino, cada vez lo desconozco más” (Escobar V., 2012). Los
detalles del pasado familiar de este personaje, a pesar de las averiguaciones, también permanecen
acallados: “Hay muchas cosas que no sabés, Mejía” (Era lunes: 172), le dice Marcelo cuando
intenta indagar por el papá de Lucía. “Pensé que debía quedarme sin saber qué había pasado con su
papá, por qué le daba tanto frío en las noches, por qué no se daba cuenta de nada, por qué nunca nos
habló de él” (Era lunes: 181-182), dice después de interrogar al respecto a Manosalva, el fotógrafo
preferido de ella. Este silencio connota pudor, respeto por unas vivencias quizás muy crudas,
reconocimiento de un límite a lo cognoscible, conservación de lo velos que Kristeva asocia con lo
sagrado.

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Escritura del yo y debilitamiento de la identidad

La autoficción implica el narrador en primera persona, opuesto, en cuanto al poder sobre la


información, al omnisciente. Justamente esta limitación es la que Vallejo aprecia de la primera
persona y por la que rechaza la omnisciencia: “¡Cómo va a saber un pobre hijo de vecino lo que
están pensando dos o tres o cuatro personajes! ¡No sabe uno lo que está pensando uno mismo con
esta turbulencia del cerebro va a saber lo que piensa el prójimo! ¡Al diablo con la omnisciencia y la
novela! […] Yo sólo creo en quien dice humildemente yo y lo demás son cuentos” (Vallejo, 2003:
contracarátula). El narrador de Juan Diego Mejía, sin embargo, elude esa limitación, simula los
poderes de la omnisciencia, pero deja a la vista la simulación. No se propone un pacto de
objetividad, sino uno en el que se exponen las costuras del tránsito hacia lo imaginario, como forma
de donar sentido a las historias ajenas. De allí que se ha considerado que el pacto que se propone en
su obra es un sucedáneo débil del pacto en la novela de narrador omnisciente. No es la pretensión
de verdad ni de objetividad lo que impulsa a la ruptura de estos límites, sino el carácter mismo del
narrador-personaje y su actitud indagadora y donadora de sentidos.

En todo caso, el narrador no deja de mirar hacia dentro ni de desvelar la intimidad propia, y puesto
que se trata de una narración autoficcional, en este desvelamiento de la intimidad del personaje
coexisten fuerzas de volcamiento autobiográfico y de distanciamiento novelesco. Por la primera
fuerza es que Lejeune valora positivamente la escritura del yo:

En los países de tradición católica, se tiene mucho miedo del yo, del Diablo y del
orgullo, y la atención a sí mismo es sospechosa –de ahí proviene una cultura del
secreto, y quizá, a causa de esta opresión, una práctica de lo íntimo más profunda y
exigente que en los países protestantes donde el discurso sobre el yo, mejor admitido,
queda quizá más superficial (en entrevista a Alberca, 2004).

Juan Diego Mejía se ocupa del desvelamiento de esa intimidad profunda, a la que otros escritores
no acceden por pudor:

Yo provengo de la clase media, estrato 4, de una familia donde no había muchos


secretos porque mi papá y mis tíos hicieron públicas sus vidas: iban a los cafés y se
emborrachaban delante de la gente, por lo tanto la gente sabía que les gustaba tomar
trago, sabían los vecinos que a veces nos cortaban la luz porque no teníamos con qué
pagar los servicios (Escobar V., 2012).

Amplía la idea de pérdida del pudor frente a la exposición de la vida personal con otro ejemplo: el
papá lo tenía en un colegio costoso, pero no tenía con qué pagarlo siempre y sus compañeros se

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daban cuenta, “o sea que mi vida era pública, entonces me acostumbré a que todos esos episodios
los podía contar sin grandes remordimientos: yo podía contar que mi tío se volvió marica o que mi
papá tomaba licor; no tenía ese gran problema de esconder nada” (Escobar V., 2012). Pero, del
mismo modo, también resalta el carácter ficcional en su obra, el distanciamiento de sí mismo:

A pesar de que yo hable en primera persona, yo tengo que crear un personaje. El


personaje que cuenta la historia de Juan Diego Mejía no es Juan Diego Mejía, es otra
persona. Y ahí realmente hay un ejercicio de distanciamiento; eso uno lo consigue es
después de mucha reflexión, de mucho pensar, de equivocarse, de estrellarse, hasta que
uno logra entender que lo que quedó escrito ya no es mi vida, es la vida de alguien que
se parece a mí (Arias, 2012).

Esta visión coincide con la de Vargas Llosa, quien afirma: “No se escriben novelas para contar la
vida sino para transformarla, añadiéndole algo [...] todas las novelas rehacen la realidad” (Vargas
Llosa, 2007: 17-18). De modo que “el novelista en cada uno de sus libros se desnudaría ante los
demás” (Vargas Llosa, 1974: 17), pero “la experiencia desnuda no puede pasar a la literatura […]
necesita ser enmascarada, disfrazada, mezclada con otro tipo de experiencias, trabajada con la
imaginación, con la artesanía, hasta que esas experiencias banales consiguen mediante el lenguaje y
la técnica emanciparse del creador y resucitar en forma de existencias autónomas ante los demás,
ante los lectores” (Vargas Llosa, 1974: 23). El escritor debe “emplear estrategias […] para que esas
experiencias no mueran al pasar por el lenguaje y más bien den la impresión, la ilusión, de ser
unidades de vida […] totalmente emancipadas de él mismo” (Vargas Llosa, 1974: 18).

Juan Diego Mejía ilustra el accionar de las dos fuerzas en relación con el trabajo a partir de la
memoria:

Podríamos decir que la preocupación del escritor en el momento de empezar a escribir


es mostrarle al lector algo que vio en algún instante de su vida y que le produjo un
estremecimiento en el alma. Su drama consiste en conducirlo por el camino que él debe
reconstruir con sus propias herramientas, es decir, con su conocimiento del oficio, con
su disciplina y con sus recuerdos (Mejía, 2007).

La articulación de las fuerzas de volcamiento y distanciamiento constituiría, con mayor peso de la


una o la otra, una tensión central en los procesos creativos de cualquier novela, pero se trata de una
tensión que vive el escritor en el ejercicio de su oficio y que no necesariamente se deja atestiguar al
lector. El pacto ambiguo, por otra parte, convoca al lector, lo hace partícipe de este juego de fuerzas
y, ante la dificultad o futilidad de verificar el peso de cada una de ellas, el suelo en el que se le

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instala, el texto, se hace inestable. El término autoficción, según Puertas, remite a esta dualidad,
“por la cual el texto resultante ocupa una posición imprecisa e inestable, puesto que se trata de una
narración ficticia en la que el autor escribe sobre sí mismo, aunque utilice para ello a un personaje
al que le presta su propio nombre u otros mecanismos de identificación” (Puertas, 2003: 638). En
relación con la obra de Fernando Vallejo, Musitano plantea que “la autoficción es la forma literaria
que conviene al deseo de representar la propia vida como un proceso paradójico en el que lo factual
y lo inventado se afirman simultáneamente” (Musitano, 2010: 1). En este tramado, Puertas ubica la
autoficción15, como un espacio “siempre fronterizo, inestable, a medio camino entre dos realidades,
indeciso y difuso” (Puertas, 2003: 639). Pero esta inestabilidad, esta debilidad del pacto, constituye
su fortaleza ética, en contraposición a los textos que todavía se pretenden sólidos y verdaderos. En
este sentido, Amícola cuestiona lo autobiográfico “que conllevaría la arrogancia de creer en un yo
monolítico y completo como un bloque sin fisuras” (Amícola, 2009: 188).
Dado que “las autoficciones parten […] de algún tipo de identificación nominal del autor con el
protagonista del relato, pero insinúan, de manera confusa y contradictoria, que ese personaje es y no
es el autor” (Alberca, 2005a: 119), el yo autoficcional se hace ambiguo, inestable, múltiple,
polisémico, especialmente ante la puesta en evidencia del accionar de las fuerzas de volcamiento y
distanciamiento en su perfilación. Por lo mismo:

el artista pierde, con todo, sus contornos reales, pues se halla fabulando a partir de una
base vital o, por el contrario, se desrealiza inventándose una nueva existencia
desconectada de su pasado. Este proceso puede producir movimientos, en realidad,
contrarios: alguien introyecta la fábula en su propia vida o, en cambio, proyecta un yo
dentro de la fábula (Amícola, 2009: 190).

La pérdida del límite, o al menos la ilusión de pérdida de límite, entre autor y narrador-personaje se
asemeja a lo que ocurre en ciertos autorretratos barrocos en los que las líneas que separan la silueta
del pintor del contexto tienden a desaparecer, a fundirlo con este. Si hay línea divisoria, está oculta
bajo la penumbra o el exceso de luz. La borradura del límite desvanece también la certeza, subvierte
la noción de lo real en oposición a lo ficticio. Darrieusecq16, citado por Alberca, atribuye ese
carácter subversivo a la autoficción en tanto “iría derecho a transgredir el último reducto del

15Puertas equipara los términos ‘autoficción’ y ‘autobiografía novelada’, lo cual


no concuerda con la distinción conceptual que hace Alberca.
16Darrieusecq, Marie (1996). "L´autofiction, un genre pas sérieux". En Poétique,
107, septiembre, 369-380.

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realismo: el nombre propio […] Es decir, el principio de distanciamiento o de no-identidad por el
cual el autor se borra en el texto, se esconde o se hace otro” (Alberca, 2005a: 117).
Y, con el nombre propio, transgrede la ilusión de identidad, “levanta, sin teorizaciones abstractas, la
identidad como una ficción o la ficción de la identidad” (Alberca, 1999: 67). O bien se “le inventa
al autor real una trayectoria como opción imaginaria, mediante la elaboración literaria” (Amícola,
2009: 183), en la que se le permite a la ficción “que entre en la vida y la re-haga a voluntad”
(Puertas, 2003: 645), o bien se vuelca, con apariencia de ficción su trayectoria biográfica, se
oscurece o ilumina en exceso la zona en la que se hallaría el límite entre la trayectoria real y la
representada. Villena considera que la subversión del paradigma referencialista “parte de la
perspectiva que considera al sujeto como un agente desestabilizado que se representa a través de
discursos; de este modo, la ficción no puede descalificarse como forma de autorrepresentación al
ser el sujeto ya no una especificidad sino una multiplicidad de posiciones articuladas por medio de
un discurso” (Villena, 2005: 41). Así, y tal como lo asume Juan Diego Mejía cuando opta por el
discurso en vez de la verdad, se desplaza la atención hacia el yo que discurre y se autorrepresenta.
Más aun, Del Pozo asocia la autoficción con “la voluntad de conversión del yo en escritura” (Del
Pozo, 2009: 91). Villena también lo plantea:

Las consideraciones teóricas en torno a la autoficción resituaron la agencia en el


discurso en lugar de en el sujeto, al concebir el discurso como rearticulación de una
experiencia desestructurada. El marco cognoscitivo cambia radicalmente y muestra al
sujeto, en este contexto, como una ficción al igual que la vida autoficcional
representada (Villena, 2005: 46).

Intimidad y donación de sentido

Hasta ahora se ha hablado de la donación de sentido como una búsqueda interpretativa del narrador-
personaje en relación con su propia historia y las de los personajes que lo rodean; pero también vale
la pena examinar los posibles efectos de la autorrepresentación en el escritor mismo y sus lectores.
En el juego ambiguo entre volcamiento y distanciamiento, el escritor se juega sus propias vivencias
y las de las personas con las que ha compartido, en busca de producir, desde las mismas, unos
sentidos que las rebasan. Lo que sobrepasa la trayectoria biográfica es la interpretación que se hace
de ella a través del distanciamiento. Es decir, el escritor hace volcamiento de su identidad en el
narrador-personaje que lleva su propio nombre, de su recorrido vital más público y del más íntimo,

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incluso de su mundo psíquico, un volcamiento totalmente honesto, aunque parcialmente simulado,
puesto que, como apunta Diaconu,

el distanciamiento es precisamente el criterio que marca la diferencia de género entre la


autoficción y la autobiografía. Desde este punto de vista, la autoficción podría definirse
como una autobiografía en la cual, a pesar de o paralelamente a la identidad entre el
autor y el narrador-protagonista, se da también la extraposición del autor-creador
respecto del universo creado, fenómeno imprescindible para que un texto alcance el
nivel estético, tenga una forma, en el sentido de Bajtin (Diaconu, 2010: 229).

En una visión radical del distanciamiento, este podría realizarse en la novela de autoficción así
como en la que se atiene exclusivamente al pacto novelesco: “toda novela es […] un streap-tease
[…] a la inversa: el escritor parte de esa desnudez que es la experiencia de la realidad y la va
vistiendo […] para ocultársela a los lectores y también, en muchos casos, para ocultársela a sí
mismo” (Vargas Llosa, 1974: 27). Es una opción, aunque parece distar de la de Juan Diego Mejía.
Pero en la medida en que el distanciamiento es también una indagación del yo, incluso desde esta
perspectiva, debajo de los aperos está el cuerpo desnudo. Por ejemplo, Vargas Llosa se refiere a las
mentiras que los escritores inventan de acuerdo con sus propios demonios (Vargas Llosa, 2007: 31).
De otro lado, tampoco se puede descartar que los velos del distanciamiento se apliquen para
referirse pudorosamente a las vivencias vergonzantes, es decir, para enmascararlas, o para que la
ambigüedad del pacto con el lector le permita al autor desvelar velando, decir la verdad sin que el
lector la asuma como tal sin lugar a dudas:

¿Podría ser la autoficción el reconocimiento explícito de que cuando se narra la vida


propia es imposible no hacer “ficción” e imposible no mezclar lo recordado con lo
inventado, lo soñado con lo deseado y esto con lo real? Podría ser. Pero también podría
estar señalando un elaborado subterfugio para esconder pudorosamente lo que no se
quiere exponer al juicio público (Alberca, 2005a: 126).

La vida podría quedar parcialmente oculta, entonces, no por un distanciamiento estético orientado a
la donación de sentidos, sino por el dique subjetivo del pudor. En todo caso, no se puede descartar
que el efecto sea estético, así el distanciamiento se fuerce por este dique. Contención más que
distanciamiento.
Otra fuerza subjetiva de ficcionalización podría ser una suerte de autocompasión, que facilita giros
en los que se da licencia para mejorar decisiones del pasado, “como si la novela estuviera dando las
alternativas de una vida posible, que en verdad no había sido la elegida” (Amícola, 2009: 183). Esta

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es la oportunidad que se recrea en El dedo índice de Mao, novela en la que Juancho puede optar por
una vía distinta de la que eligió Sebastián en A cierto lado de la sangre, como alter ego del propio
Juan Diego Mejía, y es la oportunidad que el escritor anuncia que se otorgará en su novela en curso,
en la que podrá ser el hombre que habría querido ser. Esta posibilidad de la autoficción hace de la
vida una especie de obra manierista, en la que se ajustan los eventos, o bien para dar compleción
estética a la obra, o bien para resignificar la vida estética y compasivamente: vivir otra vida,
deseada, soñada, optar por otros caminos, ser otro.
Sin embargo, lo que más se atestigua en la obra de Juan Diego Mejía es el poder revelador de la
escritura del yo respecto a la vida real, en su dimensión más íntima, en tanto vida vivida, vida
percibida, soñada, temida, deseada… y recobrada mediante la memoria, hecha anamnesis desde las
estructuras psíquicas más profundas. El ejercicio de memoria, incluso impura, viciada de ficción, es
lo que realmente compromete al escritor.
La autoficción de El cine era mejor que la vida le permite a Juan Diego Mejía la identificación con
su padre: se da cuenta de que está cometiendo los mismos errores. La identificación le permite
comprenderlo y tomar distancia, a diferencia, por ejemplo, del protagonista de La venganza (1963)
de Manuel Mejía Vallejo (Antioquia, 1923-1998). Este personaje, a pesar de la comprensión de los
motivos del padre, se ve reducido a repetir la historia. Juan Diego Mejía explica el efecto de
comprensión de su propia vida que le produce la escritura: “Me gusta cuando empiezo a contar
cosas de mi vida, porque me ayuda a entenderlas y siento tranquilidad de espíritu. Cuando dejo el
miedo de hablar de mí mismo me sirve para aclarar cosas de mi vida, yo he utilizado la literatura a
manera de psicoanálisis” (Escobar V., 2012). La literatura a modo de psicoanálisis pero también el
psicoanálisis como vía a la escritura. A propósito del año de crisis vocacional, afectiva y familiar,
precisamente en un periodo intermedio entre A cierto lado de la sangre y El cine era mejor que la
vida, el novelista se refiere a los aspectos que cambiaron en su vida y que lo condujeron a un
proyecto estético más satisfactorio para él, más débil:

Yo creo que el psicoanálisis sí me tocó […] En ese año solamente salgo a trabajar y a
las sesiones de psicoanálisis, y me encierro a trabajar toda la noche. El producto de
todo eso son unas notas que parece que tienen una lógica: es la historia de un niño.
Más como tratando de reforzar las sesiones de psicoanálisis que fueron muy dolorosas,
pero empecé a verme tal cual era yo (Escobar V., 2012).

Ya se ha narrado cómo la búsqueda en los álbumes familiares le permitió a Juan Diego Mejía
retomar la escritura o cómo el acto de recordar-narrar lo ayudó a elaborar el perdón hacia su padre

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y, al tiempo, hacia sí mismo. No se trata de una memoria heroica-justiciera, como a la que intentó
apelar en A cierto lado de la sangre, sino de una a través de la cual se revisita el pasado y se le
interpreta.
Es en este sentido que el narrador-personaje de Camila Todoslosfuegos compromete el vínculo
entre memoria y narración: “Que olviden otros, mi oficio va a ser recordar porque se lo prometí a
Camila cuando ya no respiraba ni me apretaba con sus manos acostumbradas a hacer oficios caseros
y a armar ramos de flores” (Camila: 167). Con el cumplimiento de ese compromiso elabora el
duelo, previene la melancolía, se nutre de la nostalgia. A propósito de Pornografía, de Witold
Gombrowicz, Amícola anota que la autoficción se trata “de algo que desborda la cuestión de lo
ficcional para venir a suturar heridas del yo en su relación con el mundo” (Amícola, 2009: 183). El
yo hace anamnesis de sus heridas, las expone y sutura a través del distanciamiento que permite
superar el nivel puramente anecdótico, pero comparte el efecto con el lector, aunque para ello deba
exponerse, ambiguamente, a su mirada.

‘Realismo’ y debilitamiento de los imperativos sobre el escritor

El sujeto se debilita en pos del texto, siempre inestable, ambiguo y, en resumen, débil. El
debilitamiento es, desde luego, liberación. El escritor que se lanza a las honduras del yo puede optar
por elidir la mediación de los dispositivos que pretendan conminarlo o reducirlo al deber ‘realista’ o
a algún tipo de compromiso social. El pacto con el lector, usualmente solidario, tiende a implicar su
dimensión íntima, más que otras dimensiones. En el tránsito de la novela autobiográfica A cierto
lado de la sangre a las posteriores autoficciones, Juan Diego Mejía reconoce el debilitamiento de su
proyecto artístico en ese sentido. Cuenta que cuando emprendió la escritura de su primera novela, se
sentía aún comprometido con la lucha que recién había dejado atrás y con las personas que conoció:

En mi casa de Medellín evoqué los pueblos sin luz y sin agua en los que había vivido y
donde había conocido gente inolvidable. Yo sentía que tenía una responsabilidad con
sus vidas. Que de alguna manera con mis palabras podría rescatarlos de las dificultades
económicas, de las persecuciones de sus patronos en las fincas de guineo, de las
muertes prematuras de sus hijos, de los políticos que les compraban sus votos […] El
mundo se dividía en buenos y malos. En amigos y enemigos […] Llegué a pensar que
era suficiente ese recuerdo para calmar el miedo a la nueva vida y escribí una novela
llamada A cierto lado de la sangre (Mejía, 2008).

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Entonces su concepción de la literatura consistía en tener “una historia que contar y unos hechos
para denunciar” (Mejía, 2008). Hoy considera que “no tiene sentido imaginar un escritor que
obedece órdenes de alguien. No importa si ese alguien es un partido, si es el mercado, si es un
alguien externo a él. El escritor sólo debe guiarse por mandatos internos de su sangre, por esa voz
que sale de muy adentro, y no debe importarle si es políticamente correcto o no lo es” (Mejía,
2008).
Esta toma de posición como escritor lo ha distanciado de la demanda de historias ‘realistas’ que
hace el mercado literario colombiano en la actualidad. Toda obra literaria parte de la realidad, sin
embargo, frente a la novela colombiana se ha venido consolidando una valoración diferencial de
cierto tipo de obras denominadas realistas porque abordan ‘macrotemas’ sociales, los temas de las
agendas periodísticas, como conflicto armado y narcotráfico. A pesar de esta reducción de la idea
de realidad, entre múltiples taxonomías, es posible hablar de al menos dos realismos: el que se
ocupa de la realidad más inmediata, más visible, más coyuntural, la que los medios masivos
periodísticos invitan a reconocer como ‘la’ realidad nacional, y las versiones más originales,
subjetivas, subversivas, reflexivas, críticas de la realidad, que suele aportar el arte (aunque no
solamente el arte) desde una sensibilidad especial que le permite elaborar, así sea débilmente, una
realidad no dada; le permite no aceptar lo que dice la sociedad que es moral o lo que dicen los
partidos o los medios que es real. Reconocer que la realidad no es una, sino que se podrían plantear
múltiples taxonomías que la aborden, deja ver que casi siempre, cuando alguien con mayor o menor
autoridad se refiere a ‘la’ realidad, se está refiriendo a un cuadrante, a una parcela de esta; se está
refiriendo, desde luego, a una versión más o menos aceptada, más o menos ideológica, de lo real.
No obstante, un par de eventos ocurridos en los años 90, periodo en el que Juan Diego Mejía hace la
transición ya señalada en su proyecto creativo, dejan ver la valoración del abordaje literario de
ciertos cuadrantes de la realidad y el desprecio de otras concepciones. La mexicana Alma
Guillermoprieto, vocera del jurado de un premio nacional de narrativa, dio como razones para
declarar desierto el premio, que no era concebible que los concursantes hubieran dado la espalda a
la rica realidad nacional. Se refería a la violencia, la corrupción, el narcotráfico. Poco tiempo
después, el 8 de abril de 1999, en su columna “Contraescape”, Enrique Santos, director de El
Tiempo, destacaba la obra de Jorge Franco, que abordaba una de las problemáticas en el top de las
agendas mediáticas:

Hace tiempos me estoy preguntando cuándo se va a escribir la gran novela sobre el


narcotráfico en Colombia. Aquella que logre sintetizar y contar todo lo que ha
significado para este país […] Poco a poco el tema comienza a ser abordado por la
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literatura nacional. Cada vez con menos superficialidad y tremendismo, y con mayor
talento, profundidad y perspectiva […] Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos, es un
enorme paso adelante en la recreación literaria de esta lacerante realidad social.

Sin entrar en discusión sobre las calidades de esta obra, ¿por qué la novela debe ocuparse del
narcotráfico, la guerra o el sicariato? ¿Por qué esos temas deben considerarse más importantes que
otros?
Desde luego, hay otra posición en el campo literario colombiano: en la reseña “Anatomía de la
descomposición”, publicada en El malpensante de febrero-marzo de 1999, el escritor Juan Gabriel
Vásquez habla de un “fundamentalismo de la más pobre crítica colombiana, que rechaza toda
novela que no sea social, toda ficción que no incluya la realidad pública -política o histórica- del
país”. Esta reseña es sobre la obra Fragmentos de amor furtivo de Héctor Abad Faciolince, obra que
Vásquez destaca como una “novela del individuo, egoísta y escapista y elogiosa del encierro”. Pero
en el cuerpo de su reseña se trasluce que usa la palabra ‘escapismo’, más que para describir la obra
de Abad, para provocar, para oponerse al polo del realismo. Vásquez parece reclamar la misma
«libertad ética» con la que escritores como Flaubert, Baudelaire y los defensores del «arte por el
arte» instauraron las bases de la noción de autonomía del arte en el campo literario francés hace un
siglo y medio.
En efecto, estas posiciones encontradas del campo literario nacional recuerdan la tensión descrita
por Bourdieu acerca del campo francés del siglo xix, entre el «realismo», y «el arte por el arte».
Recuerda esta tensión, aunque las diferencias son ostensibles: lo que hoy se viene denominando
realismo no necesariamente está provisto del “espíritu de protesta”, la “provocación irónica” o la
“trasgresión sediciosa” que, según Bourdieu, caracterizaron el «arte social» y el «realismo»
franceses del siglo xix (Bourdieu, 1997: 120). Tampoco es necesariamente opuesto, ni siquiera
diferenciable del «arte burgués», complaciente con el gran público, al que se oponía con total
definición el «realismo» francés. En cambio, con frecuencia, es un ‘arte’ incapaz del
distanciamiento de las morales hegemónicas, del periodismo, de sus agendas y sus escalas de
valores. A pesar de esto, este realismo-temático-periodístico se ha postulado y se ha sostenido en
unas plataformas, unas valoraciones públicas, esgrimidas desde posiciones de poder y autoridad: un
jurado de concurso, un director de diario de circulación nacional y, cuando menos, alguna posición
crítica fundamentalista, como las denomina Vásquez. Criterios de valor que, al parecer, han tenido
ascendencia o han logrado sintonía con la toma de posición de un importante número de novelistas
colombianos contemporáneos.

32
No es el caso de Juan Diego Mejía, ni siquiera en su primera novela, más cercana al proyecto
realista del siglo xix que al que demanda el mercado colombiano actual. En todo caso, incluso el
verdadero realismo ha perdido terreno desde la perspectiva de quienes defienden la autonomía del
artista. Por ejemplo, Calvino se había referido al realismo social y al compromiso social del escritor
como imperativos: “Cuando inicié mi actividad, el deber de representar nuestro tiempo era el
imperativo categórico de todo joven escritor” (Calvino, 1998: 19), lo había descalificado como una
forma de constricción: “el peso de vivir para Kundera está en toda forma de constricción” (Calvino,
1998: 23) y lo había opuesto a su propuesta, débil, de levedad.
De todos modos, con sus obras posteriores, Juan Diego Mejía se distancia también de este realismo.
De hecho, hoy considera que “pensar que la obligación del escritor es hacer justicia con su palabra,
como yo llegué a creer cuando me perdí en la búsqueda de la revolución, puede conducir a textos
correctos gramaticalmente, justos socialmente pero vacíos literariamente” (Mejía, 2008). Su apuesta
estética autoficcional actual lo ubica en una posición más bien marginal, a pesar de que hasta cierto
punto la comparte con Fernando Vallejo. Su reconocimiento, moderado pero creciente
-especialmente desde su paso de Norma, con la que publicó sus novelas El cine era mejor que la
vida, Camila Todoslosfuegos y El dedo índice de Mao, a Alfaguara– no proviene del gran mercado,
puesto que para conquistarlo “no solamente basta con ser buen escritor, sino que hay que hacer
concesiones y emprender un camino que desconozco” (Escobar V., 2012), sino de sectores más
reducidos del público lector.

De modo que a sus lectores los ha ganado con una postura en la que la realidad no se restituye del
modo en que la dan a conocer los partidos políticos, como lo evidencia en El dedo índice de Mao
cuando hace notar que en los gestos de quienes arriesgan su vida en enfrentamientos violentos no
hay “nada de la vida real” (El dedo: 92), y se diría que tampoco en el modo en que se refieren a ella
los medios: “nada de la vida real”; esta emerge a partir de percepciones y puntos de vista originales
y reveladores, sin el ocultamiento de las vidas íntimas, cotidianas. Su yo autoficcional socava los
presupuestos de la narración ‘realista’, elude la pretensión de objetividad frente a una realidad dada
y se distancia por igual de los mandatos del mercado y de cualquier compromiso del escritor que
reduzca las posibilidades de desarrollar su propio proyecto. La puesta en forma autoficcional dirige
su indagación hacia mundos íntimos que no por ello dejan de revelar, débilmente, heridas sociales.
Es claro: lo íntimo también es social.

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