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Diego vio una radio sobre la mesa. Caminó hacia allí para poner Radio
Colonia, quizás decían algo, pero volvió sobre sus pasos por temor a
que se escuche desde una casa vecina y se dieran cuenta de que había
alguien, se paró nuevamente frente al espejo y sonrió, pero se olvidó
de registrar su imagen, pues ya estaba pensando en otra cosa. “¡Cómo
me gustaría hablar con Santi! Para que vea que no lo defraudé. Algún
día se enterará que soy un buen militante, realmente otro… ¿cuánto
tiempo habría pasado desde entonces?... Haber… fue después del
veinticinco de mayo, porque la Negra ya había salido de la cárcel… y
bueno, antes de que cayera él en esos meses. Sí, aquel encuentro había
sido en invierno. Cuando descubrí que había venido me escondí para
que no me viera, estaba hablando con la abuela. Fui al cuarto del fondo
y repasé todo lo que había planeado decirle. Después volví al living y
pasé cerca, dudando si saludarlo o esperar que dejara a la abuela para
hablar con él directamente. Él me vio a mí y se sonrió en el acto, me
saludó con un gesto. Cuando me acerqué me abrazó sin decirme nada y
siguió hablando con la abuela. Me tenía abrazado. Eso me
desconcentró porque nuestro trato siempre había sido frío. Estaba
cambiado también de aspecto. Parecía más bueno. Tenía el pelo más
corto y de aspecto en general desteñido. Un tipo cualungue y no un
guerrillero. Con su brazo izquierdo me abrazaba y con el derecho movía
la mano (un poco flaca, me pareció) mientras le hablaba a la abuela. La
abuela le reprochaba que no venía nunca y él había dicho que su
familia eran sus compañeros. La abuela no le dio bola, insistiendo en
que además de venido él, tenía que traer a su mujer.
Aquella vez, por lo que le dijo Santiago, sintió que tambaleaba. Que no
podía contener por un instante un llanto inmenso que le brotaba de
adentro, desde muy adentro. Un llanto acumulado durante muchos
años. Quiso decir “Santi sálvame”, pero en vez de palabras afloró el
llanto. Las palabras no le salieron, sólo dos muecas mudas al aire y un
mar de lágrimas. Era agua cayendo de sus ojos, y el pecho que se le
sacudía, para arriba y para abajo, agitado, incontrolable. Lo miraba a
Santi sin ocultar su cara. Era mejor que supiera que era un pendejo. Eso
no importaba. Lo que tambaleaba era todo un mundo. Un mundo viejo.
Le dolía porque se desprendía de su cuerpo y lo quería arrastrar. Su
cuerpo quedaría hecho girones, pero no sería arrastrado. Santi lo había
salvado. Y el llanto lo hacía feliz porque anunciaba ese mundo nuevo
de Santiago. “Agua de bautismo”, pensó y se arrepintió en el acto,
avergonzado de ese pensamiento. Diego quería llorar y llorar. Si se
acababa el llanto podía venir la tristeza y dolerle la garganta. Diego
quería ver su vida, todo, con la misma pura claridad de este momento
de ojos mojados.
Diego sintió el ruido del motor y miró por la ventana. “Bien”, pensó,
“venía sola, no habían tenido problemas con el peticero”. La vio a
Verónica maniobrando para hacer entrar al Fiat de cola hacia el garaje
“maneja bien” observó Diego y se fue a esperarla a la puertita que
comunicaba al garaje con la cocina.
Diego trajo el bolso marrón y ordenó los paquetes y las latas en la mesa de
la cocina. Tocó un paquete caliente y pensó “compró comida hecha, ni
cocinar sabe”. En una bandeja metalizada había carne azada con papas
“¡rico estofado, tengo hambre!”. Diego sabía lo lindo que era comer
tranquilo después de las horas de tensión nerviosa y con el estómago
hecho un nudo. Oyó el ruido de la ducha y después vio venir a Verónica
desde el living. Se había sacado los jeans que usaba siempre. La pollera
negra le quedaba bien. Tenía lindas pantorrillas. La vio ágil, parecía más
chica.
Diego pensó que era la líder del grupo. Le dio rabia la broma. Nadie se
había dado cuenta, pero él, había estado a punto de responder en serio lo
que Casy había dicho en chiste, no para él sino para todo el grupo.
Desde ese momento Diego empezó a observarla. Bailaba con todos, se
reía y participaba del bochinche general, pero sin llamar la atención como
hacían Gabriela y Rita que hablaban a los gritos y querían estar en todo.
“Tiene lindos pechos… tiene lindas piernas”, repasaba Diego hasta que
descubrió que nada de eso era lo que le atraía de Casy. “Es perfecta por
las proporciones, por eso se mueve con gracia… con armonía”, descubrió
al fin.
Esa noche no pasó nada. Él había sacado a bailar a Rita, que estaba muy
fuerte, disponible para todos, y especialmente para él. Justo ese día no le
daba mucha bola. Diego la tuvo que apretar fuerte, casi con rabia,
mientras bailaban un tema lento de Sui Generis, para que se diera cuenta
que ese día, tenía que estar con él.
No volvió a ver a Casy por mucho tiempo. Se olvidó de ella. Eso creía, al
menos. Hasta que volvieron a encontrarse y reapareció con muchísima
más fuerza lo que había sentido aquella noche. En realidad no era lo
mismo. La primera noche le tocó el amor propio y ahora era otra cosa.
Diego tomó el café que Verónica le había dejado sobre la mesa. Cuando
ella se levantó del sillón para ir a prepararlo, estiró el recorrido de su
caminata en el living y vio que había escrito media carilla para el filipino.
Casy desnuda era una maravilla. La primera vez que hicieron el amor, él
tenía un poco de miedo. Miedo de que esa relación, que ya era
inmejorable, se trastocase. Pero no fue así, sino todo lo contrario. Casy
hizo todo de una manera tan natural, y era tan hermosa… Diego no podía
creer lo que era el sexo, el amor, Casy… todo junto. Y después… sentir su
cuerpo suave junto al suyo. Él mirando al techo y ella con la cabeza
apoyada en su pecho besándolo despacito. Hablándole cerca del oído…
estirándose para besarlo en el cuello y en la boca. Tenía una figura tan
linda; era tan perfecta que Diego no sabía si besarle los pies, las rodillas…
los ojos… toda. Cuando estaba con ella todos los temas eran interesantes.
Hablaban horas y horas porque se entendían sin excepciones. “Es la única
mujer que me ha querido en mi vida”, descubrió un día, Diego. Se habían
encontrado en un bar. A él se le había ido el cansancio con sólo verla.
Cuando ella lo miraba se sentía bueno. Se volvía bueno. Con ella cerca no
podía ser, ni pensar nada malo. Quizás porque era lo único que le
importaba. Él se veía a sí mismo bueno al verse con los ojos que ella lo
miraba. Y Casy lo miraba muy adentro, no había dudas. Veía más lejos que
él. Los aspectos tenebrosos de su infancia, las culpas, todo se hacía
pedazos bajo su mirada llena de amor. Diego no podría haberle mentido
nunca. Su vida antes de Casy no valía nada.
Otro momento importante fue cuando ella le dijo que tenía que ir a su
casa para conocer a su viejo. Fue en esos días que consiguieron esa casita
en Lanusse para vivir juntos. ¡Duró poco! A Diego le extrañó el pedido de
Casy porque era muy independiente. No tenía que pedir permiso, ni avisar
a su familia cuando se quedaban a dormir en cualquier casa.
Pero las cosas tomaron otro camino. Vino el intento de Capellini y Monte
Chingolo. Fue la acción más grande de guerrilla cubana. Había causado un
gran impacto, pero habían caído muchos compañeros, y quedaron allí
todas esas toneladas de armamento, que eran el objetivo.
Tras las expectativas de aquella primavera, que parecía tan lejana, había
llegado un verano al rojo vivo. La relación con Casy había seguido bien, y
cada vez mejor, pero por las caídas había que tomar más y más tareas.
Dejaron el frente estudiantil los dos por aquellos días. En el verano ambos
ya eran sargento, aunque sus escuadras no estaban completas. Después
del golpe operaban de cualquier manera. Las reuniones eran siempre con
distintos compañeros debido a las caídas, y debido a que muchos
compañeros se abrían. Él y Casy, tenían un acuerdo tácito, quizás por eso
tan fuerte, de no esquivarle a las tareas y a las responsabilidades. Casy
estaba de responsable político del partido en una zona, pero seguía
operando con el Ejército del Pueblo. Cada vez se veían menos, pero los
dos sabían que no podían retroceder, que la pareja y la militancia
avanzaban juntos. “¡Casy cómo te necesito!”, murmuró Diego mientras
caminaba por el living de la casa de Verónica. Nunca se había animado a
pensar qué pasaría si caía Casy. Era pensar en el fin de todo. Diego decidió
no pensar en eso, menos que menos ahora.
- ¿Vas a desayunar? – dijo ella por fin, con tono seco para atenuar el
gesto conciliador.
Por las noches la relación no mejoraba, sino más bien todo lo contrario.
Verónica había ido abandonando de manera imperceptible sus
comportamientos posesivos, casi masculinos. Todavía le decía de vez en
cuando “mi prisionerito” pero de manera cariñosa. Lo de “prisionerito” lo
decía antes o después de hacer el amor, y no durante el acto mismo, como
antes. También había dejado de manejar el erotismo de cada encuentro
sin consultarlo. Pero, estas mejorías aparentes en la relación habían dado
lugar a algo que Diego no alcanzaba a definir. Más palpable era la
sensación cuando no había disputas, pues con el silencio de Verónica, el
desencuentro quedaba flotando en el aire. Ella ya no hacía bromas, no
demostraba cariño. La encamada se transformó en un drama.
El día que tan bien habían charlado durante toda la tarde, Diego eludió el
encuentro nocturno. Verónica lo provocó. Diego tuvo la esperanza de que
el sexo no sería esa vez el causante de una nueva amargura.
Quedaban pocos días. El objetivo para con Verónica debía ser el mínimo:
que no se deterioraran más las cosas. No debía entusiasmarse por los
buenos momentos con Verónica. Recordó que cierta vez su responsable
político había dicho que todas las personas eran recuperables. Otro
compañero de mayor responsabilidad que él, que estaba de paso en esa
reunión, lo contradijo. Opinó que en general sí, pero había casos
particulares en que no. Como nadie dijo nada, el compañero no explicó
mejor lo que pensaba. Lástima, pero seguro que Verónica era uno de esos
casos. Muy burguesa. Cambiaba su comportamiento de la mañana a la
noche, como de la noche a la mañana y… lo que era más grave, un día
preguntaba interesada, como si entendiera, y horas más tarde sin
ruborizarse decía cualquier barbaridad al nivel de que los guerrilleros se
comen a los chicos. Diego le tuvo que explicar que los propios milicos
sabían que eran ciertos los slogans y frases hechas que difundían su
propaganda para consumo de la población y de su propia tropa. Ellos la
llaman técnicas de guerras psicológicas, le dijo aquella vez Diego para
convencerla. Lo mejor sería no insistir en los temas políticos. Si ella le
preguntaba por propia iniciativa… se limitaría a responder y listo.
Diego prendió un pucho. Había que dejarla nomás, hasta que se calme.
- Los matan a todos… quizás los salven… Diego, pero vos no… quizás
no les hagan nada y se los entreguen a sus familias.
- Y los que no tengan padres, los tienen ellos… un tiempo nada más…
- decía Verónica – después los sueltan…
- Sí, tienen familia, son unos hijos de puta – Dijo diego, medio en
serio, medio en broma… buscando cortar el dramatismo. Verónica
pareció no escucharlo.
- Los van agarrando y después… los jefes no… - Balbuceaba Verónica.
Diego pensó que a lo mejor se quedaba dormida. Pero ocurrió todo
lo contrario, resopló dos veces y estalló en llanto, con convulsiones,
y una especie de hipo arritmia. Diego le agarró del pelo para verle la
cara, gritaba, lloraba, y el pecho se movía con violencia. La alzó con
sus dos brazos tratando de apoyar su pecho sobre la cara de
Verónica para atenuar los gritos. La depositó con cuidado en un
costado de la cama. Se arrodilló junto a la cama pero Verónica le dio
la espalda. Se subió a la cama por el otro lado, pero Verónica volvió
a darle la espalda. Diego se quedó acostado hacia arriba sin saber
qué hacer. Se puso a darle golpecitos en la espalda. Con la voz más
calmada comenzó a hablarle. Buscó aquellos temas que Verónica
entendía: la cosificación de las relaciones humanas por la
mentalidad mercantilista burguesa, la degradación, el
individualismo. Buscaba ejemplos que tuvieran que ver con la vida
de ella. Habló más de treinta minutos. Repitió todo lo que le había
dicho en las charlas de los días anteriores. Verónica lloraba ahora
despacito. Diego pensó que lo escuchaba y repitió todo lo que había
dicho al principio, pues seguramente Verónica no había oído esa
parte. El socialismo es inevitable porque los pueblos avanzan, la
humanidad, el campo socialista, el tercer mundo, el imperialismo
yanqui en crisis por la derrota sufrida en Vietnam, la heroica lucha
de un pueblo pequeño pero defensor de una causa justa…
Le pareció que sus palabras atenuaban el llanto. No sabía que
decirle ya, pero no debía interrumpir. “Como San Martín que peleó
por la primera independencia, nosotros luchamos por la segunda,
por la segunda y definitiva independencia. A todos los patriotas,
también les decían subversivos como a nosotros, y eran poquitos
pero crecieron, de lo chico a lo grande, y de lo simple a lo complejo.
En Vietnam, el primer destacamento de propaganda armada de
Giap eran catorce hombres. A Fidel lo derrotaron en Moncada y
después, cuando volvió le mataron el ochenta por ciento de sus
fuerzas cuando desembarcó en… un barquito que no me acuerdo
cómo se llama. Quedaron una docena. Él, y el Che, se saludaron y se
internaron en la Sierra Maestra”.
Diego, sin darse cuenta, abandonaba el discurso esclarecedor
destinado a Verónica, reemplazándolo por sus propias verdades
dichas en voz alta, y con una convicción mucho más grande. “Giap
llegó a tener el mejor ejército. En Vietnam del Sur se dieron el lujo
de tomar Saigón el 1° de mayo, como homenaje a todos los
trabajadores del mundo que habían sido solidarios con el heroico
pueblo vietnamita. Heroico y sacrificado. El Che no sólo era valiente,
también era sacrificado. La lucesita de su voluntad en el ministerio
de industria de Cuba estaba prendida hasta muy tarde. Se quedaba
trabajando y estudiando hasta muy tarde. Eso fue antes de ir a
Bolivia. Y todo el pueblo cubano participaba en las jornadas de
trabajo voluntario, para aumentar la producción de azúcar. Porque
cuando acá tomemos el poder, no se acaba la militancia. Ahí recién
empieza el trabajo de todo un pueblo. Y sigue el internacionalismo
proletario como el Che en Bolivia…”
Diego siguió diciendo todo lo que recordaba en aquellas lecturas en
grupo cuando se incorporó a la Juventud Guevarista, era irrefutable,
habló y habló sin descanso. En un momento, vio por la ventana que
empezaba a oscurecer. “Es el invierno”, pensó. Miró la hora y siguió
con la atención puesta en sus palabras. Verónica no lloraba, eso
parecía. Al rato se movió. Lentamente se sentó en la cama
apoyando los pies en el piso del cuarto. Quieta, con los hombros
levantados, como si tuviera frio en las orejas, Diego la veía de
espaldas.
- ¿Querés un cigarrillo? ¡O no!¡Mejor vamos a preparar algo caliente
en la cocina… vos no almorzaste…! – dijo Diego.
- Prendé la luz – contestó Verónica.
- Bueno – dijo Diego saltando de la cama. – Abrigate y vení a la
cocina.
El living estaba casi a oscuras. Diego vio la bandeja con los huevos fritos
al lado del sillón. La levantó, para que no la pateara Verónica al pasar
por allí. Prendió el gas y puso la pava sobre la hornalla. Verónica
apareció junto al marco de la puerta. De nuevo lloraba pero en silencio,
sin exaltarse. Tenía la cara lavada, sin colores, y visibles rasgos de
cansancio.
Diego le soltó los brazos. Se dio vuelta, caminó dos pasos y volvió.
El ruido de la apertura del baúl no tapó los gritos de mujer, los gritos de
Verónica… “¡Aquí está!” gritó el de bigotes. El otro lo apuntaba con una
Halcón. Más lejos se oían voces de mando. “¿Qué esperás?”, le preguntó
el de bigotes. “¿Estás cómodo?... Salí de ahí, che”. Diego empezó a
enderezar la columna. “¡Un movimiento raro y te quemo!”, le gritó el de la
Halcón. Se asomó otro con pullover de cuello alto. Lo miró con
indiferencia. Diego puso un pie en el asfalto. Alcanzó a ver por dbajo de su
sobaco un patrullero. Vio las piernas de otro civil con una Itaca. Los autos
pasaban despacio, mirando lo que ocurría. Escuchó el grito de Verónica
“¡Diego!” “¡No paren!”, se había desprendido de los brazos del que la
tenía agarrada. Antes de que diera dos pasos a dirección a Diego, el mismo
tipo la volvió a sujetar. Le pasó el brazo por debajo de la barbilla y la tiró
hacia atrás hasta despegarla del suelo. En esa mano tenía un una 4 y
medio y con la otra le tapó la boca agarrándola desde la mandíbula hacia
arriba. Verónica pateaba al aire y empujaba con su cuerpo hacia atrás. El
de la Halcón dirigió su vista hacia Verónica. El de bigotes y el pelado no.
No sacaban sus ojos de Diego. El pelado le decía algo al de bigotes. “Hay
que esperar…” pensó Diego. “Muchos reflejos están adentro… ni bien
pestañeen me zafo… hay que esperar”. “¡Las manos separadas sobre el
capó del auto!... ¡Las piernas también!”, ordenó alguien que Diego no
había visto. Antes de que pudiera cumplir la orden, sintió el golpe en la
cabeza y perdió el sentido.