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Te tienen miedo Diego…

Por Arturo Vivanco


- Diego! Hola vení un cachito. – Gritó Verónica desde la puerta. Diego
se acercó hacia ella y la llevó a la cocina.
- Ya te dije que no me digas Diego. Paco o como se te ocurra, pero
Diego no: qué pasa…
- ¿Durmió bien mi Santito? ¡Todavía no te lavaste la cara! ¿Querés
desayunar? ¿No te da vergüenza lo que me dijiste anoche? ¿Tan fea
soy?
- Ya te dije que no, ya te expliqué que tengo compañera.
- Y yo te expliqué que no me importa. – Le contestó Verónica
agregando divertida. – Y que ella no se va a enterar…
- Ya te dije que las cosas no son así, aunque no se enterara nunca, es
más, ni siquiera estoy seguro de que en este momento esté viva.
- ¿Pensás que la pueden haber secuestrado?
- No, no pienso nada y sería difícil que se deje agarrar viva.
Simplemente perdimos contacto y cae gente a rolete. Por favor no
me jodas más. Me parece que me hinchás las bolas para saber hasta
cuándo te digo que no, o para divertirte, no sé, ya te expliqué
anoche.
- Si, si, ya sé. Quería ver si seguías en la misma. – Diego se dio vuelta
para irse.
- Pará, pará que no te llamé para eso. La piba que vive conmigo viene
esta tarde.
- ¡No!... ¿Y ahora? ¡Qué cagada!... Ya me parecía que no podía ser.
Escuchame… escuchame bien, decime que tal es la piba… ¿No le
podés decir que somos alumnos tuyos?
- ¡Jajaja! ¡Si sabe que en mi puta vida ejercí! Además tus amigos
mucha pinta de alumnos no tienen. ¿Al negro es de dónde lo
sacaste? ¿De una villa miseria? ¿Anda con la gordita esa que tiene
cara de asustada? Me miran como si fuera un bicho. – Verónica se
había sentado en la mesada de la cocina y fumaba, vivía los hechos
como una diversión, una aventura, parecía no tener total conciencia
del riesgo que corrían todos, inclusive ella, que no tenía nada que
ver. Cuando se ponía seria, adoptaba posiciones escépticas, su
sentido práctico era práctico, sí, práctica pero mezquina.
- El problema no es Liliana que se traga cualquier cosa, la conozco
bien, hace un año que vivimos juntas, sino el novio… -dijo Verónica
pensando en voz alta.
- Bueno voy a charlar con los compañeros para ver qué hacemos… Y
con mi tía Chucha no pasó nada, ¿no?
- No contesta nadie… esperá. – Verónica se bajó de la mesada y
recostándose sobre la heladera dijo.
- Esta mañana fui al club y hablé con el peticero. Le dije lo que me
dijiste, no te mencioné a vos, trabajo no puede dar… No arreglé
nada, pero el Negro y la gordita pueden aguantar unos días allí… Yo
los podría llevar en el auto hoy mismo y ahí vemos… ¿Tienen algo
de guita?
- ¿Por qué ellos dos?... ¿No pueden ser los otros dos?
- … y sí, no sé… yo pensaba que eran esos dos… puede ser la otra
pareja… como quieran.
- ¿Y estás segura que conmigo no va haber problema? – Quiso
asegurarse Diego.
- No, porque Liliana te conoce de nombre y le decimos que andás
conmigo.
- ¿Siempre andás con pendejos?... Está acostumbrada a verte…
- Te decía en broma, boludo. Le vamos a decir algo parecido la
verdad, que tu vieja me pidió que te tenga porque tienen miedo
que te pase algo por lo de tu hermano y listo.
- ¡No! ¡Cómo le vamos a decir eso, Verónica! Y si dice algo por ahí...
- No nene, nadie dice nada ahora, el clima no es propicio. Te traje los
diarios que me pediste. Lo de tu hermano además ya lo sabe.
- ¿Cómo? ¿Cómo lo sabe? ¿Estás segura?
- Sí, yo alguna vez se lo comenté. Aparte, ella ya lo sabía… No te
olvides que fui compañera del colegio de tu hermana. Los conoce y
nene… cuando cayó tu hermano salió en la primera página de todos
los diarios. Yo me enteré esa misma mañana… en la foto apenas se
lo reconocía.
- Bueno, está bien. Esperá un cachito… ¿el auto lo tenés acá?
- Sí.
- ¿Y lo podés entrar al garaje?
- Sí.
- Está bien, esperá, esperá un poquito, dame los diarios. – Paco se fue
a la habitación donde estaban sus compañeros, mientras caminaba
pensó que Verónica era un peligro “tendría que haberla volteado
anoche, fui un pelotudo, quizás subestimé a los compañeros… el
Negro lo hubiera entendido seguro, los otros tres no sé, la gorda
seguro que no, está tan asustada que ve traidores y defecciones por
todos lados, parece a punto de ponerse a llorar por cualquier cosa.
Ve todo negro porque su moral anda por el piso. ¡Pelotuda!... es
muy pendeja… sin experiencia… dios quiera que no pase nada… está
hecha un flan…, no garantiza nada… si cae pobrecita… cantará todo
lo que sabe… los otros no están mal, a Luis lo conozco poco. Si la
gorda me hubiera visto en la cama con Verónica hubiera pensado
que traicioné a Casy… que estoy corrompido… ¡qué sé yo! No
entiende nada, se hubiera venido abajo, pero me tendría que haber
encamado igual, fui un boludo, vacilé, de todos modos Verónica es
un peligro, hay que buscar otra cosa”. – Diego abrió la puerta de la
habitación.
- La salida de la casa no sería problema, porque mete el auto en el
garaje – Diego terminó de informar las novedades diciendo: –
Vuelquen sus opiniones compañeros. Susana apartó el diario y dijo:
- Acá no sacan nada, hay un supuesto enfrentamiento en Punta Cana,
cerca de La Plata y nada más.
- En este – dijo el Negro, agitando “Crónica” – Dice que son de la
Autoproscripta, de Quilmes nada, pero… no se puede creer una sola
palabra de lo que publican.
- ¿Y si fuera todo una falsa alarma? – Preguntó la Gorda con la cara
encendida por la ilusión.
- Puede ser. – Dijo Diego. – Pero mientras no tengamos
confirmación… ya sabemos… hay que moverse pensando que
ocurrió lo peor.
- ¿Cómo es? – Preguntó el Flaco Luis, con su habitual sonrisa. – Al
enemigo hay que subestimarlo estratégicamente y sobrevalorarlo
tácticamente… ¿No? Bueno, algo así es…
- Volvamos a lo nuestro. ¿Qué opinan? – Preguntó Diego.
- No hay otra. – Dijo el Negro. – Que lo del club lo use Luis y Susana
que están en bolas, yo me voy con la Gorda a Polvorines a haber si
encuentro la casa de mi padrino. De última, tenemos guita para
pasar tres noches en distintos telos. Si la Gorda engancha a la cia.
del colegio, nos separamos en cualquiera de los casos. Siempre es
mejor, damos nuevos blancos.
- La Gorda es menor, lo digo por lo del telo. – Aclaró Susana.
- Yo también soy menor, creeme que no hay problema. – Dijo el
Negro con una sonrisa que no se sabía si era de jactancia o de
vergüenza.
- Si la Gorda entra con esa cara de susto se van a pensar que es
virgen. – Bromeó Luis.
- ¡Acábenla! – Dijo la Gorda agarrando el diario “La Nación”.
- ¿Y el reencuentro? – Preguntó Susana.
- Los día quince y treinta de cada mes en la parada de colectivo de
Almirante Brown…
- ¿Qué fecha es hoy? – Preguntó Diego.
- Veintiséis. – Dijo la Gorda tras fijarse en el diario.
- Bueno, este treinta, no. – Dijo Diego. – Desde el quince del mes que
viene en adelante. ¿Está bien?
- Sí – Contestó Luis por todos. – Arreglemos la salida.
- Vos y Susana en el auto. El Negro y la Gorda, me parece mejor
después, o si prefieren antes, pero no todos en el auto… cinco
personas jóvenes, en día de semana, llama mucho la atención. A
una cuadra y media de aquí pasan los colectivos, no hay problemas
para ir a pie.
- ¿Y si alguien pierde? – Preguntó el Negro.
- No hay forma de saberlo. – Dijo Luis.
- No iría a la cita quincenal de Almirante Brown.

Se hizo un silencio. El Negro se levantó de su asiento y empezó a


caminar de una punta a otra en el cuarto. Diego sintió que le faltaban
respuestas para lo que todos estaban pensando.

- Escúchenme, si alguno de nosotros cae, se quiebra en la tortura y


canta la cita no hay vueltas, pero si levantamos la cita esto es el
desbande… ¿no? Cómo vamos a combatir solos, individualmente…
el único recaudo sería husmear el lugar, sin acercarse demasiado
para tratar de olfatear si montaron la ratonera. Tratemos de
ponernos en lugares visibles, a distancia, así vemos si estamos
todos.
- Si uno se quiebra lo pueden llevar a la cita los milicos de señuelo. –
Dijo Luis generando un nuevo silencio colectivo.
- Yo leí en una novela. – Dijo Susana. – Que en un caso así, el
personaje se cruzaba de brazos para avisar al resto que estaba
atrapado, que había ratonera.
- ¿Eso es ridículo! – Dijo Diego. – ¿Se había quebrado o no se había
quebrado? Porque…
- Sí, pero… - Lo interrumpió Susana. – No aguantó al momento de la
tortura, pero tenía alguna reserva después…
- ¡No perdamos más tiempo! – Exclamó el Negro.
- Si Susana va a la cita con los brazos cruzados está atrapada. –
Bromeó Luis. – Paco, avisale a la mina esta que entre el auto y vos
Susana arréglate un poco que tenés muy mal aspecto. Juntemos la
guita que hay y que se la lleve el Negro. Susana y yo, sólo lo mínimo.

Luis se puso el saco, agarró el diario “Crónica” y se lo calzó


automáticamente bajo el brazo, fue colocando sobre la mesa, todas las
cosas que tenía en los bolsillos… cuando volvió Diego se acercó hacia él
y se hoyó el ruido del auto en el garaje.

- ¡Hermanito! – Le dijo Luis en voz baja. – Va a salir todo bien. Ya nos


vamos a volver a juntar. Todavía les podemos hacer muchas
cagadas a estos hijos de puta. Con el petisero nos va a ir bien,
Susana es una garantía.

Diego se limitó a sonreírle y apretarle el brazo. No le gustaba la


emotividad y menos que menos las despedidas. Verónica abrió la
puerta del cuarto y dijo con acento nervioso.

- ¡Qué esperan! ¿Cuáles son los que vienen? Ya entré el auto…


- Ahí vamos. – Contestó Luis de buen modo. – Susana se está
arreglando.
Susana volvió del baño sin cambios visibles, pero sonriente.

- Ya estoy. – Dijo acomodándose el pelo y acercándose a Diego.


- Bueno chico malo, espero que Casy esté bien, no va a pasar nada,
cuídate. – Le dijo dándole una palmadita. – Vos estarás peor que
todos nosotros porque te quedás solo, sin un compañero al lado.

Diego había comenzado a militar junto a Susana, habían aprendido


todo juntos. La valoraba mucho. De aquel equipo no quedaba nadie. El
tiempo no había sido tan largo… ¿pero cómo medirlo!?… era toda una
vida… trató de no pensar.

- Cuidate, Su. – Le dijo apretándola del cuello, mientras la guiaba


hacia el garaje.

Cuando arrancó el auto Paco, la Gorda y el Negro estaban en el living.


Se quedaron en silencio hasta que se perdió totalmente el ruido del
motor.

- ¡Uy! ¡Mirá el combinado que tiene! – Dijo la Gorda. – Linda casa, la


verdad que estar encerrada en ese cuarto ya me tenía podrida.
¡Mirá los cuadros que tiene!
- Linda casa tiene esta pequeña burguesa. – Dijo el Negro caminando
alrededor de la mesa. – ¿Es una turra con guita? – ¿Preguntó?
- ¡No le digas turra, che! – Lo increpó la Gorda. – Bastante que nos
ayudó. ¿No? ¿Y vos Paco? ¿Hasta cuándo te quedás clavado acá?
- No sé, como es amiga de mi familia, pariente en realidad, no hay
problemas. Arreglemos la salida de ustedes.
- Cuanto antes mejor.- Dijo el Negro. – Esperemos cinco minutos. – El
Negro calculó el viaje hasta Polvorines… eran las tres de la tarde.
Tenían que llegar con luz para poder encontrar la casa.
- Está bien. – Dijo la Gorda. Agarró la cartera que había dejado en un
sillón y se puso a caminar por el living. El negro se aproximó más a
Diego, como si fuera a hablar, pero se quedó callado.
- ¿Está todo bien? – Le preguntó Diego en voz baja.
- Sí, dame un cigarrillo.
- Llevalos todos. – Dijo Diego, separando uno y entregando el resto
del atado. Prendieron los cigarros en silencio.
- No te preocupes por la Gorda, no va a pasar nada. – Dijo por fin el
Negro.
- Está bien… tengo confianza en vos, no en ella.
- Che, Paco…
- ¿Sí?...
- Clavatela a la mina esta.
- Sí, me parece que sí… Si lo hubiera hecho anoche quizás hoy no
tendrían que irse ustedes, a lo mejor se las rebuscaba para que no
venga su amiga y nos podíamos quedar los cinco.
- No sé…. lo que yo te decía es… que no pensés en Casy. ¿Me
entendés?
- De acuerdo… no le tengo ninguna confianza a esta.
- ¿No es la hora? – Preguntó la Gorda desde la ventana del living.
- Sí, ya vamos. – Contestó el Negro.
- Negro… – Le dijo Diego apretándolo del brazo para que no se
levantara aun de su asiento. – En caso de que me pasara algo a mí,
hacete cargo de la responsabilidad de la célula… sos el que está en
mejores condiciones.
- …está bien. – Dijo el Negro tras reflexionar un instante. – Hay que
ver qué opina el resto.
- Pienso que no va a pasar nada, pero tenemos que prever todo, no
dejar nada librado al azar…¿no? Me quedo más tranquilo, los otros
tres seguro que te proponen a vos. Cuando más aprietan, más fría la
cabeza... ¿no?

Diego le soltó el brazo y el Negro se levantó.

- Chau, Paco. – Dijo la Gorda acercándose y dándole un beso. –


Disculpá si estuve medio boluda. El encierro en ese cuarto me puso
mal. – Hablaba con una sonrisa, pero su mano derecha prendía y
desprendía un botón del cuello de su vestido. – Ahora estoy un poco
nerviosa porque vamos a salir, pero ni bien esté en la calle…
- Está bien Gorda, ¡fuerza! Todos necesitamos fuerzas. – Le dijo
mientras la acompañaba hasta la puerta. Los vio alejarse desde la
ventana. Realmente parecían una pareja. El Negro con su cuerpo
atlético y erguido, le llevaba más de una cabeza, pero la Gorda se
agarraba con naturalidad de su brazo y los dos caminaban con
tranco acompasado.

Diego pensó que si se llegaban a separar porque la Gorda conseguía


otra casa, no la volvería a ver. Muy, muy difícil que fuera a la cita de
Almirante Brown, casi era mejor… la Gorda hasta ahora, eran más los
problemas que había traído que lo que realmente aportaba.
Complicaba todo. Siempre rezongando. En fin… podía cambiar.

Diego se alejó de la ventana y se puso a caminar por el living. Lamentó


no tener cigarrillos. Fue a la habitación de Verónica y buscó en su mesa
de luz. Había una mesa frente a un espejo. Sobre ella un pequeño
ejército de frascos y frasquitos, envases de todo tipo. Cosméticos. Paco
se miró en el espejo. Tenía rasgos de cansancio. Sonrió y le gustó su
cara. “Estoy satisfecho”, pensó. Planteadas las cosas como estaban se
habían movido bien. Salvo los descontroles de la Gorda, los demás
había estado a la altura de las circunstancias. Fueron días muy intensos
desde que debieron abandonar la casa que tenían, ahora con esta
dispersión comenzaba una nueva etapa. Diego sintió una sensación de
alivio, debía confiar ahora en sí mismo. Se tenía confianza… y sobre
todo, sabía que cualquier error lo pagaría él y sólo él, sin comprometer
al resto. Tenía que pensar bien cómo se manejaría con Verónica. Trató
de pensar en eso, pero no pudo. En realidad la nueva etapa empezaría
cuando ella regresase, recién ahí sabría si Luis y Susana quedaron
seguros. Bah!... seguros... ya nada era seguro. Empezó a repasar
mentalmente todas las variantes… “de todas maneras ya está todo
hecho, ya no se puede rectificar nada. Era lo mejor. El Negro se las va a
rebuscar, tengo que pensar en los próximos pasos. En principio, el
problema más grave sería el novio de Liliana, necesito verlo, para
darme cuenta qué clase de tipo es. Desde ya, hay que partir de que ella
le va a decir que estoy acá por lo de Santi… ¿le dará miedo? Y bueno,
que se la lleve a Liliana y que no vuelvan. Total… salvo que sea cana,
batir, no me va a batir…”.

Diego vio una radio sobre la mesa. Caminó hacia allí para poner Radio
Colonia, quizás decían algo, pero volvió sobre sus pasos por temor a
que se escuche desde una casa vecina y se dieran cuenta de que había
alguien, se paró nuevamente frente al espejo y sonrió, pero se olvidó
de registrar su imagen, pues ya estaba pensando en otra cosa. “¡Cómo
me gustaría hablar con Santi! Para que vea que no lo defraudé. Algún
día se enterará que soy un buen militante, realmente otro… ¿cuánto
tiempo habría pasado desde entonces?... Haber… fue después del
veinticinco de mayo, porque la Negra ya había salido de la cárcel… y
bueno, antes de que cayera él en esos meses. Sí, aquel encuentro había
sido en invierno. Cuando descubrí que había venido me escondí para
que no me viera, estaba hablando con la abuela. Fui al cuarto del fondo
y repasé todo lo que había planeado decirle. Después volví al living y
pasé cerca, dudando si saludarlo o esperar que dejara a la abuela para
hablar con él directamente. Él me vio a mí y se sonrió en el acto, me
saludó con un gesto. Cuando me acerqué me abrazó sin decirme nada y
siguió hablando con la abuela. Me tenía abrazado. Eso me
desconcentró porque nuestro trato siempre había sido frío. Estaba
cambiado también de aspecto. Parecía más bueno. Tenía el pelo más
corto y de aspecto en general desteñido. Un tipo cualungue y no un
guerrillero. Con su brazo izquierdo me abrazaba y con el derecho movía
la mano (un poco flaca, me pareció) mientras le hablaba a la abuela. La
abuela le reprochaba que no venía nunca y él había dicho que su
familia eran sus compañeros. La abuela no le dio bola, insistiendo en
que además de venido él, tenía que traer a su mujer.

- Abuelita, ¿vos te crees que yo puedo considerar mi familia a tipos


como Polo? – Le preguntó Santi.
- ¡Ay, ese chico! No hablés así de tu primo que nadie sabes qué hace
ese muchacho.
- En la familia nadie habla de él, pero no es porque no se sepa qué
hace, sino precisamente por lo contrario, callan porque saben lo
que hace… ¡es un torturador!
- ¡Santiago, por favor! ¡Emilio no lo permitiría nunca!.
- Tío Emilio es otro flor de… - Santiago titubeó. – Por algo lo llevó con
él y lo protege. ¿No sabés acaso que todos los servicios torturan?
- ¡Qué servicio, Santi!
- Los de inteligencia. Tío Emilio, aunque esté retirado, trabaja… o
pensás que se la pasa en el club haciendo esgrima…
- Emilio es un marino, son caballeros, mejor que los soldados.
- ¡Son todos milicos!
- Respetá la familia.
- ¿La familia? ¿Sabés lo que me dijo tu nieto una vez?
- ¿Quién, Polo?
- Sí, Polo. Fue por 1968, ya había muerto el Che, había venido de
visita y vio un libro del Che en mi cuarto. Dijo “¡Basura!” y yo le dije
“Primo tuyo por el lado de los Linch… ¿No?” y él contestó “No es mi
primo es un comunista”. Bueno, eso es lo único en que no se
equivoca. “La familia no existe”.
- ¡Qué diría tu madre, Santiago?, al hablar de los militares… Respetá
por lo menos al abuelo Martín, el General. Dios lo tenga en su
gloria!
- ¡Eso es historia! El General si resucitara y viera los milicos de ahora
se pega un tiro. – Dijo Santiago jocoso.
- El abuelo Martín le hizo la carrera a Roca.
- Sí, y fundó también el colegio militar de la Nación. – Replicó
Santiago.
- En aquellos tiempos no había golpes de Estado. El abuelo Martín era
ministro de guerra de Sarmiento. – Agregó la abuela mirándome a
mí.
- No necesitaban dar golpe porque tenían el PAN. ¿El General
también anduvo en la fundación del PAN?... ¿No abuelita?... Cuando
yo era chico, vos me contabas…
- ¿Qué es el PAN? – Pregunté yo, me acuerdo, tratando de participar
de la charla…
- El partido de la oligarquía. – Me dijo Santi en voz baja y siguió. –
¡Burgueses explotadores! Cuando yo era chico quería ser como los
granaderos de San Martín. ¿Te acordás abuela, que ni bien aparecía
una nubecita me ponía las botas de goma para ir colegio? No me las
quería sacar por eso… me sentía un granadero… Después, de
grande, cuando supe lo que eran los generales como Lanusse… me
di cuenta que las armas de San Martín estaban en otro lado.
- ¡Lanusse es un caballero!
- Sí, un asesino. Junto con tus marinos mató a los héroes de Trelew…
¿No sabías acaso?
- ¡Oh! ¡Quién está aquí, siempre tan buen mozo, Santiaguito! –
Interrumpió tía Isabel, vieja, chismosa y pelotuda. Hablaba siempre
a los gritos y no daba tiempo a responder. Hacía preguntas y las
contestaba ella. Santi la escuchaba en silencio y se miraba los pies.
Ya no usaba zapatos buenos. Tenía puesto unos mocasines que
parecían cartones en vez de cuero. Los pantalones eran unos Lewis
de corderoid gris muy viejos que le había traído la tía Chica cuando
volvió de EE.UU. y que todavía no se vendían en el país. Cuando tía
Isabel saludó a la abuela, aproveché para decirle a Santi que quería
hablar con él.
- Bueno… esperá. – Me dijo. Se puso en cuclillas junto a la abuela. –
Abuelita, acá me llaman un ratito, después vuelvo a saludarla…
abuela… ¿Usted me quiere un poco todavía?
- Vení acá. – Le dijo la abuela, y agachándose un poco le dijo en voz
baja. – Prometeme que no le vas a decir nada de lo que me dijiste a
mí a tu tío Carlos Alberto, ni a Fernando…. ¡Ni a nadie!
- ¿Lo de la libertadora?
- Sí.
- Está bien… ¿Y usted me va a seguir queriendo?
- No sé. – Dijo la abuela seria. – Está muy Tupamaro.
- Abuela, ya te dije que los Tupamaro están en Uruguay.
- Muy Tupamaro. – Insistió la abuela. – Vas por mal camino…

Santi se levantó y yo le dije que fuéramos al cuarto del fondo para


estar tranquilos… ¡Para qué! Cuando abrimos la puerta nos
encontramos con todos los chicos. De nuevo lo vi a Santi cariñoso,
levantándolos por el aire uno por uno. Pensé que eso mismo haría con
su hijita. Fue la primera vez que me lo imaginé como padre. Yo había
estado con él cuando nació María, pero no me dio la idea de padre. A
lo mejor todavía no sabía qué hacer con un bebito, ahora en cambio los
alzaba y les hacía preguntas. Los chicos le pedían que organice un
juego. Los tuve que sacar cagando para poder hablar. Cuando
quedamos solos, Santi me dijo sin mirarme, mientras ojeaba un libro
de la biblioteca. “Bueno, qué querés…”. Por el tono me di cuenta que
la actitud cariñosa inicial, para mí ya se había agotado. Lo noté
impaciente y pensé que me escuchaba con fastidio, pero ya no me
podía volver atrás. “Lo que te quería decir…” Balbuceé sin mucho
convencimiento… buscando la forma de abrir el tema.

- Pará. – Me interrumpió. - ¿Te acordás la última vez que nos vimos?


¿Qué vos me dijiste que te ibas a ocupar de tus hermanos menores?
- Sí, de nuestros hermanos menores, lo corregí… bueno, algo me
ocupé. Van a la escuela mañana y tarde, me muestran el boletín. El
más quilombero es Santiago chico, pero no tiene malas notas.
- ¿El de Paula?
- Sí, los de ella se pasan toda la tarde acá.
- ¡Esa Paula es otra pelotuda! Siempre igual… ¿No?
- Anda mal…
- ¿Y qué más?...
- Y qué más, qué.
- ¡Y qué más, los chicos!
- ¡Qué sé yo! Juegan, ven televisión, algo ayudan en la casa… algunas
compras… la ropa la lava Dolores que viene tres veces por semana…
¡Ah! Un día hicimos una especie de cronograma, un día uno va a la
panadería, otro día…
- ¿Y los mandás a que te compren los cigarrillos?
- ¿Quién te dijo?
- Nadie, me imagino… ¿Y vos vas un día?
- ¿Adónde?
- ¡No te hagás el boludo… a la panadería!
- ¡Escuchame, Santi! ¿Por qué no venís a vivir vos acá?
- ¿Y vos te creés que yo estoy muy cómodo? En mi casa el frío se
culea entre los ladrillos de la pared y la chapa del techo. Me levanto
a las cuatro y media de la mañana. Como el barrio no tiene
alumbrado, si no hay luna no ves los charcos que se forman en las
calles de tierra… El problema con los chicos, te decía, es que los
tenés cagando, Diego.
- ¿En qué barrio vivís, Santi?
- No interesa.
- ¿Y qué querés, que vaya a comprar el pan yo?... ¡Lo que faltaba!
- Los tenés cagando… me di cuenta enseguida.
- Los eché para que pudiéramos hablar… lo que te quería decir…
- Y se fueron sin chistar… ¿Te creés que son soldados? ¡Cada
pregunta que les hice te miraban a vos antes de contestar… Te
tienen miedo, Diego.
- ¡Qué querés, los pibes son así! – Dije buscando atemperar las cosas.
Quería encontrar una manera de interrumpir la charla. Rogué que
viniera tía Isabel, cualquiera, y nos obligara a suspender la
conversación.
- Escuchame Diego. – Dijo Santi cambiando el tono de voz. – Quizás la
otra vez yo no me expliqué bien… Habíamos dicho, que desde que
murió mamá los chicos quedaron desamparados. El viejo no
garantiza nada por el alcohol, las chicas menos, ahí andan con sus
quilombos de pareja y todos los traumas de la pequeña burguesía…
entonces vos te ibas a ocupar un poco… pero lo que los pibes
necesitan, es primero que todo cariño, y después que no le metan la
ideología burguesa…. Que no sean individualistas… ¡Tienen que
compartir todo! Y cuando hagan el trabajo de la casa vos les
explicás por qué… y que es una suerte, no una desgracia, que no
tengamos guita para una huevada.
- ¿Sabés qué pasa, Santi?... Cuando hicimos la lista de la panadería yo
les expliqué y ellos entendieron, pero después…
- Pero vos no te anotaste…
- Eso es lo de menos. Lo que pasa es que ellos ven la tele y en el
colegio con los compañeros todo es distinto. Es difícil.
- Está bien, después volvemos sobre esto. ¿Qué me querías decir?
- Santi, lo que te quería decir es que yo hace rato que dejé de asistir a
las reuniones.
- Que te fuiste de la revolución, se dice. Ya lo sé. ¿Cuánto duraste? Ni
dos meses, creo…
- Dejame que te explique… ese frente yo no lo aguanto… se la pasan
boludeando.
- Las críticas se planean adentro, en el equipo.
- El responsable es un boludo. ¡Yo le dije! Es un burócrata, no hizo
nada y no quiso cambiarme de frente. Los estudiantes son todos
unos pequeños burgueses. Gritan la consigna “Lucha armada, viva el
Che Guevara”, ¿pero qué es lo que hacen?.. Boludeces o marchitas
por la calle Corrientes. Dicen lucha armada y hacen otra cosa. Es
una contradicción.
- No es ninguna contradicción. Propagandizar la lucha armada es tan
necesario como hacerla, al menos en esta etapa. Nosotros
hablamos de guerras revolucionarias, no de lucha armada… es decir,
se trata de combinar todas las formas de lucha… legales, ilegales,
clandestinas, reivindicativas, políticas, todas. ¿Ni siquiera eso
aprendiste, Diego? Pero no hablemos más de esto. Si te fuiste, te
fuiste. Y si querés volver, no tenés nada que hablar conmigo. Yo no
voy a pasar por encima del que era tu responsable, tu contacto
orgánico lo tenés ahí… ¿No? Con nosotros no corre lo de acudir al
hermanito, y menos que menos para quejarse.
- Lo que yo te quería decir es otra cosa, Santi. Dejame hablar.
- ¿Vos quería pasar al ejército?
- Sí, pero déjame hablar.
- Sos muy pendejo.
- Dejame hablar. Yo en estudiantil me estaba quemando al pedo,
escúchame bien. Desde que me fui de ese frente, no estoy inactivo.
Escuchame bien, porque esto no lo sabe nadie. Yo conocí una mina
que laburaba en un piringundín de la calle San Martín.
- ¿Desde cuándo? – Preguntó Santiago sin demasiado interés.
- Desde hace más de un año. Dejame que te cuente. Cuando me puse
a militar en estudiantil, dejé de verla, no fui más. Hace cosa de un
mes la volví a ver. Ella vive con otra mina que tiene un tipo.
- ¿Un cafishio?- Preguntó Santiago.
- Puede ser, no sé si le da guita. Pero por de pronto no le cobra. Y lo
recibe en la casa. Tienen un depto, chiquito. Y lo conocí ahí, hace
cosa de un mes… Y bueno, la misma situación hizo que nos
hiciéramos amigos.
- La mina… tu mina… ¿Te pasa guita?
- No, guita no. Bah… para puchos… Me quiere comprar pirlchas… esas
cosas. Y bueno, cuando salimos a comer al cine, me da para que
pague, porque sabe que no tengo un mango. Pero lo que interesa
es el tipo. Alberto, se llama. Alberto Retani. Es bastante pelotudo,
ya te voy a contar. Pero parece que yo le caí bien… Así me dijo la
piba que se encama con él. Hace cosa de dos semanas, estábamos
en el depto y se puso en pedo. Bueno… yo también estaba medio en
pedo y el tipo se puso a hablar… Viste cómo son los que se les
agarra por hablar… siguió y surgió y en un momento, quizás
pensando que yo no le creía fue hasta donde tenía colgado el saco y
sacó una browwing… yo después le pregunté a mi amiga, no a la de
él, y me dijo que sí, que era cana o suboficial del ejército, no sabía
bien.
- ¿Y qué? ¿Vos querés que le hagamos un desarme, que le saquemos
la nueve?
- No, nada de eso. Pará. No sé si te dije que yo le caí bien. Un día
salimos juntos del dpto. y fuimos a chupar algo a un bar, al Ruby,
que está en L. Alem, a una cuadra del Luna Park. Yo haciéndome el
boludo le dije que si caía la taquera, me podía llevar l cana porque
soy menor. Me dijo que no había problema, que él me protegía… y
bueno, se despachó de lo lindo con su laburo. Que trabaja para los
servicios es seguro, muy posiblemente de la Federal. Lo tengo que
confirmar. Para darse importancia, me dice que algunas cosas no las
puede contar, pero de a poco me va a abrir todo, es una fija.
- Dale, seguí. – Dijo Santiago con interés. – ¿Vos le querés sacar
información?
- Pará que ahí no se acaba la cosa. Me tarta como a su protegido y
también como su amigo.
- ¿Nunca te preguntó nada de mí?
- No. Por ahí no viene la cosa, aparentemente. No sabe nada de mí
porque a él le gusta hablar y darse importancia. No pregunta nada.
Habla y habla. Me dijo que como prueba de amistad, si yo quería,
alguna noche podíamos intercambiar las minas y eso. Para no
alargarla más, Santi. El tipo me propuso que yo lo ayude en el
laburo, incluso que cuando cumpla los dieciocho años, me pueda
hacer nombrar en una repartición.
- ¿Cuál?
- No dijo. Me habló de obras sociales y eso.
- ¿Y qué le contestaste?
- Nada, me hice el boludo, quería hablar con vos, por suerte viniste…
- Pero el laburo del tipo… ¿en qué consiste?
- ¡Está en la pesada! El día que se abrió me largó todo. Tiene una
mezcolanza en la cabeza con lo bolches, infiltrados, que hay que
combatirlos con sus propios métodos, que la patria, que los bolches
dan la cara, no como los montos que se dicen peronistas sin serlo,
pero que él los respeta a todos porque tienen bolas, pero son
cagones porque mandan a pelear a las mujeres, especialmente los
herpianos, así dice… ¡qué sé yo!… un montón de slogans de esos…
que somos todos apátridas.
- Cuando vos volviste a ver esa mina hace dos meses, ¿ya tenías la
idea de la infiltración?
- ¡No! Se me ocurrió ni bien lo conocí al tipo y…
- ¿El tipo apareció con la otra mina después de que vos volviste?
- No, por eso estoy casi seguro de que no están haciendo un trabajo
sobre mí, o sobre vos… el mismo día que la vuelvo a ver a mi mina
me enteré que su amiga salía con Alberto; es más, arreglaron entre
las dos que tenían que llamarlo a Alberto porque habían quedado
en conseguir un amigo, para la mina, había que avisarle que no lo
traiga. ¿Entendés?

Santiago se quedó callado, pensativo.

- Lo que yo pensaba es que no se puede desaprovechar la


oportunidad. – Retomó Diego. – Te lo juro, el tipo me tiene
confianza… Yo tengo que agarrar viaje, pero necesito contacto
permanente con vos o con algún compañero con experiencia. Le voy
pasando lo que averigüe y le pido orientaciones para saber cómo
moverme.
- Escuchame Diego. – Dijo Santiago en tono serio. – Todas las tareas
de inteligencia y contrainteligencia son muy, muy delicadas, se pone
mucho en riesgo, es muy difícil, vos…
- Yo lo pensé muy bien. – Interrumpió Diego. – Es decir, tardé un par
de días en decidirme. No estaba seguro porque si después me cago
en las patas por ahí ya no te podés echar atrás. Hay que estar muy
convencido de todo… imagínate si me llevan a un chanchullo como
la masacre de Ezeiza… o imagínate si alguien me ve con la cana y se
corre la bola en casa de que ando como Polo… me la tendría que
tragar porque el único que sabe la verdad sos vos… estos tipos son
muy hijos de puta, conociéndolo a este Alberto te das cuenta… pero
si un compañero con experiencia me ayuda, yo te prometo, Santi,
que voy a tener las bolas necesarias.
- ¡Qué bolas, ni qué bolas! – Gritó Santiago dando un golpe en la
mesa. – ¡Vos te creés que todo es cuestión de bolas! ¡Sos un
chiquilín, Diego!
- Pero vos dijiste… – Balbuceó desconcertado.
- ¡Pero ni las pelotas! Yo te dije que es una tarea difícil, no que hagan
falta bolas… o al menos con bolas solo no alcanza. Una tarea difícil
quiere decir que sólo la puede cumplir un compañero muy seguro,
muy firme. Un compañero probado. – Santi volvió a gritar. ¡Pero no
como pensás vos! Probado ideológicamente, sin ninguna fisura…
¿entendés? Y vos sos la persona menos indicada que conozco.
- Lo que pasa es que no tengo experiencia… pero el tipo me conoce a
mí.
- La experiencia con vos Diego, es que no te bancaste ni tres meses
de militancia. Si te fuiste es porque sos inestable, esa es la verdad.
Además, tenés tendencias lumpenes. Vos mismo me dijiste que
cuando fuiste a ver al yiro ése, ni sabías que existía el cana. Fuiste
por lumpen… vividor encima… sos el tipo menos confiable… ¿Es así
o no? Vos me dijiste que fuiste a ver a la mina sin saber nada. ¿No?

Diego dejó la pregunta en el aire sin responder. Sintió que tambaleaba.

Cuando Diego en la habitación de Verónica recordó aquel momento de


la charla con su hermano, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
“Los sentimientos también tienen memoria”, se dijo en voz alta para
cortar la emoción. Fue hasta el cuarto que habían ocupado él y sus
compañeros. Sólo había colillas en el cenicero. “Espero que Verónica
traiga puchos, seguro que sí, porque fuma como un vampiro”, se dijo.

Aquella vez, por lo que le dijo Santiago, sintió que tambaleaba. Que no
podía contener por un instante un llanto inmenso que le brotaba de
adentro, desde muy adentro. Un llanto acumulado durante muchos
años. Quiso decir “Santi sálvame”, pero en vez de palabras afloró el
llanto. Las palabras no le salieron, sólo dos muecas mudas al aire y un
mar de lágrimas. Era agua cayendo de sus ojos, y el pecho que se le
sacudía, para arriba y para abajo, agitado, incontrolable. Lo miraba a
Santi sin ocultar su cara. Era mejor que supiera que era un pendejo. Eso
no importaba. Lo que tambaleaba era todo un mundo. Un mundo viejo.
Le dolía porque se desprendía de su cuerpo y lo quería arrastrar. Su
cuerpo quedaría hecho girones, pero no sería arrastrado. Santi lo había
salvado. Y el llanto lo hacía feliz porque anunciaba ese mundo nuevo
de Santiago. “Agua de bautismo”, pensó y se arrepintió en el acto,
avergonzado de ese pensamiento. Diego quería llorar y llorar. Si se
acababa el llanto podía venir la tristeza y dolerle la garganta. Diego
quería ver su vida, todo, con la misma pura claridad de este momento
de ojos mojados.

Santi al ver llorar a Diego se paró. Dudó un instante con gesto de


preocupación en la cara. Dio dos pasos y abrazó a su hermano. Le besó
la cabeza, lo acarició, quizás también lloró. Cuando la respiración de
Diego se calmó un poco, le dijo sin soltarlo…

- Diego viejo, lo que te dije antes es verdad… no es tarea para vos,


pero quizás algo puedas hacer… ya vamos a ver… y si no, no te
preocupes… allí no se juega la revolución… puntas como las de ese
tipo tenemos muchas… no se pierde nada… aunque alguna cosa por
ahí podamos hacer y que vos participes.

Diego quiso contestar, pero su respuesta se redujo a un balbuceo y la


respiración que se le agitó al extremo nuevamente… y llanto. De nuevo
el manantial que se desbordaba incontenible. Santi lo apretó fuerte
como si quisiera detener el golpeteo del pecho de Diego. Apoyó los
labios en la cabeza de Diego y se quedó así, en silencio, abrazando a su
hermano. Diego pensó que ya estaba en un mundo nuevo, que por eso
estaba feliz y tranquilo. Debía avisarle a Santi. En un instante su
respiración se normalizó. Suavemente se desprendió de su hermano,
Santi no lo soltaba.
- Ya estoy bien, gracias Santi. – Pronunció Diego con su voz casi
habitual. – No me digas más nada que ya entendí todo. De golpe
entendí todo y me dio mucho miedo.
- Vos no sos el tipo miedoso.
- No fue miedo a los canas, miedo de mí mismo, de volver a fracasar.
Si me decías que sí, no sé qué hubiera hecho… Seguramente dentro
de dos meses abandonaba todo como hice en el frente estudiantil.
Pero ahora veo que vos sos fuerte, que el partido es fuerte, que no
se dejan engañar por un tipo como yo… en realidad no es engaño,
yo era el que me engañaba… es lo que me decía mi responsable
estudiantil. No te lo conté. Me decía que yo no quería tareas grises,
ni chiquitas porque soy autosuficiente, orgulloso. Tuve miedo
porque sé que soy cada vez peor, no puedo corregirme. Diego sintió
que nuevamente le caían las lágrimas, pero ya no le impedían
hablar. – Santi, yo nunca había llorado delante tuyo.
- Bueno, bueno, cuando teníamos pantalones cortos sí. ¿Te acordás
qué susto aquella vez que nos perdimos en el campo?
- Sí, sí, me acuerdo. Pero yo no lloraba ahora, ni te decía lo que
pienso de vos por argullo. Santi, por favor, te lo pido por favor
llévame de aquí, quiero ir con vos, no aguanto más en esta casa… -
Diego hablaba así y se daba cuenta que con las palabras le pasaba lo
mismo que con el llanto. Incontrolables, incontrolables y nuevas.
Nunca había pensado lo que ahora escuchaba de su propia boca… y
ese Diego, ese nuevo Diego, decía la verdad. – Si vos me dejás sólo
voy a terminar como papá, ya le estoy tomando apego al chupi,
Santi, me doy cuenta… la guita que da esa mina me la patino en los
boliches, Santi, voy a terminar como el viejo, o peor, ¡cómo el hijo
de puta de Polo!
- ¡Bueno, no es pa tanto!
- Sí, Santi, un día le pegué a esa mina…
- Santiago se quedó callado. – Le pegué porque estaba en pedo.
- Vos estás en crisis. – Le contestó Santiago. – No crisis como Paula,
que va al psicoanalista. La crisis que tenemos todos antes de
entregarnos de lleno al partido. Es una crisis de crecimiento…
¿Sabés?
- Sí, Santi, es eso, Santi. Como vos lo decís. Pero tengo miedo.
- Y lo de irte de acá. – Siguió Santiago. – Está bien. Recién cuando veía
a los que estaban en el living me asusté. ¡Están todos locos! No
entienden nada. Mienten tanto que ya ni siquiera distinguen
cuando mienten y cuándo no… toda su vida es una mentira,
individual y colectiva. ¡Hipócritas! Y vos sólo con los chicos no podés
hacer nada. ¡Es al pedo! Te vas a hacer mierda…
- ¿Me vas a llevar con vos Santi? ¿Sí?
- No, animal. – Dijo Santiago con cariño. – Vos sabés que eso no se
puede, pero te tenés que ir a vivir a una casa operativa como la mía.

Diego sintió el ruido del motor y miró por la ventana. “Bien”, pensó,
“venía sola, no habían tenido problemas con el peticero”. La vio a
Verónica maniobrando para hacer entrar al Fiat de cola hacia el garaje
“maneja bien” observó Diego y se fue a esperarla a la puertita que
comunicaba al garaje con la cocina.

- ¿Todo bien? – Preguntó Diego con una sonrisa.


- Sí, sí. – Dijo Verónica apartándolo para pasar a la cocina. – ¡Tus
amiguitos me tienen harta!
- Bueno, bueno, ya se acabó. ¿Me vas a contar cómo fue?
- Sí, sí, están bien. Ahora me voy a bañar. – Contestó Verónica tirando
la campera que traía puesta sobre la mesa de la cocina. – En el auto
hay un bolso marrón con comida, tráelo así comemos. ¿No tenés
hambre mi nenito? – Dijo alejándose sin esperar respuesta.

Diego trajo el bolso marrón y ordenó los paquetes y las latas en la mesa de
la cocina. Tocó un paquete caliente y pensó “compró comida hecha, ni
cocinar sabe”. En una bandeja metalizada había carne azada con papas
“¡rico estofado, tengo hambre!”. Diego sabía lo lindo que era comer
tranquilo después de las horas de tensión nerviosa y con el estómago
hecho un nudo. Oyó el ruido de la ducha y después vio venir a Verónica
desde el living. Se había sacado los jeans que usaba siempre. La pollera
negra le quedaba bien. Tenía lindas pantorrillas. La vio ágil, parecía más
chica.

- ¿Y, tenés hambre? – Dijo sujetándose la toalla que le envolvía la


cabeza. Ahora tenía la cara sin pintar. Le vio las patitas de gallo al
costado de los ojos. No le quedaban mal. Todo su cuerpo tenía olor
a limpio.
- ¡Sí, un hambre bárbaro! ¡Y este estofado pinta muy bien!... ¿Querés
que sirva?... ¿Dejamos un poco para Liliana?
- No, no. No es necesario. Vamos a pegarle una calentada y lo
llevamos al living. Es más lindo comer ahí, hay más luz. En aquel
estante hay vino…
- ¿Y si me doy un baño rápido? – Dijo Diego con el brazo estirado
sobre el estante.
- ¡Dale! Pero no te demores…

Cuando Diego sintió el chorro de agua caliente sobre su cuerpo se dio


cuenta que tenía tantas ganas de bañarse como de comer. “Lástima no
tener ropa limpia, quizás Verónica tuviera otra camisa como la que
acababa de verle puesta. Era de varón, no una blusa, le dejaban ver el
inicio de los pechos, tenía olorcito a jabón… ¿y los jeans de ella? Podía
ser… sus caderas eran bastantes estrechas.”

La puerta del baño se abrió, interrumpiendo sus razonamientos. Verónica


ya se había sacado la pollera, los mocasines y la toalla de la cabeza. Pegó
un grito divertido desde la puerta del baño y de inmediato con expresión
concentrada se desprendió los botones de la camisa que cayó al suelo del
baño. Diego hizo un gesto para levantarla, pero Verónica no lo dejó. Con
gesto decidido y cara sonriente se metió en la bañadera.

- Me dieron ganas de bañarme de nuevo. – Dijo riéndose a


carcajadas.

Diego había planeado resistir levemente la inevitable encamada, para no


mostrarse contradictorio con lo había dicho la noche anterior. Hacerle
creer que doblegaba de a poco sus defensas. Pero una vez ahí, los dos
bajo la ducha, era ridículo. Acortar el trance era, ahora, lo mejor.
- Enjaboname, mi amor. – Dijo Verónica colocando las dos manos
sobre su pecho. Apoyó la mejilla sobre su hombro y los labios sobre
su cuello. Se quedó quietita, apoyada contra su cuerpo. Las gotas de
agua chorreándole por la cara le hicieron pensar a Diego por un
segundo que Verónica lloraba. La enjabonó lentamente y luego ella
a él más rápido. Ella lo abrazó de frente, para pasarle el jabón por la
espalda. El contacto de los cuerpos fue brutal, guiando de
inmediato a los primeros movimientos. Diego sintió un cuerpo firme
y resbaladizo. Ella buscó su sexo con premura y lo condujo hondo,
muy hondo en su vagina. Sólo decía “mi amor… mi amor… chiquito
mío… mi amorcito… mientras lo besaba y lo mordía por el cuello.”
Los cuerpos se pegaban y despegaban haciendo ventosa. Diego se
dejó llevar por una tensión creciente y violenta. Ella también hasta
que patinó en el piso enjabonado de la bañadera. Se agarró con
fuerza de los hombros de Diego para no caer. El resbalón evitado
separó los cuerpos. Diego temió no poder contener el orgasmo en el
vacío. Ella lo hizo girar, lo apoyó contra los mosaicos de la pared y se
hizo penetrar nuevamente. Era sabia. Ya se movían al unísono con la
misma cadencia. Acabaron al instante. Diego vio gatas que bajaban
zigzagueantes por su pecho. Cortaban el jabón. “No son gotas de
agua, sino de transpiración”, pensó al tiempo que abría
nuevamente la ducha.
- Secame, precioso. – Le dijo después ella.
- Pero no te resbales de nuevo, ¿eh? – Le frotó la toalla con fuerza
por la espalda. – ¿Me vas a prestar esta camisa? – Dijo Diego
levantándola del piso.
- Sí, pero ¿no querés que comamos desnudos?... no en el living, sino
en mi cama. Vení, vamos. – Dijo envolviéndose con la toalla. Y
agregó mientras salía del baño. – Andá para mi cuarto que yo ya voy
con el almuerzo.

Diego se peinó y buscó en el botiquín tras el espejo una máquina de


afeitar. “No hay”, dijo cerrando los cajoncitos. Vio su cara reflejada.
Sonrió. Fue mejor de lo que esperaba. Te quiero Casy, por encima de todo.
Diego terminó de comer y dijo satisfecho. – Ahora nada mejor que un
buen pucho. – Verónica sentada en la cama con las piernas cruzadas
giraba el torso desnudo para colocar la bandeja en la mesa de luz.

- ¿No querés un café?


- No con un pucho estoy hecho.
- Tengo atender bien a mi esclavo.
- No soy tu esclavo…
- Sí, sos mi esclavo. Te falta el color de ébano. – Dijo Verónica
arrimándose para besarle el hombro.
- No soy tu esclavo.
- Bueno, sos mi prisionero.
- Eso es más cierto, no me puedo ir.
- ¿No te quedaste con hambre, Paquito?
- No me digas Paco… ¡Cuándo me tenías que llamar así, me decías
Diego… ¡En qué quedamos! Ahora me tenés que llamar Diego, si
decís Paco delante de Liliana no va a entender nada.
- ¿Por qué te pusiste Paco?... o te pusieron otros…
- No me acuerdo, Verónica.
- Es el nombre de los loritos.
- No, los loros se llaman Arturo… - Paco se acordó del loro que tenía
el padre de Casy. ¡Buen tipo el viejo! El loro era el personaje de la
cuadra porque sabía decir “viva Perón, viva Perón” con su chillona
vocecita. Todos intentaban enseñarle otras consignas. Nadie pudo.
Era al pedo. Se trataba de un loro peronista y sectario. Casy logró
una vez que cantara las primeras notas de la marcha peronista, pero
nunca las repitió, “porque era desafinado”, decía ella. No se llamaba
ni Paco, ni Arturo ese loro, le decían Pascual.
- Te quedaste con hambre, sí o no. – Insistió Verónica.
- No, comí como un león.
- Ya me di cuenta.

Diego no había llegado a la mitad del cigarrillo y tuvo ganas de apagarlo.


Se sentía bien. El deseo de dormir llegó de golpe. Incontenible. “¡Qué
modorra!”, exclamó.

- ¿Querés más vino?


- No, tengo sueño. – Apoyó la cabeza sobre la almohada y estiró el
cuello hacia atrás. La sensación placentera quedó desplazada por el
cansancio, cansancio acumulado. Sintió un peso grande en los
párpados y le costó abrirlos cuando Verónica le preguntó:
- ¿Cuántos años tiene mi prisionero?
- El año que viene hago la colimba. – Dijo Diego manteniendo los ojos
abiertos con esfuerzo.
- Te llevo… el doble.
- No se nota.
- Gracias. ¿Todavía soy linda?
- Sí, y yo parezco más grande. ¿De qué te reís?... me lo dicen todos…
y yo sé que en los últimos meses crecí mucho. – La memoria le traía
ahora momentos de la militancia reciente. Pensó en su hermano
Santi… cortó los recuerdos con una pregunta: - ¿A qué hora viene
Liliana?
- Generalmente la hora del té. Pero no te preocupes que en mi
cuarto no se mete. – Verónica apoyó su cabeza sobre el abdomen
de Paco. Éste desde su posición horizontal se la levantó con
cuidado, estiró su cuerpo hacia atrás y volvió a apoyar su oreja en el
mismo lugar.
- Me tiraba la piel. – Explicó. – Tenés el oído en mi ombligo, fíjate si
se escucha algo… los gemidos del estofado, quizás…

Verónica no contestó. Su mano derecha jugaba en la entrepierna de


Diego. Lo acariciaba con su mano suave. Diego se sintió relajado, estaba
adormecido. Algo tibio y grato subía desde su sexo. Buscó despacio con la
mano. Encontró primero los dedos de Verónica. Siguió recorriendo su
propio sexo, nuevamente erguido hasta topare con los labios de Verónica.
Recorrió luego el resto de su cara. El contorno de su nariz. Las yemas de
sus dedos luego tocaron los dos párpados de Verónica, se sentía bien. De
manera casi imperceptible empezó a mover rítmicamente la cadera.
Verónica lo percibió y pasó su brazo izquierdo bajo la cintura de Diego. “Es
el ritmo de arrorró mi nene”, pensó Diego. Quedó dormido.
(Casy)

Diego caminaba por el living. Notó que Verónica se había levantado.


Volvió del drmitorio y se sentó nuevamente en el sillón. Desde allí lo
miraba.

- ¿Sabés que estoy haciendo?, - le dijo. Diego la vió con un block en la


mano. Hace dos días le había pedido que se quede quieto para
dibujarlo. Hizo unos bocetos y después rompió el papel.
- No, no sé… - le contestó.
- Tengo un amigo filipino. No lo conozco, o mejor dicho, lo conocí por
carta. Hay una institución que se preocupa de promocionar la
amistad internacional. Vos le escribís y pedís con cualquier lugar del
mundo. Ellos, si es necesario, te traducen las cartas.
- ¿Y quién está atrás de eso… la CIA?
- ¡No seas así che! Es una institución privada que busca… favorecer la
hermandad del mundo. ¡A mí me parece bárbaro!
- Está bien…
- Y tengo un amigo que es el que me avisó para escribir yo también,
que hace cinco días que se escribe con una colombiana. ¡Qué
bárbaro!
- ¿Y por qué no se conocen?
- No. Se arruinaría todo. Él me contó que al tiempo de conocerse, ella
le pidió una foto, y él le mandó una en que sólo se veían sus manos
escribiendo la carta. ¿No te parece sensacional?... – Diego contuvo
una risotada. Se hizo un corto silencio y Verónica prosiguió. – Y él
me dijo que no quería conocerla nunca… salvo por una excepción.
- ¿Cuál?
- Bueno, él no me quería decir cuál, pero al final me dijo que si él se
enterara que ella era paralítica o algo de eso, estaba decidido a ir a
buscarla, incluso casarse… que había hecho una vez una promesa…
¿No te parece sensacional?
- Y vos… ¿Harías lo mismo?
- Bueno… yo escribí pocas cartas… además yo le mandé mi foto… te
puedo mostrar sus cartas. Como hace cinco meses que no le
escribo, por eso se me ocurrió escribirle ahora.

Diego siguió caminando en silencio. “¡Cualquier boludez es sensacional!”,


pensaba. De golpe se le presentó la imagen de Casy. Sintió deseos muy
fuertes de tenerla. Extrañó con todo su cuerpo los abrazos que se daban
cada vez que se veían en cualquier lado… en una esquina, en un bar…
donde fuera…

Recordó después el día que se conocieron. A Diego le daba rabia no haber


tenido la primera imagen que tuvo de ella. Ni la primera, ni la segunda, ni
las siguientes, porque no le prestó atención. Él, que se jactaba de ser
conocedor de mujeres, no se había dado cuenta de lo que realmente era.
Estaba en un departamento en una de esas reuniones. Fiestas que
organizaban los círculos de la juventud. Durante la primera parte de la
reunión ella intervino poco. En total habría unas veinte personas, la mitad
por lo menos, mujeres. Y había otras que estaban mejor que ella, tanto
entre las que ya conocía, como entre las del otro círculo. Casy le pareció
una más del montón… ni alta, ni baja, ni gorda, ni flaca, ni morocha, ni
rubia… más bien linda de cara… pero nada más.

Cuando estaban terminando la charla, el grupo empezaba a


desmembrarse, y algunos pedían música y la comida. Diego iba a decir dos
palabras para poner el punto final. No le gustaba que la reunión se
deshiciera en desorden. Casy que estaba sentada se paró y empezó a
hablar, primero mirándolo a él, y luego al resto. Dijo algo de que sería
bueno discutir si los jóvenes revolucionarios podían bailar los discos
extranjeros. Diego sabía que ese tema se discutía con frecuencia. Se puso
a pensar cómo contestarle, pero no tuvo tiempo de decir nada, ¡por
suerte! Todo el grupo festejó a las carcajadas la broma de Casy que ahora
hacía referencias hacia todos lados. El grupo se levantó y una parte, Casy
entre ellos, formaron una ronda con lo que se inició la fiesta.

Diego pensó que era la líder del grupo. Le dio rabia la broma. Nadie se
había dado cuenta, pero él, había estado a punto de responder en serio lo
que Casy había dicho en chiste, no para él sino para todo el grupo.
Desde ese momento Diego empezó a observarla. Bailaba con todos, se
reía y participaba del bochinche general, pero sin llamar la atención como
hacían Gabriela y Rita que hablaban a los gritos y querían estar en todo.

Más tarde, cuando ya habían comido unos sándwiches, Casy se le acercó.


Él estaba al lado del combinado revisando los discos. Casy con un vaso de
naranjada en la mano le preguntó por los boletines que había mencionado
en la charla. Ahí, al lado del tocadiscos, Diego le descubrió la cara. Tenía
una nariz recta, más bien chica, perfecta. La bóveda de la frente y el
comienzo del cuero cabelludo también tenían algo que Diego jamás había
visto en ninguna mujer. Habló con naturalidad y entornó los ojos cuando
bebió del vaso. La línea de las cejas, los párpados, con todos sus
detallesitos, en el inicio de las pestañas, todo era definido y perfecto. Casy
tenía una pielsita suave que daban ganas de besar, acariciar… la mano que
sostenía el vaso también era perfecta. Cuando bajó el vaso abrió los ojos
marrones, grandotes. Una mirada fraternal se posó sobre Diego. “Sentí un
trépano que me perforaba el alma”, le había contado él, mucho después.

En ese momento Diego estiró la charla contándole el contenido del


boletín. Se sentía molesto de hablar sólo de política y no de cualquier otra
cosa, como hacían los demás entre ellos. En eso vino un boludo y se la
quiso llevar a bailar. Ella le dijo que no, pero en vez de dejarlo que se
fuera, lo retuvo del brazo, y cuando Diego terminó de hablar, se fueron
juntos. Bailaron uno o dos temas, no más. Ella siguió después muy
divertida con todo el grupo.

Diego, cuidando de no ponerse en evidencia, la observaba. Al verla bailar,


le pareció que no era petisa, como podía parecer a primera vista. Bailaba
suelto, con gracia, mientras hablaba y se reía. Apenas se movía, pero
llevaba muy bien el ritmo, hora el pie… ahora las caderas… los hombros…
los brazos dejando los pies quietos… ahora la cabeza. Hacía todo como si
no prestara atención a su baile.

“Tiene lindos pechos… tiene lindas piernas”, repasaba Diego hasta que
descubrió que nada de eso era lo que le atraía de Casy. “Es perfecta por
las proporciones, por eso se mueve con gracia… con armonía”, descubrió
al fin.
Esa noche no pasó nada. Él había sacado a bailar a Rita, que estaba muy
fuerte, disponible para todos, y especialmente para él. Justo ese día no le
daba mucha bola. Diego la tuvo que apretar fuerte, casi con rabia,
mientras bailaban un tema lento de Sui Generis, para que se diera cuenta
que ese día, tenía que estar con él.

No volvió a ver a Casy por mucho tiempo. Se olvidó de ella. Eso creía, al
menos. Hasta que volvieron a encontrarse y reapareció con muchísima
más fuerza lo que había sentido aquella noche. En realidad no era lo
mismo. La primera noche le tocó el amor propio y ahora era otra cosa.

Fue en una reunión corta de los responsables de distintos círculos. En una


iglesia de San Justo. Esta vez, la que habló de política fue ella, no a él, sino
a todo el grupo. Cuando alguien interrumpía su informe con alguna
pregunta, ella no parecía molestarse, ni querer refutar lo que le decían.
Escuchaba con atención y contestaba. O preguntaba a su vez al que le
interrumpía, qué era lo que realmente quería saber, y contestaba… y
contestana sólo cuando sabía… un par de veces respondió con toda
naturalidad “no sé, eso no lo charlamos…”. Usaba palabras sensillas y no
se veía que su relato de las actividades estuviera enmarcado en esquemas
políticos e ideológicos previos. Ella contaba lo que hacía y listo.

Ese día Diego se enamoró. Un sentimiento nuevo, que él no conocía. No se


le ocurrió ocultar su interés durante la reunión. La miró todo el tiempo.
Intervino poco en la charla. Cuando ella anotaba en un papelito las cosas
que decían otros, a Diego le daban ganas de besarle las manos.

Decidió decirle que abandonaran juntos la iglesia, al término de la


reunión. Las parejas salieron de a poco, y él se tuvo que quedar porque el
padre que les prestaba la capilla quería hablar con él. A Diego no le
importó mucho, porque pudieron conversar un poco hasta que ella se fue,
y sobre todo, porque sabía que la seguiría viendo. Ese día, sintió una
alegría ancha y sana. Todo le parecía bueno. Ella lo había tratado bien. En
realidad era amable con todos, pero al final, cuando se arregló la boinita,
antes de salir, lo miró… lo miró de una manera especial, como si ya fueran
amigos, con más cariño que la primera noche, después de tomar la
naranjada.
En los días siguientes se sentía raro, pero ya no tan alegre. Pensaba todo
el día en ella como un chiquilín. No se sentía muy seguro, porque si bien él
le había demostrado su interés tratándola bien, ella no tanto, porque
trataba bien a todos.

La reunión siguiente se suspendió, pero sorpresivamente se encontraron


en un bar cercano a la U.T.N. . Era para coordinar unos actos relámpagos.
Cuando la vio sentada en el barsito de la avenida Córdoba, fue
directamente hacia ella. Había tres o cuatro personas más que Diego no
conocía. A ella se le iluminó la cara y lo abrazó cariñosamente. Diego no la
soltó, y le dijo que le diera una cita para después de la movilización,
aclarando que no era por temas de militancia. Ella dijo que sí. Los dos
sabían que era un contacto horizontal, prohibido, pues rompía las vías
orgánicas, el tabicamiento. Por eso, mientras ella pensaba el lugar y la
hora, seria Digo sonriente casi la besa en la frente, en los párpados, en el
pelo, donde fuera. En ese momento se produjo la verdadera declaración
de amor y el “sí” de ella, al darle la cita. El encuentro posterior y todo lo
demás, fue la continuación feliz de ese momento.

Diego tomó el café que Verónica le había dejado sobre la mesa. Cuando
ella se levantó del sillón para ir a prepararlo, estiró el recorrido de su
caminata en el living y vio que había escrito media carilla para el filipino.

“Otro momento importante…”, recordó Diego, “fue cuando decidimos


destabicarnos con el nombre y apellido”. El partido ya les había asignado
una militancia común para evitar el contacto horizontal. Era una tontera y
un riesgo mantener el secreto viviendo ya casi juntos. Acostumbrados al
“Paco” y al “Casy”, dijeron el nombre con vergüenza, como si se
desnudaran por primera vez. “Como el registro civil y la libreta de
casamiento”, rememoró Diego.

Casy desnuda era una maravilla. La primera vez que hicieron el amor, él
tenía un poco de miedo. Miedo de que esa relación, que ya era
inmejorable, se trastocase. Pero no fue así, sino todo lo contrario. Casy
hizo todo de una manera tan natural, y era tan hermosa… Diego no podía
creer lo que era el sexo, el amor, Casy… todo junto. Y después… sentir su
cuerpo suave junto al suyo. Él mirando al techo y ella con la cabeza
apoyada en su pecho besándolo despacito. Hablándole cerca del oído…
estirándose para besarlo en el cuello y en la boca. Tenía una figura tan
linda; era tan perfecta que Diego no sabía si besarle los pies, las rodillas…
los ojos… toda. Cuando estaba con ella todos los temas eran interesantes.
Hablaban horas y horas porque se entendían sin excepciones. “Es la única
mujer que me ha querido en mi vida”, descubrió un día, Diego. Se habían
encontrado en un bar. A él se le había ido el cansancio con sólo verla.
Cuando ella lo miraba se sentía bueno. Se volvía bueno. Con ella cerca no
podía ser, ni pensar nada malo. Quizás porque era lo único que le
importaba. Él se veía a sí mismo bueno al verse con los ojos que ella lo
miraba. Y Casy lo miraba muy adentro, no había dudas. Veía más lejos que
él. Los aspectos tenebrosos de su infancia, las culpas, todo se hacía
pedazos bajo su mirada llena de amor. Diego no podría haberle mentido
nunca. Su vida antes de Casy no valía nada.

Otro momento importante fue cuando ella le dijo que tenía que ir a su
casa para conocer a su viejo. Fue en esos días que consiguieron esa casita
en Lanusse para vivir juntos. ¡Duró poco! A Diego le extrañó el pedido de
Casy porque era muy independiente. No tenía que pedir permiso, ni avisar
a su familia cuando se quedaban a dormir en cualquier casa.

Fueron un día viernes, a la tardecita. Hacía un poco de calor. La casa de


Avellaneda era grande y vieja. Tras el alambrado había un descampado.
“Acá jugábamos cuando éramos chicos”, le dijo Casy, señalando al entrar.
Antes de llegar a la casa una vecina la saludó. “Yo me sentía incómodo”,
recordó Diego. “Casy contestó el saludo, me abrazó por la cintura y
seguimos caminando. Cuando cruzamos el portón de entrada Casy me
mostró el loro. El padre salió a la puerta de la casa con el mate en la mano.
Recorrimos esos diez metros que nos separaban y me estrechó fuerte la
mano. Era más joven de lo que yo me había imaginado. Cuando Casy
hablaba de él, mencionaba siempre algo del gobierno peronista. O aquello
de que Olmos, que había sido un sindicalista amigo del padre, fue el
padrino de ella. La madre de Casy había muerto cuando ella era chiquita.
El padre me ofreció un mate, miraba a fondo como Casy. No tenía el pelo
marrón sino negro y usaba unos bigotes finos. No estaban los hermanos
de Casy, por suerte.” Con ellos Diego no hubiera tenido vergüenza, pero
era incómodo no saber bien en qué andaba cada uno. Casy le había
contado que de una u otra manera todos militaban. Algunos con el padre.
Sabía que uno era monto, pero no había querido preguntarle cuál. De las
dos mujeres, más grandes que Casy ambas, sólo una militaba junto a su
marido.

Después de charlar un rato, Casy fue al almacén a comprar vino. Siguieron


hablando. Diego se sentía bien. Se veía que el padre de Casy tenía ideas
firmes. Hablaba con gracia del momento político, y cuando hacía alguna
broma decía después “¿no es cierto?”. De entrada lo trató como a un
amigo o compañero, no como suegro. Y fue en ese tono que le preguntó
en un momento si la quería a Casy. Diego estaba apoyando contra la pared
mirando el piso de la cocina. Lo miró a los ojos para contestarle que sí,
pero no llegó a hablar… “está bien”, le dijo el viejo de Casy, “cuidámela
bien… escuchá lo que te voy a decir… es la mejor de todos mis hijos…
varones… mujeres… la mejor de todos… ¿entendés?” Cuando Diego le
entregó el mate lo abrazó de costado y le apretó el hombro. Mientras
echaba agua en la pava agregó… “sos el primero… no el primer hombre…
no sé… el primero que trae… me dijo el otro día que quería que yo te
conociera, ¿entendés?” Casy volvió con cinco botellas de vino en una
bolsa. “Tengo un asado”, le aclaró el padre a Diego con picardía. Casy lo
trataba a su padre con cariño. Él le sonreía y la trataba de “usted”, como
poniendo distancia. En un momento que Diego hablaba en el patio con
una hermana de Casy que estaba con dos vecinas, Diego no sabía si era la
que militaba o la otra; oyó que había llegado Alberto. Al ratito se le acercó
y lo saludó. A Diego le pareció que lo miraba con confianza y simpatía. El
hermano de Casy le dijo en voz baja “le caíste muy bien al viejo”.

Cuando llegó el momento de despedirse, Diego prometió volver pronto.


Lo creía sinceramente. Se sentía cómodo. Casy se llevaba algunas ropas en
algún bolso. Cuando salieron, el padre los miraba desde la puerta de la
cocina. Había más gente en las veredas. Hacía calor y Diego se sentía feliz
caminando junto a Casy. “Era primavera”, recordó Diego “ya habían
pasado las movilizaciones del ´Rodrigazo´. Había saltado Lopecito y un
sector importante del gobierno estaba dispuesto a reencauzar la política
hacia la democracia. Parar la mano con las “tres A” y dar legalidad. Se iban
a acabar los secuestros y las caídas. El partido había hablado con gente del
gobierno y también con los radicales que desde el congreso estaban en la
misma. “Yo estaba contento también”, recordó Diego, “porque si se
firmaba la tregua, lo largaban a Santi y a todos los compañeros presos.
Santi se iba a reencontrar con la negra, y él le iba a presentar a Casy.
Como las cosas no salieron, el partido votó la línea de grandes acciones,
para forzar la negociación de la tregua desde una posición de fuerza”.

Pero las cosas tomaron otro camino. Vino el intento de Capellini y Monte
Chingolo. Fue la acción más grande de guerrilla cubana. Había causado un
gran impacto, pero habían caído muchos compañeros, y quedaron allí
todas esas toneladas de armamento, que eran el objetivo.

El ajusticiamiento del traidor Rainieri, alentó las esperanzas de que no


habría nuevas detenciones. Pero seguían las caídas. Además del ´Oso´
Rainieri, había otros filtros. En febrero cayó un grupo de la juventud, y de
pedo no los mataron. En el frente sindical, caía gente todos los días. Las
detenciones y los secuestros de la ´Triple A´ no se distinguían ya en nada.
“El golpe no lo paraba nadie”, recordó Diego. “El pueblo visualiza mejor
ahora a su enemigo que se sacó la careta, lo enfrentará. Habría que
superar el chubasco. Seguir operando para que el pueblo no perdiera la
confianza en la lucha y en su vanguardia”.

Tras las expectativas de aquella primavera, que parecía tan lejana, había
llegado un verano al rojo vivo. La relación con Casy había seguido bien, y
cada vez mejor, pero por las caídas había que tomar más y más tareas.
Dejaron el frente estudiantil los dos por aquellos días. En el verano ambos
ya eran sargento, aunque sus escuadras no estaban completas. Después
del golpe operaban de cualquier manera. Las reuniones eran siempre con
distintos compañeros debido a las caídas, y debido a que muchos
compañeros se abrían. Él y Casy, tenían un acuerdo tácito, quizás por eso
tan fuerte, de no esquivarle a las tareas y a las responsabilidades. Casy
estaba de responsable político del partido en una zona, pero seguía
operando con el Ejército del Pueblo. Cada vez se veían menos, pero los
dos sabían que no podían retroceder, que la pareja y la militancia
avanzaban juntos. “¡Casy cómo te necesito!”, murmuró Diego mientras
caminaba por el living de la casa de Verónica. Nunca se había animado a
pensar qué pasaría si caía Casy. Era pensar en el fin de todo. Diego decidió
no pensar en eso, menos que menos ahora.

Diego apagó el televisor y volvió a caminar por el living. Estaba


malhumorado. Los diarios no decían nada, los noticieros tampoco “La
censura es hermética, putas gorras”, pensó. “Ese Alfredo José Martínez
debía ser un hijo de puta, era uno de los pocos civiles. Pero él no entendía
nada de la economía burguesa. Había leído “Salario, precio y ganancia” y
había entendido poco. Necesitaba leer el periódico o que algún
compañero manejo le explique. Por algo habían cerrado la CGT… ni a los
burócratas se bancaban. Había varios en cana. Todos los días difundían la
cantinela de los corruptos y los subversivos. El apartido había alertado que
el ataque no era contra la guerrilla. ¡Si el gobierno ya lo manejaban desde
bambalinas! La consigna del partido era clara: “¡El golpe es contra el
pueblo! ¡Argentinos a la armas!” Necesitaba contacto con el partido,
aunque sea con un compañero. Diego recordó lo que dijo Susana al
despedirse, que iba a estar jodido porque quedaba solo. Ya habían pasado
cinco días y él no sabía qué hacer. Tenía que controlar la impaciencia.
Verónica lo observaba caminar desde el sillón del living. Ojeaba una
revista y lo miraba. Diego ya la conocía bastante, podía reaccionar siempre
de cualquier manera. Ahora podía acercarse y decirle… “mi amorcito
siempre callado… qué le pasa a mi amorcito, a mi varoncito…” o bien
ponerse a gritar con cualquier cosa. Era una histérica. No le molestaba
perder el tiempo sin hacer nada. Era una chiquilina. Su vida no tenía
rumbo. Era caprichosa y cuando gritaba parecía una vieja. Era egoísta.
Había intentado leer un libro con ella. Probaron con dos y fue inútil. Los
libros que tenía no ayudaban, eran una porquería. Con el que más
duraron, tres siestas, fue el de Diterus. Unos compañeros le habían dicho
una vez que describía la explotación de los obreros ingleses. Pero éste era
una novela. Verónica en vez de escuchar lo que él leía, lo observaba sin
retener nada. Cuando leía ella era peor: interrumpía a cada instante para
preparar café, para ir al baño o con cualquier excusa. Hace dos días,
mientras él leía, lo abrazó con sus piernas. Hicieron el amor en el sillón. A
ella le gustaba hacer el amor en cualquier lado. También lo había
provocado antes en la cocina. Él no esperó a que insistiera y la inclinó
sobre la mesada. Cuando después le dijo que la próxima vez podían hacer
el amor en el garaje, dentro del Fiat, ella le contestó que era incómodo y
lo besó, sin siquiera darse cuenta que lo decía en chiste. Esa tarde lo
arrastró hasta la cama y estuvieron de relajo hasta el día siguiente. Diego
se sentía mal, no por Casy. Le molestaba la inactividad. Estar tanto tiempo
con Verónica le resultaba aburrido. Tanto sexo terminaba por aburrirlo.
Mientras hacían el amor, ella adoptaba actitudes posesivas, “me voy a
coger a mi prisionero” decía, trepando sobre su cuerpo. Le daba
instrucciones, lo daba vuelta para besarlo. Cuando estaba en la cama, para
verlo mejor lo destapaba. También en esos momentos alternaba las
actitudes agresivas con las cariñosas y maternales. Diego la dejaba,
pensaba que siempre podría controlar la relación, tenía que llegar a
entenderlo. Liliana no había venido nunca y las respuestas de Verónica
habían sido vagas. No se asombraba de que no viniera Liliana, pese a que
cuando trajo la noticia de que debían abandonar la casa lo dio como algo
seguro. Diego había quedado algo intranquilo. Los temas políticos cada
vez ocupaban un lugar mayor en las charlas. Ella parecía escucharlo en
serio, pero luego sus interrogatorios, siempre se orientaban a cómo vivían
en las casas operativas, que si las compañeras tenían prohibido casarse
con alguien que no militara y otras preguntas absurdas e intrascendentes.
Nunca había escuchado nada tan tonto… ni del simpa más nuevito, recién
incorporado… Saltaba de un tema a otro sin terminar de escuchar la
respuesta. ¿Para qué preguntaba entonces?

Días después, exactamente a nueve días después de la ida de los


compañeros, Diego se despertó a la mañana y ella no estaba en la cama.
Pensó que estaría en el baño o en la cocina. Se quedó en la cama en ese
estado intermedio, ni despierto, ni dormido. Se despabiló de golpe,
sobresaltado… ¿y si no estaba? No se escuchaban ruidos. “¡Verónica!”,
gritó sobresaltado de la cama. Su presentimiento se confirmó, no la
encontró en ningún lado. El auto estaba en el garaje. Diego barajaba las
posibilidades y las descartaba a medida que se presentaban… ¿Cómo no le
había avisado? Desde la ventana del living no se veía nada anormal en la
calle. Se puso la ropa con la que había llegado a esa casa. Estaba colgada,
limpia, en el placar de Verónica. Caminó por el living. Debía fijar una hora
tope para abandonar la casa. Lo ideal sería encontrar un lugar, bar, plaza,
parada de colectivos, lo que sea que le permitiera observar la casa de
lejos. Si llegaba a venir alguien, antes de que él se fuera, no contestaría.
“¡Ni siquiera tengo una pistolita matagatos!”Bramó. Prendió bajito Radio
Colonia. No habían pasado veinte minutos, cuando sintió pasos en la
entrada. Desde la ventana del living vió a Verónica sola con un pañuelo
violeta en la cabeza, sacando las llaves de la cartera. Cuando cerró la
puerta de entrada, vio a diego sentado en el mango del sillón.

- ¡Hola divino!... ¿qué hacés con esas ropas puestas?


- Adonde fuiste… preguntó diego serio, seco.
- Compras – Dijo Verónica levantando en alto una bolsa – Dio un paso
en dirección a la cocina pero Diego le interceptó el paso.
- ¡Si sabés que me tenés que avisar! ¡Por qué! ¡Por qué! – Le gritó
Diego zarandeándola por los hombros. De un paquete que tenía
bajo el brazo se desprendieron tres medialunas. Verónica quiso
inclinarse para recogerlas del piso y se le cayeron otras dos. Diego
no la dejó. Le apretó muy fuerte los hombros con sus manos
levantándole la barbilla con sus dedos pulgares, y con tono serio, en
voz baja casi, le dijo mirándola a los ojos: “Sólo te pido que me digas
porqué… nada más”
- Me estás haciendo doler. – Contestó ella con lágrimas en los ojos.
Diego la soltó y levantó las facturas.
- Disculpá – le dijo.

Verónica puso los paquetes sobre la mesa de la cocina y se sacó el


pañuelo violeta de la cabeza.

- En serio, necesito que me digas porqué lo hiciste, si sabías


perfectamente…
- ¿Me pensabas dejar? - Preguntó ella señalándole la ropa que tenía
puesta.
- ¡Qué dejar, ni qué dejar, Verónica! ¡Me iba a ir, quien sabe a dónde!
¡Ya lo habíamos charlado y vos lo sabías! ¡Por qué no me avisaste!
- ¡Vos sos una basura y no me decís nada! – Gritó Verónica con la
cara llena de lágrimas.
- ¡No mientas! ¡Lo habíamos charlado muy bien, y cada vez que salís,
aunque sea a comprar puchos, me avisas!…
- No me decís nada de todo lo que pensas! ¡Te guardás todo para
vos! ¡Sos un hijo de puta que mejor no te hubiera conocido!
- ¡Qué querés que te diga! A ver… ¿A ver?... decí…
- Cuando yo te hago preguntas vos no me contestas…
- ¿Y eso?... ¿a ver?... a ver… cuando…
- Cuando caminás por el living.
- ¡Qué querés que te diga! ¡Pienso en el problema de seguridad!...
Cómo voy a hacer para que no me agarren… que sé yo… ¿de eso
querés que te hable? Son cosas que uno piensa…
- Y tampoco me decís qué es lo que realmente pensás de mí.
- Pero, Verónica…
- Yo te pregunto cuando estamos en la cama y tampoco me decís.

Diego se quedó callado. “¿Sería realmente eso? ¿Tendría celos de Casy?”


Lo descartó. Había algo que no andaba. Se apoyaba en el marco de la
puerta. ¿Su silencio estaría siendo interpretado por Verónica como
admisión de culpa? Prendió un cigarrillo. Prendió un cigarrillo, siguió ahí,
callado.

- ¿Vas a desayunar? – dijo ella por fin, con tono seco para atenuar el
gesto conciliador.

Tomaron el café sin hablar. Verónica parecía haber recuperado la calma.


Diego decidió arriesgarse a desatar una nueva tempestad. Si guardaba su
pregunta para otro momento sería aún más difícil.

- Verónica… - le dijo con tono comprensivo que predisponía a la


charla franca. ¿Lo hiciste para demostrarme que estoy en tus
manos?

Verónica no se inmutó. Juntó las tasas de la mesa para llevarlas a la pileta.

- Algo de eso hay… no sé… lo hice a propósito… sabía que te


afectaría.

Diego se levantó de la silla y se fue al living.


Los días posteriores a la salida de la casa sin aviso de Verónica
transcurrieron sin mayores inconvenientes. Durante el día al menos… en la
noche algún conflicto siempre había. Durante el día era ahora distinto…
Diego estaba contento porque hablaba mucho de la revolución y ella no
gritaba ni se enojaba arbitrariamente, como en los primeros días. Ella
preguntaba cómo era la vida en el socialismo y Diego le decía todo lo que
sabía. El interés de ella lo estimulaba a enfocarse, con explicaciones
buenas y sencillas. Una tarde, al décimo día, habían empezado a conversar
después del almuerzo y siguieron ininterrumpidamente hasta la noche.
Las respuestas de Verónica y su entusiasmo, habían significado un
verdadero avance. En un momento de la charla, Verónica le preguntó si la
aceptarían como compañera si se ponía a trabajar en una fábrica. Diego
tuvo ganas de reírse, pero contestó seriamente, de manera algo evasiva,
para no romper el clima fraternal y positivo que con tanta dificultad
habían logrado esa tarde.

Por las noches la relación no mejoraba, sino más bien todo lo contrario.
Verónica había ido abandonando de manera imperceptible sus
comportamientos posesivos, casi masculinos. Todavía le decía de vez en
cuando “mi prisionerito” pero de manera cariñosa. Lo de “prisionerito” lo
decía antes o después de hacer el amor, y no durante el acto mismo, como
antes. También había dejado de manejar el erotismo de cada encuentro
sin consultarlo. Pero, estas mejorías aparentes en la relación habían dado
lugar a algo que Diego no alcanzaba a definir. Más palpable era la
sensación cuando no había disputas, pues con el silencio de Verónica, el
desencuentro quedaba flotando en el aire. Ella ya no hacía bromas, no
demostraba cariño. La encamada se transformó en un drama.

El día que tan bien habían charlado durante toda la tarde, Diego eludió el
encuentro nocturno. Verónica lo provocó. Diego tuvo la esperanza de que
el sexo no sería esa vez el causante de una nueva amargura.

Verónica desnuda se levantó sobre el pecho de Diego, dando la espalda. A


Diego le gustaba verla desde allí, en la semipenumbra, desde su posición
horizontal, acostado cómodamente en la cama, Diego veía cómo bajaba la
línea de su columna vertebral, bajaba por la estrechez de su cintura para
perderse después entre dos lomas hermosas y redondas; grandes, muy
grandes, debido a la postura de Verónica y a la perspectiva desde donde
miraba. Las manos de Diego la sujetaban de las caderas o se posaban
sobre los muslos de ella, adheridos a su torso como un jinete. El deleite de
la visión femenina cambió de color cuando Verónica hizo descender su
torso. Las dos lomas blancas se agrandaron y el pelo suave de Verónica al
rozar el sexo de Diego lo excitaba al instante. Hasta allí la sexualidad era
paradisíaca, y la desnudez de Verónica, estética pura. Diego sintió la
presión de sus talones bajo la nuca y dejó que ella guiara su cabeza hacia
adelante. La acarició primero con la nariz y luego con la lengua. Ella
presionó hacia atrás con la cadera y Diego se perdió en un beso negro.
Verónica hizo leves movimientos con los glúteos, Diego no hizo caso al
aviso y se quedó como estaba. Ella giró con todo su cuerpo y se desplazó
en la cama hasta quedar acostada boca abajo, con el cuerpo de Diego
sobre ella. Silenciosa buscó con sus manos el sexo de Diego para orientar
la penetración.

“¡Dale!... ¡más!…”, exclamó Verónica apoyando una mejilla sobre la


almohada. Diego sintió la suave tibieza de su piel en contacto con los
testículos, el bajo abdomen, la entrepierna. Verónica se movía mientras él
le acariciaba la cabeza y la besaba en el cuello, bajo la oreja. Hasta allí
todo iba bien.

“¡Pegame!... ¡pegame!”, pidió repentinamente Verónica. Diego no estaba


seguro de lo que había escuchado. Ella jadeaba y sus movimientos eran
cada vez más violentos. “¡Pegame!... ¡pegame!”, insistió Verónica con
lágrimas en los ojos. Diego le acarició con más fuerza en la cabeza. Le
corrió el pelo y apoyó el mentón en el hueco de su nuca, como a ella le
gustaba. “¡Pegame!… ¡pegame!”, dijo Verónica, esta vez, casi gritando.
Diego acentuó con fuerza la presión de su mentón hacia abajo sin hacer
caso del pedido. Verónica ahora apoyaba una mejilla y luego otra, girando
la cabeza con rapidez, como si le dijera “no” a alguien. “¡Pegame!...
¡pegame!”, insistió con voz muy baja. Pareció que hablaba consigo misma,
Diego la acarició. Verónica, estirando el cuello, pidió ”¡decime puta!…”,
”¡decime puta!...”, ”¡decime puta!...”, siguió gritando. Diego miró el rictus
de su boca. Era amargo, muy distinto al que adoptaba otras veces para
excitarlo. Los primeros días, especialmente, lo provocaba así; cuando
estaba en esa posición sacaba su lengua mientras jadeaba o agarraba su
mano para chuparle el dedo pulgar, abriendo la boca más de lo necesario.
Hacía girar su dedo tocando el perímetro de sus labios. Mostraba con
desenfado sus expresiones de gozo. Diego, sensible a estas
demostraciones, había recordado algo que desapareció cuando entabló
relación con Casy: a él antes, le gustaban las putas. No entendía cómo sus
amigos preferían esas chiquilinas de buena familia, que sólo servían para
franelear hasta el dolor de huevos. “¡Casy!”, se le escapó en voz alta. Su
voz quedó absorbida en el pelo de Verónica. “Decime putita, putita…”
repetía ella sin mucha convicción. Diego pasó el brazo izquierdo bajo su
cuerpo. Sintió que el orgasmo era incontenible, apretó el antebrazo sobre
el vientre de Verónica para poder combinar los movimientos. Luego
quedaron acostados uno al lado del otro, en silencio. Verónica se
mantenía en su posición boca abajo. Permaneció inalterable las dos veces
que Diego le acarició el pelo.

Hubiera querido dormirse en el acto pero no tenía sueño. Intentar hablar


era inútil. Además, él, ya no sabía qué pasaba con Verónica. ¡Tan bien que
había sido todo a la tarde! Permaneció mirando el techo. Cuando se
levantó a buscar los cigarrillos, sintió su sexo pegajoso. Fue a lavarse al
baño. Al ver los cosméticos de Verónica sintió odio. Mirándose en el
espejo pensó: “La vida sin la militancia no tiene sentido”. Se secó con la
toalla que usaban para las manos y la cara. No había otra. Cuando regresó
a la habitación, ella seguía en la misma posición en la que la había dejado.
Antes de acostarse la tapó, mejor no mirarla, se dijo, mientras la miraba.
No sintió ni lástima… ni asco… ni odio… nada. Verónica lloraba en silencio,
él no sintió nada.

Al día siguiente todo fue normal. Verónica se comportó como si no


hubiera pasado nada. Diego calculaba que faltaba muy poco para la cita de
Almirante Brown. Podían presentarse allí novedades que le permitieran no
regresar con Verónica. Si lograban el contacto con el partido, todo se
resolvería, pensaba esperándolo.

Quedaban pocos días. El objetivo para con Verónica debía ser el mínimo:
que no se deterioraran más las cosas. No debía entusiasmarse por los
buenos momentos con Verónica. Recordó que cierta vez su responsable
político había dicho que todas las personas eran recuperables. Otro
compañero de mayor responsabilidad que él, que estaba de paso en esa
reunión, lo contradijo. Opinó que en general sí, pero había casos
particulares en que no. Como nadie dijo nada, el compañero no explicó
mejor lo que pensaba. Lástima, pero seguro que Verónica era uno de esos
casos. Muy burguesa. Cambiaba su comportamiento de la mañana a la
noche, como de la noche a la mañana y… lo que era más grave, un día
preguntaba interesada, como si entendiera, y horas más tarde sin
ruborizarse decía cualquier barbaridad al nivel de que los guerrilleros se
comen a los chicos. Diego le tuvo que explicar que los propios milicos
sabían que eran ciertos los slogans y frases hechas que difundían su
propaganda para consumo de la población y de su propia tropa. Ellos la
llaman técnicas de guerras psicológicas, le dijo aquella vez Diego para
convencerla. Lo mejor sería no insistir en los temas políticos. Si ella le
preguntaba por propia iniciativa… se limitaría a responder y listo.

Y a la noche… a la noche atenuar las cosas. Verónica seguía provocando


cada encuentro. Mostraba empecinamiento, como si buscara algo que
nunca ocurría. Hacían el amor de manera rutinaria con orgasmos, pero sin
aquella otra cosa deseada. Apenas si remontaban el vuelo erótico
necesario para activar la fisiología, los movimientos automáticos, pura
gimnasia. No tenía sentido. “¿Me quiere agotar físicamente?”, se
preguntaba Diego. Hacía el amor con Verónica pensando en cualquier
cosa.

Faltaban tres días para la cita quincenal de Almirante Brown, Diego ya


tenía todo mentalmente preparado. El viaje en colectivo, el
aproximamiento al lugar, la reacción frente a las distintas alternativas
posibles. Mientras hacía el recorrido una vez más, mentalmente, se le
ocurrió que podría hacer una medida previsora asistir con otra ropa.
- ¿Tenés forma de conseguir un saco, Verónica? No importa mucho el
color, ni nada… que sea más o menos de mi tamaño.
- ¿Cómo? – le contestó Verónica sin interrumpir su intento de reparar
el pick-up del tocadiscos.
- Sí, un saco… la parte de arriba de un traje, digamos. – Contestó
Diego.
- ¿Para qué?... – preguntó Verónica raspando un cablecito rojo por la
ficha que sostiene la púa del aparato.
- ¡Y para ponérmelo!... ¡para qué va a ser!... – respondió Diego
intuyendo ya, que había metido la pata.
- Para qué... – insistió Verónica levantándose del piso con un reflejo
para acercarse a Diego.
- No tiene importancia. – La cortó Diego. – Con la campera me las
arreglo perfectamente.
- ¿Adónde querés ir? Contestame…
- Escuchame Vero, algún día me voy a tener que ir, ¿no? – Verónica
estaba plantada frente a él con los brazos cruzados.
- ¿Vos estás loquito?... ¡o no leés los diarios acaso!

Diego no entendía cómo se le podía haber escapado pedir un saco, sin


medir las consecuencias. ¡Sin prever nada! Como un idiota se había
relajado por lo distendida que estaba la relación esa mañana. Diego pensó
que ya no podía volverse atrás. Hizo un último intento…

- ¿Qué vamos a almorzar hoy? – le dijo mirando para otro lado.


Verónica se abalanzó sobre él y con el puño derecho comenzó a
golpearle el pecho, al tiempo que gritaba.
- ¡Vos de acá no salís! ¡Te juro que no salís!... ¡Ya vas a ver! ¡Te
aseguro que no salís! ¡No lo voy a permitir! – Diego tuvo ganas de
reírse. Verónica, con su cuerpo livianito, mostraba determinación.
Suavemente le detuvo el puño, ocultando la maniobra con un
abrazo. Pensó que podía ser conveniente hacer el amor, pero se
arrepintió en el acto.
- Verónica… - le dijo con seriedad – vos sabías que yo no me iba a
quedar acá indefinidamente… - antes que terminara la frase,
Verónica ya estaba llorando. “Se va a poner histérica”, pensó Diego,
y agregó – Tengo que salir un día de estos, lo más probable es que
vuelva. – Verónica se zafó de sus brazos y estalló en gritos y llantos.
- ¡Te van a matar! ¡Te van a matar! ¡Los matan a todos! ¡Oime bien…
no va a quedar ninguno! ¡A todos! ¡A todos!
- Pero Verónica…
- ¡Los van a matar a todos! ¡No se puede! ¡Entendelo! ¡Vos mismo lo
dijiste! – Verónica gemía.
- Yo no dije nada…
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Dijiste! ¡Dijiste, cuando hablamos de Casy! ¡Al principio!
- Que cayó mucha gente, sí, pero eso es inevitable. Son los costos de
la lucha en esta etapa. Además, te dije que de Casy no sabía…
- ¡No hay lucha! ¡Los matan a todos! ¡No se detienen ante nada!
- Bueno. Encerrándonos dentro de una casa no vamos a cambiar las
cosas. – Verónica que parecía haberse calmado, estalló en llanto.
Gritaba: “No se puede cambiar nada!...¡los matan…!¡los matan!¡no
vas a salir…!¡vas a ver!”… la respiración agitada por momento
ahogaba su voz entrecortada. Diego decidió que era inútil pretender
hablar en ese momento. Fue a la cocina y se preparó un sándwich.
Cortó una gruesa tajada de queso, se sirvió un vaso de vino y se
sentó sobre la mesada para comer tranquilo. Desde allí escuchaba a
Verónica. Lloraba sonoramente. Ahora sin hablar ni gritar. Le dio
lástima. No podía hacer nada. Se le ocurrió preparar comida. Una
buena idea ¿podía ser? Alguna vez había leído que no había suicidas
con panza llena. Cualquier cosa, eso no importaba. Sacó cuatro
huevos de la heladera y descolgó la sartén. Los puso después bien
fritados en dos platos, sal, vino, y llevó todo en la bandeja marrón al
living. Verónica lloraba en voz más baja. Miró a Diego, aun con la
bandeja en la mano y volvió a apoyar su cabeza en el mango del
sillón. El cuerpo hecho un ovillo, se movia al ritmo de la respiración
de la cintura para arriba. Seguía llorando. “¡Por qué!...¡por qué!...”
Balbuceó… “¡Por qué!... ¡Por qué!...” siguió con voz más fuerte.
“¡Los matan a todos!...¡a todos!” gritó de golpe. Diego vió la
expresión extraviada de su rostro y se alarmó.
- Vero… escúchame… Vero… Hace más de cuarenta y cinco minutos
que estás llorando… te vas a hacer daño… yo no quiero… - Verónica
lloró más fuerte.
- ¡Los agarran a todos…!¡A todos…! Vos no, Diego… no vallas…

Diego prendió un pucho. Había que dejarla nomás, hasta que se calme.

- Los matan a todos… quizás los salven… Diego, pero vos no… quizás
no les hagan nada y se los entreguen a sus familias.

Diego la escuchaba mientras pensaba qué podía hacer. Lo ideal sería un


calmante. Miró los huevos fritos enfriándose en la bandeja.

- Y los que no tengan padres, los tienen ellos… un tiempo nada más…
- decía Verónica – después los sueltan…

Diego tuvo ganas de una broma, pero se contuvo. Podía empezar a


berrear de nuevo. “…los agarran pero ellos también tienen familia”, seguía
Verónica.

- Sí, tienen familia, son unos hijos de puta – Dijo diego, medio en
serio, medio en broma… buscando cortar el dramatismo. Verónica
pareció no escucharlo.
- Los van agarrando y después… los jefes no… - Balbuceaba Verónica.
Diego pensó que a lo mejor se quedaba dormida. Pero ocurrió todo
lo contrario, resopló dos veces y estalló en llanto, con convulsiones,
y una especie de hipo arritmia. Diego le agarró del pelo para verle la
cara, gritaba, lloraba, y el pecho se movía con violencia. La alzó con
sus dos brazos tratando de apoyar su pecho sobre la cara de
Verónica para atenuar los gritos. La depositó con cuidado en un
costado de la cama. Se arrodilló junto a la cama pero Verónica le dio
la espalda. Se subió a la cama por el otro lado, pero Verónica volvió
a darle la espalda. Diego se quedó acostado hacia arriba sin saber
qué hacer. Se puso a darle golpecitos en la espalda. Con la voz más
calmada comenzó a hablarle. Buscó aquellos temas que Verónica
entendía: la cosificación de las relaciones humanas por la
mentalidad mercantilista burguesa, la degradación, el
individualismo. Buscaba ejemplos que tuvieran que ver con la vida
de ella. Habló más de treinta minutos. Repitió todo lo que le había
dicho en las charlas de los días anteriores. Verónica lloraba ahora
despacito. Diego pensó que lo escuchaba y repitió todo lo que había
dicho al principio, pues seguramente Verónica no había oído esa
parte. El socialismo es inevitable porque los pueblos avanzan, la
humanidad, el campo socialista, el tercer mundo, el imperialismo
yanqui en crisis por la derrota sufrida en Vietnam, la heroica lucha
de un pueblo pequeño pero defensor de una causa justa…
Le pareció que sus palabras atenuaban el llanto. No sabía que
decirle ya, pero no debía interrumpir. “Como San Martín que peleó
por la primera independencia, nosotros luchamos por la segunda,
por la segunda y definitiva independencia. A todos los patriotas,
también les decían subversivos como a nosotros, y eran poquitos
pero crecieron, de lo chico a lo grande, y de lo simple a lo complejo.
En Vietnam, el primer destacamento de propaganda armada de
Giap eran catorce hombres. A Fidel lo derrotaron en Moncada y
después, cuando volvió le mataron el ochenta por ciento de sus
fuerzas cuando desembarcó en… un barquito que no me acuerdo
cómo se llama. Quedaron una docena. Él, y el Che, se saludaron y se
internaron en la Sierra Maestra”.
Diego, sin darse cuenta, abandonaba el discurso esclarecedor
destinado a Verónica, reemplazándolo por sus propias verdades
dichas en voz alta, y con una convicción mucho más grande. “Giap
llegó a tener el mejor ejército. En Vietnam del Sur se dieron el lujo
de tomar Saigón el 1° de mayo, como homenaje a todos los
trabajadores del mundo que habían sido solidarios con el heroico
pueblo vietnamita. Heroico y sacrificado. El Che no sólo era valiente,
también era sacrificado. La lucesita de su voluntad en el ministerio
de industria de Cuba estaba prendida hasta muy tarde. Se quedaba
trabajando y estudiando hasta muy tarde. Eso fue antes de ir a
Bolivia. Y todo el pueblo cubano participaba en las jornadas de
trabajo voluntario, para aumentar la producción de azúcar. Porque
cuando acá tomemos el poder, no se acaba la militancia. Ahí recién
empieza el trabajo de todo un pueblo. Y sigue el internacionalismo
proletario como el Che en Bolivia…”
Diego siguió diciendo todo lo que recordaba en aquellas lecturas en
grupo cuando se incorporó a la Juventud Guevarista, era irrefutable,
habló y habló sin descanso. En un momento, vio por la ventana que
empezaba a oscurecer. “Es el invierno”, pensó. Miró la hora y siguió
con la atención puesta en sus palabras. Verónica no lloraba, eso
parecía. Al rato se movió. Lentamente se sentó en la cama
apoyando los pies en el piso del cuarto. Quieta, con los hombros
levantados, como si tuviera frio en las orejas, Diego la veía de
espaldas.
- ¿Querés un cigarrillo? ¡O no!¡Mejor vamos a preparar algo caliente
en la cocina… vos no almorzaste…! – dijo Diego.
- Prendé la luz – contestó Verónica.
- Bueno – dijo Diego saltando de la cama. – Abrigate y vení a la
cocina.

El living estaba casi a oscuras. Diego vio la bandeja con los huevos fritos
al lado del sillón. La levantó, para que no la pateara Verónica al pasar
por allí. Prendió el gas y puso la pava sobre la hornalla. Verónica
apareció junto al marco de la puerta. De nuevo lloraba pero en silencio,
sin exaltarse. Tenía la cara lavada, sin colores, y visibles rasgos de
cansancio.

- Dieguito, mi amor, yo antes no sabía nada – el llanto y las palabras


de Verónica fluían por canales separados, sin interferirse. – Vos te
tenés que quedar conmigo. Vos no querés hacerme caso, pero los
agarran a todos.
- Escuchá Vero, a mí también al principio me costaba, porque tenía
miedo que les pase algo a los que quería. Una vez… - Diego iba a
nombrar a Casy, pero se contuvo. – Una vez a Santi, mi hermano, yo
no lo quería dejar ir, después me di cuenta de que era una actitud
pequeño burguesa…

Verónica lo interrumpió como si no escuchara.

- Con los jefes es distinto… pero el coronel me dijo que a la juventud


la tenían engañada.
- ¡Los coroneles son tan hijos de puta como los generales! – la
interrumpió Diego – Lo que interesa es que si cae un compañero,
otro agarra su fusil. Hoy me olvidé de decirte una frase del Che que
dice eso… es como que, cayó Santi, pero lo remplace yo, ¡y vos
sabes que tenemos muchos hermanos más chicos! – Remató Diego
con su ocurrencia, pues ella conocía a su familia.
- Son muchos más que ustedes – siguió Verónica – El coronel tenía
cara de bueno – dijo como si recordara.
- Sería un coronel de antes… ¿qué querés?¿Té o café…? …mejor café
con leche… ¿Eh? Bueno… ¿Cuándo te dijo eso tu coronel? –
preguntó Diego abriendo el frasco de Nescafe.
- El otro día, Diego, no me hagas acordar – Dijo Verónica llorando un
poco más fuerte.
- Que… ¿Te amenazó?... ¿Es retirado?¿O en actividad? – Verónica no
contestó – Porque ahora a todos los retirados… - siguió Diego – le
dieron cargos, intendencias, gobernaciones, los metieron en todos
lados, como interventores, ¡coparon todo el aparato del estado!
¿sabías? ¿No? Los milicos retirados ya no se dedican más a regar el
jardín de sus casas…
- Me dijo que a vos no te iban a hacer nada – Verónica hablaba sin
seguir el diálogo, hablaba nomas.
- ¡¿Cómo?! ¡¿Cómo?! ¿Ese coronel me conoce?
- Diego… es el que los agarró a los otros, entendelo.
- ¿Cómo los agarró?... que otros…
- ¡Los que salieron de acá Diego! A vos no te tocan. – Dijo Verónica
cansada.
- ¿Los que salieron de acá?... ¿a pie?... ¿el negro?... ¿la gorda?
- ¡No, no!, no sé, los otros…
- ¿Los del peticero? – dijo Diego acercándose.
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Ésos!... ¡por eso vos no vas a salir! – dijo Verónica elevando
con fuerza su voz.
- ¡Por qué no me dijiste! – gritó Diego mucho más fuerte que
Verónica - ¡Hablá!¡Por qué! – Verónica se quedó callada. Miraba al
piso.
- Diego, vos no podés salir…
- ¡Cómo los agarraron! - gritó diego - ¡Decí!¡Cómo sabés! – Verónica
lloró más fuerte. Subió los brazos para taparse la cara, pero Diego la
cortó a mitad de camino - ¡Dónde!...¡Decime dónde!
- En la panamericana… cuando los dejábamos en la Panamericana.
- ¡Con cuántos coches estaban!
- No sé… un montón…

Diego le soltó los brazos. Se dio vuelta, caminó dos pasos y volvió.

- Decime… cómo te dejaron ir… ¿Vos dijiste que ese coronel me


conocía a mí?
- Diego… me dijo que a vos no te iba a hacer nada.
- Ya me lo dijiste… ¿Por qué no te llevaron a vos?
- Diego, ellos saben que no tengo nada que ver… ¡Yo te salvé a vos! –
dijo Verónica arremetiendo con llanto. Diego le bajó con fuerzas los
brazos y la miró a la cara.
- Escuchame bien, Verónica. ¿Vos le avisaste al coronel de esos dos
compañeros?
- No, a él no. No lo conocía. Le avisé a otro.
- ¡A quién! ¡A quién! – gritó Diego crispado.
- A… a… Carlos Alberto… el novio de una amiga. Ahora ya están
casados. Él es militar.

Diego sintió una puntada en el estómago. Se dobló levemente hacia


adelante, tratando de controlarse. Un mareo lo aturdió. Vino y se fue
como un pinchazo.

- ¿Vos le avisaste antes?¿Antes de llevarlos al club con el peticero? –


le preguntó con voz pausada y con gran esfuerzo.
- Sí. Para que no los maten. Para salvarte a vos. Me prometió que a
vos no te van a hacer nada… sos un chico… - Verónica vio la cara de
Diego, hizo una mueca, pero antes de reiniciar el llanto recibió un
cachetazo.
- ¡Turra!... ¡Traidora!... ¡Hija de mil putas!... ¡Asesina!...

Verónica se tambaleó con la cabeza volcada hacia abajo y no vio venir el


segundo cachetazo, tan fuerte como el primero. Su cara golpeó contra el
marco de la puerta. Comenzó a sangrarle el labio.
- La otra noche te pedí que me pegaras y no me hiciste caso – dijo
Verónica en voz baja, sin llorar, mientras se pásaba el puño por el
labio lastimado.

Diego no la escuchó. Caminaba por la cocina con las manos en los


bolsillos. Cada dos pasos aumentaba su comprensión de la situación en la
que estaba como si ajustara un lente y con rapidez desaparecieran los
contornos borrosos.

- ¿No sabés si controlan la casa? Cuántos tipos quiero decir…


- No sé… creo que no, mi amor…
- ¡No me digas mi amor! ¡Traidora! ¡Traidora!...Hija de puta. – agrgó
en voz más baja – Nos entregaste a todos. ¡Qué pasó con los otros
dos!
- No sé…
- ¡Cómo no sé! ¡Con el Negro y la Gorda!... salieron poco después que
vos…
- ¡No sé… no sé, Diego!
- ¿Sabía el coronel que estaban acá?
- No sé, el coronel no sé. Carlos Alberto si, que eran cinco…
- ¡Sabe! ¡Sabe! ¡Cómo no va a saber! ¡Traidora! ¡Una botona sos!
¡Botona de los milicos! – Diego se dio vuelta, pues temió no poder
controlar las lágrimas. Tenía un nudo en la garganta… y miedo,
mucho miedo en todo el cuerpo. Trató de no exitarse, tenía que
pensar. – Pasaron doce días ya… alguno tiene que haber cantado…
la Gorda… la Gorda… ¡seguro!... quizás no… no importa… no cambia
nada. La casa está rodeada… y sin teléfono a quien avisar… ¿qué
hacer?… - cuánto más nítidos aparecían los contornos de la
realidad, más atrapado se sentía. - No hay salida. No sé qué
esperan. Por qué no me agarraron… ¿por la cita? No. ¿Por qué no
me agarraron? – le preguntó.
- Me lo prometió… yo…
- ¡No seas pelotuda! ¿Nunca te volvieron a llamar?
- No hay teléfono…
- Cuando salías de compras…
- No.
- No te siguieron…
- Creo que no.
- El día que saliste sin avisarme… ¿te encontraste con ellos?
- No, no…
- Y para qué lo hiciste…
- Ya te dije aquel día… no se bien…
- Un día saliste con el auto, ¿no?
- No, creo que no…
- Pensá bien… al segundo o tercer día fuiste y volviste cerca del
mediodía.
- ¡Sí! ¡Fui a buscar las sábanas al lavadero!
- ¿Te siguieron?
- ¡No sé, Diego!... creo que no...
- ¡Por qué no vino Liliana!
- Eso te lo dije… yo le dije que no viniera y no vino.
- ¿Lo conoce a Carlos Alberto?
- No…
- ¿Y a su novia?... su esposa…
- No, no se conocen.
- Escuchame bien, Verónica… cuando les hacen la pinza a la salida de
la Panamericana… ¿cuántos coches habían? Recordá… 3… 4… pensá
en las marcas…
- Tenían una especie de camioncito abajo del puente, un Falcon… un
Chevy metalizado… y un Fiat 1500 ¿Puede ser?
- Y qué más…
- Alguno más. ¡Un patrullero! También… estacionado…
- En qué auto se los llevaron…
- En el Chevy, me parece… el Fiat no, el falcon tampoco… los otros
estaban más lejos.
- Escuchame Verónica. Pensá en los uniformes…
- No tenían…
- ¿Los del patrullero?
- Estaban lejos… no se…
- El coronel…
- No sé. Tenía puesto un sobretodo… común… gris.
- Los pies…
- Botas, me parece.
- De qué color…
- Marrones… si, botas marrones.
- ¿Cómo sabés que eran militares? Pueden ser parapoliciales…
- No sé, Diego… me pareció… el coronel me dio las gracias en nombre
de la patria…
- ¡Hija de puta! ¡Cómo pudiste…! ¿Querés que te cuente cuáles son
las torturas que están utilizando? ¿Querés?
- ¡Diego! ¡Por favor!... ¡Me tenés que escuchar!
- ¡Callate!... ¿Cuándo le avisaste a Carlos Alberto que estábamos acá?
- No me acuerdo, Diego…
- ¿Antes de que viniéramos?
- No…
- ¿…ya le habías visto la cara a mis compañeros?
- No…
- Entonces fue el primer o segundo día. ¿Lo llamaste por teléfono?
- No. Fui a lo de mi amiga… estaba asustada.
- Tenías miedo de que te pase algo a vos… ¿Por encubridora?
- No. No. Que les pase algo a ustedes… a vos Diego… no se… tenía
miedo… un tiroteo… esas cosas… sólo te conocía a vos…

Diego escuchaba caminando de una punta a la otra de la cocina. Sintió el


cansancio. Estaba ajustando su visión de la situación. El panorama se
aclaraba de un momento a otro. La vio a Verónica apoyada contra la pared
de la cocina, ambas manos tomadas a la altura del pecho. La vio vieja,
agria, y flaca como no la había visto nunca con su deseo sexual. “Estoy
perdiendo la tranquilidad”, pensó, “así no podré resolver nada, necesito
ser objetivo”. La miró nuevamente a Verónica, vio también sobre la mesa
la bandeja de los huevos fritos fríos. “La casa estaba rodeada, y yo como si
nada”. Sintió miedo. Era de noche. “Piensan que voy a salir el día de la
cita. Tengo dos días. Por algo no han venido hasta ahora”. Miró la bandeja
y de nuevo a Verónica. “Huevos fríos y una histérica. Es al revés, recién
ahora veo con objetividad. Durante dos semanas estuve ciego, engañado…
¡como un estúpido! No habría que tener miedo ahora. Saber lo que pasa
me permite enfrentar la situación”. Sacudió los hombros y pisó fuerte el
piso de la cocina. Dio dos vueltas más y le dijo a Verónica.

- ¿Tenés una guía telefónica?


- Si – contestó Verónica saliendo para el living.
- Pará, pará… ¿Y una guía Filcar?
- … Filcar no… tengo una Gui Plas… ¿te sirve? ¿Te la traigo? Está en el
cuarto…
- Sí, es lo mismo… trae las dos cosas. – Diego miró a su reloj que
daban las 22hs. – Agarrá un papel y un lápiz y anotá la dirección y el
teléfono de las embajadas.
- De cuáles.
- Países de Europa. Si ves alguna otra que quede cerca de aquí
anotala.
- ¿Pensás refugiarte ahí?
- Ni loco. Ya vamos a ver.
- Si vos salís de la casa, yo te acompaño a donde sea… si querés
vamos juntos a una embajada…
- ¡Callate! ¡Por favor!... déjame pensar… no sé todavía lo que voy a
hacer.

Diego no durmió en toda la noche. Verónica, rendida, por el desgaste


emocional, con un tic nervioso en el ojo… se dejó llevar a la cama a las 4
de la mañana. En las tres horas siguientes, Diego terminó de elaborar sus
planes. Empezó a clarear. Era un día nublado. Diego sentía aun el miedo.
Malestar en el estómago. Cansancio. Conocía eso pero más atenuado.
“Pero este es el nerviosismo que precede la acción”, se dijo para darse
aliento. “Ahora estoy esperando. Lástima no tener un fierro, ¡Hijos de
puta!... de todas maneras no me van a agarrar así nomás. Además siempre
están los compañeros…”

A las nueve de la mañana Diego decidió dormir un poco, puso el


despertador a las doce, dentro de una cacerola para que sonase más
fuerte y se acostó vestido junto a Verónica que dormía profundamente.

Ni bien sonó el despertador lo apagó. Había demorado mucho en


dormirse. “Debo haber dormido 15 minutos”, reflexionó. “No importa, es
suficiente para cortar.” Se sentó en la cama. Verónica dormía. “La tengo
que despertar para explicarle todo.” Fue a la cocina, volvió con café, pan,
manteca y mermelada. Verónica se sobresaltó pese a los cuidados que
puso Diego para despertarla. Cuando Diego juzgó que estaba despabilada,
le explicó la idea central, para que la entendiera, sin detenerse en los
detalles que agregaría luego.

- Vas a ir incómodo… ¿no es mejor que te lleve tapado con algo en el


piso del auto? – preguntó Verónica.
- Anoche me metí en el baúl y entro perfectamente… déjame
terminar…

Diego siguió explicando. Verónica escuchaba con atención sentada en la


cama. Le pidió un cigarrillo con un gesto, para no interrumpir. Mientras
Diego hablaba, asentía con la cabeza.

- Diego… Diego - lo interrumpió – En vez de pasar ante la galería que


nos ve la gente, podemos ir a uno de los alojamientos de la
Panamericana. Yo invito algún amigo, y vos te bajás del baúl
adentro del hotel. – A diego le gustó la ocurrencia de Verónica,
entendía el plan.
- Mirá Vero… tu idea es buena, pero introduce muchas
complicaciones, más demora… y yo quedaría en otra ratonera. Les
llamaría la atención que salgas con un tipo, pues saben que estás
viviendo conmigo… mirá… - dijo Diego agarrando un block y una
birome de la mesa. Sentado al lado de ella hizo un gráfico y
prosiguió. La galería no sólo está cerca de aquí, sino que tiene dos
entradas. Si vos abrís el baúl rápido como te dije, ni bien doblás la
esquina por aquí, quizás no me ven, y siguen todos atrás tuyo. Si nos
ven, la mayoría me va a seguir a mí, pero una parte te seguirá a vos,
con eso ya debilitamos sus fuerzas, otra parte, se quedará en los
autos, en la puerta de la galería, y los que me sigan lo harán a pie
y… ¡Vamos a ver si me alcanzan! Yo sé correr rápido.

Verónica miraba la punta de la birome de Diego siguiendo su recorrido.

- ¿Y si los autos vienen hasta aquí? – Dijo Verónica señalando la otra


entrada de la galería.
- Está bien – contestó Diego – Primero que yo puedo hacer este
trayecto más rápido corriendo porque es más corto, mostrando el
largo de la galería. Además este tramo – agregó Diego señalando la
calle – lo tendrían que hacer a contramano, que siempre es más
difícil. Harían eso si alguno sabe que la galería tiene entradas por
dos calles distintas. Mirá – insistió Diego señalando el block. Encerró
en un gran óvalo toda la galería – Si acá yo conservo siempre diez o
quince metros de distancia, no me agarran. Supongamos que
cuando salgo de la galería, todavía me siguen en auto… ¿ves esto?...
– Diego trazó dos rayas largas al costado de la galería, casi en el
borde de la hoja - ¿sabés qué es esto?...
- No – respondió verónica.
- Las vías del sarmiento. No hay barrera hasta acá. – Diego hizo dos
rayitas cortando la línea de la vía en el borde superior de la hoja – Si
yo cruzo las vías por el alambrado, ellos para seguirme tienen que
bajarse del auto… ¿Entendés?... más distancia.

Verónica asintió con la cabeza. Todo lo que decía Diego no le gustaba. Le


podían pegar un tiro de lejos, pero no sabía que contestar.

- Está bien… ¿Cuándo vamos a ir?


- Hoy.
- ¿Hoy? ¡Estás loco!... ¡No hay tiempo!
- Sí. Hoy. Un rato antes de que oscurezca. A las cinco más o menos. –
Dijo Diego mirando su reloj.
- ¡Pero no Diego! ¡Dame tiempo…! A lo mejor se me ocurre una idea
mejor…
- No Vero… usá tu cabeza para retener lo que te voy decir ahora.. Si
yo zafo, te van a buscar desesperadamente a vos. Acá no podés
volver. Si yo caigo, seguramente te busquen igual, así lo veo yo. Vos
pensá lo que quieras. Te tenés que esconder, hacelo al menos para
hacer todo lo que te voy a decir, para que no me maten a mí.
¿Entendés? Escuchame bien…
- Pará… pará… y si vos te escapás… ¡yo me quiero ir con vos!... te
juro… ¡te juro!... que voy a hacer todo, ¡todo lo que me digas!
¡siempre!
- ¡Verónica, no empecés! – la interrumpió Diego, gritando como
nunca lo había hecho hasta ahora - ¡Estamos operando!
- Está bien… está bien… no te enojes. – Verónica moqueaba para
contener las lágrimas – te escucho… dale… - Diego le explicó y pudo
incorporar a lo que tenía pensado, todas las ideas que aportó
Verónica. Cuando estuvo todo arreglado, le pidió a Verónica que
repitiera. Ella lo hizo sin confundirse. Había entendido. Diego miró
el reloj.
- Tenés tiempo de sobra para arreglarte un poco… necesito esa
campera reversible que tenés… y la peluca también, la vamos a
recortar un poco… son cosas útiles para romper algún seguimiento…
- ¿Y plata?
- También, pero vos vas a necesitar algo… - Verónica le tiró la peluca
desde el ropero.
- Hay una tijera en el cajoncito de la mesa – Dijo Verónica.
- Esperá… a ver… ¡Sí! Me entra, al pelete… - Dijo Diego buscando la
tijera.

Siguieron los preparativos. Rato después, Diego le gritó a Verónica que


estaba en el baño.

- ¡Apurate que en cinco minutos salimos!

Verónica se asomó en el acto por la puerta del baño y dijo.

- ¿Ya?... ¿Ya salimos?


- ¿Te falta mucho?
- No, ya estoy – le contestó Verónica terminando de salir del baño y
prendiéndose la blusa - ¿No vamos a repasar todo lo que tengo que
hacer?
- ¿Te acordás el trayecto que tenés que hacer hasta la galería?
- Si, perfectamente.
- Bueno, entonces lo demás también…

Diego estaba muy nervioso. No lo demostraba para no asustar más a


Verónica. Había mucho riesgo y no estaba secundado por un compañero,
si no por alguien que jamás había hecho nada. – Ya está todo decidido – se
dijo – No hay que pensar más nada. Sólo actuar y no perder la lucidez.
Sentía un frio helado, conocido, totalmente ajeno al clima de ese día
nublado de octubre. “Cuando iniciemos la maniobra, este frío se me va”
pensó para sus adentros. Tenía todo en los bolsillos. Puso un pie sobre el
borde de la cama, al costado de la campera y la peluca, y se ató con
fuerzas el cordón de las zapatillas. Cuando repitió el movimiento con el
otro pie, Verónica apoyó su cabeza sobre la espalda curvada de Diego.

- ¿Me vas a buscar como quedamos? – le preguntó desde allí. Diego


se enderezó despacio
- Ya te dije… si me entero que te detuvieron, aunque sea por 48hs.
seguro que no… si no te dejás agarrar tengo muchas formas de
encontrarte…
- ¿Pero me vas a buscar? – Verónica vio la duda en la cara de Diego…
- insistió. ¡Por favor!
- Verónica… - dijo Diego. Estaba pensando en los cuatro compañeros
que ella había entregado.
- ¡Diego, yo no sabía! – dijo ella adivinando sus pensamientos. - ¡Ni
vos, ni nadie, nunca me habían explicado nada! – acercándose más
agregó - ¿Me perdonás?... ¡Por favor…!
- Una vez un compañero me dijo que toda persona es recuperable… -
miró la hora y agregó con voz firme – Agarrá la cartera… salimos…
fíjate si tenés todo.
- Dame un beso – Pidió Verónica parada al lado de él.
- Estamos operando – dijo Diego yéndose para el garaje. – Verónica al
verlo de espalda, alejándose, sintió por primera vez, que lo quería
como a un hijo.

Diego escuchó que Verónica encendía el motor, luego el auto que


arrancaba. Se sonrió en la oscuridad del baúl. Tendría que saltar de allí en
la galería. El movimiento del auto, ya en la calle, terminó de serenarlo.
Pensó en Casy, pensó en Santi, pensó en sus hermanos menores… lo
recordó a Pablito cuando se quedaba paradito y en silencio a medio metro
de donde él se sentaba. Si Diego lo retaba se iba sin decir nada, si en
cambio le hacía algún chiste se reía y no se movía del lugar. “Si Verónica
logra avisar a los viejos de Susana que detuvieron a su hija, ellos podrán
hacer algo. Sabrán moverse”. Mientras pensaba, llevaba la cuenta de las
calles que recorría. “A juzgar por las curvas en las esquinas, Verónica iba
más rápido de lo convenido, puede ser por los nervios… o quizás soy yo
que me resulta todo muy rápido. ¡Mejor! Cuanto antes mejor”. Le pareció
que el auto frenaba, pero no, siguió, las ruedas mordieron piedras,
“…puede ser un arreglo de la calle”, pensó. El auto seguía avanzando
rápido y sin sacudones, con buena estabilidad. “Otra cuadra, otra cuadra…
se para de nuevo… puede ser un semáforo… hay que calcular… sigue
parado… si está parado… ¿qué pasa?... parecen voces”.

El ruido de la apertura del baúl no tapó los gritos de mujer, los gritos de
Verónica… “¡Aquí está!” gritó el de bigotes. El otro lo apuntaba con una
Halcón. Más lejos se oían voces de mando. “¿Qué esperás?”, le preguntó
el de bigotes. “¿Estás cómodo?... Salí de ahí, che”. Diego empezó a
enderezar la columna. “¡Un movimiento raro y te quemo!”, le gritó el de la
Halcón. Se asomó otro con pullover de cuello alto. Lo miró con
indiferencia. Diego puso un pie en el asfalto. Alcanzó a ver por dbajo de su
sobaco un patrullero. Vio las piernas de otro civil con una Itaca. Los autos
pasaban despacio, mirando lo que ocurría. Escuchó el grito de Verónica
“¡Diego!” “¡No paren!”, se había desprendido de los brazos del que la
tenía agarrada. Antes de que diera dos pasos a dirección a Diego, el mismo
tipo la volvió a sujetar. Le pasó el brazo por debajo de la barbilla y la tiró
hacia atrás hasta despegarla del suelo. En esa mano tenía un una 4 y
medio y con la otra le tapó la boca agarrándola desde la mandíbula hacia
arriba. Verónica pateaba al aire y empujaba con su cuerpo hacia atrás. El
de la Halcón dirigió su vista hacia Verónica. El de bigotes y el pelado no.
No sacaban sus ojos de Diego. El pelado le decía algo al de bigotes. “Hay
que esperar…” pensó Diego. “Muchos reflejos están adentro… ni bien
pestañeen me zafo… hay que esperar”. “¡Las manos separadas sobre el
capó del auto!... ¡Las piernas también!”, ordenó alguien que Diego no
había visto. Antes de que pudiera cumplir la orden, sintió el golpe en la
cabeza y perdió el sentido.

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