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Páginas 1 y 2 (blancas)
Compilación dirigida por Albeiro Arias

Ensayistas contemporáneos:
Aproximaciones a una valoración
de la literatura latinoamericana

Lauro Zavala/ Fernando Cruz Kronfly/ Cristo Rafael Figueroa Sánchez/


Albeiro Arias/ María Mercedes Jaramillo/ Alfredo Abad T./
Betty Osorio/ Óscar Torres Duque/ Betuel Bonilla Rojas/ Diana Vela/
Jaime Alejandro Rodríguez/ Jorge Ladino Gaitán Bayona/
Rigoberto Gil Montoya/ Leonardo Monroy Zuluaga/
César Valencia Solanilla/ Libardo Vargas Celemín/ Nelson Romero Guzmán/
Winston Morales Chavarro/ Gabriel Arturo Castro/
Carlos Arturo Gamboa Bobadilla/ Celedonio Orjuela Duarte
Autores Varios
Ensayistas contemporáneos: Aproximaciones a una valoración de la
literatura latinoamericana
234 p. Vol. 7 Colección Cuadernos de...

Ensayistas contemporáneos:
Aproximaciones a una valoración de la literatura latinoamericana

ISBN: 978-958-
Primera edición: 2011

© Autores Varios

Editor: ARFO Editores e Impresores Ltda.

Esta colección es patrocinada por


Alcaldía de El Líbano - Secretaría Cultural del Tolima - Ministerio de Cultura

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editores no asumen ninguna responsabilidad sobre enfoques ideológicos, políticos, sociales o de
otra índole que ellos contengan.

© Lauro Zavala, 2011


© Fernando Cruz Kronfly, 2011
© Cristo Rafael Figueroa Sánchez, 2011
© Albeiro Arias, 2011
© María Mercedes Jaramillo, 2011
© Alfredo Abad T. , 2011
© Betty Osorio, 2011
© Óscar Torres Duque, 2011
© Betuel Bonilla Rojas, 2011
© Diana Vela, 2011
© Jaime Alejandro Rodríguez, 2011
© Jorge Ladino Gaitán Bayona, 2011
© Rigoberto Gil Montoya, 2011
© Leonardo Monroy Zuluaga, 2011
© César Valencia Solanilla, 2011
© Libardo Vargas Celemín, 2011
© Nelson Romero Guzmán, 2011
© Winston Morales Chavarro, 2011
© Gabriel Arturo Castro, 2011
© Carlos Arturo Gamboa Bobadilla, 2011
© Celedonio Orjuela Duarte, 2011

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ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o
cualquier otro, sin permiso previo y por escrito del compilador y/o editor.
6
7

Lo universal sin paredes

Ya no es extraño para el público colombiano y latinoamericano la aparición periódi-


ca de nuevos títulos como parte de la biblioteca que el municipio de El Líbano ha venido
consolidando a través de la publicación de obras de investigación, creación literaria e
historia. A partir de la aparición de la Biblioteca Libanense de Cultura, el municipio ha
venido  consolidando una colección editorial acorde con el legado de sus antepasados
en cuanto el proyecto de la biblioteca parte de aquella premisa del poeta portugués Mi-
guel Torga, “Lo local es lo universal sin paredes”. Lejos de padecer una visión insular y
chauvinista, la selección editorial rescata toda suerte de temáticas con el ánimo de poner
en manos de sus lectores el producto intelectual de autores colombianos y del Tolima de
alguna manera cercanos al devenir cultural de la región. Así mismo, celebro con entu-
siasmo la publicación reciente de creadores de habla hispana dentro de esta biblioteca
caso de las selecciones de poesía publicadas bajo la colección Doble fondo y que son
ahora parte del acervo intelectual del municipio. Junto a escritores como Eduardo Santa
o Germán Santamaría, he llegado a conocer, gracias a la labor de la Biblioteca Libanense
de Cultura, nombres como Juan Calzadilla, Marco Antonio Campos o Jorge Boccanera,
escritores de diversas latitudes que han confiado en el trabajo editorial del municipio. Así
mismo, el papel histórico que cada nuevo título viene significando dentro del desarrollo del
municipio se corrobora por la aparición de obras como Los bolcheviques del Líbano, del
historiador Gonzalo Sánchez reeditado dentro de la Biblioteca en 2010. 

Dentro de aquellos libros dedicados al ensayo crítico y la investigación, aparecen ahora


dos nuevos títulos. El primero de estos, el volumen de ensayos del escritor libanense
Celedonio Orjuela Duarte, Sin puntos cardinales, estudio que revisa la relación entre la
escritura y el presidio desde la mirada de once pensadores privados de la libertad. Junto a
este aparece por igual Ensayistas contemporáneos: aproximaciones a una valoración de
la literatura latinoamericana, obra que compila una suma de textos académicos alrededor
de autores como el venezolano Antonio Ramos Sucre o los colombianos Chaparro Ma-
diero o Rafael Gutiérrez Girardot, todos estos escritos por ensayistas contemporáneos.
Dos libros que vienen a integrar la sólida colección de la Biblioteca Libanense de Cultura.

Humberto Santamaría Sánchez


Alcalde Municipio de El Líbano
8 Presentación
9

Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano


Por: Lauro Zavala*
Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco

Durante los últimos años, casi desde la publicación en 1988 de A Poetics of Postmo-
dernism de Linda Hutcheon1, se ha sostenido en numerosos trabajos que la narrativa posmo-
derna en América Latina adopta la forma de metaficción historiográfica, de manera similar a lo
que ocurre con la novela europea y norteamericana2. A partir de este supuesto se han realiza-
do numerosas investigaciones sobre la llamada novela posmoderna hispanoamericana3 y se
ha acuñado el término de Nueva Novela Histórica para referirse a ella4.

Sin embargo, en todos estos estudios se ha dejado de lado al cuento, no sólo en América
Latina, sino también en Europa y en los Estados Unidos. En el contexto de esta discusión, el
interés de “La fiesta brava” (1971) del mexicano José Emilio Pacheco consiste en que se trata
del único caso de cuento hispanoamericano al que se podría considerar como metaficción
historiográfica5.

* Lauro Zavala nace en la ciudad de México, 30 de diciembre de 1954. Es investigador universitario, se le


reconoce ampliamente por su trabajo en teoría literaria, semiótica y cine, especialmente en relación con los
estudios sobre ironía, metaficción y microrrelato. Desde 1984 trabaja como profesor en la Universidad Autó-
noma Metropolitana de Xochimilco, donde coordina el Área de Concentración en Análisis Cinematográfico.
Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México, es autor de una docena de libros y más de 150
artículos de investigación publicados en Estados Unidos, Inglaterra, España, Francia y otros 15 países. Sus
trabajos han sido citados en más de 850 libros y revistas especializadas. Ha sido invitado a impartir cursos y
conferencias en más de 45 universidades y en más de 60 congresos académicos nacionales e internacionales.
Hasta la fecha ha dirigido más de 150 tesis universitarias.
1
Linda Hutcheon: “Historiographic metafiction: ‘The pastime of past time’” en A Poetics of Postmodernism.
History, Theory, Fiction. London, Routledge, 1989 (1988), 105-123.
2
Amalia Cornejo-Parriaga Pulgarín: Metaficción historiográfica. La novela histórica en la narrativa hispánica
posmodernista. Madrid, Fundamentos, 1995; Rosalía Cornejo-Parriego: La escritura posmoderna del poder.
Madrid, Fundamentos, 1993.
3
María Cristina Pons: Memorias del olvido. La novela histórica de fines del siglo XX. México, Siglo XXI Editores,
1996; Raymond Williams: The Postmodern Novel in Latin America. Politics, Culture and the Crisis of Truth.
New York, St. Martin´s Press, 1995.
4
Seymour Menton: La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992. México, Fondo de Cultura
Económica, 1993.
5
Otro caso posible de metaficción historiográfica en el cuento hispanoamericano podría ser “Recortes de
prensa” de Julio Cortázar en Queremos tanto a Glenda. México, Nueva Imagen, 1980, 65-82. Sin embargo, el
cuento de Cortázar está más próximo a la crónica testimonial que al género historiográfico.
10 Lauro Zavala

Esto plantea una pregunta inevitable. ¿Es posible que sólo exista un solo cuento posmoder-
no en la historia de la literatura hispanoamericana? Y más aún ¿es posible seguir utilizando
teorías creadas en Europa, Estados Unidos y Canadá para estudiar textos escritos en otros
contextos? ¿Qué valor tienen modelos de análisis creados a partir de un corpus limitado? ¿Por
qué las teorías surgidas fuera de la tradición europea sólo tienen interés regional?

Si bien el modelo de Hutcheon es útil para entender las características de algunas novelas his-
panoamericanas (es decir, las novelas de naturaleza metaficcional historiográfica), el estudio
de la narrativa hispanoamericana exige un estudio sistemático a partir de su propio corpus. Y
lo mismo ocurre con los estudios sobre el cuento en general, con los estudios sobre la literatura
posmoderna y con los estudios sobre la metaficción (que en Hispanoamérica están del todo
ausentes, a pesar de la riqueza de esta tradición creativa en la región).

Con el fin de iniciar esta argumentación, en las líneas que siguen señalo algunos antecedentes
sobre la discusión contemporánea acerca de la metaficción y la narrativa posmoderna.

¿Es posible teorizar sobre la metaficción?

Hay muchas formas posibles de definir a la metaficción, y cada una de ellas contiene una serie
de presupuestos acerca de la naturaleza del lenguaje, acerca de los procesos de interpreta-
ción que ocurren durante la lectura de textos, y acerca de la relación entre la escritura y la
reflexión teórica sobre esta escritura6.

En estas notas adoptaré una definición según la cual la metaficción es una estrategia de escri-
tura (y de lectura de un texto cualquiera) en la que se ponen en evidencia, de manera explícita
o implícita, las condiciones de posibilidad de la misma escritura7. Esta definición puede ser
considerada como radical, pues parte del supuesto constructivista de que toda interpretación
es una ficción (es decir, una verdad cuyo sentido es contextual), y del supuesto de que las
ficciones literarias son sólo una de las muchas estrategias que utilizamos los seres humanos
para dar sentido a nuestra experiencia.

Por otra parte, una definición mucho más sencilla, expresada desde la perspectiva del lector
de textos literarios, podría ser, simplemente, todo cuento o novela cuyo tema, principal o
secundario, es precisamente el acto de leer o escribir un cuento o una novela. En muchas
ocasiones, el cuento o novela que el protagonsita puede estar leyendo o escribiendo puede
coincidir, al menos en su título, con el texto que el lector (real) se encuentra leyendo en ese
momento.

La metaficción ha existido desde antes de la escritura del Quijote, aunque hay pocos textos
paradigmáticamente modernos que tengan tal diversidad de juegos autorreferenciales. Podría
pensarse en otras novelas canónicas, como Jaques le fataliste de Denis Diderot, Tristram
Shandy de Laurence Sterne y At-Swim-Two-Birds de Flann O´Brien, entre muchos otros ante-
cedentes de la metaficción novelística contemporánea.

6
Mark Currie, ed.: Metafiction. New York, Longman, 1995.
7
Patricia Waugh: Metafiction. The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction. New York, Methuen, 1984.
Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano 11

Pero la atención recibida por éstas y muchas otras novelas durante las últimas décadas tiene
como referente crítico fundamental el trabajo de la investigadora canadiense Linda Hutcheon.
En Narcissistic Narrative y varios trabajos posteriores, Hutcheon sostiene que no puede haber
una teoría de la metaficción, sino tan sólo implicaciones para la teoría literaria a partir del es-
tudio de la metaficción8.

Sin embargo, la naturaleza misma de la metaficción tiene coincidencias con el giro retórico en
la filosofía del conocimiento, de tal manera que la metaficción no es sólo otra forma, modo o
técnica de la narrativa, sino una estrategia de escritura que puede contribuir a la disolución de
las fronteras genéricas convencionales que han sostenido el discurso racionalista, es decir,
las fronteras entre el discurso académico y el discurso literario; entre el discurso científico y el
discurso utilizado en la vida cotidiana, y entre el discurso de la historiografía especializada y el
discurso de la imaginación poética.

Así pues, a la tesis de que no se puede construir una teoría de la metaficción, se le puede opo-
ner la tesis de que toda teoría narrativa es ya una teoría de la metaficción, pues en toda ficción
hay un gradiente de metaficcionalidad. Asimismo, se puede sostener que toda ficción tiene, en
alguna medida, diversos niveles de metaficción9. Esta tesis significa adoptar una postura pers-
pectivista, según la cual todo texto puede ser interpretado de muy distintas formas, de acuerdo
con la perspectiva adoptada para construir una interpretación particular.

Metaficción moderna y posmoderna

El inicio de nuestra historia, es decir, el inicio de los estudios sobre metaficción posmoderna,
se encuentra en la publicación hacia fines de esa misma década de tres trabajos sucesivos
de la misma Linda Hutcheon. En 1987 publica el artículo “Metafictional Implications for Nove-
listic Reference”10. Este artículo es el antecedente inmediato de lo que se habría de convertir
en el trabajo canónico sobre la materia, que publicó al año siguiente como un capítulo de su
libro A Poetics of Postmodernism (Routledge, 1988) con el sugerente título “Historiographic
Metafiction: The Pastime of Past Time”. Y las consecuencias para la teoría literaria de las tesis
presentadas ahí fueron desarrolladas con mayor amplitud en el libro publicado al año siguiente
con el título The Politics of Postmodernism (Methuen, 1989).

Aunque hay otros trabajos dedicados a los estudios sobre metaficción después de Hutcheon,
su libro sigue siendo piedra de toque para la discusión sobre la materia. En su trabajo seminal
de 1988 la autora sostiene que la metaficción posmoderna se distingue de la moderna por su
naturaleza historiográfica, es decir, por re-escribir de manera irónica la historia colectiva. Ahora
bien, todos los críticos hispanoamericanos que han estudiado la metaficción contemporánea
en Hispanoamérica han tomado este modelo para estudiar novelas donde esta característica
(su carácter historiográfico) está presente. Sin embargo, estos estudios adolecen de tres gran-

8
“There can be no theory of metafiction; only implications for theory; each self-informing work internalizes
its own critical context. To ignore that is to falsify the text”. Cf. L. Hutcheon: Narcissistic Narrative. The Me-
tafictional Paradox. London, Routledge, 1980, 115.
9
Esta provocadora tesis es argumentada convincentemente por Wenche Ommundsen en su libro Metafic-
tions? Carlton, Melboune University Press, 1993.
10
Linda Hutcheon: “Metafictional Implications for Novelistic Reference”, en Anna Whiteside & Michael
Issacharoff, eds.: On Referring in Literature. Bloomington, Indiana University Press, 1987, 1-13.
12 Lauro Zavala

des limitaciones: su corpus (al igual que el de Hutcheon) es extremadamente reducido; exclu-
yen de manera absoluta el estudio del cuento y la minificción, y dejan de lado otros rasgos de
la narrativa posmoderna (como la alusión architextual, los rasgos neobarrocos y su naturaleza
fractal).

En otras palabras, es necesario evitar el error cometido por los estudiosos que tomaron el
modelo de Hutcheon sin haber elaborado un modelo propio para estudiar lo específico de la
metaficción hispanoamericana (y lo específico de la metaficción en la narrativa breve).

Por otra parte, la tesis de Hutcheon sobre la desaparición de la unicidad y la originalidad es


insuficiente para dar cuenta de la complejidad literaria de la metaficción posmoderna hispano-
americana.. En su lugar el presente trabajo se apoya en el modelo sobre la estética posmoder-
na que propone Omar Calabrese en La era neobarroca (Cátedra, 1987). Calabrese propone,
entre otras cosas, distinguir entre el detalle (como algo moderno, como parte de una totalidad)
y el fragmento (como algo posmoderno, como un elemento autónomo, como una totalidad con
reglas propias que exigen una escala distinta a la tradicional). Esta última distinción explica
por qué muchos críticos europeos o europeizantes han preferido seguir estudiando la novela
(paradigma de la modernidad) y han dejado de lado al cuento (que no puede ser tomado como
un detalle, es decir, como algo que compite con la novela, sino como una totalidad con sus
reglas propias).

Metaficción e intertextualidad

Para el estudio de la metaficción posmoderna en el cuento hispanoamericano es necesario


rebasar la dimensión formal interna del texto metaficcional, y sus problemas de referencialidad,
para estudiarlos como parte de su naturaleza intertextual. En realidad hay pocos trabajos don-
de se mencione la necesidad de establecer una diferencia entre intertextualidad y metaficción.
Lo contrario es más cierto, es decir, el reconocimiento de que ambas están ligadas. Y aunque
tampoco hay un estudio sobre esta relación, es determinante reconocer que metaficción e in-
tertextualidad ciertamente son distintas pero están necesariamente ligadas entre sí.

Desde el punto de vista de la  teoría post-estructuralista de la intertextualidad (teoría afín a


la posmodernidad) todo es intertextual, es decir, todo texto está virtualmente relacionado (o
puede ser relacionado por el lector) con cualquier otro. En este contexto la intertextualidad
es responsabilidad del lector, pues éste encuentra nexos a partir de lo que proyecta y lo que
reconoce de su contexto y su memoria11. En cambo, desde el punto de vista de la teoría es-
tructuralista (de naturaleza moderna) sólo es intertextual lo que el texto pone en evidencia (de
manera explícita, como al hacer una mención o una citación), es decir, aquello que el texto
mismo legitima como intertextual. El problema con esta última visión es que impide realizar
cualquier estudio de naturaleza general sobre la metaficción.

11
Esta distinción fue señalada por primera vez por Pavao Pavlicic (de Croacia) en “La intertextualidad moder-
na y la posmoderna”. Cf. Criterios, Número especial, UAM Xochimilco, 1993, 165-187. Sus consecuencias
han sido señaladas por Graham Allen en el capítulo “Postmodern Conclusions” de su estudio Intertextuality.
London & New York, Routledge, The New Critical Idiom, 2000, 174-208.
Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano 13

Sin embargo, en ambas perspectivas la metaficción es siempre, por llamarla así, una especie
de (auto) intertextualidad. Es decir, la metaficción es una intertextualidad cuyo pre-texto (el
texto al que cita, plagia, etc.) es el mismo texto que se está leyendo.
 
El problema hermenéutico empieza en el momento de aplicar este modelo al análisis crítico,
pues puede ocurrir que un texto autorice al lector a hacer interpretaciones de varias clases,
siempre más allá de las intenciones del autor implícito12. Así, por ejemplo, lo que original-
mente tuvo una intención precisa, en otro contexto puede ser leído como un texto con humor
involunatrio, como una parodia de sí mismo. Éste es un fenómeno frecuente en la arena de
la discusión política, donde casi cualquier cosa dicha por un candidato puede ser parodiada o
ridiculizada por el candidato de otro partido, o una declaración puede ser citada para terminar
siendo completamente tergiversada, etc. Algo similar ocurre en el terreno de la crítica literaria,
y ahí radica en parte la dimensión política de la interpretación textual.

El problema central que plantea la intertextualidad itinerante es: ¿Quién decide cómo ha de ser
interpretado un texto? La teoría posmoderna (post-estructuralista) sostiene que hay numero-
sos contextos de interpretación, y que cada uno de ellos tiene derecho a su propio contexto de
veridicción (es decir, a un contexto donde lo que presenta es verdadero). En cambio, la teoría
moderna (estructuralista) sostiene que los sentidos y las verdades son sólo resultado del em-
pleo de códigos, y éstos son siempre idénticos. En la teoría moderna el énfasis está focalizado
en los códigos, mientras en la teoría posmoderna el énfasis está puesto en la diversidad de los
contextos de interpretación.

Las fronteras entre los contextos son cada vez más borrosas, se desplazan, son inestables.
Esto significa que cualquier lector tiene la autoridad para opinar sobre cualquier texto, y todos
los lectores estamos convencidos de tener la verdad definitiva o al menos un fragmento de
verdad con el que encontramos sentido a nuestro contexto.

La metaficción es un ejercicio lúdico de duda permanente, es una escritura que reconoce que
cada lector (y cada autor) hará una interpretación distinta del texto. Y el texto metaficcional se
adelanta a los lectores y empieza a des-construirse, a cuestionarse, a suspender sus condicio-
nes de posibilidad, a proponer al lector volverse cómplice de la escritura. La metaficción mues-
tra sus condiciones de posibilidad como una forma de señalar sus límites, como una forma de
leerse a sí mismo. La metaficción, entonces, está ligada a la intertextualidad porque reconoce
que ninguna verdad surge de la nada, y mucho menos a partir de la escritura misma, sino que
surge de un contexto histórico específico, y que las condiciones que la produjeron pueden
cambiar con la historia, con cada lectura (desde otro contexto) y con cada re-escritura, y con
ellas cambiarán también las condiciones de sentido que la hicieron posible.

Desde esta perspectiva, la historicidad de un texto está en los contextos de interpretación


que le darán sentido, y el contexto de escritura original también es convertido en otra ficción
más, que pasa a ser parte del horizonte de posibilidades de resemantización de cada texto.
La política de la lectura, en el contexto de la discusión post-estructuralista, pasa por el tamiz
de los contextos de interpretación, entendidos así como contextos de producción textual. La

12
Ésta es la discusión que ocupa las páginas del libro colectivo de Umberto Eco y otros: Interpretación y sobre-
interpretación. Cambridge University Press, 1995 (1992)
14 Lauro Zavala

presente investigación pretende mostrar algunos de estos mecanismos en la práctica de la


interpretación.

La metaficción en los estudios sobre cuento hispanoamericano

Al observar los estudios panorámicos sobre la narrativa hispanoamericana se puede observar


que la metaficción, como tal, no ha sido reconocida en su especificidad. La atención recibida,
por ejemplo, por los cuentos de Jorge Luis Borges y Augusto Monterroso (escritoares cuya
obra narrativa puede ser considerada como metaficcional en su totalidad), e incluso algunas
novelas paradigmáticas de la escritura metaficcional del siglo XX, como Rayuela (Julio Cortá-
zar, 1963), Cien años de soledad (Gabriel García Márquez, 1967), Tres tristes tigres (Guillermo
Cabrera Infante, 1967) y Cristóbal Nonato (Carlos Funtes, 1987), está centrada en el lugar
que estos autores ocupan en función de una visión general de la narrativa hispanoamericana.

Por otra parte, los estudios realizados hasta ahora sobre cuentos específicos de estos es-
critores metaficcionales han puesto un mayor énfasis en aspectos ajenos a su naturaleza
metaficcional. Así, por ejemplo, los cuentos metaficcionales de Borges han sido estudiados en
clave filosófica (J. Nuño 1986), matemática (A. Palacios & J. M. Ferrero 1986); genérica (A. M.
Barrenechea 1984); bajtiniana (A. J. Pérez 1986); estilística (J. Alazraki 1983); esotérica (S.
Sosnowski 1986), psicoanalítica (J. Woscoboinic 1988; J. García Méndez 1984; L. Kancyper
1989), científica (F. Merrell 1992), humorística (R. de Costa 1999), etc. Sólo algunos trabajos
se aproximan a estos cuentos para estudiar su naturaleza paródica (A. Avellaneda 1983),
posmoderna (N. M. Kason 1994) o intertextual (N. Guglielmi 1988; P. Varas 1988; J. Hernán-
dez Martín 1995; M. C. Montoro y R. Capozzi 1999; L. B. de Behar 1999), que son tres de las
dimensiones de la metaficcionalidad reconocibles en la obra narrativa de Borges13. En este
contexto, es ejemplar el trabajo de Ana María Barrenechea14.

Entre los trabajos de carácter general acerca de la presencia de la metaficción en la narrativa


hispanoamericana se pueden mencionar los trabajos de John M. Lipski, Carlos Rincón, Cata-
lina Gaspar, Danny Anderson y Luciana Figuerola, y el ensayo de Severo Sarduy, “El barroco
y el neobarroco” (1972), en el que desarrolla para la literatura una tesis propuesta en su libro
Barroco (1974), y elaborada en una serie de trabajos reunidos bajo el título de Ensayos sobre
el barroco (1990)15. Por su parte, Gonzalo Celorio ha producido una derivación de las tesis del

13
Andrés Avellaneda: “Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: un modelo para descifrar” en El habla de la
ideología. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1983, 57-92; Nancy M. Kason: Borges y la posmodernidad.
México, UNAM, 1994; Nilda Guglielmi: El eco de la rosa y Borges. Buenos Aires, Eudeba, 1988; Patricia Va-
ras: “Intertextualidad en el cuento ‘Tema del traidor y del héroe’ de Jorge Luis Borges” en Texto Crítico, núm.
39, Universidad Veracruzana, 1988; Jorge Hernández Martín: Readers and Labyrinths. Detective Fiction in
Borges, Bustos Domecq, and Eco. New York & London, Garland Publishing, 1995; María J. Calvo Montoro y
Rocco Capozzi, eds.: Relaciones literarias entre Jorge Luis Borges y Umberto Eco. Ediciones de la Universidad de
Castilla – La Mancha, 1999; Lisa Block de Behar: Borges. Una cita sin fin. México, Siglo XXI Editores, 1999.
14
Ana María Barrenechea: “Borges y la narración que se autozaliza” en La expresión de lairrealidad en la obra
de Borges. Buenos Aires, CEAL, 1984 (1957), 130-140.
15
Carlos Rincón: “El territorio y el mapa: ¿Para qué metaficción?” en La no simultaneidad de lo simultáneo.
Postmodernidad, globalización y culturas en América Latina. Santafé de Bogotá, Ediciones Universidad Nacio-
nal, 1995, 135-165; John M. Lipski, “Reading the Writers: Hidden Meta-Structures in the Modern Spanish
American Novel” en Perspectives on Contemporary Literature, 6 (1980), The University Press of Kentucky, 11-
Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano 15

mismo Sarduy, actualizadas casi veinte años después de la publicación de las tesis de aquél,
en “De donde son los barrocos” (1989)16. Para estos críticos, la narrativa surgida a partir de los
años setenta en Hispanoamérica es neobarroca y, en esa medida, metaficcional.

Además de los numerosos estudios sobre la novela metaficcional hispanoamericana, también


algunos escritores han escrito algunas líneas sobre los juegos metaficcionales de la narrativa
moderna, entre los cuales destaca el artículo de J. L. Borges, “Magias parciales del Quijote”
(1949), que es una segunda versión de su propio artículo “Cuando la ficción vive en la ficción”,
originalmente publicado en 193917.

La naturaleza intertextual de los textos metaficcionales espera aún un trabajo panorámico en


el que se reconozca su carácter radicalmente subversivo y lúdico, pues en ellos no sólo se
apuesta la identidad de la escritura regional, sino, más que eso, está en juego la naturaleza
misma de la escritura y del acto de leer.

La escritura metaficcional en México

La metaficción es una estrategia de ruptura de la ilusión de realidad que tienen todas las in-
terpretaciones narrativas de la realidad, incluyendo las que consideramos como literarias. Es
por eso que la metaficción es una estrategia de escritura reflexiva característica de la narrativa
moderna. Sin embargo, y particularmente a partir de la segunda mitad de la década de 1960
y principios de la de 1970 –periodo en el cual fue escrito el cuento “La fiesta brava” del escri-
tor mexicano José Emilio Pacheco18– se escribieron diversas novelas hispanoamericanas de
naturaleza metaficcional que despertaron un interés que rebasó las fronteras geográficas y
lingüísticas de nuestra tradición narrativa, como es el caso de Rayuela, Cien años de soledad,
Yo el Supremo, Libro de Manuel, Tres tristes tigres y Entre Marx y una mujer desnuda, entre
muchas otras.

En el contexto mexicano, tan sólo durante el periodo de 1967 a 1982 el investigador norteame-
ricano John Brushwood registra la publicación de varias docenas de novelas metaficcionales19.
Durante el año 1967, cuando se publica la novela metaficcional Morirás lejos de José Emilio
Pacheco, también se publican otras importantes novelas metaficcionales: Los juegos de René
Avilés Fabila, Cambio de piel de Carlos Fuentes y El garabato de Vicente Leñero.

124; Catalina Gaspar: Escritura y metaficción. Caracas, Ediciones La Casa de Bello, 1997; Danny Anderson:
“Una aproximación a la metaficción: tres casos distintos en la novela mexicana contemporánea” en Semiosis.
Cuadernos del seminario de semiótica literaria, Universidad Veracruzana, Xalapa, núm. 7-8, julio 1981-junio
1882, 123-140 (análisis de Cambio de piel, Morirás lejos, El hipogeo secreto); Luciana Figuerola: “Códigos de
veridicción en la metanovela” en Códigos de veridicción en el discurso narrativo. Tuxtla Gutiérrez, Universidad
Autónoma de Chiapas, 1984, 17-45.
16
Gonzalo Celorio: “Aproximación a la literatura neobarroca” en La épica sordina. México, Cal y Arena, 1990,
161-169.
17
Jorge Luis Borges: “Magias parciales del Quijote” en Otras inquisiciones, 1952 (1949).
18
José Emilio Pacheco: “La fiesta brava” en El principio del placer. México, Joaquín Mortiz, 1970, 77-113.
Existe una versión revisada de este cuento, que no afecta el sentido de este análisis (Ediciones Era, 1997, 65-
98). Y en diciembre de 1999 circuló esta la versión en la colección Nueva Narrativa Actual (Editorial Planeta)
con un tiraje masivo en pasta dura
19
John Brushwood: La novela mexicana (1967-1982). México, Grijalbo, 1984.
16 Lauro Zavala

En los años inmediatamente posteriores también se publicaron importantes novelas mexica-


nas de naturaleza metaficcional. Entre ellas podrían mencionarse, a manera de ilustración: El
hipogeo secreto (1968) de Salvador Elizondo, Obsesivos días circulares (1969) de Gustavo
Sáinz, Los largos días (1973) de Joaquín-Armando Chacón, El libro vacío (1970) de Josefina
Vicens, Héroes convocados (1982) de Paco Ignacio Taibo II, ABECEDerio o ABCDamo (1980)
de Daniel Leyva, y Palinuro de México (1977) de Fernando del Paso, entre muchas otras.

En este punto sería interesante señalar que Morirás lejos es una de las novelas más estudia-
das de la narrativa mexicana, junto con Los de abajo (1916) de Mariano Azuela, Al filo del agua
(1947) de Agustín Yáñez, Pedro Páramo (1954) de Juan Rulfo, y La muerte de Artemio Cruz
(1962) de Carlos Fuentes. Es, tal vez, la novela metaficcional más ambiciosa de la literatura
mexicana, junto con Terra Nostra (1975) de Carlos Fuentes, aunque su dimensión metaficcio-
nal aún está por ser explorada.

En el caso del cuento, la presencia de textos metaficcionales es relativamente escasa. Aunque


es posible encontrar a numerosos cuentistas hispanoamericanos que han escrito cuentos me-
taficcionales en el siglo XX, sin embargo ésta es una tradición que se ha desarrollado más en
el Cono Sur que en otras regiones del continente. Los nombre de Jorge Luis Borges, Felisberto
Hernández, Julio Cortázar, Enrique Anderson Imbert y Ricardo Piglia vienen a la mente, y son
los antecedentes del tipo de cuento que nos ocupa. En el caso de México no hay muchos an-
tecedentes para “La fiesta brava”. Habría que pensar en “El café de Nadie” (1926) de Arqueles
Vela, “La mano del comandante Aranda” (1949) de Alfonso Reyes, “Visión del escribiente”
(1951) de Octavio Paz y “El nombre es lo de menos” (1961) de Carlos Valdés. Después de
1970 se publican “El grafógrafo” (1972) de Salvador Elizondo, “Relatos” (1978) de Alejandro
Rossi y “Mephisto-Waltzer” (1979) de Sergio Pitol, y más recientemente encontramos algunos
juegos metaficcionales en ciertos cuentos de Dante Medina, Guillermo Samperio, Vicente Le-
ñero, Bárbara Jacobs, Martha Cerda y Óscar de la Borbolla. La metaficción es poco frecuente
en el cuento mexicano, en comparación con su presencia en la novela, lo cual es otra razón
para considerar a “La fiesta brava” como parte de una tradición narrativa poco desarrollada en
México, y a la vez como antecedente de una forma de escritura marcadamente experimental.

¿Qué tiene la metaficción posmoderna que no tenga la metaficción moderna?

La idea central de estas notas consiste en señalar que la ficción y la metaficción posmodernas
son radicalmente distintas en el caso de la novela y en el caso del cuento. Mi interés está cen-
trado en la teoría literaria, y por esta razón no propongo una comparación entre los cuentos y
las novelas, sino mostrar la insuficiencia del modelo que sostiene que toda ficción posmoderna
es metaficción historiográfica, pues esta definición no es aplicable al estudio del cuento mexi-
cano contemporáneo.

Así, la pregunta central en esta discusión puede ser formulada en estos términos: ¿qué distin-
gue a la metaficción moderna de la posmoderna, y en particular cómo se presenta esta dife-
rencia en el caso del cuento hispanoamericano? Para empezar a responder a esta pregunta
es necesario distinguir el cuento clásico, moderno y posmoderno.

En este contexto podemos señalar que el cuento clásico es epifánico, monológico y sigue
una secuencia cronológica lineal. En el caso del cuento mexicano, esta tradición literaria ca-
racteriza, por ejemplo, al cuento de la Revolución Mexicana y a las formas del realismo y las
Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano 17

vanguardias de la primera mitad del siglo. El cuento moderno surge en la segunda mitad de
este siglo, y es en 1952 cuando se publica Confabulario de Juan José Arreola. En los años in-
mediatamente siguientes se publican otros libros de cuento indiscutiblemente modernos, como
El llano en llamas (1953) de Juan Rulfo, Los días enmascarados (1954) de Carlos Fuentes y
¿Águila o sol? (1955) de Octavio Paz. En los cuentos contenidos en estas colecciones se en-
cuentran elementos de la modernidad cuentística: espacialización del tiempo, experimentación
con la estructura narrativa y con las reglas genéricas, y una intensificación del tono intimista
del relato.

Pero es precisamente en el periodo de 1967 a 1971 cuando se inicia un cambio en la forma de


escribir cuento en México, pues se adopta un tono lúdico y hay una fuerte presencia del humor
y la ironía. En este breve periodo se publican en México La ley de Herodes (1967) de Jorge
Ibargüengoitia, La oveja negra (1967) de Augusto Monterroso, Inventando que sueño (1968)
de José Agustín, Álbum de familia (1971) de Rosario Castellanos y El principio del placer
(1971) de José Emilio Pacheco, que incluye el cuento “La fiesta brava”.

El cuento posmoderno, en el que se yuxtaponen elementos provenientes de la tradición del


cuento clásico y moderno, puede ser definido como un cuento irónico, carnavalesco, híbrido,
altamente intertextual y que en ocasiones puede jugar con las fronteras canónicas para la
extensión del cuento, llegando a rozar las fronteras de la novela corta o del cuento ultracorto,
respectivamente.

Ciertamente, “La fiesta brava” tiene todos estos rasgos, y por ello es posible afirmar que este
texto es un ejemplo paradigmático de cuento posmoderno, independientemente de ser el único
caso de metaficción historiográfica en la historia del cuento hispanoamericano.

El caso de “La fiesta brava” y otros cuentos posmodernos

Antes de concluir estas notas sería conveniente detenerse a observar algunos elementos na-
rrativos de “La fiesta brava”, que ha sido uno de los cuentos más estudiados en la historia del
cuento mexicano contemporáneo.

Ya el título de este cuento tiene una naturaleza irónica, al referirse de manera ambigua al título
del cuento de José Emilio Pacheco, y al cuento que escribe su personaje principal. A su vez,
como ha sido señalado por la crítica, el título recuerda al universo español, es decir, al lenguaje
de una cultura dominante en el contexto del relato. A partir de ahí, el epígrafe funciona como
intriga de predestinación, al anunciar la pérdida de identidad que sufre el protagonista, y que
puede ser interpretada alegóricamente, en el contexto inmediatamente posterior a la masacre
estudiantil de 1968.

Si reconocemos que, como ha escrito Borges, todo cuento cuenta dos historias, este cuento
cuenta la historia de un cuento y la historia del cuentista que lo escribió, y que termina por bo-
rrar de su memoria el compromiso histórico que está en juego en esta escritura.

Desde esta perspectiva, los personajes y los espacios narrativos están definidos en función de
una estructura de poder, en la que uno de estos personajes es el director de la acción (Andrés,
en su calidad de escritor), otro de ellos es el actor (Keller, en su calidad de personaje) y otro
más es un espectador (Arbeláez, en su calidad de lector).
18 Lauro Zavala

La superposición de tiempos imaginarios y tiempos históricos lleva a una superposición de la


realidad textual y la realidad histórica, en la que esta última es engullida por la fuerza moral de
aquélla. Pero si toda narración puede ser estudiada como la transformación de las estructuras
de poder en las que están inmersos sus personajes, en “La fiesta brava” nos encontramos ante
una transformación de las funciones del escritor, el lector y los personajes. Al concluir la lectura
de este cuento, el personaje que al inicio del cuento es un escritor, ahora queda convertido en
personaje de su propia ficción, mientras el autor del texto metaficcional (Pacheco) se convierte
a sí mismo en el lector irónico de su propia ficción. Pero tal vez la transformación más impor-
tante sea la que se efectúa en relación con el lector del cuento, pues este último es invitado
a convertirse en el autor de su propia ficción, es decir, es confrontado con las estructuras que
posibilitan la creación de sus propias ficciones, y por lo tanto, es llevado a asumir un compro-
miso con su propia condición histórica.

Éste es un cuento en el que la intertextualidad está al servicio de una transformación de las


funciones narrativas, de tal manera que el lector termina siendo cómplice de un sacrificio ritual:
el sacrificio de un personaje que traiciona el universo moral de su propia ficción debido al re-
chazo de su interpretación original de la historia.

La responsabilidad del lector

La característica más específica de la narrativa posmoderna, al menos en el cuento contem-


poráneo, no es la presencia de metaficción historiográfica, sino tal vez una intertextualidad
itinerante, una especie de errancia intergenérica, cuyo reconocimiento es responsabilidad del
lector.

Esto último lleva a reconocer que “La fiesta brava” no podría ser el único cuento hispano-
americano en el que hay una reflexión sobre las estructuras de poder que son reproducidas o
subvertidas narrativamente a través de la escritura, como ocurre en la Nueva Novela Histórica
Hispanoamericana.

La lectura subtextual que permite articular estas interpretaciones es responsabilidad de cada


lector, y su presencia irónica puede reconocerse en algunos autores de cuento mexicano e
hispanoamericano contemporáneo, en los que se proponen diversos niveles subtextuales y
alegóricos, no siempre explícitos.

El cuento posmoderno en México, entonces, tiene como antecedente directo a “La fiesta bra-
va”, precisamente por ser un ejercicio de escritura alegórica, cuyo sentido sigue siendo recons-
truido por cada generación de lectores, y por el contexto en el cual cada una de estas lecturas
se convierte, de manera particular, en una relectura irónica de la historia.

La responsabilidad de la teoría

La relectura de “La fiesta brava” en el contexto de la crítica contemporánea permite reconocer


la necesidad de elaborar una teoría narrativa que sea lo suficientemente flexible para incorpo-
rar las características de la narrativa producida en cualquier lengua, y que considere un corpus
mucho más amplio que el de la tradición europea o norteamericana.
Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano 19

La confrontación de este cuento mexicano con la propuesta teórica canadiense ya menciona-


da, que es la más conocida entre los críticos hispanoamericanos, plantea una triple pregunta
en relación con los límites de la teoría actual. ¿Es posible crear una teoría del cuento, una
teoría de la metaficción y una teoría de la literatura posmoderna que sea lo suficientemente
flexible para reconocer diferentes contextos de escritura y lectura? En otras palabras, es ne-
cesario crear un sistema teórico que no esté limitado al corpus europeo, y que a la vez pueda
ser útil para estudiar textos escritos en Europa, Canadá, Estados Unidos, Hispanoamérica y
cualquier otro contexto de lectura.
20

La aldea encantada
Por: Fernando Cruz Kronfly*
Universidad del Valle

“... la modernización de una sociedad puede ser descrita


bajo el punto de vista de una racionalización cultural y social”.
Jürgen Habermas. Teoría de la Acción Comunicativa

La aldea donde transcurren los hechos en Cien Años de Soledad, de García Márquez,
es una aldea todavía encantada. Esta afirmación requiere una explicación preliminar. Cuando
hablo de aldea encantada, más allá de la eventual belleza formal de la frase y del mundo de
fascinación que anuncia, lo que quiero significar es que en el lugar donde ocurren los aconte-
cimientos de la novela que nos ocupa no se ha producido aún lo que Max Weber denomina el
desencantamiento de las imágenes del mundo (Max Weber: Economía y sociedad, 1968),
rasgo inequívoco que caracteriza la mentalidad y la cultura modernas en Occidente. Todos los
estudios sobre el ingreso de Occidente en la modernidad coinciden en que, quizás la caracte-
rística más notable de la mente moderna, es la secularización y laicización de las operaciones
del pensamiento y de la cultura, mediante un agudo y extendido proceso de desencantamiento
del mundo, según reglas y normas de tipo racional. En este orden de ideas, si la aldea donde
suceden los hechos y las historias de Cien Años de Soledad se encuentra encantada, esto
significa que allí no ha ocurrido la secularización de la cultura y que sus personajes y los acon-
tecimientos se deben entender inscritos en una etapa de la historia de la humanidad anclada,
en razón de sus mitos, en la pre-modernidad mental y cultural.

* Fernando Cruz Kronfly nació en la ciudad de Buga el 8 de abril de 1943. Es Doctor en Derecho y Ciencias
Políticas de la Universidad La Gran Colombia de Bogotá. En 1996 la Universidad del Valle le concedió el
Doctorado Honoris Causa en Literatura y la distinción de Maestro de Juventudes. Fue Jefe del Departamento
de Literatura e Idiomas, Universidad Santiago de Cali (1970-1972). Libros Publicados: Ensayo: La Sombrilla
Planetaria, Editorial Planeta, Santa Fe de Bogotá, 1991. Amapolas al Vapor, Universidad del Valle, Cali, 1996.
La Tierra que Atardece, Editorial Planeta-Ariel, Santa Fe de Bogotá, 1999. Narrativa: Falleba-Cámara Ardiente,
Editorial La Oveja Negra, Santa Fe de Bogotá, 1980. Falleba-Cámara Ardiente, Editorial Fontamara, Barcelo-
na, España, 1982. Las Alabanzas y los Acechos, Editorial La Oveja Negra, Santa Fe de Bogotá, 1980. La Obra
del Sueño, Editorial La Oveja Negra, Colección Narrativa Colombiana, Santa Fe de Bogotá, 1984. La Ceniza
del Libertador, Editorial Planeta, Santa Fe de Bogotá, 1987. La Ceniza del Libertador, Universidad Nacional
Autónoma de México “UNAM”, México, D.F. 1995. Le Ceremonia de la Soledad, Editorial Planeta, Santa Fe
de Bogotá, 1992. Veinte ante el Milenio, compilación de relatos colombianos, editor; Eduardo García Aguilar,
Universidad Nacional Autónoma de México, México D. F. 1994. La Última Noche de Antonio Ricaurte, Uni-
versidad Pontificia Bolivariana, Medellín, 1997. El Embarcadero de los Incurables, Editorial Norma, Bogotá,
1998. La tierra que atardece, Editorial Planeta, 1998. La Caravana de Gardel, Editorial Planeta Seix Barral,
Bogotá, 1999. Distinciones Literarias: Premio Nacional de Literatura (Relato), Cali 1969. Premio Nacional
de Libro de Relatos, Universidad de Nariño, 1974. Finalista Certamen Latinoamericano de Relato, México,
1974. Premio Internacional de Novela “Villa de Bilbao”, España, 1979. Medalla “Proartes” en Letras, Funda-
ción para la Promoción de las Artes, Festival Internacional de Arte de Cali, 1997.
La aldea encantada 21

Este anclaje en la pre-modernidad no debe, sin embargo, preocupar a la literatura, puesto que
en muchas ocasiones se convierte en clave de encanto de ciertas obras que han llegado hasta
nosotros en el siglo XX o que han hecho parte significativa de él.

Jürgen Habermas, siguiendo de cerca los pasos de Max Weber (Jürgen Habermas: Teoría de
la acción comunicativa, 1989), define la modernidad como la época histórica en que ocurre un
agudo proceso de racionalización de todas las esferas de la vida. Esta racionalización se ex-
presa a través de un eje de cálculo racional de medios y de fines que aglutina alrededor suyo la
práctica de las artes, la filosofía, la economía, el derecho, la política y todas las demás activida-
des humanas, entre ellas la ciencia y la técnica en cuanto nuevos escenarios del ejercicio de la
razón, según normas, rigores metodológicos y principios predeterminados. En la modernidad,
las artes ya no se perciben como el resultado espontáneo de la simple inspiración y posesión
de las musas sobre el creador, sino más bien como el producto calculado de medios idóneos
y de técnicas racionalmente elegidas para producir un resultado intencional. Leonardo Da
Vinci estudia la anatomía humana con el detenimiento de un relojero y la pintura, en general,
ingresa en el mundo de la perspectiva geométrica y en la consecuente matematización del es-
pacio pictórico. Descartes somete la filosofía al imperio de la razón y desde entonces el “amor
a la sabiduría” de los griegos debió pasar por la duda metódica y la construcción racional de
sus presupuestos. La economía, en manos de los mercaderes y de la burguesía emergente,
pasó a convertirse en una actividad sometida al cálculo económico del tiempo eficaz, tal como
describe con exactitud Alfred Von Martín en sus estudios sobre el renacimiento en Florencia
(Alfred Von Martin: Sociología del Renacimiento, 1980). Las normas jurídicas ya no fueron el
resultado del capricho del gobernante de turno sino que debieron plegarse a las exigencias
de la racionalidad, en cuanto normas-medio, eficaces para generar y consolidar como un fin el
orden social. Y hasta la política, con Maquiavelo, fue concebida como una práctica humana,
demasiado humana, sometida a las leyes del cálculo racional y de los métodos eficaces para
producir resultados prácticos, quedando de este modo inscrita en una lógica mundana según
la cual el fin justifica los medios. Finalmente, la astronomía, una de las aventuras científicas
más notables y apasionantes de la época, debió con Copérnico atreverse a matematizar el es-
pacio, antes denominado Cielo, para derivar conclusiones fuertes, capaces por sí mismas de
empezar a configurar lo que algunos pensadores, como Thomas Kuhn denominan con propie-
dad la Revolución Copernicana (Thomas Kuhn: La revolución copernicana, 1981) Copernizar
la mirada pasó a significar, desde entonces, el ingreso de la humanidad occidental en un nuevo
paradigma, mediante una profunda ruptura en la cosmovisión tradicional del mundo, condu-
cente a una obligada resignificación en los términos de lo que ya estaba dicho de otro modo,
en fin, volver a barajar en condiciones racionales todo el universo de la cultura. Se trata ahora
del ingreso de Occidente en la modernidad mental, sometida a exigencias de racionalidad que
antes no existían. Una racionalidad que ahora formula leyes, elabora teorías, exige pruebas,
diseña experimentos y demanda rigor de método y consensos rigurosos en los procedimientos
de la mente.

Sin embargo, al tiempo que en “el centro” moderno del mundo Occidental estaba ocurriendo
este proceso de secularización cada vez más agudo, conducente al desencantamiento de las
imágenes del mundo, algunas áreas geográficas y culturales resistían oponiendo su religión y
su mitología, su magia y su hechicería. El proceso de globalización económico y cultural que
actualmente se impone en el mundo no ha sido el único ni el más importante en la historia.
La cristianización, debe entenderse como un proceso de globalización cultural y de los sen-
timientos humanos asociados a determinadas creencias religiosas, propuesta que conquistó
desde el medio oriente al Occidente europeo y a través suyo a sus colonias de ultramar. De
22 Fernando Cruz Kronfly

igual manera, la modernidad mental y cultural fue una propuesta que Occidente le hizo al resto
de la humanidad, que terminó por seducirla y conquistarla, al menos en el ámbito de las éli-
tes intelectuales librepensadoras y escolarizadas, de mente secular. Surgen entonces nuevos
modos de pensar y de vivir denominados “civilizados”. La propuesta racionalista terminó por
imponerse en la educación escolar, primaria y secundaria, así como en la formación superior,
arrancadas ahora al dogma y al control de la iglesia. La disputa que el pensamiento laico y
secular le planteó al pensamiento confesional religioso, respecto del aparato escolar y univer-
sitario, hace parte de la historia de Occidente y de manera un tanto trágica de nuestra historia
nacional. Si algo caracterizó etapas enteras de la historia política e ideológica de este país
colombiano, fue el combate que en su momento debieron librar los sectores liberales librepen-
sadores durante los siglos XIX y XX por controlar la educación, en manos de las aristocracias
de papel fuertemente conservadoras ligadas al aparato de la Iglesia. Y, todo, porque el proyec-
to de modernización técnica y de modernidad mental y espiritual, en cuanto un nuevo modo
de pensar y de vivir la existencia, debía pasar, ante todo, por el circuito educativo. Si no era a
través de la educación formal, parecía imposible proponerse con seriedad un proyecto político
y social de modernidad mental y de modernización técnica e instrumental.

Pero, mientras este proceso de modernización se extendía por las ciudades de mayor contacto
con los centros modernos, dinámicos y contagiosos, en nuestras aldeas alejadas continuaban
vigentes el encantamiento del mundo, la mentalidad mágica y religiosa, los mitos y la hechi-
cería, el poder de los augurios y la causalidad primaria no sometida a las normas y reglas que
impone la ciencia.

América Latina, se ha dicho ya de manera suficiente, es un continente culturalmente híbrido


y plural. Para el caso colombiano, nuestra conformación étnica y cultural se deriva de tres nú-
cleos básicos. El núcleo hispánico, cristiano católico, no sólo premoderno sino anti-moderno.
El núcleo aborigen, mítico-mágico-hechicero. Y, finalmente, el núcleo africano, mítico-mágico-
hechicero, también. ¿Qué tantas cosas y de qué características podrían esperarse de este
hibridaje por coexistencia de culturas tradicionales y arcaicas, tan distante de la modernidad
prototípica racionalista, qué tantas derivaciones en el terreno de la creatividad y la cultura?
Pero, además, hacia los inicios del siglo XIX, con la revolución de independencia, el comienzo
de la vida republicana y las influencias de la Ilustración y del pensamiento filosófico-político re-
volucionario francés e inglés, nuestro país tuvo un nuevo núcleo cultural de influencia, en este
caso moderno, que vino a sumarse al hibridaje anterior, tornándolo más complejo y seducto-
ramente más inédito. Este nuevo componente de modernización y de modernidad comprende
la economía capitalista, dominada por el cálculo y la racionalidad productiva instrumental ade-
cuada a fines y medios eficaces, por la racionalidad política democrática al menos en sus for-
mas y apariencias, por la agitación intelectual en los colegios y universidades, por el proceso
de urbanización y el impacto sobre la sociedad y la cultura del libre pensamiento, todo lo cual
impone a la sociedad en su conjunto una nueva dinámica en términos de modernización del
aparato productivo y de las instituciones, así como de modernidad desde el punto de vista de
una mentalidad secular y laica, desencantada. Entre tanto, las aldeas que se fueron quedando
por fuera de esta lógica social de modernización instrumental y de modernidad mental, termi-
naron ensimismadas en medio de su aislamiento mítico, mágico, agorero, hechicero y una cier-
ta cuota de religión. Hablo de aldeas mucho más aisladas que solitarias, donde la soledad se
expresa fundamentalmente bajo la forma de alejamiento del “epicentro” civilizador y de aban-
dono a su suerte en condiciones culturalmente endogámicas; hablo de marginalidad respecto
de los procesos de modernidad y modernización, así como de natural asombro cuando ocurre
el contacto esporádico con la civilización y los avances de la técnica que vienen de lejos, en
La aldea encantada 23

medio de estruendos y conmociones que parecen terremotos. En estas aldeas, la visión de


la vida humana permanece anclada en el mito, la magia, los augurios y las premoniciones, la
predestinación y el asombro. Se trata, en fin, de aldeas donde no ha ocurrido todavía y quizás
no ocurrirá jamás el desencantamiento de las imágenes del mundo.

Este es el universo encantado que gobierna la lógica mental de los personajes que circulan por
los corredores de esa gran casa de medio-locos y de chiflados, que es Cien Años de Soledad.

La chifladura es, en consecuencia, el tema que se impone y que sigue.

La medio-locura humana, la chifladura y el despiste pueden derivarse en ciertos casos del


anacronismo, ya sea por anticipación visionaria del sujeto o por atraso mental o simbólico del
mismo respecto de la época que le haya tocado en suerte. En ambos casos nos encontramos
delante de un sujeto relativamente desajustado en relación con las coordenadas mentales
de su tiempo. Cada época tiene su propio criterio de normalidad. Desde este punto de vista,
suele tener consecuencias imprevisibles vivir mentalmente en épocas históricas pasadas que
no corresponden a las lógicas del presente, situarse por fuera de la actualidad del mundo,
existir un tanto al revés en el tiempo equivocado. Don Quijote es uno de estos buenos ejem-
plos de anacronismo mental que la literatura nos ofrece. Si el hijo imaginario de Cervantes
hubiera existido en el tiempo de la caballería y en medio de su vigencia histórica, no habría
sido medio-loco sino por el contrario un gran caballero andante con todos sus pergaminos en
regla. La chifladura de Quijote, lo que equivale a decir sus “quijotadas”, derivan principalmente
del anacronismo de sus andanzas y sistema de valores, de sus propósitos y proyectos fuera
de época, en cuanto vive en un tiempo mental que no le corresponde porque, simplemente, ya
no existe. Ya para los días de nuestro personaje, el universo mental y simbólico de la caballería
había pasado de moda. Este desajuste de época, por anticipación o por rezago, es una de las
señales más significativas que se deben tener en cuenta en el momento de identificar los ras-
gos mentales decisivos de ciertos personajes en la historia de la literatura universal. Los per-
sonajes anacrónicos, que cabalgan con un pie puesto en una época y con el otro en un tiempo
diferente, resultan encantadores porque nos permiten situarnos en las coordenadas del tiempo
y del espacio con una sonrisa en los labios pero también con una lágrima en la esquina de los
ojos, todo esto al mismo tiempo y en un mismo movimiento. ¿Debo recordar ahora, acaso, a
Charles Chaplin? Deseo hacer énfasis, efectivamente, en los sentimientos que despierta el
personaje que encarna, su actitud desajustada delante del mundo que le estaba tocando vivir.
Pienso, además, en voz alta y para ustedes, que este es parte del secreto profundo de Franz
Kafka y de Federico Nietzsche, cada uno en lo suyo, en momentos en que la modernidad en
su carrera faústica (Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire, La experiencia de
la modernidad, 1991) estaba dejando atrás el tejido de valores del siglo XIX e imponiendo los
rigores del inicio del Siglo XX, en cada caso. Pero, sobre todo, es la situación de Shakespeare,
en el momento en que el Renacimiento está dando vida a un nuevo tipo de hombre que se
busca a sí mismo en la contradicción de su espíritu, que se descubre como consecuencia del
principio de individuación y de autonomía del sujeto que la modernidad ha puesto en marcha,
tal como lo sugiere Harold Bloom en sus estudios sobre Shakespeare (Harold Bloom: Shakes-
peare, La invención de lo humano, 2001).

En la aldea encantada que es Cien Años de Soledad, todo resulta anacrónico y por lo tanto
bastante medio-loco. Decir que un universo real y mental es anacrónico, significa que casi todo
lo que allí sucede pertenece a un tiempo que no se corresponde con el tiempo presente. Ni en
cuanto al mundo de los objetos cotidianos en uso ni, sobre todo, en cuanto al universo de los
24 Fernando Cruz Kronfly

procesos mentales, en este caso en desuso por cuenta de la modernización instrumental y de


la modernidad racionalista del pensamiento. Para juzgar un mundo como anacrónico, sin que
esto signifique un juicio negativo de valor, hay que situarse en un universo real y mental que
esté “actualizado” en el tiempo y en el espacio respecto del mundo que está siendo juzgado
y poder de esta manera llevar a cabo la comparación de época. Esta especie de traslape del
tiempo bajo la forma de anacronismo, crea un cierto delirio. La locura de los personajes que
deambulan por los corredores, las calles y los patios en esta portentosa novela que es Cien
Años de Soledad, es vista como tal a partir de la manera como desde la cultura desencantada
que hoy habitamos, juzgamos como extraños y encantadores los acontecimientos y las lógi-
cas que los gobiernan en la aldea encantada. El encantamiento de las imágenes del mundo
sólo se percibe y se puede valorar como tal desde “afuera” de él mismo, es decir desde el
desencantamiento secular y laico que lleva a cabo la modernidad. El modo como en Macondo
es visto y representado el hielo podría ser un buen ejemplo de lo anterior. Que es la misma
manera como ocurre la representación mental de la técnica y sus productos a lo largo de la
novela. Los avances de la ciencia y de la técnica son vistos en la aldea encantada desde un
mundo simbólico premoderno, desde un sistema mental encantado que se asombra y que
atrapa y re-inscribe lo nuevo en lo mítico-mágico tradicional.

Es quizás esta circunstancia la que conecta Cien Años de Soledad con la idea de lo que so-
mos los colombianos desde el punto de vista de la antropología cultural, parcialmente o nada
desencantados todavía en sectores enteros de la población, inmigrantes míticos, mágicos,
agoreros y religiosos desplazados desde las aldeas aún culturalmente encantadas, rumbo a
las ciudades donde se habrán de descomponer, debido a la marginalidad y a la miseria urba-
nas, en delincuencia y desesperanza. Néstor García Canclini habla en estos casos latinoame-
ricanos de hibridaje cultural (Néstor García Canclini: Culturas híbridas, 1990) para dar cuenta
de la coexistencia sin conflicto en nosotros de varios mundos mentales. Universos mentales
superpuestos, entre los cuales quiero destacar, incluso, el racionalista “a la brava”, que se
deriva de los procesos de escolaridad formales y obligados, y que termina coexistiendo con
los mundos míticos, mágicos, religioso y agoreros provenientes de las tradiciones culturales,
todavía absolutamente vigentes.

¿Qué sucede, entonces, a una cultura y a una mente, cuando el encantamiento y el desen-
cantamiento coexisten y se dan la mano en una misma unidad mental, en medio de un tiempo
mental pasado que sin embargo hace parte sustancial de nuestro presente, ahora “mass-me-
diático” y de alguna manera un tanto alucinado, cargado de mensajes hedonistas y consumis-
tas dirigidos a las masas marginales que no tienen siquiera con qué comprar una lenteja? Vivir,
disfrutar la contemporaneidad televisiva es una buena forma de sacarle el cuerpo a las exigen-
cias racionalistas de la modernidad, con todo lo que esto significa en términos de las pérdidas
que, respecto el principio de la esperanza, trae consigo el desencantamiento moderno.

Sin embargo un lector, cualquiera que él sea, culto o no, desencantado o no, cuando se sumer-
ge en las páginas de Cien Años de Soledad, lo primero que advierte es que allí todo sucede de
un modo que le permite re-conocerse y des-conocerse al mismo tiempo, es decir volverse
a conocer en la distancia de lo que un día fue él mismo o fueron sus padres, así ese
pasado hubiese sido el de su propia infancia superada. Leer Cien Años de Soledad, desde
cierto punto de vista adicional, dejarse llevar por su maravillosa lógica primaria donde impera
la inocencia del mundo, representa igualmente un cierto retorno al estadio infantil, en el sentido
del encantamiento que domina a todo ser humano a esta edad de oro. Las cosas ocurren como
si dentro de todo lector contemporáneo hubiese, en estado de resistencia larvada, una zona
La aldea encantada 25

mental nunca suficientemente racionalizada, jamás desencantada del todo, que se resiste al
desencantamiento. Zona interior un tanto a-histórica, donde ocurre el feliz desencuentro con
esa otra parte del psiquismo humano del hombre moderno o simplemente contemporáneo,
cuando entra en contacto con la obra de arte que le propone un mundo medio-loco contrario
a su racionalidad normalizada. Que es lo que sucede con la lectura de Cien Años de Soledad,
donde sucede esa extraordinaria experiencia empática de la zona no desencantada del lector,
con aquella “racionalidad desquiciada” que gobierna las conductas y los acontecimientos en la
novela emblemática de García Márquez.

He vuelto a leer hace apenas unas pocas semanas Cien Años de Soledad y he podido com-
probar en mí mismo lo que estoy diciendo. Resulta de nuevo encantador introducirse en este
mundo de medio-locos por anacronismo, donde hasta las mujeres aparentemente sensatas y
que parecen tener sus pies bien puestos en la tierra se muestran chifladas de otro modo, en
cuanto saben enfrentar lo peor como si lo más extraño y catastrófico hubiera sido ya anunciado
desde siempre y ellas lo estuvieran esperando como quien sólo aguarda el cumplimiento sin
asombro de la premonición. Un mundo que ya no podría considerarse a plenitud el nuestro,
donde todavía domina la mentalidad encantada y donde las relaciones de causalidad entre
los hechos y sus consecuencias se encuentra gobernada por los mitos intactos, la mentalidad
agorera y hasta la magia. Encantador, pienso, porque algo debe conservar uno todavía de
todo esto en términos de añoranza de una edad de oro mítica y de necesidad de asombro, no
obstante el agudo proceso de racionalización de la existencia en que cada quien se encuentre
comprometido para fines prácticos y productivos. El alquimista, tanto como sus búsquedas
y sus sueños, como ya se sabe, no pertenecen ya a nuestro tiempo y por lo tanto devienen
absolutamente anacrónicos, vistos desde nuestro presente realista y “científico”. El alquimista
pertenece por derecho propio a épocas pasadas, cuando no era visto como un despistado
sino como un hombre de ciencia; y, sin embargo, lo encontramos ejerciendo a destiempo su
oficio en la aldea encantada, en cuyo taller se consume ensimismado al experimentar con la
materia, mientras las mujeres de la casa cumplen con su obligación de mantener la dinámica
doméstica con los pies en la tierra, esperando y enfrentando los desastres anunciados como si
no estuviera sucediendo nada extraño alrededor. Entre tanto árabes, indios y gitanos recorren
las páginas de la aldea encantada con su cabeza y su sistema de valores en otra parte, en
una extraña mezcla de mentalidades y de temporalidades históricas cuyo componente común
no es exactamente el de la modernidad desencantada sino el de la pre-modernidad aldeana,
mítica-mágica-agorera-religiosa.

Pero, hay algo extraordinario aquí, algo que es quizás lo único que sin querer conecta los
acontecimientos y los personajes de Cien Años de Soledad con el tiempo y con la realidad
presentes. Hablo del permanente tono de fracaso que rodea los acontecimientos, del derrum-
be de los principales emprendimientos, de la derrota de los experimentos del alquimista cuyo
único éxito se reduce a la fabricación de pescaditos de oro, de la estruendosa inutilidad de
todo. Nada sale como ha sido previsto. Lo que se espera de un modo ocurre del otro, incluso
al revés o de manera absolutamente inesperada. Cuando se trata de precipitar un aconteci-
miento se produce lo contrario. La causalidad real se impone a veces implacable ante los ojos
del lector, que presencia desde su asiento la locura de los personajes que viven, piensan y
actúan en otro mundo mental encantado, pero a quienes la realidad les presenta en todo mo-
mento para su cobro las facturas. Desde este permanente cobro de cuentas, por medio de los
reiterados fracasos y acciones inútiles, es que podemos advertir también la chifladura de los
personajes encerrados en un mundo cuyo contenido principal no es tanto la soledad, que no
existe entre ellos mismos, sino más bien su radical aislamiento por anacronismo en el tiempo
26 Fernando Cruz Kronfly

y en el espacio, respecto de la modernidad y los procesos de civilización que dominan en el


“otro mundo” que existe más allá de la ciénaga infinita y que en Macondo muchos presienten.
Los acontecimientos de la aldea encantada, en realidad, no están afectados por la soledad
propiamente dicha, a no ser que por soledad se entienda el disloque mental de los personajes
en cuanto al espacio y el tiempo. En Cien Años de Soledad no hay, ciertamente, soledad. Lo
que sí podemos encontrar es desconexión total respecto del tiempo presente, racionalista,
secular y desencantado.

Ha llegado el momento de hablar de la relación de causalidad racionalista, propia del mundo


que la modernidad algún día se propuso desencantar.

La mente desencantada suele pensar la relación de causalidad en términos racionales. Si


me levanto de la cama y mientras me despierto sentado introduzco mi pie derecho en la pan-
tufla izquierda, la mente desencantada interpreta el acontecimiento como una equivocación
sin importancia y nada más. Entonces procede a poner la pantufla equivocada en su lugar y
punto. No queda flotando en el aire ninguna sospecha de nada, ninguna premonición. Pero
la mente encantada, presa de la racionalidad agorera, de inmediato supone que se encuentra
en presencia del anuncio de un acontecimiento extraordinario. Si de repente en una clínica
desencantada por la ciencia médica nace un niño con cola externa, es decir con algunas vér-
tebras adicionales de coxis, o viene al mundo con un dedo de más, la mentalidad racionalista
propia de la ciencia médica explica el hecho como un fenómeno genético derivado de las
informaciones y órdenes erradas del DNA; en cambio, la mentalidad mítica encantada inter-
preta la situación como un castigo por años esperado, consecuencia del incesto o de la vida
descarriada en que se han sumergido las criaturas. Esto significa que delante de un mismo
hecho de la naturaleza, existe la posibilidad de levantar, al menos, una doble interpretación: la
mítica-agorera y la racionalista. La literatura, entonces, se da sus licencias y elige los mundos
mentales humanos que más le interesan, y es tal vez por esta misma razón que se convierte
en el instrumento más penetrante de las complejas realidades humanas, de las culturas en su
hibridaje y de las mentalidades colectivas, de sus grietas y complejidades. Veamos esto de
otro modo:

Estambul, de Orhan Pamuk, premio Nobel de literatura en el año 2006, es la reconstrucción es-
pléndida de la cultura y de las formas de pensar y de vivir que dominaron durante cierto tiempo
en aquella ciudad ahora en derrumbe, cuya esencia identitaria es la amargura, la melancolía y
el tono crepuscular de los espíritus por causa de aquel esplendor perdido. Estambul, según el
autor Nobel hijo de Turquía, representa de algún modo la resistencia del pasado esplendor en
la derrota del presente, el desconcierto y la amargura de la mentalidad colectiva estambulí en
medio de semejante escenario, la quiebra de los sueños del pasado otomano, de los anacro-
nismos simbólicos respecto de una contemporaneidad que se impone y que todo lo aplasta.
Este poderoso y conmovedor efecto literario lo advierte de inmediato el atento lector al sumirse
en aquellas maravillosas páginas y no tarda en atribuirlo a los juegos y a los desencuentros del
tiempo, al anacronismo de lo que está siendo agobiado por la lógica real de la actualidad, todo
lo cual equivale a su vez a los juegos de la cultura como entrecruzamiento de mentalidades
que se enfrentan, mientras al mismo tiempo resisten y agonizan coexistiendo.

El mundo del Occidente racionalista, frío, eficaz y de cierta manera aburrido, donde todo cuan-
to sucede se encuentra atado a la previsibilidad y el cálculo racional, es tal vez el que más dis-
fruta de Cien Años de Soledad, y debe andar por ahí la clave de su éxito entre los buenos lec-
tores y de su “boom” editorial por todas partes, sobre todo en los países industrializados. Las
La aldea encantada 27

mentes ordenadas y cartesianas de Occidente, dominadas por la razón y el cálculo que todo lo
tornan previsible, desencantadas por efecto de la ciencia, la técnica y la rutina que imponen la
racionalidad y la previsibilidad, al leer la novela entran en un recreo infantil fascinante donde lo
insólito es posible y donde nada ocurre de la manera como la razón “normal” puede sentarse a
esperarlo. Este absoluto desorden de todo, esta aguda inutilidad en el esfuerzo, este perturba-
dor sinsentido resultan encantadores en un mundo como el actual, gobernado por el principio
de la eficacia, de los rendimientos netos traducibles en asientos contables y por el ethos de lo
útil. En la aldea encantada los mejores emprendimientos terminan en el fracaso, en lo contrario
de lo previsto, casi siempre con efectos al revés de como se los espera. El tiempo se muerde la
cola, es cíclico y no se parece en nada al tiempo lineal que domina el mundo moderno (Michael
Palencia-Roth: Gabriel García Márquez: la línea, el círculo y las metamorfosis del mito, 1983)
Nada más fascinante que la chifladura, es cosa que ya conocemos desde Quijote. Y de nuevo
debo insistir en que es el fracaso absoluto de los emprendimientos, esa manera de moverse a
ciegas en redondo y sin la menor posibilidad de romper el círculo del tiempo y del espacio y tra-
zar la línea del horizonte para la acción futura, lo que a mi parecer conecta mejor este mundo
de chiflados y despistados, a través del contraste, respecto del universo del lector y el sentido
de realidad en que éste se encuentra instalado. Ciertas mujeres, que en la novela parecen
encarnar el orden y la sensatez, sólo consiguen transmitir esta característica en razón de su
carácter práctico, aunque nunca por su pertenencia a un mundo mental realmente desencan-
tado y moderno. Ellas también permanecen presas del mismo encantamiento que encandila a
sus hombres, a pesar de que en razón de su helado pragmatismo parezcan sensatas. En Cien
Años de Soledad, estas mujeres de que hablo son la antena a tierra atada a las patas de los
hombres que aman y que andan comprometidos en sus chifladuras por el mundo cerrado y en-
dogámico de Macondo. Con paciencia infinita, ellas los dejan hacer sus chifladuras inútiles casi
sin inmutarse y con resignación de sabias, porque desde su comienzo, según ellas, el mundo
se encuentra predestinado a que suceda lo que debe suceder, en círculo, a ciegas.

Epílogo

En el año de 1968, por ciertas circunstancias del destino recalé en Cartago, en el extremo nor-
te del Valle del Cauca, donde me desempeñé durante año y medio como Juez de la República.
No había pasado un mes de mi llegada cuando conocí a un personaje bastante maduro y serio,
responsable y buen esposo y padre de familia, propietario de la papelería más acreditada y
tradicional de la ciudad. Me invitó a un café y nos pusimos una cita al caer la tarde de aquel
mismo día, en el café Marovi. Quince días después me convidó a su casa, de patio central y co-
rredores enladrillados, en medio de un impenetrable secreto que de verdad me intrigó. Yo adi-
vinaba que este personaje quería confesarme algo que tenía atrancado en el pecho. Al entrar
a la sala, su esposa me atendió con dulce de mamey servido con galletitas de sal. Al rato ella
desapareció de la escena y don Gabriel me pudo decir al oído lo que ella ya sabía: “Sígame,
doctor, que deseo mostrarle algo”. Pasamos por un corredor, donde había un pastor alemán
amarrado de una cadena a la pata de una vieja mesa que hacía las veces de escritorio, refugio
de papeles arrugados y documentos viejos cargados de polvo. Luego desembocamos en un
angar, apenas iluminado. “Estoy haciendo un avión”, me dijo, inclinándose encima de mi oído.
Yo no había leído todavía Cien Años de Soledad, aunque sí Pedro Páramo, de don Juan Rulfo.
Corría el mes de febrero de 1968. Entonces Don Gabriel quitó de encima del aparato la tela
de lona que lo cubría. Yo quedé estupefacto. Le dimos una vuelta en redondo al aparato y me
dijo: “como puede observar, ya estamos próximos a terminar, no faltan sino los últimos detalles
de la cola”. En ese instante eran las siete y media de la noche y vi entrar al angar a un hombre
28 Fernando Cruz Kronfly

moreno, flaco, espigado, bicicleta en mano. Se acercó a saludar y en el acto lo reconocí: era
Palomino, el fotógrafo de la calle real, que tenía la colección más completa de imágenes de
los muertos de la época de la violencia de los años cincuenta en la zona del norte del Valle del
Cauca, casi todos degollados, doblados sobre la hierba. Durante el día, Palomino atendía su
casa fotográfica y en la noche ayudaba a don Gabriel en lo del avión. Imagínense ustedes lo
que estaba sucediendo en mi cabeza racional. El fotógrafo se sirvió él mismo una taza de café
humeante y fresco, de un termo que había dispuesto encima de una pequeña mesa de trabajo
y se fue hasta la trompa del avión, desde donde con un ojo cerrado miró hacia la cola. En el
angar se produjo un silencio de hielo. Entonces Palomino dijo: “Don Gabriel, pienso que este
avión todavía está muy largo”. Don Gabriel encendió un cigarrillo Pielroja y dijo, con una calma
aterradora que me cortó la respiración: “entonces vamos a cortarle un pedazo”. Serrucho en
mano, Palomino se trasladó hasta la cola del aparato y le cortó un pedazo de aproximada-
mente un geme. Luego regresó a la trompa, cerró de nuevo un ojo y dijo: “parece que ahora sí
estamos en lo que estamos”. No estoy inventando nada, señores, esto lo presencié y se quedó
para siempre en mis recuerdos. Jamás, hasta hoy, escribí nada sobre este episodio, por temor
posterior a ser considerado un copista de García Márquez o una especie de Isabel Allende con
pantalón. Pero falta algo más:

Tres meses más tarde el avión estaba listo para ser volado. En realidad, se trataba de un
planeador. Don Gabriel me pidió que hablara con un amigo, piloto de fumigación, para ver si
se animaba a volar y a dar unas cuantas vueltas sobre la ciudad. Era Jorge Döering, padre de
María Helena Döering, estrella actual de la televisión. Jorge era boliviano, de origen alemán, y
se le medía a lo imposible. Fuimos con el piloto a ver el aparato y mi amigo le dio la aprobación.
“Si me mato, ustedes responden”, dijo con humor. Yo empezaba a tener miedo. Llegó el día del
vuelo. Y fue apenas en ese momento que todos nos vimos enfrentados a la aterradora realidad
que nos pasaba la cuenta de cobro mediante la presentación de sus facturas, como ocurre en
Cien Años de Soledad: el aparato no cabía por la puerta.

Por aquellos días cayó en mis manos un ejemplar de Cien Años de Soledad. La historia de
este avión y de los personajes relacionados con la aventura de alzar vuelo sobre la torre de la
iglesia parecía una más de la novela mágica. Don Gabriel, hablo del propietario de la papele-
ría, por supuesto y no del escritor, era una especie de Melquíades descendiente del General
Pinto, combatiente de la Guerra de los Mil Días. Tenía de su propiedad una papelería, y se
estaba ayudando de un fotógrafo para hacer entre los dos un avión. Vuélvanse ustedes a ima-
ginar el asunto, a representarse con la imaginación el escenario. En donde yo, racionalista y
desencantado, materialista y en aquel entonces buen lector de filosofía alemana y de autores
existencialistas, ayudé a conseguir y a motivar el aviador, como un cómplice. Sólo la imagen
del aparato delante de la pequeña puerta por donde no cabía ni la trompa, nos hizo a todos
descender a la dura realidad.

Apenas siete meses después, una mañana de finales de septiembre, cuando iba rumbo a mi
despacho en el Juzgado, observé la plaza central de la ciudad alfombrada de pájaros muertos.
No estoy inventando nada, señores. Quedé estupefacto. Me senté en una banca del parque
y me dispuse a escuchar los comentarios de los lustrabotas y de la gente alrededor. Yo no
comprendía nada de cuanto estaba pasando, pero hacía esfuerzos racionales por entenderlo.
Los lustrabotas hablaban del anuncio evidente de una catástrofe y los vendedores de lotería lo
confirmaban todo con el movimiento afirmativo de sus quijadas. Sus mentes agoreras habían
conectado el acontecimiento con un desastre que de esta manera tan evidente se anunciaba.
Según ellos, Cartago estaba ahora en la mira de las fuerzas del destino. Un periodista despis-
La aldea encantada 29

tado había corrido ya a la casa cural, para recoger el punto de vista del cura, pero lo encontró
distraído en la operación mágica de transformación del vino en sangre y del pan en carne viva.
La dueña del restaurante de la esquina, donde yo tomaba los alimentos, consideró como cierto
lo mismo que todos los demás decían y partió en carrera, huyendo de la visión de los pájaros
muertos, no sé hacia dónde. Fui al café de la otra esquina y el comentario era general: Tarde
o temprano Cartago iba a ser destruido. Algunos ya se habían puesto a beber cerveza y a
escuchar músicas tristes. Caminé hacia el almacén veterinario y me encontré con un amigo
agrónomo, que me explicó lo sucedido mediante los argumentos racionales que yo esperaba:
las tierras cercanas, a la redonda de la ciudad, habían sido sembradas con granos de cereal
envenenados, porque los miles de pájaros estaban arruinando los cultivos y las cosechas. Du-
rante el día anterior las aves estuvieron comiendo de aquellos granos envenenados clavando
sus picos en los surcos y al caer la noche vinieron a dormir en los frondosos árboles del par-
que. Ya en la madrugada habían empezado a caer como piedras por el suelo. La explicación
racional desbarataba el augurio y la premonición, pero pocos en el pueblo la admitieron. De
aquellos hechos hace ya treinta y ocho años y Cartago todavía está ahí, sin que hubiera su-
cedido nada semejante a un terremoto, salvo el del narcotráfico, que es otro tipo de terremoto.
Pero de estos acontecimientos hablaremos otro día.
30

Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates


y reformulaciones contemporáneas
en hispanoamérica y colombia
Por: Cristo Rafael Figueroa Sánchez*
Pontificia Universidad Javeriana
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

El quehacer investigativo en literatura remite necesariamente a la tríada teoría, crítica


e historia literarias, la cual conforma el espacio de los estudios literarios propiamente dichos,
estructura que sin duda inspira la convocatoria de este primer Encuentro Nacional, alrededor
de nuestra área de trabajo; si bien es cierto que las tres disciplinas pueden diferenciarse en sus
fundamentos y propósitos, son inseparables al momento de transformarse en conocimiento:
la praxis crítica confrontada con categorías conceptuales hace crecer el espectro teórico, que
enriquecido a su vez, ilumina nuevamente el ejercicio valorativo de textos, autores y circuitos;
este doble movimiento nutre los fundamentos propios de la historia literaria, cuyos procesos
remueven continuamente criterios, establecen trayectos o perciben intersecciones, de acuerdo
con los descubrimientos críticos y con las categorías teóricas, cada vez más renovadas.

1. Actualidad de los debates teóricos

Los recientes debates sobre la utilidad o inutilidad de la teoría y del saber mismo (Mitchell,
1985), tanto en las ciencias como en las disciplinas sociales y humanísticas, y especialmente
en la literatura condujeron, no tanto a una indiferencia o a una celebración, sino a una reno-
vada ansiedad por la teoría (Kauffmann, 24), que no sólo afecta a críticos y teóricos literarios,
sino a académicos de distinta procedencia, quienes reconocen las consecuencias del debate
en su quehacer intelectual y en la producción del saber contemporáneo.

Frente a la encrucijada de si hoy es sostenible una versión menos ambiciosa de la teoría, o


definitivamente los neopragmáticos tienen razón en cuanto a su inoperancia, Lane Kauffmann

*Cristo Rafael Figueroa Sánchez. Doctorado en Literatura de la Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia.
Director de la Maestría en Literatura de la Javeriana y del Programa de Ciencias Humanas de la Universidad
Colegio Mayor de Cundinamarca. Doctorado en Literatura de la Universidad Javeriana. Hace parte de los
libros “Seis estudios sobre la tejedora de coronas”,1991 y “Apuntes sobre Literatura Colombina”, 1994, “La novela
colombiana ante la crítica”, 1975-1990. Sus artículos han sido publicados en revistas especializadas en Co-
lombia y en el exterior.
Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas en Hispanoamérica y Colombia 31

sostiene que la llamada teoría impura es la única forma que puede y debe cultivarse en tiem-
pos posmodernos (25), denominación no por casualidad análoga a la de crítica impura, con la
cual Mabel Moraña (2004) señala su producción intelectual.

Teoría impura significa, no un discurso fundacional y trascendente, sino una reflexión imagina-
tiva y crítica de la práctica (Kauffmann, 25), es decir, se concede algún privilegio cognoscitivo a
la intervención teórica, pero se reconoce la supremacía de la praxis crítica, sin la cual aquélla
desembocaría en abstracción hermética1; por su parte, crítica impura significa un “continuum”
de contaminaciones y tránsitos teórico-críticos, el cual combina aproximaciones experimenta-
les y eclécticas en productos literarios y culturales, que no pertenecen a un dominio específico,
ni responden a una sola estrategia deconstructiva o interpretativa (Moraña, 8), es decir, praxis
crítica que en vez de fijar el objeto de estudio en un locus preciso de indagación epistemoló-
gica, pretende desestabilizarlo a través de una mirada centrífuga, capaz de insertar la produc-
ción literaria en las complejas redes locales/globales de la cultura contemporánea.

Así pues, la versión impura de la teoría, quiere atenuar los peligros que entraña una posición
antiteórica excluyente: la posibilidad de caer en el conservadurismo inamovible originado en
la sola creencia y en un nihilismo paralizante, los cuales privilegian la práctica acrítica y la
complacencia narcisista; en estos términos, la defensa de la teoría se constituye en un contra-
discurso, pues uno no alcanza una autoconciencia crítica sin esfuerzo (...) y sin una hipótesis
de trabajo afirmativa de que la autocrítica es viable (Kauffmann, 31).

En este contexto, Graciela Kosak (2000, 16-17), defensora también del papel de la teoría,
sostiene que en nuestros tiempos dominados por la eficacia, los propósitos prácticos y atra-
vesados por contradicciones neoliberales, la teoría y la crítica literarias, las segundonas de
las humanidades, han emprendido audacias teóricas capaces de expandir significativamente
los campos del conocimiento; no sólo estimulan en sus receptores pensamientos, actitudes
y perspectivas novedosas, sino que su naturaleza interdisciplinaria conduce a la curiosidad
exegética, incluso hasta aquellos textos en los que el lenguaje es medio y no fin. La autora
identifica estos alcances con la Deconstrucción, en tanto vertiente extrema del posmodernis-
mo, cuya radicalidad se emparenta con las propuestas alrededor de la legitimidad del saber.

La deconstrucción al reconocer y valorar la proliferación del signo a través de los contextos, las
historias y los hablantes, postula la lectura del universo como texto, architexto, libro de todos
los libros (16). En este sentido, dinamita los proyectos sistemáticos del estructuralismo, pues

1
El trabajo de kauffmann analiza posiciones de absoluta indiferencia ante la teoría –Stanley Fish, Stephen
Knapp y Walter Benn Michaels– y demuestra que la antiteoría es otra forma de hacer teoría; los defensores de la
antiteoría generalizan o polarizan las nociones de teoría y práctica, y no las diferencian en contextos específicos.
La discusión más fuerte de Kauffmann es con Fish, especialmente con su polémico texto de 1989. Hacer lo que
nos viene por naturaleza, Durham: Duke University Press; Kaufmann afirma: la retórica blanco o negro de Fish
se manifiesta en una serie de proposiciones extremas que pueden parafrasearse como: teoría pura o no teoría. Si no se
puede demostrar que la teoría rige, fundamenta y garantiza la correcta interpretación de la práctica crítica, entonces
todo proyecto teórico se transforma ipso facto en mera ilusión. O bien la teoría debe demostrar su absoluta soberanía
sobre la práctica o la teoría no puede tener un rol significativo (25). Pareciera entonces que para Fish el sujeto estu-
viera preso de su contexto y de sus creencias, sin ningún margen de libertad, sin posibilidad de distanciarse y sin
ningún punto de referencia que le permita comprender y valorar su propia condición.
Diógenes Fajardo (2001: 123-129) se refiere a las resistencias de la teoría, en relación directa con las dificulta-
des que tienen los Estudios Literarios para definir hoy su objeto de estudio; sin embargo, destaca el papel de
la teoría crítica en América Latina como una forma de pensar nuestra cultura.
32 Cristo Rafael Figueroa Sánchez

sabe que el lenguaje teórico siempre deja residuos no formalizables, donde se ubican ruptu-
ras, diferencias e injertos, que subsidiarios de la indeterminación del significado, no permiten
sostener la idea de un sistema estable y cerrado (Culler, 119-120). El carácter paralógico de
la Deconstrucción erige la diferencia como desplazamiento de las oposiciones a un terreno de
matices, cada uno de los cuales extiende su periplo en proliferación infinita (Kosak, 2000:18);
al mismo tiempo, se constituye en acto político al desmontar –deconstruir– los binarismos
fundamentados en la superioridad de un término sobre su opuesto, origen indiscutible de los
estudios sobre el otro –las minorías, las mujeres–, la sexualidad y los poderes, tan en boga en
el quehacer literario y cultural de nuestros tiempos2.

En las derivaciones del debate sobre la teoría, resulta significativo que Terry Eagleton, uno
de los más ilustres teóricos de la literatura, sostenga en su libro más reciente, Después de la
Teoría (2005), que si bien la edad de oro de la teoría cultural ya concluyó –Lacan, Althuser, Bar-
thes, Foucault, Adorno en primera instancia, y también las innovaciones de Bourdieu, Kristeva,
Derrida, Habermas, Jameson o Said, entre otros–, el pensamiento de todos ellos aún continúa
vigente: no es posible la vuelta a la inocencia y no podremos llegar a un después de la teoría
(228), porque es inconcebible un ser humano reflexivo que no se inspire o se confronte con
ella. Veamos entonces las repercusiones de la teoría cultural y literaria, tanto en las reformula-
ciones de la idea de cultura, como en el ensanchamiento de la noción de literatura.

2. Descentramiento de la cultura, desplazamientos teóricos y redefiniciones


de la literatura

Al finalizar la década de los años ochenta del siglo XX, se hace claro un viraje conceptual en
la noción misma de cultura, la cual empieza a salir de los predios académicos o de las insti-
tuciones oficiales para constituirse en vivencia social de grupos y colectividades situados en
contextos espacio-temporales específicos. En este sentido, la cultura ha dejado de ser vista
exclusivamente como un conjunto de valores, costumbres y normas de convivencia ligadas a
una tradición particular, a una lengua y a un territorio (…) y se ha convertido en un repertorio de
signos y símbolos producidos de acuerdo a intereses particulares difundidos planetariamente
por los medios de información (Castro,14).

Vistas así las cosas, la cultura deja de ser propiedad de la Antropología clásica –estudio de
sociedades premodernas–, o de la Sociología tradicional –estudio de sociedades modernas–,
pues la globalización acaba con la conocida antinomia entre Cultura (dimensión espiritual del
hombre) y Civilización (repertorio de adelantos materiales); así mismo, se debilita la noción de
Cultura asociada con “Bellas Letras” –estudios humanísticos de filosofía, literatura o arte–, por-
que las redes de circulación incluyen necesariamente manifestaciones y objetos provenientes
de la “baja cultura” o “cultura popular”, que a su vez se integran en el entramado de las comu-

2
Para Kozak, la Deconstrucción se constituye en brújula dentro de las crisis proclamadas por la posmoder-
nidad desencantada –Subirats, Habermas, Jameson–, ya que ninguna de las visiones cataclísmicas –muerte
del arte, fin de explicaciones totalizadoras, reducción de la realidad a simulacros, inminencia del desastre
ecológico, entre otros– anula del todo el poder de los metarelatos sobre la imaginación, pues si bien éstos no
fundamentan grandes movimientos políticos, son una fuente de conocimiento que estimula la imaginación;
señala incluso, que para el último Derrida el ideal de la emancipación y la justicia tienen la validez de lo indis-
pensable e imperecedero (2000, 13).
Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas en Hispanoamérica y Colombia 33

nicaciones contemporáneas. También se invalida la idea de cultura como reflejo directo de las
estructuras materiales de la sociedad –tradición economicista–, porque aquélla se superpone
o se produce en contravía a dichas estructuras.

Más bien, las nuevas búsquedas de las Ciencias Sociales y de los llamados Estudios Cul-
turales conciben la cultura como una bisagra que vincula los tejidos sociales con quienes la
producen y reproducen, es decir, con grupos y comunidades interpretativas; en consecuencia,
la actual noción de cultura incluye y relaciona los aspectos antropológicos, sociológicos y hu-
manísticos antes señalados, y sobre todo, los procesos de producción, distribución y recepción
de artefactos culturales, circuito dentro del cual se consumen imágenes y significados que
motivan acciones políticas, ideológicas, estéticas y literarias en sentido estricto.

El descentramiento y la amplitud de este nuevo concepto de cultura, va de la mano con des-


plazamientos teórico-críticos que a su vez renuevan la concepción canónica de la literatura,
expandiendo sus límites más allá de la sacralizada autonomía de la función poética del len-
guaje y relativizando su papel rector y orientador dentro de la cultura. Sin embargo, ello no
significa la muerte de la literatura3, sino un ensanchamiento de sus límites y una redefinición
de la naturaleza que la constituye; la literatura no puede ser considerada como un ente estético
autónomo reductible a los objetos que se agrupan bajo su etiqueta explicativa, sino un conjunto
de prácticas que engloban escritura, lectura e interpretación, comercialización, distribución,
enseñanza, entre otras. (Talens, 26). Es entonces este conjunto de prácticas, definidas y re-
definidas de manera diferente en contextos históricos específicos y en variadas tradiciones
culturales, lo que constituye la nueva naturaleza de la literatura en tanto producción textual,
a la que accedemos como lectores, como profesores o como investigadores. Quizá por esta
razón Pierre Bourdieu (1995), no se refiere a obras, sino a la noción de campo literario, enten-
dido como un espacio de fuerzas, cuya dinámica implica fricciones entre la libertad creativa del
artista, las instituciones consagradoras –editoriales, academias, lectores ilustrados y público
lector en general–, y las batallas estéticas con las instancias del mercado.

¿Cómo se ha dado este cambio desde la teoría y la crítica literaria mismas? En las últimas dos
décadas del siglo XX, las teorías críticas se refieren más a lectores y a lecturas que a textos, lo
cual genera cambios fundamentales en la experiencia literaria. Ya no se concibe el texto como
una producción cerrada, autosuficiente o productora de significados monolíticos, sino como
un espacio donde se producen y cruzan significaciones inestables, se inscriben ideologías,
se representa el inconsciente colectivo o se alegoriza un sujeto provisorio y múltiple. Se tiene
claro que el texto se construye con sus lectores, y es por tanto, de carácter móvil (Ordóñez,
135); se ha vuelto contingente lo que se creía absoluto: el valor de la literatura, por eso no se
concibe más el canon literario como un ente determinado por esencias indefinibles de textos

3
Desde los años ochenta Alvin Kernan se refirió a la muerte de la literatura, señalando el revés de valores esté-
ticos y trascendentes instaurados por el Romanticismo y el Modernismo; no se cree en el estatuto sagrado del
autor, cuya percepción creativa y singular ya no se considera la fuente eterna de la literatura, sino que aquél
se identifica más bien con un ensamblador de lenguajes y de estructuras culturales relacionados a través de
escrituras, las cuales más que como obras de arte, son reconocidas como collage de textos (1996). Incluso, se
ha llegado a posiciones radicales como la de Terry Eagleton (1988) o John Beverley (1993), quienes atacan
la existencia misma de la literatura como fenómeno elitista y represivo; se desmantela entonces la noción de
“Literatura Seria” o de “Alta Literatura” frente a la incidencia mayor de discursos electrónicos, que resultan
más atractivos para un lector consustanciado con lo mediático.
34 Cristo Rafael Figueroa Sánchez

sacralizados, sino por complejos procesos ideológicos, por ámbitos de recepción, por poderes
discursivos o por manipulación de pensamientos e imaginarios. La clave radica en entender
que frente a lo canonizado convive un corpus vivo de cuyas lecturas se desprenden visio-
nes que deconstruyen ideologías, afirman búsquedas ocultas o permiten reubicar los mismos
textos canónicos; de esta manera, es posible repensar la historia literaria, particularmente la
nuestra, desde el espacio inestable de lecturas y no desde periodizaciones estáticas o estre-
chos marcos generacionales.

Es innegable el papel renovador de la teoría de la recepción estética en el pensamiento crítico


contemporáneo; si en algún momento ésta hizo depender la lectura del acto de escritura, se
ha cruzado luego con discursos postmodernos que enfatizan la idea de un sujeto múltiple y
descentrado en relación con una historia de intertextualidades que él construye y que, a su
vez, lo construyen. En efecto, a partir de caminos inter y multidisciplinarios la teoría crítica
de nuestros días considera que tanto la escritura como la lectura son parte fundamental de
la producción textual, atenuando las ideas de originalidad absoluta, de autores privilegiados
o de esencias transhistóricas. No es casual la circulación de categorías renovadoras en los
ámbitos académicos, que ratifican el valor de la teoría para el análisis literario y culturalista:
las ideas de intertextualidad, polifonía y palabra ajena (Bajtín), la diferencia generada por la
deconstrucción (Derrida), la dialéctica entre texto de placer y texto de goce (Barthes), la des-
territorialización (Deleuze y Guattari), los regímenes del simulacro (Baudrillard), el texto como
práctica social (Holiday), la historia como versión de la ficción narrativa (White), el inconsciente
como dimensión siempre presente en el sujeto hablante (Lacan), las nociones de obra abierta
de Eco y de comunidades imaginadas de Anderson, la lógica cultural del capitalismo tardío (Ja-
meson), la agonía de metarrelatos legitimadores (Lyotard), o las complejas relaciones saber-
poder (Foucault).

3. Formulaciones y desarrollos latinoamericanos

Si bien los estudios literarios latinoamericanos por razones políticas, sólo participaron parcial-
mente del debate teórico internacional de los años sesentas y setentas, generaron algunos
trabajos de avanzada: cómo olvidar la propuesta de Roberto Fernández de Retamar, que en
1973 intentó articular la teoría crítica con las modificaciones ocurridas en la sociedad y en la
producción intelectual del subcontinente hispanoamericano –Para una teoría de la literatura
hispanoamericana–, con el objeto de revisar en profundidad nuestro canon literario, o la visión
adelantada de Carlos Rincón, que desde 1978 señaló una mutación radical en la concepción
hegemónica de nuestra literatura, cuyo correlato desacralizó los mitos del autor soberano,
el fetichismo de la creación literaria y la construcción autónoma del sentido –El cambio en la
noción de literatura–.

El pensamiento latinoamericano empezó a participar activamente en las discusiones interna-


cionales a partir de los ochentas: por una parte, la agonía de los proyectos de industrialización
de las grandes potencias genera nuevas prácticas integracionistas al volver los ojos a las eco-
nomías latinoamericanas, con la consecuente reformulación de la idea de alteridad, enfocada
hacia la comprensión de lo no propio en el marco de lo propio y viceversa; por otra parte, es
definitiva la recepción de las teorías de Mijail Bajtín, especialmente en lo que concierne a la
categoría-concepto de carnaval como forma expresiva híbrida y ambivalente, opuesta al dis-
curso que con dualismos excluyentes quiere imponer la univocidad significativa.
Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas en Hispanoamérica y Colombia 35

Las agendas de la teoría literaria latinoamericana, en una continuidad de pensamiento con la


memoria teórica de nuestros estudios literarios, auscultan con lentes nuevos los tópicos por
aquélla señalados: colonialidad y violencia, subalternización social, política, étnica, lingüística
o de género, globalidad y resistencias frente a todo tipo de imposiciones (Moraña, 13-15). So-
bresalen, entre otros, los trabajos de Ángel Rama (1982) sobre transculturación narrativa y los
de Antonio Cornejo Polar, sobre el estatuto heterogéneo de las literaturas hispanoamericanas
(1988). Luego y sin desatender el espesor estético de lo literario, se complejiza la agenda al
privilegiar una mirada deconstructiva de la cultura a través de nuevas categorías –la discursivi-
dad conflictiva de los discursos coloniales, la “diferencia” criolla, las modernidades disonantes,
las complejas representaciones identitarias (alteridad, hibridez), las fisuras de la ciudad letra-
da, entre otras. Precisamente, Carlos Rincón señaló que bien entrados los años ochentas la
teoría latinoamericana, una vez rebasa definitivamente el concepto suprahistórico de literatura,
se convierte en crítica cultural (1996:109).

3.1. Estudios literarios y estudios culturales

Estudiosos y críticos como Beatriz Sarlo (2001:220-229), Román de la Campa (2001: 26-29),
Mabel Moraña (2004:7-15 y 191-194), señalan que la descentralización de la literatura en
relación con discursos y prácticas que pasaron a ocupar el primer plano de la textualidad cul-
tural, creó un conflicto entre los “clásicos” estudios literarios y los “nuevos” estudios culturales;
no obstante, durante la década de los noventas se percibe, en muchos casos, una oculta o
evidente complicidad entre ellos, quizá porque sus respectivos desarrollos desembocan en
puntos de encuentro: la crítica literaria, –la academia norteamericana y luego, en menor me-
dida, la latinoamericana–, absorbe más o menos rápidamente los cambios producidos por las
desarticulaciones disciplinarias, y a su vez, un sector significativo de los Estudios Culturales se
nutre de impulsos y estrategias provenientes de la hermenéutica textual, el análisis semiótico
o la sociocrítica literaria.

Mientras los enfoques inter y transdisciplinarios del análisis culturalista se enriquecen con en-
trenamientos de crítica literaria, ésta a su vez afina sus mecanismos y revisa sus convicciones
en una operación de autorreconocimiento y sospecha teórica que no es ajena a la revolución
culturalista (Moraña, 7). En este sentido, los Estudios Culturales se constituyen en una fortale-
za contra una versión canónica de la literatura (Sarlo, 2001:226) y los Estudios Literarios, cons-
cientes del descentramiento de su objeto, le han otorgado un valor nuevo al orden escritural,
en tanto archivo de polisemia y virtualidad autorreferencial (De la Campa, 26).

La idea de una “Crítica Cultural” nos sitúa en la intersección de los nuevos campos de análisis
abiertos por los Estudios Culturales y los avances renovados de los Estudios Literarios. En
verdad, aportes de los primeros han hecho posible superar formalismos estrechos o inmanen-
tismos ensimismados de los segundos: las miradas interdisciplinarias en los Estudios Literarios
hacen converger categorías provenientes de disciplinas afines, convirtiendo la literatura en ob-
jeto privilegiado del análisis cultural; la noción de texto como espacio de significaciones siem-
pre inestables desarrolladas entre fronteras, es decir, como tejido vivo que al moverse entre el
discurso y la praxis, revela su inscripción ideológica; las cartografías o categorías espaciales,
según las cuales el mapa cultural del mundo es siempre cambiante, por tanto, si las culturas
son híbridas y diferenciadas, las literaturas tienen necesariamente un carácter heterogéneo,
pues no las rige un metadiscurso y están atravesadas por experiencias migratorias, dobles
registros, sujetos nómadas, entre otros. A su vez, los horizontes de los Estudios Culturales
han desplazado la reflexión desde el análisis de unas supuestas leyes generales del discurso
36 Cristo Rafael Figueroa Sánchez

hacia el análisis de los lugares que hicieron posible dicha concepción del problema (…), y han
logrado que prácticas discursivas y modos de vida marginalizados en el interior de un universo
estable y definido de antemano, encuentren precisamente ahora un lugar para desarrollarse
(Talens, 23).

De todas maneras, los Estudios Literarios se resisten frente a ciertas tendencias ortodoxas de
los Estudios Culturales, que al desconocer el poder y los efectos de las mediaciones estéticas,
conciben la cultura como un mar de textos indiferenciados (…) con lo cual la literatura (…)
no sería considerada un tipo de texto que requiere de un enfoque distinto al de otros (Kosak,
2001: 697); en este contexto, la Teoría Literaria sostiene que si bien los valores, y en parti-
cular los estéticos y culturales son relativos, no por ello son indiferentes: deberíamos recono-
cer abiertamente que la literatura es valiosa no porque todos los textos sean iguales y todos
puedan ser culturalmente explicados, sino, por el contrario, porque son diferentes y resisten
una interpretación sociocultural ilimitada. Algo siempre queda cuando explicamos socialmente
los textos literarios y ese algo es crucial. No se trata de una esencia inexpresable, sino de
una resistencia, la fuerza de un sentido que permanece y varía a lo largo del tiempo (Sarlo,
2001:224).

Por otra parte, sectores extremos de los estudios culturales, han estigmatizado la noción de
“hegemonía cultural” en tanto práctica letrada y condenan ideológicamente la literatura como
reducto de poder (Kosak, 2001: 698. Para la teoría literaria si bien existen mecanismos de
exclusión y de inclusión, con los cuales distintos sectores instauran sus prácticas de ocio y de
disfrute sensible, no es entendible que se quiera excluir la dimensión estética del mundo, la
cual desde un punto de vista sociológico comporta gestos de resistencia o de diferenciación
frente al discurso oficial de la Historia, a la institucionalización de la cultura o la perpetuación
de imaginarios.

Esta renovación teórica explica la aparición de conceptualizaciones, trabajos y compilaciones,


que se constituyen en punto de referencia obligada para conocer el nuevo pensamiento de la
intelectualidad latinoamericana. Por ejemplo, a mediados de los años noventa Antonio Cornejo
Polar, en uno de sus últimos trabajos, Para una teoría literaria hispanoamericana a veinte años
de un debate decisivo, actualiza la discusión en torno a la producción de una teoría literaria
latinoamericana, al señalar la imposibilidad de pensar nuestra literatura y nuestra identidad en
términos de unidad coherente y homogénea, pues éstas se producen y transforman dentro
de una compleja red de discursos inscritos en una historia asimétrica de ritmos y temporali-
dades (2001:249). A su vez, Roman de la Campa en Latinoamérica y sus nuevos cartógrafos:
discurso poscolonial, diásporas intelectuales y enunciación fronteriza (1996), analiza distintas
articulaciones para interpretar la relación literatura/cultura, a través de cuatro caminos signifi-
cativos que emprende la teoría literaria latinoamericana: la reformulación de la periodización
colonial –Rolena Adorno y Jean Franco–; las nuevas perspectivas de oralidad –Martín Lien-
hard y Carlos Pacheco–; las resemantizaciones de conceptos como transculturación, hibridez
y heterogeneidad –Cornejo Polar y García Canclini– y el examen epistemológico y estético
de la cultura latinoamericana postmoderna en relación con conflictos y ambigüedades de la
globalización –Beatriz Sarlo y Nelly Richard–.

Por su parte, Sarah de Mojica –Mapas culturales para América Latina (2001)– intenta un balan-
ce de los escenarios discursivos de tres conceptos-metáfora característicos de la reciente car-
tografía cultural latinoamericana, como posibilidad de desbloquear los horizontes de trabajo:
las resonancias y derivaciones de Culturas híbridas de García Canclini –multitemporalidades
Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas en Hispanoamérica y Colombia 37

que intentan comprender la modernidad–, de La no simultaneidad de lo simultáneo de Carlos


Rincón –reordenamientos espaciales de la globalización– y Modernidad periférica de Beatriz
Sarlo –impacto de la modernidad en los procesos de masificación de las clases populares–.

Finalmente, las reflexiones, las compilaciones y la producción crítica de Mabel Moraña abren
espacios de discusión dentro del horizonte de la teoría crítica latinoamericana y estimulan la
necesidad de reubicar y revalorar el papel de la literatura como una de las formas simbólicas
y representacionales que se interconectan en la trama social (Moraña, 2004:193), donde el
imaginario, la memoria histórica y las interacciones comunitarias se materializan en el nivel de
lo simbólico, ficticio, utópico o alegórico (194). Son fundamentales al respecto dos números
de la Revista Iberoamericana, la cual dirigió hasta hace poco: el número doble 176-177 Crítica
cultural y teoría literaria latinoamericana (1996), centrado en cartografías culturales, cuestio-
nes de género, políticas de representación, subalternidad, poscolonialismo, posmodernidad
y heterogeneidades, y el número 203 dedicado a los límites y posibilidades de los estudios
culturales en América Latina hacia el siglo XXI (2003). Recientemente, Mabel Moraña sostiene
que una de las salidas más productivas de la teoría latinoamericana, consiste en registrar las
pulsiones teóricas gestadas en los centros internacionales (...) de elaboración crítica-teórica,
junto a los impulsos que, en ese mismo campo, pero con un sentido frecuentemente divergen-
te, incorpora la reflexión latinoamericana in situ, como respuesta (...) a los acuciantes desafíos
políticos, sociales y culturales de la actualidad (2004, 12); sin embargo, esta intermediación
intelectual como propósito de nuestra teoría literaria y cultural no significa la búsqueda de un
consenso, el cual reduciría el papel de la crítica, sino la emergencia de posiciones antagóni-
cas, e incluso irreconciliables, inherentes a la naturaleza conflictiva de la condición poscolonial
de América Latina.

3.2. Literatura y medios de comunicación

La sociedad contemporánea ha generado una paradoja en cuanto a la recepción de la litera-


tura: cuando una población mayor ha tenido acceso a la lectura, la fuerza avasalladora de la
cultura audiovisual debilita los discursos verbales; la naturaleza misma de las competencias
audiovisuales le resta espacio al libro y a la lectura porque el tipo de lector generado en dicho
entorno se resiste a la modalidad de recepción –lenta, detenida, exegética– que exige la lite-
ratura.

Más que de oposición irreductible entre cultura audiovisual y cultura escrita, se trata de pen-
sar en “diversos modos de leer”, los cuales se abren paso en medio del entramado plural
y heterogéneo de textos y escrituras que hoy circulan. Jesús Martín Barbero señala que la
espectacularización y aún las simulaciones en que nos sumerge la imagen, no debe impedir-
nos percibir la envergadura de los cambios; si ya no es posible percibir y representar como
antes, tampoco es posible leer ni escribir como antes (1993: 20); no podemos desconocer que
los medios audiovisuales son algo más que hechos tecnológicos o estrategias comerciales,
ellos “hablan” culturalmente, instauran imaginarios y determinan percepciones sensibles de
la realidad, de las dinámicas culturales y de la lucha de poderes por el control de capitales
simbólicos. A este ámbito habría que sumar las complejidades del mundo editorial –micro-
procesadores, impresoras láser, aparición de libros y revistas sin soporte de papel, manipu-
lación de textos, copyright, espacios hipermediales y realidades hipertextuales–, todo lo cual
desmantela la idea de texto cerrado y coloca en primer plano la posibilidad que tienen unos
usuarios tradicionalmente pasivos, de convertirse en parte activa de los procesos de produc-
ción y recepción culturales.
38 Cristo Rafael Figueroa Sánchez

La contraposición y la vivencia de estas dos percepciones de la realidad, la audiovisual y es-


crita, no sólo ha generado un espacio de hibridación entre estos dos modos de aprehender el
mundo, sino que permite diferenciar sus posibilidades para valorarlas en su justa medida (Jai-
me A. Rodríguez, 2003). Se explica así la necesidad y el reto que hoy tienen todos los niveles
educativos de enseñar nuevos modos de leer en tiempos audiovisuales: incorporar las nuevas
tecnologías informáticas como estrategias de conocimiento y no como mero instrumento de
difusión, y considerar como objeto de estudio los relatos y las estéticas audiovisuales que
configuran la literatura cotidiana de las minorías. (Martín Barbero, 26). De esta manera apren-
deríamos a “descifrar” la multiplicidad de discursos que articula, disfraza o disimula la imagen:
percibir los sedimentos de sentido existentes en la casi infinita proliferación de signos; a su
vez la adecuada lectura de textos audiovisuales garantiza la vigencia y el futuro de los libros
(26), pues mientras nos orienten dentro del tráfico de imágenes, nos harán sentir nuevamente
la necesidad que de ellos tenemos.

Por otra parte, la valoración de los lugares específicos de enunciación de los textos literarios y
de sus condiciones de difusión y recepción, conforma una resistencia política e intelectual, un
remanente crítico que se perdería si desechamos el valor estético de la creación literaria; ésta
se constituye también en forma de ver y vernos a nosotros mismos a través de la experiencia.
Más allá de percepciones inmediatistas, nuestra literatura, imbricada con las vicisitudes histó-
ricas, las problemáticas de la subjetividad y las vivencias urbanas, cuenta con el lenguaje sim-
bólico como el mayor promotor de la imaginación creadora, que es capaz de resituar contextos
e imaginarios y de develar todo lo escondido por las simulaciones.

3.3. Literatura, multiculturalismo, heterogeneidad e identidades

La sociedad contemporánea se encuentra atravesada por un amplio proceso de diferenciación


socio-cultural, generado a su vez en los sucesivos reconocimientos de las diversidades; los
elementos más decisivos que conducen al multiculturalismo o pluralismo cultural son sin duda
el mercado, la ciudad, los regímenes democráticos y los medios de comunicación de masas.
Además de connotar variadas formas de diversidad cultural, el multiculturalismo se refiere
particularmente a las diferencias raciales y étnicas (Mardones,39). No obstante, se vive una
paradoja fundamental que en gran parte la literatura y las relecturas que se hacen de ella han
visibilizado: desde la perspectiva política suele trabajarse todavía con una concepción de cul-
tura independiente, cerrada y homogénea, que al privilegiar las similitudes entre comunidades,
desatiende las diferencias.

Con el objeto de precisar horizontes de comprensión sobre los significados de la diversidad cul-
tural, seguimos a Ileana Rodríguez (2000:851-861), quien sostiene que si bien los conceptos
de “multiculturalidad” y “heterogeneidad” intentan explicar las identidades en términos de raza,
han sido producidos en contextos diferentes y abordan el fenómeno desde distintos ángulos
de visión ideológica; el multiculturalismo se genera en Estados centrales sobre-desarrollados y
está saturado de liberalismo; la heterogeneidad en cambio, se origina en naciones periféricas
y está saturada de colonialismo; el primer concepto se sitúa más en los dominios de la filosofía
y la legislación; el segundo, en los dominios de la literatura y de la cultura. No es casual que
las representaciones literarias dejen ver la emergencia de sujetos culturales que se resisten
frente a persistencias colonialistas, la aparición de nuevas voces que reconstruyen su historia
para cancelar la subalternidad, o las posiciones de comunidades decididamente poscoloniales,
cuyo derecho a significar aporta un espacio suplementario en el desarrollo metropolitano de
la modernidad.
Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas en Hispanoamérica y Colombia 39

Cuando hablamos de globalización intercultural nos referimos a la interacción real entre las cul-
turas; el concepto se relaciona con el crecimiento de los medios de comunicación electrónica,
los sistemas de transporte y la comunicación global instantánea; los procesos globalizadores
afectan por igual nuestra esfera externa y nuestra interioridad, repercuten en nuestras decisio-
nes locales y en la construcción de nuestra identidad, pues al tiempo que nos mundializamos
somos más conscientes de las raíces propias; no por casualidad han resurgido localismos y
formas diversas de nacionalismos frente a la globalización, que el espacio polifónico de la lite-
ratura se encarga de representar. La destradicionalización es la consecuencia directa de la so-
ciedad globalizada; la tradición no se hereda sin más, se reflexiona y se asume personalmente;
sin embargo, la conciencia de la diversidad cultural impulsa un proceso de re-tradicionalización
no siempre exento de fundamentalismos excluyentes de tipo religioso, familiar, étnico y de
género; frente a la relativización de las tradiciones en la modernidad globalizada, se rechaza el
cosmopolitismo y aún el diálogo con otras culturas. Un corpus literario significativo construye
contramodernidades al interior de modernizaciones normativas, a través de enunciaciones
fronterizas entre lenguas y memorias acumuladas o creando sujetos migrantes que, frente al
desconocimiento, arrastran trazos de discursos y tradiciones propias.

Francisco Colom propone tres metáforas como posibilidades abiertas de gestionar la plurali-
dad cultural en los Estados modernos, las cuales se interceptan o se mezclan en varios textos
literarios; las tres metáforas remiten a su vez a tres formas de concebir la identidad de las
comunidades políticas: el espejo, es decir, la imagen especular anhelada por las sociedades
culturalmente ensimismadas; el mosaico, o la apuesta por una gestión de la complejidad étnica
que combine integración y diferencia; y el crisol, que remite a la fusión de una heterogeneidad
socio-cultural en una identidad novedosa y acrisolada (7-8).

En fin, las minorías y los excluidos –sujetos culturales ocultos, comunidades subalternas, vo-
ces silenciadas– se han apropiado de la literatura como posibilidad de expresión, o la estruc-
tura literaria ha visibilizado estos conflictos y sigue siendo parte activa de las contradicciones
modernas al representar y revalorar los ataques y contra ataques del machismo, el racismo y
los diversos imperialismos; así mismo, la literatura con frecuencia alegoriza los rostros ocultos
de la modernidad, los cuales no son más que las consecuencias de sus intentos homogenei-
zantes; de allí la emergencia de feminismos en la escritura y en la crítica literarias, la textua-
lización de rebeliones populares contra las élites del poder, o la dramatización de diferencias
sociales, sexuales, lingüísticas y culturales.

4. El horizonte colombiano

Las disciplinas sociales, humanísticas y literarias cultivadas en la academia colombiana, han


trazado un ritmo complejo y ambivalente en relación con presiones gubernamentales, circuns-
tancias políticas y apego a tradiciones heredadas, pero no por ello se hallan al margen de los
debates internacionales. Sara González sostiene la existencia de paralelismos entre la moder-
nización epistemológica tímida (…) de estas disciplinas y sus formas de institucionalización
(2002: 25), débiles muchas veces, divorciadas de los requerimientos de la sociedad colombia-
na y sin políticas claras de promoción académica y de apoyo a la investigación generadora de
nuevos saberes.

Desde el punto de vista de una genealogía de las disciplinas literarias, al promediar la déca-
da de los sesenta y hasta bien entrados los setentas, la universidad colombiana empezó a
40 Cristo Rafael Figueroa Sánchez

reformar sus estructuras a partir de la creación de departamentos concebidos como ámbito


de desarrollo disciplinar; en este contexto los estudios literarios empiezan a adquirir autono-
mía al desprenderse de programas de letras, lenguas, humanidades o pedagogía4. Si bien es
cierto que la necesidad de conquistar un espacio propio dilató la sintonía de nuestros estudios
literarios con el debate internacional, logró fortalecer una tradición disciplinar que, al iniciarse
los años noventa, se ha ido potenciando a través de intercambios académicos, pasantías,
consolidación de pregrados, publicaciones seriadas, apertura de programas de maestría y
próximamente de doctorado, eventos, reconocimiento de egresados, contactos directos con
la comunidad y apoyo a estudios posgraduados en el exterior. Así mismo, las investigaciones
institucionales, las publicaciones universitarias y personales de académicos, los proyectos edi-
toriales, las ponencias de colegas en eventos nacionales e internacionales evidencian pers-
pectivas renovadas en nuestros estudios literarios, que poco a poco y seguros de su papel,
empiezan a salir de su ensimismamiento epistemológico.

Si bien no se produce teoría literaria o cultural en sentido estricto, la academia colombiana


de estudiosos de la literatura viene demostrando capacidad, rigor y creatividad para ponerla
a prueba, matizarla, adecuarla e incluso transformarla, a través de un ejercicio investigativo y
crítico, serio y responsable que intenta articularse con dinámicas culturales, históricas y socia-
les del país –estudios provocadores de voces coloniales, miradas feministas, revisiones y re-
lecturas del canon, atención a textualidades emergentes (historias de vida, crónicas, relatos de
viaje y de desplazamientos), acercamientos novedosos a la tradición y a la actualidad narrativa
(ciudades colombianas y representación literaria, ficción e historia, violencia, narcotráfico y no-
vela)–, recuperación de textos y autores del Siglo XIX, en fin una agenda que crece día a día…

Hoy por hoy, seguimos pendientes de afinar canales de comunicación y de diseñar estrategias
para fortalecernos como comunidad de conocimiento alrededor de los estudios literarios –pro-
yectos interuniversitarios de investigación, esfuerzos mancomunados de actualización en el
área, publicaciones conjuntas, intercambios académicos–, sin embargo, un evento como el
que hoy nos convoca puede ser el inicio de reflexiones y prácticas pertinentes de teoría, crítica
e historia literaria colombianas, por eso, más allá de una visión entrópica de nuestra moder-
nidad postergada, el reconocimiento de otras lógicas no dualistas puede ser el denominador
común de las direcciones teóricas a que están llamadas tanto las ciencias sociales como los
estudios literarios, para plantear las más urgentes cuestiones de diferencia e identidades; re-
presentación y resistencia, la nación y sus márgenes (…), heterogeneidad e hibridación (…),
producción, circulación y consumos culturales (González de Mojica, 2002: 35).

Finalmente, de los debates teóricos y reformulaciones críticas que hemos señalado, se infiere
que los estudios literarios están transformando sus prácticas, y si bien su “lugar” parece cada
vez más un “no lugar” dentro de la compleja red de la cultura contemporánea, el estudio de

4
Diógenes Fajardo señala que en América Latina y en Colombia la concepción de la teoría y de la crítica nece-
sariamente se ve reflejada en la manera cómo las instituciones conciben la forma en que deben aparecer los Estudios
Literarios (2002, 129); en este sentido, destaca que en medio de debates recientes, cuando en Europa o en
Estados Unidos se cerraban departamentos de literatura para reemplazarlos por departamentos de Estudios
Culturales, en “Colombia se fortalecían programas disciplinares en Bogotá, Medellín, Cali y Bucaramanga (136);
después de destacar revistas y publicaciones universitarias generadas en el trabajo docente-investigativo, hace
notar las dificultades para articular Teoría Literaria y Docencia en las universidades colombianas dedicadas a
los Estudios Literarios en sentido estricto.
Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas en Hispanoamérica y Colombia 41

la literatura y su adecuada difusión continúan siendo necesarios para remover las estructuras
del quiénes somos, qué somos y dónde estamos; Kozak, siguiendo a Sarlo, insiste en que la
indiferenciación entre lenguaje cotidiano instrumental y lenguaje poético autorreflexivo, sería
una pérdida incalculable en los modos de aprehender el mundo porque haría desaparecer
el cuestionamiento y nos sumergiría en una desidentificación del sentido y por tanto, en una
indiferencia ante los valores (2001: 71-72). Talens cree que la literatura sigue siendo un lugar
de resistencia frente a la idea de un sujeto cultural centralizado, porque su potencia transfor-
madora de registros y discursos no habla tanto de, sino desde una experiencia individual que
alegoriza o simboliza saberes, sentires y prácticas de una colectividad (28-29).

Por su parte, Mabel Moraña sostiene que la literatura, al privilegiar la producción de sujetos
y tramas intersubjetivas, a través de las cuales, la sociedad expresa reclamos, frustraciones,
represiones o diversas expectativas, tiene un sitio asegurado en los nuevos intercambios teó-
ricos y en las metodologías que se están ensayando como recursos y procedimientos para
leer la cultura (194); en consecuencia, la Teoría Crítica dentro de las redefiniciones de los
Estudios Literarios debe ser capaz de reflejarse con imaginación y productividad en su propia
práctica cultural, y de reexaminar sus propias creencias y supuestos) (Kauffmann, 32); en este
contexto, tiene sentido la nueva agenda que Terry Eagleton (2005: 149-215) propone para la
Teoría Cultural de inicios del Siglo XXI, la cual sin abandonar las cuestiones de clase, raza o
género, ha de enfrentar tópicos fundamentales de nuestros tiempos –moralidades personales
y sociales, fundamentalismos excluyentes, revoluciones de distinto tipo, instancias del mal,
el “no ser” y la muerte en la sociedad contemporánea–. Éstos y otros tópicos no sólo pueden
pensarse desde realidades y textualidades literarias latinoamericanas y colombianas, si no que
necesitan de una teoría autoconciente que los ilumine, explique y valore en su justa medida
ética, social y estética.

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44

La ciudad de los sujetos liminales:


Una aproximación a la novela Opio en las nubes
de rafael chaparro madiedo
Por: Albeiro Arias*

Los ritos de paso son según Víctor Turner, siguiendo a Van Gennep1, <<ritos que acom-
pañan a cualquier tipo de cambio de lugar, de posición social, de estado o de edad>>. (Tur-
ner: 1988, 104). Estos ritos tienen tres fases: fase de separación del individuo de su grupo
social, de su anterior situación dentro de la estructura social o de un conjunto de condiciones
culturales; fase de margen o periodo liminar, donde el individuo se sitúa en el límite entre
dos mundos, instalándose en la ambigüedad nominal y espacial, “Una analogía adecuada al
caso sería la del agua hirviendo, o la de la crisálida que de capullo se convierte en mariposa”
(Turner: 1988, 104), y fase de agregación o incorporación total al grupo. En esta fase el sujeto
adquiere los derechos y obligaciones de un tipo estructural, comportándose de acuerdo a cier-
tas normas de uso y patrones éticos, gracias a que la transición se ha superado cabalmente
(Turner: 1988, 104).

* Albeiro Arias. Ensayista y poeta colombiano. Nació el 16 de febrero de 1977. Candidato a Magister en Lite-
ratura en la Universidad Tecnológica de Pereira. Licenciado en Lengua Castellana de la Universidad del Tolima
(2008). PREMIOS LITERARIOS: Mención de Honor en el XX Premio Nacional de Poesía – Universidad
Externado de Colombia con el libro Los ojos del nómada. 2007. Finalista XII Premio Nacional de Poesía “Ciro
Mendia” 2008 con el Libro: Desheredados del paraíso. 2008. Primer puesto en la 1° Versión de los Premios “Crea-
tividad, talento y juventud” convocados por la Universidad del Tolima. Área: Literatura - Categoría: Educación
Superior - Modalidad: Cuento - Obra: “Despertar”. 2005. También ocupó el Primer puesto en la 1° Versión
Premios “Creatividad, talento y juventud” convocados por la Universidad del Tolima. Área: Literatura - Catego-
ría: Educación Superior - Modalidad: Poesía. Obra: “Vencidos cuerpos”. 2005. Primer puesto en X Concurso
Departamental de Minicuento “San Marcelino Champagnat” 2004. Obra: “El Ladrón”. PUBLICACIONES
EN LIBROS: Desheredado del Paraíso. Ibagué: Pijao Editores-Caza de Libros, 2009. 72 p. “Para tener en cuenta
a la hora de escribir una crónica” EN: Crónicas y cronistas colombianos para el siglo XXI. Ibagué: Institución Edu-
cativa Santa Teresa de Jesús, 2005. Págs. 105-107. Poemas en 60 poetas colombianos. Una antología. Ibagué: Caza
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elementos constitutivos y subversivos en los antipoemas de Nicanor Parra”. EN: Literatura y filosofía. Revista de
la Maestría en Literatura Universidad Tecnológica de Pereira. Año 3. Nº 3 enero-junio de 2010. Págs. 131-149.
“Los dioses han vuelto y reclaman su legado: El Chac Mool de Carlos Fuentes” En: Aquelarre. Ibagué: Centro
Cultural de La Universidad del Tolima, 2006. Nº 9. Págs. 163-166. Fue colaborador habitual de la sección
cultural “Facetas” del periódico El Nuevo Día de Ibagué, del 2004 al 2008.
1
VAN GENNEP, Arnold. 1986. (1909) Los ritos de paso. Madrid: Taurus.
La ciudad de los sujetos liminales: Una aproximación a la novela Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo 45

El estado que nos interesa es el liminar, porque es aquí donde el sujeto está instalado en la
ambigüedad, ya que atraviesa un entorno cultural que tiene pocos, o ninguno de los atributos
del estado pasado o venidero, lo que hace que se dificulte su denominación y la integración a
un estado total. En este sentido, el sujeto liminal desaparece para los miembros de la comuni-
dad que gozan de definición social y, como consecuencia, permanecen inclasificables e indefi-
nibles en lo que Turner llama invisibilidad estructural. La liminalidad se relaciona directamente
con la communitas puesto que se trata de una manifestación anti-estructura y anti-jerarquía
de la sociedad.

…Los seres transicionales resultan ser particularmente contaminantes, puesto que no


son ni una cosa ni la otra; o tal vez son ambas al mismo tiempo; o quizás no están ni aquí
ni allí; o incluso no están en ningún sitio (en el sentido de las topografías culturales reco-
nocidas), y están, en último término, <<entre la mitad de>> todos los puntos reconocibles
del espacio-tiempo de la clasificación estructural (Turner: 1988, 108).

Otra característica negativa de los seres transicionales es que no tienen nada, no tienen
ni status, ni propiedad, ni insignias, ni vestidos normales, ni rango o situación de paren-
tesco, nada que los deslinde estructuralmente de sus compañeros. Su condición es el
prototipo mismo de la pobreza sagrada (Turner: 1988, 109).

La novela Opio en las Nubes de Rafael Chaparro Madiedo obtuvo el Premio Nacional de Li-
teratura 1992 y una de sus características es estar poblada de seres liminales. La novela se
divide en 18 capítulos. Hay tres narradores identificados: Pink Tomate y Sven, que narran gran
parte de la novela, bien sea desde la primera persona o desde la segunda persona, actuando
como espectadores de los hechos que describen. El capitulo “Opio en las nubes” que le da
título a la novela, es narrado por Gary Gilmour. Los capítulos “Un café negro para las palomas”,
“Los ojos de Gary Gilmour” y “Los días olían a diesel con durazno” no se identifica claramente
el narrador, es una falsa primera persona, podría ser Sven. Aunque es un narrador que conoce
todo lo que sucede, actuando como narrador omnisciente. El capítulo final tampoco es claro
quién inicia la narración del mismo, pareciera nuevamente que se trata de Sven. Lo cierto es
que finaliza con las partes de un diario, es decir, que el punto de vista y el narrador en la parte
final de este capítulo es el de Alain, autor del diario.

En cuanto al lenguaje de la novela podríamos decir que en ella pervive lo que Wittgenstein
llamó “juegos del lenguaje” relativos a los contextos y a los enunciados, en otros términos, que
las reglas no tienen legitimidad en ellas mismas sino que forman parte de un pacto explicito o
no entre jugadores.

La novela sostiene un ritmo vertiginoso, frases a veces sin puntuación, frases sueltas, suma
de palabras, enumeración, metáforas, sinestesias, juegos lingüísticos, cacofonías, repetición
y onomatopeyas. El lenguaje se parece a la vida de los personajes, a veces caótica, a veces
poética.

La obra toma el lenguaje como referente de la condición del hombre posmoderno: la ciudad
posmoderna es caótica por lo tanto el lenguaje que la representa también lo es, la escritura es
un contradiscurso frente al discurso ordenado de la modernidad: “Si tomamos una imagen o
metáfora de la posmodernidad, esta sería el laberinto: algo descentrado, excéntrico, no crono-
lógico, no causal, polisémico, disperso e irónico” (Lozano: 2007, 9). Hay varias historias que se
46 Albeiro Arias

yuxtaponen, no existe una diégesis principal y lineal, no hay jerarquización de las historias ni
de los protagonistas. “Entramos así, por un lado, en la muerte del argumento, entendido como
secuencia racionalizada en la que se desarrollan personajes e historias desde un origen, una
causalidad lógica de hechos y un final…” (Lozano: 2007, 143). En otras palabras, la novela se
termina desde el punto de vista narrativo pero la trama no encuentra una solución definitiva.
Todas las historias están abiertas y quedan abiertas, no hay moraleja. Cada historia, cada
capítulo, se une con el otro a través de delgados hilos que en realidad pueden ser cortados
en cualquier momento, pues cada historia tiene su propia vida, no se requiere leer para enten-
der el otro capítulo. Se pueden leer en desorden, como un juego: “Los finales serán a la vez
cerrados y abiertos: cerrados porque la historia se termina desde un punto de vista narrativo,
abiertos porque no solucionan nada, el enigma no se resuelve, y si lo hace, frecuentemente
implicará la existencia de una realidad fabulosa que sumirá al lector en una perplejidad aún
mayor que la instaurada en los principios, perplejidad que no es sino la consecuencia de la re-
presentación de una realidad fluida, múltiple, sin asideros ni respuestas” (Lozano: 2007, 175).
No hay ninguna búsqueda de lección ni de esperanza. Hay más bien una justicia poética para
cada uno de los personajes.

La novela propone unas reglas narrativas, coherentes con el discurso que se muestra. Este
discurso debe ser, por tanto, un poco caótico, un poco desordenado, un poco surrealista, pre-
sentándose como un saber narrativo que se legitima en su propia pragmática de transmisión.
Se destruye su mimesis y se alcanza el pluralismo y el descentramiento. El lenguaje, en sí
mismo, es objeto de reflexión, convirtiendo a la novela en un texto autorreferencial. El lenguaje
pierde su capacidad para representar el mundo objetivo de acuerdo a unas normas estable-
cidas, provocando una fractura, un abismo, entre el objeto representado y la palabra escrita,
entre realidad y lenguaje. Se dan palabras sueltas, frases que se repiten, listados, palabras
complicadas, retorcidas, agramaticales.

El mundo se presenta como un lugar desmembrado e incoherente. La realidad objetiva como


referente es anulada, y aparece una realidad autorreferente. Aparecen imágenes de olor, de
color, de sonido, de ruido, imágenes que se mezclan unas a otras, en una gran sinestesia.

No hay en esta novela significados únicos, estables, ni centrales, insertándonos en el juego de


la semiosis y la polisemia. Cada palabra representa un mundo, a pasar de estar desligadas de
la sintaxis normativa.

El uso de imágenes hiperreales gobierna toda la narración. La mezcla de lenguajes, de dis-


cursos y de imágenes, da la sensación de simultaneidad. No hay diferencia entre realidad
y ficción, todo se ha deconstruido, todo es simulacro, como diría Baudrillard (1978). No se
trata de buscar si algo es verdadero o falso, porque en la posmodernidad se anulan las
dicotomías y se inserta el eclecticismo. Este eclecticismo se evidencia en el uso de la len-
gua dentro de la novela, lengua que ha sufrido las consecuencias de la globalización, una
lengua que reúne sin solución de continuidad, rasgos del inglés y del español, “gente que
tenía el corazón ensopado en orines y whisky I wanna run with you, gente que se levanta
en la mañanas vuelta mierda y en la noche se iba al wc del bar y te decía tranquilo chico…”
(Chaparro: 2002, 41).

El pastiche también se hace presente, la novela al negar el lenguaje normal, niega las normas,
niega el discurso ordinario. Chaparro usa la pluralidad y la heterogeneidad de lenguajes debido
a que la sociedad también está fragmentada lingüísticamente. “El pastiche es parodia neutra,
La ciudad de los sujetos liminales: Una aproximación a la novela Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo 47

parodia que ha perdido su sentido del humor” (Jameson: 1982, 170). Lo estético no se encuen-
tra en el objeto sino en el espectador.

En el primer párrafo de la novela Opio en las nubes, Pink Tomate, el gato de Amarilla, deja de
relieve uno de los rasgos esenciales de todos los personajes que moran en la novela: la inde-
terminación2. “Soy Pink Tomate, el gato de Amarilla. A veces no sé si soy tomate o gato.” (Cha-
parro: 2002, 9). Todos ellos están de paso, todos sufren de una indefinición existencial. Son
desarraigados, nómadas en una ciudad laberíntica, caótica, ciudad collage, ciudad bricolaje.
Estos personajes viven el día a día, el ya, el ahora, no les importa el pasado ni el futuro. Se en-
cuentran por fuera del orden establecido, están medio vivos y medio muertos, son y no son. “…
afuera llovía y no me acordaba ya si me llamaba Sven o Axel o si era viernes o sábado o jueves
en la mañana.” (Chaparro: 2002, 22). Esto es lo que permite situar a los individuos que cruzan
el libro dentro de los territorios de la liminalidad. Ni siquiera los objetos están definidos “Rojo
o tal vez azul. No sé. El sofá donde está sentada tiene tal vez esos dos colores.” (Chaparro:
2002, 10). Personajes que no buscan nada, no saben que desean “Se ríe y dice que en reali-
dad no sabe si tiene ganas de una orgía o de un pan con mermelada trip trip trip” (Chaparro:
2002, 12). Los sujetos de Opio en las nubes no tienen definición ni identidad. Miremos el caso
de Sven “…pero yo no sabía si era RH positivo, RH negativo, si era negro o blanco o sambo o
mulato, cristiano, budista, ateo, asalariado, independiente, comunista línea Pekín, comunista
línea Moscú, no me acordaba si me gustaba el café con dos cubitos de azúcar o con tres cu-
bos, si estaba en la Habana o en Praga, en Bruxelas o en París, en un hospital o en un mula-
dar, tranquilo nene…” (Chaparro: 1992, 22). Otro caso es el de Daisy, un personaje travestido,
que siempre está siendo descrito como un ser indeterminado. No se sabe si es hombre, mujer,
burro o elefante. Es decir, se muestra como un ser amorfo. Esa indeterminación, esa falta de
ubicarse en el lado masculino o femenino, aún cuando ha sido objeto de diversos rituales como
el bautismo y la otorgación de un nombre masculino o femenino para determinarlo, es una de
las mejores muestras de liminalidad, de no ubicarse en ningún lugar. Deisy es desterrado de
todas partes, mantiene en las esquinas, se prostituye y finalmente es violado y convertido en
delincuente. La sociedad lo juzga porque Daisy no acepta la estructura hegemónica de tener
que actuar según su condición genética y biológica.

Los personajes de Opio en las nubes no hacen lo de todo el mundo, no van a trabajar, no
piensan cosas correctas, no defienden ninguna moral, son anárquicos. Evaden todo tipo de
controles institucionales (Estado, familia, iglesia), tradiciones que experimentan como opresi-
vas, asfixiantes y destructivas. “La policía llega a tiempo e impide que la mujer se ahorque.
Claro, la policía siempre se tira todo” (Chaparro: 2002, 14). Ellos niegan el orden social, son
sujetos existenciales que antes que vivir se dejan vivir, sus acciones son resultado de la espon-
taneidad y, por ende, instantes fugaces que surgen en los intervalos en los que ha quedado en
suspenso el sistema de roles. “La gente me miraba con esos ojos que decían pobre chico, tan
joven, tan sano, tan blanco, y yo desde la camilla les dije tranquila gente, soy tan sano, ni tan
limpio, ni tan creyente, no me lavo los dientes todas las mañanas como ustedes, no leo tantos
libros, no hago deporte ni rindo tanto en el trabajo como ustedes, tranquilla gente”. (Chaparro:
2002, 21).

2
Según Amendola (1997:71-72) la indeterminación (ambigüedad, indeterminación y fracturas) es una de las
características constantes de la experiencia urbana posmoderna.
48 Albeiro Arias

Frente a la crisis de valores religiosos y morales del sujeto posmoderno, el aspecto religioso
en Opio en las nubes es bien interesante, pues los personajes tienen sensibilidades diferentes
frente a la seguridad que gozaban los sujetos de la modernidad. Los personajes de Opio en
las nubes buscan asideros en productos prefabricados. “entonces Max se dirigía al afiche de
George Foreman que tenía colgado en el interior del Café de Capitán Nirvana y se postraba
enfrente, se echaba la bendición, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y luego
decía oye Foreman ¿otro golpe?” (Chaparro: 2002, 25). La religión que ha sido heredada de
épocas pasadas pareciera no tener cabida en ellos, sin embargo, la tiene. Aún pervive cierta
necesidad de trascendencia, de lograr una fase de agregación o incorporación, pero si como
dijo Nietzsche “Dios ha muerto” y con él las ideas totalizantes, vemos como el aspecto religioso
se vuelve para ellos en un hecho privatizado, en un producto cultural prefabricado, un produc-
to hecho a la medida de la necesidad y del deseo, una religión de supermercado. El hombre
posmoderno ha perdido la creencia en los grandes metarelatos y sólo queda la individualidad
y el presente, y si permanecen algunos vestigios de los metarelatos, estos sólo son nostalgias
por unas utopías ya perdidas. Ahora boxeadores y beisbolistas como Pete Rose, Alí, Foreman
y Frazer se convierten en sus nuevos dioses, en los receptores de su culto.

La ciudad de Opio en las nubes no es la ciudad moderna, funcional, racional y homogénea, por
el contrario, esta ciudad es una ciudad collage que recuerda a todas la ciudades, es una Bogotá
con mar, con malecones, con algo de New York, con algo de Buenos Aires, es decir, es una ciu-
dad sin identidad, es una ciudad que es todas las ciudades “El modelo de la ciudad posmoderna
no es racional, sino mítico u onírico: es el lugar del ocio, de las posibilidades” (Lozano: 2007, 16).

Todos estos personajes se dedican a vagabundear de calle en calle, todos recorren la Avenida
Blanchot, se la pasan de bar en bar, van a los parques. La ciudad se presenta como un lugar
lleno de sitios infinitos, interpolando o sobreimponiendo espacios excluyentes. Hay rupturas
espaciales, introducción de áreas desconocidas dentro de lugares familiares, como el hecho
de ponerle mar a Bogotá, generándose un tercer espacio desorientador. El espacio en Opio en
las nubes es el de una ciudad descentrada y fraccionada, un espacio laberintico, espacios para
el consumo y para el deseo: bares, hipódromos, parques, cafés, etc. Estos sitios los definimos
como No-lugares, determinados por Marc Augè como “los espacios de la circulación, de la in-
comunicación o del consumo en los que coexisten las soledades sin que creen ningún vinculo
social ni tan siquiera emoción social” (Auge: 2001, 90).

Los No-lugares son sitios públicos, generalmente el metro, el bus, los parques, centros comer-
ciales, bares y restaurantes. Sitios de lo múltiple y lo heterogéneo, contienen infinitos mundos
que son excluyentes, que se construyen y deconstruyen a la vez, de mundos yuxtapuestos, de
discontinuidades, lugares del descentramiento, sin fronteras espaciales.

Los hombres posmodernos pasan grandes partes de su tiempo como nómadas dentro de su
propia ciudad, recorriendo avenidas, centros comerciales y parques, desplazándose en vehí-
culos públicos, rodeados de cientos de personas y solos en medio de la multitud. Dice Cruz
Kronfly “Pero en ese espacio que constituye al nuevo nómada urbano, la intimidad privada
no se extingue sino que por el contrario se acrecienta. Eso explica la soledad en medio de la
multitud” (Cruz: 1996, 8). Los personajes de la novela se mueven por espacios ambiguos como
el bus, los tejados, los malecones, el bar, las calles y avenidas, el hipódromo, el parque, entre
otros lugares públicos, lugares de todos y de nadie:

“El 34ª Meissen llega a la 45 y realmente era una pecera llena de peces alucinados,
ebrios, vueltos mierda, que atravesaban las olas negras de la cuidad en medio de ese
La ciudad de los sujetos liminales: Una aproximación a la novela Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo 49

bus y entonces el conductor dijo mierda por favor el caballero córrase al fondo del bus que
está vacío y el caballero le respondió que dejara la guevonada, que estaba mareado, que
tenía ganas de vomitar, que el bus era un servicio público y que él iba a hacer público su
vomito…” (Chaparro: 2002,163).

El sujeto posmoderno está imbricado entre lo público y lo privado, la noción de lo privado dejó
de ser real, todos son sujetos visibles, todos los lugares se vuelven públicos. En Opio en la
nubes Amarilla hace el amor en los bares igual que Marciana, Daisy vende su cuerpo en las
esquinas de las calles, es decir, la vida privada de los personajes es expuesta en público. Pink
Tomate al andar por los tejados puede observar lo que sucede en la intimidad de las casas, es
un voyerista que le cuenta al lector lo que ve “el lector entiende entonces que la ciudad es el
espacio público donde lo privado se convierte en espectáculo para el transeúnte un poco “vo-
yerista” que, a la vez que sujeto de la observación, se convierte también en observado” (Cruz:
1996, 10). Todos viven la vida de la ciudad, ciudad que parece ser todas las ciudades, una
ciudad laberinto, fragmentada, una ciudad posmoderna. “en realidad un gato no vive su propia
vida. Un gato vive la lógica de la ciudad” (Chaparro: 2002,153).

Los No-lugares se convierten en espacios de tránsito, los cuales no se les significa, pues en
ellos sólo se trascurre, se vive el instante, no se perdura, en ellos se diluye lo inmediato y no
son símbolo para el individuo. Son espacios de ausencia, de inexistencia, de desplazamiento
entre un lugar a otro, “un espacio donde no puede leerse, ni identidades ni relaciones, ni his-
torias… se caracteriza por la instantaneidad y la ubicuidad” (Auge: 2001, 21). De ahí que los
sujetos de Opio en las nubes están alejados del poder, son marginales, no tienen proyectos,
son anónimos en una ciudad anónima. Los No-lugares son entonces lugares liminales, lugares
indeterminados, lugares que generan a la vez, sujetos indeterminados, sujetos liminales.

En gran medida el estado de liminalidad en el que se encuentran los personajes de Opio en las
nubes tiene ver con la profunda crisis en la que vive el hombre contemporáneo. La modernidad,
que tenía una concepción lineal, centralizada y optimista de la historia, cuyas tres máximas,
ciencia, moral, y arte; y su pilar central: la razón, de mano con la tecnología y el capitalismo sal-
vaje, sucumbieron ante sus dos hijos bastardos: La I guerra mundial (1914-1918) y la II guerra
mundial (1939-1945). Estos conflictos trajeron una profunda crisis en el ser humano del siglo
XX, llevándolo a experimentar recónditas crisis existenciales, pesimismo, ateísmo, y abrieron
la posibilidad de entrar en un nuevo orden (o desorden), la Posmodernidad. “La ciudad hoy en
día, en el inicio del siglo XXI, es más posmoderna que nunca, y el sujeto que la habita posee
una nueva sensibilidad: ha perdido las antiguas seguridades del sujeto de la modernidad”
(Lozano: 2007, 18). Las bombas de Hiroshima y Nagasaki y los bombardeos por toda Europa
son recordados en Opio en las nubes. La ciudad está siendo objeto de un bombardeo y ha
quedado destruida, y con su destrucción ha quedado también sepultado el proyecto moderno.
“Nuestra conversación a veces era interrumpida por la sirena y por el ruido de los peces negros
que continuaban volando sobre la ciudad dejando caer bombas.” (Chaparro: 2002, 170-171).
Uno de los bares descrito por Pink Tomate en el capítulo titulado “La sucia mañana del lunes”
se llama “El Acuario Nuclear”. En este bar hay shows de mujeres desnudas y en el mes de
agosto se celebra una fiesta en conmemoración a la primera bomba atómica. Una de las pros-
titutas se viste de piloto y se hace llamar Enola, como el avión que lanzó la bomba. En su show
suenan aviones, y ella, mientras danza, saca un taco de dinamita y lo lanza a las mesas y el
bar vuela en mil pedazos “y desde ese día ningún hombre pudo obtener una erección durante
algún tiempo mientras reconstruyeron el bar, que cosa tan seria.” (Chaparro: 2002, 97).
50 Albeiro Arias

El absurdo, la paranoia, el desencanto, hacen que estos sujetos no se ubiquen en ninguna parte,
de ahí la entrada en un estado posmoderno, en donde prima el individualismo, la oposición a
la racionalidad, el hedonismo, el culto al cuerpo, la búsqueda de placer, la falta de compromiso
social, y por supuesto, el vacío, un no hallarse en ninguna parte, un ni siquiera buscar algo, el
hastió, la soledad. Dice Pinnk Tomate “Voy a hablar en presente porque para nosotros los gatos
no existe el pasado. O bueno, sí existe, lo que pasa es que lo ignoramos. En cuanto al futuro nos
parece que es pura y física mierda. Sólo existe el presente y punto.” (Chaparro: 2002, 9).

El apocalipsis es un momento que se ubica entre dejar una época pasada llena de dolor y
precariedad (fin del mundo) y la posible entrada a una nueva era de vida eterna. El autor del
apocalipsis interpretó el empeoramiento de las condiciones de vida de los cristianos durante
el imperio Dominiciano como una época propicia para alentarlos a resistir durante la crisis
final, gracias a la esperanza de que una nueva era llegaría. La destrucción de la ciudad en la
novela Opio en las nubes tiene implicaciones apocalípticas, es la destrucción de un pasado,
la pérdida de toda esperanza, pero también pareciera, al igual que en el último libro del Nuevo
Testamento, que es una revelación del futuro que nos espera: la muerte total, la destrucción, el
caos, pero también como sucede con todo sujeto liminal, se abre la posibilidad de iniciar una
nueva etapa, el comienzo de una nueva era; sin embargo, tras la destrucción de la ciudad,
los personajes muestran que, definitivamente para ellos, no queda ninguna esperanza. Están
condenados a la liminalidad. “Ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progre-
so, la gente quiere vivir en seguida, aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre
nuevo” (Lipovetsky: 1983, 9). Todos parecen estar condenados irremediablemente al vacío, no
es gratuito que algunos personajes terminan suicidándose en las aguas del mar o recluidos en
los manicomios. Ninguno encuentra la felicidad, ninguno llega a conocer el paraíso.

Los sujetos de Opio en las nubes viven en la soledad, en el desarraigo, son seres incomunica-
dos, que bordean entre la realidad y la locura. A todos los une, en diversos grados, la frustra-
ción, la esquizofrenia y un profundo desencanto por la vida. La incomunicación se ve reflejada
en la dificultad para entablar relaciones duraderas, estables, cohesionadas. A los personajes
les cuesta amar. Las relaciones son cortas, no hay cadenas que los unan, un día están y al
otro día no. Tienen una pareja y de un momento a otro se abandonan, sin quejas, sin recla-
mos: “con ese aroma de chúpame las tetas y te vi perro para siempre otra vez será. Mierda,
siempre es así” (Chaparro: 2002, 65). Son seres incomunicados que no tienen la capacidad de
emprender relaciones fijas, estables, y no pueden lograrlo por su mismo estado liminal, por su
misma incapacidad de definición.

Al no lograr relacionarse con sus semejantes, Gary y Max buscan compañía en las palomas,
Amariila en su gato Pink Tomate y Job en el gato Lerner, Daisy en Dick, el elefante del zoo-
lógico, Alain en su perra Marta. Estos sujetos tienen un animal que les resulta especialmente
cercano. “En todo caso Pink Tomate se había escapado desde hacía una semana y no había
aparecido y para Amarilla eso era fatal. Pink Tomate era su única compañía.” (Chaparro: 2002,
49). Es como si fuera, para ellos, más fácil entablar relaciones afectivas con sus mascotas que
con otra persona. Esto hace que nunca obtengan satisfacción. “…luego cada cual se sumerge
en su pequeña isla en su pequeño olor particular y se concentra en sus sudores en sus miedos
en esos aromas que viene de los más profundo de los pantalones de los zapatos de los ojos
es una especie de pecueca del alma…” (Chaparro: 2002, 83).

Son personajes sin entorno familiar. Los pocos recuerdos que tienen de sus progenitores están
signados por cierto grado de resentimiento, son vistos como figuras autoritarias. La familia es
La ciudad de los sujetos liminales: Una aproximación a la novela Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo 51

un entorno del que hay que escapar. Generalmente son representadas en la figura materna.
En el caso de Daisy es su madre quien trata de “enderezarlo” y de “definirlo”. Ella representa
ciertos valores del pasado, ella es quien lo bautiza, le da consejos, etc. Otra figura materna es
la madre de Max, conocida como la Pielroja, quien paga una condena por matar a su esposo,
cuando estaba embarazada. Esto hace que Max nazca en prisión y pase gran parte de su exis-
tencia como un preso, cuando él jamás cometió ningún delito. Esta es una metáfora de cómo
el ser humano nace determinado por la sociedad en la que vive. El destino está prefijado, la
familia está prefijada. La sociedad es algo opresivo que decide sobre lo que vamos a hacer y lo
que seremos. Max nunca tiene una vida propia porque nació en una estructura prefijada. Esto
conlleva a querer romper de una vez con esas estructuras, de no querer hacer parte de ellas.
Esa incapacidad de relacionarse con la sociedad lleva a los personajes de Opio en la nubes a
deambular por las calles de la ciudad sin ningún rumbo.

A todos los sujetos de Opio en la nubes los aflige algún grado de locura, de ahí que sufran
alteraciones del pensamiento que se traducen en la incapacidad para establecer conexiones
lógicas, o en la aparición de delirios. Sufren de alucinaciones, su percepción ha sido alterada,
razón por la cual, sus reacciones emocionales son frías o inapropiadas. Hay una incapacidad
de relacionarse establemente con los otros. Las emociones se muestran incoherentes y frag-
mentadas, hay una pérdida de sentido del mundo, paranoia espacio-temporal, no hay relación
coherente entre cuerpo y mente. A pesar de las diversas focalizaciones el mundo siempre se
ve igual. Se puede evidenciar la psicología de los personajes, su desencanto por la vida. Uno
de los capítulos más reveladores sobre el aspecto psicológico de los personajes es “Una am-
bulancia con whisky”. En donde Sven, cercano a la muerte, delira como producto de las drogas
y del alcohol, sin preocuparse en ningún momento por su destino. “En la ambulancia me sentí
como un muñeco de trapo. Un muñeco de trapo abaleado por las luces de la sirena, el mareo,
la noche y el olor a sangre, tenía ganas de cagar diamantes. Cerré los ojos y de pronto me
sentí como un árbol atravesado por cuchillos blancos”. (Chaparro: 2002, 20). La información
que el lector recibe siempre está mediatizada por el narrador pero al mismo tiempo ampliada
por las percepciones de los otros narradores. Un aspecto interesante es que a pesar de que se
esté describiendo o narrando sobre algún personaje, nunca se está ahondando en su psicolo-
gía sino en la psicología misma de quien narra. Todo es subjetivo y está interiorizado. Filtrado
a través de la percepción del narrador. Hay cierto extrañamiento o percepción infantil ante el
mundo, la realidad es percibida como algo extraña pero cotidiana. Divagan en un hiperrealismo
presente que los sume en el desconcierto y deja entrever la ausencia de anclajes con la reali-
dad en la que viven, por eso, ellos tratan de aferrarse a nuevas realidades. Gary, por ejemplo,
cree firmemente que la felicidad está en otra parte, en otra realidad. Él sueña con reencarnar
como un pastor de cabras en Zimbawe. Gary no encuentra la satisfacción en esta realidad, por
eso, su ultima petición antes de ser ejecutado en la silla eléctrica, fue que le colocaran I Can`t
Get No Satisfaction.

Son seres que viven en la superficie, tienen una existencia falsa. Al no poder entablar re-
laciones afectivas recurren a los llamados “paraísos artificiales” que provee la sociedad de
consumo como son el sexo, el alcohol, las drogas, el cine y la música, tratando de llenar los
profundos vacíos que tienen: “Desde que te vi quedé envenenado, Harlem. Eres como esa
canción, Wild Thing, de Hendrix. Tenias la misma lógica de la heroína, me produjiste el mismo
efecto porque te vi y me dieron ganas de inyectar tu nombre en mis venas…” (Chaparro: 2002,
89). Los sujetos de Opio en las nubes viven en el simulacro “…ya no hay diferencia entre la
realidad y la ficción, entre verdad y mentira, todo ello pertenece a un mismo ámbito en el que
lo real no existe, sustituido por el simulacro, vida falsa pero vida, en cualquier caso” (Lozano:
52 Albeiro Arias

2007, 14). Su felicidad la alcanzan en las pequeñas cosas, tal vez una cerveza, drogas o sim-
plemente una revista de porno: “…poco a poco la casa de madera se fue llenando de revistas
suecas que Leonid fue clasificando por cucas color de pelo y tamaño de senos al mes ya nos
sabíamos muy bien la lección a Helga la Ardiente Bestia de las Nieves la inspeccionábamos
en la mañanas era curioso pero sus enormes senos parecían algo de otro mundo” (Chaparro:
2002, 80). Estos “paraísos artificiales” los sacan de su cotidianidad, los aleja del mundo real,
les permite entrar en otras dimensiones. Ubicados en el campo del hedonismo, rinden culto al
placer físico, al placer sexual.

Ante la destrucción de las grandes utopías, ante el desencanto por la sociedad, el sujeto liminal
se rige por su propia sobrevivencia, no aspira a empresas colectivas. Su vida es una empresa
mortal contra cada día. La vida se convierte en el juego del vivir, no se toman la vida en serio
sino como un juego en el que hay que disfrutar de cada partida.

Estos personajes han perdido su sentido del yo y de la realidad. No se refugian en el pasado


ni ven posibilidades en el futuro, pues han perdido todas las utopías, por eso, asumen el pre-
sente como un todo: “vivir en un presente perpetuo con el que los diversos momentos de su
pasado tiene escasa conexión y para el que no hay ningún futuro concebible en el horizonte”
(Jameson: 1998, 177). Para Lozano dado que lo esquizofrénico no tiene identidad personal,
carece de también de proyecto, puesto que este implica una continuidad a lo largo del tiempo,
lo que le hace vivir arrojado a un presente que se experimenta como irrealidad, como pérdida
del sentido: perdido el significado, el significante se convierte en imagen” (Lozano: 2007,101).

El sujeto racional de la modernidad, alienado y sumido en la angustia de ser-para-la-muerte,


ha sido reemplazado por un sujeto posmoderno descentrado, caótico, disperso y fragmen-
tado; imagen del laberinto, del no pertenecer a ninguna parte, sujeto liminal. Un sujeto que
elige libremente su propia destrucción, metáfora del mundo que habita, un mundo sin sentido.
Por eso, los personajes que deambulan por la ciudad de Opio en las nubes son planos, sin
evolución, no son contradictorios, no defienden ninguna moral, no tienen ideales, son indeter-
minados, de ahí que la novela no tenga protagonistas. No hay buenos ni malos. No buscan
ningún objeto del deseo porque no desean nada; para ellos no existen las utopías. Viven en
la soledad, están acompañados pero se desconocen entre sí. Adolecen de familia, de pareja
estable, deambulan por las calles de la Avenida Blanchot, por los malecones, por el bar la
Gallina Punk, por el café Nirvana; recorren y se dejan llevar por el espacio público, espacio de
los No-Lugares, espacios-movimiento, sitios que se constituyen en su territorio, que no tienen
límites ni marcas.

Para concluir, los sujetos de Opio en las nubes son liminales, viven al bordo del abismo, entre
el suspenso de la caída y el terreno arenoso que se desintegra a sus pies. Sus formas de inte-
racción social son inversas a las estructuras reconocidas. Las relaciones entre iguales se dan
espontáneamente, sin legislación y sin subordinación a relaciones de parentesco o de cual-
quier tipo de jerarquía. Viven en el desencanto, en el desarraigo, son seres incomunicados,
que bordean entre la realidad y la locura. El rechazo a la realidad lo llenan con mundos falsos,
paraísos artificiales como las drogas o el alcohol; mundos oníricos, fantásticos, psicodélicos y
surreales que les permite escapar de cualquier estructura social y los condena en los terrenos
de la liminalidad, de donde ya nunca podrán salir.

Ibagué, ciudad de los Ocobos, junio de 2010.


La ciudad de los sujetos liminales: Una aproximación a la novela Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo 53

Bibliografía

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Van Gennep, Arnold. Los ritos de paso. Madrid: Taurus, 1986. (1909).
54

El rol de la mujer en los contratos sociales


Por: María Mercedes Jaramillo*
Fitchburg State University

Ya a los doce años Lina se decía que si en lugar de Eva, tía Eloísa hubiese
estado en el Edén, las cosas habrían pasado de otro modo. Por lo pronto habría convencido
a Adán de que dijese lo que dijera el iracundo Dios del Génesis, su sexualidad era un
descubrimiento fabuloso y más valía vivirla en el placer que maldecirla en la vergüenza.
Le habría explicado como surgir del blanco vacío de la nada para caer en la oscura nada de
la muerte no remitía a ningún castigo divino sino a las leyes de la materia orgánica; que toda
medida tomada contra de la mujer iba a volverse pérfidamente contra él mismo, quien como
Hesiodo la llamara maldición, ruina de los hombres, crueldad de deseos
y nostalgias pasaría sus días en un limbo de tristeza y frío.
(En diciembre llegaban las brisas, 1987, 96)

Antonio Gramsci en “Philosophy, Common Sense, Language and Folklore” veía la ne-
cesidad de analizar las estructuras rutinarias de la vida diaria y los valores del sentido común
(folclor) para tratar de localizar los mecanismos de la dominación; pues muchas de estas con-
cepciones se absorben en forma pasiva o vienen del pasado y son aceptadas y practicadas sin
ningún reparo crítico porque se asumen como naturales e incambiables (The Antonio Gramsci
Reader. Selected Writings 1916-1953, 421). Muchos de estos valores se implementan a tra-
vés de las actitudes familiares, la educación, la religión y los medios. Gramsci, reconoció con
razón, que el arma más efectiva de las elites hegemónicas es su punto de vista expandido en

* María Mercedes Jaramillo. Maestría y el doctorado en Español y Literatura Latinoamericana en Syracuse


University. Trabaja en el Departamento de Humanidades de Fitchburg State College desde 1986. Ha ganado
los dos premios que otorga esta institución a los profesores: Faculty Scholarship and Research Award como la
mejor investigadora del año en 2008 y Vincent Mara Award en 2001 como la mejor profesora del año. Es la
presidenta de La Asociación de Colombianistas (2009-2013). Con Ángela Robledo y Betty Osorio, obtuvo
una beca de creación de Colcultura, para la escritura de Narrativa y cultura colombiana del siglo xx, publicado
por el Ministerio de Cultura en 2000. Es autora de El Nuevo Teatro colombiano: arte y política (1992) y coau-
tora, con Ángela Robledo y Flor Rodríguez, de ¿Y las mujeres? Ensayos sobre literatura colombiana (1991). Es
editora de Antología de teatro latinoamericano para niños (2002) y coeditora con Juanamaría Cordones Cook
de Más allá del héroe: Antología crítica de teatro biográfico hispanoamericano 2008, de Mujeres en las tablas:
Antología crítica de teatro biográfico hispanoamericano (2005) y con Betty Osorio y Ariel Castillo de Viaje
al ayer: Poesía y prosa de Meira Delmar (2003), con Betty Osorio y de Poemas y cantares (poesía de Enrique
Buenaventura 2003), con Mario Yepes de Antología crítica del teatro breve hispanoamericano (1997), con
Betty Osorio de Las desobedientes: mujeres de “Nuestra América” (1997), con Ángela Robledo y Betty Osorio
de Literatura y diferencia: Escritoras colombianas del siglo xx (1995) y con Nora Eidelberg de Voces en escena:
Antología de dramaturgas latinoamericanas (1991). Además, ha escrito ensayos para en revistas especializadas
y ha participado en conferencias sobre literatura colombiana en congresos de literatura en América Latina,
Europa y Los estados Unidos. Prepara un volumen sobre biografías de mujeres afro-latinas con Lucía Ortiz:
Herederas del Muntú.
El rol de la mujer en los contratos sociales 55

todos los sectores y las estructuras sociales que lo hace imperceptible y por lo tanto natural.
Falacias que han hecho posible el control y discriminación de la mujer y de las minorías en la
sociedad patriarcal en general.

Uno de los logros de la novela de Marvel Moreno, En diciembre llegaban las brisas, es que
desmonta el discurso hegemónico, a través de una compleja y trabajada estructura narrativa,
de unos personajes sólidamente desarrollados, de la interrelación entre las diferentes clases
sociales y de las relaciones de pareja. Esta novela está organizada en forma de una trilogía
donde se narran tres historias femeninas encadenadas por la voz narrativa de Lina Insignares;
cada historia se remonta a dos generaciones anteriores que ubica a los personajes en un pre-
sente narrativo, y recrea la evolución familiar y social de los personajes. Podemos, entonces,
relacionar causas y efectos de los conflictos sociales y reconocer las actitudes culturales que
se transmiten de generación en generación. Los personajes del texto crean un rico mosaico
que recogen no sólo la variopinta sociedad barranquillera sino también sus vicios y virtudes
como sus miserias y opulencia, recreada dentro de un microcosmos regido por un sistema de
“apartheid social” que separa a la elite y al pueblo, a blancos y a negros y, en última instancia,
a hombres y a mujeres. El invisible pero intransigente código de valores que rige lo social
y que es legitimado como “señorial” es “el punto de vista expandido” que le ha permitido a
la llamada “gente bien” regular las relaciones humanas, distribuir roles, implantar actitudes,
otorgar derechos e imponer deberes. Y es precisamente la sexualidad una de las conductas
más codificadas en el sistema patriarcal y racista que describe Marvel Moreno. El acceso y los
obstáculos a las relaciones sexuales y la censura de la sexualidad están determinados por tres
condiciones que marcan la interacción social: clase, raza y género.

Según Gramsci en “Intellectuals and Education”, la asimilación de los valores hegemónicos no


se hace voluntariamente ya que “el consentimiento espontáneo” y “el control consensual” se
van implementando a través de la cultura y de los valores establecidos. Así, la novela señala
como las estrictas reglas sociales, los consejos de las madres y de las monjas en la escuela
y las costumbres de las familias del Prado influyen directamente en el imaginario, y moldean
la conducta individual de acuerdo a esas normas sociales asimiladas en la diaria convivencia;
para generar lo que Gramsci designaba como “estructuras para la vida diaria” y “valores de
sentido común”, que no son tan simétricos o imparciales, como parecen. “Pues el consenti-
miento ‘espontáneo’ dado por las grandes masas de la población a la dirección general im-
puesta en la vida social por el grupo fundamentalmente dominante, es ‘históricamente’ causa-
do por el prestigio (y consecuente confianza) que el grupo dominante goza por su posición y
función en el mundo de la producción” (306-307)1.

Las jóvenes protagonistas de la novela de Marvel Moreno, a pesar de su posición social pri-
vilegiada y de su escaso contacto con el mundo exterior, ya han asumido los valores y las
convenciones del medio social excluyente y patriarcal, y colaboran sin percatarse en su propia
opresión. Al leer entre líneas e intersticios podemos conectar causas y efectos y completar los
vacíos y silencios del relato; con esta lectura sintomática propuesta por Pierre Macherey, se
pueden descubrir las contradicciones que son inherentes en la ideología dominante.

La pasividad o la actividad sexual ha convertido a las mujeres en objetos sexuales de inter-


cambio o de promoción social. Vemos como el ascenso social, las alianzas económicas entre

1
Las traducciones del inglés son mías.
56 María Mercedes Jaramillo

familias, la conquista de un nuevo territorio, el arraigo del extranjero, la afirmación social, el


pacto entre contrarios se realiza con el trueque de mujeres. Las que logran escapar al orden
social que determina y condiciona su quehacer existencial se convierten en un mal ejemplo
que hay que destruir y silenciar o en su defecto expulsar. La conducta de las protagonistas de
Marvel Moreno está marcada por la mayor o menor aceptación de este tácito pero rígido pacto
social. La raza y la clase son las variables que colocan a los personajes en los diferentes polos
del poder que abre o cierra las puertas de los espacios exclusivos o que hace accesibles/ o
inaccesibles las mujeres, el prestigio, el ascenso. Klaus Theweleit en su libro Male Fantasies:
Women, Floods, Bodies, History (1987), analiza las relaciones entre hombres y mujeres de
acuerdo a su clase social y a la ideología política imperante del momento (fascismo versus
comunismo):

[P]ara los hombres del grupo dominante, todas las mujeres aparecen como prostitutas.
El abordaje de estos hombres es como expertos de burdel o seductores, que reclaman
su derecho de acceso a las mujeres de la clase baja, ellos no tienen ninguna obligación
hacia estas “putas”. Ellos vienen a comprar, a saquear, o a ofrecer patrocinio. Al mismo
tiempo, ofrecen en subasta a sus esposas e hijas como vírgenes de clase alta (o al me-
nos como mercancía “casi nueva”) a los hombres de la clase baja, aparecen, entonces,
con el disfraz del proxeneta. El himen de la mujer es una mercancía social, la barrera
final que obstruye la entrada del arribista social a la clase alta o a los estratos altos de la
sociedad. La mujer en sí misma es, a la vez, virgen y prostituta: virgen para el comprador,
prostituta para el vendedor. Así que el joven aspirante ve a la esposa de su jefe como
una virgen, pero su propia esposa la ve como una prostituta. Ambos tienen razón, para
el joven, ella es una pieza del territorio virgen del todavía inalcanzable estrato o clase
social; para su esposa, ella es una mujer rica, que, porque no tiene que trabajar, está
libre para volverse una prostituta de la clase alta, que trabaja por medio de su sexualidad,
para instalar la carencia como una experiencia cotidiana entre los estratos bajos. No
todas las transacciones sexuales que son posibles, o requeridas, dentro del sistema son
llevadas a cabo. Por el contrario, existe un canon de reglas que precisamente, previene
que esto suceda: el código de la decencia social. Aún más, este código es lo que hace
que todo el sistema tenga éxito. Fijar los deseos dentro de los parámetros del código
–asegurar la esposa del jefe como un objeto de deseo en las fantasías masturbadoras
de los hombres, o como una amenaza en los temores de sus esposas– es suficiente para
asegurar la ausencia de la rebelión, una ausencia que es luego afirmada por el fracaso
de la realización de esos deseos y por la disipación de esos temores2.

2
Thus to the men of the ruling group, all women appear as prostitutes. These men approach as brothel-goers
or seducers, claiming their right of access to women of the lower classes; they have no obligation whatever
toward these “whores”. They come to buy, to plunder, or to offer patronage. At the same time, they offer
up their own wives and daughters for auction as high-class virgins (or at least as “nearly new” commodities);
toward lower class men, then, they appear in the guise of the pimp. The woman’s hymen is a social commo-
dity, the final barrier obstructing the entry of a male social climber into a higher stratum. The woman herself
is both virgin and prostitute: virgin for the buyer and prostitute for the seller. Thus the rising young hopeful
sees the boss’s wife as a virgin, but his own wife sees her as a prostitute. Both are correct: to the young man,
she is a piece of virgin territory from an as yet unattained class or stratum; to his wife, she is a rich woman
who, because she doesn’t have to work , is free to become a high-class prostitute, to work then through her
sexuality, to install lack as an everyday experience among the lower order. Not all of the sexual transaction
that are possible, or required, within the system are necessarily implemented. On the contrary, a canon of
rules exists precisely to prevent this from happening: the code of social decency. Yet, this code is what makes
El rol de la mujer en los contratos sociales 57

Esta compleja red de transacciones de deseos y temores entre las clases sociales, este inter-
cambio de imágenes y de valores, responde a un código de actitudes que facilita la reproduc-
ción del status quo y la asimilación y aceptación del destino individual; lo que Gramsci llama “el
consentimiento espontáneo” y “el control consensual”. Todo infractor/a es duramente castigado
o destruido como lo muestra Marvel Moreno en sus personajes femeninos esencialmente –sin
excluir de las reglas del juego a los otros, ya que sería una posición maniquea y reduccionista3.

Algunas mujeres logran evadir las expectativas familiares y las convenciones sociales, son
escasos ejemplos que crean el contrapunto indispensable al mal social: como Adela Portal
y Saavedra fundadora de la familia de Lina Insignares, quien llegó a Cartagena a dirigir la
plantación de su tercer marido. Las mujeres de este clan rechazaban de forma instintiva toda
forma de control o autoridad, tendían a dar a luz a mujeres y enviudaban jóvenes; porque se
casaban con dos clases de individuos: “opuestos entre sí, pero esencialmente idénticos, al
menos dominados por la misma obsesión de destruirse, los melancólicos que se dejaban morir
enervados de tristeza, y los turbulentos que se pasaban la vida tratando de hacerse matar has-
ta conseguirlo” (En diciembre llegaban las brisas, 143). La independencia femenina surge de
forma natural ante la temprana desaparición de los varones de la familia, y las mujeres asumen
el dominio de los bienes, la educación de las hijas sin aparente dificultad o menoscabo de la
fortuna familiar por la falta de experiencia en la esfera pública; esta peculiar situación se ha
repetido durante quinientos años.

En el presente narrativo vemos a Lina rodeada de su abuela Jimena y de sus tías Eloísa e
Irene, mujeres independientes, tolerantes y solidarias; las tres son como hadas madrinas que
guían a Lina por el laberinto de la adolescencia y en el despertar de la sexualidad, con ellas
aprende Lina a reconocer las debilidades humanas y a observar y escuchar a los otros. Ji-
mena, la vidente, le enseña a su nieta a analizar con precisión los tejemanejes sociales y las
veleidades cotidianas, adivinando muchas veces el porvenir con su atenta mirada al presente.
Eloísa, la intelectual feminista, con sus subversivas ideas y sus libros informa a Lina sobre los
derechos femeninos y los desaciertos masculinos; ella le muestra la posibilidad de un mundo
más democrático, más acorde a los deseos y a las pasiones humanas. Irene, la artista mís-
tica, quien vive alejada del barullo social y dedicada a la música, le insinúa la combinación
de los símbolos, la lógica de los sueños, las posibilidades de intelecto. La torre del italiano
es un microcosmos armónico, poblado de pinturas con imágenes sugerentes, que excitan la
imaginación de Lina; allí, los seres humanos conviven con los animales y las plantas. Lugar
edénico donde se puede sentir el placer exquisito de escuchar con una selecta audiencia la

the whole system successful. Fixing desires within channels of the code –anchoring the boss’s wife as object
of desire in the masturbation fantasies of men, or as threat in the fears of their wives– is enough to ensure the
absence of revolt, an absence that is further assured by the failure of those desires to reach fulfillment and of
those fears to be dissipated (372). La traducción al español es mía.
3
Como Tomasa, la nana mulata, quien aspira a casarse con Eduardo, hijo de sus patrones, pero su atrevido
sueño la hunde en la locura y la miseria, cuando el padre de Eduardo reestablece “el orden” al entregarla a los
peones de su hacienda; Tomasa termina sus días como una mendiga maloliente y andrajosa de cuya belleza
y pulcritud no queda nada (“Ciruelas para Tomasa” 1980). El caso opuesto es el de Laura de Urueta, quien
descubre el amor y la plenitud con un payaso de circo que además es extranjero; primero, la madre, luego, la
sociedad y finalmente, el marido se encargaran de encarrilarla en su vida de “señora bien”. Laura espera que
al menos su hija escape al destino trazado de antemano para ella, pero al verla reproduciendo los valores y
expectativas sociales, acaba de hundirse en la depresión, y el suicidio es la única puerta que logra abrir (“Algo
tan feo en la vida de una señora bien” 1980).
58 María Mercedes Jaramillo

sinfonía –con la cual la tía Irene se despide de la vida– para sólo interpretarla una vez y luego
destruirla. Acto que le enseña a Lina lo efímero de nuestros afanes, y sobre todo, a gozar de
un momento único e irrepetible. Jimena, Eloísa e Irene son los puntos de referencia de Lina
cuando recoge la experiencia vital de Dora, Catalina y Beatriz; la sabiduría de sus mayores la
ayuda a comprender los conflictos propios y los de sus tres amigas.

Al crear un universo eminentemente opuesto al modelo social imperante se establecen una


serie de relaciones intertextuales que permiten la descripción del medio social a través de la
diferencia. Pues, es a través de la mirada y de la voz de Lina que nos acercamos a ese medio
de mujeres reprimidas, sometidas y frígidas. Las miserias conyugales de Dora, Catalina y Bea-
triz ilustran también otros quinientos años de las relaciones humanas surgidas en tierras de
conquista, colonia y esclavitud, donde los valores sociales son atravesados por los prejuicios
raciales y por valores de género. Así, la posición de la mujer en la sociedad depende de su cla-
se y de su raza y de los atributos asociados a su sexo. La neurosis, la frigidez, el misoginismo,
la homofobia, el sadomasoquismo son algunos de los síntomas de las deformadas relaciones
humanas que distorsionan las relaciones de pareja. La asimetría de deberes y derechos se ve
reflejada en el desmesurado valor dado a la virginidad y a la castidad; y la doble moral frente
a la fidelidad o la prostitución.

Los desafueros de la castidad y la importancia de la virginidad son recreados con la historia


de la familia de Dora. Esta distinguida pero arruinada familia seguía ejerciendo una influencia
social basada en la nobleza de sus apellidos: del Valle Álvarez de la Vega y en la virginidad
de sus mujeres. La madre de Dora, Eulalia de la Vega, se había casado con un médico de
provincia que la utilizó como medio de ascenso social y llave que le abriría las puertas del
Country Club y del Prado, barrio donde vivían los notables de la ciudad. Juan Palos Pérez “se
había casado con una solterona de buena familia arreglándole la vida a ella y a su madre. En
otras palabras, se había limitado a seguir las reglas de un juego cuyo origen y finalidad proba-
blemente desconocía, y su interés por las sirvientas correspondía a una dicotomía asociada al
mismo juego y sobre la cual tampoco a lo mejor se había preguntado nunca nada. De arribistas
como él estaba llena la ciudad” (En diciembre llegaban las brisas, 26). El hostigamiento sexual
del servicio doméstico por parte de los varones de la familia es factible en una sociedad que
divide a las mujeres entre vírgenes y prostitutas, en objetos de uso y de intercambio. El doctor
Palos al abusar de sus empleadas domésticas humilla a su esposa. Su conducta de macho se
refuerza con el acceso a las mujeres de la clase baja; y a la vez, enfrenta a las mujeres al divi-
dirlas no sólo por su clase sino por su accesibilidad sexual. Doña Eulalia entonces “soluciona
el problema” contratando sólo mujeres feas, viejas y andrajosas y desplaza la responsabilidad
del hecho del agresor a la víctima. La castidad forzada de doña Eulalia la hace odiar al marido
y desconfiar de todos los hombres. Esta desconfianza y resentimiento marcan su visión del
mundo y de la sexualidad.

La madre de doña Eulalia, por su parte, había sido entregada en matrimonio a un hombre que
se flagelaba para dominar su carne, un samario de mirada “enlutada” a quien aborreció desde
la primera noche de bodas, en que rompiendo el pacto familiar decidió ejercer sus derechos
de marido cuando ella sólo contaba con escasos 12 años. La frustración sexual, el odio y la
desconfianza al hombre son el resultado de tales experiencias conyugales; a tal extremo llegó
la aversión al hombre que la abuela de Dora hizo decapitar a todos los animales machos que
estaban en su casa, el rosario lo rezaba sin el Padrenuestro, Jesús era una vaga imagen, y la
figura central de este peculiar culto era la Virgen. Es este medio familiar represivo donde crece
Dora lo que la convierte en una víctima fácil. La desinformación sobre una conducta sexual
El rol de la mujer en los contratos sociales 59

normal y la manipulación de que es objeto, hacen de ella un ser sin voluntad y sin armas para
defenderse. Su actitud natural ante la sexualidad es duramente castigada por los seres más
cercanos a ella: la madre, el amante y el marido. Cada uno levanta barreras infranqueables
para Dora. La madre le destruye el respeto a sí misma con su continuo asedio y desconfianza.
El amante le cierra los espacios de la elite como el Country Club, la fiesta de presentación en
sociedad y su trabajo en la oficina; la pérdida de la virginidad la hace indigna de estar en los
mismos lugares que la familia Larosca4. Sin embargo, la infidelidad masculina y la seducción
de una menor no son faltas que deterioren el prestigio social de Andrés Larosca, quien se
siente en su derecho de insultar a su ex-amante. Dora asume su culpabilidad, su rol de “mujer
mala”, es incapaz de analizar la retorcida mentalidad del hombre que la sedujo o cuestionar el
patológico discurso de su madre; no tiene la información que le permita defenderse y aceptar
su sexualidad como una respuesta normal de una mujer joven. Finalmente, Benito Suárez en
su papel de marido se adueña del cuerpo de Dora y empieza un proceso de apropiación y de
mutilación corporal y sicológica hasta dejarla reducida en una criatura frígida y alelada, privada
de su sensualidad y de su libertad personal.

Benito, como el padre de Dora, entró al círculo exclusivo a través de su matrimonio:

resultaba fácil comprender la fascinación de un Benito Suárez que nunca había tenido
la oportunidad de conocer a ninguna de las herederas de los viejos apellidos, siempre
envueltas en el misterio de lo vedado, de lo no accesible, las hermanas y futuras esposas
de sus distantes compañeros de Universidad que podían estudiar menos y no afanarse
tanto, con la seguridad de encontrar a su regreso las influencias y complicidades necesa-
rias para obtener una posición a la cual, él, Benito Suárez, ni con años y años de trabajo
podría aspirar. (En diciembre llegaban las brisas, 44)

Benito Suárez era hijo de un mulato y de una inmigrante italiana admiradora del Duce y de las
doctrinas fascistas las cuales se encargaría de trasmitir a su hijo por medio de una educación
severa e intransigente que pretendía borrar todo rasgo de la herencia paterna que la abochor-
naba.

Esta combinación de fascismo y arribismo social es posible en una sociedad pluriétnica, y por
lo tanto rígidamente estratificada; el blanco europeo excluido del centro por su condición de in-
migrante odia a la elite que lo margina, y que considera inferior, pero a la cual desea integrarse.

El matrimonio con una mujer de la elite de provincia y de un país marginal lograba, sólo en
parte, el propósito inicial: escalar socialmente, pero el desprecio por la elite no desaparece.

El sadomasoquismo de Benito Suárez lo empuja a casarse con una mujer que no es virgen,
goza humillándola y humillándose en público al divulgar la aventura amorosa de Dora y Andrés.
Es decir, se castiga por desear a Dora. La necesidad de auto-castigo se agudiza cuando ella

4
Andrés Larosca (Labrowska, Slobrowska al principio) también es un inmigrante de origen eslavo, quien al
hispanizar su nombre trata de eliminar la huella de su diferencia. También está casado con una mujer “tonta”
por defender los intereses del clan familiar. Su conducta con Dora muestra también la del conquistador que
una vez obtenido el objetivo pierde el valor inicial y lo deshecha. Su actitud denota la dualidad de valores del
mundo católico colonial (¿o podríamos llamarlo señorial?) que predica la virginidad como valor indispensable
de la mujer blanca de la elite pero no condena la conducta de seductores, violadores y proxenetas, que explo-
tan la sexualidad de las mujeres jóvenes, pobres o de las otras razas.
60 María Mercedes Jaramillo

es esposa y madre, ya que estos roles sacralizados por el patriarcado complican las relaciones
amorosas de la pareja. Benito para liberarse de la pasión destruye el objeto del deseo. Así, el
cuerpo de Dora es “analizado, cortado, amputado, pinchado, drogado” (En diciembre llegaban
las brisas, 58). Benito consigue una amante y Dora sintomatiza la represión con jaquecas y
otras dolencias corporales. Se transforma de objeto del deseo a objeto indeseable, su cuerpo
mutilado ha perdido el esplendor y la sensualidad de la adolescencia. Benito Suárez no se
rebela contra la elite que odia pues ha asumido los valores jerárquicos y ha logrado descargar
sus odios e inseguridades en seres débiles como Dora, o el campesino a quien hiere con un
machete por estorbarle el paso; o su perra Penélope que elimina por cruzarse con un sato.
Esta espiral de violencia sadomasoquista lo conduce a su propia auto-destrucción, cuando, por
fin, se enfrenta a un médico de su misma clase y cuando desea internar a Dora en un asilo y
desata la desconfianza entre los médicos y gente de su esfera social.

Otra forma de ascenso social que recrea la novela es la del hombre mulato educado con
familia vistosa e inconveniente a sus aspiraciones. Este individuo debe abandonar su medio
para ocultar una familia “ñata”, “bembona”, borracha y sin maneras (En diciembre llegaban las
brisas, 46); así, estudiar en Europa y casarse con una mujer extranjera, preferiblemente rubia
y de ojos azules, es la forma de ascenso; y esto es precisamente lo que hizo José Vicente
Suárez, el padre de Benito. Pero el matrimonio como fórmula de ascenso social en lugar de
crear puentes y vínculos entre las razas y las clases sociales parece más bien un mecanismo
que exacerba los peores instintos en el ser humano, como lo prueban las truculentas relacio-
nes matrimoniales de Giovanna Mantini y José Vicente Suárez, o de Gustavo Freisen y Odile
Kerouan.

La homofobia y el misoginismo son las dos manías que marcan la vida matrimonial de Catalina
y Álvaro Espinoza. Catalina y su madre Divina Arriaga no estaban rodeadas de hombres en
la familia que pudieran controlarlas y/o protegerlas, es decir, garantizar los términos del pacto
social que permitiera el funcionamiento del orden social establecido. Divina fue la mujer más
odiada y deseada de Barranquilla por ser bella, inteligente, independiente, rica, culta y gene-
rosa, hechos que la convirtieron en una mujer visible e inalcanzable; no podía pasar desaper-
cibida por hombres que la deseaban y la sabían inasequible y por mujeres que la envidiaban y
sabían que era inimitable. Su sofisticación y su saber hacer ponían en evidencia la mojigatería
y simplicidad del círculo exclusivo del Country Club y del Prado. Todo el resentimiento que su
presencia causó en la pequeña elite provinciana es cobrado con creces a su hija Catalina,
quien hereda la belleza y desenfado de la madre pero carece de su educación cosmopolita con
viajes e institutrices que le abrieran mente y espíritu a la aventura. La enfermedad de la madre
y la carencia de padre crean las condiciones para que Catalina sea accesible y vulnerable; el
agravio que Divina causó al ignorar las convecciones sociales y las quejas de la elite fueron
revividos con la presencia de la hija, que se convierte en el blanco de la tardía y desplazada
venganza. Durante el reinado de belleza surge la oportunidad de humillar a Divina Arriaga,
cuya enfermedad, como una coraza, la mantenía alejada del medio y seguía siendo el mismo
ser inalcanzable, su único punto débil es la hija. Y es durante el reinado de belleza en el que
participa Catalina cuando se revela la animosidad de la elite y el entusiasmo del pueblo que
apoya su candidatura. La entrada de Catalina en vestido de gala al Country Club desata una
serie de emociones que convierten al selecto grupo en una horda incontrolable dominada por
los instintos:

[F]rente a Catalina la mayoría de los hombres reaccionaban de modo pasional: era la


mujer-niña tentadora por su belleza, inaccesible dada su edad. Era, sobre todo, la hija
El rol de la mujer en los contratos sociales 61

de Divina Arriaga, a quien la maledicencia había transformado en fantasma de lujuria


sugiriéndoles a ellos, con sus esposas domesticadas y sus prostitutas banales, siempre
previsibles, la imagen de la sensualidad absoluta, presentida alguna vez en la infancia,
inútilmente buscada a lo largo de la vida, deseo irreconocible, desarticulado y mortal
clamando su frustración en los trasmundos del inconsciente. (En diciembre llegaban las
brisas, 122)

La lluvia de tomates e inmundicias, el collar de perlas arrancado, el vestido desgarrado, los


arañazos causan estupor en Catalina, quien no comprende la situación; no se siente deni-
grada, ni expresa dolor. De nuevo, Catalina, al igual que la madre, devela con su actitud las
miserias ajenas, el grotesco acto de rechazo en vez de afrentarla, degrada a los perpetradores.

La indiferencia y distanciamiento de Catalina son los estímulos que motivan a Álvaro Espinoza
a soportar su rechazo y tal vez, la seguridad de no alcanzarla nunca le permitiría justificar su
soltería con un amor imposible. El reinado cambió la perspectiva de Catalina ante una socie-
dad a la que antes era indiferente; el rechazo es el acicate para aceptar a Álvaro Espinoza y
así entrar al círculo de los escogidos; pero muy pronto se convierte en la reina aburrida de en
un reino de pacotilla. Álvaro Espinoza utiliza el éxito de su esposa para hacer carrera política
y lucirse en público con una mujer que rechaza en la intimidad.

El misoginismo y el racismo evidentes de la conducta de Álvaro Espinoza son condonados


por la sociedad patriarcal y machista a la que pertenece; lo que oculta a toda costa es su ho-
mosexualidad pues ésta sigue siendo considerada “el pecado nefando”. Sus continuas visitas
al prostíbulo, donde fue iniciado en su precaria vida sexual, pretenden forjar una imagen de
macho pero solo consigue el epíteto de “gallo de madrugada” obtenida por las peculiaridades
de su conducta. Para Álvaro Espinoza, un homosexual misógino, casarse con la mujer más
bella y repudiada de Barranquilla cumplía varios objetivos: desafiar al medio social al imponer
la mujer prohibida, reconstruir su maltrecho ego de varón, suprimir los episodios de la infancia
cuando era humillado por sus compañeros de clase por su dudosa virilidad y ajustarse al sis-
tema patriarcal que exige una familia e hijos.

El psicoanálisis y la elaborada retórica escolástica de Álvaro Espinoza son los discursos con
los que trata de reinventarse, de recrear una imagen más acorde a sus deseos. Sin embargo,
Madanne Yvonne y Divina Arriaga logran verlo más allá de la máscara y descubrir sus prefe-
rencias y debilidades; ninguna de las dos se siente intimidada por el poder que su discurso de
médico siquiatra le otorga y que es tan efectivo con los otros.

[Divina Arriaga] contemplaría sin parpadear aquel novio que Catalina le presentaba y
durante dos horas le haría desplegar los jesuíticos razonamientos con los cuales creía
escapar a la maldición de ser mulato y misógino en una sociedad que contra viento y
mareas postulaba como ideal el macho blanco, es decir, el que menos dejara traslucir
la contaminación de sus ancestros y más hubiese inhibido su componente homosexual
a fin de unirse a una mujer de su clase y fundar una familia. (En diciembre llegaban las
brisas, 112)

La fealdad y la perversión moral de Álvaro Espinoza se oponen a la belleza y pureza espiritual


de Catalina, quien nunca pierde esta aureola, a pesar de muchas vicisitudes y varios amantes.
El estereotipo de la bella y la bestia de la literatura clásica pierde su valor de redención ya que
en esta relación no existe ningún sentimiento sublime o amoroso.
62 María Mercedes Jaramillo

Catalina averigua la infancia de Álvaro Espinoza, con su nodriza quien sufrió el odio y maltrato
por el hecho de ser negra; así descubre que fue “engendrado en el horror y repudiado por su
madre, [que fue] el adolescente torpe y feo que afrontaba su homosexualidad con vergüenza, y
lo demás, el padre, los burdeles, las negras de nalgas duras y gustos extraños” (En diciembre
llegaban las brisas, 163). Con esta información precisa Catalina encuentra la forma para des-
hacerse de él. María Fernanda Valenzuela5, una joven lesbiana, será el instrumento utilizado
por Catalina para desenmascarar al marido, quien es seducido por la joven y compartido en
el lecho con su amigo Lionel. Álvaro Espinoza se suicida ya que sería incapaz de enfrentar
su homosexualidad en público. Este truculento final pone en escena el poder nocivo de la
homofobia, de las perversiones que la sociedad tolera en aras de conservar las apariencias y
el status quo. La tolerancia se ve como una forma de decadencia ya que la elite intransigente
teme perder el poder al perder el control de la sexualidad: el hombre debe reproducirse y debe
regular la sexualidad de sus mujeres para asegurar su descendencia y su posición social.

La represión sexual, la frigidez y el sadomasoquismo son las conductas que deforman las
relaciones amorosas de Beatriz Avendaño y Javier Freisen. La familia Avendaño una de las
más distinguidas de la ciudad se vio forzada a casar a la única hija mujer en un matrimonio
apresurado para ocultar un embarazo indeseado por la víctima. Beatriz había sido forzada
sexualmente por Javier, quien disfrutaba obligándola a sentir placer, este mecanismo inicial
de sus furtivos encuentros determina todo acercamiento entre la pareja. El puritanismo de
Beatriz, su afán de perfección, su deseo de dominar a la familia la convierten en una niña
solitaria. Sus compañeras desconfiaban de ella por su servilismo con las religiosas, y su
familia ya no aceptaba más el desequilibrio de la niña anoréxica, que se desmayaba ante el
menor disgusto. Desconfiada y reprimida convierte la manipulación en un arma para imponer
su voluntad. Para liberarse de la responsabilidad de la joven la familia la envía a estudiar a
Canadá por un año con la esperanza de que el cambio y la disciplina sajona la reformaran. El
ambiente aséptico, el clima, el orden y el puritanismo encajan perfectamente con el tempera-
mento místico y neurótico de Beatriz, quien se exasperaba ante las irrefrenables costumbres
de la gente del trópico. Por eso, espiaba a las mujeres del servicio –durante las veladas en
que se veían con sus amantes–, a Lucila Castro y su amante Lorenzo, ya que deseaba sor-
prender a los seres que la rodeaban para afirmarse y justificar su conducta intolerante. Su
repulsión ante la marimonda que Lucila le regala para congraciarse con la familia Avendaño y
sus juegos infantiles de amarrar y torturar a sus muñecas son indicios de los mecanismos que
le despiertan el placer. Javier Freisen logra descubrir este complejo erotismo de la joven y la
incita al placer utilizando la violencia, interponiéndose entre ella y Jean Luc, propiciando el
riesgo y el escándalo. Las relaciones fraternales de Beatriz con Jean Luc o las idílicas con el
cadete de West Point habían sido sus únicas tímidas experiencias de una relación amorosa.
El romanticismo del norteamericano, que se enamoró de una foto de Beatriz, y el escrupuloso
apocamiento de Jean Luc, que rechazaba todo contacto humano, fueron relaciones juveniles
alejadas de lo sensual o sexual. Relaciones que le permitían a Beatriz inventarse una imagen
propia opuesta a la joven manipuladora y mojigata que en realidad era. “El único en notar la
ambigüedad de la situación fue Javier. Apenas comprendió lo que estaba en juego resolvió
conquistar a Beatriz para recuperar los favores de su padre, vengarse de su hermano y ad-

5
El abuelo de María Fernanda abusa de ella cuando tenía 10 años y el padre oculta y castiga a la niña para
proteger al patriarca. El abuso sexual y el incesto todavía son hechos poco denunciados por las víctimas que
se siguen considerando culpables, estos asuntos siguen siendo un tabú.
El rol de la mujer en los contratos sociales 63

quirir una esposa conveniente que podría mostrar en público...” (En diciembre llegaban las
brisas 245).

Las relaciones ilícitas de Javier y Beatriz y el tabú de conquistar la mujer del hermano son los
mecanismos que despiertan la pasión de los amantes; cuando la relación se sacraliza con el
matrimonio y es aceptada socialmente empieza a surgir el esperado aburrimiento, la frigidez,
el alcoholismo; lejos quedaban las escenas sadomasoquistas en que los amantes se agredían
físicamente. Ahora, “Beatriz representaba todo lo que de pronto había empezado a despreciar,
la monotonía, el convencionalismo, el aterido amor de los burgueses” (En diciembre llegaban
las brisas 267). Javier necesita humillar a Beatriz, su infidelidad no es suficiente tiene que
mostrarla y enfrentársela, su placer se deriva del sufrimiento ajeno. El suicidio de Beatriz y la
muerte de los niños es el acto final que cierra el ciclo de transgresiones, relaciones prohibidas
y odios familiares.

Las obras de Marvel Moreno, sin duda alguna, nos ayudan a ubicarnos en nuestra realidad
cultural y reconocer los vicios y virtudes que hemos aprendido en nuestro medio y cuya perpe-
tuación o desaparición está en nuestras manos. Las sociedades que han vivido procesos de
colonización y de mestizaje cultural y racial, como es el caso de Barranquilla, arrastran comple-
jos códigos de conducta y alianzas sociales que permiten el ascenso social, la discriminación
de las minorías y el control de los bienes económicos, lo que hace a un más complicada la
relación entre hombres y mujeres, pues no solo la clase sino la raza y el país de origen son
factores importantes en la formación del tejido social. Los espacios exclusivos de las clases
privilegiadas son los centros vedados a los personajes de la de la periferia, la manera más
eficaz de entrar al circulo es a través del matrimonio. Marvel Moreno en su novela dramatiza
este complicado juego y de forma puntual va desnudando las estructuras de esta sociedad
jerárquica y “señorial”, eufemismo que escamotea actitudes todavía coloniales. Robert Young
en Colonial Desire señala cómo la cultura expresa las estructuras conflictivas del sistema de
clases donde se produce. Pues la cultura nunca se sostiene por sí misma sino que es partícipe
de una economía conflictiva al revelar las tensiones entre diferencia e igualdad, diferenciación
y comparación, diversidad y unidad, dispersión y coherencia, subversión y represión. Siempre
la cultura ha marcado las diferencias culturales produciendo al otro; siempre ha sido compa-
rativa, y el racismo ha sido siempre una parte integral de ella: los dos están inextricablemente
enlazados, generándose y alimentándose el uno al otro. La raza siempre ha sido construida
culturalmente. La cultura siempre ha sido construida racialmente (53-54).

El microcosmos recreado en el texto nos permite mirar desde diversos ángulos nuestra reali-
dad social con sus logros y miserias, sin crear falsas expectativas o imágenes irreales.

Bibliografía

Moreno, Marvel. Algo tan feo en la vida de una señora bien, Bogotá: Editorial Pluma, 1980.

_______. En diciembre llegaban las brisas, Barcelona: Plaza y Janés,1987.

_______. El encuentro y otros relatos, Bogotá: El Ancora editores, 1992.

Gramsci, Antonio. The Antonio Gramsci Reader. Selected Writings 1916-1953, Ed. David For-
gacs, New York: New York University Press, 2000.
64 María Mercedes Jaramillo

Gilard, Jack y Fabio Rodríguez Amaya, eds. La obra de Marvel Moreno, Actas del Coloquio In-
ternacional, Toulouse, 3-5 de abril de 1997, Università Degli Studi di Bergamo, Université
de Toulouse- Le Mirail, Viareggio-Lucca: Mario Barone, 1997: 117-125.

Macherey, Pierre. A Theory of Literary Production, trad. Geoffrey Wall, London: Routledge,
1978.

Mistry, Reena. “Can Gramsci’s Theory o Hegemony Help us to Understand the Representation
of Ethnic Minorities in Western Television and Cinema? www.theory.org.uk.Resources:
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Theweleit, Klaus. Male Fantasies, Volume 1: Women, Floods, Bodies, History, trad. Stephen
Conway, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987.

Young, Robert J. C. Colonial Desire. Hibridity in Theory, Culture and Race. London & New York:
Routledge, 1996.
65

La ontología diseminativa de funes el memorioso


Por: Alfredo Abad T.*
Universidad Tecnológica de Pereira

No se trata, pues, de tal o tal lugar de la tierra,


ni de un determinado momento de la historia,
y mucho menos de tal o tal categoría del espíritu,
sino del modelo que no cesa de extenderse,
interrumpirse y comenzar de nuevo.
(Rizoma) Deleuze-Guatari

¡Qué mejor manera de expresar una postura contraesencialista que la diseminación


escritural de Borges! Los laberintos escriturales del autor argentino ponen en cuestión la uni-
dad interpretativa, los fundamentos conceptuales del logos racional y el sistema escritural ar-
gumentativo. Si nos representamos una visión filosófica en la obra de Borges, ésta debe estar
sujeta a la exclusión de toda rigidez ideológica para adentrarse en una fragmentación y en una
des-sedimentación del discurso. Que la filosofía haya sido una excusa para jugar al laberinto
imaginativo del autor no debe tomarse como una simple experiencia o recurso inocuo, puesto
que dicha orientación es en sí misma una clara postura que desestabiliza la ortodoxia del pen-
samiento metafísico propio del los metarelatos. Con Borges, el sistema se hunde en un nada
sólido universo, el referente se difumina en la ambigüedad de la palabra, el cosmos deviene
caos en la arquitectura rizomática del simulacro.

No hay por qué creer sin embargo, que el laberinto expuesto en la ontología borgiana sea el
primero en contradecir la metafísica de la presencia. La literatura es prolija en ejemplos, sólo
que en pocos la relación filosofía-literatura se evidencia de una manera tan vívida, gracias a
la utilización que el autor argentino hiciera de la filosofía como excusa literaria. Mientras en
algunos casos la literatura ha servido de herramienta para difundir ideas filosóficas –quizá el
ejemplo más palpable sea el de Sartre en el pasado siglo– convirtiéndose así en literatura
servil; en Borges ocurre una muy sugestiva correlación entre el discurso literario y el filosófico.
Éste último, se acoge como pretexto para extraer de él sus riquezas estéticas, sus aperturas
narrativas. De manera acertada expresa un comentarista:

* Alfredo Abad T. Nació en Santa Rosa de Cabal (1975). Licenciado en Filosofía, Magister en Literatura UTP.
Realiza actualmente trabajo doctoral en filosofía en la Universidad de Antioquia. Profesor de los programas
de Licenciatura en Filosofía y Maestría en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Director del
grupo de Investigación Filosofía y Escepticismo. Ha publicado los siguientes libros:
– Filosofía y Literatura, Encrucijadas Actuales, U.T.P. (2007).
– Pensar lo Implícito en torno a Gómez Dávila, U.T.P. (2008).
– Cioran en Perspectivas (2009), U.T.P.
– Cioran Ensayos Críticos (Compilador y traductor con Liliana Herrera) (2009) U.T.P.
66 Alfredo Abad T.

“(…) el pretexto es la filosofía. En este sentido, tiene plena razón y no es un juego de


falso modestia, cuando insiste en que ni hace filosofía ni construye ideas filosóficas. Lo
suyo es la creación de estructuras narrativas a partir de ideas filosóficas. Que es muy
distinto. Es como si no pudiera leer un libro de filosofía sin de inmediato traducirlo en
imágenes (…)” (Nuño, 1986:15)

Pero lo que se desprende del propio pensamiento de Borges en el sentido de no ser un filósofo
hay que ponerlo en duda, al menos si nos atenemos a una definición que hoy ya no posee
el estatuto que una vez ostentara en cuanto a la creación sistemática de un programa, de un
tratado, de una obra magna. Borges no hace filosofía en el sentido tradicional de la misma, el
cual ciertamente se nos aparece en ciertos casos como una aberración del rigor sistemático en
el afán de alcanzar un saber omnicomprensivo.

Borges hace filosofia al criticar la filosofía, al descedimentar el discurso, al evadirse de la


unidireccionalidad de un pensamiento en procura de una posibilidad que nunca acaba. Eso al
menos lo corrobora la dificultad de encontrar una interpretación definitiva en sus textos, o lo
que es igual, de encontrar una salida a su laberinto. Pero entonces ¿qué clase de filosofía es
esta? Un tipo de filosofía en la cual ni siquiera el propio autor se da cuenta de lo que proyecta
con su obra. El que Borges mismo no se haya percatado de lo que implícitamente revelaban
algunos de sus textos no es óbice que impida resaltar el papel filosófico que desempeñan. Las
lecturas filosóficas de Borges, las cuales se inscriben dentro del terreno propio de la metafísi-
ca, no coinciden ideológicamente con la pluridimensionalidad y transversalidad de sus textos,
motivo por el cual a veces no se logra identificar cuál podría ser el aporte filosófico del autor
argentino, puesto que al igual que él, se sigue identificando filosofía con metafísica, o con
afán sistemático. Pero para acceder filosóficamente a esta obra hay que hacerlo desde las
márgenes del discurso, y con ello hago referencia a la fragmentación de la subjetividad, a la
polivalencia del pensamiento propia de la época actual. Esta identificación de la obra borgiana
con las manifestaciones postmetafísicas hace palpable la deformación argumentativa que la
filosofía ha procurado establecer en contra de los discursos fundacionales. Al respecto, Deleu-
ze señala: “Se aproxima una época en la que ya no será posible escribir un libro de filosofía tal
y como se viene haciendo desde hace mucho tiempo” (Deleuze, 1996:197) El filósofo francés
cita a Borges como modelo analógico en lo que respecta al tratamiento de la historia de la
filosofía, y el mismo Foucault rememora uno de los cuentos de Borges, El Idioma Analítico de
John Wilkins, como la lectura que hiciera concebir Las Palabras y las Cosas. Pero no quisiera
enfocar este abordaje desde una perspectiva que apele a la autoridad de algunos filósofos.
Es el propio Borges quien debe abrir el panorama para expresar la desestructuración de la
filosofía y ubicar el discurso en otro lugar que el sistema filosófico poco o nada ha frecuentado.
Se trata por lo tanto no de una posibilidad para la filosofía tradicional, sino de un quiebre, de
un ataque, si se quiere terrorista, a los cimientos de la metafísica occidental. Esta guerra ya la
había iniciado Nietzsche, el cadáver de la metafísica yace ante nuestros ojos, pero ¿quién osa
sepultarlo? sólo quienes no le rinden plegarias y lo burlan, quienes no le guardan luto y juegan
a su alrededor. La metafísica en Borges es burlada, esto es, se torna un lúdico elemento de
recreación, de descedimentación, de deconstrucción. Borges así, filosofa en un terreno inex-
plorado por la momificación conceptual de la filosofía sistemática.

Al margen de las imbricaciones que puede haber en su obra de filosofías idealistas como
él suele llamarlas, como cuando hace alusión a Berkeley, Hume, Schopenhauer, etc. no se
ocupa esta aproximación de traerlas a colación para determinar el rumbo filosófico del autor.
La ontología diseminativa de Funes el memorioso 67

Si la obra de Borges es filosófica no lo es porque en sus escritos comúnmente se encuentren


términos filosóficos o alusiones a pensadores de la más diversa índole. La crítica ha come-
tido un error al pretender encontrar el cimiento filosófico del autor en tales alusiones. Por el
contrario, como producto implícito de sus textos, el aporte filosófico se funda en el discurso
marginal que hoy la filosofía tiene presente como propicio para descedimentar los metarrelatos
ficcionales que tanto embrujaron a los sistemáticos. La obra de Borges no es filosófica porque
en ella encontremos los nombres de Platón y otros filósofos, lo es propiamente porque nos
cuestiona, nos plantea otras posibilidades, porque resquebraja nuestras comodidades y crea
otros mundos. Si fuese de otro modo, entonces tendríamos que aceptar la idea de que Borges
sería simplemente un epígono de los pensadores que cita y trae constantemente a colación, lo
cual sería un despropósito. Es prudente entonces esquematizar a qué tipo de filosofía puede
asociarse el laberinto borgiano y para ello se abordará el cuento Funes el Memorioso, el cual
desacredita la uniformidad de la metafísica de la presencia.

En el prólogo a Artificios, Borges presenta este cuento como una metáfora del insomnio. Lo
que al parecer tal estado genera es en buena medida una diseminación del tiempo y del espa-
cio que destruye la normal continuidad para acceder a un estado de insoportable percepción
de un presente inextinguible. Funes ciertamente puede caracterizarse hoy como un savant al
que nada se le escapa por su impresionante receptividad y su increíble memoria. De hecho, los
savants presentan comportamientos y capacidades análogas a las del personaje, sin embargo,
el tratamiento que sugiere Borges en su texto conlleva a resaltar el interés en otra clase de
supuestos.

Después de un accidente que lo había dejado inmovilizado en su cama, Funes llegó a tener
capacidades memorísticas insospechadas. Este rasgo tiene significativas repercusiones tanto
por el interés que en ello subraya el propio autor en el relato como por las implicaciones a que
está referida la memoria de un individuo con respecto a las nociones epistemológicas que
pueden desprenderse de allí. En sus Confesiones el Obispo de Hipona asume la capacidad
del alma en función de la memoria:

“Grande es el poder de la memoria. Algo que me horroriza, Dios mío, en su profunda e


infinita complejidad. Y esto es el alma. Y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío?
¿Cuál es mi naturaleza? Una vida siempre cambiante, multiforme e inabarcable. Aquí
están los campos de mi memoria y sus innumerables antros y cavernas, llenos de toda
clase de cosas imposibles de contar”. (San Agustín, Conf. X-17)

Dentro de la búsqueda espiritual efectuada por el filósofo cristiano, la reflexión se inscribe den-
tro de una fenomenología de la interioridad cuyos descubrimientos asombran al santo por las
complejas manifestaciones de lo incluido dentro de la memoria. Estos aspectos se tornan aún
más problemáticos cuando se tiene presente no una memoria ordinaria sino la de Funes, una
memoria capaz de discriminar las más sutiles diferencias, las más imperceptibles variaciones.
La percepción y memoria de Funes son infalibles, por ello Borges relata:

“Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos
y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del
amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en
el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez
(…)” (Borges, 1978:488)
68 Alfredo Abad T.

Estos ejemplos no son exageraciones del narrador, en muchas oportunidades los savants han
dado muestras de capacidades análogas. Por ello, cuando San Agustín se asombra de lo que
encuentra dentro de sí, ciertamente se torna insignificante si cuantitativa y cualitativamente se
tuviesen presentes las capacidades referidas de Funes. Pero las reflexiones de San Agustín
no se detienen tan sólo en el asombro, ellas iluminan el ámbito de la interioridad que subse-
cuentemente se convertiría en la subjetividad moderna. Por tal razón, la compleja memoria de
Funes es un muy buen motivo para explorar las implicaciones epistemológicas que de allí se
extraen.

Con el giro epistemológico operado en la modernidad, desde Descartes hasta Kant y Schopen-
hauer, las condiciones de posibilidad del conocimiento se alinean al lado del sujeto. En el caso
de la subjetividad de Irineo Funes, no sólo se reivindica esta idea, sino que al mismo tiempo la
sobrepasa por cuanto las condiciones de posibilidad de conocimiento se tornan difusas, pero
no por incapacidad sino por extrema capacidad de quien opera la recepción. Tal parece que
las condiciones de posibilidad del conocimiento se tornan demasiado refinadas en el mundo
de nuestro personaje, salvo claro está, por un detalle: Funes tiene una capacidad intuitiva (per-
cepción) y una imaginación (memoria) prodigiosas. Lo que no funciona muy bien en la mente
de Irineo Funes es la necesaria abstracción imprescindible para el conocimiento. Para Kant, la
unidad del yo y su capacidad sintética de las aprehensiones sensibles constituye el fundamen-
to del conocimiento. Difícilmente se le podrá explicar a Funes la necesidad de que en su enten-
dimiento operen correctamente los conceptos puros o categorías porque en su comprensión
del mundo sólo hay instantes que se suman indiscriminadamente a los anteriores. ¿Es por ello
Funes un hombre anormal incapaz de conocimiento? La respuesta depende de la importancia
que para nosotros hoy tenga la necesidad misma del conocimiento. Respuesta que sólo será
abordada cuando se tengan presentes otros detalles imprescindibles.

La epistemología kantiana y en general, la posibilidad del conocimiento están fundamentados


en la necesidad de universalidad del mismo. Desde Platón, el realismo medieval y la epistemo-
logía moderna, a pesar de los matices diversos que integran esta historia, ha sido imprescin-
dible la unidad abstractiva que ligue los elementos comunes de la multiplicidad empírica para
la adopción de un conocimiento legítimo que sea por ende universal. Mientras en el griego y
en general en el realismo medieval, la universalidad del conocimiento estaba asegurada en la
unidad de las ideas en el primero, y en la teoría del ejemplarismo1 defendida en gran medida
por los realistas; en el mundo moderno esa misma universalidad estaría asegurada en el racio-
nalismo y configurada esquemáticamente a través de la cohesión trascendental desenvuelta
por Kant. Antiguos y modernos perpetúan una necesidad de cohesión, mientras en los prime-
ros es externa (Ideas platónicas-ideas ejemplares en la mente de Dios) en la modernidad esa
misma unidad se establece desde el campo subjetivo o interno. Se cual fuere la adopción, y
siendo aquí permitida esta abrupta síntesis, el propósito es mostrar las fuentes primarias del
conocimiento: unidad y universalidad, sin ellas no es posible hablar con propiedad del mismo.
Teniendo presente esta configuración, la multiplicidad incoherente de Funes contradice los

1
La doctrina del ejemplarismo, inaugurada por San Agustín, fue acogida por la mayoría de autores medievales
que defendían el realismo de las ideas. Nace de la necesidad cristiana por salvaguardar la idea de creación, así
como la primacía de la divinidad sobre las ideas universales. En efecto, mientras en Platón las ideas tenían una
identidad, unidad y eternidad como sustancias incorpóreas que no chocaban con un agente creador, los filó-
sofos realistas cristianos debieron adoptar esta explicación con una distinción: las ideas estaban eternamente
en la mente divina a manera de ejemplos.
La ontología diseminativa de Funes el memorioso 69

supuestos más elementales de la epistemología tradicional que se ha indicado. Ahora sí puede


retomarse la pregunta planteada más arriba con respecto a la posibilidad de conocimiento en
Funes o más aún, a qué llamamos conocimiento. La célebre imaginación de Borges culmina
por plantear aspectos implícitos que sugieren trasgresiones epistemológicas como cuando
detalla que Funes

(...) era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender
que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños
y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera
el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el
espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. (Borges, 1978:490)

Estas líneas conllevan a explicitar algunas repercusiones interesantes. La aprehensión cogni-


tiva de Funes no va más allá del instante vivido y experimentado. Sólo hay una sujeción de im-
presiones empíricas que se diluyen en la imposibilidad de organizarse a partir de un elemento
que los asocie como acontece en el yo racionalista. De esta manera se crea un universo en
el que las categorías del ser y el devenir de nuevo se contraponen. Dentro de la aprehensión
individual que de las cosas hace Funes sería interesante resaltar algunos detalles. Él es el
“solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente
preciso” (Ibid. 490) en vista de la agudeza de su percepción. Sin embargo, habría que señalar
que tal agudeza resquebraja la condición fundamental de la metafísica de la presencia cuyo
fundamento es el ser. Los atributos del ser metafísico como uno, eterno, inmutable se diluyen
en el devenir aprehensivo de Funes. Entre otras razones porque las cosas mismas se difumi-
nan, los objetos siempre cambian y por lo tanto, son distintos, devienen otros. El mundo de
Funes está ubicado en una dimensión que multiplica las situaciones y los instantes haciendo
imposible una configuración coherente de los objetos. Si el propio rostro de Funes en el espejo
no es reconocible como algo que persista, que sustente una identidad, entonces el devenir
ciertamente se vuelve un obstáculo para la sustentación de toda subjetividad, tanto en el ám-
bito externo (el de las cosas) como en el interno (la construcción de un yo). El mundo de Funes
es un mundo atravesado por la diferencia, por el cambio. “Sospecho que no era muy capaz
de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo
de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.”(Ibid. 490) En esta destrucción de la condi-
ción fundamental del conocimiento, la abstracción2, se pueden extraer impresiones que ya el
mismo Nietzsche había sugerido con respecto a la voluntad de verdad y el afán cognoscitivo.
Funes evidentemente no puede conocer, está incapacitado para ello, pero lo interesante es
resaltar cuál es la necesidad misma de que el conocimiento se dé. En Más Allá del Bien y del
Mal Nietzsche advierte:

2
En sus Confesiones, San Agustín expone el significado de la palabra pensar así: “(…) cogitare significa pensar.
Pues en latín el verbo cogo (recoger, coger) dice la misma relación a cogito (pensar, cogitar) que ago (mover)
a agito (agitar) o que facio (hacer) a factito (hacer con frecuencia). Pero la palabra cogito queda reservada a
la función del alma. Se emplea correctamente sólo cuando se aplica cogitari a lo que se recoge (colligitur), es
decir, lo que se junta (cogitur) no en un lugar cualquiera, sino en el alma.” (San Agustín, Confesiones, X, 11)
Esta importante reflexión hace alusión al carácter abstractivo del conocimiento fundado en el pensamiento,
entendido éste último como unión de la dispersión intuitiva, de los detalles diseminados que son cohesiona-
dos o filtrados para poder ser aprehendidos y determinados en un concepto. Si Funes es incapaz de pensar es
porque el filtro necesario para el olvido de las diferencias de la dispersión no se da en él. Funes sólo aprehende
un devenir caótico que nunca se repite, habita la plena inmanencia, la diferencia.
70 Alfredo Abad T.

¿Qué cosa existente en nosotros es la que aspira propiamente a la «verdad»? De hecho


hemos estado detenidos durante largo tiempo ante la pregunta que interroga por la causa
de ese querer, -hasta que hemos acabado deteniéndonos del todo ante una pregunta
más radical aún. Hemos preguntado por el valor de esa voluntad. Suponiendo que noso-
tros queramos la verdad: ¿por qué no, más bien, la no-verdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y
aun la ignorancia? (MBM. § 1)

Si se comparan las cuestiones planteadas por Nietzsche con las condiciones cognoscitivas de
Funes se extraen algunas consideraciones que ubican el mundo de nuestro personaje en un
nivel distinto. ¿Qué es propiamente la verdad, el conocimiento? ¿Y cuál su necesidad? Estas
dos preguntas que se consideran a la luz de Nietzsche, posibilitan una perspectiva distinta en
relación al universo del Funes. Pocas líneas arriba se mencionaba la incapacidad que para el
conocimiento tenía nuestro personaje, sin embargo, cuando se hace alusión al conocimiento,
es en este caso el que depende de la abstracción, del universalismo, del mismo que Borges
refiere como condicionado por el olvido de las diferencias. A la luz de Nietzsche, las aprehen-
siones de Funes no están cohesionadas por la ficción del ser. Ficción que es necesaria para la
vida porque la favorece. Tal es la necesidad del conocimiento. Ahora sí es posible comprender
por qué la no-verdad es también necesaria, y en general, gran parte del universalismo y las
abstracciones que posibilitan el conocimiento hacen parte de esa ficción necesaria para la
vida. Funes eventualmente muere porque es incapaz de ficcionar el ser, porque la no-verdad
de la abstracción huye de sus representaciones multiformes. Aunque el texto nos diga que
haya muerto de una congestión pulmonar es claro que la vida de Funes era imposible de
constituirse como “normal” en medio de su perpetua diseminación aprehensiva. Por tal motivo
se puede volver a insistir en la necesidad de la no-verdad: “La falsedad de un juicio no es para
nosotros ya una objeción contra el mismo (…) La cuestión está en saber hasta qué punto ese
juicio favorece la vida, conserva la vida, conserva la especie (…) la no-verdad es condición
de la vida” (MBM. § 4) De esta manera, la contraposición entre verdad-conocimiento y la no-
verdad operada en Funes se torna inadecuada, puesto que más que una incapacidad cognos-
citiva, lo que se encuentra en las características del memorioso es una adecuación del mundo
a partir de la individualización extrema, de la reducción de las percepciones a sus máximas
distinciones posibles.

Cuando Borges afirma que pensar es olvidar diferencias inmediatamente refiere la idea según
la cual la memoria, y en este caso una extrema, impide pensar y por ende, conocer. Ante un
mundo distinto cada vez que se aprehende, Funes queda sumido en la incapacidad de nomi-
narlo correctamente con los nombres habituales. Necesita por ende, un nuevo lenguaje, más
detallado, más preciso, capaz de nominar las diferencias. Surge así la idea de un sistema ori-
ginal de numeración en el que cada número posee un nombre atribuido por Funes de manera
caprichosa.

En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce,
El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el
gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada pala-
bra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas muy complicadas... Yo traté de
explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema
de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades;
análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me
entendió o no quiso entenderme. (Borges, 1978:489)
La ontología diseminativa de Funes el memorioso 71

Envuelto en las más vertiginosas diferencias, Funes nomina cada número a su antojo. Pero
además de eso, piensa crear un lenguaje en el que cada cosa singular tenga un nombre propio.
“Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual,
cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un
idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo” (Ibid.)
Conciente de la infinitud de su empresa Funes la desestima, puesto que tendría que nominar
hasta el más minúsculo detalle, y tal clasificación sería, además de inútil, inacabable.

El lenguaje que solemos utilizar es por ende, una universalización ficcional que olvida dife-
rencias. El lenguaje falsea el mundo al reducir en un término universal una gran cantidad de
singularidades. Serían necesarias infinitud de voces para signar el mundo, para denominar
cada individuo. Puesto que la empresa es imposible nos resignamos a continuar utilizando las
mismas palabras para tan algo grado de individualidad. La pretensión del empirismo lógico de
encontrar un lenguaje que copie el mundo como una imagen especular es, desde el punto de
vista de la singularidad del memorioso, una quimera, o al menos una ficción, como en efecto
ocurre cuando con un término se designan diferencias y se constriñen a ser reunidas en la
universalidad del nombre que agrupa tantos matices, particularidades y diferencias. Y es que
el lenguaje se establece como una limitación que no alcanza a comprehender la marginalidad
multifocal de una realidad en continua creación que como ontología poiética, se desarrolla
constantemente identificando el análisis infinito del memorioso.

Funes es el representante de un nominalismo extremo que distingue entre las más sutiles
diferencias, agente de un lenguaje cuyos referentes se pierden en el hilo del tiempo, en la ins-
tantaneidad de la enunciación. Los objetos en Funes pierden la identidad, fundamento último
de la metafísica de la presencia, pierden la sustancialidad y por ende, el mismo lenguaje se
disuelve en ellos. Si con el sustantivo enunciamos precisamente la sustancialidad de algo, al
no existir sustancialidad en el mundo de Funes, el lenguaje se diluye puesto que el sustantivo
pierde su sentido: proyectar el carácter sustancial o esencial de los objetos.

En Funes, lenguaje y mundo paralelamente se van disolviendo en la multiplicidad y la infinitud.


¿Quién es Funes? ¿El jóven que se ha accidentado, el que aprende lenguas, el que concibe
otro lenguaje, otra nominación en la numeración? ¿Dónde está la identidad, dónde la presen-
cia? En el abarrotado mundo de Funes el esencialismo filosófico se ha dispersado en una infi-
nitud de singularidades que a sí mismo se disuelven en la medida en que no pueden ser aso-
ciadas con otras. Pensar no sólo es olvidar diferencias sino asociar las singularidades, unificar-
las. En el mundo de Funes contemplamos no una unidad sino una multiplicidad, una diferencia
siempre prolongada que ya sea en el ámbito de las representaciones o de sus aprehensiones
en el lenguaje se difumina infinitamente. Así, el lenguaje se ubica en una experiencia también
poiética que no demarca la posibilidad de comprensión a partir de él, sino que por el contrario,
difumina su propio sentido en concordancia con la incapacidad de asimilar un hecho. De esta
manera, los hechos desaparecen y lo único que permanece es la transitoriedad, la misma que
la memoria de Funes, simultáneamente, aplaza y posibilita. Funes aprehende el instante que
no vuelve, pero también a partir de ello, instaura la creación de un nuevo rasgo que su inago-
table memoria logrará captar. Funes crea y destruye, es el tiempo que en su eterno retorno
emigra hacia la diferencia constante.

Mientras algunos comentaristas consideran que Funes es “(…) una terrible y abrumadora re-
quisitoria contra el empirismo radical, contra las tesis antiplatónicas, contra los que por huir de
72 Alfredo Abad T.

las ideas generales, de los universales, terminan esclavos de los registros sensoriales inme-
diatos” (Nuño, 1986:99) muy por el contrario vemos en el memorioso una metáfora de la no
pertenencia a la metafísica, un muy buen representante del nomadismo, de la exclusión de la
unidad de la subjetividad. El contraesencialismo de Funes opera a la par con su pertenencia
a la nomadología que caracteriza su continuo rechazo a la representación del conocimiento
como colonización de la metafísica de la presencia, del Ser, del substrato. En Funes no hay
ser, no hay objeto ni sujeto. Análoga postura defiende Deleuze cuando describe los trazos de
la inmanencia.

Lo abstracto no explica nada, necesita ser explicado: no hay universales, no hay trascenden-
cia, no hay Uno, no hay sujeto (ni objeto), no hay razón; sólo hay procesos. (…) Tales procesos
actúan en las multiplicidades concretas, la multiplicidad es el auténtico elemento en el que
suceden las cosas. Las multiplicidades son los pobladores del campo de la inmanencia (…)
(Deleuze, 1996:232)

Funes habita esa inmanencia en donde no hay origen ni meta, sólo hay intermedios, quiebres,
encrucijadas con múltiples posibilidades. La memoria y las posibilidades de Funes es ese la-
berinto que San Agustín describía aunque elevado a potencias infinitas. Habitar la inmanencia
es sentirse ligado a la adopción de múltiples máscaras que no ocultan un rostro, sino que es-
conden la infinitud de máscaras que son el propio rostro, pero también el ajeno, el que se roba,
el que se construye, el que se difumina en el espejo en el cual no nos reconocemos, como
Funes, el memorioso, el que no duerme porque se distrae, el que imagina mundos más allá de
los posibles, el que habita un mundo auténtico porque no se siente ligado a las construcciones
ya habitadas, el que deconstruye, el que disemina, el que desterritorializa.

Funes no transita por el camino trazado de la metafísica, el de los metarrelatos y ficciones que
han colonizado a occidente con sus pretensiones de verdad para todos, de unidad y seguridad.
Funes no conquista, traza recorridos y evade certidumbres, deja huellas en múltiples sentidos
cuyos rastros no pueden seguirse. No es profeta que anuncia verdades, sino danzarín ambu-
lante de un mundo sin sustancia.

Bibliografía

Borges, Jorge Luis (1978). Funes el Memorioso en Ficciones. Obras Completas Emecé, Bue-
nos Aires.

Agustín, San (1993). Las confesiones. Ed. Altaza, Barcelona.

Deleuze, Gilles (1996). Conversaciones. Pre-Textos Valencia.

Deleuze, Gilles; Guatari, Felix (2004). Rizoma, en Mil Mesetas Capitalismo y Esquizofrenia,
Pre-Textos, Valencia.

Nietzsche, Friedrich (1983). Mas allá del bien y del mal. Ediciones Orbis, Barcelona Traducción
de Andrés Sánchez P.

Nuño, Juan (1986). La filosofía de Borges. F.C.E. México.


73

El pensamiento del indio que se educó dentro de las


selvas colombianas de manuel quintín lame.
Etnopoética e historia
Por: Betty Osorio*
Universidad de los Andes

Manuel Chantre Lame (1863-1967) fue un indígena nasa que dedicó su vida a luchar
por las reivindicaciones de su pueblo. La lucha por la tierra se convirtió en uno de los puntos
cardinales de su larga campaña en el sur de Colombia contra los terratenientes del Cauca y del
Huíla. Su compromiso e integridad le ganó el respeto y la solidaridad casi incondicional de su
pueblo, hasta tal punto que hoy es una de símbolos más prestigiosos del movimiento indígena.
Los criterios que orientaron sus principios políticos los dejó consignados en un libro titulado El
pensamiento del indio que se educó dentro de las selvas colombianas que dictó a Florentino
Moreno, uno de sus ayudantes, y que fue terminado en Ortega, Tolima, el 29 de diciembre de
1939 (Castillo 35). Este documento contiene las premisas políticas y culturales que hoy for-
man parte de los cimientos ideológicos tanto del CRIC (Consejo Regional indígena del Cauca,
fundado en 1971) y de la organización indígena colombiana (ONIC). Ambas organizaciones
han alcanzado la dinámica de movimientos sociales fuertes y promisorios. Más aun, Lame fue
convertido en icono de la resistencia indígena por el movimiento armado Manuel Quintín Lame
que surgió en la década de 1980 para garantizar la seguridad de las comunidades indígenas
de esta región (Rappaport, 2004, 73). (Fotografía de Lame en Bogotá en 1962, José Vicente
Piñeros. Archivo de Jesús Peña, en Lame 2005).

Esta ponencia intentará mostrar cómo el prestigio político Lame, que ha sido leído, asimilado
y transformado por dirigentes indígenas de diversas procedencias, está anclado en referentes
culturales autóctonos; esta aproximación además permitirá entender la continuidad que existe
entre la propuesta de Lame y el discurso político de los líderes nasas del siglo XXI, como por

*Betty Osorio. Licenciada en Humanidades de la Universidad del Cauca, Maestría y Doctorado de la Uni-
versidad de Illinois, Urbana. Trabaja en literatura hispanoamericana de la colonia y literatura escrita por
mujeres. Ha participado como compiladora, editora y articulista en los siguientes proyectos: Literatura y
diferencia. Escritoras colombianas del siglo XX (1995); Las desobedientes. Mujeres de Nuestra América (1997);
Literatura y Cultura. Narrativa colombiana del siglo XX (2000). Igualmente ha participado en la elaboración
de las siguientes ediciones críticas: Meira del Mar: Obra completa (2002) y Poemas y cantares (2004), poesía de
Enrique Buenaventura; La construcción de la memoria indígena (2006). Es Profesora titular del Departamento
de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes, Bogotá.
74 Betty Osorio

ejemplo el usado por Jesús Enriqué Piñacué, el primer indígena nasa elegido senador de la
república en 1997.

En el texto de Lame existen dos momentos de revelación que claramente establecen su desti-
no político, y lo marcan como elegido por las fuerzas del cosmos para emprender su proyecto.
El primero ocurre cuando tenía seis años y subido sobre un enorme roble comprende que su
vida estará dedicada a la lucha por la reivindicación de su pueblo:

Un roble viejo y corpulento cultivado por la naturaleza, digo la Naturaleza porque sobre él
había un jardín de flores las que llaman los civilizados Parásitas y nosotros los indígenas
Chitemas, dialecto de mis antiguos Páez. Sobre dicho roble en la edad de seis años, tre-
pado sobre él alcancé a contemplar un árbol elevado, es decir, con una copa altanera y
orgullosa que coronaba las vírgenes selvas que me habían visto nacer a mí, como a mis
antepasados, antes y después del 12 de octubre de 1492, y este era un árbol llamado
Cedro del Líbano, parecía que saludaba a las Omnipotencias una humana y otra divina
al pasar los cuatro vientos. (144)

En este momento se le revela a Lame su destino de luchador. En el texto anterior, el ámbito


telúrico nasa se articula con los referentes de la tradición católica. Lame se ve a sí mismo como
Jesucristo en el Huerto de los Olivos, comprende su destino trágico, y vislumbra la dureza del
reto que le espera. Es decir, el texto contiene referentes bíblicos muy evidentes que le dan
estatura de Mesías. Esta relación con la tradición profética hebrea ha sido estudiada por María
Mercedes Jaramillo y Francisco Theodosiadis, entre otros. Sin desconocer los referentes que
provienen del proceso evangelizador, esta interpretación intentará situar a Lame dentro de la
tradición nasa del Te”wala o médico tradicional y discutirá que este sustrato es aún más pro-
fundo que las alusiones a los profetas bíblicos, y a la filosofía de Tomás de Aquino. Mas aun,
desde esta perspectiva, la vinculación con el sistema de pensamiento de la medicina tradicio-
nal, sería la fuente principal de su legitimidad como dirigente nasa y como líder indígena. La
figura del médico tradicional es el símbolo más poderoso que vincula el pensamiento de Lame
con el pasado ancestral nasa y con los dirigentes indígenas actuales.

El libro de Lame está estructurado alrededor del conocimiento y respeto por la naturaleza. La
armonía de la naturaleza es el núcleo del cual emanan todas las formas de saber que tienen
vigencia en los diferentes ámbitos de la vida cultural de los grupos nasas. Esto le permite a
Lame comparar su acerbo de sabiduría con una enciclopedia en donde se puede beber el co-
nocimiento. El hombre blanco, por su educación, no puede nutrirse de esta sabiduría, pero “un
indicito” como él, es capaz de comprender que: “el pensamiento de la hormiga más pequeña
es el mismo que tiene el cóndor cuando se está acabando de vestir en la cueva, es el mismo
que tienen los hijos del tigre, y es el mismo que tiene el hijo del hombre..” (151).

Desde esta postura intelectual, la Naturaleza es un espacio armónico donde cada ser ocupa un
lugar apropiado, pero este edén ha sido agredido violentamente por el proceso de la conquista
de América, que a partir de 1492 inició un desmantelamiento de ese orden primigenio. Por eso,
el legado de Quintín no tiene sólo que ver con reivindicaciones políticas inmediatas, sino que
posee un referente sagrado profundo. Para restaurar la armonía original, es necesario devol-
verle al indígena la tierra, para que con su sabiduría pueda curar el tejido que el hombre blanco
ha maltratado y vulnerado infinitas veces. Esta concepción modela el proceso argumentativo
de su discurso político, y está ligada a los rasgos que definen la función del Te’Wala que es un
observador diligente de los fenómenos de la naturaleza.
El pensamiento del indio que se educó dentro de las selvas colombianas de Manuel Quintín Lame 75

Según Jesús Enrique Piñacué, “La sociedad ideal de la cultura Paez tiene como base funda-
mental la armonía con la naturaleza” (Paeces por Paeces 30). El Te’Wala es por lo tanto el
encargado de restaurar la armonía de los seres humanos con la naturaleza y para ello tiene
que estar en contacto “con las fuentes de su poder inicial” (Carlos Enrique Osorio 20). En el
pensamiento del Te’Wala, el devenir social y los procesos naturales están estrechamente uni-
dos y por ello un desequilibro en el espacio de la cultura tiene su impacto en el ecosistema.
Esta continuidad explica el profundo arraigo que el nasa siente por su territorio y la continuidad
que existe entre su propio cuerpo y el territorio que habita (Gómez Valencia 25), esta perspec-
tiva se nutre de contenidos míticos anteriores a la llegada de Colón. Dentro de esta tradición
Lame se concibe así mismo como un restaurador del desequilibrio que en el territorio nasa
han introducido el hacendado, el colono y el misionero. El pensamiento de Lame puede inter-
pretarse como una expresión de los fenómenos naturales, por ello su proceso reflexivo forma
una unidad con el paisaje montañoso de las cordilleras de Tierradentro, es decir corresponde a
una de las esferas de la experiencia del ser humano, “Nasa Kiwew o gente naturaleza” (Carlos
Enrique Osorio 19) y que está muy explícita en textos como el siguiente.

Como las nieblas cuando se apoderan de los dominios de las selvas, es decir , de su ex-
tensión, cuando la niebla visita las selvas y se apodera de sus sombras, así me he apo-
derado yo del jardín que tiene la naturaleza, etc, momentos horas , noches, semanas que
viven las nieblas debajo de las selvas madres y yo al lado cazando flores. (Lame 193)

Una identificación con la naturaleza como la que propone la cita anterior, deja sin legitimidad la
estructura de económica de las grandes haciendas de la región que se basa en el terraje, o sea
en la explotación de mano de obra indígena, a cambio del permiso para cultivar una parcela.
Los padres de Quintín eran terrazgeros, o sea indígenas sin tierra. Las alusiones frecuentes al
paisaje de montaña donde abundan los árboles enormes tiene especial significación política si
se tiene en cuenta, que Ignacio Muñoz, usó a los indígenas para derribar 11,000 hectáreas de
montaña en Puracé ( Nota de Gnecco 146)

Por otra parte, Fernando Romero propone que esta forma de concebir la naturaleza también
posee ecos del neotomismo que, en la época que escribió Lame, era difundido oficialmente
en Colombia como política educativa (122). El concepto de ley natural es glosado de múltiples
formas en el texto de Lame, lo cual indica que este pensador, a través de su investigación y sus
lecturas, logra enmarcar el pensamiento indígena en un contexto filosófico que lo hace traducible
al mundo letrado. Esta tipo de argumentación efectúa una validación de su cultura, ya que el le-
gado tradicional nasa puede dialogar activamente con Tomás de Aquino, el filósofo responsable
de la definición del dogma católico. Más aun, el pensamiento de un Te’wala, pude ser vertido
en estructuras filosóficas como el silogismo y otras formas de argumentación prescritas por el
sistema educativo colombiano de principio del Siglo XX (Romero 131). Recursos de tipo formal
como los anteriores, junto con las referencias a la mitología católica como la de los cedros del
Líbano, la mención de Jehová, al nacimiento y la pasión de Jesús, funcionan como estrategias
para establecer una afinidad de conceptos e imágenes entre el mundo indígena y el catolicismo.
Más aun, este marco de análisis descompone la legitimidad del sistema jurídico hegemónico que
ampara los derechos de los grandes terratenientes del sur de Colombia, que paradójicamente
se conciben a sí mismos como los representantes más comprometidos con el dogma católico.

Lame está también reconstruyendo el legado de Bartolomé de las Casas, a quien menciona
en varias oportunidades (Betty Osorio). Se debe tener en cuenta que Las Casas usó el con-
cepto tomista de ley natural como uno de los principios más importantes para defender a las
76 Betty Osorio

sociedades indígenas. Por lo tanto, el componente letrado y cristiano del texto de Lame puede
entenderse como una apropiación inteligente y estratégica de aquellos rasgos de la cultura he-
gemónica que pudieran resaltar la enorme capacidad de las tradiciones indígenas para afirmar
sus derechos a la tierra y a sus formas ancestrales de organización política y social.

El segundo momento de revelación ocurre cuando Lame se encontraban en la cárcel de Po-


payán, entre el 9 de mayo de 1915 y el 9 de mayo de 1916 (Lame 153), después de caer
prisionero, por haber organizado a los indígenas del Cauca para frenar el desmantelamiento
de los resguardos. Esta vez la revelación se narra en medio de comentarios sobre los abusos
cometidos contra él por las elites caucanas. La imagen de su pensamiento levanta su voluntad
y la afirma para la confrontación. Al igual que en la primera revelación, las imágenes bíblicas
apuntan a una dialéctica doble, la tradición hebrea le sirve para resaltar la importancia de su
propia tradición, como se analizará después.

La imagen del pensamiento dos veces la conocí, y la conocí lleno de embeleso a pesar
de haber pasado como pasa el relámpago que rompe el soberbio manto que tienen los
dioses de la oscuridad en altas horas de la noche; el viajero de repente mira por medio de
dicho relámpago el traje azul con que se viste la Naturaleza. Así conocí yo también esa
imagen ya citada en el presente después de once meses de estar incomunicado en uno
de los calabozos de la Penitenciaría de Popayán, sindicado autor de (18) delitos, creados
por célebres inteligencias capitaneadas por un poeta...

imagen que yo la mire lleno de embeleso con una fe más alta que la de Moisés cudillo
del pueblo de Israel,
… esa imagen me llenó de embeleso en embeleso, y de imagen en imagen.. (152)

El trueno, el relámpago, las estrellas fugaces para los nasas son portadoras de significado y
anuncian los acontecimientos. Juan Tama, cacique de los resguardos de Vitoncó y Pitayó del
siglo XVIII, en el Título que le da derecho al resguardo de Vitoncó, se construye así mismo
como hijo de la unión entre la estrella y el agua (Rappaport 1990, 97), para así fundar un mito
que legitimara sus aspiraciones políticas.

La alusión al relámpago que hace Lame en su revelación, sitúa su discurso dentro de la tradi-
ción anterior Según Jesús Enrique Piñacué ”EL TRUENO, que en las nubes, en el brillo de las
estrellas, en el viento y en los relámpagos da al Th’wala las señales para que éste aconseje
a su pueblo”( Piñacué en, Paeces por paeces, 27). Carlos Enrique Osorio confirma la impor-
tancia del trueno como símbolo orientador: “El trueno es por orden de importancia la entidad
que más atesora poder…Cuando un miembro de la comunidad es elegido para manejar este
poder, sueña con el trueno…Ks’a’wla, es el poder que se representa con una vara de oro (19).
Esta última imagen puede estar relacionada con la del relámpago que precede la experiencia
de Lame.

El líder nasa también usa la metáfora de la neblina para describir el proceso de integración
entre su pensamiento y la naturaleza, como se puede comprobar en una de las citas ante-
riores. Es decir está haciendo uso continuado de símbolos y conceptos pertenecientes a la
tradición epistemológica de los nasas. Además Lame afirma que estos momentos fortalecen
su capacidad para “dominar dejando cabizbajos a esos hombres de estudio de quince a veinte
años, a esos hombres de edad de 70 a 80 años y a esos poetas que le escribieron Anarcos,…
El pensamiento del indio que se educó dentro de las selvas colombianas de Manuel Quintín Lame 77

(152). Lo cual es consistente con el poder que le imprimen los fenómenos atmosféricos a los
dirigentes nativos.

El sistema de visiones que aparece en el manifiesto, está inscrito en una concepción nasa que
tiene que ver con esencias o fuerzas espirituales que interactúan con los humanos, que se
podría asociar con uno de los tres hilos que componen el tejido de la vida humana, “Nasa u’sh
o gente espíritu”(Carlos Enrique Osorio, 19). El agua, el trueno, el rayo, la estrella y en general
las manifestaciones telúricas, tienen cargas positivas y negativas para el ser humano.

El tema del agua es recurrente y muy extenso en el texto de Lame, y por eso se estudiará en
un ensayo posterior. El sistema mediante el cual la energía cosmológica circula en el territorio
nasa, constituye un principio fundamental de la medicina del Te’wala, con la cual Quintín Lame
debe haber tenido contacto. Según Adonías Perdómo, Te’wala de Tierraadentro y etnolingüista
de la universidad del Cauca, estas esencias espirituales tienen varias denominaciones que
no tienen un equivalente en español, pero se pueden caracterizar como “representantes del
equilibrio ecológico” ya que le permiten al hombre hacer un uso racional de los recursos natu-
rales. El tema del derecho al territorio que es el foco de la lucha de Lame, está enraizado en
este principio. El dibujo siguiente, hecho por John Ferney López Muñoz, un artista del maci-
zo colombiano, capta perfectamente las relaciones armónicas entre la naturaleza y el medio
ambiente que se han estudiado en el escrito de Lame. (Los paeces, hijos de la estrella, John
Ferney López Muñoz, en Portela Guarín, Dibujo 1).

La medicina nasa no se ocupa únicamente del plano biológico, sino también de aspectos que
podrían corresponder al bienestar del individuo y la comunidad. Por ejemplo, una pareja de
recién casados le pide al Te’wala que haga una limpieza del terreno para garantizar una prole
saludable. En la vida colectiva ocurre lo mismo, los rituales de poder y las prácticas de medicina
tradicional entran en contacto en los momentos más significativos, el siguiente ejemplo de Ado-
nías Perdomo lo confirma: en la laguna de Juan Tama, los 80 cabildos nasas existentes entre
el Departamento del Cauca y del Valle acuden a la ceremonia ritual de limpieza y enfriamento
de las varas de mando con el propósito de adquirir sabiduría, unidad y fortaleza, autoridad y
autonomía (Perdomo 10). El mismo intelectual cuenta que Manuel Quintín Lame asistía a las
limpiezas y escuchó los consejos de la medicina propia (11). Esa imagen o esencia de su propio
ser que se le aparece a Lame, es una manera de reafirmar su conexión con la esfera natural
que lo confirma como el líder de su raza, pues la medicina tradicional fortalece la inteligencia
en momentos de crisis e ilumina a los líderes nativos para que no se aparten de su sabiduría
ancestral (Perdómo 13). La anterior es una de las premisas que guía el pensamiento de Lame.

Como se ha demostrado hasta aquí, el discurso de Lame pone en movimiento formas an-
cestrales de pensamiento, ahora se intentará mostrar su relación con el presente político de
dirigentes nasas actuales. Según el mito fundacional de los nasas, narrado en 1997 por el
senador Jesús Enriqué Piñacué, durante un encuentro sobre jurisdicción indígena, el médico
tradicional tiene un poder político respaldado por el mito:

…fue la persona escogida y preparada para “buscar la forma de construir una sociedad
fundada en el equilibrio y la armonía. Este individuo, entre los Nasas es conocido como
Te’wala.
El Te’wala acerca el mundo del conocimiento abstracto al del conocimiento tangible y es
así que convoca la Asamblea de indios, Nasa Wala, para informarles del acontecimiento,
78 Betty Osorio

al tiempo que les muestra el camino que es necesario emprender. (Cit en Gómez Valen-
cia 22)

El mito anterior, con sus ecos ancestrales, muestra como el Te wala es un sabio capaz de
sentir en su corazón la palabra de los antepasados, pues en nasa mito se expresa así Kuec’
(nuestro); us (corazón-sentir); yakni (memoria) (Cit en Gómez Valencia 23). El Te’wala es el
defensor del tul, o sea de las normas ancestrales de vida. La tradición mítica anterior describe
el proceso cognitivo que alimenta el texto de Lame con mucho más sutileza y profundidad que
las referencias a la cultura hegemónica. Aproximarse a Lame haciendo énfasis en la tradición
occidental, desconoce su capacidad para sintonizar los procesos más profundos y permanen-
tes de la sociedad nasa, a la cual él perteneció, y la que defendió incansablemente en una
lucha sin cuartel y que hoy es formulada en términos colectivos y globales.

En otros momentos, Lame ataca frontalmente la estructura judicial colombiana, incapaz de ha-
cerle justicia al indígena y al pobre. En estas partes, el líder indígena hace uso de conceptos,
fórmulas de lenguaje y de referentes históricos aprendidos en contacto con el hombre blanco.
Es así como fulmina a su archienemigo Guillermo Valencia, el poeta parnasiano que fue una
de las figuras políticas más importantes de las primeras décadas del siglo XX y que era yerno
de Ignacio Muñoz, el famoso terrateniente que convirtió en pasto para ganado los bosques de
de la región de Puracé (Castillo 18):

No acepto los insultos que me hace el doctor Guillermo Valencia en su telegrama; pero
si la pluma del Doctor Guillermo Valencia sirve para escribir Antecos, la pluma del indio
Manuel Quintín Lame servirá para defender a Colombia Servidor-Manuel Quintín Lame.

Llega el acusador contra mí pedido por el Doctor Guillermo Valencia Ignacio Muños y un sin-
número de aristócratas enemigos de la imagen que tenía y que tiene hasta hoy el indio Quintín
Lame. (153)

Las citas anteriores, si se enmarca en la historia de la terrajería, enfrentan dos concepciones


sobre la tenencia de la tierra. La del indígena basada en el principio de armonía, y la del ha-
cendado en la explotación de los recursos naturales. Esta última entrara en oposición directa
con el principio nasa del equilibrio que, a su vez, está respaldo por la tradición mítica de los
nativos de Tierradentro.

El concepto pta’nz o suciedad es uno de los más importantes del sistema epistemológico
nasa. Según Gómez Valencia, el pta’nz atenta contra la armonía respaldada por las normas
culturales que propone el tul, cuya representación es la huerta sembrada por las mujeres, se
relaciona con todo aquello que altera negativamente el entorno, la relación con el territorio
(2000 38-39). De acuerdo al mismo investigador, el pta’nz puede aparecer como consecuencia
de la presencia de grupos que socavan o desconocen las autoridades nativas o invaden los te-
rritorios sagrados (ibid 36). Las denuncias que hace Lame pueden entonces ser interpretadas
desde esta idea que alude a la interacción constante que existe entre las prácticas sociales, e
“indica el estado en que se encuentran las relaciones sociales” (Gómez y Ruiz 135). Por ejem-
plo, desde la perspectiva nasa, el pta’nz causado por el cultivo de amapola en los territorios
ancestrales de los nasa, fue la causa de la avalancha del río Páez (Entrevista con José Reyes
Pete Finscue, junio 2006). Usando este mismo principio, en 1994, los Te’wala lanzaron coca
desde helicópteros para restaurar la armonía del territorio que había convulsionado debido a la
presencia de narcotraficantes (Información personal de Carlos Enrique Osorio, junio del 2006).
El pensamiento del indio que se educó dentro de las selvas colombianas de Manuel Quintín Lame 79

Es decir las actividades políticas y económicas de GuillermoValencia y de Ignacio Muñoz,


pueden ser interpretados en términos de pta’nz y el proyecto social del indígena en términos
de tul. De esta manera, Lame ha invertido la balanza significativa, pues la oposición salvaje-
civilizado, apuntan al indígena como un individuo que favorece el orden, mientras el blanco es
el agente del caos. En este caso la memoria mítica, inscrita en la medicina tradicional nasa,
se refuerza al amalgamarse con tradiciones de pensamiento letradas y puede ser usada como
ejercicio de poder en un reclamo jurídico como es la reconstitución de los resguardos indíge-
nas del Cauca y del Huila. Lame logró en enero de 1939, después de 17 años de lucha, la
reconstitución formal del resguardo de Ortega y parte de el de Chaparral (Castillo 30).

La mitología articula el ámbito de la medicina tradicional que, a su vez, guía la vida diaria y pú-
blica de estos grupos. Esta tradición no funciona en abstracto, sino como herramienta política y
pragmática cuya meta más importante es la defensa del territorio, del tul, el adentro de la cultu-
ra, del territorio, de la geografía sagrada en la que Lame sumerge su voz, pues como lo señala
Gómez Valencia: “En Colombia la lucha por el territorio es uno de los aspectos constitutivos
de la identidad genérica llamada indígena. En la lucha por el territorio subyace la posibilidad
de existencia de sus culturas jurídicas; esto es así porque, histórica y culturalmente, ha sido el
territorio el sustrato de su etnicidad (127). El tul y el territorio forman una alianza que garantiza
la permanencia de la identidad indígena, y le da sentido a la tercera categoría que define a un
individuo que vive que construye sentido desde este horizonte epistemológico, “Nasa nasa o
gente gente” (Osorio Carlos Enrique 19).

Los discursos letrados que aparecen en el texto de Lame pueden entenderse mejor, si se tiene
en cuenta el ambiente que rodea su escritura. En la primera parte del siglo XX, en Colombia
predomina un discurso intelectual colonizado que hace del indígena un ser inferior incapaz de
procesos reflexivos importantes, ésa es por ejemplo la tradición que alimenta la obra de Gui-
llermo Valencia. Esta perspectiva discriminatoria está respaldada por la Ley 89 de 1890 que
dice así: “las leyes de la República no regirán entre los salvajes hasta no sean reducidos a la
vida civilizada” (Cit en Valencia Gómez 92), un ideologema que, como se mostró ya, ha sido
invalidado por el proceso argumentativo de Lame que está permeado por el juego dialéctico
entre el tul y el pta’nz o suciedad, ambas categorías de pensamiento son muy complejas y de
difícil traducción.

A lo largo de su texto Lame se sitúa en dos tradiciones simultáneamente. Él tiene que probar
que es hombre civilizado también en términos de la sociedad dominante, para que su proyec-
to tenga la posibilidad de devolverle formalmente al indígena su sistema de gobierno y sus
territorios, pero continuamente su pensamiento, como el título de su obra lo afirma, es el de
“un indio que se educó dentro de las selvas colombianas”, y se podría añadir, en los Andes de
Tierradentro.

Su proceso reflexivo puede entenderse desde la perspectiva de una doble conciencia. Este
término proviene de la reflexión del sociólogo afroamericano W.E.B. Du Bois y expresa las
posiciones conflictivas de un individuo que trata de producir significación sobre su propia ex-
periencia privada y pública en un ambiente racista y discriminatorio (Rappaport 39). Este con-
cepto fue explorado con éxito por Joanne Rappaport y un grupo de estudiantes universitarios
nasas que lograron definir su actividad pedagógica de la siguiente manera:

Percibían su papel de educadores como un proceso de apropiación de sistemas de


conocimiento dentro del pensamiento propio. De esta manera se basaban en una cons-
80 Betty Osorio

ciencia que era el producto que de una experiencia específicamente nasa del mundo
(fizenxi) y que se mantiene mediante la adopción de una actitud crítica frente a otras
culturas, es decir, una posición continua de lucha, pero también de intercambio con el
exterior. (2005 39)

El texto de Lame responde así a una pluralidad de espacios: letrados, cristianos, jurídicos pero
es fundamentalmente la obra de un intelectual nasa. Uno de los referentes más profundos de
esta doble conciencia, o utopías interculturales, como los denomina Rappaport (Intercultural
Utopias, 2005), es la medicina nasa, que es visible para un indígena, pero difícil de identifi-
car para un letrado inexperto en identificar la relación entre medicina y política. El Te’wala es
el dirigente sabio capaz de velar por el bienestar social, pues la salud del individuo y de la
comunidad es un asunto político de primer orden; además esta relación de armonía con las
energías cósmicas, define el territorio geográfico y la manera como se utiliza, es decir el tul,
que garantiza el orden social. Casi al final de su manifiesto, Lame afirma contundentemente la
permanecía de la memoria histórica de su pueblo con las siguientes palabras que contienen
imágenes cuyo peso ancestral ya es más fácil de percibir:

…, porque nosotros los indios tenemos más memoria, y se nos presenta la inspiración
más ligera que el relámpago que rompe el negro manto de la obscuridad de la noche. El
Indio se pasea mejor y más rápido que la abeja en todas las flores del jardín de las Cien-
cias, etc. (232) Su firma, es la metáfora de Tierradentro, y la afirmación de un sistema
epistemológico cuyos alcances políticos pueden también orientar los procesos cognitivos
de las ciencias humanas y naturales de nuestro siglo. (Firma de la carátula del libro edi-
ción de Gnecco del 2004)

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82

Infancia masculina y exilio.


Una lectura de lo marginal en las primeras novelas de
Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Fernando Vallejo
Por: Óscar Torres Duque*
Pontificia Universidad Javeriana

I. Una observación de lectura

Las siguientes notas surgen básicamente de una observación de lectura comparada desde
una perspectiva tematológica (1). Las ulteriores coincidencias, es decir, las extra-tematológi-
cas, como el hecho de que las cuatro obras comparadas sean primeras novelas o el dato bio-
gráfico de que los cuatro autores sean homosexuales, no constituyen parte del tópico de este
ensayo, pero sin duda están involucradas, más que coincidencialmente, en las dos hipótesis
fundamentales que propongo.

La observación de base que me permito atender aquí es la del papel protagonístico que el per-
sonaje infantil posee en las cuatro novelas mencionadas (2). Lo infantil deberá entenderse en
un sentido lato: desde lo explícita o cronológicamente infantil hasta las implicaciones infantiles
de la acción de ciertos adolescentes o aun de un joven de veinte años como es el René de
la novela de Virgilio Piñera. Las cuatro novelas referenciadas, y que cubren un espectro muy
amplio a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, son las siguientes en orden cronológico,
que será el mismo que tendré en cuenta, más o menos, para la secuencia de mis exposiciones:
La carne de René, publicada en Buenos Aires en 1952 por los buenos amigos que allí había

* Óscar Torres Duque. Poeta, ensayista y profesor universitario nacido en Bogotá en 1963. Doctor en Li-
teraturas Hispánicas por la Universidad de Iowa. Ha publicado los siguientes libros: La poesía como idilio.
La poesía clásica en Colombia (crítica literaria, 1992); Manual de cultura general (poesía, 1994); El mausoleo
iluminado. Antología del ensayo en Colombia (1997 y 1998); Visitación del hoy (poesía, 1998); El Divino Niño
(ensayo de cultura popular e iconografía, 1999); Otro (poesía, 1999); En la carpeta de “Oda a John Wayne”
(poesía, 2004); y Oda a John Wayne (historia personal de los Estados Unidos) (poesía, 2010). Editor, coeditor y
colaborador de varios volúmenes de ediciones críticas y colecciones de crítica literaria y cultural, entre otros la
edición crítica de la Obra poética de Aurelio Arturo (2004) y los volúmenes colectivos Crítica y ficción. Crítica
literaria y ensayo en Colombia (2000) y Literatura y otras artes en América Latina (2004). Ha obtenido dos
premios nacionales de literatura (en ensayo y poesía), una beca en investigación individual del antiguo Insti-
tuto Colombiano de Cultura (para una historia del ensayo en Colombia) y la beca internacional Anne Cleary
para la investigación otorgada por la Universidad de Iowa en USA. Autor de numerosos ensayos y reseñas en
revistas culturales del país y el exterior, y conferencista en Colombia y los Estados Unidos.
Infancia masculina y exilio 83

dejado Virgilio Piñera; Celestino antes del alba, de 1967, novela de Reinaldo Arenas publicada
en Cuba por la misma UNEAC; La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, aparecida en
Buenos Aires (tras ardua lucha editorial) en 1968; y La Virgen de los Sicarios (3) de Fernando
Vallejo, publicada en Bogotá en 1994 por la editorial española Alfaguara, que pronto la llevaría
a España y México y negociaría los derechos de su traducción al francés (traducción que se
publicó en París en 1997). No deja de ser discutible la afirmación de que La Virgen de los Sica-
rios es la primera novela del escritor colombiano. Él lo afirmó en alguna entrevista televisiva en
Colombia, aludiendo a que sus primeros libros de prosa narrativa, aparte de las biografías de
Barba-Jacob, no eran más que su propia autobiografía y que por tanto no podían ser denomi-
nados bajo el rótulo de un género de ficción. Desde ese punto de vista, y dados los evidentes
indicios autobiográficos de La Virgen de los Sicarios, habría que cuestionar también el carácter
novelesco de esta última obra. De hecho, en reciente entrevista para El País de Madrid, acerca
de la negativa de algunos escritores colombianos a viajar a España por la exigencia del visado,
se refirió de nuevo al tema y negó esta vez que La Virgen de los Sicarios fuese una novela.
Aunque estas declaraciones de los escritores (y más en el caso de Vallejo) no lucen para
ser muy atendidas por la crítica, me parece que están sustentadas en argumentaciones que
provienen de la crítica misma. Para efectos, pues, de mi trabajo, entenderé La Virgen de los
Sicarios como la primera novela de Vallejo, atendiendo al mismo razonamiento de la intención
exclusivamente autobiográfica de la saga El río del tiempo.

En La carne de René, como queda dicho, el protagonista rotundo de la novela tiene veinte
años –no cumplidos en el inicio de la historia, cumplidos para el tercer capítulo, y transcurridos
por meses en los siguientes–. Sin embargo, tanto el tratamiento que le dan los demás como su
propio comportamiento delatan lo infantil en más de un sentido: la estricta tutela de su padre,
cuyas decisiones son las que en principio acata el joven; la virginidad de su sexo; sus procesos
elementales de aprendizaje de la vida; y en general el mundo escolar, primariamente laboral y
adolescentemente afectivo-sexual que vive. La historia se sintetiza fácilmente con el enuncia-
do de que se trata de una novela de anti-iniciación o, dicho en otras palabras, de una novela
que, siguiendo el esquema del Bildungsroman, lo parodia y lo invierte en el sentido de que el
protagonista, René, se resiste (más visceral que razonablemente) a dejarse iniciar, a aprender;
de hecho, al final no ha aprendido nada, o mejor, ha aprendido acerca de sí mismo todo lo que
no es, lo que no quiere ser y lo que no puede ser. Su gran símbolo es, claro, la carne de René,
que es el verdadero objeto que está en juego en la presunta “formación” del personaje. Esa
carne se niega a la tentación del placer pero también a su correlato, la tentación de padecer
o del martirio. Como veremos, al final se sugiere que, ya involuntariamente (luego René no
gobierna ya su vida, no ha asimilado lección alguna), la carne de René empieza a despertar,
es decir, también, a declinar (marchar y engordar son las dos visiones finales de su carne).

En Celestino antes del alba, Arenas construye un personaje-protagonista-narrador que se


sabe niño, más que por un rol claro dentro de las relaciones familiares y sociales, por su propio
discurso alucinado y la manera como localiza a sus parientes en relación con él; es decir, no
hay narrador que nos diga nunca que ese personaje es niño, pero el propio discurso narra-
tivo revela por entero a un niño. Febrilmente pueril en sus deseos y en su visión de mundo;
violentamente infantil en su necesidad de afecto materno y en su condición de ser exclusivo
para el juego, aunque se trate siempre de un juego que involucra la muerte y una imaginación
apocalíptica. Construida, al decir del propio Arenas, como una novela sin historia, esta novela
presenta un material poético-narrativo localizado completamente en la mente del personaje
infantil que mediante él se autoconstruye. En ese procedimiento, surge como un fuerte tensor
simbólico la figura de Celestino, niño también (al parecer mayor que el narrador), álter-ego
84 Óscar Torres Duque

poeta que, a falta de papel donde escribir escribe en las plantas con materiales recogidos del
medio y hasta en su propio cuerpo. La dimensión autoconsciente de este ser niño que se pro-
yecta en fantasías escriturales delata una novela autorreferencial y que literaturiza palmaria-
mente el convencional contexto costumbrista de la dura vida campesina en un país del Caribe
aquejado por la miseria rural y la falta de esperanza. El ser niño aquí lo es todo, pero ante
todo funciona como recurso patético: es mucho más impresionante la inanición cuando se la
muestra desde la agonía de un niño. Sin embargo, como vemos, el narrador no es solamente
un ser agónico; es también un ser creador que pasa pronto a instalarse en su propio infierno-
paraíso, construido con las palabras y con la figuración del personaje Celestino, que en últimas
emana de sí mismo. Esta visión de la desesperanza socio-rural en Arenas no se circunscribiría
exclusivamente al ámbito de lo infantil y cumple, al parecer de Eduardo Béjar (Béjar 48), una
progresión formativa (propuesta entonces de un bildunsgroman en trilogía) del niño de Celes-
tino antes del alba, pasando por el adolescente de El Palacio de las Blanquísimas Mofetas
(1980) para llegar al joven y poeta maduro de Otra vez el mar (1982). Francamente, dudo de
que la progresión cumpla tampoco en este caso con los objetivos de la novela de formación.
Fiel a una visión apocalíptica del mundo, Arenas se apostaría más bien en la exaltación de la
deformación, de la extinción inminente. Lo infantil opera allí como un matiz o una propuesta,
según lo veremos más adelante.

En La traición de Rita Hayworth, Manuel Puig consigue cuajar su experimento de la cuasi-


abolición de un narrador fuerte. A cambio de ese narrador, nos ofrece, también como Arenas
en Celestino, un discurso narrativo signado por lo infantil. Sólo que en la novela de Puig los
personajes infantiles, y en particular el protagonístico Toto (remanente autobiográfico de Puig),
están más definidamente descritos en un espectro familiar, social, pueblerino, escolar, etc. Sin
embargo el discurso de Toto, que a lo largo de la novela pasa de ser un recién nacido a llegar
a tener quince o dieciséis años, tiene cierta preeminencia por la cantidad de veces en que
aparece (cada “narrador” o discurso narrativo supone capítulos independientes) y porque te-
máticamente las historias se agrupan en torno de su vida, otros personajes reclaman también
su visión y su discurso en la novela: esos otros personajes son básicamente otros niños y ni-
ñas y mujeres. La inclusión, como capítulo final, de la carta de Berto, padre de Toto, supone la
irrupción de una solitaria voz masculina adulta que brillaba por su ausencia a través de la obra.
Pero, por supuesto, esa irrupción no hará más que reforzar el universo infantil de Toto, universo
al cual está asociado íntimamente lo femenino, como veremos. Por lo demás, en la carta de
Berto, éste no hace más que poner en el tapete ante su hermano ausente (que cumpliría o de-
bía haber cumplido las veces de padre de Berto) una regresión a su propia infancia (trauma por
lo que no se pudo ser) y a la niñez más tierna de Toto y de Héctor, su hijo y su sobrino, niños
que, estando bajo su tutela él pudo haber moldeado a su imagen y semejanza, cosa que sin
duda sabe no ocurrió. Como se sabe, La traición de Rita Hayworth escenifica la vida infantil de
Puig, su nacimiento y crianza en un pueblo de provincia argentino, su apego fuerte a la madre,
vinculado significativa y simbólicamente a la pasión por el cine y especialmente por el mundo
del cine hollywoodense de los veintes a los cuarentas, su ausencia del padre, sus experiencias
escolares, su traslado a Buenos Aires (que no implica ninguna apertura a un mundo urbano)
y su regreso a Coronel Vallejos; es decir, también en muchos sentidos la “formación” de Toto-
Puig. Pero, como ya lo ha anotado agudamente Fabio Espósito, “no hay nada que aprender
de la vida de Toto” (Espósito 284), refiriéndose a que si para el lector no hay nada ejemplar
o formativo en la progresión de la vida de este personaje infantil-adolescente, para el propio
personaje-autor tampoco lo hay. El propósito o, al menos, el logro, no ha sido arreglar cuentas
con el pasado; más bien mostrar cómo éste (es decir, la infancia), sigue vivo, sigue activo,
deviene literatura “infantil”.
Infancia masculina y exilio 85

Finalmente, La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo, siendo una novela de explícito
abordaje de los temas de la violencia social en Colombia y de la autobiografía homosexual
del narrador-autor-personaje, gravita también, y de manera no menos evidente, en torno del
universo infantil que sirve de sustrato al fenómeno mismo del sicariato (4) y a su anexo el de
una particular vivencia (absolutamente infantil) de la devoción religiosa. La novela cuenta a
pedazos caprichosos la relación de Fernando (sin reticencias, Vallejo) con dos jóvenes de las
comunas de Medellín. El primer joven, a quien él nombra “mi niño” en repetidas ocasiones,
se llama Alexis. La relación es claramente prostitucional en sus antecedentes: Vallejo no nos
cuenta dónde conoció a “su niño”. Pero una alusión posterior nos hace entrever ciertos puntos
de “encuentro”, o mejor, de mercado: la parte posterior de las grandes iglesias de la ciudad
(que en Medellín, la segunda ciudad más importante de Colombia en cuanto a desarrollo in-
dustrial y poblacional, pululan) y las calles del centro de la ciudad. Estas calles son probable-
mente cercanas a bares o “grilles” como los que describe el propio Vallejo especialmente en
el segundo volumen de su autobiografía, titulado El fuego secreto, y que harían las veces del
prostíbulo para relaciones homosexuales. El caso es que la relación con Alexis, en sus antece-
dentes, no es más que una relación entre cliente y prostituto. Sin embargo, en una dimensión
que bien puede ser articulada con el universo infantil de la novela, el narrador-autor declara
varias veces que se trata de una relación de amor, de enamoramiento. Lejos de querer descri-
birnos con manía positivista el ámbito de la prostitución homosexual en Medellín, Vallejo nos
remite a una relación de amor, más aún a una relación pura con un niño puro (no encuentro
ahora el par de fragmentos donde explícitamente el narrador habla de esa pureza). Después
del asesinato de Alexis, Fernando descubre a Wílmar, su otro “niño” (los dos muchachos deben
de estar entre los dieciséis y los dieciocho años); la relación con Wílmar repite el esquema de
la relación con Alexis, un poco en el filo farsesco de negar la misma pureza afectiva que se
reclamaba para la primera relación, filo afrontado convencionalmente con un recurso diestro
del narrador: confundir en varias ocasiones a Wílmar con Alexis, haciendo ver que en los dos él
veía al mismo niño. Lo precariamente novelesco, a mi juicio, irrumpe solamente en el momento
en que Fernando descubre que ha sido el propio Wílmar quien ha matado a Alexis y se impone
un poco melodramáticamente la necesidad de darle muerte, hasta que descubre que no vale
la pena. De hecho, otros dan muerte a Wílmar, como era de esperarse. Como queda dicho, el
sesgo infantil irrumpe de la misma candidez (impostada) del narrador, que asume su relación
con los muchachos como una relación cándida, no pervertida, incorrupta (sin duda tocando los
límites de la más explícita cursilería), e irrumpe también de la condición infantil que el narrador
les atribuye a sus amantes, contexto que al ser más una observación aguda de la realidad psi-
co-social salva la narración del melodrama. Finalmente, y como consecuencia de la última con-
dición anterior (y su correspondiente fenómeno psico-social, que bien estudiaría Fernando en
calidad de sociólogo o antropólogo), lo infantil es, como decíamos, la reincidente peregrinación
del muchacho sicario, en este caso de los dos amantes de Fernando, al santuario de María
Auxiliadora en Sabaneta, y en general a cualquier iglesia de Medellín, a cumplir sus promesas
y hacer sus votos. Esta cándida e impoluta devoción religiosa (ratificada en efecto por soció-
logos, psicólogos, antropólogos y otros científicos sociales) se simboliza particularmente en el
uso del escapulario de la Virgen como talismán y como parte de la “identidad” del niño-sicario.

II. Primer nivel hipotético: el estrato simbólico de lo angelical

La primera hipótesis que me es dado formular a partir de la observación comparatística an-


terior es la de la fuerte presencia del estrato simbólico en las cuatro novelas estudiadas. Ese
estrato existe estructuralmente, es decir, no se trata simplemente de una deshilvanada refe-
86 Óscar Torres Duque

rencia a símbolos pre-constituidos. Y esa simbólica estructural que atraviesa las cuatro obras
atañe, en la manera como me aproximo a ella, a lo angelical como un atributo o una condición
que se desprende del carácter infantil de los personajes y de la infancia misma como universo
narrativo.

Me parece que debe sorprendernos un tal énfasis en estos cuatro particulares autores, todos
ya reconocidos como magistrales creadores literarios latinoamericanos, maestros justamente
de la transgresión y de la desacralización. Desacralizar implica necesariamente des-simboli-
zar, pero, sobre todo en estos autores, deconstruir lo simbólico. Bien, es desde esa perspec-
tiva que aprecio el estrato simbólico en estas novelas: como un manejo autoconsciente de lo
simbólico, que termina (y comienza, me temo) irremediablemente en la destrucción del mismo
universo simbólico. Pero ello no niega que la simbología angélica siga operando como fuente
de construcción del material narrativo y de autointerpretación de los niveles de la trama. La
simbólica angélica es tratada, manipulada y deconstruida (deconstruir, lo sabe Derrida, no es
eliminar sino re-potenciar y convertir en realidad ajena) de manera consciente, a veces de
modo farsesco, pero concluye en su redimensionamiento como estrato en que vive la contra-
dicción y, mejor, la gran paradoja, en que se mueven narrador y personajes en estas cuatro
novelas.

En La carne de René el estrato simbólico es bastante visible y por ello menos fuerte en tanto
simbólico. Casi podríamos empezar diciendo, tras la lectura de los primeros capítulos de la
novela, que la carne misma de René es allí manejada como un símbolo, como una metáfora,
y que estamos, pues, ante la presencia de un texto fantástico o al menos altamente alegórico
(como sabemos, la alegoría es una forma simbólica débil, justamente porque lo simbólico se
representa allí de manera visible, ante los ojos del lector o espectador). Para avanzar y enlazar
esa simbología de la carne con lo angelical bastaría con aludir a las referencias que Piñera
hace de la timidez de René, de su virginidad, de su repugnancia ante lo crudo, ante la sangre,
ante la carne expuesta. Todos estos elementos, por lo menos en un contexto moral puritano
(que creo que Piñera explota inicialmente) remiten a la idea del ángel como ser puro, impoluto,
no contaminado, no terrenal, cuasi-invisible, espiritual, etc.

Pero las referencias más explícitas –igualmente visibles– a la dimensión angelical en la novela
son las que trasladan la figura de René a las figuras icónicas de San Sebastián y del propio
Jesucristo crucificado (y que podrían ampliarse sin abuso a una escueta referencia a un ángel
de loza en la habitación de Dalia y al propio maniquí –por lo no humano– que ésta se ha hecho
de René, su doble). Es claro que San Sebastián y Jesucristo no son ángeles (son menos o
más que ángeles), pero también es claro que entre lo hagiográfico y la tradición evangélica
(que es la forma que teológicamente tiene la Revelación divina tras la venida de Jesucristo)
la simbología angelical ocupa un lugar impreciso que supone entender que lo angelical fue en
momentos determinados la condición propia de los cuerpos de San Sebastián y de Cristo, en
tanto fueron (y supongo que son) cuerpos espiritualizados que pueden, al tiempo que estar en
todas partes o en “el cielo”, por decirlo para adecuarnos a nuestro contexto infantil; trasladarse,
es decir, seguir siendo cuerpos particulares, ocupar un espacio determinado. En ese sentido,
en el de la relación de San Sebastián y de Jesucristo con el cuerpo mismo de René (o con sus
propios cuerpos), las escenas en que estos íconos aparecen nos remiten a una visión angelical
del cuerpo en el intertexto que manejan.

En el tercer capítulo de La carne de René, Ramón, padre de René, le muestra a su hijo, como
antesala de un presente de cumpleaños, un retrato del San Sebastián martirizado que tiene
Infancia masculina y exilio 87

el rostro de René. Dos niveles simbólicos permiten establecer un deslinde necesario: por un
lado, la figura icónica misma de San Sebastián supone el martirio (el cuerpo atravesado por las
flechas); por otro lado, la semejanza (que se describe casi como una identidad) del santo con
René se muestra a través de un rostro beatífico y plácido que no refleja el dolor que padece su
cuerpo. Esta relación implica una concepción masoquista que a René le parece inaceptable.
Así, lo angelical es en René, en este caso, una imaginación que lo destina al martirio (físico, se
entiende) pero una voluntad de mantenerse intacto, de no permitir que su carne sea tocada por
ninguna clase de flecha. Si pensamos que René es tentado también por Dalia hacia el placer
carnal, debemos entender el destino (imaginado) de René como una propensión al martirio y
también al placer; pero por sobre todo se impone la conciencia de René de no dejarse tocar: ni
para sufrir ni para gozar. Lo angelical corresponde en él y en la novela toda a esa voluntad de
resistencia y a esa condición intocada de su carne. Otro tanto veríamos en una interpretación
de la escena en que en la Escuela del Dolor es presentado ante su doble bajo la representa-
ción icónica de un Cristo crucificado: “Ante sus ojos apareció la consumada reproducción de
sí mismo, en el trance de la crucifixión. Inspirada en la de Cristo, el escultor había introducido
una modificación capital: en vez de la patética y angustiada faz de Jesús, la carne de René en
yeso se ofrecía” (Piñera 1995, 58). La alegoría funciona hacia el lado del sacrilegio (envilecer
la figura santa con atributos de una imperfecta criatura), y ello refuerza en nuestro análisis el
carácter de lo simbólico que se maneja: lo angelical no supone una filiación a la vulgarización
occidental del ángel como ser puro, bueno y al servicio de Dios-Cristo, sino, aun rescatan-
do las raíces más fuertes de la propia tradición judeo-cristiana (es decir, pre-occidental) una
aparición de lo etéreo o lo divino como creación independiente (los ángeles no se confunden
con Dios, no hacen parte de la Santísima Trinidad pero tampoco son criaturas terrenales, a lo
sumo criaturas celestiales, lo cual pone en complejidad alucinante todo el problema medieval
de la jerarquía angélica); ello permite que algunos de ellos, y en particular uno (señor Lucifer)
puedan desafiar y cuestionar el poder de Dios para venir a representar finalmente, y también
simbólicamente, al mal mismo. El hecho de que René no quiera ser un doliente como Cristo
implica su desafío simbólico, su “non serviam” satánico. Pero justo esa resistencia lo ubica en
el nivel de pureza que maneja paródicamente el discurso narrativo (por cierto pulcro y econó-
micamente escueto) de la novela. Ser intacto significa no ser santo ni divino; significa no ser
adulto o púber o sexualmente activo, y por tanto significa no ser padre, no ser el padre, no
ser Dios. Es la ley satánica que se impone como verdadero contenido simbólico de la alegoría
angelical y que está igualmente implícita en las otras tres novelas que estudiamos. “Todo ángel
es terrible”, escribió Rilke, y sabemos que estaba manejando este mismo contexto simbólico
de lo que implica el combate entre lo carnal y lo desencarnado. Es un ángel el que anuncia a
María la Encarnación, misterio central de la salvación cristiana. Ello supone la concepción de
un niño sin atadura alguna a un padre carnal y con una atadura “difícil”, por decir lo menos,
con su madre virginal. Pero finalmente, Cristo crece y al parecer se hace cargo de la causa
de su propia carne, ignora su origen divino y esencialmente etéreo e intocado. La declaración
anterior hace parte de la filosofía de Mármolo, en la Escuela del Dolor, y es a lo que se quiere
oponer René en toda su experiencia resistente en la Escuela. Piensa Mármolo, a través del
discurso del narrador (omnisciente): “Cristo, un sufriente, hijo de sufriente y nieto de sufriente,
había perecido en la cruz por la causa de la carne […] Ergo: Cristo murió en la cruz por amor
a su propia carne” (Piñera 1995, 84). Lo cual implica argumentar que Jesucristo se afilió a su
causa humana, al dolor de sus padres humanos, de su linaje humano, traicionando su natura-
leza angelical. El argumento se invierte en René. Él es el ángel.

Por lo demás, el tema angelical en la primera novela de Piñera remite al ya trabajado tópico
de la frialdad, que él mismo puso en circulación interna desde la titulación de su primer libro de
88 Óscar Torres Duque

relatos, Cuentos fríos (1956). Es claro que un ángel visto desde estos presupuestos es un ser
frío, un ser que no puede ni debe ser tocado por ninguna clase de luz o de encendimiento o de
laceración. Esta dimensión se insinúa desde la escogencia misma del estilo narrativo (antiba-
rroco y sobrio). Pero creo que permite una última e insistente relación: lo frío, la carne que no
se enciende, es una carne infantil. Y un poco más allá (sugerencia que puede verse a la luz de
mi análisis de las otras novelas), es una carne femenina (quizá en el sentido de carne pasiva
que un contexto patriarcal-machista occidental podría avalar). Así lo sugiere esta sorprendente
recomendación que le hace a Ramón, padre de René, una energúmena “madre de familia”
aludiendo a René: “Esa carne no sirve. Póngala a jugar con las muñecas” (Piñera 1995, 111).
La relación no deviene tan traída de los cabellos cuando se pone en perspectiva con la descrip-
ción de los escarceos de seducción que Dalia intenta vanamente con René, y en los cuales,
por supuesto, Dalia es el agente activo y René el recontrapasivo, sin tapujo enunciado como
“timideces de doncella” (Piñera 1995, 123). Ahora bien, como lo ha expuesto claramente Fer-
nando Valerio-Holguín en Poética de la frialdad, esa condición fría (infantil, pasiva o femenina)
no supone la insensibilidad; supone un particular estado “térmico” que sigue reclamando, al
modo del interdicto de Bataille, la necesidad de la temperatura, es decir, de la agresión, de la
caricia, del rasguño, del ultraje. Contra toda opción, René, finalmente, empezará (tal vez en
una segunda utópica parte de La carne de René) a sentir cómo su carne se rebela y pasa por
encima de su voluntad angelical, porque al fin y al cabo carne es.

En las otras tres novelas los estratos simbólicos son menos problemáticos en tanto son menos
evidentes y están vertidos en múltiples relaciones y referencias al mundo propio de los perso-
najes y narradores. En Celestino antes del alba, es evidente que el protagonista-narrador vive
en un estado permanente de ensoñación, que incluso le permite a él mismo, en ocasiones,
diferenciar la realidad de sus sueños, aunque al final no tengamos que forzarnos por mantener
esa diferenciación, que se vuelve absurda, pues todo el discurso narrativo asume el enunciado
mismo de la realidad que cuenta como “historia” o como fábula de la novela. El mundo del
protagonista está lleno de duendes, de espectros y de lugares que son imaginados a partir
de los mismos elementos que le ofrece la realidad. Porque, a decir verdad, más que tratarse
de lugares lejanos o exóticos, es el entorno mismo –casa, caserío o barrio, plantíos, montes,
ríos, árboles y vegetación de todas las clases y condiciones– el que padece bajo la férrea
imaginación del niño de una incurable magicidad, de una constante conversión en infierno,
paraíso o valle de Josafat (escenas apocalípticas). Desde este punto de vista, lo angelical nos
remite a su campo semántico anexo: el de lo sobrenatural o lo etéreo. Pero, por supuesto,
esta relación es tanto más firme en cuanto quien ensueña es un niño, y confiere por tanto a su
mundo creado un aura de ingenuidad y de pureza. Esta última apreciación empieza a diluirse
(y es, como siempre, la tesis final de nuestra versión de lo angélico), cuando lo puro o ingenuo
deviene conciencia de una escritura, de una escritura que es igualmente apocalíptica y pre-
supone tanto la creación de un mundo como su destrucción. La imagen central al respecto es
la de Celestino, álter-ego del narrador, escribiendo en las plantas, y el abuelo persiguiéndolo
y destruyendo su escritura, es decir, destruyendo todo lo vegetal a su alrededor. La sequía y
la desertificación son las plagas con que se asocia la miseria y la muerte real de la familia y el
villorrio en la novela.

El universo del cuento de hadas, evocado frecuentemente con la repetición de nanas y can-
ciones infantiles (“Aserrín aserrán/los maderos de San Juan”, etc…), subsume o toma el papel
de lo angelical. Es el propio narrador-protagonista quien vive referenciando esos cuentos de
hadas (como transposición deseada del entorno inmediato), y la producción de símbolos cen-
trales es apenas previsible: así, el pozo aparece como una figura central asociada a la madre,
Infancia masculina y exilio 89

generalmente en sentido negativo (la madre se suicida allí infinidad de veces, y quiere raptarlo
desde allí en ocasiones): el pozo deviene así imagen central del infierno, del mundo inferior, de
la muerte, pero también del espejo mismo donde el narrador y sus propios personajes pueden
reflejarse, es decir, existir. En otras ocasiones, el pozo, en momentos de miseria extrema, al
menos permite sacar agua para mantener con vida a la familia del narrador y al vecindario
todo. Otro símbolo central, contrapuesto al del pozo, es el del hacha del abuelo, símbolo igual-
mente negativo de la muerte por destrucción: con el hacha el abuelo quiere castigar a todos
los que no se someten a su voluntad y con el hacha tumba el abuelo las plantas y las cosas
donde Celestino pone sus signos escriturales. Por supuesto, una insistencia en la visión de la
muerte (obsesiva en Arenas) es palpable en estas simbologías en el sentido de construir un
lugar de la muerte (es decir, tradicionalmente el infierno mismo), pero, como bien lo ha seña-
lado Adriana Méndez Rodenas, esa circulación simbólica supone el entendimiento de un ciclo
vida-muerte (muerte-vida). Desde esa perspectiva se puede entender la ensoñación final de
un castillo (único elemento ajeno a la realidad circundante del narrador), que es para Méndez
una simbolización del discurso narrativo mismo: “La incorporación del cementerio al castillo,
al ‘laberinto narrativo’, comprueba que el sistema poético de Arenas se funda en un decreto
simbólico, el intercambio vida/muerte, como su modelo Pedro Páramo de Juan Rulfo” (Méndez
74). Y como en la novela de Rulfo, el efecto de ese discurso es la construcción de un lugar
donde la muerte lo enseñorea todo y donde se funden las fronteras entre realidad y fantasía
porque los seres humanos que existieron siguen padeciendo su existencia sin que la muerte
detenga el eterno castigo de sus vidas. Visión apocalíptica de una realidad que en su versión
más borgesiana es tanto más infernal cuanto más se repite y se repite, cíclica pero incesan-
temente. Esta implicación de la eternidad (y los ángeles son eternos) se postula en Celestino
a través de los tres finales que propone el autor, y que concluyen formalmente en un “Último
final”, pero que dejan abierta la posibilidad del recomienzo y las mil finalizaciones imposibles
que el lector quiera darle a la novela.

En tanto niños evadidos por sus alucinaciones, si bien el narrador y Celestino (tal vez uno
mismo) son golpeados con sevicia y con frecuencia, finalmente devienen personajes inalcan-
zables al castigo físico y pueden regodearse en reconstruir a una madre y a un abuelo (los dos
agentes principales de su castigo) como personajes infinitamente buenos y tiernos. Al igual
que en la novela de Piñera el cuerpo es castigado, ultrajado en términos reales, pero su volun-
tad o su imaginación lo coloca en una suerte de intocabilidad, de inviolabilidad (no de insensi-
bilidad, pues en ambas novelas se describe, pero especialmente en la de Arenas, las minucias
del sentir físico). Y también como en la novela de Piñera, la inviolabilidad, que es construcción
del mundo propio, deviene pirincipio de la autodestrucción. De hecho, Celestino antes del alba
es una novela que quiere acabarse, lo cual está sugerido por sus tres finales. El amor de los
dos muchachos por los pájaros y el vuelo (otra suscitación de lo angelical) tiene un símbolo
de su frustración en la muerte del pitirre que cuidan amorosamente durante algún tiempo. La
muerte del pitirre, sin embargo, que acaece en la transición entre el primer y el segundo final
de la novela, está prefigurada en esta apocalíptica escena inicial que muestra de manera más
cruda la imagen romántica del dolor infantil por la muerte del ave: “El mayal está ardiendo por
los cuatro costados, y un pichón de aura salió volando con las alas encendidas y se tiró sobre
el techo de la casa. El techo cogió candela y ahora toda la casa está ardiendo también. El
pichón de aura cae achicharrado en mitad de la sala” (Arenas 80, 38).

La imagen del pozo no es ajena a la discreta figuración simbólica de La traición de Rita Ha-
yworth de Manuel Puig, y está asociada también a la amenaza de muerte sobre el protago-
nista, Toto, bien sea que su padre amenace con tirarlo allí (el pozo se encuentra en mitad del
90 Óscar Torres Duque

patio de la casa), o bien que alguna vez su madre hable también de tirarse ella. Lo que en
principio me interesa destacar a partir de este elemento simbólico es la cercanía del personaje
niño con su muerte y con la muerte en general. Como el narrador de Celestino, el de La traición
de Rita Hayworth es familiar de la muerte, ensueña con ella, la manipula, la piensa, la evoca
con frecuencia. Esta familiaridad procede más de un terror que de un pertenecer a la muer-
te, como supondría una simbología de lo angélico asociado a los reinos sobrenaturales; sin
embargo, como en la novela de Arenas, en la de Puig el terror es convertido en una instancia
casi estética, en un modo de expresión. Toto no sólo habla para sí mismo, sino que escribe
textos literarios y lee otros tantos, así como convierte en historias personales las historias que
le “cuenta” el cinematógrafo. Esas historias y ese discurso no están exentos de la conciencia
del bien y del mal (Toto enfatiza siempre quién es el bueno o la buena y el malo o la mala de
la película). El temor al mal que no puede evitarse (porque ya sucedió, por ejemplo, en la pelí-
cula) es conjurado en su propio discurso o en sus escritos, como aquél con el cual obtiene un
premio literario en la escuela de Buenos Aires.

Ese terror a la muerte se trasvasa esencialmente en el temor –que disimula Toto bajo su
discurso– al sexo y a la posibilidad de que su cuerpo sea agredido. El ser para la muerte, la
dimensión metafísica del personaje Toto de carne y hueso, surge pues del miedo a las leyes
de la carne y al cumplimiento de las fuerzas físicas en ella. Es por eso que a lo largo de la
novela Toto no hace otra cosa que eludir tanto el castigo como el contacto corporal placentero,
al igual que el René de Piñera. Su dimensión angelical deviene también de su intocabilidad,
como he argumentado en otro ensayo a partir de una relación con el supuesto tópico román-
tico de la intocabilidad en María de Jorge Isaacs, una de las lecturas que comparten dos de
los personajes femeninos de La traición de Rita Hayworth y que Toto también habría hecho
por influencia de su madre lectora. Como mencioné allí, la intocabilidad de Toto llega hasta
el puritanismo (“…vos no sabés lo que te puede pasar con un muchacho en el oscuro” –Puig
237–, le advierte Toto a su amiga Paquita, y luego la traiciona contándole al novio de aquélla,
como algo imperdonable, que la muchacha había tenido experiencias sexuales anteriores). De
nuevo, la condición intocable se insinúa hacia la insensibilidad (es decir, que en efecto Toto
fuese un muchacho frígido y que no hubiese tenido despertar sexual), pero creo que es fácil
demostrar lo contrario y argüir que lo que transparenta el acucioso monólogo de Toto es un
terrible padecimiento de su cuerpo por esconder sus naturales inclinaciones e infalibles con-
secuencias fisiológicas. A este respecto, es bien significativa la inclusión de la historia de “El
loco” de Chéjov en el cuaderno de pensamientos de Herminia. La historia está contada, claro,
por Herminia, pero refiriendo cómo Toto se la contó a ella. La historia habla de un muchacho
que se enamora de una sirvienta y en la ocasión de estar acariciándola y ante la inminencia
del acto sexual, descubre que no siente nada (alias, que aquello no se para); ante la repetición
de la escena, el muchacho, desesperado, prende fuego a uno de sus dedos para comprobar
si su carne se había vuelto insensible y, claro, descubre que en efecto no es insensible. ¿Por
qué cuenta Toto esta historia a Herminia? No parece ser, claro, su propia historia, pero bien
podría serlo por negación. ¿Acaso se niega Toto a reconocer sus irremediables inclinaciones
sexuales (señaladamente homosexuales) por temor de aparecer performativamente frígido o
impotente? No creo; más bien reitero la hipótesis de la radical negación (consciente negación)
del muchacho a admitir la sexualidad o carnalidad como una dimensión social, connatural a su
cuerpo. Como René (y presumiblemente como el narrador de Celestino) entiende la sexuali-
dad y toda carnalidad como una violación a su código esencialmente espiritual. Lo cual no sig-
nifica, como ya hemos visto, una negación de facto de la carne sino una asimilación negativa
de la misma que genera tragedia y destrucción. De ahí a la consabida versión de una creación
maligna (y del Dios malo), de un mundo pervertido, sólo hay el paso que finalmente Toto da al
Infancia masculina y exilio 91

decirle a Herminia sus razones de por qué no cree en Dios o por qué Dios sería esencialmente
un Ser malo. El ángel infernal, el hablante del “non serviam” vuelve a irrumpir en el ulterior
estrato simbólico de la novela.

La misma visión apocalíptica, la del ángel exterminador en que se convierte el niño puesto con-
tra la voluntad divina, es la que declara y enuncia reiterativamente Fernando Vallejo en calidad
de autor, narrador y personaje de su presunta novela La Virgen de los Sicarios. La visión del
ángel exterminador es paródicamente simple: este mundo es un mundo corrupto y “mi niño” (el
sicario) vino a él a hacer justicia o a purificarlo (con su mini-uzzi o su pistola automática, ni más
ni menos, pero más rudimentariamente, que como Terminator). La relación de esta “salvadora”
misión con la niñez estaría explícita en una de esas frases como ésta: “La niñez es como la
pobreza, dañina, mala” (Vallejo 98, 106). Aunque aquí el narrador no está pensando en sus
muchachos, su discurso, conscientemente contradictorio –subversivo y extremadamente dog-
mático y autoritario–, avala la sentencia en más de un sentido: es en la niñez, en lo que teóri-
camente debiera ser más puro, donde más se pone de manifiesto la perversión de la creación
o del mundo (aunque Vallejo piensa más en términos de creación de Dios, un Dios insano: la
“gran Gonorrea”, como escribe, para potenciar su discurso blasfematorio).

Pero otros niveles más estereotípicamente simbólicos de lo angelical subyacen en La Virgen


de los Sicarios y son simplemente los de la devoción religiosa y el imaginario católico tradicio-
nal. Sencillamente porque sus personajes y Vallejo mismo creen en la Virgen, en los santos y
en Dios, por tanto en los ángeles. Y el escapulario del sicario funciona también como un Ángel
de la Guarda. Si no existiese Dios, no habría contra quién maldecir, pareciera decirnos Vallejo.
Ya se estudiará esa dimensión de la maldición como categoría estilística en su obra. Toda la
novela, en su connotación paródico-religiosa y devocional, no es más que una gran maldición,
que necesita de la afirmación de la existencia de Dios. Lo mismo, el sicario no mataría si no
tuviese el respaldo de su “Virgencita” y de “mi Dios”. Hecho, por lo demás, connotadamente
ratificado por la observación sociológica.

En el desarrollo de sus primeros libros narrativos –la saga autobiográfica El río del tiempo–,
un leit-motiv recorre los diversos capítulos y los cinco volúmenes: la imagen de los niños que
se acercan al autor Fernando Vallejo para mostrarle su admiración y encantamiento con el
perro que lo acompaña: una hembra, gran danés, que no los sorprende tanto como la propia
revelación, orgullosa, verbalista, simbólica, de su nombre: Bruja. Con el nombre de su perro,
Vallejo recuerda en todo momento su creencia en las brujas al modo del dicho, muy antioqueño
y colombiano de que “no creo en las brujas, pero de que las hay las hay”. Recuerda también las
anécdotas de su infancia pobladas de seres espectrales que positivamente afectaban la vida
del niño. Su abuela y su madre le habrían transmitido esa pasión –a la larga laica– por lo sobre-
natural y misterioso: “Entonces mami, Liíta, empezó a ver de noche el espectro: un aparecido
de esos que en Antioquia solían esconder en vida lo que tenían, en un entierro, y muertos
regresaban de noche, a joder a los vivos, desde el más allá” (Vallejo 87, 42). Esta imaginería
no lo ha abandonado, incluso incorporada a la misma iconografía y a la advocatoria católicas.
De su revés de renegamiento viene su pasión por la simbólica del ángel exterminador (que
al fin y al cabo es también una figura evangélica, llámese Abbadón o como sea) y toda corte
semántica diabólica. Escribe: “El Diablo es el gran zángano de Roma y ustedes, lambeculos,
sus secuaces, su incensario. Por eso he vuelto a esta iglesia del Sufragio donde sin mi permiso
me bautizaron, a renegar” (Vallejo 98, 66-67). Pero renegar, es vivir en una realidad de por sí
renegada, en donde los niños son la parte más significativa del Gran Mal:
92 Óscar Torres Duque

Claro que Dios existe, por todas partes encuentro signos de su maldad. Afuera del Salón
Versalles, que es una cafetería, estaba la otra tarde un niño oliendo sacol, que es una
pega de zapateros que alucina. Y que de alucinación en alucinación acaba por empe-
gotarte los pulmones hasta que descansas del ajetreo de esta vida y sus sinsabores y
no vuelves a respirar más smog. Por eso el sacol es bueno. Cuando vi al niño oliendo el
frasquito lo saludé con una sonrisa. Sus ojos, terribles, se fijaron en mis ojos, y vi que me
estaba viendo el alma. Claro que Dios existe. (Vallejo 98, 74).

Este contexto quizá permitiría entender su anterior afirmación igualmente sarcástica y desa-
fiante: “¿La solución para acabar con la juventud delincuente? Exterminen la niñez” (Vallejo 98,
28). El ángel es, así, un agente de la maldad de Dios: como no puede destruirlo, destruye su
propia creación, tal como se propone hacerlo el Príncipe del Infierno de Milton. La escenifica-
ción de este mito ancestral presupone todo el instrumental apocalíptico o del mundo al revés.
Lo advierte certeramente María Mercedes Jaramillo en su ensayo sobre el escritor antioqueño:

Frankenstein y Dios son igualados en este mundo al revés porque crearon monstruos
que son incapaces de controlar. Satanás, por lo tanto, viene a poner orden y envía a los
sicarios como ángeles exterminadores. Con esta lógica de juicio final cada muerte es
celebrada con júbilo y no deja huella o remordimiento, sólo la satisfacción de un deber
cumplido. (Jaramillo 434)

III. Nivel hipotético conclusivo: el niño como exiliado y marginal literario

Más allá del panorama desolador de la temática puesta en juego por nuestras cuatro novelas,
podríamos vérnoslas con su condición de novelas de una altísima factura literaria, de una
sostenida intensidad. A lo que me refiero aquí es a mi gesto de lector agradecido con una ex-
periencia de lectura que enriquece, y tanto más si se afina en la relectura. Este equiparamiento
(arriba comparatístico) de cuatro novelas aparece aquí reclamando una necesaria disociación
conceptualmente estilística: por no ir más lejos en las distinciones de procedimientos o recur-
sos narrativos, bastaría con mencionar por lo menos un doble alineamiento: las novelas de
Piñera y de Vallejo pertenecen a un modo diegético semejante, heredero del realismo decimo-
nónico, pero que en Piñera es autoconscientemente económico (antibalzaciano por completo)
y sobria y paródicamente descriptivo, mientras que en Vallejo es desbordadamente verbalista
(más aún, lexicalista, en sus precisiones constantes al habla que procura representar a veces
sin distancia alguna) y da cabida al habla popular, jugando peligrosamente con el costumbris-
mo y el panfleto. Por su parte, las novelas de Arenas y Puig se inscriben en una línea más
aparentemente vanguardista, poética y teatral, heredera de los logros más eminentes de la
novela moderna a lo Joyce: monólogo interior y licuefacción del narrador autoritario.

Bien, pero todo ello no importa aquí más que por el hecho de que las cuatro novelas, trabaja-
das sobre una manipulación paródica de lo simbólico, devienen extremadamente literarias y
literaturizantes, en el sentido de que las cuatro (tal vez de manera atenuada en la de Piñera)
proponen ser leídas como una escritura, como un habla, como una huella expresiva que,
siendo denotadamente infantil o cuasi-trivial (vale para las cuatro), perpetra su propia des-
trucción en un nivel paródico que delata a la misma escritura como un juego de disfraces y de
encubrimientos-descubrimientos. Este nivel paródico nos lanza finalmente a nuestro tema de
la marginalidad (parodia de sí mismo), pero antes quiero enunciar el fenómeno de la autocons-
Infancia masculina y exilio 93

ciencia escritural en las cuatro: En La carne de René la carne es finalmente el mismo texto so-
brio (y engordando) que ante la descripción de lo extremo y aun absurdo no se permite el más
mínimo desborde exaltativo. Todo sucede allí con tal aparente naturalidad, que esa naturalidad
lingüística nos conduce automáticamente al asombro que desenmascara la farsa. En Celestino
antes del alba al final sabemos que el mundo narrado por un niño empieza a ser recogido en
una sola fabulación de palabras y nos reencontramos con la imagen de un Celestino hecho
sólo de simbolismo o de materia verbal, en el espejo del propio narrador. En La traición de Rita
Hayworth el protagonista y los diversos narradores nos revelan la condición escritora de Toto,
y esa igualación de los narradores en una sola y ulterior voz llega a su culmen aplicada a la
propia voz del padre, que al fin y al cabo resulta ser no más que el propio Toto anhelante de
un padre también. En La Virgen de los Sicarios la farsa surge también de repente cuando el
melodramatismo de una historia de amor y el romanticismo de una casta sublimada (el sicario-
niño-femenino) tornan a la conciencia de que detrás de toda la historia está el gramático y
aun científico social que no puede dejar de confesar su conmoción por el derrumbamiento de
todos los valores en que, así sea sacrílegamente, sigue inmerso; gramático-poeta, como una
cierta especie de político con ambición presidencial que, en Colombia, el mismo autor lo dice,
ha sido la peor maldición. La enorme distancia del narrador respecto de su material narrativo,
popular y vulgarizante, irrumpe así como una bofetada al lector para que se pellizque y asuma
las contradicciones del propio escritor, propuesto, finalmente, como el verdadero protagonista
de su literatura.

En cualquiera de los cuatro casos, la autoconsciencia y literariedad de las obras nos botan al
margen mismo de los textos y nos devuelven a una nueva dimensión de su estrato simbóli-
co, que de paso anula los simbolismos: me refiero al estrato autoconsciente, el del exilio y la
marginalidad, como emergencia temática, pero sustancial al ser mismo del quehacer literario
que ha dado origen a estas novelas. Probablemente este hecho, en el caso de nuestros cuatro
autores, esté estrechamente ligado con lo que significa hacer literatura desde la condición de
ser homosexual necesitado de una expresión. Pero lo que no han hecho nuestros cuatro au-
tores es abanderar un tipo de expresión o creer en las falacias de una representatividad social
en el mundo. Coincido con la idea formulada por Reinaldo Laddaga en su conceptualización
de lo que él llama “literaturas indigentes”: “…la voluntad de no darse a la representación so-
cial (que es lo que llamamos, y lo que Benjamin llama, ‘éxito en la vida’)” (Laddaga 13). Ello
supone un tipo de expresión que por un lado arroja con fuerza la figura de un autor dueño de
esa expresión a su propio discurso literario y el reconocimiento de que esa expresión no cuaja
en ningún tipo de identidad: no tener “éxito en la vida” significa en este caso no poder ser al-
guien en la vida; o, tal vez, para ubicarnos en el nivel de las discusiones entre lo esencialista
y lo constructivista, o entre lo identitario y lo performativo, saber que se es algo y no poder
representarlo socialmente. La conciencia (harto reiterada en nuestras cuatro novelas) de que
el decir poético o literario es un acto de insurgencia, de desacomodo y de desadaptación,
ejemplifica este tipo de literatura que estamos queriendo llamar marginal. Lo marginal es aquí,
por ejemplo, crear un universo simbólico para luego desdecirlo y destruirlo; y es reconocer la
insignificancia o trivialidad del propio discurso que se maneja, ya se trate de Piñera abocado a
parecer pobremente alegórico, o de Arenas furibundamente delatando su propia falta de histo-
ria y de propósito narrativo, o de Puig burlándose del frívolo cine que alimenta a su personaje,
o de Vallejo orando ante la Virgen del Carmen para que le proteja a su muchacho, es decir,
convertido en uno de ellos, para después reconocer que su propio horror es el de haberlos
visto morir y seguir viviendo en “otro mundo”, en el del gramático, que nada tiene que ver con
pistolas o embarques de cocaína. El mundo narrado es en todos los casos un mundo vil, que
de hecho envilece la propia narración, pues está hecho de desperdicios, de las heces del mun-
94 Óscar Torres Duque

do que nos rodea. Y en últimas, y para colmo de vileza, el narrador y los personajes asumen,
como una capacidad de sufrir que no puede ser equiparada a masoquismo complaciente, esa
vileza como su propia condición, la única manera de no hacerse partícipes del juego gregario
o social que los asalta y los tienta a todo momento. El niño en esta situación, pero en particular
el niño más puro, más incontaminado, es el símbolo y la víctima literaria de esa resistencia
a cualquier atribución social que incluso se expone, como en la lección del Ulrich de Musil, a
ser un “hombre sin atributos” o a ser un hombre sin humanidad. Ésa es para mí la condición
marginal por excelencia, y muchos escritores (los marginales) han asumido esa marginalidad
como una consecuencia necesaria del quehacer literario (consecuencia o explicación, acaso).

Así, en La carne de René la marginalidad avanza al lector desde la soledad irreductible de su


protagonista, sin embargo rodeado por incisivas instancias sociales y de poder, empezando
por su propio padre, cuya ley sufriente, hemos visto, René ha rechazado (5). Pero la parodia de
una soledad victoriosa también se sobrepone al nivel alegórico en la figuración de los dobles
de René. En efecto, más allá de la alegoría de René como cuerpo sagradamente sufriente
(San Sebastián o Jesucristo) o como cuerpo gozante (su maniquí en manos de Dalia), el mito
de Narciso opera en el nivel paródico para dejarnos ver que René padece en realidad su so-
ledad y que lo que no quiere es sufrir o gozar por voluntad de los otros o por los otros mismos
sino por sí y para sí mismo. Esta duplicación del personaje y su ulterior recuperación vacía por
sí mismo se erige en el extrañamiento que aqueja al personaje, su terror ante la realidad por él
vivida sin él. Como escribió lúcidamente Reinaldo Arenas,

El pánico, como en todas las obras de Piñera, es el protagonista fundamental. El miedo


adquiere aquí tales dimensiones que la novela se puebla de dobles, exacta réplica del
original –René–, quien aterrado apenas si se atreve a salir a la luz. El doble es quien
se enfrenta a la realidad, el que hace el amor con la bella, frívola e impertinente señora
Pérez y al que finalmente conducen balaceado al cementerio donde el original, atisbando
desde lo oscuro, lo contempla –se contempla– aterrado. (Arenas 86, 120)

De su autoobservación, surge el atributo único y acaso autoaniquilador del personaje margi-


nal: su impotencia. El terror es tanto la causa como la consecuencia de la falta de acción del
personaje en el mundo. Y digo autoaniquilador evocando a Hamlet: finalmente, el indeciso y
superpensante príncipe de Dinamarca, por no poder actuar desencadena una multitud de ac-
ciones involuntarias, desde la muerte de su suegro hasta la muerte suya y de los demás. Así
opera también la acción del personaje marginal de nuestras cuatro novelas. José Bianco fue el
primero en considerar esta condición en su prólogo a los Cuentos fríos:

Los personajes de estos cuentos pertenecen a la raza inextinguible de los marginados


sociales. Observan con malicia el mundo en que viven –un escenario escueto, un poco
desmantelado– y no se dejan engañar por su apariencia tranquilizadora. Están sujetos a
sus leyes, acatan de buen grado sus convenciones, pero se mantienen fieles a su íntimo
sentir. (Bianco 9).

Y complementa el cuadro hamletesco de esta manera más adelante:

Pero en ese respeto a las convenciones de un mundo que en una u otra forma los exclu-
ye proyectan el respeto a sus propias singularidades por las que fueron excluidos. Con
el mundo, necesariamente, habrán de sostener una lucha denodada y cortés en la cual
llevarán sus actos hasta las últimas consecuencias. (Bianco 10)
Infancia masculina y exilio 95

Impotencia (imposibilidad de acción o acción vigilada por sí mismo), huida constante (por que-
rer dirigirse a un lugar, al lugar del mundo) e insignificancia son el signo de esta marginalidad
que se enarbola desde la historia y desde la palabra que se autocontempla. Como decía Rei-
naldo Arenas hablando de los personajes piñerianos (y en perspectiva de ese otro coleóptero
que era Kafka), René no es más que una cucaracha, y uno podría comprobarlo pensando en
que, a pesar de lo apetecida que resulta su carne tanto para sadomasoquistas místicos como
para sibaritas hetero y homosexuales, su cuerpo es fácilmente reemplazable, como también
se desprende sin dificultad del nivel alegórico de la historia; más aún, finalmente repugnante.
Y es quizá por su excesiva singularidad. Vallejo hace un chiste biológico con el sentido de la
diferencia que implica su homosexualidad, recordando que los padres salesianos le enseñaron
que tener relación sexual con individuo de otra especie es el pecado del bestialismo (lo bestial,
lo abominable, lo repugnante), y que por eso él había elegido no tener contacto sexual con
las mujeres. Pues bien, aquí se aplica también la humorada, pues René resulta, tanto para los
sadomasoquistas como para los sibaritas, un individuo de otra especie. Como un elefante para
una hormiga; como un marciano para un terrícola.

Y esa misma extrañeza o alienación en el nivel del personaje nos asalta en la narración, cuya
naturalidad nos parece antinatural plenamente. Nuestra idea, que es en últimas la del distan-
ciamiento narrativo, ha sido formulada en estos términos por Valerio-Holguín:

…el placer de Piñera no se encuentra en el despilfarro y [la] superabundancia del barroco


sino en una cierta economía del lenguaje, demostrativa, analítica y racional. Estas tres
características del lenguaje piñeriano tienen como objetivo establecer un distanciamiento
entre el narrador y la historia narrada, por una parte, y entre la narración y el lector de la
misma, por otra parte. (Valerio-Holguín 35)

Pero, como más adelante agrega Valerio-Holguín (Valerio-Holguín 40) y en relación con la
célebre poética creacionista de Vicente Huidobro, la frialdad de este procedimiento espera un
momento de florecimiento por la palabra, un momento en que lo repugnante se convierta en
apetecible y gozable, que es justamente donde reside la dimensión literaria del texto, su em-
patía, su encuentro apasionado (y exiliador) con el lector.

Esa nueva forma de entender el doble enunciado en la narración (o los dobles de René), como
duplicación autor-lector (es decir, otra vez, autor-autor o lector-lector) no es ajeno a la manera
como la crítica Perla Rozencvaig ha analizado Celestino antes del alba. De hecho, su lectura
se basa en la articulación estructural de tema del doble en la historia de Arenas. Creo que es
una lectura totalizadora y que da cuenta de la marginalidad en la primera novela del cubano,
especialmente cuando el lector se enfrenta a la previsible conclusión (es en general también
la de los críticos) de que Celestino es el mismo personaje-niño-protagonista-narrador (y por
tanto el lector que tiene en sus manos y ha estado leyendo una novela que de hecho ya había
terminado varias veces antes de llegar a la última página).

También la dimensión edípica que evita la duplicación por la muerte del padre ha sido leída en
la novela de Arenas a través del tema del incesto con la madre, más que evidente en las aluci-
naciones del narrador y en sus figuraciones simbólicas, como hemos visto. El incesto ha sido
detalladamente estudiado por Rozencvaig y por Kessel Schwartz y resulta a estas horas tan
connatural a la estructura autorreferencial de este tipo de obras, que no voy a detenerme en
su análisis. Me llama ahora más la atención la focalización en el personaje-narrador como un
niño de “índole evasiva, indecidible y paradójica” (Béjar 44), es decir bajo el rasero hamletiano.
96 Óscar Torres Duque

Béjar ha puntualizado esta tipología del personaje-narrador de Celestino, de paso denuncian-


do de manera significativa que ha sido “erróneamente caracterizado por la crítica como niño
idiota” (Béjar 48). En efecto, no muchos resistieron a la frívola tendencia de entender esta tipo-
logía narrativa –la misma del “Macario” de El llano en llamas de Rulfo y de parte del Bomarzo
de Mujica Láinez– bajo la borrosa lupa de la patología mental: el niño atrasado o mongólico, al
modo de la supervivencia adulta del Flaubert “idiota de la familia” de Sartre. Pero en realidad
entre la taradez mental y el exceso de lucidez (alucinada y en cierto sentido patológica) del tipo
hamletiano hay un gran trecho. Por lo demás, Arenas salva del naufragio total que es el infierno
de Celestino antes del alba el poder recreador o reconstructor del poeta niño, o del poeta que
es el autor mismo, como entelequia utópica y vacía pero omnipresente al fin y al cabo en toda
obra literaria. Niño que huye, insignificante y sin padre, el escritor-cucaracha es al fin y al cabo
el hombre que está hablándonos ahora, que estamos leyendo, que estamos reescribiendo: su
miseria se ha convertido en estas palabras que logran movernos, que están ahora cargadas
de sentido. El lugar de este encuentro con el lector sin duda no es diferente del infierno creado
por el niño-narrador. Es un espacio utópico y apocalíptico, pero es allí donde ocurre el hecho
literario, el verdadero hecho literario, no la compra y venta de un libro, no su edición, no sus
derechos de autor, no su biografía en una enciclopedia (salvo que subrepticia nos la deslice
un Borges desde el interior mismo de ese encuentro literario), no el mamotreto crítico que le
aplica una teoría paraliteraria. El punto de encuentro entre el niño-narrador y Celestino en la
novela es un infierno constituido por la misma vida cotidiana (se encuentran porque son primos
y porque la madre de Celestino se ha ahorcado y no hay quien se haga cargo de Celestino),
es una cárcel de tiempo, de días que transcurren uno tras otro sin que en ellos los niños ten-
gan nada que hacer porque todo lo que hacen es lo que les ordenan hacer y es como si no lo
hicieran (al menos en el discurso alucinado del narrador). Un infierno hasta cierto tipo estereo-
típico, donde hay neblina intensa (Arenas 80, 32), donde hay calor intenso (Arenas 80, 107),
pero que en últimas está regido por la lógica infantil: “El haber elegido Arenas un personaje
infantil como protagonista responde a sus necesidades de sustituir el contravalor de la lógica
por un espacio liberado de las exigencias de la vida cotidiana” (Rozencvaig 67). Si el infierno
piñeriano era justamente el de “los puros hechos” (como se propone narrar en su prólogo de
autor a los Cuentos fríos), en la novela de Arenas el infierno es precisamente su negación a
esa condición fría, social y lingüística. El infierno son los otros pero también un omnipresente
Sí Mismo del que a veces también es necesario escapar, y de allí el distanciamiento narrativo.
Cuando, en mitad de la novela, poco después del primer final, el narrador se dirige mental-
mente (monologando) a Celestino, y en cursivas, diciéndole “el hambre nos está haciendo ver
cosas extrañas” (Arenas 80, 121), las itálicas subrayan a un autor que quiere acordarse de que
todo lo narrado es simplemente ficción o alucinación, y que la realidad última de su narración
es el hambre, escueta, inenarrable.

El niño-narrador al menos tiene a Celestino (la ilusión de un hermano o de un amante, pero


finalmente su doble igualmente desvalido). El protagonista (¿lo es realmente?) de La traición
de Rita Hayworth no logra tener un compañero, y lo digo porque estructuralmente en la novela
su relación con el primo Héctor podría funcionar en un sentido similar al de la historia del na-
rrador y Celestino y más tratándose de una novela que imposta el esquema de la novela de
formación: pero ni Toto tiene nada que aprender de Héctor ni mucho menos Héctor de Toto.
La situación sería tanto más semejante a la de la novela de Arenas cuanto que Héctor está
en casa de Toto por muerte de su madre y ausencia de su padre y cuanto que Toto tiene una
madre omnipresente y un supuesto padre ausente; sólo que en este caso el escritor viene a
ser el no del todo huérfano, Toto, y a Héctor le importa un higo la poesía, es más se fastidia
con las aficiones “literarias” de sus conquistas de ocasión. Sin embargo, la tensión afectiva y
Infancia masculina y exilio 97

sexual existe en esta pareja del lado de Toto, como tensión hacia Héctor. Pero él sabe que ésa
es una relación imposible. Su papel celestinesco al final (¿y “celestinesco” aquí no alude a la
complicidad o alcahuetería que el nombre del personaje de Arenas simboliza en relación con
las aficiones ensoñadoras del narrador?), cuando se convierte en parte en sombra de su primo
en sus relaciones con chicas, traen a un primer plano esa relación siempre escondida y nunca
explícita en ningún sentido. Por ejemplo, le cuenta a Esther de sus andanzas de trotaconven-
tos: “…nos sentamos en la mesa con Laurita y así mi primo habla con ella por primera vez”
(Puig 229). Pero Esther asume entonces el papel del autor autocuestionador del personaje
Toto-Casals-Puig: “Pero si Laurita te gusta a vos, [¿]por qué le querés hacer gancho con tu
primo?” (Puig 230), con lo cual desenmascara (como tantas otras veces en este final de la no-
vela) al púdico y taimado José Luis Casals (alias Toto y alias Manuel Puig). La “facilitación” de
chicas a Héctor, ¿no era una manera de entregarse a Héctor bajo la apariencia del celestinaje?
Es decir, Toto, el escritor, a los pies de un ignorante y pedante y apuesto señorito de provin-
cia. El escritor convertido en lo que detesta: el personaje de “éxito en la vida” o el personaje
práctico. Por lo demás, ¿quién no advertiría que toda la “formación” de este protagonista de la
primera novela de Puig es absolutamente cursi, frívola y afeminada? Ahora, de esa formación
deviene la escritura misma de la novela, que no son más que retazos de discursos femeninos,
infantiles, frívolos, insignificantes, melodramáticos, etc… Se impone, pues, buscar el punto
de distanciamiento del autor, y ese punto existe justamente en las escisiones del personaje-
protagonista, tanto respecto de su entorno familiar mismo (su madre, especialmente, a quien
se mantiene apegado en sus primeros años) y respecto de todas sus vivencias escolares y
pueblerinas finalmente.

Fabio Espósito ha señalado la proyección subversiva de esta primera novela de Puig desde
su contexto eminentemente campero y escolar (es decir, desde los entresijos mismos de una
idea y un amor por la patria), desde un modelo bucólico. Ese ambiente cuasi-idílico y bueno
le sirve a Puig de plataforma para el arrasamiento de todos los valores colectivos a partir de
la mirada autoconsciente e hipócrita de su personaje infantil, quien, tras recibir una educación
sentimental muy convencional, potencia todos sus elementos (cine de Hollywood, cosmética
femenina, sobreprotección materna, literatura rosa, educación escolar “severa”, catolicismo,
burguesía…) hasta el exceso de volverlos una caricatura, en últimas la caricatura de sí mismo
que la novela construye, caricatura en la que tal vez todo es negativo (o irrisorio) salvo la mis-
ma voluntad del personaje de contar historias y de escucharlas y leerlas, de intrigar (al modo
de un personaje femenino de las liaisons dangereuses) y, en fin, de hacer literatura.

Por supuesto que Toto también huye, también se avergüenza de su insignificancia, también
resiente la ausencia de su padre y su frustrada relación afectiva con la madre, pero nunca ni
en su discurso ni en la visión que de él van construyendo los demás (salvo las sospechas de
algunas mujeres, como Esther y Herminia y en general quienes, al parecer irreflexivamente,
se permiten llamarlo “maricón”) este narrador –o este discurso narrativo– juega de frente al
lector. Este curioso juego es sutilmente analizado por Suzanne Jill Levine en su ensayo “De
traiciones y traducciones”. Empezando por el juego del título, La traición de Rita Hayworth,
Levine desenmascara los trucos del autor-narrador ausente para traicionar al lector y escon-
der su operación de traducir (y traicionar) las realidades y textos (lo camp, lo cursi, lo pop, lo
eufemístico, lo grotescamente práctico, lo pequeño-burgués) que le sirven de fuente, haciendo
aparecer ante el lector una serie de discursos al parecer ingenuos y “tomados del natural” (6).
Por ejemplo, detrás del título (y más podríamos decir de la carta que el propio Puig le escribió
a la actriz de Gilda), aparte de insinuarse una admiración y un homenaje a un fenómeno “cul-
tural”, habría que adivinar otras cosas, como las que recuerda (para los que sabíamos) Levine
98 Óscar Torres Duque

en su ensayo: “…descubrimos que el nombre de la actriz es en realidad un seudónimo, ya que


la Srta. Hayworth se llamaba Margarita Cansino y fue hija de un bailarín español que, para ga-
narse la vida –aunque sobre todo para poder hacerse famoso– ‘traicionó’ sus orígenes latinos
adoptando el nombre y los valores de la cultura dominante” (Levine 97, 78-79). Y de hecho
en la obsesión de Toto de contar historias lo que se despliega es una capacidad para traducir
textos escuchados en inglés a su español infantil y luego adolescente (en ningún caso adulto o
literariamente maduro). Pero, de hecho, el tópico de la “madurez” de Toto tendría que ver con
su condición de escritor artero y mañoso, un personaje que no aparece aún en la novela pero
que se insinúa como proyección final de la novela. Levine lo formula de la siguiente manera:

Varios críticos han observado que al alcanzar la madurez, Toto (o Manuel Puig) aprende
a convertirse en un sujeto traicionero. En sus novelas, Puig nunca resuelve completa-
mente los enigmas planteados, “traiciona” al lector y “traiciona” su papel de autor ya que
se rehúsa a transmitir un mensaje claro, o sea autoritario. Al igual que Toto, Puig juega
(en serio) con la manipulación y con la ambigüedad. (Levine 97, 82).

El narrador, pues, se envilece, se extraña de sí mismo, juega sucio con su propia creación.
Pero allí radica su fuerza, su tragedia, su capacidad expresiva. No resolver un “enigma plan-
teado” es no hacer el juego a la tentación de decir abiertamente, por ejemplo: “y entonces Toto
empezó a amar a Héctor”, es decir, la tentación de descubrirse como homosexual. Al fin y al
cabo el problema no es de rótulos y de terminología, sino de necesidades expresivas. Quien
“habla” en La traición de Rita Hayworth, subsumiendo en una sola todas las voces, es un
homosexual; eso lo entiende al fin el lector, forcejeando con el texto (y con el autor). Pero lo
importante de esa revelación no es el hecho mismo de ser homosexual sino su tragedia –y su
drama– en un contexto (de palabras) determinado.

Finalmente, la marginalidad y el envilecimiento son atributos propios del narrador, autor y per-
sonaje, de La Virgen de los Sicarios. Aunque la novela pareciera narrar una (¿dos?) historia de
amor entre un hombre mayor y un muchacho adolescente, si bien iniciada bajo los auspicios
de la disponibilidad mercantil propia de la prostitución, el narrador se va adueñando del terreno
argumental, convirtiéndose en su propia materia, en su propio protagonista de una actuación
desbordada de ingenudidad, intolerancia y pasión literaria, explícita en su afán de llamar la
atención sobre su propio lenguaje, sobre –como en la obsesión de su amado Rufino José
Cuervo– las minucias de la expresión viva del hombre común, aún más, del hombre popular,
del hombre vulgar (del hombre “sufrido”).

Una modalidad del hombre vulgar viene a ser finalmente el niño o, puesto en perspectiva, la
expresión del hombre vulgar es equiparable a lo infantil, con toda su pobreza y toda su riqueza
arbitraria. La observación que el narrador hace sobre el uso arbitrario de la palabra “hijueputa”,
que “significa mucho o no significa nada” (Vallejo 98, 48), es un ejemplo de esa habla elemental
del hombre vulgar e infantil, habla que fácilmente asimila el gramático y observador socio-lin-
güista, imbuido en la euforia que le produce participar del rito de la comuna. Porque, en efecto,
esta lengua remite a un comunitarismo, ése del que el autor-narrador-personaje apenas si atis-
ba unas esquinas, pero que en realidad no llega a conocer (ni siquiera como científico social).
Justo al respecto del lenguaje de “su niño” dice: “No habla español, habla en argot o jerga. En
la jerga de las comunas o argot comunero que está formado en esencia de un viejo fondo de
idioma local de Antioquia” (Vallejo 98, 23). Al revelar las raíces filológicas de la lengua vulgar
(o infantil), reconoce para su propio regodeo su riqueza y su capacidad de convertirse en un
discurso altamente significativo. Pero es obvio que esto lo entiende y lo explota el gramático,
Infancia masculina y exilio 99

no el hombre vulgar. Éste, como el niño (en una primera ronda) habla insignificantemente salvo
cuando repite las palabras de la tribu.

Pero aparte las minucias lingüísticas, es visible una fascinación (ya distante, ya entrañable)
de Vallejo por cierta imaginación infantil y por la espontaneidad que se sobrepone al horror del
mundo (incluso al horror de matar todos los días) y elabora una ficción fácil, un simulacro, de
la vida. El autor reconoce que quisiera confundirse con esos seres, ser como ellos, ser sicario,
se comunero, ser bueno, ser niño (entre otras cosas para hacer justicia en el mundo). En un
fragmento de su autobiografía, consigna lo siguiente, que permitiría leer también La Virgen de
los Sicarios desde la perspectiva distanciada que finalmente es su realidad literaria pero que
suele estar hábilmente escamoteada:

Mi vida, en un inventario general, aparece como un inmenso error. Y se explica: mi ínti-


ma verdad, mi verdadera vocación, lo que quise ser fue pirata. Pero de dónde sacar la
cimitarra! De dónde sacar la goleta! De dónde el gobernador inglés de Palauán, de cuya
hija me enamoré! Mi instinto aventurero se negaba a llevar la vida barrigona del común
mortal. Hay una novela de Salgari, doctor, que aún me duele en el alma, “El Rey del Mar”,
en que Sandokán se despide de su destino. El autor, compasivo, lo hizo retirarse a tiem-
po para no ponerlo a hacer ridiculeces como don Quijote, en unos mares contaminados
con submarinos nucleares. Sepan que el Rey del Mar soy yo, que tengo perturbado el
corazón. (Vallejo 87, 42)

Notas

1. Puede leerse mi trabajo, pues, dentro del marco referencial comparatístico descrito por
Claudio Guillén en su capítulo sobre tematología en Entre lo uno y lo diverso (Barcelona:
Crítica, 1985).
2. Habría que agregar la observación de que esos personajes infantiles son todos mascu-
linos; de hecho, hace parte del problema que planteo una cuestión de género porque,
como se ve en el desarrollo de este ensayo, lo infantil se asocia generalmente en estas
novelas con lo femenino, con la excepción aparente de la novela de Vallejo, en la que
el marco social del sicariato, y por tanto de la figura del sicario, remite generalmente a
modelos machistas y patriarcales de vida.
3. Uso la “V” y la “S” del título en mayúsculas siguiendo la pauta, seguramente también
recomendada por el propio Vallejo a los editores, de mayuscular los nombres propios
compuestos; la importancia del contexto devocional católico también avala este uso, que
no es más que un uso vocativo para dirigirse a seres que son personificaciones nom-
bradas.
4. Para quienes no conocen de cerca el fenómeno, particularmente disparado como sínto-
ma social nacional en los años ochentas y principios de los noventas en Colombia, María
Mercedes Jaramillo comenta que Alexis y Wílmar, los dos amantes-niños del narrador,
“se encuentran ‘desempleados’ por la crisis que provocó la muerte de Pablo Escobar”
(Jaramillo 432). Este dato, cuyo contexto no es explícito en la novela, alude al narcotráfi-
co como trasfondo de la historia, pues es bien sabido que el “sicario” fue ese personaje,
procedente de sectores económicamente muy deprimidos o cuasi-miserables de la so-
ciedad, que el narcotráfico creó como instrumento homicida, tanto en casos de asesi-
natos de hombres públicos como de genocidios indiscriminados. Vallejo, sin embargo,
parece despreciar ese contexto y, sin caer en la tentación que mercantilmente le podía
ofrecer un manejo más problemático y argumentalmente complejo (trama de suspense
100 Óscar Torres Duque

o policíaca), se limita a elaborar fragmentos de una historia personal detenida en su


relación homosexual (y afectiva, cabe agregar) con dos muchachos, que, aparte de ser
máquinas independientes de matar, no parecen tener ninguna conexión con el sórdido
mundo del crimen en Medellín.
5. Sintomáticamente, la negación –o muerte– del padre se asocia con la tragedia y consti-
tuye un trauma que no se vuelve nunca a superar. El problema va más allá de la culpa,
como alecciona la historia de Edipo.
6. Las comillas son mías.

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102

José Eustasio Rivera:


Un escritor de latinoamérica para el mundo
Por: Betuel Bonilla Rojas*

Motivos universales

El escritor argentino Jorge Luis Borges suele reservar para ciertos hombres de letras la posibi-
lidad de ser menos ellos mismos que vastas y dilatadas literaturas. Entendemos por esto que
Homero, Racine, Shakespeare, Góngora o Goethe han entrado al panteón de la inmortalidad
merced al pulso universal que habita sus obras. Algo igual, más o menos, se puede afirmar de
la obra de José Eustasio Rivera. Sólo que en Rivera, como ocurre en muy pocos escritores,
el impulso vital que guía el hecho creador proviene de la valentía y el pundonor que porta el
hombre, es decir, que no hay Obra, con mayúscula, si el tesón del hombre no la atraviesa de
principio a fin, si no deja su sangre y su alma en las páginas que escribe.

* Betuel Bonilla Rojas. Nació en Neiva, Huila, 1969. Escritor y profesor universitario. Licenciado en Lingüística y
Literatura por la Universidad Surcolombiana. Especialista en Docencia Universitaria por el convenio Coruniver-
sitaria-Universidad de La Habana. Candidato a Magíster en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.
Tercer puesto en el Concurso Departamental de Cuento “Humberto Tafur Charry”, versión 1999, y Primer
Puesto en el mismo concurso versiones 2000, 2004 y 2009. Tercer finalista del Concurso Para los Trabaja-
dores de Medellín versión 2000. Finalista del XXX Concurso de Cuentos “Hucha de Oro”, Madrid-España,
versión 2001, y de la XXXIII versión del mismo concurso, 2005. Finalista del Primer Concurso Internacional
de Minicuentos “El Dinosaurio”, La Habana, Cuba, 2006. Primer Puesto en el Primer Concurso Departa-
mental de Ensayo del Huila “Jenaro Díaz Jordán”, 2008. Primer puesto en el XVIII Concurso Departamental
de Minicuento “Rodrigo Díaz Castañeda”, Palermo, Huila, 2008, y segundo puesto en la versión XX del mis-
mo concurso, 2010. Autor de los libros de cuentos Pasajeros de la memoria (Gente Nueva, 2001) y La ciudad
en ruinas (Fondo de Autores Huilenses, 2006); del libro de teoría El arte del cuento (Trilce, 2009). Incluido
en las antologías El traje y otros cuentos (XXX Concurso de cuentos “Hucha de oro”, Ediciones Nostrum,
Madrid-España, 2002); en Yardbird y otros cuentos (XXXIII Concurso de Cuentos “Hucha de oro”, Ediciones
Nostrum, Madrid-España, 2006); en la Antología de Ganadores de los Concursos Departamentales de Cuento
y Poesía (Fondo de Autores huilenses, 2001; en la Antología de Ganadores de los Concursos Departamentales
de Cuento, Ensayo y Poesía (Fondo de Autores huilenses, 2008; en la Antología de Ganadores de los Concursos
Departamentales de Cuento, Ensayo y Poesía (Fondo de Autores huilenses, 2009; en Memoria secreta de la
infancia (Trilce, 2004); en Nota de prensa y otros minicuentos (I Concurso Internacional de Minicuentos “El
dinosaurio”, Editorial Caja China, La Habana, Cuba, 2008). Compilador de los libros: Matamundo, una
muestra de literatura huilense contemporánea (Ediciones del Centenario, 2005); Parvulario: Textos de dieciocho
maestros sobre la infancia (Trilce-Altazor, 2005); Memorias del Primer y Tercer Encuentro Nacional de Escritores
“José Eustasio Rivera” (Altazor, 2006, 2007) y La tarde está como para contar cuentos: Antología de minicuento
huilense (Fondo de Autores Huilenses, 2007). Incluido además en los números 7, 9, 10 y 16 de la revista de
literatura Alhucema(Granada-España).
José Eustacio Rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo 103

Pensando en la idea de Borges, debemos reconocer que la universalidad literaria se consigue


en muy contados casos. Tiene que ver, desde luego, con la selección de los motivos, los temas
y los asuntos, con eso que Wolfgang Kayser va a determinar como el hecho episódico que
cada autor elige como anécdota y tono para su historia, y que lo hace coincidir con una tradi-
ción (1976:22). En ciertas oportunidades, a un escritor le es dado fundar ese motivo y se hace
universal; en otras, simplemente, lo desarrolla a su manera, lo ensancha, y estamos frente a
la recurrencia de un motivo que se agiganta por el temple de ánimo que habita al creador. En
ambos casos se puede ser perfectamente habitante del orbe.

En José Eustasio Rivera, en la medida en que su obra fue sucediéndose, hallamos las dos vías
de la universalidad que proviene de los motivos. No se piense en un Rivera universal nada más
que por el hecho de haber situado a sus criaturas en remotos escenarios caros a otras miradas,
algo que, por supuesto, nunca ocurrió en su caso. Es esta la creencia ingenua, harto criticada por
José Martí, de que un escritor es universal en tanto sus personajes recorren París, o Londres, o
Roma, o Moscú, o todas ellas en un mismo periplo. Es decir, que se es universal en tanto olvida-
mos el terruño para cantarle al paisaje foráneo. Nada más ajeno a Rivera que esta situación, aun
desde su temprano libro Tierra de promisión. “¿Y quién, cuando yo muera consolará el paisaje?”
(1992:79), escribió Rivera, con tono melancólico, en este libro de profundo amor a lo telúrico.

La otra forma de la universalidad, que también habita en Rivera, proviene no tanto de él mismo
como de los lectores que ha ido dejando a su paso. Es universal porque su séquito de admi-
radores, de lectores leales, incluye a jóvenes recién despertados para el disfrute literario, así
como a enconados críticos que han visto en sus obras nada menos que el pálpito suficiente
para que integre el esquivo pedestal de la gloria. Que lectores y críticos sucumban en igual
proporción al encanto de una pieza literaria, o de la obra toda de un autor, no revela otra cosa
que la estatura de la obra en cuestión. Y ya sabemos, merced a esos mismos críticos, que la
consideración de clásica que se le prodiga a una obra viene dada por la perfecta fusión entre
forma y fondo, o entre sentido y sonido, que en ningún caso el simple motivo, o el simple apa-
rataje formal, por separado, han elevado a esta categoría a una obra literaria; que finalmente
son los lectores, en primera línea, quienes crean esta selección.

Según el principal biógrafo de José Eustasio Rivera, el chileno Eduardo Neale Silva, mientras
Rivera hacía los últimos ajustes a La vorágine, en el segundo semestre de 1924, ya varios
periódicos capitalinos habían creado una campaña de expectativa para recibirla. Se entiende
de esta anécdota que el libro era ya popular mucho antes de salir, por supuesto, en buena
medida, por el carácter público que para entonces portaba el nombre de José Eustasio Rivera,
quien ya había publicado con relativo éxito, en 1921, su poemario Tierra de promisión:

El 30 del mismo mes (agosto), un cronista de El espectador anunciaba que La vorágine


se ocuparía de “problemas trascendentales de la vida nacional” y añadía que, por co-
nocer ya la obra, podía asegurar que su aparición estaba “llamada a sonar, como una
campanada de gloria, a todo lo largo y a todo lo ancho de este país, y a dilatar sus ecos
por todo el continente” (1986:298).

La anterior cita demuestra hasta qué punto, pocos meses antes de hacer su aparición, ya La
vorágine contaba con un coro de adeptos que hacían fila en espera de verla aparecer en las
librerías, un fenómeno editorial que sólo se repetiría en 1967, a los pocos días de publicada
Cien años de soledad, de García Márquez. Miremos, entonces, otra vez de la mano de Neale
Silva, aquel recordado momento:
104 Betuel Bonilla Rojas

El día 25 de noviembre estaba en venta el ansiado libro en las librerías de la ciudad.


Ese mismo día se hacía presente, en una crónica, la importancia de la obra, por tratar
de “varios acontecimientos sensacionales ocurridos en territorios fronterizos” y otros “su-
cesos de importancia que han sido motivo… de disensiones y trabajos por empresas y
autoridades”.
La novela empezó a venderse bien y pronto fue pregunta muy común en diferentes círcu-
los: “–¿Has leído La vorágine? Léela y dime qué te parece” (1986:299).

Claro, cualquiera podrá argüir que una novela tan nacionalista –porque efectivamente lo es–,
con un criollismo tan exacerbado, con problemas limítrofes de por medio, necesariamente
tenía que granjearse de entrada el afecto de los nacionales, y que esto no la hacía necesa-
riamente universal. Y esta apreciación es parcialmente justa. Ya habíamos señalado que se
puede ser universal desde la comarca, que se pueden crear tipos y arquetipos literarios sin
abandonar los límites de una aldea, una región, un país o un continente: Balzac y París; Proust
y París; Rulfo y los pueblos de México; Faulkner y Alabama.

Lo que buscamos destacar, en este caso, es que ya José Eustasio Rivera, en vida, gozaba
de ese primer requisito que puede convertir a un escritor en universal: el favor de los lecto-
res. También había, desde luego, ubicados en la orilla opuesta, escritores que esperaban el
libro con ansiedad, devotamente, para ajustar algunas cuentillas al polémico escritor; pero los
enemigos literarios también contribuyen, de lejos, a acelerar la difusión de una obra. Se le
reprocharon, justamente, esos elementos que luego apuntarían, al menos parcialmente, a la
edificación de su universalidad, esto es, su criollismo, su tono admonitorio, su realismo descar-
nado, su regionalismo a ultranza, su talante de indignación, su lenguaje excesivamente local,
su tono lírico y grandilocuente, su exceso de cadencia1.

Pero bueno, es posible que también se encuentre en una suerte de condescendencia patriótica
ese favor inicial hecho al libro. Miremos entonces, para ser más justos, dentro del ámbito lati-
noamericano, de qué manera José Eustasio Rivera, desde el más puro acerbo nacional, crea
una obra que entra no sólo a dialogar con lo por venir, sino que funda otra tradición continental
a través del lenguaje, que se entronca con otros contextos y que va dejando tras de sí una
serie de influencias perennes:

Si ustedes toman novelas como La vorágine, o novelas publicadas en esa época, verán
que a fin de tomo aparece un glosario con una cantidad de voces usadas en la novela.
Ya nadie haría un glosario de esa índole. Porque yo he contado, por ejemplo, en La vo-
rágine, de no sé cuántas voces alineadas por José Eustasio Rivera, más de doscientas
veinte que han pasado al lenguaje común de América. Ya ningún latinoamericano nece-
sita que le digan qué cosa es una curiara, qué cosa es un baqueano, qué cosa es un
payador: eso ya son palabras que han entrado a formar parte de una especie de idioma
general que hablamos todos (Carpentier, 1984:34).

Lo que deja sentir el juicio del cubano Alejo Carpentier es nada menos que lo que en otro
escritor puede bien ser un reproche, en Rivera es una extraña y resonante virtud. Las voces

1
Para ver los denuestos recibidos por Rivera ante la aparición de La vorágine, remito a la primera parte de la
excelente recopilación de textos críticos hecha por Monserrat Ordóñez en su libro La vorágine: Texto críticos,
incluido en el índice bibliográfico.
José Eustacio Rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo 105

endémicas del trópico, que nutren no sólo su narrativa, sino también su poética, se erigen en-
tonces como una especie de virtuosismo local, como una revelación de lo que estaba oculto,
una genial ocurrencia por la que transitan únicamente los auténticos poetas, los que fundan
mundo a través del lenguaje. Rivera, con sus peonadas, sus potros sueltos, sus guaduales
gimientes, sus pajonales enloquecedores, sus ingenuas criaturas agonizantes, ha hecho del
lenguaje natural toda una estética:

El potro semental que se enlozana


de campo y sol, en caluroso brote
lanza a las yeguas del abierto lote
su relincho, triunfal como una diana.

Piafando por la estepa comarcana


tiende la crin para que el viento flote,
enarca el cuello y al golpear del trote
vibra en el pajonal la resolana.

Radiante el ojo y el ijar convulso,


gallardas curvas en el aire traza
su dócil cola con febril impulso;

y elevando las manos placenteras,


cuando sobre la hembra se adelgaza,
fecunda las olímpicas praderas. (1992:60)

En este soneto, llamado “El potro semental”, se puede vislumbrar, justamente, la perfecta fu-
sión entre el lenguaje local y el universal (en realidad los dos adjetivos no son absolutamente
antagónicos), eso en lo que insistía Carpentier. La más pura herencia de la lengua ibérica
se ve enriquecida gracias a los variopintos giros propios del trópico. A eso se añade, en una
lectura surgida a contrapelo, la metáfora de que el trópico acaba de ser fundado, fecundado,
justo en el año en el que Rivera publica su poemario Tierra de promisión. Antes, por supuesto,
han estado Quiroga y Kipling, pero eso Rivera no lo desconoce, como se verá más adelante.

Es importante destacar la percepción que Carpentier tiene de nuestro escritor. Si para los
fratricidas del ‘boom’, entre ellos Carlos Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, era ur-
gente incendiar la casa para levantar sus propias columnas por sobre el humo –Isaacs,
Carrasquilla, Rivera, Mejía Vallejo–, para Carpentier, en cambio, en Rivera y sus contempo-
ráneos estaban las raíces de lo que ellos mismos llegarían a ser. Los motivos fundados por
Rivera, esto es, la selva y su crueldad, la exuberancia del trópico, las luchas sin cuartel por
el territorio –no sólo entre hombres, sino también entre animales, como se ve en Tierra de
promisión–, van a ser incorporados por toda la tradición, la de antes y la de después. Borges,
en “Kafka y sus precursores” y “El escritor argentino y la tradición”, dio las luces necesarias
para poner a dialogar estas tradiciones con inevitables vasos comunicantes. Rivera, a su
manera, creó a Quiroga, a Kipling, hizo que los ojos de los lectores volvieran otra vez a los
ambientes lúgubres y mortuorios de la selva del uruguayo, a las espesas y vírgenes junglas
del inglés por adopción.

Pero, también, de las selvas riverianas, como motivos, surgieron Los pasos perdidos, de Car-
pentier, o La casa verde y Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa, o Lugar sin límites,
106 Betuel Bonilla Rojas

de Donoso. En todo caso, por donde se le mire, Rivera alcanza inmediatamente la dimensión
universal. Son universales sus motivos, y en buena medida los estudios sobre su obra han
querido escudriñar justo allí; es universal su lenguaje, como ha quedado demostrado por Car-
pentier; es universal su selva gigante, que le pertenece tanto al mundo como al oriente colom-
biano; es universal su tono indignado en procura de paliar en algo los sufrimientos de quienes
son explotados en Colombia y otros países; es universal su arquetipo del hombre convulso
que busca su lugar en el universo; es universal su anhelo de reescribirse en la historia a cada
instante.

Rivera y su tradición

Un lugar común en las primeras apreciaciones acerca de la posible formación literaria de José
Eustasio Rivera, algo que, por demás, obliga a que un escritor sea mirado con mayor o menor
respeto pos sus contemporáneos y sucesores, al menos desde los criterios expuestos por el
implacable crítico norteamericano Harold Bloom, es el que indica que son pocas las alusiones
directas que hace José Eustasio Rivera a sus influencias, a los escritores que le han allanado
el camino literario, tanto en Tierra de promisión como en La vorágine. Acostumbrados como
estamos a que la vanidad literaria se exhiba a sus anchas en los guiños que se hacen a otros
escritores, o a otros artistas, sorprende que en Rivera escaseen dichas pistas. No era Rivera
muy dado a mencionar sus preferencias literarias, a hacer alarde de lo que por ese momento
lo emocionaba como lector. Es decir que él, para su acto de creación, no requería de la auto-
referencialidad que tanto gusta a los narradores de hoy en día. Y así, poco a poco, ha hecho
carrera la idea de Rivera como un escritor sin tradición visible, una especie de talento innato,
sin saga, que se alimentó de su profunda agudeza y sus vivencias más personales para fundar
esos arquetipos definitivos de los cuales ya se ha hablado.

Por supuesto que muchos estudios han intentado, a su manera, sortear este impase2. Así,
se conoce el universalismo de un Rivera que bebió de los textos sagrados, de la más selecta
filosofía –que iba desde los presocráticos hasta Séneca y Marco Aurelio–, que se nutrió de las
novelas de aventuras y de algunos escritores rusos. El propio Neale Silva intenta, aunque con
escasa fortuna, hacer el rastreo de esas huellas literarias que pudieron haberse asomado a
Tierra de promisión, o a La vorágine. Las fuentes vienen en especial de su correspondencia
con familiares y amigos, con los cuales José Eustasio Rivera acostumbraba compartir opinio-
nes. No resulta fácil la empresa. Poseedor de una enorme emotividad, de una vehemencia
sin cuartel, una vez la subjetividad ganaba el pulso en su escritura, era el tono ansioso el
que dominaba la partida. Las citas literarias, como ya sabemos, pertenecen más a la frialdad
académica, reposada, que busca réditos en otras verdades. Rivera, poseedor absoluto de la
verdad –porque hay verdades que se dan silvestres, que le pertenecen al estado natural de las
cosas y no a los hombres–, no sentía, quizás, que esos amparos literarios fueran muy necesa-
rios para sus planteamientos.

2
Hilda Soledad Pachón Farías, en su libro José Eustasio Rivera intelectual: Textos y documentos 1912-1928, por
ejemplo, localiza algunos textos que desnudan de a poco las visitas literarias que Rivera solía hacer a otros li-
bros y autores. Llama la atención, en especial, el bellísimo homenaje que hace al dramaturgo noruego Henrik
Ibsen, de cuyo teatro se dice admirador, o la magistral carta a Elías Quijano y Guillermo Arana, documento
este último que permite columbrar la manera especial con que la mirada de Rivera penetraba en el paisaje.
José Eustacio Rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo 107

Claro, desde el propio texto sobre Henrik Ibsen, llamado “Enrique ibsen”, nos llega algún plan-
teamiento mínimo –porque en esto de la literatura la mayoría de las veces nos movemos con
especulaciones–, que viene dado por el propio Rivera:

Ibsen jamás salió de su yo. En sus excursiones psico-filosóficas nunca fue más allá de sí
mismo. En su ser encontraba un campo de estudio tan vasto como el que podía ofrecerle
a la humanidad. No era estudioso, si sólo se entiende por estudio el que se hace en los
libros; no leyó a nadie (1991:1).

Una lectura suspicaz tal vez podría hallar secretas conexiones entre una y otra personalidad,
develar en el procedimiento literario del noruego buena parte de las aparentes pocas lecturas
de Rivera. Pero esto sería ir muy lejos. Entendamos más bien que en José Eustasio Rivera
su aspecto biográfico era esencial para ir construyendo la materia narrativa y poética. Sus
inmersiones en el llano, como abogado, como simple viajero o como comisionado para asun-
tos limítrofes, fueron aportándole la savia de la que están hechos sus paisajes. A su vez, en
el tráfago en Neiva, La Mesa de Elías, Ibagué y Bogotá, se fueron decantando los registros
humanos que tan impactantes nos resultarían luego, no sólo en La vorágine –esto se da por
descontando–, sino en los pocos sonetos de Tierra de promisión en los cuales irrumpe la pre-
sencia humana real.

Así, es claro que Rivera, al menos desde el homenaje rendido a Ibsen, se mostraba entusiasta
a la hora de dialogar con esos autores de la tradición que estaban más cercanos a sus afec-
tos. Otra cosa es que por razones de su estilo particular esas voces no se hicieran visibles, al
menos textualmente, o que estuvieran ocultas adrede por un motivo estético personal. En ese
texto dedicado al noruego –hay que volver siempre a éste por lo importante que resulta para
nuestra tesis–, se pone en evidencia la capacidad de José Eustasio Rivera para penetrar en
otras literaturas, para resaltar aquello que él, como creador natural, veía como lo más desta-
cado en otros escritores.

En un texto del escritor colombiano Germán Espinosa, que nos viene como anillo al dedo para
soportar los planteamientos de este documento –“Modernismo y modernidad en La vorágine”–,
el autor de La tejedora de coronas plantea lo siguiente:

Pienso que a José Eustasio Rivera no es aconsejable observarlo en términos de vertien-


tes o de movimientos literarios nacionales. Su ámbito es más vasto y a él tendremos que
remitirnos (2006:105).

En este mismo texto, Espinosa demuestra que la tradición de Rivera es el simbolismo francés
en sus múltiples vertientes –Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Valéry–, el romanticismo y su
grito de rebeldía individual –desde Goethe hasta Hölderlin–, el modernismo, con sus profundas
eufonías y musicalidades de la escuela de Darío, el costumbrismo y su decimonónica preten-
sión de nombrar por primera vez lo genuinamente proveniente del territorio americano. ¿Rivera
sin tradición? Espinosa –gracias nuevamente–, nos permite vislumbrar que, más allá de las
referencias directas, presentes o ausentes en su obra como marcas textuales, tanto en Tierra
de promisión, como en La vorágine, lo que tenemos es a un autor mayor que ha saqueado, en
el mejor sentido del término, el parnaso mismo de la literatura y ha erigido sobre éste una obra
nutrida con la más pura raigambre continental. Rivera está parado en la tradición. Pero la tra-
dición, así lo sabemos, tiene tantos tonos y registros visuales como escritores hay. Suculentos
108 Betuel Bonilla Rojas

manjares pueden ser vistos, conforme a gustos y tendencias, como antipáticas escuelas que
es preferible desechar. También ocurre lo contrario.

Algo similar, y otra vez en procura de auxiliar esta tesis de un Rivera como devoto de su tradi-
ción, el crítico norteamericano Raymond Williams plantea lo siguiente:

La vorágine está llena de convenciones literarias, y en ella juegan varios lenguajes, como
el realismo, el costumbrismo, el decadentismo, el modernismo y el criollismo (1992:98).

Mucha tela se ha cortado en las polémicas que con respecto a la calidad de sus escritos
sostuvo Rivera con varios contradictores, en especial con Luis Trigueros, y que pondrían de
presente, del lado de ellos, que Rivera, o desconocía la tradición, o que la echaba a un lado
voluntariamente. Sería bueno husmear y revolcar en esa correspondencia, leer entre líneas
para mirar toda la tradición que Rivera tenía sobre sus espaldas. Preceptiva, apoyaturas que
se insinúan, profundo conocimiento del idioma, reconocimiento de diversas sensibilidades,
todo esto surge en una primera mirada. Dejamos de lado, por supuesto, su enriquecimiento
inmenso de esa tradición.

También, en el libro ya mencionado de Monserrat Ordóñez, son muchos los textos que
rastrean, cada uno a su manera, el diálogo de Rivera con una tradición ya no general sino
específica. Todas estas empresas buscan hacer justicia a ese algo no dicho, a esa verdad
que históricamente ha perdido el pulso con otras, no menos importantes, pero que han
tornado a volverse lugares comunes en la obra del escritor huilense: Rivera como el cantor
de la selva; Cova en su relación patológica con las mujeres; Cova como un alucinado del
trópico; La vorágine como la mayor novela lírica de América; La vorágine como novela de
denuncia…

En ese mismo libro, a veces con tonos más disimulados, emergen textos como los de Leonidas
Morales: “La vorágine: Un viaje al país de los muertos”, que propenden por incrustar, desde
lecturas muy audaces y a veces caprichosas, a José Eustasio Rivera en la tradición. Este tex-
to, publicado inicialmente en los Anales de la Universidad de Chile, en 1965, y recogido luego
por Casa de las Américas en el libro Recopilación de textos sobre tres novelas ejemplares, en
1971, plantea quizás el esfuerzo más logrado por establecer un diálogo entre La vorágine y
ciertos autores que aparentemente la influyeron.

Son puras marcas textuales las que conducen a Morales a fundamentar su trabajo. Halla así,
por ejemplo, que estructuralmente La vorágine tiene mucho de los mitos griegos. Se relaciona
de esta forma con Odisea, Eneida y Divina comedia, obras que extraen de la mitología todo
su potencial literario:

En el viaje de Cova reconocemos elementos formales de composición coincidentes con


los acuñados, principalmente, por Virgilio en el canto VI de la Eneida (1987:157).

Fue este trabajo de Leonidas Morales el que llevó, al menos así lo indican las referencias, a
que Seymour Menton rastreara minuciosamente las influencias que libros como Divina come-
dia pudieron haber ejercido en la composición de La vorágine, y así, aunque no sea ese su
cometido, nos da la razón en nuestra idea de un Rivera profundamente comprometido con su
tradición. Por supuesto, Menton busca también apartarse de esas interpretaciones eminen-
José Eustacio Rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo 109

temente contenidistas de La vorágine, las mismas que han contribuido a desgastar su valor
estético para fundamentar sus logros en aciertos sólo sociológicos:

La importancia de la Divina comedia en la estructura básica de La vorágine además de la


clara presencia de otras obras clásicas de la literatura universal como la Ilíada, la Odisea,
la Eneida y el Quijote, desmiente el rótulo regionalista aplicado tan a menudo y en tono
despectivo a la novela de Rivera (1978:149).

Rivera moderno

Los productos literarios de un país, vistos desde adentro, gozan siempre del favor asegurado
de lectores y críticos. Esto se entiende, por supuesto, como la necesaria urgencia de defen-
der lo típico, lo raizal, de afincar esos valores para crear unidad nacional. Y José Eustasio
Rivera, en ese sentido, resulta más que beneficiado. Pocos autores como él tan nacionales,
tan criollos, tan profundamente colombianos. Colombianos son, hasta los tuétanos, todos
esos ambientes que pueblan Tierra de promisión, todos esos sonidos, de miles de tonalida-
des, que nos provienen del llano y de la selva, y que nos hacen estremecer de orgullo ante
nuestra inmensa diversidad. Igual ocurre en La vorágine, novela que escarba en nuestros
rincones más remotos y, a la vez que va develando los horrores de la explotación de los
caucheros, nos va enterando, como si por primera vez tuviéramos noticia de ello, de nuestro
maravilloso territorio:

¡Cómo recordé mi soneto aquel en el que pinto la lucha del toro y del tigre! Cómo se
estremecían de júbilo los llaneros oyéndomelo recitar, y cómo se hacían cruces porque
uno pintara lo nunca visto (1991:133).

Rivera era profundamente consciente de esta virtud, y así se entiende en el tono de varias
cartas, de varios alegatos y de varias entrevistas. Aun en sus incursiones como cazador,
pese a la crueldad que lleva implícita la empresa –Neale Silva afirma que pertenecía a los
que creen en la supervivencia de los mejores–, existe en él, no obstante, un deslumbramien-
to frente a lo vernáculo, un éxtasis lírico, una epifanía que pronto hace acallar el fin ominoso
de sus salidas.

Pero bueno, volvamos otra vez a la idea inicial. Estas virtudes adánicas, suficientes de cual-
quier manera para consagrar a Rivera en nuestro país, no lo eran tanto para que el autor
huilense alcanzara la estatura universal a la que ha llegado. Otros elementos, además de lo
estrictamente criollo, de ese prurito de honradez, de probidad y de seriedad que rezuman su
obra y su actitud en todas las esferas en las que fue visible, deberían existir en su producción
para generar tal devoción. Un problema con respecto a los estudios existentes sobre la obra
de José Eustasio Rivera tiene que ver con el excesivo énfasis que se pone en sus contenidos,
algo que, él mismo lo destacó, estaba entre sus más secretas preocupaciones. Pero los conte-
nidos, por sí solos, no permiten a ningún escritor rebasar las fronteras de una patria, o, en caso
de lograrlo, no suscitan intereses distintos al histórico o el sociológico.

Recordemos que la obra publicada de José Eustasio Rivera se sucede en la década con ma-
yores rupturas en la tradición literaria del siglo XX. Mientras Rivera produce en la comarca sus
libros capitales –Tierra de promisión y La vorágine– tanto en Suramérica, como en Estados
Unidos y Europa, la convulsión de las formas literarias era tal que muy poco había quedado de
110 Betuel Bonilla Rojas

las viejas maneras decimonónicas. Los audaces escritores de estas décadas llevaron hasta el
límite las posibilidades comunicativas, tanto en verso como en prosa, y el mundo asistía a unas
innovaciones que sólo tiempo después, en algunos casos, se lograron advertir.

Rivera, sin incurrir en audacias y pirotecnias formales parecidas, propone, a su manera, unas
rupturas que lo equiparan, al menos de cerca, con los mejores logros de la época. Esta, tam-
bién, es otra forma de enfrentar a la tradición y de salir airoso en la lucha. Rivera, solo y heroico
por tantos enfrentamientos desiguales, intenta estar a tono con los recientes hallazgos. Así
lo deja entrever Eduardo Neale Silva en las respuestas airadas del poeta, ante los continuos
ataques que le llegaban desde distintas vertientes y que le subrayaban problemas técnicos y
de fondo, errores que residían más en la falta de preparación de sus detractores y en la incom-
prensión frente a sus innovadoras propuestas:

Los engañados acerca de mi obra son otros, yo no; sé cuánto me falta, sé a cuánto aspiro
(1986:214).

Rivera era muy consciente no sólo de sus logros, sino de sus propias necesidades de innova-
ción, de sus propias limitaciones de estilo. Quizás no quiso ir más lejos en sus pretensiones
formales porque no era esa su tarea; o quizás, por su prematura muerte, tal cometido no al-
canzó a desarrollarse. Lo que sí es seguro es que no le interesaban las formas vacías; no le
interesaban los malabares estructurales demasiado estridentes porque muy seguramente sus
lectores también podrían asumir esas lecturas con el acento de quien se sabe situado frente
a una obra surgida de la más pura ficción. Y tanta ficción podría llegar a hacerle daño a las
necesidades puntuales de Colombia.

Es usual que sobre Tierra de promisión se cierna un sinsabor, algo así como que dicha obra
perfectamente cabría uno, o dos siglos atrás ¿Pero en pleno siglo XX? El soneto, repudiado
por los nuevos estetas bajo la acusación de anacronismo, fue acaso la lupa a través de la cual
se quisieron hallar sus defectos. Se juzgó, además, que la obra estaba exenta de humanidad,
que si bien las criaturas de la selva nos invitaban a la indignación, a la compasión y hasta a la
admiración, el alma humana, salvo la del bardo, estaba ausente de dichos poemas. No obstan-
te, detractores tan avezados como don Lope de Azuero, citado también por el biógrafo chileno
advierten, casi como una defensa, el porqué de tal tono en la obra del huilense:

Rivera posee un precioso distintivo que lo hace inconfundible y le da fisonomía propia;


mientras otros poetas se inspiran mirando hacia su yo, él dirige su emotividad hacia las
cosas poniéndolas como pretexto del arranque lírico y les transmite su alma para cantar
luego sus propios sentimientos a través del símbolo que en ellas descubre (1986:179).

Muchos de estos críticos olvidaron, por ejemplo, que las formas fijas, como el soneto, hacen
parte de una tradición común, de una preceptiva, y que finalmente el gesto moderno tiene que
ver menos con esta selección que con el sentimiento y la capacidad de penetración que en
ella se imprima. Olvidaron la plasticidad de sus sonetos, los audaces encabalgamientos entre
versos –lejos ya del manido uso romántico–, la frescura y lozanía de sus metáforas, la designa-
ción casi prístina de ciertas cualidades en la flora y la fauna que el mundo aún no había adver-
tido. No es sólo lo telúrico a ultranza, es el canto de lo nuestro con altísimas virtudes estéticas,
con fina sensibilidad. Es el soneto anclado en el sopor del trópico. Si se quiere, es un Rivera,
en otro contexto, con el viejo ideario de Bello y Heredia, los más grandes poetas de la América
fundacional del XIX. Finalmente, olvidaron que el principal fundador de la modernidad literaria,
José Eustacio Rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo 111

que en palabras de Hugo Friedrich es Charles Baudelaire, había desviado ya los cauces de la
poesía con esta vieja forma de origen petrarquiano, y había edificado un nuevo mundo desde
composiciones de catorce versos.

En lo que concierne a La vorágine, nada más ver la infinidad de múltiples lecturas, de múltiples
perspectivas de análisis, para justificar su grandeza. Buena parte de estas lecturas, algunas
diametralmente antagónicas, tiene que ver con el propósito estético que la guiaba y que sólo
Rivera conocía. “No hay interpretaciones erróneas de mi novela”, parece querer decir Rivera,
“hay sólo una inmensa novela, abierta a un diálogo con diversos saberes”.

Un primer acierto, calculado fríamente en sus más intrincadas aristas, es el de haber selec-
cionado a Arturo Cova como narrador, y no como cualquier tipo de narrador, plano –para usar
la categoría de Henry James–, sino como un narrador arriesgado, elusivo, un tanto falaz en
ocasiones. En los distintos estudios aparece la figura de Cova como el origen de tanta polé-
mica. Su alucinación, su delirio, su temple febril, su psicología tan compleja, hace que todos
los intentos por desvirtuar aspectos de la novela se estrellen ante su egolatría narrativa. Todo
pasa por él. Y si está tan poco cuerdo, como efectivamente se colige de varios pasajes –al-
gunos estudios han ahondado en Cova como un Quijote moderno, degradado por la selva y
la sociedad patriarcal colombiana–, ¿cómo podemos juzgar su creación?; esas anomalías
estructurales bien pueden obedecer a su estado delirante –no olvidemos que en el tercer
capítulo se verifica que tenemos entre manos una especie de libro que se va escribiendo
mientras lo leemos–.

Un estudio más profundo y riguroso nos permitiría rastrear, no sin dificultad, hasta qué punto
los desaciertos son de Rivera, o de Cova. En el libro ya citado de Monserrat Ordóñez, por
ejemplo, varios textos hacen un trabajo de inmersión en la psicología de Cova para extraer de
ella las virtudes y los defectos de La vorágine. ¿Qué le podemos creer a Cova, a este decaden-
te e incorregible romántico que tiene tanto de soñador como de pesimista, de generoso y de
cruel, de humilde y de prepotente, de caballero y de patán, de genio y de imbécil, de pacifista
y de pendenciero? ¿No será que esta ambigüedad, lejos de ser un defecto, es una deliberada
treta de José Eustasio Rivera para propiciar varios senderos de análisis y de comprensión de
su obra?

Sin llegar tan lejos en su propuesta como un James Joyce, un Marcel Proust, un Italo Svevo o
una Virginia Woolf, son muchísimos los aportes de Rivera a la novelística que lo sucedió. Nada
más reparar en la creación de caracteres para hermanarlo con arquetipos en la mejor línea de
un Shakespeare, un Balzac o un Dickens. Pero es éste un arquetipo propio del trópico, ator-
mentado por nuestra selva, por nuestros zancudos y nuestra manigua, afectado por nuestra
conservadora, pacata y arcádica sociedad colombiana, como bien lo vio Raymond Williams en
el estudio ya citado.

En igual medida, uno de los recursos, ya usado por escritores que le antecedieron, pero que
Rivera aprovechó al máximo, es el de la polifonía, quizás uno de los elementos de mayor peso
a la hora de insertar a un escritor dentro de la modernidad escritural. Aunque Cova, como ya
lo dijimos, domina todo el relato, diversas voces le sirven de telón de fondo para darnos a
conocer aspectos que se le escapan a la voluntad dominante del poeta bogotano. El crítico
y narrador colombiano Rafael Humberto Moreno Durán, en un texto citado por Monserrat Or-
dóñez, titulado “Las voces de la polifonía telúrica”, se refería con indudable acierto a esta virtud
narrativa de Rivera:
112 Betuel Bonilla Rojas

Todo en La vorágine apunta hacia una definición polifónica. La voz primigenia se em-
peña en encontrar su ritmo propio, la escritura deviene partitura y los acordes buscan
reconciliarse en el contrapunto del horror. Incluso puede apreciarse en la evolución de la
anécdota y en la multiplicación de los dramatis personae una coral creciente (1984:436).

A partir de una metáfora musical, el crítico y narrador boyacense alude, por supuesto, al con-
trapunto entre los discursos de Clemente Silva, Helí Mesa y Ramiro Estévanez. Y decimos
contrapunto porque de Silva –el cauchero baqueano–, a Estévanez –el citadino al que el loco
amor llevó al desastre–, hay tanta distancia como bien puede haberla en personajes de dos
novelas distintas. Y sin embargo conviven allí, junto a los relatos menores del Pipa, de la Tur-
ca, de la indiecita Mapiripana referida por la tradición oral, de Fidel. Y en eso, tal vez, radica
la dificultad que ve Raymond Williams para ubicar la novela como de la tradición oral o de la
tradición escrita, como de la Arcadia Heleno-Católica o de la Utopía Liberal. ¿Taxonomías re-
duccionistas? Ya dijimos lo reacio que se mostraba Rivera a tales clasificaciones.

Así pudiéramos, con cada aspecto, con cada tema, con cada elemento de la trama3, seguir
rastreando los gestos modernos de toda la producción riveriana. Hasta ahora, la pretensión es
sólo advertir el tipo de escritor que tenemos al frente, que tenemos entre nosotros.

Bibliografía

Carpentier, Alejo (1984). “La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo”. En: Histo-
ria y ficción en la narrativa hispanoamericana. Monte Ávila Editores. Caracas.

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niz. Ensayos disidentes. Panamericana. Bogotá.

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Menton, Seymour (1978). La novela colombiana: Planetas y satélites. Plaza y Janés. Bogotá.

Moreno Durán, Rafael Humberto (1987). “Las voces de la polifonía telúrica”. En: Ordóñez,
Op. cit.

Neale Silva, Eduardo (1986). Horizonte humano: Vida de José Eustasio Rivera. Fondo de
Cultura Económica. México.

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Pachón Farías, Hilda Soledad (1991). José Eustasio Rivera intelectual: Textos y documentos
1912-1928. Universidad Surcolombiana. Bogotá.

3
Para la noción de trama, me acojo a la propuesta de Boris Tomachevsky, planteada en su libro Teoría de la
literatura, que se aleja de otras concepciones y que ubica, como antagonista a la vez que complementario, al
concepto de fábula: “Es precisamente al conjunto de los acontecimientos en sus recíprocas relaciones internas a lo
que nosotros llamamos fábula (…) Puede servir como fábula también un hecho real, no inventado por el autor,
mientras que la trama es una construcción enteramente literaria.
José Eustacio Rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo 113

Rivera, José Eustasio (1992). Tierra de promisión. El Áncora Editores. Bogotá.

Rivera, José Eustasio (2005). La vorágine. Fondo de Autores Huilenses. Bogotá.

Rivera, José Eustasio (1991). “Carta a Elías Quijano y Guillermo Arana. En: Pachón Farías,
Op. cit.

Tomachevsky, Boris (1982). Teoría de la literatura. Akal Universitaria. Traducción de Marcial


Suárez. Madrid.

Williams, Raymond (1992). Novela y poder en Colombia: 1844-1987. Tercer Mundo Editores.
Traducción de Álvaro Pineda Botero. 2ª Edición. Bogotá.
114

Cada uno en su lugar: Segregación urbana


en la narrativa corta de enrique congrains martín
Por: Diana Vela*
Universidad Tecnológica de Pereira

No es novedad señalar que Lima, a mediados de siglo XX, explota. Luego de presentar
un crecimiento demográfico moderado durante 400 años, la población limeña empieza a au-
mentar de forma considerable: de 150 mil habitantes a principios de siglo alcanza los 330 mil
en la década del 30, bordea el medio millón en 1940, y supera el millón en 1955 (Lloyd 33). La
causa principal: los movimientos migratorios que ocurrieron en ese entonces.

Teóricos como Rama, De Certeau y Lefebvre han identificado en los movimientos migratorios
un enfrentamiento entre la ciudad ideal y la ciudad real, entre la ciudad planeada y la ciudad
migratoria, y entre el espacio abstracto y el espacio diferencial, respectivamente. Más allá de
los términos que describan dicho enfrentamiento, lo relevante es que se trata de una lucha
constante, en donde no hay un vencedor definitivo: cuando la ciudad real se enfrenta a su
versión soñada y el ocaso del modelo anterior es inminente, un nuevo orden espacial no tarda
en instituirse.

En este escenario, los cuentos del escritor peruano Enrique Congrains Martín (1932-2009)
revelan cómo, luego de la explosión migratoria de mediados de siglo XX, un nuevo orden es-
pacial emerge en Lima con la finalidad de ubicar a los recién llegados en lugares específicos.
Si bien la obra de Congrains es principalmente reconocida por ser la primera en explorar el
mundo de las barriadas limeñas (Llaque 225), y ofrecer una mirada distinta, no censuradora,

* Diana Vela (Lima, 1980) obtuvo el título de Licenciada en Comunicación de la Universidad de Lima en el
2003. Un año después, ganó una beca para realizar estudios de posgrado en The State University of New York
at Buffalo, Estados Unidos, de donde se graduó como Magíster y Doctora en Literatura Hispanoamericana
en el 2007 y 2009 respectivamente.
Mientras estudiaba en The State University of New York at Buffalo, fue también profesora de dicha institu-
ción –enseñó cursos de lengua española y literatura hispanoamericana en pregrado– y fundó, junto a otros es-
tudiantes latinoamericanos, The Latin American Graduate Student Association –de la cual fue vicepresidenta
hasta el 2009–. En el 2008, obtuvo una beca de investigación de Sigma Delta Pi, The National Collegiate
Hispanic Honor Society, para llevar a cabo su tesis de doctorado.
En la actualidad, es profesora de pregrado y posgrado de la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia,
en la Escuela de Español y Comunicación Audiovisual y en la Facultad de Bellas Artes y Humanidades. Sus
intereses de enseñanza e investigación abarcan la literatura e historia latinoamericana, los vínculos entre la
comunicación y la literatura, así como los temas de inclusión social e imaginarios urbanos.
Cada uno en su lugar: Segregación urbana en la narrativa corta de Enrique Congrains Martín 115

de sus pobladores (Aldrich 454), esta no se limita a hurgar en tales espacios, sino que también
se introduce en el hábitat de aquel sector al que supuestamente le va mejor en la ciudad: la cla-
se trabajadora. Así, los cuentos “Lima, hora cero”, “Los Palomino”, “El niño de Junto al Cielo” y
“Cuatro pisos, mil esperanzas” –incluidos en la colección Lima, hora cero1– evidencian cómo el
nuevo orden espacial repliega a las clases baja y trabajadora a lugares en la ciudad que, para
ellos, terminan siendo inmodificables.

Fuerzas divergentes en la configuración de una ciudad

Lefebvre sostiene que la clase en el poder busca mantener su hegemonía no solo a través
de la violencia, sino también por medio de la consolidación de ciertas instituciones y la dise-
minación de ciertas ideas. Estas acciones a su vez implican la producción de un espacio en
específico, ideado para servir al establecimiento de un sistema (10-11). En este sentido, aun-
que a simple vista parezca una entidad neutral o una existencia dada sin causa aparente, el
espacio ha de ser entendido como una construcción de corte hegemónico, como un producto
social que la clase en el poder ha creado con ciertos propósitos. Lefebvre llama a este tipo de
espacio “espacio abstracto”: el espacio de la burguesía, del capitalismo y del neocapitalismo,
el espacio que busca anular cualquier tipo de resistencia (49, 57). Este es el tipo de espacio
que busca ser instituido cuando las ciudades son configuradas.

No obstante, el poder de aquellas fuerzas que diseñan ciudades en términos hegemónicos no


es absoluto. Tarde o temprano, ciertos eventos, ajenos a su control, permitirán la emergencia
de un “espacio diferencial”:

From a less pessimistic standpoint, it can be shown that abstract space harbours specific
contradictions [...] Thus, despite –or rather because of– its negativity, abstract space ca-
rries within itself the seeds of a new kind of space. I shall call that new space ‘differential
space’, because, inasmuch as abstract space tends towards homogeneity, towards the
elimination of existing differences or peculiarities, a new space cannot be born (produced)
unless it accentuates differences. (52)

No solo Lefebvre identifica contradicciones al interior de esta entidad totalitaria. De Certeau


sostiene que en toda ciudad, ciertas prácticas cotidianas permiten la reemergencia de aque-
llos elementos que el propio proyecto urbanístico excluye: “The language of power is in itself
‘urbanizing’, but the city is left prey to contradictory movements that counterbalance and com-
bine themselves outside the reach of panoptic power” (95). De ese conjunto de movimientos
contradictorios, el autor identifica en el caminar un acto particularmente transgresor, en tanto
su puesta en práctica rechaza la asignación de un solo lugar en el espacio urbano (103, 117).
Para De Certeau, los caminantes son autores de una “ciudad migratoria” que, inevitablemente,
termina deslizándose dentro de la ciudad planeada (93).

1
La primera colección de cuentos Lima, hora cero data de 1954. Sin embargo, en este ensayo examinamos
una edición posterior: aquella publicada por Populibros Peruanos durante los años sesenta. Y aunque esta
edición no presenta fecha exacta de publicación, podemos intuir que apareció a finales de dicha década por lo
siguiente: si consideramos que el cierre de la editorial se produjo por orden de la dictadura de Velasco Alvara-
do (1968-1975) y la complicidad del alcalde Luis Bedoya Reyes (1964-1969) (Grass 71), y que esta edición
de Lima, hora cero menciona el reciente decomiso de sus ejemplares por orden del mencionado alcalde (4),
podemos deducir que apareció entre 1968 y 1969.
116 Diana Vela

El caso de Lima

En el caso de las ciudades latinoamericanas, ubicamos al “espacio abstracto” en aquel “sueño


del orden” que identificó claramente Rama. En el caso de Lima, lo encontramos tanto en aquel
modelo colonial que replegaba a parte de su población a reducciones indígenas o barrios de
negros, como en los proyectos de remodelación y modernización urbanística que durante la
época republicana, y sobre todo en las primeras décadas del siglo XX, fragmentaron a la ciu-
dad en términos hegemónicos.

Sin embargo, existe también una Lima que es ajena a los reiterados proyectos del sueño del
orden. Justamente durante las primeras décadas del siglo XX, la capital comenzó a presentar
cambios que propiciaron la aparición de espacios no planeados. Las clases acomodadas se
mudaban hacia nuevos vecindarios construidos en el sur de la ciudad, mientras sus casonas
del centro eran divididas para albergar, en condiciones deplorables, a familias de escasos
recursos. Por su parte, las barriadas se multiplicaban alrededor de Lima: si bien de 1920 a
1940 solo se contaban 5, en 1955 ya eran 56 –con aproximadamente 120 mil pobladores­–, y
en 1961, más de 1 millón –con más de 1 millón y medio de habitantes– (Lloyd 34-38, Matos
Mar, “Nuevo rostro del Perú”, 18-19). Como se observa, pese a que desde inicios del siglo XX,
la ciudad venía dando muestras de una crisis en su configuración oficial, es recién a mediados
de dicho siglo que tales cambios cobran una magnitud inesperada.

Los migrantes y el nuevo orden espacial

La culpa de la proliferación de las barriadas recayó en los migrantes; en aquellos personajes


de quienes se asumía eran originarios de los Andes, cuando en realidad, muchos de ellos
residían en Lima desde antes (Bourricaud 116). En cualquiera de los casos, estos personajes
pusieron en práctica aquel mecanismo de resistencia identificado por De Certeau: los migran-
tes caminaron, se rebelaron ante el lugar fijo que se les había asignado en el espacio, y, por
ende, desestabilizaron el orden de la ciudad planeada. No obstante, un nuevo orden espacial
no tarda en aparecer. Se trata de un orden que, al no poder eliminar físicamente a los cada
vez más numerosos “espacios diferenciales” ni a su cada vez más creciente número de ges-
tores –después de la Segunda Guerra Mundial, sugerir el exterminio de ciertos grupos era
impensable (Portocarrero 21-23)–, se las ingenia para impedir que los migrantes se apropien
de nuevos territorios.

En estas circunstancias, los personajes de “Lima, hora cero”, “El niño de Junto al Cielo”, “Los
Palomino” y “Cuatro pisos, mil esperanzas” son todos migrantes que no pueden modificar la
ubicación que les ha sido asignada en la ciudad. Y si bien los protagonistas de los dos primeros
cuentos habitan en barriadas, y los de las dos últimas historias residen en sectores modestos,
en ninguno de los casos logran cambiar el hábitat que, en Lima, parece corresponderles de
forma “natural”.

Origen y oficios

El nuevo orden espacial no expresa abiertamente que el origen de ciertos sujetos determina el
lugar que este ha de habitar en la ciudad. Por el contrario, sugiere que es el oficio el aspecto
que condiciona la ubicación de los sujetos en el espacio urbano, puesto que al fijar un salario
Cada uno en su lugar: Segregación urbana en la narrativa corta de Enrique Congrains Martín 117

acorde a la actividad desempeñada, incide en las posibilidades reales de vivienda y vecindario


a ocupar. Sin embargo, los cuentos “Lima, hora cero” y “Los Palomino” revelan que en Lima, el
oficio es muchas veces determinado por el origen de los sujetos.

“Lima, hora cero” narra una historia conocida: un provinciano llega a la capital cargado de
ilusiones y, poco después, se enfrenta a una dura realidad que destruye sus sueños. Mateo To-
rres es un joven ancashino2 que luego de no encontrar un trabajo medianamente remunerado,
se instala en una barriada. Esta barriada se llama Esperanza, y pronto va a ser destruida: una
empresa constructora ha decidido urbanizar el terreno en donde se erige. Ante tal decisión,
los pobladores emprenden una marcha de protesta pacífica, sin saber que en aquel momento,
la empresa constructora toma la decisión de enviar camiones caterpillar para echar abajo sus
precarias viviendas. El cuento termina dando a conocer el siguiente hecho: los camiones no
solo arrasan con las chozas sino también con Mateo Torres, quien, al no haber asistido a la
marcha por encontrarse enfermo, muere instantáneamente.

Como se observa, apenas pone un pie en Lima, el protagonista se da cuenta de que encontrar
el empleo que anhela –un trabajo en una oficina– no es tan fácil como creía. A simple vista,
puede parecer lógico que ello le sea difícil, en tanto carece de la documentación necesaria
para laborar en una empresa. No obstante, si se considera la escasa probabilidad de que un
recién llegado cuente con los documentos señalados –sobre todo, con cartas de recomenda-
ción–, puede advertirse que estos requisitos constituyen trabas para la inclusión de los provin-
cianos en ciertas actividades de la vida laboral capitalina. De hecho, el mismo Mateo señala: “A
un provinciano que busca trabajo se le puede decir ‘no’ de muchas y diferentes maneras” (6).
Lo anterior ocurre precisamente porque un provinciano no es bienvenido en la ciudad, a menos
que sea para realizar oficios varios. Como resultado, el protagonista termina de barrendero.
Esta es la única opción que la ciudad parece otorgarle; aquella ciudad que, para mantener
limpias sus calles, solo necesita: “[…] una escoba, un mameluco, y un provinciano” (11).

Este estado de las cosas no es producto de la casualidad. Si los migrantes como Mateo Torres
no pueden conseguir un trabajo que les permita ascender socialmente es porque al nuevo or-
den espacial de mediados de siglo XX le conviene que solo limpien las calles. A todas luces, la
escasa remuneración que reciban como barrenderos hará muy difícil, prácticamente imposible,
que puedan costearse una vivienda distinta a las chozas de una barriada.

Cabe señalar que no es solo el trabajo de barrendero el que garantiza la permanencia de los
migrantes en un lugar subordinado. En “Lima, hora cero” se enumeran los oficios, todos meno-
res, a los que se dedican los demás habitantes de la barriada –jardineros, albañiles, basureros,
choferes, carpinteros, zapateros, mecánicos, pintores, entre otros­–, cuyo bajo salario impedirá
que abandonen el lugar que les ha sido asignado en el espacio urbano.

Es precisamente a dos de los oficios mencionados a los que se dedica el protagonista de “Los
Palomino”. Este personaje se llama Andrés Palomino, es chofer de taxi y carpintero. Vive con
su esposa enferma y sus cuatro hijos en una casa alquilada en el barrio de El Rímac. Necesita
dinero con urgencia para cubrir los gastos de operación a su esposa, pero se le presentan
serios problemas para conseguirlo: no logra vender los juguetes de madera que fabrica, no

2
Del departamento de Ancash, situado al norte de Lima.
118 Diana Vela

consigue ningún préstamo, choca el vehículo con el que trabaja y, para colmo, se lo decomi-
san. De otro lado, el propietario de la vivienda, el señor Barreto, considera que el alquiler que
paga Palomino es muy bajo. Entonces, le hace una oferta: prestarle el dinero que necesita con
tal de que él y su familia abandonen la casa. El final de la historia muestra a Barreto y a un
pintor en la vivienda ya desocupada. Sin mostrar congoja alguna, Barreto le cuenta al pintor
que nunca supo si llegaron a operar a la esposa del protagonista y que, casualmente, hace
poco se enteró de su fallecimiento.

Pese a que la narración no menciona explícitamente el origen de Palomino, su piel chola y pelo
zambo (36) revelan un ancestro que condiciona su oficio y lugar en Lima: la ciudad no le ofrece
más alternativas que las de taxista y carpintero. Y si bien tales ocupaciones le permiten, por lo
menos, no vivir en una barriada, le es imposible aspirar a un tipo de vivienda que no sea el de
una casa alquilada en un barrio modesto como El Rímac.

Sin embargo, la vivienda no es, al inicio, el problema que aqueja al protagonista: a Palomino lo
apremia la necesidad de conseguir dinero para costear la operación de su esposa. Las cosas
se complican aún más cuando choca, porque si bien no es un choque de gravedad, no choca
con cualquier vehículo sino con un Chrysler. En este episodio, el aspecto racial entra nueva-
mente a tallar. El protagonista deduce el estatus del dueño del Chrysler “por la traza” (30), y no
se equivoca cuando intuye que se trata de un sujeto influyente. Palomino contrasta su propia
apariencia con los signos de riqueza y poder de este último, y parece darse cuenta de que su
aspecto racial lo coloca en desventaja: “¿Por qué dificultades para [un] hombre pobre y cho-
lo?” […] ¿Era justo que […] abusaran de su piel chola, de su apellido simple y barato, de su
membrete de chofer de taxi? ¿Por qué él había nacido abajo y ellos arriba?” (34, 59). Palomino
parece advertir que se encuentra abajo, precisamente por el color de piel que detenta.

Con base a lo señalado, puede establecerse que en Lima lo migrante y lo pobre van de la
mano, puesto que la condición de migrante incide en el trabajo a obtener, y ese trabajo paga
tan poco que le impide disfrutar de una posición económica favorable. Y si bien el oficio de
Palomino le permitía al menos no vivir en una barriada, lo más probable es que el protagonista
haya terminado en una de ellas. ¿Adónde más podría haber ido tras aceptar la oferta de Ba-
rreto? Viudo, con cuatro hijos y sin trabajo, las alternativas de vivienda de Palomino son redu-
cidas. De esta manera, el relato muestra cómo una familia de ancestro migrante es obligada
a renunciar al lugar medianamente aceptable que al principio ocupaba en la ciudad, cómo su
único destino parece no ser otro que descender en la escala social.

Cada uno en su lugar

A mediados de siglo XX, ciertas zonas de la capital se ven tan vinculadas a la población migran-
te que su sola mención despierta en el imaginario limeño prejuicios fuertemente arraigados. De
estas zonas, las barriadas limeñas llevan el peor de los estigmas: no solo son definidas como
territorios caracterizados por el hacinamiento, la promiscuidad y la delincuencia (Bourricaud
117), sino que además son entendidas como evidencia de la degradación urbana originada por
la explosión migratoria, como testimonio de una Lima que se choleó (Nugent 69, 81).

Dos de los cuentos de Congrains se sitúan en estos escenarios: “Lima, hora cero” –que
acabamos de analizar– y “El niño de Junto al Cielo”. Al respecto, se observa que mientras el
primero intenta eliminar los prejuicios asociados a estos territorios –la barriada es descrita
Cada uno en su lugar: Segregación urbana en la narrativa corta de Enrique Congrains Martín 119

como una comunidad organizada, habitada por sujetos que definen reglas claras de con-
vivencia, establecen obligaciones relacionadas al orden y limpieza del entorno, e incluso,
desarrollan actividades recreativas (Abanto Rojas)­–, el segundo omite cualquier referencia a
la organización social del lugar, y, más bien, se centra en la historia de un niño recién llegado
a la capital.

El protagonista de “El niño de Junto al Cielo” se llama Esteban y tiene 10 años. Acaba de lle-
gar a Lima proveniente de Tarma3, y se instala junto a su familia en el cerro El Agustino. En el
primer recorrido que lleva a cabo por la ciudad, Esteban encuentra un billete de 10 soles. Poco
después, conoce a un niño de la calle, Pedro, a quien le cuenta sobre su hallazgo. Entonces,
Pedro le hace una propuesta: comprar revistas y periódicos con ese dinero, y luego revender-
los. Se dirigen al centro de la ciudad y llevan a cabo lo acordado. Tal como lo predice Pedro,
obtienen más dinero: 15 soles. En ese momento, Pedro le ordena a Esteban ir a comprar algo
de comer. Cuando Esteban regresa, se da cuenta de que Pedro se ha ido, llevándose consigo
el dinero que ambos habían recaudado.

En esta historia, el descubrimiento es clave. La trama se inicia cuando Esteban descubre un


billete de 10 soles, y termina cuando descubre que es engañado. No obstante, antes de que
tales eventos se produzcan, Esteban ha llevado a cabo otros hallazgos. Aún en Tarma, el niño
había empezado a indagar ciertos aspectos de la capital: “[…] supo que Lima era muy grande
[...] que habían lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas […]” (74). Sin embar-
go, es otro el hallazgo que acerca esa imagen lejana, y, de paso, la destruye: el descubrimiento
del lugar que, como migrante, le corresponde en la ciudad. En efecto, Esteban se pregunta
inocentemente si irá a vivir en uno de los barrios capitalinos de los que ha escuchado hablar
–Miraflores, San Isidro, Chorrillos–, pero descubre que el escenario que le espera es otro: el
cerro El Agustino; un lugar que el cuento describe como árido y marrón, rodeado de basuras,
desperdicios de albañilería y excrementos (72-77).

Dadas las circunstancias, y debido a la ubicación de su choza en las alturas del cerro, Este-
ban decide llamar a su nuevo hábitat “el barrio de Junto al Cielo” (74). La naturaleza idílica
de esta denominación es relevante, puesto que expresa el engaño que fabrica un niño al
descubrir que ha de vivir en una barriada –si el cuento se titulara “El niño de la barriada” o “El
niño del cerro El Agustino”, la frase perdería su sentido romántico–. La realidad es, lamen-
tablemente, otra: el barrio de Junto al Cielo no existe, no es más que un artificio. El nuevo
orden espacial establece que a él, como recién llegado, no le corresponde vivir en un barrio
sino en un cerro.

No debemos pasar por alto el vínculo establecido. La asociación entre los conceptos de
“cerro” y “migrante” es significativa, dado que se manifiesta tanto en la ciudad como fuera
de ella. Efectivamente, a mediados de siglo XX no solo se concibe al migrante como aquel
indígena que proviene de la región andina (Lloyd 20), sino también como aquel indígena
que tras descender de los Andes a la capital, sube a otros cerros en calidad de invasor. No
obstante, este vínculo revela algo más: Lima pudo haberse choleado, pero el nuevo orden
espacial no permitió que los migrantes se incorporaran a la ciudad en condiciones iguali-
tarias. De esta manera, al no darles otra alternativa de vivienda que no sean los cerros, el

3
Departamento de Junín, ubicado en la región andina.
120 Diana Vela

nuevo orden espacial los replegó al único lugar que habrían de ocupar: fuera del perímetro
tradicional de la ciudad.

Además de evidenciar el mecanismo de contención descrito, el cerro entendido como hábitat


natural del migrante permite examinar otro de los prejuicios que recaen sobre él: la imagen
de “recién bajado”. Evidentemente, el migrante es así definido al ser considerado un indígena
que desciende de los Andes para instalarse en la capital. Sin embargo, la carga peyorativa de
este concepto se manifiesta en su asociación con la torpeza e ingenuidad de dicho sujeto: un
“recién bajado” es aquel que no domina los códigos de la ciudad, y a su vez, es presa fácil de
alguien que quiera aprovecharse de su inexperiencia. Este último detalle da pie a una singular
frase: “hacer el cholito”, una expresión limeña que significa sacar ventaja de alguien. En “El
niño de Junto al Cielo”, Esteban representa la imagen del “recién bajado” no solo por haber
llegado recientemente a la capital, sino porque cuando Pedro desaparece con el dinero que
ambos habían recolectado, le hace, efectivamente, el cholito.

Intentos de resistencia

Los cuentos de Congrains muestran la imposición del nuevo orden espacial en Lima después
de la explosión migratoria. No obstante, al interior de las historias se producen también ciertos
movimientos de resistencia. Ello ocurre sobre todo en el primero de los cuentos. A diferencia
de Esteban, quien se ruboriza cuando le preguntan por su origen provinciano (76), o de Andrés
Palomino, quien vive atemorizado de perder el modesto estatus alcanzado, los personajes de
“Lima, hora cero” no se avergüenzan ni de su procedencia ni del lugar en donde viven. De he-
cho, los habitantes de Esperanza se consideran ciudadanos peruanos y sujetos de derechos:
“[…] todos somos iguales, seamos cholos o blancos, vivamos en Miraflores o en Esperanza,
seamos profesionales o albañiles” (17).

Por ello, reaccionan cuando la empresa constructora anuncia la destrucción de la barriada.


Primero, buscan el diálogo: contratan a un abogado, y se reúnen con el presidente de la em-
presa –e, incluso, con su esposa– para llegar a un acuerdo. Si bien tales esfuerzos resultan
inútiles, los habitantes de Esperanza no se dan por vencidos: se dotan de volantes, pancartas
y banderas peruanas, y emprenden una marcha hacia la Plaza de Armas de La Victoria. Allí,
se detienen bajo la estatua de Manco Cápac, ante quien declaran: “¡Baja, Hermano Manco
Cápac, rompe tu costra de metal y únete a nosotros que somos hijos de tus hijos, que somos
sangre de tu sangre; baja Padre Eterno y condúcenos al triunfo, así como condujiste, hace ya
siglos, a otros hombres iguales a nosotros!” (26).

Más allá del dramatismo presente en este fragmento, la invocación al fundador del Imperio
incaico destaca por otra razón: el desconocimiento del narrador de la brecha existente entre
este monumento y los pobladores de la barriada. Como se aprecia, el narrador asume que
todos los habitantes de Esperanza son de origen indígena, y que por tal razón, descienden de
Manco Cápac. De este modo, la referencia al linaje compartido parece pertinente en la súplica
dirigida al inca.

Sin embargo, tal vínculo es ilusorio. Y no solo por la arbitraria generalización del origen de los
personajes, sino porque la historia del monumento revela que el propósito de dicha edificación
nunca fue el de relacionarse, ni mucho menos reivindicar, a los grupos indígenas. En realidad,
la estatua a Manco Cápac fue el regalo que hizo la comunidad nipona al gobierno peruano en
Cada uno en su lugar: Segregación urbana en la narrativa corta de Enrique Congrains Martín 121

el centenario de la Independencia: los japoneses, como hijos del Sol Naciente, consideraron
adecuado edificar un monumento al primer inca, también hijo del Sol (Thorndike 40). La de-
sarticulación entre la efigie y los migrantes es así de evidente. Los ruegos a la estatua no son
escuchados, y la resistencia es anulada.

Un lugar relativamente mejor

A diferencia de los relatos anteriores, “Cuatro pisos, mil esperanzas” se ubica fuera del ámbito
de las barriadas. El cuento narra la mudanza de un grupo de familias que deja atrás sus casas
de yeso, madera, barro y quincha, para instalarse en la recién inaugurada unidad vecinal Ma-
tute. Una multiplicidad de voces da a conocer el oficio, rutina y preocupaciones de los persona-
jes. Estas voces se muestran ambivalentes: por momentos, parecen satisfechas con el estatus
asignado; por momentos, críticas frente a sus austeras condiciones de vida. Así, aunque a lo
largo del cuento prima una atmósfera de sosiego, hacia el final del mismo emerge el principal
temor que los aqueja: una niña, que durante todo el relato se preocupa por una anciana que
vive en una choza, pregunta qué pasaría si una noche, la anciana se mete en sus casas, y los
mata a todos.

En comparación con los protagonistas de las historias previamente analizadas, los personajes
de “Cuatro pisos, mil esperanzas” ocupan un lugar relativamente mejor en el espacio urbano.
Si bien se percibe que su origen es también provinciano, se intuye que forman parte de una
segunda generación de migrantes, perteneciente a la llamada clase trabajadora.

A primera vista, el texto muestra un escenario alentador: sugiere que sí es posible que los mi-
grantes asciendan en la escala social limeña. No obstante, dos precisiones deben hacerse al
respecto. En primer lugar, aunque Matute se localice fuera del ámbito de las barriadas, ello no
significa que se encuentre necesariamente lejos de ellas: la unidad vecinal no deja de limitar
con los cerros San Cristóbal, San Cosme y El Agustino, espacios que sí las albergan (110).
En segundo lugar, la ubicación de los personajes al interior de los linderos de la clase traba-
jadora no se encuentra garantizada. A pesar de que los edificios de cuatro pisos son capaces
de suscitar mil esperanzas, el riesgo de descender a los sectores más bajos de la sociedad
constituye una amenaza permanente. En efecto, los residentes de Matute pueden tener traba-
jo –la mayoría logra lo que Mateo Torres nunca consiguió: ser oficinista–, pero el fantasma del
desempleo está siempre al acecho: se cuenta que un conocido perdió su puesto a solo tres
años de jubilarse, y que en la compañía donde trabaja uno de los vecinos, despidieron a ocho
empleados el mes pasado (88, 97).

Evidentemente, es cierto que esta segunda generación de migrantes ha ascendido en la esca-


la social limeña; pero también es verdad que su probabilidad de descender es mucho mayor.
Por tal razón, lo mejor que les puede ocurrir es permanecer en el lugar en el que se encuen-
tran. El ascenso social de los migrantes tiene entonces un tope claramente definido, y ellos lo
saben; incluso sospechan a qué motivos responde tal designio:

Somos material parachoque. Los parachoques tienen unidades vecinales […] camisa
blanca y aspiraciones grises, corbata de colores e ideales sombríos; nos casamos,
nos acostamos, y después pequeños y complicados parachoquitos. Ellos nos calcan:
colegio, un colegio religioso, como en la mayoría de los casos. Y después, senci-
122 Diana Vela

llamente, ridículamente, inevitablemente, toda una vida, treinta, cuarenta años, en


la oficina […] Somos parachoques humanos, colocados astutamente entre los que
están arriba y los que están abajo. (106-07)

Este fragmento, además de denunciar en un tono notoriamente althusseriano la reproducción


del sistema a cargo de las futuras generaciones, alude a la existencia de un orden –el nuevo
orden espacial que emerge después de la explosión migratoria– que utiliza a la clase trabaja-
dora como bloque de contención estratégico. Como si presintiese que las clases trabajadora y
baja pudieran generar un movimiento social de cuidado, este orden traza una distancia insal-
vable entre ambos grupos.

En este escenario, puede establecerse que el lugar relativamente mejor que ocupa esta se-
gunda generación de migrantes tiene un precio muy alto. Quizás, lo más difícil sea el estado de
permanente zozobra en el que se encuentran. Cabe mencionar que este temor no se reduce
a un probable desempleo, sino a una posible venganza. Como se señaló en líneas anteriores,
una niña se preocupa constantemente por una anciana que vive en una choza ubicada en las
inmediaciones de Matute. Su preocupación es tan insistente que cuando parece que por fin
este episodio ha quedado en el olvido, la niña arremete una vez más: “[…] ¿y si la viejita […]
una noche, después de mucho hambre, frío, lluvia, enfermedades, se mete aquí y, despacito,
nos mata a todos?...” (116). El cuento termina así, abruptamente, con una pregunta que per-
turba la supuesta tranquilidad que reina en la clase trabajadora, y refleja el miedo instalado en
la mente de esta segunda generación de migrantes; una pregunta que nadie responde, y cuyo
eco retumba más allá de los pormenores de esta misma historia.

Conclusión

Los cuentos de Congrains denuncian cómo, luego de la explosión migratoria ocurrida en


Lima a mediados del siglo XX, surge un nuevo orden que, aunque no puede llevar a cabo
una segregación urbana de forma explícita, reorganiza el espacio de la ciudad en términos
hegemónicos. Los relatos analizados evidencian cómo este nuevo orden fragmenta al es-
pacio urbano de una forma sutil, pero no por ello menos efectiva. Así, sin que parezca una
imposición, las barriadas limeñas y ciertos barrios estigmatizados de la capital peruana –El
Rímac, El Agustino o Matute, por ejemplo– son entendidos como los únicos lugares en donde
los migrantes pueden instalarse, al extremo de que llegan a parecer el hábitat que “por natu-
raleza” les corresponde.

Pero los cuentos de Congrains revelan algo más: al mostrar cómo los migrantes son reple-
gados en lugares específicos, imposibles de modificar, reflejan el trasfondo racista que sigue
caracterizando a la disposición espacial de la ciudad a mediados del siglo XX. En efecto, si
bien Lima no es abiertamente dividida en guetos, el tinte racial que adquieren ciertos sectores
es muy notorio: la sola mención de sus nombres despierta estereotipos raciales tan arraigados
en el imaginario limeño que las fronteras sociales se instauran de forma automática. Por ello,
aunque después de la explosión migratoria los limeños tradicionales no pueden evitar compar-
tir con los migrantes el espacio de la ciudad, el nuevo orden se encarga de poner a cada uno
“en su sitio”, de ubicar a cada uno “en su lugar”.
Cada uno en su lugar: Segregación urbana en la narrativa corta de Enrique Congrains Martín 123

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125

Tragedia y humor en Augusto Monterroso


y Julio Cortázar
Por: Jaime Alejandro Rodríguez*
Pontificia Universidad Javeriana

Introducción

Según Ángel Rama, el humor se ha convertido en una de las estrategias más singulares
y eficaces de la “narrativa iconoclasta” latinoamericana de los últimos tiempos. En una época
-que el crítico uruguayo designa como la era de la sospecha de las letras latinoamericanas- en
que todo es reprobable y todo debe transformarse, la narrativa apela al “más antigua sistema
de invalidación, inventado por la comedia; con ello, al mismo tiempo encuentra un fluido y más
directo camino hacia el lector latinoamericano, asumiendo sus antiguos, tercos, eficaces siste-
mas de defensa: la risa insolente de quien por lo común no tiene nada que perder”1.

Excentricidad del discurso y eficacia, pero también recuperación de la expresión popular; ca-
racterísticas de una literatura heterodoxa que tiene en Julio Cortázar y en Augusto Monterroso

* Jaime Alejandro Rodríguez. Doctorado en Filología. Universidad Nacional de Educación a Distancia


UNED, España. (Ibagué, Colombia, 1958) Ingeniero químico, escritor y catedrático del Departamento de
Literatura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Javeriana (Decano Académico, 1998 - 2003),
Director del Centro de Educación Asistida, Nuevas Tecnologías (2004-2007) y en la actualidad Director de la
Carrera de Literatura. Magister en Literatura de la Universidad Javeriana de Bogotá y Doctor en Filología de
la UNED (España). Se ha especializado en la investigación del relato hipertextual y la cibercultura en general.
Creador de Narratopedia, el primer taller literario de internet. Hizo una trabajo de clasificación de género
literario con una ardua investigación sobre la Cultura Digital y el Hipertexto, basándose en Claudio Guillén,
teóricos de la Posmodernidad y las nuevas tecnologías. Libros y publicaciones: El relato Digital. Hacia un
nuevo arte narrativo. Bogotá: Editorial libros de arena, 2006. Narradores del XXI. Cuatro cuentistas colom-
bianos. México: Fondo de Cultura Económica. Tecnocultura y comunicación (coautor). Bogotá: Universidad
Javeriana, 2005. Artículo: El hipermedia narrativo: un modelo de interactividad digital En torno a la violen-
cia en Colombia (coautor). Cali: Universidad del Valle, 2005. Artículo: Pájaros, bandoleros y sicarios. Trece
motivos para hablar de Cibercultura. Bogotá: Universidad Javeriana, 2004 (Bogotá, Pontificia Universidad
Javeriana, 2004). Narratología: para el estudio y disfrute de las narraciones. Bogotá: Pontificia Universidad Ja-
veriana, 2004. Posmodernidad, Literatura y otras Yerbas. Bogotá: Universidad Javeriana, 2000 (existe versión
digital y virtual). Hipertexto y literatura. Una batalla por el signo en tiempos posmodernos. Bogotá: CEJA,
2000 (existe versión digital y virtual).
1
RAMA, Angel. Novísimos narradores hispanoamericanos. Buenos Aires: Marcha editores, 1981. Pp. 36-
40: sobre el humor como una técnica de uso frecuente en la formación de un discurso contra el poder en los
narradores latinoamericanos después del boom.
126 Jaime Alejandro Rodríguez

a dos de sus más importantes antecesores y en Historias de cronopios y de famas y en La


oveja negra y demás fábulas, verdaderas obras fundacionales.

No se trata aquí de destacar la trascendencia de los autores y obras mencionados (por lo de-
más, suficientemente establecida), ni de realizar un estudio sobre el humor, sino, más bien, de
un intento de apreciar en sus diferencias, también una unidad y una visión de mundo.

En el caso particular de Cortázar, una obra que permite comprender su trabajo anterior y su
evolución posterior, un “oportuno ensayo de dotar de una coherencia a la, hasta entonces,
contradictoria antropología cortazariana2; y en el de Monterroso, una continuación de la tarea,
la demostración de un “ostensible cultivo del ingenio”, emprendida ya en Obras completas y
otros cuentos, esa otra “operación de la escritura”3.

Dos obras similares: humor y brevedad, manejo de la irrealidad, crítica corrosiva, interés en el
lector; y también dos obras disímiles. Dos obras y dos hombres sencillamente extraordinarios

1. Punto de partida: la risa

Partimos de una experiencia como lectores: la comprobación de que, en ambas obras, la ma-
yoría de los textos que las componen están construidos de tal forma que uno de los efectos
de su lectura es la risa. Igualmente emotivo, otro dato que incluimos es el siguiente: en cada
caso la risa es diferente. No podemos detenernos a explicar en qué se diferencia la risa tras
la lectura de los textos de La oveja negra ... de la risa que nos causa la lectura de Historias...,
puesto que se trata de un fenómeno muy complejo4. Por otra parte creemos que ése no es el
punto importante. Más iluminador nos parece un intento por desentrañar la lógica humorística
que rige a cada una de las obras. Por ahora: si un efecto comprobado es la risa, podemos ase-
gurar, siguiendo a Koestler, que los textos que hemos leído favorecen la “percepción de una
misma situación en dos marcos de apreciación consistentes pero distintos e incompatibles”
(fenómeno de la bisociación), y además que hay un manejo de la originalidad, el énfasis y la
economía en ellos. Es decir, podemos afirmar que hay una intención y también una propuesta
expresiva en las obras, que ha encontrado en las actitudes cómicas, empleadas por los auto-
res, una solución estética.

2. Tragedia y humor

Tal vez las consideraciones de Arnold Hauser sobre el humor como fenómeno moderno, pue-
dan ofrecernos una base sobre la cual intentar una mirada más penetrante en cada una de las
dos obras, para encontrar no sólo qué es lo que la diferencia, sino también que las une.

2
CURUTCHET, Juan Carlos. Julio Cortázar o la crítica de la razón pragmática. Madrid: Editorial nacional,
1972. P. 45 del capítulo: “Metodología de la rebelión”, donde el autor defiende la hipótesis de que Historias
de cronopios y de famas no es una obra tan abrupta como pareciera ser.
3
En la revista ECO No. 174, Ángel Rama hace una reseña de la tercera obra publicada de Monterroso:
Movimiento Perpetuo. Entre otras cosas, afirma el crítico que Monterroso continúa aquí también su “sagaz
utilización del humor negro”.
4
La risa es un fenómeno psico-fisiológico tan complejo que resulta muy difícil indagar matices de sus compo-
nentes no solo en un mismo individuo estimulado por causas diferentes , sino al investigar la recepción de un
mismo esquema. Por eso nos ha parecido mejor indagar la causa , es decir la estructuración de los esquemas
cómicos en cada obra.
Tragedia y humor en Augusto Monterroso y Julio Cortázar 127

En efecto, Arnold Hauser afirma que el humor es una forma de expresión moderna, es decir,
surgida -al igual que la tragedia moderna- tras la crisis del renacimiento: “Sólo ahora (con el
manierismo), adquiere la imagen de la vida una complejidad y una contradicción internas a las
que sólo es posible acercarse con las formas de expresión de la tragedia y del humor”5:

Antes del periodo estilístico del manierismo no hay nada en la literatura de occidente que
pueda designarse como humor en el sentido riguroso de la palabra. La ironía socrática
apenas si tiene algo que ver con el humor. La ironía socrática se mofa, se disfraza, dice
hacia afuera lo contrario de lo que opina; su finalidad es la finalidad de toda ironía: poner
en ridículo, descubrir debilidades, atacar y aniquilar. En último término, puede ser útil,
puede educar y corregir, pero no tiene bondad alguna en sí. (p. 317).

Aunque la tragedia y el humor son -ambas- respuestas necesarias a problemas morales esen-
ciales de la época moderna (“la misma alineación, la misma postura escindida y ambivalente”),
basadas en estructuras paradójicas análogas (confrontación de dos planos incompatibles), de-
ben considerarse, según Hauser, como opuestos dialécticos, es decir, expresiones que surgen
de diferentes visiones de mundo. La visión de la tragedia es la de una condición insoportable.
La del humor es la de una tolerancia aún posible. El humor considera el no de la situación
(como la tragedia, es escéptico y crítico) pero también el sí: impide, con su sobriedad, con la
recuperación de las verdaderas proporciones, con su flexibilidad, que surja la desesperación
y la renuncia definitiva. “En la tolerancia consiste la esencia del humor”, nos dice Hauser, pero
esto no debe tomarse por una posición trivial. El humor devela la complejidad de la vida moder-
na, pero relativiza su tragedia. Por eso “es radical, nada patético, nada sentimental”.

¿Para qué nos sirve esta diferenciación entre tragedia y humor? En primer lugar, para carac-
terizar mejor al humor, para conocer sus raíces, su visión y su sentido. En segundo lugar, para
ir comparando las dos obras en estudio. Así, una primera afirmación podría ser: En la obra de
Monterroso el énfasis se ejerce sobre la componente critico-escéptica del humor, lo que en
realidad lo acerca más a la ironía socrática, tal como se ha definido. La componente “flexible y
tolerante” que debe acompañar a una obra humorística en tal sentido, se puede detectar con
más facilidad en la obra de Cortázar. Para ilustrar lo anterior, remito al lector a dos textos: La
fe y las montañas6 donde se descubre toda la intención aniquiladora de Monterroso, que no
deja salida posible, y Correos y telecomunicaciones7, texto de Cortázar que si bien realiza una
crítica al pragmatismo y al sentido común, ridiculizándolos, también incluye la inocencia y la
pureza como posibles del ser humano.

Importante resaltar que las diferencias anotadas hasta ahora se basan en el “énfasis” de cada
obra sobre ciertos elementos estructurales propios del humor. Quizás un estudio más profundo
pueda establecer con mayor claridad los matices del humor presentes en ellas.

5
HAUSER Arnold, Origen de la literatura y del arte modernos. I. “El manierismo, crisis del renacimiento”.
Barcelona: Editorial Labor, 4a. edición de ediciones Guadarrama: El capítulo sobre “El descubrimiento del
humor” (pp. 317 y 55).
6
MONTERROSO, Augusto. La oveja negra y demás fábulas. Barcelona: Seix barral, biblioteca de bolsillo,
1983. El texto mencionado en la p. 19.
7
CORTÁZAR, Julio. Historias de cronopios y de famas. Buenos Aires: Ediciones Minotauro, 4a. edición,
1984. El texto mencionado en la p. 40.
128 Jaime Alejandro Rodríguez

3. Al borde del abismo

Hasta el momento hemos visto que tragedia humor y también ironía expresan incompatibilida-
des esenciales, conflictos propios de la época moderna; actúan como alarma ante la amenaza,
y que por eso su estructura expresiva es la paradoja. Veamos ahora en qué consiste lo que
Renè Girard ha llamado un “Equilibrio peligroso”8.

En síntesis lo que plantea Girard es lo siguiente: existe una intima proximidad entre tragedia y
comedia, tanto desde el punto de vista histórico (común fuente mitológica), como de su efecto
psicofisiológico (la diferencia entre risa y llanto, afirma el autor, “no es de esencia sino que
sólo es de grado” y “ambas expresiones ejercen la misma función: Catarsis”. ps. 130 y 132.),
como también, desde el punto de vista estético, pues en ambos casos la paradoja sirve como
el elemento estructurador.

Pero la diferencia fundamental está en el manejo de los elementos de participación estética


con respecto al espectador (lector): identidad y alejamiento (empatia y istanciamiento para
hablar en términos críticos). En la comedia debe primar el distanciamiento sobre la empatía.
Sólo gracias a una conciencia de exterioridad de la situación representada, a cierto sentido de
superioridad y de distancia es posible reír ante una amenaza: “Un hombre no reirá, nos dice
Girard, a menos que exista una amenaza verdadera a su capacidad de controlar su ambiente
y a las personas que están en él, y hasta su capacidad de controlar sus propios pensamientos
y sus propios deseos. Pero un hombre no se reirá si esa amenaza se hace demasiado real” (p.
138). Debe mediar la distancia; el peligro debe quedar absorbido en el esquema, ha de quedar
clara la posibilidad de que la causa de la risa pueda ser dominada en cualquier momento, de
retornar a la seguridad de nuestros propios esquemas; de lo contrario, la amenaza se convierte
en tragedia. La hipótesis de Girard culmina con una (trágica) afirmación:

Los hombres no son ahora más capaces de dominar sus propias relaciones que lo fueron
antes. Las formidables ambiciones y realizaciones del hombre moderno son, pues, en
extremo frágiles; están a merced, no de la naturaleza o del destino, sino a merced de
esas mismas “fuerzas impersonales” que convierten a todos los personajes de Le Bour-
geois gentilhomme en títeres, sin que haya nadie que tire de los hilos... Nuestra risa no
puede ser tan complaciente ni segura como lo fuera antes. Nunca se puso tan de relieve
la naturaleza precaria, inestable y “nerviosa” de la risa. (p. 142).

Todas estas consideraciones nos sirven para aclarar algunas cosas con respecto a las obras
que nos interesan. Es indudable que los autores en estudio se valen de estructuras cómicas
para mostrar amenazas (las esenciales, aquellas de las que nos habla Hauser). Lo que ya no
es muy claro es que se desee una protección o un efecto de catarsis. La enunciación típica de
una amenaza en la estructura cómica podría resumirse así: ojo, hay poderes externos e inca-
pacidades internas que atentan a cada instante contra nuestra seguridad en el mundo, pero
basta con reconocer estos esquemas para no caer en el ridículo. Precisamente lo que Mon-
terroso y Cortázar hacen es relativizar la segunda parte del enunciado. Algo como: no basta
reconocer estos esquemas para recuperar la seguridad; lo que sucede es que tal “seguridad

8
En el capitulo (VI) : “Equilibrio peligroso. Una hipótesis sobre lo cómico”. En: Literatura. mímesis y antro-
pología, René GIRARD hace un interesante estudio sobre las relaciones entre tragedia y comedia.
Tragedia y humor en Augusto Monterroso y Julio Cortázar 129

en el mundo” no existe: siempre somos seres ridículos, especialmente si pretendemos, o cree-


mos en tal, seguridad. Y Monterroso va más allá: no hay posibilidad de superar ni los poderes
externos que nos determinan, ni las capacidades internas que nos limitan.

Tanto Cortázar como Monterroso utilizan estrategias cómicas, develan el caos existente y la
precariedad del orden que pretende controlarlo. Ambos se valen de la irrealidad (Monterroso
utiliza la Fábula y Cortázar a sus famas, esperanzas y cronopios) para provocar cierto aleja-
miento (de todas formas necesario), pero están siempre atentos a tocar tangencialmente ese
límite en que la amenaza se puede tornar “demasiado” real.

El espacio “salvador” (en este caso la ficción narrativa) es tan frágil como elemento distancia-
dor que no es muy difícil llegar a sentirnos identificados con las situaciones y personajes de los
que acabamos de reírnos: nos vemos en ellos, peligrosamente cerca.

Y en Monterroso es tan aguda esta intención que hasta la figura del escritor está incluida en
sus objetivos: “El mono que quiso ser escritor satírico” (p. 13), “El mono piensa en ese tema”
(p. 73), “El fabulista y sus críticos” (p. 95), “El zorro es más sabio” (p. 97).

Es como si, tras divertirnos como enanos arbitrando un partido de fútbol en Londres o en Ams-
terdan, nos percatáramos al final de que las mallas de protección han sido retiradas y el foso
rellenado durante el transcurso del partido. Sólo que entre los fanáticos ingleses y holandeses
con los que habría colmado Monterroso el estadio, Cortázar colocaría siempre una barra de
cronopios.

Así, la seguridad en el mundo, como la verdadera amenaza, es el enunciado común de los


autores. El humor y la risa operan en sus obras como mecanismos de acercamiento al lector,
pero también sirven para generar, en medio del aniquilamiento de esquemas, una extraña y
desconcertante identidad con las situaciones cómicas: la tragicomedia se alza como el verda-
dero espacio de participación. Quizá la diferencia esté en que Monterroso prefiere el escep-
ticismo y Cortázar conserva la esperanza (sólo que reformulada). Hay un plano utópico en el
argentino que no aparece en el guatemalteco, hay una “Metodología de la rebelión”9 que lo
emparenta con esa concepción del humor que Hauser nos ofrece. En Monterroso aparece sólo
el espacio de la rebelión: la escritura; no cree en nada más. Su humor negro está más cerca
de la ironía socrática.

Conclusiones

¿En qué consiste, entonces, el humor de estos heterodoxos?

Sus textos están siempre confrontando dos lógicas, dos visiones de mundo, cuyo choque
genera la sorpresa, lo inesperado: la develación de dos mundos perfectamente incompatibles.
Pero hasta aquí nada nuevo: fenómeno de bisociación, manejo de esquemas y estructuras
cómicas, anuncio de una nueva amenaza, etc.

9
Sigo aquí a CURUTCHET, Op. Cit.
130 Jaime Alejandro Rodríguez

¿Cuáles son esos mundos?, ¿cuáles lógicas los rigen? Por un lado, está el mundo socialmente
organizado, con sus leyes, sus premios y castigos: es el mundo del sentido común, el de la es-
tabilidad racional. Por el otro, irrumpe el mundo del caos y del absurdo, la excepción y el azar.

Los personajes de Monterroso asumen seriamente la posibilidad de ingresar desde una rea-
lidad desorganizada (la del individuo, marginado e inseguro) al mundo social, pugnan por ser
en el mundo racional, por merecer su consideración o, incluso, por organizar a su modo la
realidad; pero terminan acosados por el rechazo, por la burla o por la tragedia. En últimas, lo
sorprendente, lo que origina la risa, es que el mundo aparentemente más racional y más or-
denado (el de la sociedad humana, aunque aparezca disfrazado de bestiario) se revela como
el más caótico e irracional. Pero, si eso es así, (y Monterroso pregona que sí), si nuestra con-
fianza en el mundo organizado es ridícula, es inferior y absurda, ¿no estamos ya en el terreno
de la tragedia?

Para Cortázar la tarea también consiste en develar la presencia simultánea e incompatible de


dos mundos: el de las leyes y el de las excepciones. Pero sus personajes-héroe (los cronopios)
no pretenden acomodarse en el mundo de las leyes, sino que intentan vivir la excepción. En
ese momento, los personajes-de-la-ley (famas y esperanzas) se revelan como seres ridículos
y absurdos. Esa es la sorpresa (¡también la amenaza!). En uno y en otro caso, la distancia del
lector con respecto al personaje-ridículo se achica. ¿Nos reímos? Sí, pues operan los esque-
mas cómicos, pero acaso, ¿no nos incomodamos también ante una identificación implícita que
nos afecta?

El “paso más allá” del humor de Monterroso y de Cortázar, consiste, no en la propuesta de nue-
vos esquemas, sino en la subversión de los ya tradicionales. Si el humor consistía en develar
como ridícula y absurda nuestra inseguridad en medio de un mundo organizado, ahora resulta
que es ésa seguridad, ésa aparente autonomía, la que nos convierte en seres ridículos. Esta-
mos tan cotidianamente cerca del absurdo que dan ganas de llorar. Afortunadamente están los
cronopios para consolarnos.

Así es como creemos nosotros que en Monterroso la risa enfatiza la tragedia (la condición
insoportable de la vida) y en Cortázar se nos ofrece además una salida (la excepción, la gra-
tuidad, el juego). Visto así, Cortázar se acomoda mucho más a la definición de humorista que
nos ofrece Hauser que el propio Monterroso.

Quizás por eso no sea una coincidencia que Cortázar apreciara tanto el Humor de Buster
Keaton…

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132

Como una pintura nos iremos borrando:


La lírica y el legado de netzahualcóyotl
Por: Jorge Ladino Gaitán Bayona*
Universidad del Tolima

“La muerte es bella porque le da duración a nuestro abrazo” (1980: 40), así lo expresa
Marco Antonio Montes de Oca en su libro En honor a las palabras. En él, el poeta juega con la
metáfora, la sueña mujer y la mira de frente para insinuarle que ambos nacieron en la misma
piedra de los sacrificios y ya sólo les queda unirse para cantar a la muerte que los deshace
y alegra. Pero no únicamente Montes de Oca reconoce que “el santo sepulcro lo llevamos
dentro” (p. 41), también Jaime Sabines en Algo sobre la muerte del mayor Sabines se acepta
“recién parido en el lecho de la muerte” (1994: 364). Cómo no recordar a Xavier Villaurrutia en
Nostalgia de la muerte cuando pregunta: “¿No serás, Muerte, en mi vida,/ agua, fuego, polvo
y viento?” (2001: 129); ella no responde de inmediato, juega a entrar y salir del poeta y luego
advierte: “estoy fuera de ti y a un tiempo adentro” (p. 109). Esa presencia traviesa seduce a
Juan Gorostiza en Muerte sin fin cuando afirma: “desde mis ojos insomnes/ mi muerte me está
acechando,/ me acecha, si, me enamora” (1997: 48).

Teniendo en cuenta lo anterior, vale la pena preguntarse: ¿Por qué esa extraña relación de
varios poetas mexicanos con la muerte? ¿Por qué al mirarla es como si se contemplaran des-
nudos en el espejo? ¿Por qué la sienten morada y la sufren, ríen y cantan con intensidad? Si
“todo el pasado vuelve como una ola” (1981: 42), como destaca un verso del argentino Jorge

* Jorge Ladino Gaitán Bayona. 1977 Sogamoso (Boyacá-Colombia). Reside en Ibagué (Tolima) desde 1989.
Profesor de literatura de la Universidad del Tolima. Integrante del Grupo de Investigación en Literatura del
Tolima de la misma universidad. Aspirante a Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de
Chile. Autor del libro de poemas Manicomio Rock (Bogotá: Universidad del Tolima, Universidad Nacional de
Colombia, 2009), con el que fue primer finalista en el Concurso Nacional de Poesía María Mercedes Carran-
za en el 2006. Es coautor con Libardo Vargas Celemín y Leonardo Monroy Zuluaga de La novela del Tolima
1905-2005: bibliografía y reseñas (Ibagué: Editorial Atlas, 2008). Ha publicado artículos, crónicas, reseñas y
cuentos en libros, revistas y prensa.
Actualmente es ensayista y corresponsal para Colombia de Sieteculebras, Revista Andina de Cultura, editada en
Cusco-Perú. Ponente en: VIII Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana (JALLA, 2008) en Santiago
de Chile; Terceras Jornadas Brasileras (2008) en Santiago de Chile; Quinto Coloquio Internacional Literatu-
ra, Memoria e Imaginación de Latinoamérica y el Caribe en Cusco (Perú, 2009); IV Congreso Jornadas An-
dinas de Literatura Latinoamericana, JALLA 2010 en Niterói, Brasil. Fue Grado de honor como licenciado
en lenguas modernas de la Universidad del Tolima. Primer puesto en el Premio Nacional de Crónica Germán
Santamaría en la categoría docentes y universitarios en el 2005. Ha sido ganador y finalista en concursos de
minicuento y poesía en el Tolima.
Como una pintura nos iremos borrando: La lírica y el legado de Netzahualcóyotl 133

Luis Borges en su poema Himno, habría que buscar la respuesta a estos interrogantes en el
México prehispánico que, como indicó Octavio Paz en su discurso de recibimiento de Premio
Nobel en 1990, todavía sigue hablando a su nación a través de sus mitos, leyendas, imagi-
narios y poemas, un México prehispánico que “no es un pasado sino un presente” (1991: 10).
Desde esta perspectiva, es viable indagar en un tiempo y en un espacio que, aunque parezca
lejano, le ha heredado a muchos artísticas mexicanos una sensibilidad y un tono particular
hacia la muerte.

¿Por qué no viajar entonces al siglo XV, al reino de Texcoco, el lugar más importante de “las
artes y las ciencias del mundo náhuatl” (Séjourné, 2003: 45)? ¿Por qué no considerar que
una de las fuentes de esa lírica mexicana donde el hombre vive su muerte es la obra de
Netzahualcóyotl, el poeta, rey y filósofo de Texcoco, considerado como “la figura más notable
que haya surgido de las brumas de la antigua América” (Keen, 1984: 21) en el campo de la
creación estética? La importancia de este hombre es un punto de coincidencia entre expertos
en literatura náhuatl, entre los que cabe mencionarse a Fernando de Alva ixtlilxóchitl, Daniel G
Brinton, Mariano Jacobo Rojas y, principalmente, Ángel María Garibay, Miguel León Portilla y
José Luis Martínez.

Aclaraciones previas

La valoración que se efectuará en estas páginas sobre el tema de la muerte en la lírica de


Nezahualcóyotl como realidad viva e intensa que mora en el hombre y lo convoca al canto, se
realizará a través de una mirada crítica en la que se harán conexiones intertextuales con los
poemas de otros mexicanos.

Igualmente, cabe indicar que se parte de dos premisas. La primera gira en torno a la convic-
ción de que en el estudio de la literatura latinoamericana como proceso no puede dejar de
explorarse las realizaciones previas a la llegada de los españoles debido a que, como anota
Arturo Ardao, “la literatura latinoamericana tiende hoy a rebasar la propia área idiomática de
la que saca su nombre” (citado por Pizarro, 1985: 16). Esto implica que debe incluirse en ella
también las creaciones indígenas del pasado y del presente, las del Caribe, las brasileras,
la de migrantes latinoamericanos en Estados Unidos, etc. La segunda premisa es que la
valoración de la lírica de Nezahualcóyotl no es sólo por necesidad historiográfica, sino, ante
todo, porque la belleza de sus cantos es evidente y una lectura de los mismos no es ajena al
goce y placer estéticos. Difícil no conmocionarse con versos como “soy un canto en el ancho
cerco del agua,/ anda mi corazón en la ribera de los hombres” (Netzahualcóyotl, 1984: 208)
en Deseos de persistencia, o “sólo las flores son nuestra mortaja” (p. 217) en Poema de re-
memoración de héroes.

Ahora bien, es prioritario antes de empezar este recorrido por la vida y obra de Acolmiztli Net-
zahualcóyotl (Coyote Hambriento) señalar que lo conocido de sus cantos, como también de
mitos, relatos y poemas náhuatl, ha sufrido lo que se denomina “procesos de transvase” (León
Portilla, 1997: 14), en tanto la memoria oral del pueblo Náhuatl, al igual que lo representado en
códices, fueron llevados a escritura alfabética y, en dicha labor, “pudo haber tergiversaciones y
otras diversas formas de manipulación” (p. 14). Lo primordial es que en la escritura alfabética,
más allá del cambio en la forma de transmisión, no haya “una modificación sustancial en el
contenido de la expresión” (p. 263). Sumado a este factor, hay que tener en cuenta que cuando
Benjamin Keen indica que el poeta de Texcoco es una figura que emerge de “las brumas de
134 Jorge Ladino Gaitán Bayona

la Antigua América” (1984: 21) alude a que únicamente hasta el siglo XX se pudo lograr un
conocimiento confiable de su poesía. Se ha comprobado que, excepto un poema recopilado
por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl en el siglo XVII y otro publicado por Daniel Brinton en 1887 en
Filadelfia, lo poco que se tenía de su creación lírica eran paráfrasis y falsificaciones efectuadas
por Fray Joseph de Granados (siglo. XVIII), José Joaquín Pesado (s. XIX) Juan de Dios Villalón
(s. XIX) y otros.

Hasta el siglo XX se logró un acceso verosímil a la creación estética de Netzahualcóyotl,


principalmente por la labor del padre, filólogo e historiador Ángel María Garibay (Toluca, 1892,
Ciudad de México, 1967) y a su colaborador, el antropólogo e historiador Miguel León Portilla
(Ciudad de México, 1926). Sobre la trascendencia del trabajo de Ángel María Garibay es opor-
tuno reconocer:

La contribución del padre Garibay para el conocimiento de la poesía de Netzahualcó-


yotl es fundamental. En los Romances de los señores de la Nueva España se encuen-
tran veinticuatro poemas del señor de Texcoco, y en las traducciones del Ms. Cantares
mexicanos hay otros diez poemas también suyos, más el “Canto a Netzahualcóyotl” y
numerosos pasajes en que se encuentran alusiones al gobernante o al poeta. El padre
Garibay tradujo, pues, treinta y cuatro de los treinta y seis poemas que hasta ahora pue-
den atribuirse con certeza al poeta indio (Martínez, 1984: 159).

Tras la muerte de Ángel María Garibay, Miguel León Portilla asumió el liderazgo de las inves-
tigaciones sobre las culturas indígenas en Mesoamérica. Del estudio de la lírica del rey de
Texcoco ha realizado quince versiones. Sus traducciones poéticas, indica José Luis Martínez,
“logran desatarse de la preocupación de fidelidad y de cierta aspereza que a veces tienen las
de Garibay, para interesarse mucho más en la calidad sugestiva y en la tersura del lenguaje”
(p.160). En realidad, el padre Garibay y Miguel León Portilla son los traductores más confiables
para acercarse, desde la lengua castellana, a la lírica de Nezahualcóyotl1. No obstante, antes
de abordar los cantos del rey de Texcoco, es indispensable aproximarse a la trascendencia que
tuvo este personaje en la vida cultural y política del Antiguo México.

La figura de Netzahualcóyotl

A partir de los códices texcocanos Quitnatzin, Tlotzin y Xólotl, así como la Relación de Texcoco
de Juan Bautista de Pomar, la Historia chichimeca de Fernando de Alva Ixlilxóchitl (nieto de
Nezahualcóyotl), los Anales de Cuauhtitlán, testimonios pictográficos de origen chalcha y tlax-
calteca, y las crónicas de Torquedama, Mendieta y otras fuentes, se sabe que Acolmiztli Net-
zahualcóyotl (1402-1472) fue el gobernante más relevante del señorío de Texcoco, del cual fue
rey por 41 años. Este señorío, si bien era el segundo en importancia política y militar después
del reino de México-Tenochtitlán, a nivel cultural, filosófico y educativo se convirtió en modelo
para los señoríos vecinos, tanto así que líderes de otras tierras “enviaban allí a sus hijos para
aprender lo más pulido de la lengua náhuatl, la poesía, la filosofía moral, la teología gentílica,
la astronomía y la historia” (Martínez, 1984: 38).

1
Precisamente son las traducciones de estos dos expertos las que recoge José Luis Martínez en su libro Netza-
hualcóyotl, vida y obra (las mismas que se tienen en cuenta en este ensayo).
Como una pintura nos iremos borrando: La lírica y el legado de Netzahualcóyotl 135

En Texcoco, el poeta-rey hizo construir bellos jardines, acueductos, casas para la formación en
baile y cantos profanos (cuicalli), casas para los cantos divinos y educación superior (calmé-
cac), palacios con archivos que contenían las colecciones de “libros pintados” (genealogías,
anales, ritos, oraciones, calendarios adivinatorios, descripciones de tributos). Igualmente, tras
promover la Triple Alianza (Tlacopan, Texcoco y México-Tenochtitlán), brindó asesorías para
que en el señorío de México-Tenochtitlán existiera un amplio acueducto y el famoso bosque
de Chapultepec.

Netzahualcóyotl y sus cantos

Como cuicapicqui, es decir, “forjador de cantos”, Netzahualcóyotl seduce porque la voz poé-
tica que traza en sus cantos no la sabe reducida al intimismo; no es la voz al servicio de un
yo egoísta que expresa la estrechez de sus afectos. La voz con que funda la belleza le viene
prestada por la muerte, es el único atuendo digno que ella le otorga en su transitar por la tierra,
tal como expresa en Los cantos son nuestro atavío: Como si fueran flores/ cantos son nuestro
atavío,/ oh amigos:/ con ellos vinimos a vivir en la tierra” (Netzahualcóyotl, 1984: 182).

A los amigos a los que se dirige (príncipes, reyes y guerreros) les recuerda que ese canto-flor-
atuendo es el único que resiste y puede llevarse a todos lados, pues lo demás que adorna el
cuerpo es fugaz, superfluo y destruible; así lo sugiere en su canto El árbol florido: “Aunque sea
jade: también se quiebra,/ aunque sea oro, también se hiende,/ y aun el plumaje de quetzal se
desgarra” (p. 186). La palabra que el poeta deja brotar de sus labios (por eso en varios versos
asocia canto y flor) viene de la conciencia de la finitud, de saber que la muerte, en vez de eva-
dirse, puede ser fecunda cuando se celebra, se confronta y se torna aliciente tanto para provo-
car preguntas filosóficas y actos de civilización, como también para intentar trascenderla con
cantos que instauren una belleza más allá del tiempo de su autor, como si la tumba detuviera
el cuerpo, no el nombre de su dueño agitándose con obras imperecederas en otros tiempos y
espacios. Intuía que no le bastaba ser rey para ser recordado (así se tratara de 41 años en el
poder), que menester era hacerse poeta, o mejor aún, que siendo buen poeta sería mejor rey y
su señorío alcanzaría una dignidad más alta que otros con mayor resonancia en lo militar (caso
de México-Tenochtitlán). Logró que Texcoco contara más para la historia del arte que aquella
que se preocupa sólo de la política y la guerra, no quería una historia que al referirse a él y a
su pueblo se limitara a un sumario de batallas y muertos. Su reino era una suerte de Atenas en
el mundo mesoamericano, famosas eran no tanto las construcciones donde se formaban los
jóvenes para la guerra, sino los palacios y centros artísticos donde se conservaba la memoria
de sus ancestros y se aprendía filosofía, ciencia, música y poesía.

En cuanto a los cantos donde aborda las cuestiones bélicas subyace la consideración de que
al entrarse en combate se está poniendo en juego el honor que deriva de la muerte y hay un
deber moral de llevarla con orgullo y valentía. El guerrero tiene la certeza de que el recuerdo
que pueda dejar será por la forma como perece. Por eso, hasta los príncipes que van a la
batalla no están agobiados por la tristeza sino por la enorme alegría de conocer que allí es
donde han de probarse y darle aura a su nombre; de esta cuestión da cuenta el poema Esme-
raldas, turquesas: “Ya se sienten felices/ los príncipes,/ con florida muerte al filo de obsidiana/
con la muerte en la guerra” (p. 214). Es como si la gran muerte le hubiera otorgado a cada
ser una muerte pequeña y, por tal motivo, se pertenecen mutuamente y asumen con coraje
las afrentas.
136 Jorge Ladino Gaitán Bayona

Hay una doble fuerza impulsado al combatiente: hombre y muerte juntos en la batalla; ninguno
de los dos se sabe huérfano o abandonado por el otro; no es una única mano la que empuña
un arma. Late aquí la idea de que el ser no nació solo sino que ingresó al mundo con su muerte
minúscula antes de la muerte definitiva. Al respecto, siglos después de Netzahualcóyotl, José
Emilio Pacheco en su poema Encuentro -de la serie Tres poemas mortales- sugeriría que inclu-
so, a nivel de juego, el mexicano y la muerte se tienen entre sí, son juguetes mutuos y cuando
el tiempo detenga el reloj, el individuo (anciano-niño) se aferrará a ella sin importarle lo demás,
como ansiando no perderla:

Nació conmigo la muerte.


Le dieron cuerda
y la echaron a andar,
pero en silencio.

Hemos vivido juntos mucho tiempo


sin embargo nada sé de ella.
No la conozco.
No puedo imaginarla.
Nunca me ha dirigido la palabra.
Sé que está aquí: le pertenezco
y me pertenece.

Cuando se acabe la cuerda


conoceré a la inseparable de mí,
la indivisible visible:
Lo único que en el mundo puedo llamar,
sin jactancia y de verdad, mío (2000: 32).

Necesario es, en esta instancia, retomar los planteamientos de Octavio Paz en El laberinto de
la soledad, cuando en el capítulo titulado Todos santos, día de muertos indaga el sentido de la
fiesta para el mexicano, sus burlas al poder, los juegos de máscaras y su particular interacción
con la muerte, la que le permite vivir, con la misma intensidad, la alegría y la angustia. Se trata
de la festividad y el duelo al interior del mexicano, un ser que en lugar de sentir la muerte lejos
o de ignorarla, la convoca, la hace suya, acaso juguete como en el poema antes citado: “Mien-
tras otras culturas no pronuncian la muerte porque quema los labios. El mexicano, en cambio,
la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos
y su amor más permanente” (Paz, 1996: 80).

Para evidenciar la relación del mexicano con la muerte, el Premio Nobel menciona a dos auto-
res del siglo XX: Xavier Villaurrutia con Nostalgia de la muerte (1938) y José Gorostiza con su
poemario Muerte sin fin (1939). Lo que no indicó Octavio Paz en su lúcido libro es que, aguas
atrás en el río del tiempo, ya se evidenciaba este fenómeno en los cantos de Netzahualcóyotl.
Lo más asombroso es que el rey de Texcoco –el único de “los antiguos poetas indios cuyos
cantos cubren casi la totalidad de la temática náhuatl” (Martínez, 1984: 103)– logró tejer un hilo
conductor entre los diversos tipos de cuicatl (cantos) existentes en su época. Dicho hilo con-
ductor es, por supuesto, la visión de que el ser, tanto en la tristeza como en la efervescencia
del baile o del amor, está cercado por la muerte.
Como una pintura nos iremos borrando: La lírica y el legado de Netzahualcóyotl 137

La intensidad de la muerte late en las distintas clases de cuicatl cultivados por Nezahualcóyotl:
xopancuicatl (cantos del tiempo de verdor), xochicuicatl (cantos de flores), teocuicatl (cantos
sagrados), icnocuicatl (cantos de angustia y lamentación). Aún cuando se trata de un xochi-
cuicatl y está convocando a que se aleje la tristeza y se despierte el gozo, no deja de recordar
que cobra sentido la plenitud del instante por el hecho de que la existencia sea perecedera.
Sugestivo es incluso que el poema donde se aborda esta cuestión se titule Comienza ya:

Deléitate, alégrate,
Huya tu hastío, no estés triste…
¿Vendremos otra vez
a pasar por la tierra?
Por breve tiempo
vienen a darse en préstamo
los cantos y las flores del dios.
(…)
Floridamente se alegran nuestros corazones:
Solamente breve tiempo
aquí en la tierra.
Vienen ya nuestras bellas flores.
Gózate aquí, oh cantor,
entre flores primaverales:
Vienen ya nuestras flores (Netzahualcóyotl, 1984: 180).

A pesar de que, obviamente, Netzahualcóyotl y varios cuicapicquis náhuatl no tuvieron con-


tacto con la civilización romana lograron crear, lo que en el plano de las equivalencias, es de-
nominado en el mundo occidental como Carpe Diem2. Lo que vendría siendo una tipo de lírica
náhuatl análoga al carpe diem, se daría por los agudos interrogantes de la cultura Texcoco
frente un dios y una muerte que ofrece una “morada de los descarnados”. Textualmente indica
Benjamin Keen: “La duda en cuanto al destino del hombre después de la muerte hizo surgir
una corriente epicúrea, carpe diem, en el pensamiento náhuatl” (1984: 49).

Los cuicatl donde Netzahualcóyotl está exaltando las flores, la primavera y el espíritu festivo
del ser, incorporan la angustia por la pérdida. El poeta se da el lujo de pasar rápido de la risa
al llanto, aún en una misma estrofa de Los cantos son nuestro atavío: “Con cantos nos ale-
gramos,/ nos ataviamos con flores aquí./¿En verdad lo comprende nuestro corazón?/ ¡Eso
hemos de dejarlo al irnos:/ por eso lloro, me pongo triste!” (Netzahualcóyotl, 1984: 182). Tén-
gase en cuenta que flores y muerte no son simples menciones; ellas estructuran un universo
de significación que está en la obra del rey de Texcoco y remiten a la idea de que frente a la
muerte, el único lujo posible para el hombre es su canto y este, si brota como una flor desde
la perspectiva náhuatl, no será ajeno a la belleza y al encanto de la aroma esparcida (gesto
de ofrenda para que otros escuchen un poema y agradezcan el estar vivos por haber gozado
ese momento):

2
Este tópico literario invita a no desaprovechar el instante sino a disfrutarlo con entrega. Horacio inauguró
una tradición en el arte de cantar el goce de los sentidos, ricamente explotada más adelante por los goliardos
-irreverentes poetas y clérigos vagantes- en el Medievo cantando a la primavera y a los deleites que de ella
brotan. Esta tradición no ha parado de ser actualizada por poetas de múltiples tiempos y latitudes.
138 Jorge Ladino Gaitán Bayona

Nos ataviamos, nos enriquecemos

Nos ataviamos, nos enriquecemos


con flores, con cantos:
Esas son las flores de la primavera:
¡Con ellas nos adornamos aquí en la tierra!

Hasta ahora es feliz mi corazón:


Oigo ese canto, veo una flor:
¡Que jamás se marchiten en la tierra! (Netzahualcóyotl, 1984: 173).

Y no sólo flores y canto son claves en la lírica de Netzahualcóyotl, también está en otros poetas
del antiguo México. Piénsese, por ejemplo, en Aquiautzin de Ayapanco cuando en Canto de las
mujeres de Chalco expresa: “deseo y deseo las flores,/ deseo y deseo los cantos,/ estoy con
anhelo, aquí en el lugar donde hilamos,/ en el sitio donde se va nuestra vida” (1978: 185). De
igual modo, Moquihuitzin de Tlatelolco en su canto titulado Todo lo imagino dice: Recuerdo el
placer, la alegría./ ¿Acaso veremos que se acaban?/ Sin rumbo yo ando/ sin rumbo me expre-
so./ Donde abren las flores sus corolas,/ donde hacen giros los cantos,/ allí vivía mi corazón”
(1978: 214). La conexión flores-muerte es igualmente perceptible en escritores mexicanos
contemporáneos, entre los que podría mencionarse a José Emilio Pacheco, Jaime Sabines,
Carlos Pellicer y Octavio Paz. Este último, por ejemplo, en su poema Razones para morir se-
ñala: “¿Durar? ¿Dura la flor? Su llama fresca/ en la mano del viento se deshoja:/ la flor quiere
bailar, sólo bailar” (1979: 79).

En este punto, en aras de valorar mejor el sentido de los cuestionamientos y certezas de


Netzahualcóyotl frente a la muerte, es enriquecedor acercarse a los orígenes y formaciones
culturales del señorío de Texcoco. Al respecto, Benjamin Keen indica que el reino texcocano
fue “organizado por una dinastía chichimeca en 1260 al noroeste del valle de México y, dicha
dinastía había absorbido la vieja cultura tolteca” (1984: 21). El legado cultural tolteca era
valioso para los habitantes de Texcoco, pues “el pueblo o el periodo tolteca se consideraba
el pasado remoto y dorado del conjunto de los pueblos nahuas” (Martínez, 1984: 80). Los
toltecas, tras fundar la ciudad de Tollán en el año 856, habían creado un basto imperio, con-
siderado el más importante antes de la llegada de los aztecas. Estos últimos tomaron buena
parte de la riqueza cultural y de las figuras míticas toltecas: Quetzalcóatl, Tlaloc y Tezcatlipo-
ca, principalmente.

Lo fundamental del legado tolteca, en términos de la pregunta de un posible más allá después
de la muerte, es que inclusive en el Mictlan (el lugar de los muertos que no habían sido elegi-
dos por el sol para acompañarlo) los que perecían, tras ser sometidos a diversas pruebas, se
perdían definitivamente. Más aún, aquellos que se transformaban en pájaros para acompa-
ñar al sol, después desaparecían. Los pueblos náhuatl que tomaron el legado cultural tolteca
creían en dioses, pero no en un alma eterna después de la muerte:

Nunca llegó a concretarse en la poesía y en la sabiduría náhuatl la idea de otra vida


después de la muerte. A veces se dice que los muertos van al Quenamican o Quenona-
mican, o sea al “Sitio en donde de alguna manera se sigue existiendo”, o al Tocenchan,
“Nuestra universal y definitiva casa”, aunque la expresión que con más frecuencia se
emplea es de que se han ido al Ximoayan, Ximoan o Ximohuayan, “en donde están los
descarnados o los descorporizados”, nos explica Garibay. No hay pues, en la poesía de
Como una pintura nos iremos borrando: La lírica y el legado de Netzahualcóyotl 139

Nezahualcóyotl, como no hay tampoco en toda la poesía náhuatl, indicios de la posibili-


dad de un alma que nos sobrevive después de la muerte (Martínez, 1984: 118).

Saber que la Muerte mayúscula -no la muerte pequeña que lleva cada hombre para darle
sentido a su existencia y a su nombre- es una gran morada (“el sitio de los descorporizados”)
le da una fuerza enorme, un tono de celebración y en otros casos de amargura a varios cantos
del rey de Texcoco, tal como se descubre en el que sigue a continuación. En este icnocuicatl
(canto de angustia y lamentación), el artista deja que su desazón recaiga sobre una expresión
tenue, pero altamente evocadora, bastándole pocas palabras para condensar sus contradic-
ciones y deseos:

Estoy embriagado, lloro, me aflijo…

Estoy embriagado, lloro, me aflijo,


pienso, digo.
En mi interior lo encuentro:
Si yo nunca muriera,
si nunca desapareciera.
Allá donde no hay muerte,
allá donde ella es conquistada,
que allá vaya yo.
Si yo nunca muriera,
si yo nunca desapareciera (Netzahualcóyotl, 1984: 207).

En varios de los poemas del rey de Texcoco se detecta que el peso de la tristeza, en vez
de explayarse en un discurso quejumbroso o largas expresiones lastimeras, viene casi que
insinuado, gracias a una expresión sugerente y concisa. Lo que conlleva a indicar, desde la
perspectiva de Italo Calvino en Seis Propuestas para el próximo milenio, que opera como valor
estético la levedad. Dicha levedad no debe entenderse como vaguedad, azar, descuido en
la creación artística, imposibilidad de conmoción estética o frivolidad de los versos, sino, por
el contrario, como un valor literario que hace morar en una estructura liviana del lenguaje la
hondura de una emoción, la intensidad de la amargura, los conflictos y contradicciones que
instaura la certeza de la gran muerte. Es la levedad que permite aligerar la expresión, en la
cual “los significados son canalizados por un tejido verbal como sin peso, hasta adquirir una
consistencia enrarecida” (Calvino, 1989: 28). De ahí el alto valor poético que, desde la lectura
actual, se descubre en los cantos de Netzahualcóyotl.

El célebre poeta de Texcoco fue capaz de condensar los más agudos estados de la condición
humana de su tiempo y su cultura a través de cantos donde se armonizan la levedad estética,
las analogías sorprendentes y el ritmo de las repeticiones que vehiculan cierto tono profético
frente a la aniquilación del hombre, como se puede evidenciar en el final del canto Como una
pintura nos iremos borrando, uno de los más bellos de la literatura precolombina:

…Como una pintura


nos iremos borrando,
como una flor
hemos de secarnos sobre la tierra,
cual ropaje de plumas
140 Jorge Ladino Gaitán Bayona

del quetzal, del zacuán,


del azulejo, iremos pereciendo.
Iremos a su casa.

Llegó hasta acá,


anda ondulando la tristeza
se los que viven ya en el interior de ella…
No se les llore en vano
a Águilas y Tigres…
¡Aquí iremos desapareciendo:
Nadie ha de quedar!

Príncipes, pensadlo,
oh Águilas y Tigres:
Pudiera ser jade,
pudiera se oro,
también allá irán
donde están los descorporizados.
¡Iremos desapareciendo:
Nadie ha de quedar! (Netzahualcóyotl, 1984: 204).

Resulta admirable la forma como se logra que la más pesada de las certezas -la caducidad del
ser- cautive porque ha alcanzado la dignidad de la belleza, al venir mediada por la armonía y el
encanto de una expresión poblada de sugerencias y evocaciones. Su alta conciencia estética
en la configuración de los cantos se da porque en el México Precolombino “también conocían
las reglas de la retórica y la ciencia de la música” (Keen, 1984: 300). Sus creaciones líricas
no eran productos de la repentización, sino de un trabajo con la expresión y de un dominio de
recursos artísticos (no es casual que cuicapicqui signifique “forjador de cantos”). En Texcoco
se tenía una profunda concepción ética del arte, un bien supremo que no podía depender de
las dádivas de la inspiración, sino que requería preparación, conocimiento de la tradición, luci-
dez, imaginación, rigor y corrección. Ello explica la trascendencia que allí se le otorgaba a los
centros de formación artística en tanto, “según el modelo tolteca, ideal de vida civilizada para
los antiguos pueblos nahuas, una ciudad comenzaba a existir cuando se establecía en ella el
lugar para los atabales, la casa del canto y el baile” (p. 95).

Apuntes finales

La vida y obra de Acolmiztli Netzahualcóyotl (Coyote Hambriento) resultan fundamentales para


la historia y el arte latinoamericano. Él posicionó a Texcoco como un centro de irradiación
cultural durante el siglo XV en el Mesoamérica. Su lírica era producto de un compromiso con
la belleza. En sus 36 cantos hay una elaboración artística que le permite al poeta generar una
particular relación con la muerte, vista como una realidad que mora en el individuo, lo des-
garra y a la vez le otorga la posibilidad de que, ante la fugacidad de la existencia, anteponga
la belleza del canto, como bien lo dice en su poema Alegraos: “sólo con nuestras flores/nos
alegramos./Sólo con nuestros cantos/ perece vuestra tristeza” (Netzahualcóyotl, 1984: 182).

La valoración de su lírica es indispensable a la hora de estudiar la literatura latinoamericana


como proceso, en tanto fue la voz más destacada en lengua náhuatl. Si como expresa Carlos
Como una pintura nos iremos borrando: La lírica y el legado de Netzahualcóyotl 141

Pellicer en su poema Discurso por la flores “el pueblo mexicano tiene dos obsesiones/ el gusto
por la muerte y el amor por las flores” (2001: 84), habría que considerar que éstas no han sido
ajenas al plano estético y encuentran en Netzahualcóyotl una de sus primeras fuentes, un ar-
tista que a partir de ellas estructuró su universo lírico; universo que, en todo caso, se sustenta
en una expresión sencilla, pero sugerente.

Bibliografía

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143

Tomás Eloy Martínez: Por los caminos de Walsh


Por: Rigoberto Gil Montoya*
Universidad Tecnológica de Pereira

“En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo
de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet”.
Jorge Luis Borges, “El simulacro” (1960)

¿Puede una obra de ficción desbordar sus límites imaginarios y convertirse en parte de
una realidad histórica en la que su propio autor se ve implicado? Tomás Eloy Martínez reflexio-
nó sobre la inconveniencia de separar la obra de ficción de la realidad concreta, sobre todo
en el ámbito latinoamericano, donde los lindes entre una y otra suelen ser tan difusos como
los hechos cotidianos que convocan, por su raro atractivo, el orden de lo mítico. A partir de los
argumentos del novelista argentino, propongo un ejercicio de lectura en torno a Santa Evita
como la historia de un cuerpo político y social, que cobra vida en las obsesiones de los vivos. El
autor funde lo autobiográfico con los temores de sus personajes y de esta insólita amalgama,
se desprende la construcción de un mito por vía del extrañamiento.

En las últimas páginas de Santa Evita, Tomás Eloy Martínez enumera una lista de “Recono-
cimientos”, a propósito de las personas que ayudaron en el proceso de “investigación”, como
suele llamar el narrador a su historia, sobre el extraño mundo que se urde en torno a un
cadáver de mujer. La enumeración es larga, como larga la serie de materiales y documentos
que estos seres, al parecer, ayudaron a conseguir: datos de archivos militares y periodísticos;
entrevistas que delinearon el carácter de algunos personajes; información médica tomada de
los archivos de un sanatorio; relatos de historias inéditas sobre la vida de Eva Duarte; poemas
de Juan Gelman que el autor tomó prestados y textos traducidos del alemán con la ayuda de
una dama conectada a la red.

Hasta un entrevistado, Jorge Rojas Silveyra, quien prestó documentos valiosos, narró detalles
sobre la devolución del cadáver de Evita y sirvió de puente para llegar a otros testigos, Tomás

* Rigoberto Gil Montoya. Doctor en Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor
titular de la Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los libros El laberinto de las secretas angustias
(Editorial Lealón, 1992), Premio Nacional de Novela “Ciudad de Pereira”, La urbanidad de las especies
(1996), Perros de paja (Cine Club Borges, 2000), Nido de cóndores: aspectos de la vida cotidiana de Pereira
en los años veinte (Ministerio de Cultura, 2002), Retazos de ciudad (Universidad de Caldas, 2002), Pereira:
visión caleidoscópica (Instituto de Cultura, 2002), Plop (Sic, Editorial, 2004) y Territorios (Ediciones Sin
Nombre, México, 2010). Primer finalista en el Concurso Nacional de Crónica Urbana “Luis Tejada” (1997),
auspiciado por el Instituto Distrital de Cultura y Turismo. Esta misma entidad le otorgó Mención Honorífica
en el Concurso Nacional de Cuento, versión 2001. El Ministerio de Cultura le concedió el Premio Departa-
mental de Historia, primera versión 1998. Obtuvo Mención de Honor en el Premio Enka-Andino de Litera-
tura Infantil en su cuarta convocatoria. Ganador del concurso de ensayo “Caldas 100 años” con su libro Guía
del paseante. Escribe regularmente en su Blog Perros de Paja: http://www.latarde.com/blogs/perrosdepaja/
144 Rigoberto Gil Montoya

Eloy le agradece que una mañana de 1989 le haya referido el final de su novela, ese capítulo
en el que Tomás Eloy se revela desorientado y exhausto frente a la historia de Eva Duarte,
cuando acepta por fin reunirse en el café Tabac de Buenos Aires, en altas horas de la noche,
con tres exmilitares, ya ancianos, que temen llevarse a la tumba un secreto esencial: “Es por
el cadáver, ¿sabe? Nosotros nos hicimos cargo” (Martínez, 1995, p. 386).

Tengo la sospecha de que estas páginas de reconocimientos están allí por algo más que el
mero acto de agradecer. Quieren, en primer lugar, subrayar el carácter de verdad de una obra
de ficción, igual que ocurre con la intromisión de datos autobiográficos en el personaje que
reconstruye el espejo roto de la memoria en Crónica de una muerte anunciada; o igual que
ocurre con el “Epílogo” en Plata quemada, la novela de Piglia. Desde este lugar de lectura no
es fácil apartar, sin embargo, en la novela, los reconocimientos reales de los ficticios, sobre
todo cuando hemos sido envueltos por la historia de una muerta que en lugar de descompo-
nerse, tiene la capacidad de descomponer a los vivos, y en especial a quienes sucumben a la
belleza maligna de su cuerpo líquido.

Tampoco es fácil separar los documentos reales de los ficticios, cuando el propio Tomás Eloy
Martínez desconfía de los documentos históricos, en virtud de la manipulación a la que son
sometidos tanto por el poder político como por los historiadores. Subraya, además, la falsedad
de muchos de ellos, por ejemplo, los documentos que Eva Duarte y Juan Domingo Perón
registraron como verdaderos en 1945, cuando se casaron (Martínez, 1996, pp. 117 y 119). Si
para el escritor tucumano la realidad en sí misma deviene ficción y la ambigüedad es inherente
a la naturaleza de la novela, no sorprende que al referirse a Santa Evita exprese que todo en
su novela, excepto la última parte (Ruiz, 2007) es inventado, a partir del uso del periodismo
como artificio y de la posibilidad que tiene el escritor de llenar los agujeros negros o los vacíos
de la historia con relatos posibles:

…porque en el momento en que digo “yo entrevisté a tal persona”, efectivamente me cu-
brí las espaldas pidiendo permiso a esas personas para citarlas con su nombre y apelli-
do. Y hacerlas decir cosas que no habían dicho. En ese caso concreto inventé entrevistas
concretas de historias que no habían existido intentando resolver las oscuridades de la
historia… (Martínez/Piglia, 2001, p. 54)

El escritor Martínez estimula la batalla de las versiones narrativas. Sé, por ejemplo, que Jorge
Rojas Silveyra, a quien Tomás Eloy agradece en el punto siete de su inventario, fue un militar
antiperonista y conspirador, retirado en grado de brigadier y que en calidad de embajador de
Argentina en España, fue testigo en 1972, al lado del ocultista José López Rega, de la entrega
del cadáver de Eva al expresidente Juan Domingo Perón en la residencia Puerta de Hierro en
Madrid. En 1989 el periodista Tomás Eloy Martínez entrevistó durante tres días al coronel Héc-
tor Eduardo Cabanillas, como el responsable de la operación secreta de hacer desaparecer de
Argentina el cuerpo de Eva en 1957, a través de una extravagante operación de inteligencia
que terminó con el traslado del cuerpo a Italia, para ser enterrado en un cementerio de Milán,
con la discreta anuencia del Vaticano.

Una tarde de aquella entrevista, Tomás Eloy Martínez conoció a un amigo del coronel Caba-
nillas, el brigadier Rojas Silveyra, un hombre macizo, nervioso, de aspecto aún juvenil: “En la
adolescencia debió ser como un fósforo: largo, con una cabeza pequeña”, escribe Martínez
(2002). Al cadáver le faltaba un dedo y tenía un poco aplastada la nariz. El brigadier Rojas
Silveyra contó que por poco cometen un error histórico: la camioneta en la que desplazaban el
Tomás eloy martínez: por los caminos de walsh 145

cuerpo hacia la casa de Perón en Madrid llegaría a Puerta de Hierro “justo a las 20:25, la hora
en que se inmovilizaron los relojes cuando murió Eva. Le ordené que se detuviera quince mi-
nutos en la Glorieta de los Embajadores. De modo que el cadáver entró en la quinta de Perón
a las nueve menos cuarto” (p. 20).

También es cierto que fueron varios los escritores que corrigieron los manuscritos de Santa
Evita y allí Tomás Eloy los enumera. Uno de ellos, Juan Forn, se refiere a ese proceso en “El
conejo de la galera”, un texto-homenaje publicado en Página/12, en febrero de 2010 y en el
que ilustra cómo la novela de Tomás Eloy fue sometida a un proceso de edición muy riguroso,
en el que el escritor ensayó varios tonos para narrar la historia, hasta que logró el tono del
periodista-investigador –a la manera de Walsh en Caso Satanowski– cuando el propio escritor
decidió involucrarse como narrador y contar la historia del mismo modo en que solía contar,
durante las noches, los destinos de Eva a los que trabajan con él en la redacción de Primer
Plano, el suplemento literario de Página/12.

En el catálogo de reconocimientos es natural la inmensa gratitud que Tomás Eloy destina a


sus posible fuentes, a sus hijos y a su mujer. Sin embargo, hay dos de esos reconocimientos
que en lugar de afirmar el carácter testimonial de un escritor que se sabe en deuda con sus
fuentes y con un círculo privado de afectos, cargan de suspicacia y asombro el mero acto de
agradecer. Me referiré a ellos por aparte.

En el primer reconocimiento se lee: “A Rodolfo Walsh, que me guió en el camino hacia Bonn y
me inició en el culto de <<Santa Evita>>”. He aquí la manera como el novelista se liga a una
memoria, al hecho de que la literatura, si es tradición, descubre un conjunto de afinidades y
obsesiones. El primer agradecimiento es a un periodista investigador que se erige símbolo de
una escritura de la resistencia, y a su vez, símbolo del cuerpo que de pronto desaparece, un
día de marzo de 1977, en medio de las atrocidades de la Dictadura militar.

Walsh pagó con la desaparición física de su cuerpo el ejercicio de una escritura militante que
se hizo drama a partir de Operación masacre (1957), la obra con que Walsh desentraña la his-
toria de los fusilamientos de civiles ocurridos en el basural de José León Suárez, al norte de la
ciudad de Buenos Aires, y denuncia la responsabilidad del estamento militar en estos hechos.
Era 1956 y apenas había corrido un año desde que Juan Domingo Perón fuera derrocado por
los militares; cualquier reunión de amigos de barrio era vista como un acto de conspiración
política, que debía ser reprimido.

Por su parte, Tomás Eloy Martínez pagó con el exilio forzado el ejercicio de una escritura com-
prometida, cuando al pretender narrar el fusilamiento de dieciséis guerrilleros fugados del pe-
nal de Rawson, el 22 de agosto de 1972, se desplazó a Trelew y se encontró con una población
alzada en rebelión, exigiendo la libertad de un grupo de sus lugareños, a quienes acusaban de
ser cómplices de los guerrilleros asesinados por los custodios del penal. En su libro La pasión
según Trelew (1973), una coral de voces recrea el levantamiento cívico del pueblo que no se
arredró ante la amenaza de los militares adscritos a la base aeronaval Almirante Zar, y que
exigió la devolución de sus vecinos.

De este modo, Tomás Eloy Martínez remarca su lugar en un ámbito que Walsh, a pesar de su
militancia peronista, leyó e interpretó desde la trama policiaca, el periodismo de inmersión y la
lectura paranoica de la realidad a través del complot.
146 Rigoberto Gil Montoya

Tomás Eloy agradece a Walsh que lo hubiera guiado hacia el camino de Bonn e iniciado en el
culto de un cuerpo. Referirse a Bonn, es aludir a una de las ciudades donde la memoria po-
pular y el rumor deliberado localizan el cuerpo de Eva Duarte: “En los asuntos de inteligencia,
como usted sabe, echar a correr un rumor suele tener más peso que imitar la realidad”, enfa-
tiza el coronel Cabanillas (p. 16).

En la noche del 22 de noviembre de 1955, el cuerpo fue secuestrado del edificio de la CGT por
el teniente coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig: “un neurótico digno de figurar en las his-
torias anarquistas de Conrad o en las intrigas católico-político-policíacas de Graham Greene”,
como advierte Vargas Llosa (La Nación, 1996). Actuaba como jefe de los Servicios de Informa-
ciones del Ejército (SIE) y cumplía órdenes del presidente de facto, el general Pedro Eugenio
Aramburu. En agosto de 2004, al recibir el “Premio Rodolfo Walsh”, concedido por la Facultad
de Periodismo y Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata, Tomás Eloy Martínez
recordó sus encuentros esporádicos con Rodolfo Walsh, pero en particular el que tuvo con él y
su compañera Lilia en 1971 en París: “Ahí me dicen que el cuerpo de Evita estaba en Europa.
Yo les digo: Si desplazaron el cuerpo vamos a buscarlo... Y él me dice: No, esa mujer no es mía”
(Cultura hoy, 2004, p. 15). Es decir, Walsh se habría negado a acompañarlo. Sin embargo, esta
versión difiere en lo sustancial de la que Martínez expuso en la década del noventa, cuando al
reconocer hasta dónde se sentía “personalmente involucrado” con la fatalidad de aquel cadáver,
recordó que “en el año 1971 viajé expresamente a Alemania con otro escritor argentino, que se
llamaba Rodolfo Walsh y a quien había encontrado por azar en un café de París, a buscar la
tumba de Evita en la Embajada Argentina en Bonn” (Martínez-Richter, 1997, p. 41).

Cierta o no la versión de que ambos escritores emprendieron juntos la ruta hacia Bonn, el
encuentro de París fue recreado por el narrador Tomás Eloy en el capítulo 13 de Santa Evita.
Al comienzo, el narrador se refiere al secuestro del cadáver de Eva y al hecho de que pasaron
diez años de silencio, antes de que alguien se ocupara de él. Sería Rodolfo Walsh el primero
en nombrar este cuerpo raptado en su relato elusivo “Esa mujer”, aunque ya de la veneración
popular por ese cuerpo –valga recordar–, se había ocupado Borges en un breve relato suyo
de 1960, “El simulacro”, donde se refiere a Perón como un “viudo macabro” y a Eva como “una
muñeca de pelo rubio” (1974, p. 789).

A partir de allí se nutre el mito y las múltiples versiones que los diarios y las voces anóni-
mas hicieron circular, en medio de una extraña realidad que llenaba con relatos góticos el
vacío, la desaparición de un cuerpo invadido por el cáncer y embalsamado en 1952 por el
médico gallego Pedro Ara, un “verdadero Frankestein criollo”, como observa Carlos Fuen-
tes (La Nación, 1996). Así se cumplían las órdenes del presidente Perón, que en medio de
su dolor de enlutado, con su “cara inexpresiva de opa o de máscara” (p. 789), al decir de
Borges, tuvo tiempo para dimensionar el valor político de ese cuerpo que le era tan familiar,
como su deseo de permanecer, más allá de la Jefa Espiritual de la Nación, en los afectos
de los grasitas.

El encuentro con Walsh y su compañera Lilia sucedió en un café de Champs Elysées, cerca de
la rue Balzac. Lo que parecía un diálogo trivial de amigos, en el que Tomás Eloy contó el relato
que a su vez una mujer de apellido Goldman le había contado sobre la inusual costumbre, que
ya sumaba diez años, de cerrar por agosto la embajada de Argentina en Bonn, con el fin de
adelantar las mismas remodelaciones en el jardín de la sede, despertó las sospechas y animó
una certeza en Walsh: era allí el lugar donde habían enterrado el cadáver: “–En ese jardín está
Evita. Entonces, es ahí donde la tienen”, dijo (Martínez, 1995, p. 303). Ante la perplejidad de
Tomás eloy martínez: por los caminos de walsh 147

Tomás Eloy, Walsh confirma lo que Lilia agrega: el cuerpo debió ocultarse allí, en 1957, cuando
el coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig fue destinado en Bonn como agregado militar.

Tomás Eloy cae en la cuenta de que la pareja alude al personaje del relato “Esa mujer”: un hom-
bre ebrio y delirante que confiesa para sí mismo haber enterrado el cuerpo en un jardín donde
llueve demasiado y todo tiende a podrirse: un cinturón franciscano, el pino, las rosas. Un perio-
dista investigador, de apellido inglés ­–Walsh– visita en el décimo piso de un departamento de
Buenos Aires a un exmilitar neurótico, de apellido alemán –Koenig– que recuerda, en su eterna
borrachera, su impulsiva relación con un cadáver y la forma como le cambió la vida al convertir
lo que en principio era una misión secreta, en una pesadilla que lo destruyó, a él y a su familia,
y lo redujo a esa sombra que ahora regurgita un rencor contra los roñosos que, conforme a su
paranoia, lo asedian y amenazan. Por más que el visitante le pregunta una y otra vez por el
paradero del cadáver y por más que lo incita a pasar a la historia argentina como el mortal que
conocía el gran secreto, es imposible arrancarle la verdad y menos cuando al final del encuen-
tro, el coronel impone la suya su propia: “Es mía –dice simplemente. Esa mujer es mía”.   

Tomás Eloy pregunta si en realidad este hombre existió. Por supuesto: Walsh le cuenta que
el coronel habría muerto un año atrás y Tomás Eloy recuerda que Walsh, en un breve texto
introductorio, prevenía al lector sobre el hecho de que el diálogo que estructura su relato es en
realidad una transcripción del diálogo que sostuvo como Moori Koenig en su departamento de
Callao y Santa Fe. En efecto, Tomás Eloy hace referencia a la “Nota” que Walsh introduce en
su libro Los oficios terrestres (1965), donde expresa que “Esa mujer” alude a un “episodio his-
tórico que todos en la Argentina recuerdan”. También indica que “La conversación que repro-
duce” su cuento –así lo nombra– “es, en lo esencial, verdadera” (1986, p. 7). El propio narrador
de Santa Evita llega a una conclusión que golpea al lector: “Todo lo que el cuento decía era
verdadero, pero había sido publicado como ficción y los lectores queríamos creer también que
era ficción” (1995, p. 304). Lectores de todo tipo, incluyendo al grupo selecto de especialistas
y escritores que en 1999 y a través de una encuesta promovida por Alfaguara, escogió “Esa
mujer”, como “el mejor relato de la historia de la literatura argentina. Por encima de cuentos
de Borges, de Cortázar, de Horacio Quiroga, de Silvina Ocampo”, según evoca Ricardo Piglia,
cuando considera este texto emblemático en la forma de asumir lo literario como elipsis, sobre
los terrenos de la realidad política en crisis (2001, p. 15).

A partir del encuentro con la pareja en las calles de París y frente a la negativa de Walsh a
seguir empeñado en la búsqueda de un cuerpo que aparece como enigma en su relato, el
personaje Tomás Eloy heredó, en solitario, la obsesión, y se fue a Bonn a preguntar por el
cadáver. Allí recorrió el jardín de la embajada, gracias a un funcionario amigo que le sirvió de
guía y quien luego le hizo llegar una “caja de zapatos llena de papeles viejos” (Martínez, 1995,
p. 308), que le servirán para ampliar las conjeturas de aquel agregado militar, cuando en 1957
pudo haber enterrado a la mujer de la que se sintió dueño y por la cual perdió toda lucidez.
Tuvo tiempo de asomarse a las ruinas de la casa que ocupó el coronel Moori Koenig frente a
la embajada y en la que seguramente acrecentó sus deseos necrofílicos. Así continúa la his-
toria en la novela: la búsqueda de un hombre por aclarar el destino de un cuerpo que parecía
el destino de una nación, la Argentina: esa extensa reserva natural, recubierta por el viento
arenoso de la Patagonia, “donde los cadáveres se usan como arma de negociación política o
como propaganda electoral” (Martínez, 1996, p. 120).

Pero hay otra historia, acaso más real y sorprendente que involucra, no al narrador de Santa
Evita, sino al Tomás Eloy Martínez investigador. La historia la refiere Juan Forn y tiene que ver
148 Rigoberto Gil Montoya

con un encuentro de escritores celebrado en Berlín en mayo de 1993. Entre los invitados Forn
recuerda a Martín Caparrós, Belgrano Rawson, Juan José Saer, Tununa Mercado y el propio
Tomás Eloy Martínez. Los organizadores del encuentro habían destinado un “chaperón” para
cada invitado y a Tomás Eloy le correspondió un chico de Berlín Oriental llamado Eno y a quien
el escritor le pidió que lo llevara a Hamburgo y Bonn, en una misión secreta: “Volvieron al día
siguiente: Tomás estaba radiante, Eno estaba blanco como un papel. “Ese hombre está loco.
Quiso profanar una tumba, desenterrar un cadáver”, confesó a los otros chaperones después
de renunciar a su puesto” (Página/12, 2010).

Ahora bien, el otro “reconocimiento” que me sorprende, por lo inaudito y sugestivo, es el del
noveno asterisco: “A la viuda del coronel Moori Koenig y a su hija Silvia, que una noche de
1991 me refirieron las desdichas de sus vidas”. Es posible que el escritor Martínez haya tenido
contacto en verdad con ella, si atiendo al hecho de que en 1989, al confrontar con su entrevis-
tado, el coronel Cabanillas, la versión según la cual del cuerpo de Eva Duarte se habrían hecho
tres o cuatro copias con resina de vidrio y material de poliéster, y éste la negara rotundamente,
Tomás Eloy menciona de paso que la viuda del Coronel Moori Koenig habría confirmado el
hecho de que, en efecto, su esposo confundió una de esas copias de la “momia” con la Eva
verdadera en un puerto de Hamburgo, en 1961 (Martínez, La Nación, 2002).

El encuentro con ambas mujeres se escenifica en la tercera parte del segundo capítulo de la
novela y lo antecede una confesión del narrador: nunca conoció al coronel Koenig y a Evita la
observó apenas de lejos, en Tucumán, un día de celebración patria. Lo que hace a continua-
ción el narrador Tomás lo considero una fina operación de lectura, comparable a la que acome-
te Piglia en Plata quemada (1997), cuando al enumerar una serie de anarquistas tan célebres
como el propio Enrique Mario Malito, agrega, en calidad de personaje histórico, a Alberto Lezin,
el nombre real del Astrólogo, ese personaje parlanchín y timador creado por Roberto Arlt en su
doble novela Los siete locos/Los lanzallamas.

Cuando digo “fina operación de lectura”, convengo en admitir una inesperada forma de diálogo
con la tradición literaria, una manera de romper con las convenciones de lo histórico y social,
cuando la ficción se resuelve versión y empieza a ocupar el lugar que se le concede al docu-
mento, al archivo histórico. Así en Santa Evita. Si Rodolfo Walsh dejó escrito que su encuentro
con el coronel Moori Koenig sucedió en el décimo piso de un departamento de Callao y Santa
Fe, desde donde se divisa el puerto, el encuentro del narrador Tomás Eloy con la viuda y su
hija se dio en un “departamento austero de la calle Arenales” (Martínez, 1995, p. 56), en horas
de la noche, luego de una espera de varios meses para llegar hasta ellas. Allí las ventanas
desvanecidas parecían negar la existencia de la ciudad, remarcando el adentro que las dos
mujeres oscurecían más con el color de sus vestidos.

La relación con la viuda remite de inmediato a la mujer que en el relato de Walsh surge en la
escena como una sombra y que ni siquiera habla cuando aparece en la sala con dos pocillos
de café y su marido le pide que confirme frente al visitante lo que él acaba de decir de su hija
de doce años, que la puso en tratamiento con un psiquiatra: “Contale vos, Negra”, le dice,
pero “Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén
queda flotando como una nubecita” (Walsh, 1986, p. 11). Su segunda y última aparición es
más repentina todavía y el visitante apenas si escucha una voz “amarga, inconquistable”, que
le pregunta al coronel si enciende la luz de la sala y acto seguido le dice que lo requieren por
teléfono: “Deciles que no estoy”, responde él, cansado de que por teléfono lo amenacen, lo
insulten y le deseen los peores males para su familia.
Tomás eloy martínez: por los caminos de walsh 149

Si acordamos que la entrevista de Walsh con el coronel Moori Koenig pudo darse en 1961, año
en que empieza a estructurar su relato “Esa mujer”, y allí se expresa que su hija tiene doce
años, la mujer que ahora recibe con su madre al narrador Tomás Eloy tendría cuarenta y dos.
No hay edad para la viuda, pero es factible suponer que se trata de una “resignada matrona”,
desconfiada –escribe Tomás Eloy–, que supera los sesenta años. Vestidas de negro, perfu-
madas hasta el mareo con fragancia de rosas, las mujeres lograban prolongar la atmósfera
dolorosa y fúnebre en que vieron cómo se extinguía el hombre de la casa. Para entrar en con-
fianza con ellas, Tomás Eloy les extiende una “foja de servicios del Coronel” y les pide verificar
si los datos que allí aparecen son correctos. La viuda sólo confirma las fechas de nacimiento
y muerte de su esposo. De lo demás no podría da fe, porque su marido era, dice, “como usted
tal vez sepa, un fanático del secreto” (Martínez, 1995, p. 56).

Como alguien que ha “iniciado algunas investigaciones” para escribir la novela de un militar y
una mujer peronista, el narrador irrumpe en el espacio privado de un par de mujeres apoca-
das, tristes, para constatar si lo de Walsh era un relato de no-ficción. Ambas se encargarán de
verificar el hecho: la madre, como testigo presencial de un diálogo entre el investigador y su
marido, en medio de una atmósfera penumbrosa; y la hija, como la prueba de una desgracia
vital, que la emparentó con su padre, como si la perversa insistencia de los roñosos por truncar
sus destinos hubiera logrado su efecto: “­–¡Si usted supiera cuánto he fracasado en la vida!”,
dice, sin dejar de llorar. El diálogo habría sido registrado por el Coronel en un par de cintas
de un grabador Geloso, que la hija mayor baja de un aparador para exhibirlas como prueba
frente al nuevo visitante, prolongación de ese otro investigador obsesivo, de apellido inglés,
que preguntaba por el lugar donde había sido enterrada la mujer: “Es lo único que ha dejado”,
confirma la viuda (p. 57).

Ante las dos mujeres, Tomás Eloy confirma la esencia de una leyenda y el destino paradójico
de una mujer histórica que exacerbaba toda suerte de pasiones. En el misterio de su cuerpo
embalsamado, en sus malignas réplicas, hechas para confundir a sus adoradores y enemi-
gos, y en su viaje secreto, bajo otros nombres, a cementerios anónimos, fluían los torrentes
insondables de una nación proclive a adorar a sus cadáveres ilustres, que en no pocas veces,
como escribiera de nuevo el propio Martínez, “empezaron a ser usados como armas políticas”
(1999, p. 133). La leyenda convertida en mito y por eso allí, entre esas dos mujeres que culpan
a Evita de sus desgracias, se torna testimonio el relato de Walsh y memoria compartida las
historias de Borges, como una escritura metafórica de la aversión hacia el peronismo, cuyas
implicaciones estilísticas se leen, in extenso, en páginas de Cortázar, Perlongher, Onetti, Copi
y Martínez Estrada.

Antes de marcharse y frente al laconismo con que la hija cuenta que abandonaron a su padre,
aferrado como estaba a la presencia de la Eva muerta, y la frase sentenciosa con que la madre
resume sus destinos: “Toda la gente que anduvo con el cadáver acabó mal”, el investigador
se oye decir que no cree en tales supersticiones. Al escucharlo, la viuda lo increpa, le enros-
tra una frase que quizá ha compuesto y recompuesto muchas veces en su soledad de viuda
amargada:

“–Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia debería tener cuidado. Ape-
nas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación” (Martínez, 1995, p. 59).

Si en su mundo de escritor Tomás Eloy Martínez insistió en la inutilidad de separar la realidad


histórica de la realidad de la ficción; si en sus reflexiones insistía también en que el pasado es
150 Rigoberto Gil Montoya

hoy una “narratio donde historia y novela se funden, donde historia y novela van emitiéndose
sin distinción de voces” (1986, p. 26), no veo por qué sus lectores debamos separar ambas
realidades, en aras de una presumible objetividad. Quiero decir, el lector puede ampararse en
las formas que el novelista emplea para mezclar lo real con la ficción, un procedimiento tan
efectivo, que ha llevado incluso a considerar como ciertos hechos de su imaginación, como
aquel relato suyo del tiempo en que el cuerpo de Evita estuvo oculto, detrás de una pantalla de
un cine de barrio, El Rialto, o la falsa historia de las copias del cadáver de Evita, que funcionan
en la novela para templar la locura del Coronel Koenig. En ambos casos, recuerda Martínez,
hubo personajes que podían atestiguar los hechos: “Siempre que se crea un mito –observa
el escritor–, y aquí he visto la gestación del mito, empiezan a salir conocedores, o testigos, o
cómplices, de lo que es el mito” (Neyret, 2002 y Roffé, 2003, p. 104).

De modo que si en su mundo de escritor la línea divisoria entre verdad histórica y realidad ima-
ginaria es imprecisa, la admonición de la viuda al investigador supone una realidad cargada de
sentido y mucho más cuando, al continuar modelando la figura del mito de Eva Santa, de Eva
inmortal, Tomás, el narrador, se descubre en un pueblo de New Jersey, inmerso en la escritura
de su libro. Allí, una tarde de enero, recibe en la correspondencia, sin que pueda explicarlo,
un “sobre cuadrado”, con las iniciales de RM. El sobre, enviado desde Dolavon, un lugar de la
Patagonia cerca de Trelew, contenía un listado con los “récords peronistas”, a propósito de los
milagros que se le endilgaban a Eva cuando estaba agónica. RM podían ser las iniciales de
Raimundo Masa, el hombre que con su mujer y sus hijos se atrevió a cruzar el desierto de la
Patagonia cuando supo que su Eva, su diosa, estaba a punto de morir.

Como si se tratara de una versión argentina de “La virgen de Talpa”, el cuento de Rulfo, la fa-
milia Masa vive una odisea de hambre y sed por el desierto, pero un milagro, quizá hecho por
Evita, los salva de morir en medio de una tormenta de arena, justo cuando la Eva Esperanza
estaba a punto de entrar en la inmortalidad. Por aquellos días, Tomás Eloy sentía trocada
sus rutinas, como si estuviera envuelto en lo que él mismo llamó “la perfidia de un maleficio
desconocido” (1995, p. 76), y esa envoltura lo hubiera privado de recibir, días atrás, la noticia
de que su madre había muerto. Un hermano suyo le explicó que ya la habían enterrado y que
fue imposible comunicarse con él, todos habían perdido su número de teléfono: “Fue como si
estuvieras dentro del cerco de un maleficio”, señaló su hermano (p. 76). Fueron los días en que
los remordimientos familiares se mezclaron con sus temblores físicos y sus mareos nocturnos,
mientras la figura de Evita entraba a sus sueños como una música que endurecía sus mareos.
Sólo se calmó un poco cuando dejó de escribir.

En vista de que las condiciones climáticas obligaban a cerrar los aeropuertos y a él a perma-
necer en su cerco maléfico, la necesidad de escribir volvió a visitarlo. Fue entonces cuando
recibió el segundo sobre de RM y esta vez comprendió que podía tratarse del hijo mayor de los
Masa. Lo primero que leyó en el sobre fue un mensaje que Tomás Eloy ya había recibido de
otro modo: “<<Si usted me anda buscando, ya no me busque. Si usted va a contar la historia,
tenga cuidado. Cuando empiece a contarla, no va a tener salvación>>. Ya había oído antes esa
advertencia y la había desdeñado. Era tarde ahora para echarme atrás” (p. 77).

En esta ocasión Raimundo Masa le había enviado una serie de recortes de prensa de un diario
de 1970, El Trabajo de Mar del Plata, donde el Coronel Moori Koenig, bajo seudónimo y al final
con su propio nombre, contaba, por entregas, lo que él denominó el “Operativo Ocultamiento”,
en torno al secuestro del cadáver de Eva Duarte y a la existencia de tres copias del cuerpo,
Tomás eloy martínez: por los caminos de walsh 151

que habían sido enterradas en tres lugares de Europa. Sólo una persona, decía, sabía dónde
estaba la Eva verdadera. Lo más seguro es que esa persona fuera el propio Coronel, que
moriría ese mismo año de 1970 en la habitación de un hospital. Los documentos llegaban
hasta él y las versiones multiplicaban no sólo las posibilidades de la historia, sino también los
destinos de una Eva genuina y tres Evas falsas. Lo único que parecía auténtico por aquellos
días en New Jersey, eran los temores del escritor: “No iba a dejar que las supersticiones me
arredraran. No iba a contar a Evita como maleficio sino como mito. Iba a contarla tal como la
había soñado: como una mariposa que batía hacia delante las alas de su muerte mientras las
de su vida volaban hacia atrás” (p. 78).

La figura de Evita y su mundo irreal, que incluye representaciones en pequeños teatros de


pueblos americanos e interpretaciones musicales en voces desgastadas de cantantes ne-
gras, seguían enmarcando las rutinas del escritor narrador, incluso cuando éste se disponía
a “manejar sin rumbo por las rutas desiertas de New Jersey. Voy de Highland Park a Fleming-
ton o de Millstone a Woods Tavern con la radio prendida. Cuando menos lo espero, canta
Evita” (p. 203) ¿No fue acaso en una de esas rutas donde el escritor Tomás Eloy Martínez
perdió a su esposa Susana Rotker, la noche del 27 de noviembre de 2000, en un accidente
inexplicable?

La había conocido en 1979, durante su exilio en Caracas y desde entonces compartían una
vida en pareja. Admiraba su capacidad de trabajo, su estilo, sus brillantes ideas en torno a
la violencia urbana: no existe lenguaje para nombrar los efectos del miedo, decía. También
decía que en el reino de la adversidad, a falta de acusados, se acusaba a la sociedad toda.
Eran compañeros de trabajo en Rutgers University y esa noche se disponían a cumplir una
invitación académica que sus colegas les habían hecho. No querían ir a Piscataway, a cinco
kilómetros de su suburbio, pero había que ir, por inercia, diría él. Susana se había quejado por
la falta de tiempo para sus deberes académicos y Tomás Eloy pensaba en un capítulo de su
nueva novela. Salieron a la noche húmeda y se disponían a cruzar, tomados de la mano, la
avenida de doble circulación para recoger el automóvil que tenían parqueado enfrente, cuando
sucedió la embestida de una máquina fantasma:

…sentí que algo la arrancaba de mi mano y me golpeaba a mí en los brazos y las piernas.
Desperté sobre la línea amarilla que divide la calzada, desconcertado, entre automóviles que
pasaban raudos o se detenían bruscamente. Imaginé que ella estaba al otro lado, a salvo. Lue-
go, oí chirriar unas ruedas, corrí como pude, y descubrí su cuerpo hecho pedazos. La imagen
de sus ojos abiertos y de su sonrisa de otro mundo me siguen por todas partes, a todas horas.
En el instante en que la vi, sentí que la perdía (Martínez, La Nación, 2000)

Después de su muerte y al vincularla con la vida de Tomás Eloy Martínez, caí en la cuenta
de que un libro suyo, La invención de la crónica, me había enseñado mucho sobre la obra de
José Martí y su legado en la tradición cronística de América Latina. Entonces caí en cuenta
que a ella estaba dedicada Santa Evita: “Para Susana Rotker, como todo”. De repente, a
estas alturas de mi reflexión, recordé que tengo como verdad una conjetura: jugar con los
mitos es también jugar, mezclarse con el destino ajeno, representable, en esa línea difusa
de lo real, de lo concreto. El escritor crea los personajes, les traza una circunstancia y los
hace inmortales. Quizá sea esta una forma estética, acabada, de la necrofilia, cuando las
mariposas baten sus alas, hacia atrás y hacia delante, para eternizar en su vuelo la fragilidad
de nuestras vidas.
152 Rigoberto Gil Montoya

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153

Las relaciones entre sociología, literatura e historia


en la obra de Rafael Gutiérrez Girardot
Por: Leonardo Monroy Zuluaga*
Universidad del Tolima

Sobre Rafael Gutiérrez Girardot existen miradas diferentes: desde quienes recha-
zan su ampulosidad, materializada en un discurso en ocasiones fuertemente irónico hasta los
que afirman que su obra se convierte en faro del pensamiento colombiano; también se le ve
como filósofo, historiador de la literatura y pensador del ser latinoamericano. De cualquier for-
ma, es innegable que su producción es una fuente de reflexión sobre temas como la relación
entre la teoría, la crítica y la historia de la literatura, el diálogo entre Latinoamérica y Europa, la
función social de la literatura, la filosofía universal, los procesos de la modernidad, entre otros.

El presente texto pretende explorar los fundamentos de la relación sociedad, historia y litera-
tura en Rafael Gutiérrez Girardot. El procedimiento implica el seguimiento de algunas ideas en
la obra de dicho pensador colombiano; en este sentido, la reflexión se centra más en la inter-
pretación textual de su obra que en el diálogo que ella sostiene con otros universos teóricos.

Literatura y sociedad

Al indagar las relaciones entre la sociedad y la literatura, Rafael Gutiérrez Girardot presenta
como antecedentes a Voltaire, Madame de Stael y Tocqueville (1974, 334) y Friedrich Schle-
gel en Alemania (1989, 68), pero sólo en Hegel hallará la fundamentación clara de dichas
relaciones, hasta el punto de afirmar que ha sido este último quien “inaugura la sociología de
la literatura” (1994, 183). Las razones por las que el profesor colombiano da el carácter funda-
cional a Hegel se remiten a las afirmaciones que hace el filósofo del siglo XVIII en su Estética,
alrededor de la teoría del “fin del arte”.

* Leonardo Monroy Zuluaga. Licenciado el Lenguas Modernas de la Universidad del Tolima y Magister en
Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo. Profesor Asistente de la Universidad del Tolima e
integrante del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima.
En el desarrollo de su trabajo investigativo ha presentado ponencias en certámenes nacionales e internacionales,
ha colaborado como articulista en la sección cultural del Diario El Nuevo día de Ibagué. Algunos de sus artícu-
los han aparecido en revistas especializadas en el estudio de la Literatura, entre ellas Litérate de la Universidad
del Tolima, Rara Avis de la Universidad Pedagógica, y Espéculo, Revista Digital de la Universidad Complutense
de Madrid. Un capítulo de su trabajo de grado universitario apareció en el libro libros Jóvenes Investigadores
publicado en 2006; es coautor del libro La novela del Tolima 1905-2005: Bibliografía y Reseñas (2008), y autor
del libro La literatura del Tolima. Cuatro ensayos (2008) publicado por la Biblioteca Libanense de Cultura.
154 Leonardo Monroy Zuluaga

Hegel realiza una lectura de la sociedad en la que pone de presente que, hacia el siglo XVIII,
la burguesía en ascenso ha transformado los valores que han regido a la humanidad y ya los
“altos menesteres del espíritu” (1994, 181) propios del paradigma griego, no son válidos para
su época. La lealtad y la solidaridad, el heroísmo y la entrega a las causas nobles que pueblan
la literatura y el pensamiento griego, son reemplazados por el egoísmo y la fractura de los va-
lores filantrópicos derivados del interés por el enriquecimiento monetario propio de la forma de
vida burguesa. Esta situación, en la que el ser humano tiene preocupaciones prosaicas, rela-
cionadas con la búsqueda de dinero y de la comodidad material (que lo lleva a la utilización del
otro como un medio y no como un fin) produce un cambio en el campo artístico, decantado en
una consideración diferente tanto de la posición del artista y la obra en la sociedad burguesa,
como de los géneros literarios mismos.

En el primero de los casos, se presenta la marginación del creador: dado que él no se resigna
a expresar esas grandes preguntas que le genera el ser humano y su proyecto no radica en
la acumulación de dinero, su palabra se vuelve excéntrica y vive un desplazamiento paulatino
a los terrenos de lo marginal. El escritor, como cima de la sociedad, como voz que expresa
los momentos cruciales del ser humano, no tiene, en la sociedad burguesa, la jerarquía de la
época de los griegos y su salida es la crítica a la voracidad de su tiempo. Paradójicamente,
tal situación de pérdida de importancia como voz pensante dentro de la sociedad, reporta
una ganancia para la literatura, toda vez que la independencia que se logra a partir de esta
condición de marginalidad, lleva al escritor a experimentar y transformar sin temores ni coac-
ciones heterónomas, sus propias formas de expresión y los temas tratados. El fin del arte no
es entonces la culminación del “periodo artístico” sino el comienzo de una época en la que,
con la autonomía que le concede no estar sujeto a mecenas ni instituciones, y la consecuente
liberación de “imperativos sociales políticos y religiosos” (1986, 91), el artista puede desarrollar
su obra desligado de la normatividad que lo determinaba externamente en el pasado.

Aunado a esta relación entre sociedad y literatura –analizada desde la lectura del papel del es-
critor en su tiempo– el profesor Rafael Gutiérrez encuentra que en la Estética, Hegel ha plan-
teado también una “sociología de los géneros literarios” (1994, 184). Cuando el filósofo alemán
afirma que el mundo ha comenzado la vivencia de la “era de la prosa” dicha aseveración tiene
dos interpretaciones: por un lado, la era de la prosa significa la era de las preocupaciones pro-
saicas, es decir, la etapa en la que la burguesía impone su lógica y los “altos menesteres del
espíritu” pierden su razón de ser.

A tal forma de vida corresponde no ya la “poesía de corazón”, sino la prosa –segunda interpre-
tación de la afirmación–, es decir, la novela como género que puede expresar al ser humano
egoísta, que utiliza a su congénere para lograr el enriquecimiento. La novela es entonces un
género que toma fuerza a partir de la transformación de una época y de una sociedad: la del
fuerte ascenso de la burguesía.

Los tres aspectos que revelan el carácter fundacional de la sociología de la literatura por parte de
Hegel no alcanzan sin embargo a teorizar sobre el fenómeno de la relación entre sociedad y lite-
ratura, central para la disciplina. Si bien para Rafael Gutiérrez, en Hegel “la prosa corriente de la
vida, las interdependencias entre los individuos, la cotidianidad, que son prosaicas” (1974, 329)
determinan la literatura, no existe una teorización en el pensador alemán sobre dicho fenómeno.

La cuestión es seguida por Rafael Gutiérrez en varios de los filósofos posteriores al siglo XVIII,
el primero de ellos es Marx. De acuerdo con el profesor colombiano, si bien Marx planteó el
Las relaciones entre sociología, literatura e historia en la obra de Rafael Gutiérrez Girardot 155

problema inicialmente en términos literarios, sus postulados recalaron en los conceptos de


base y superestructura, que han sido aplicados más al ámbito de la sociología que al del arte.
Sin embargo, Rafael Gutiérrez hace la salvedad de que para Marx, la relación entre sociedad
y literatura nunca fue de reflejo, sino de correspondencia, y aunque este último concepto no
está eficientemente desarrollado, la salvedad es válida en tanto pretende deslindar a Marx de
las interpretaciones hechas a sus teorías, en especial las de Lenin y más recientemente, las
de Georgy Lukács y Lucien Goldmann.

Para Rafael Gutiérrez “con la teoría del reflejo Lenin falsificó a Marx” (1974, 337) en tanto no
se planteó el problema central de la relación entre la base y la superestructura transpuesto al
fenómeno de lo literario, sino que recaló en una ingenua relación de espejo, mediante la cual
se entiende al “ser que determina la conciencia como materia en el sentido de las ciencias
naturales y, consecuentemente, la conciencia como la materia organizada, como el cerebro”
(1976, 23).

Esta teoría del reflejo marca los desarrollos de la sociología de la literatura y de paso revela
los procedimientos poco científicos de las lecturas de Lenin: análisis clasificatorios que nunca
dejaban que el texto se expresara libremente, sino que buscaban en él ideas al acomodo de
la postura del político ruso. No era una lectura que permitiera desarrollar la complejidad de los
libros, sino en la que el dogma de una utopía socialista ejerciera credenciales a quienes se
alinearan a la causa. Mezclado a la acción política, esta concepción de la relación literatura y
sociedad tuvo implicaciones en la creación artística, en tanto el escritor debía reflejar las con-
diciones por las cuales el proletariado había llegado al poder y fundado los aparentes paraísos
socialistas.

La teoría literaria europea también se resintió de esta perspectiva en torno al fenómeno de la


relación entre la sociedad y la literatura. Así por ejemplo, a pesar de intentar retomar el concep-
to de cotidianidad de Heidegger, Rafael Gutiérrez afirma que Lukács nunca pudo desprenderse
del dogmatismo de Lenin, que implicaba que el conocimiento es “reflejo de la realidad” (1968,
64). Por tal motivo “no es probable que Lukács experimente un renacimiento” (1986, 99) como
tampoco es probable el de Lucien Goldmann. En este último caso y pese a que no le dedica ar-
tículos de análisis (como sí sucede con George Lukács), Rafael Gutiérrez sugiere que la teoría
de la relación entre la estructura significativa y estructura formal, planteada por Goldmann, lleva
el mismo sello de la mímesis leninista y no resuelve, en últimas, la cuestión sobre la relación
entre sociedad y literatura. La trampa en los tres –Lenin, Lukács y Goldmann– es creer que la
obra es un espejo, un reflejo de la sociedad, sin tener en cuenta las posibles mediaciones que
pueden surgir por cuenta del lenguaje o de la posición del artista en la sociedad.

Walter Benjamín y la cuestión de la mediación. El “callejón sin salida” (1974, 340) al que
llevan las teorías del reflejo de Lenin y los teóricos literarios Lukács y Goldmann, presenta un
punto de quiebre en Walter Benjamín. Los acercamientos a la obra de Benjamín están también
consignados en varios artículos de Rafael Gutiérrez y en ellos se destaca la intención de ex-
plorar tanto los elementos más importantes del pensamiento de este filósofo alemán como su
escritura y la manera como dialoga con la filosofía del pasado. Benjamín presenta una salida a
la sociología de la literatura profesada por Lukács y Goldmann, en lo que respecta al fenómeno
de la mediación, retomando el concepto de institución formulado por Marx.

De acuerdo con Rafael Gutiérrez, y pensando en los antecedentes, es Adorno quien introduce
el concepto hegeliano de mediación, en sustitución del de correspondencia, entendida la me-
156 Leonardo Monroy Zuluaga

diación como “la pregunta muy específica, tendiente a los productos del espíritu, por el modo
en que los momentos estructurales, posiciones ideológicas sociales y lo que sea, se imponen
en las obras de arte” (2001, 117). Adorno no desarrolla la cuestión y es Benjamín con sus es-
tudios quien le da una salida a la pregunta por la relación entre literatura y sociedad más allá
del reflejo.

Benjamín traza el camino en el que, para entender la literatura, no se debe plantear única-
mente la pregunta de lo que ella es en esencia –es decir, de lo que dice y cómo lo dice–, sino
del lugar que la literatura ocupa como institución en el marco de las otras instituciones que
conforman la sociedad. En su trabajo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica, Benjamín somete al arte en general, y extensivamente a la literatura en particular, a un
examen sobre su forma de ser como institución: para Benjamín, ante la producción en serie, el
arte contemporáneo ha perdido su originalidad y su individualidad, y lo “cuantitativamente úni-
co [de otras épocas] se cuantifica y multiplica” (1974, 326). Así, como institución y más allá de
lo que cada obra pueda expresar, el arte en el siglo XX ha transformado su papel y condición,
si se le compara con su presencia social en siglos pasados.

La importancia de Benjamín para la sociología de la literatura es metodológica y radica en que


una vez el crítico e historiador literario entiende que las obras literarias en su particularidad, es-
tán influidas y casi que determinadas por la institución literaria, debe recurrir a la investigación
de las formas materiales de esa institución. Dichas formas comprenden “la historia editorial, la
composición del público lector, los sistemas de distribución, las formas de la literatura trivial, la
sociología de la vida cotidiana” (1974, 329), la enseñanza de la literatura en las universidades,
los contenidos y las preferencias en temáticas y modelos literarios de ciertos momentos de la
literatura (1986, 37).

Es a partir de la lectura de estas formas materiales de la institución en la que se puede diluci-


dar la manera como se filtran las estructuras ideológicas en los textos literarios. Son ellas las
que median en la relación entre la sociedad y la literatura. En Benjamín esta búsqueda de las
particularidades de la expresión literaria no se detiene en la especulación sino que explora “la
historia material mediante la consideración del detalle significativo” (1994, 199).

De esta manera y retomando a Hegel y Benjamín, Rafael Gutiérrez entiende que en el es-
tudio de la obra literaria desde la relación entre sociedad y literatura, existen dos momentos
fundamentales: uno en el que no se exploran los contenidos de la obra sino las instituciones
que la determinan –universidades, lectores, editores, bibliotecas, etc–; otro, la interpretación
de la obra “como configuración objetiva” es decir, en su particularidad interna, en lo que ella
expresa estética e ideológicamente. A la primera la llama sociología de la literatura (o socio-
logía empírica de la literatura) mientras que a la segunda la concibe como teoría social de
la literatura.

Tanto Benjamín como Hegel realizan un diagnóstico de la situación de la obra de arte y del
artista en la sociedad, que deriva en la condición del creador como individuo marginal, y de la
obra como expresión que ha perdido el aura, esa suerte de densidad e impronta individual que
le daba una jerarquía especial en el pasado. Ambos conforman, según el profesor colombiano,
dos momentos nucleares en la historia de la sociología de la literatura y particularmente en la
aclaración del fenómeno de la mediación. En ambos se puede explorar el papel que tiene la
literatura en un momento determinado y los métodos para realizar una lectura lo más ceñida
a la realidad.
Las relaciones entre sociología, literatura e historia en la obra de Rafael Gutiérrez Girardot 157

Esta búsqueda histórica de la discusión del fenómeno de la mediación aporta las bases para
el ejercicio de lectura de la literatura en Rafael Gutíerrez Girardot. Tanto en el artículo “Pro-
blemas y método de la crítica literaria” (1966) como en los textos críticos sobre escritores
representativos, la consideración de la literatura como institución y la interpretación de los
elementos internos de la obra (entre otros, análisis de las estrategias retóricas, interpretación
de la estructura, seguimiento de palabras clave, esclarecimiento de la actitud) se articulan
constantemente para formular hipótesis sobre la realidad de una obra en el marco de un de-
sarrollo histórico. En este sentido, Rafael Gutiérrez no sólo ha construido una propuesta de
análisis –en diálogo con la filosofía y la hermeneútica europea y latinoamericana– sino que
en sus aplicaciones se halla la coherencia con esa propuesta, se presentan los pasos –alivia-
nados por la carga de ironía que revela en algunos apartes de su prosa– que ha construido
sistemáticamente.

Historia social de la literatura

La indagación en la relación entre sociedad y literatura, y particularmente del fenómeno de


la mediación tiene un componente adicional: el de la historia. En Rafael Gutiérrez la reflexión
sobre la historia toma importancia no solo como parte del diálogo con algunas de las lecturas
que realiza –en especial de la llamada época de Goethe, con Schlegel y Hegel a la cabeza, y
también con los aportes de Heidegger– sino porque encuentra en el conocimiento de la histo-
ria el procedimiento esencial para la construcción de una utopía que implica la libertad del ser
humano.

La inspección de la historia, sus tendencias y sus objetivos, no va desligada del discurso litera-
rio y su inscripción en la sociedad, y sobre la base de estos tres conceptos (historia, literatura,
sociedad) desarrollará la mayoría de sus artículos. La historia social de la literatura como dis-
ciplina sobre la que se pueden indagar sus fundamentos conceptuales y como discurso que
revela las particularidades estéticas y sociales –especialmente de Latinoamérica– se convierte
en la preocupación central del trabajo de Rafael Gutiérrez.

En ella se revela no solo la necesidad de convertir el conocimiento de esa historia en el eje


central de las transformaciones del ser humano y las sociedades, sino un rechazo implícito
al llamado fin de la filosofía con el que el positivismo y algunos de sus apólogos han querido
negar la historia de occidente. La recuperación y evaluación de conceptos del pasado, tanto
como la exploración disciplinada de las condiciones materiales, estructuras e ideologías que
determinan el curso de una sociedad y de la literatura en un momento específico, constituye
la respuesta dada por la historia social de la literatura a las neofilologías (teorías literarias del
siglo XX, en el universo semántico de Rafael Gutiérrez Girardot), que en Hispanoamérica, por
ejemplo, no han permitido la lectura atenta de planteamientos como los de Pedro Henríquez
Ureña y Alfonso Reyes.

La decisión por la historia social de la literatura no sólo tiene en Rafael Gutiérrez implicaciones
políticas –de construcción de una sociedad emancipada–, sino que es también un voto por la
filosofía y las ciencias modernas, en las que el ejercicio de pensamiento exige la “revisión de
los conceptos fundamentales” (1998, 115) y el manejo creativo de las herramientas del pasa-
do para explorar los interrogantes del presente. Para el caso de Latinoamérica, esta historia
social puede dar principios para entender nuestra ubicación dentro del mundo y conocer cómo
el pensamiento generado en los países de lengua castellana ha transformado lo ya hecho en
Europa y por lo tanto se ha deslindado de sus antecesores del viejo continente.
158 Leonardo Monroy Zuluaga

Para acceder a los fundamentos de la historia social de la literatura el profesor colombiano


afirma que sus inicios modernos se hallan en Schlegel, quien entiende la relación entre la
constitución social y la obra de arte “no como causa y efecto sino como relación recíproca”
como “corriente unitaria en el devenir” (1989, 68). El esclarecimiento de los planteamientos
de Schlegel es pertinente, toda vez que aún en el siglo XX el concepto de historia social sigue
presentando vacíos y se reduce a la manera como la sociedad está en la obra literaria y no en
los mecanismos por los que esa sociedad llega a fundirse a la obra, así como tampoco a las
maneras como el arte en general y la literatura en particular trazan un derrotero diferente tanto
al campo de la estética como al del ethos social.

La superación de las tendencias de la historiografía literaria latinoamericana. De acuerdo


con Rafael Gutiérrez, la virtud de Pedro Henríquez Ureña en este sentido radica en que, asu-
miendo la dialéctica hegeliana, sabe captar la “relación concreta entre lo general [el concepto
derivado de la reflexión], y lo particular [las condiciones materiales de la sociedad y de la obra
de arte] y el movimiento producido por esta relación, en la que concrecen lo general y lo par-
ticular hasta formar un contexto” (1989, 66). La relación recíproca planteada por Schlegel, es
desarrollada en la dialéctica hegeliana puesta en práctica por Henríquez Ureña, en la que las
hipótesis sobre el movimiento de las sociedades y de las artes, se confrontan con las condi-
ciones materiales de esas sociedades y de esas artes, y viceversa, para ir conformando así el
“devenir unitario” de la historia.

Pese a que en el pensador dominicano se exploran con claridad los comienzos de la literatura
y la sociedad latinoamericana, la metodología y los hallazgos de un libro como Las corrientes
literarias en la América Hispánica (1949) no merecieron lecturas juiciosas, por razones como
la creciente moda de la estilística y los posteriores formalismos europeos, y a un develado
complejo español que considera que lo foráneo debe ser respetado por el simple hecho de ser
extranjero (aunque odiado y rechazado por la misma razón). Las corrientes fueron desoídas, y
reflexiones tan importantes como la posibilidad de observar la literatura como una institución,
el problema de la periodización y el papel del escritor en una nueva sociedad, que implícita-
mente se exponen en Pedro Henríquez Ureña, fueron desplazados por los análisis formales o
en su defecto por posteriores formas de historiografía a la que se entregaron los estudiosos de
la literatura en el continente.

Las dos tendencias principales de la historiografía latinoamericana que, según Rafael Gutié-
rrez, de alguna manera se superpusieron a las propuestas de Henríquez Ureña, son la tradi-
cional y la marxista. La primera recurre a un esquema organizador, lleno de etiquetas estéticas
que ordenan los fenómenos pero que no dan cuenta de los procesos, ni de los momentos de
transición de una sociedad y consecuentemente de un fenómeno estético. De acuerdo con
Rafael Gutiérrez, este fue el tipo de historiografía practicado por Menendez Pidal, que además
de las carencias propias de la utilización de un método inadecuado para dar explicación de las
realidades –o construirlas, como es el objetivo de la filosofía– lleva el lastre del nacionalismo
propio de la España del siglo XIX, que buscaba encontrar puntos de identidad para una socie-
dad en decadencia y en disolución.

La consideración, por parte de Menéndez Pidal, del pasado como monumento, es el intento por
aglutinar a los lectores en torno a figuras en las que se reconociera la esencia de lo español y re-
vitalizarlas como estandartes de la nueva sociedad en decadencia. Se mira así el pasado desde
una perspectiva idílica y a la vez irracional, en la que se considera que no existen procesos his-
tóricos sino una esencia de lo español, que será hermética al cambio constante de los tiempos.
Las relaciones entre sociología, literatura e historia en la obra de Rafael Gutiérrez Girardot 159

Este tipo de historiografía tradicional y nacionalista fue adoptada en Latinoamérica por las his-
torias de las literaturas de diferentes países que, como ejercicio independentista y de configu-
ración de nuevas naciones, buscaban esas esencias, esos mitos fundacionales en los que se
pudiera hallar el argentino, el colombiano, el hondureño, etc. La recusación hecha por Rafael
Gutiérrez a este tipo de historiografía parte del hecho de que ella no tiene nada que ver con
la literatura –porque su criterio de elección de su cuerpo de trabajo no es lo literario, sino lo
nacional–, ni con la historiografía, en tanto la ordenación simplificada de fechas y autores no
explica los procesos verdaderos de las expresiones artísticas.

Paralelo a este enfoque y principalmente después de la década de los 70, ha impactado en


Latinoamérica la historiografía marxista, basada en fuentes de segunda mano y que presenta
un “esquematismo irritador” (1986, 22), y un dogmatismo propio del catecismo de la época.
En este tipo de historiografía, se condena sin miramientos a todo lo que tenga visos de aristo-
cratismo, y se estimulan y elogian las expresiones que realizan una apología a las luchas de
los sectores marginales. Nuevamente los criterios para realizar los juicios deslindan lo literario,
pero esta vez no con intenciones nacionalistas, sino políticas, básicamente sustentadas en el
fenómeno de la lucha de clases.

En ambos enfoques se sacrifica el juicio de lo literario –y entiéndase no únicamente en el


sentido de la manipulación de formas, sino como institución que lucha por su espacio en la
sociedad–, a favor de criterios insostenibles o en todo caso que llevan a callejones sin salida.
Para superar los desafíos que imponen estas modas historiográficas, en Rafael Gutiérrez la di-
rección de una historia social de la literatura está asociada al desarrollo de las reflexiones rea-
lizadas desde la filosofía y que de Hegel a Benjamín intentan dar cuenta precisa del fenómeno
de la mediación, de la manera como las estructuras sociales, las formas de ser y de pensar se
presentan en la obra literaria, a partir del estudio de la institución literaria.

En este sentido, y como se anticipó en líneas anteriores, no es necesario entonces indagar el


pasado desde una teoría social de la literatura –reflexión sobre los elementos formales y de
contenido de una obra específica–, sino desde la sociología de la literatura, considerando las
instituciones que conforman la vida literaria, tales como la lectura en universidades y colegios,
las perspectivas de la crítica, los grupos a los que ha asistido el escritor, las revistas literarias,
las editoriales, las bibliotecas.

Periodización, canon y objetivos de una historia social de la literatura. Además de la revi-


sión de Hegel y Benjamín, la perspectiva del profesor colombiano dialoga con la escuela de los
Annales, de la cual valora básicamente el haber puesto la discusión sobre lo histórico no sólo
en el plano de lo político y económico, sino en el de lo social, y sentar las bases para realizar
una historia total (1995, 18-21), así como haber establecido, particularmente en Braudel, los
conceptos de corta y larga duración.

Las implicaciones de esta valoración de la escuela de los Annales, derivan en un intento por
percibir mejor los procesos estético sociales, que revelen, no ya momentos históricos que se
van superponiendo sin conexidad, sino los procesos que ha sufrido un autor, una obra o el
discurso de lo literario en su totalidad, hasta llegar al presente. De igual forma, la escuela de
los Annales –y en contradicción con las exigencias actuales, en donde se ha puesto en primer
plano el espacio y no el tiempo, y se habla de historias locales y no de historias universales–
señala el camino para indagar en el fenómeno Latinoamericano en general.
160 Leonardo Monroy Zuluaga

A este propósito, Gutiérrez Girardot afirma que “en Latinoamérica, el proceso de formación de
una cultura y literatura nacionales, se diferencia del de Europa, porque a causa de las condi-
ciones específicas de la europeización, no se trata de la formación de una o varias literaturas y
culturas nacionales, sino de una cultura y una literatura continental…” (1989, 50).

Guardando la coherencia interna de esta propuesta de análisis, los trabajos críticos del pro-
fesor colombiano se interesan en escritores como Fernández de Lizardi, Rubén Darío, César
Vallejo y Jorge Luis Borges, por solo citar algunos de Latinoamérica y figuras de la tradición
alemana consignadas en sus libros Entre la ilustración y el expresionismo (2004) y En torno
a la literatura alemana contemporánea (1959). Aún en un ensayo como “La literatura co-
lombiana en el siglo XX” (1982) en el que se analiza un número considerable de autores y
escuelas literarias, conserva no sólo las bases teóricas de su historia social de la literatura,
sino la necesidad de establecer las figuras representativas de la historia de una nación o de
un continente entero.

Todos los elementos anteriormente abordados, que van desde la postulación del concepto de
institución como salida no solo a la teoría social de la literatura, sino a la historia social de la
literatura, hasta la consideración de algunas particularidades metodológicas de esa historia, se
encuentran fuertemente ligados a preguntas por el devenir del ser latinoamericano en general
y de la disciplina en particular. De acuerdo con su postura, la historia social de la literatura la-
tinoamericana debe preguntarse por las maneras como se expresa el tránsito latinoamericano
de una sociedad tradicional a una moderna, debe acceder al análisis de la literatura rosa como
expresión que requiere de un tipo de lector diferente y como un tipo de literatura que no obe-
dece a normas artísticas sino morales y en la que se supone ingenuamente que lo bueno es lo
verdadero y por consiguiente lo bello (1974, 353). Así mismo debe explorar en la formación del
escritor como tipo social (e incluso en su dimensión psicológica, pero no para hallar en la obra
trazos de la psicología del autor) y de las luchas que ha emprendido para imponer una nueva
visión de la sociedad y del ser (1989, 112).

Gran parte de los esfuerzos del profesor colombiano en esta materia tienen un objetivo ético
político, al estilo de Rodó: el de la construcción de una mejor sociedad para todos, de un pro-
yecto a futuro en el que el ser humano se pueda emancipar. En este sentido, su llamado es a
no repetir los errores del pasado que llevaron a la “…trivialización de la literatura, esto es, la
despolitización de la literatura en el sentido de que la privaron de su más inmediata y espe-
cífica tarea histórica, y que está por encima de los partidismos políticos, esto es, la de hacer
consciente a la sociedad de lo que ella es y cómo ha llegado a ser lo que es, y la de señalar,
a través de la crítica, metas utópicas, es decir, contribuir a dinamizarla” (2001, 147). Continuar
esta tarea debe ser un propósito de los estudios literarios.

Bibliografía

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Ediciones, 1959.

________. El fin de la filosofía y otros ensayos. Medellín: editorial Antorcha-Monserrate, 1968.

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________.“La literatura colombiana en el siglo XX”. En: Mutis Durán, Santiago (Editor). Manual
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Henriquez Ureña, Pedro. Las corrientes literarias en la América Hispánica. México: Fondo de
Cultura Económica, 1949.
162

Literatura precolombina: La visión de los vencidos


Por: César Valencia Solanilla*
Universidad Tecnológica de Pereira

En los numerosos testimonios sobre la conquista española, recogidos principalmente


en la obra de los cronistas, se da cuenta de la “gran epopeya” que un puñado de hombres,
provistos con la bienaventuranza de la cruz y de la espada, realizaron en los territorios recién
descubiertos de las Indias Occidentales. Se exalta el valor de los conquistadores, las enormes
dificultades que debieron vencer, la encarnizada lucha contra la naturaleza hostil y los nati-
vos, la gesta evangelizadora, la fundación de ciudades la fascinación que sobre ellos ejercía
a cada momento un mundo exótico, virgen, el encuentro con una avasalladora realidad que
actualizaba la imaginación medieval con sus historias fantásticas de dragones, caballeros,
seres extraordinarios y espacios esperpénticos. La mayoría de los cronistas, como escritores
a sueldo de la corona, se encargarían, entonces, no sólo de relatar la conquista como hecho
político, religioso, social, sino de justificar la empresa en todos sus excesos y liviandades; al fin
y al cabo, la conquista siempre sería entendida como expansión política del imperio español
y como expresión de un designio sagrado que un Dios muy especial le concediera a España
para difundir la fe católica en todo el planeta.

Sin embargo, el peso y la complejidad de esa realidad recién descubierta era tan grande que
algunos de estos escritores de la conquista no pudieron sustraerse a testimoniar, aunque sea
en parte, el encanto que para ellos representaba un mundo pletórico de maravillas, de esplen-
dor artístico, de realizaciones materiales formidables en la arquitectura, la organización social,
y de la compleja concepción cosmogónica en su religiosidad politeísta. Gracias a ellos, pudo
conocerse a pesar de su fragmentación, lo que Miguel León Portilla llama “el reverso de la con-
quista”, la otra historia, la historia del conquistado, la del vencido en desigual lucha, es decir,
el discurso de la alteridad, que abarca también el universo simbólico de nuestros antepasados
indígenas; entre ellos, se destaca principalmente la obra de Fray Bernardino de Sahagún y de

* César Valencia Solanilla. Doctor en literatura de la Universidad de La Sorbona, París. En la actualidad es


profesor titular y director de la Maestría en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia.
Investigador y profesor visitante en la Universidad de León, España. Ensayista y crítico literario, es autor
de los libros: Rumor de voces: la identidad cultural en Juan Rulfo. Bogotá: Educar, 1993. La escala invertida:
ensayos sobre literatura y modernidad. Pereira: Fondo de Cultura del Tolima, Impresión Gráficas Olímpica,
1996. De la periferia al centro. La novela finisecular del Eje Cafetero: Risaralda. Pereira: Colección “Literatura,
Pensamiento y Sociedad”, Vol. 5, Maestría en Literatura, Universidad Tecnológica de Pereira, 2008. Ensayos
de La Media Luna. México: Ediciones Sin Nombre, 2010. Ha publicado artículos, ensayos y reseñas críticas
en revistas especializadas, libros y CD en Colombia, México, Estados Unidos, Francia, Alemania y China.
Literatura precolombina: La visión de los vencidos 163

Felipe Guamán Poma de Ayala, quienes directamente o a través de informantes confiables,


pudieron transmitirles ese formidable legado artístico que la tradición cultural había acumulado
a través de la oralidad por cientos de años, tanto en Mesoamérica como en el llamado reino
del Pirú. Gracias a este ejercicio memorístico, que constituyó una de las actividades más pre-
ciadas en casi todas las culturas precolombinas y para el cual había respetables instituciones
de enseñanza, como es el caso del calmécac y el telpochcalli entre los aztecas, sobrevivieron
magníficos textos poéticos, narrativos y dramáticos muy antiguos que la oralidad logró pre-
servar hasta cuando éstos fueron vertidos a las lenguas aborígenes a través de la escritura
fonética prestada de los españoles, o bien transcritos directamente al castellano por algunos
cronistas.

Para efectos de esta reflexión, que intenta una aproximación a la visión del mundo que ex-
presaron a través de las creaciones literarias los primitivos pobladores de lo que luego se
llamaría América, se utilizarán algunos extractos de la obra de estos cronistas, así como textos
provenientes de El libro de los libros de Chilam Balam1, el Memorial de Sololá. Anales de los
cackchiqueles2, la Poesía quechua de José María Arguedas3, la Historia de la literatura náhuatl
de Angel María Garibay4, La literatura de los mayas de Demetrio Sodi5, la recopilación Visión
de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, de Miguel León Portilla y Angel María
Garibay6 y la antología de Oscar Castro García, Textos indígenas sobre la conquista7.

1. La noción de literatura amerindia

Uno de los primeros problemas que debe plantearse cualquier estudio sobre la literatura pre-
colombina es, precisamente, el concepto mismo de literatura: es evidente que los parámetros
tradicionales –occidentales– sobre el concepto de literatura no funcionan cuando se trata de
la producción simbólica verbal de nuestros antepasados indígenas, entre otras cosas porque
ellos no distinguieron bien entre el hacer literatura del hacer historia, como tampoco el mundo
real ni el de los sueños. Por una bella y compleja concepción del ser y del mundo, fusionaron
naturaleza, cosmos, mitos, dioses, realidad, imaginación; el color del arcoiris y el plumaje de
los pájaros, el incesante correr de las aguas de los ríos y el fugaz paso del hombre por la tierra,
las deidades del mundo astral y las del inframundo; para el hombre pre-hispánico, el componer
una alabanza para los dioses, el cultivar y consumir el alimento que le proporciona la tierra, el
feroz combate en la guerra para conseguir las víctimas de los sacrificios ofrecidos al insacia-
ble sol que amenazaba con apagarse, la tonada de soledad por el amor o la fugacidad de la
existencia, la construcción de una casa o una pirámide, el mundo de la acción o el de la con-
templación, hacían parte de un solo e indivisible evento sagrado de comunicación del hombre

1
El libro de los libros del Chilam Balam, Traducción de Alfredo Barrera Vásquez y Silvia Rendón, Fondo de
Cultura Económica, México, 1979.
2
En Mercedes de la Garza, Literatura maya, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.
3
José María Arguedas. Poesía quechua, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1965.
4
Angel María Garibay, Historia de la literatura náhuatl, Editorial Porrúa, México, 1971.
5
Demetrio Sodi. La literatura de los mayas, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1978.
6
Miguel León Portilla y Angel María Garibay. Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, Uni-
versidad Nacional Autónoma de México, México, 1976.
7
Oscar Castro García. “Textos indígenas sobre la conquista”, en Lingüística y literatura, Departamento de
Lingüística y Literatura, Universidad de Antioquia, Año 13, No. 22, 1992; pp. 63-90.
164 César Valencia Solanilla

con sus dioses; todo aquello que nosotros, deficientes herederos del racionalismo, conocemos
como perteneciente a las esferas de lo material o de lo espiritual, estaba fundido en una sola
pieza, en una de las más significativas formas de sincretismo cultural de que se tenga noticia,
como lo afirma vehementemente Jacques Soustelle8.

La creación literaria, en este contexto, es difícil de determinar o seleccionar, pues prácticamen-


te abarcaba todas las actividades verbales de trascendencia en la vida social, en particular
aquellas ligadas con los rituales religiosos y la educación. Lo que conocemos entonces como
“literatura precolombina” abarca los más variados textos de naturaleza simbólica, que por tra-
dición oral fueron aprendidos de memoria y transmitidos de padres a hijos, por generaciones
enteras, y lograron rescatarse por la escritura fonética incorporada a las lenguas aborígenes
gracias a la labor de algunos misioneros españoles que asumieron una posición más respetuo-
sa frente a la cultura indígena, como es el caso excepcional de fray Bernardino Sahagún para
el pueblo azteca. De igual manera, la producción literaria amerindia está contenida en los lla-
mados códices o libros sagrados de mayas y aztecas que escaparon a las piras inquisitoriales
de los extirpadores de ideologías, algunos de ellos aún sin descifrar en su integridad y que se
conservan en diferentes partes del mundo. El “corpus” sobre el cual versará esta aproximación
es, por lo tanto, muy extenso, y para los propósitos centrales de este trabajo seleccionaremos
aquellos textos que por su expresividad poética, su dramatismo, el valor artístico de sus imá-
genes y metáforas, se acercan a la par que se alejan de lo que comúnmente conocemos como
“literatura” en nuestra tradición occidental.

Se trata, en efecto, de proponer algunas ideas sobre el imaginario simbólico que deja en los
pueblos amerindios con mayor desarrollo literario -es decir, aztecas, mayas, incas, muiscas,
guaraníes- ese radical encuentro de dos culturas, dos religiones, dos formas bien diferentes
de entender al hombre y al mundo, y en donde se muestra desgarradoramente un profundo
sentimiento de orfandad de los vencidos que la creación literaria recogería en todo su drama-
tismo y poder expresivo.

2. La metáfora del desamparo y el asombro en los aztecas

Varios son los textos literarios de origen náhuatl que muestran el asombro ante los hombres
blancos recién llegados y que al mismo tiempo manifiestan el temor frente al carácter brutal
como estos extraños seres imponen su Dios, su religión y su gobierno. Los aztecas, como
se sabe, por una serie de hechos sobrenaturales –que se asumen como fatales presagios–
sucedidos años antes de la llegada de Hernán Cortés y sus hombres a las costas de su te-
rritorio, creían que se avecinaba una nueva era, un “segundo tiempo”, y que este nuevo pe-
ríodo vendrían sus dioses ancestrales para mejorar el mundo, en especial el poderoso dios
Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, compleja deidad de naturaleza solar y lunar al mismo
tiempo, dios de las artes y de la sabiduría. Desde un comienzo, la presencia de los españoles
es asumida como un hecho extraordinario para los aztecas que ven por primera vez las naves
en el mar; así lo expresa ante Motecuhzoma un macehual –hombre de pueblo– de una ciudad
costera -Mictlancuautla, “bosque de la región de los muertos”: “... llegué a las orillas de la mar
grande, y vide andar en medio de la mar una sierra o cerro grande, que andaba de una parte

8
Jacques Soustelle. El universo de los aztecas, Fondo de Cultura Económica, México, 1986.
Literatura precolombina: La visión de los vencidos 165

a otra y no llega a las orillas, y esto jamás lo hemos visto”9. Como los hombres que llegan en
estas extrañas naves son blancos y barbados, de pelo largo y raras vestimentas, el monarca
azteca cree que los presagios han empezado a cumplirse y que es preciso rendir tributo de
admiración a los dioses recién llegados: ordena ir a recibirlos con los más espléndidos regalos
compuestos por ricas joyas en oro, jade, turquesas, obsidiana y otras piedras preciosas, plu-
mas de quetzal y hasta dos códices o libros sagrados. Ante estas dádivas y aprovechando el
evidente temor que les causaba su sola presencia a los indios, Hernán Cortes ordenar disparar
un arcabuz, cuyo estruendo los hace desmayar y confirma para ellos los poderes sobrenatu-
rales de los españoles. Tan desgraciados hechos prepararían, irremediablemente, la derrota y
el sometimiento de los valerosos aztecas, que todo lo habían podido en su expansión imperial,
menos combatir la ira de los dioses.

3. Los presagios funestos

Porque esta ira de los dioses fue la que ellos interpretaron en los presagios que tanto temor
les causaba. En el Códice Florentino, cap. I, perteneciente a los “informantes de Sahagún”, se
hace un recuento detallado de estos presagios funestos. Veamos:

1) Una columna de fuego aparece en el cielo:

“Diez años antes de venir los españoles primeramente se mostró un funesto presagio
en el cielo. Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se
mostraba como si estuviere goteando”;

2) El incendio en la casa del dios Hutzilopochtli:

“por su propia cuenta se abrasó en llamas, se prendió fuego: nadie tal vez le puso fuego,
sino por su espontánea acción ardió la casa de Huitzilopochtli”;

3) Un rayo cae sobre un templo:

“fue herido por un rayo un templo. Sólo de paja era: en donde se llama “Tzumulco”. El
templo de Xiuhtecuhtli. No llovía recio, sólo lloviznaba levemente. Así, se tuvo por presa-
gio; decían de este modo: “No más fue golpe del Sol”. Tampoco se oyó trueno”;

4) El paso de un cometa:

“cuando había aún sol, cayó un fuego. En tres partes dividido: salió de donde el sol se
mete: iba derecho viendo a donde sale el sol: como si fuera brasa, iba cayendo en lluvia
de chispas. Larga se tendió su cauda; lejos llegó su cola. Y cuando se fue, hubo gran
alboroto: como si estuvieran tocando cascabeles”;

5) Una laguna hierve y causa inundaciones:

9
Miguel León Portilla y Ángel María Garibay, Op. cit., p. 15.
166 César Valencia Solanilla

“hirvió el agua: el viento la hizo alborotarse hirviendo. Como si hirviera en furia, como si
en pedazos se rompiera al revolverse. Fue su impulso muy lejos, se levantó muy alto.
Llegó a los fundamentos de las casas: y derruídas las casas, se anegaron en agua. Eso
fue en la laguna que está junto a nosotros”;

6) El llanto lastimero de una mujer en la noche (la figura mitológica de la llorona, tan enrai-
zada en el folclor):

“muchas veces se oía: una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando gran-
des gritos:
-!Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!
Y a veces decía:
-Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré?”;

7) La captura en una red de un pájaro ceniciento, especie de grulla, que tiene signos parti-
culares en la mollera y es examinado por el propio Motecuhzoma, que ve allí a los espa-
ñoles:

“Pero cuando vio por segunda vez la mollera del pájaro, nuevamente vio en lontananza;
como si algunas personas vinieran de prisa; bien estiradas, dando empellones. Se ha-
cían la guerra unos a otros, y los traían a cuentos unos como venados”;

8) La aparición de hombres monstruosos:

“muchas veces se mostraban a la gente hombres deformes, personas monstruosas. De


dos cabezas, pero un solo cuerpo. Las llevaban a la Casa de lo Negro; se las mostraban
a Motecuhzoma. Cuando las había visto luego desaparecían.”

Todos estos signos prodigiosos que antecedieron la venida de los españoles, pronto se con-
vertirían en hechos reales generados por la violencia de los conquistadores. La catastrófica
imagen del fuego en columnas, en espiral, que incendia casas y templos sagrados, sería el
fuego del hombre blanco que arrasaría inexorablemente con todo: el oro de los palacios, de
los templos y de los señores, las casas, los centros ceremoniales, como lo expresaron los
informantes de Sahagún:

Inmediatamente fue desprendido de todos los escudos el oro, lo mismo que de todas las
insignias. Y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron
llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió10.

El agua que hervía en la laguna se transformaría en los ríos de sangre caliente que inunda
las plazas y las calles de Tenochtitlan, en la matanza aleve ordenada por Pedro de Alvarado
cuando se celebraba la fiesta del dios Hutizilopochtli, en uno de los hechos más luctuosos del
pasado mexicano, contado minuciosamente por los mismos informantes de Sahagún y del cual
citaremos sus momentos más relevantes, para que no se nos pierda en la memoria del tiempo:

10
Informantes de Sahagún: Códice Florentino, Libro XII, versión de Ángel María Garibay, en Visión de los
vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, Op. cit., p. 71.
Literatura precolombina: La visión de los vencidos 167

Pues así las cosas, mientras se está gozando de la fiesta, ya es el baile, ya es el canto,
ya se enlaza un canto con otro, y los cantos son como un estruendo de olas, en ese pre-
ciso momento los españoles toman la determinación de matar a la gente...

Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al lugar de los atabales: dieron un tajo
al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer
su cabeza cercenada.

Al momento todos acuchillan, alancean a la gente y le dan tajos, con las espadas los hie-
ren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas
sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente
hecha trizas quedó su cabeza...

...Y había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían en-
redarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse a salvo, no hallaban a donde dirigirse11.

El llanto de la mujer llamando a sus hijos para buscar otro lugar porque en el que viven se ha
perdido, se actualizaría en el duelo de todo un pueblo que llora sus muertos, que no entiende
el disgusto de los dioses, que está desconcertado por tanta sangre inútil derramada, que no
comprende la cobardía de estos furibundos hombres blancos a los que todo se les ha dado,
sin recibir de ellos nada más que la fuerza salvaje de la espada y el pillaje; la leyenda de la
llorona, que seguramente tuvo su origen en este aciago presagio, se convertiría en el eterno
lamento de todo un pueblo que facilitó, en el entusiasmo de la fiesta a su dios tribal, que le
desgarraran sus entrañas.

Los cometas en el cielo, la lluvia de fuego y demás signos celestes que tanto miedo les infun-
dieron pues provenían de las máximas deidades astrales, revelarían en esta horrible matanza
seguramente las voces angustiadas de los niños y mujeres que imprecan por sus hombres,
que le piden al cielo iluminar con su clara luz el día, para sepultar la noche tenebrosa de la
muerte; la lluvia de fuego es la espada y la mirada vengadora de los hijos del sol, que todo lo
arrasan, que todo lo matan, que no cesan de provocar la sangre y la desolación.

Este anuncio de la tarea depredadora de los inefables señores de la cruz y de la espada ex-
presaba la demencia de la gesta política y evangelizadora, y desde luego el desprecio que la
mayoría de los españoles sintieron por los pueblos conquistados. A sangre y fuego impondrían
la fe, someterían a los indios, acabarían con casi todos los vestigios de su esplendor artístico,
de la magnificencia de sus dioses; los extirpadores de idolatrías destruirían mediante el fuego
inquisitorial un mundo maravilloso que los esperaba para que renaciera el sol; los hijos del sol
vendrían a castrar el sol, como lo diría un texto maya, eliminando así el poder germinativo del
astro, y por lo tanto negando el valor cosmogónico mismo en el que ellos creían con esperan-
za. La matanza, el pillaje, la destrucción, no sólo fue la negación de la vida material, sino el
asesinato de sus dioses primigenios:

En un bello poema azteca, denominado Los últimos días del sitio de Tenochtitlán, se condensa,
con dolorosas imágenes, este sentimiento de perplejidad ante la muerte y el abandono de sus
dioses tutelares:

11
Ibid., p. 81.
168 César Valencia Solanilla

Y esto pasó con nosotros.


Nosotros lo vimos,
nosotros lo admiramos.
Con esta lamentosa y triste suerte
nos vimos angustiados.
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.

Gusanos pululan por calles y plazas,


y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,


y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.

Hemos comido palos de colorín,


hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobe, lagartijas,
ratones, tierra en polvo, gusanos...

Comimos la carne apenas,


sobre el fuego estaba puesta.
Cuando estaba cocida la carne,
de allí la arrebataban,
en el fuego mismo, la comían.

Se nos puso precio.


Precio del joven, del sacerdote,
del niño y de la doncella.

Basta: de un pobre era el precio


solo dos puñados de maíz,
sólo diez tortas de mosco;
sólo era nuestro precio
veinte tortas de grama salitrosa.

Oro, jades, mantas ricas,


plumaje de quetzal,
todo eso que es precioso,
en nada fue estimado...12

12
“Manuscrito anónimo de Tlatelolco”, en Visión de los vencidos, Op. cit., p. 167.
Literatura precolombina: La visión de los vencidos 169

A esto pudiéramos llamar una de las formas de la visión de los vencidos del pueblo azteca.
No es la simple certeza de la derrota, sino la imagen de caos, la metáfora del desamparo y del
asombro. Por una de esas paradojas de la historia, ineluctables como la palabra de los orácu-
los, uno de los pueblos más poderosos de Mesoamérica, que había desarrollado un verdadero
imperio mediante la guerra e impuesto un complejo sistema religioso y político durante los dos
siglos que precedieron a la llegada de los españoles, sucumbiría ante un puñado de hombres
blancos, aceptaría la esclavitud y permitiría que hasta el deicidio se convirtiera en el estigma
de su vergüenza como pueblo y como cultura.

4. La castración del sol en el pueblo maya

En la literatura maya, reconocida como una de las expresiones artísticas más significativas del
mundo precolombino, en particular por sus grandes libros del Popol Vuh, el Libro de los libros
del Chilam Balam y el Chilam Balam de Chumayel, se presenta análoga visión del mundo
vencido: la llegada de los españoles también había sido profetizada en los libros sagrados,
de modo que el pueblo que los recibe asume desde su arribo un sentimiento de frustración
y derrota. La profunda espiritualidad que enmarca su cultura genera la pasividad frente a la
violencia de los conquistadores, porque los textos sagrados habían anunciado la llegada de
nuevos dioses, hombres barbados, una nueva religión que sustituiría la anterior. Así lo expresa
la palabra de Chilam Balam, sacerdote de Maní: Ya viene a tu pueblo tu amo, !Oh Itza!/ Y viene
a iluminar tu pueblo./ Recibe a tus huéspedes, los barbados,/ los portadores de la señal de
Dios13.

Pero estos nuevos dioses no ampliarían los horizontes del hombre y del mundo para abrir ca-
minos de luz y felicidad, sino traerían la desgracia, la destrucción, el salvajismo, la esclavitud,
como en toda Mesoamérica. Los diferentes textos mayas así lo muestran, con ese sentimiento
de impotencia y de despojo tan propio de una cultura que impávida observa su desmorona-
miento ante los desafueros de estos hombres blancos, ebrios de dios y de miseria. En la se-
gunda rueda profética de un doblez de katunes, se anuncia:

!Ay! !Entristezcámonos porque vinieron, porque llegaron los grandes amontonadores de


piedras, los grandes amontonadores de vigas para construir, los falsos itbeeles de la
tierra que estallan fuego al extremo de sus brazos, los embozados en sus sabanos, los
de reatas para ahorcar a los Señores!...
...! Ay! !Entristezcámonos porque llegaron! !Ay del Itzá, Brujo-del-agua, que nuestros
dioses no valdrán ya más!14.

El sentimiento de orfandad se da, entonces, no sólo por la pérdida física de la vida que ocasio-
na la espada y el fuego, sino por la muerte de los dioses, por su confinamiento a un nivel infe-
rior que permitiera el paso al Dios único de los cristianos. En un texto lleno de sabiduría y de
belleza, que cuenta cómo fueron abandonadas las ciudades de Uxmal, Kabah, Zeye, Pakam,
Homtum y Chichen Itzá, grandes centros ceremoniales, se revela con dramatismo el mundo
que existía antes de la llegada de los españoles y se confronta con el que quedaría después.

13
“La palabra de Chilam Balam, sacerdote de Maní”, en Demetrio Sodi, La literatura de los mayas, Editorial
Joaquín Mortiz, México, 1978; p. 27.
14
El libro de los libros de Chilam Balam, Op. cit., p. 68.
170 César Valencia Solanilla

Al referirse a los Itzaes, que no se sometieron a los hombres blancos ni pagaron tributo, el texto
enfatiza en la espléndida simpleza de su vida material y espiritual:

... Ellos sabían contar el tiempo, aun en ellos mismos. La luna, el viento, el año, el día: todo
camina, pero pasa también. Toda sangre llega al lugar de su reposo, como todo poder llega
a su trono. Estaba medido el tiempo en que se alabaría la grandeza de los Tres. Medido
estaba el tiempo de la bondad del sol, de la celosía que forman las estrellas, desde donde
los dioses nos contemplan. Los buenos señores de las estrellas, todos ellos buenos.

Ellos tenían la sabiduría, lo santo, no había maldad en ellos. Había salud, devoción, no
había enfermedad, dolor de huesos, fiebre o viruela, ni dolor de pecho ni de vientre. An-
daban con el cuerpo erguido...

Y describe a continuación, con oraciones cargadas de poesía y simbolismo, lo que desataría


la presencia española para su pueblo, las enfermedades, las matanzas, la tragedia por la de-
saparición de sus sacerdotes, la soledad, la castración del sol:

... Pero vinieron los Dzules y todo los deshicieron. Enseñaron el temor, marchitaron las
flores, chuparon hasta matar la flor de los otros porque viviese la suya. Mataron la flor
de Nacxit Xuchitl. Ya no había sacerdotes que nos enseñaran. Y así se asentó el segun-
do tiempo, comenzó a señorear, y fue la causa de nuestra muerte. Sin sacerdotes, sin
sabiduría, sin valor y sin vergüenza, todos iguales. No había gran sabiduría, ni palabra
ni enseñanza de los señores. No servían los dioses que llegaron aquí. !Los Dzules sólo
habían venido a castrar al Sol!15.

Este es quizás uno de los lamentos más desesperados y tristes que se pueden oír de un
pueblo: !Los Dzules sólo habían venido a castrar al Sol!; es decir, los españoles han llegado a
cortar la fuente genésica de la vida, a mutilarle al máximo dios su poderosa fuerza reproducto-
ra, a aplastar el embrión originario de todo cuanto existe. Esta es una metáfora sagrada para
revelar un despojo sagrado, dotada de un hondo simbolismo, que puede resumir, a manera
de imprecación, todo esto que llamamos un poco con nostalgia, la visión de los vencidos en el
sabio pueblo maya.

5. La “errabunda vida dispersada” de los incas

En la poesía inca, algunas creaciones igualmente anónimas, representan testimonios valiosos


de una visión parecida ante la destrucción y el asesinato de sus líderes. El poema La muerte
de Atahualpa, que narra uno de los momentos más trágicos del genocido al que fue sometido
el más extenso imperio indígena de la América precolombina, ya que describe el asesinato del
Inca Supremo, contiene duras imágenes de dolor y desconcierto:

Sobre el pacay enorme


El viejo búho
Con su fúnebre lloro
Se lamentaba;

15
“Los Dzules”, en Demetrio Sodi, Op. cit., p. 33.
Literatura precolombina: La visión de los vencidos 171

Y la tierna paloma
En la alta fronda
Presa de honda amargura
Se lamentaba.

Los crueles blancos


Que oro pedían,
Como una plaga
Nos invadieron.
Al padre Inka,
Después de hacerle prisionero,
Después de infundirle confianza,
Muerte le dieron.

Con entrañas de puma,


Con astucia de zorro
Tal si fuera una llama
Le remataron.
Después, el rayo hendió los aires,
Se desplomó el granizo,
Desapareció el Sol
Y se impuso la noche.

Y los sabios ancianos,


Vencidos por el miedo,
Junto con muchos hombres
vivos se sepultaron
!Cómo no he de verter
Amargo llanto
Al hallar en mi tierra
Gentes extrañas!

Juntémonos tan sólo


Los que somos hermanos
Y en la llanura ensangrentada
Nuestro dolor lloremos.
Tú, Inka, padre mío,
Que habitas el mundo de arriba,
Siempre serás testigo
De mi infortunio.

!Pienso en todo esto


Y aún no muero!
!Mi corazón ya está fuera del pecho,
Y vivo todavía!16

16
En Carlos Villanes e Isabel Córdova. Literaturas de la América precolombinas, Ediciones Istmo, Madrid,
1990; pp. 383-384.
172 César Valencia Solanilla

Este poema, que desde el punto de vista de su construcción formal obedece a una distribución
silábica, consonántica y rítmica de claro origen lingüístico español, recoge el originario canto
fúnebre que en quechua crearía el pueblo inca cuando su Supremo Señor, Atahualpa, ha sido
burlado y asesinado por los españoles delante de sus vasallos y tiene el nombre de Apu Inka
Atawallpaman17. Este canto, que por su extensión es imposible transcribir en este trabajo,
contiene imágenes de una conmovedora nostalgia por la desaparición del Inca, que transmiten
una particular visión de los vencidos:

Se ha helado ya el corazón de Atahualpa,


el llanto de los hombres de las Cuatro Regiones
ahogándole.

Las nubes de los cielos han bajado


ennegreciéndose;
la madre Luna, transida, con el rostro enfermo,
empequeñece...

Se ha acabado ya en tus venas


la sangre;
se ha apagado en tus ojos
la luz;
en el fondo de la más intensa estrella ha caído
tu mirar.
...

¿Soportará tu corazón,
Inca,
nuestra errabunda vida
dispersada,
por el peligro sin cuento cercada, en manos ajenas,
pisoteada?

De nuevo, pues, aparece en esta otra forma de expresión de la poesía precolombina, una
idéntica postura del creador anónimo de la colectividad: la noción de la perplejidad, del aturdi-
miento, de “errabunda vida dispersada” en que se siente sumergido todo un pueblo cuando le
han arrebatado a sus dioses y monarcas, cuando se ha debilitado al límite su razón de ser en
el mundo y no parece esperar para ellos más que el vacío y la soledad.

6. El reconocimiento de la diferencia

Visión de los vencidos: visión de la vacuidad y la finitud, de la muerte y el despojo; visión de


una derrota callada por mucho tiempo, rumor de voces del silencio; visión del desamparo y la
orfandad.

17
Tomado de la antología de Oscar Castro García, Textos indígenas de la conquista, Op. cit., p. 79-82. En la
nota explicativa se afirma que Arguedas consideraba, sin embargo, este texto como originario del siglo XVII.
Literatura precolombina: La visión de los vencidos 173

Visión de los vencidos, sentimiento de soledad inacabado, profundo lamento en el puro centro
y frío de la noche de todos los tiempos.

Pero también vigoroso canto de vida entre los despojos de la muerte, llama minúscula que fue
iluminando por siglos la oscuridad, que nos dejó un legado -el reconocimiento de la diferencia-
en medio de la catástrofe. Canto de vida a la vida, poesía que nuestros antepasados escribie-
ron con dolor para recordarnos la perplejidad frente a un “segundo tiempo”, a un nuevo mundo,
que de manera insaciable fue asesinando a sus dioses, pero que en definitiva no logró extirpar
los sueños. En la memoria de la piedra, en el testimonio de los códices, en los cantos rituales
que aún entonan miles de indígenas en América, en estos conmovedores relatos que perviven
y que componen ese legado llamado Literatura Precolombina, se condensa esa visión de los
vencidos: una parte de nuestro ser latinoamericano procede de allí y es imperioso que todos
nosotros nos acerquemos a ella. Debemos aproximarnos a la vida del pasado para que viva
en el presente, aunque ante ese pasado repitamos perplejos: ¿Por qué tanto empeño de los
cristianos de entonces en castrar el sol?

Bibliografía

El libro de los libros del Chilam Balam. Traducción de Alfredo Barrera Vásquez y Silvia Rendón,
Fondo de Cultura Económica, México, 1979.

Mercedes de la Garza, Literatura maya. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.

José María Arguedas. Poesía quechua. Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires,
1965.

Angel María Garibay, Historia de la literatura náhuatl. Editorial Porrúa, México, 1971.

Demetrio Sodi. La literatura de los mayas. Editorial Joaquín Mortiz, México, 1978.

Miguel León Portilla y Angel María Garibay. Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la
conquista, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1976.

Oscar Castro García. “Textos indígenas sobre la conquista”, en Lingüística y literatura, Depar-
tamento de Lingüística y Literatura, Universidad de Antioquia, Año 13, No. 22, 1992; pp.
63-90.

Jacques Soustelle. El universo de los aztecas. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

Carlos Villanes e Isabel Córdova. Literaturas de la América precolombinas, Ediciones Istmo,


Madrid, 1990.
174

Realismo mágico, humor, conflicto de género y violencia


en La aldea de las viudas
Por: Libardo Vargas Celemín*
Profesor Asociado
Universidad del Tolima

La aldea de las viudas del colombiano James Cañón es una novela donde se conjuga
el realismo mágico como procedimiento literario que aún pervive y las líneas temáticas del
humor, el conflicto de género y la violencia, amalgamados en 349 páginas que muestran un
fresco doloroso del momento histórico que vive Colombia, sumergida en una guerra interna no
declarada, pero con hondas repercusiones sociales, económicas, políticas y culturales.

Respecto a consideraciones sobre la vigencia del realismo mágico, fórmula que aparece con
alguna frecuencia en las páginas de su novela, James Cañón, afirma que “este no está ago-
tado en Latinoamérica. Lo que si se está agotando es el respeto por los elementos sobrena-
turales, míticos y de la creencia popular” (Cañón 2010), por eso su propuesta estética parece
cumplir al pie de la letra lo que Anderson Imbert planteó como estrategia de los autores que
asumen este procedimiento: “sugerir un clima sobrenatural sin apartarse de la naturaleza y su
táctica es deformar la realidad en el magín de personajes neuróticos” (Anderson 1992; 18).

Las situaciones a las que se ven abocadas unas mujeres que luchan por mantenerse en una
aldea sin la presencia de los hombres que han sido secuestrados por un grupo alzado en ar-
mas, bien pudiera parecer inverosímil para algunos lectores, pero en la realidad colombiana

* Libardo Vargas C.Nació en Ibagué, Especialista en la Enseñanza de la literatura, Profesor Asociado de la


Universidad del Tolima. Director del Grupo de investigación en Literatura del Tolima, ensayista, editor,
columnista de periódicos y revistas regionales, colaborador de publicaciones nacionales e internacionales,
fundador de talleres literarios. Ganador y finalista de varios concursos nacionales y regionales de cuento.
Autor de los libros: Tururá (Cuentos 1989), Las estaciones del olvido (Cuentos 1996), Más allá del infierno
(cuentos 2004). Una mujer difícil y otros textos breves (2009). Incluido en varias antologías y coautor de los
libros; Pintores del Tolima siglo XX (1998), Músicos e Interpretes del Tolima (2002) Poética y narrativa tolimense
siglo XX (2000), La novela del Tolima, Reseñas Criticas y Bibliografía (2008). El arte del cuento (2009). Antología
de minicuento (2010). Autor de las letras de las cantatas: Maqroll, Maestro, Jorge Luís Borges y Un país posible
y de la obra de teatro “La cueva del fraile, una leyenda ibaguereña” de próxima aparición. Asesor literario por
diez años del Concurso Nacional de la Canción Inédita Leonor Buenaventura de Valencia. Conferencista
en varios eventos académicos del país y ponente internacional en la Maestría de Literatura Argentina, U. del
Cuyo, Mendoza (Argentina 2006), VIII Jornadas Andinas de Literatura Santiago de Chile 2008, Coloquio In-
ternacional Literatura, Memoria e Imaginación de Latinoamérica y el Caribe en Cusco (Perú, 2009); IX Jornadas
Andinas de Literatura Latinoamericana, JALLA Brasil 2010 en Niterói, Brasil.
Realismo mágico, humor, conflicto de género y violencia en “La aldea de las viudas” 175

y aun Latinoamericana, no sólo resulta posible, sino que se pueden encontrar situaciones
similares que muchas veces desbordan la imaginación y que fueron aprovechadas por varios
autores posteriores al Boom. No obstante, pareciera que los escritores colombianos de épocas
recientes, saturados de este procedimiento, se hubieran comprometido con el “parricidio” del
que habla Luz Mary Giraldo (1994; p. 13) cuando tratan de liberarse de la tutela de García
Márquez. Por eso el caso de James Cañón es interesante, porque un autor joven reivindica de
nuevo la posibilidad del asombro como el espectáculo creativo que nos hace ver, con ojos nue-
vos, a la luz de una nueva mañana, el mundo que es, “sino maravilloso, al menos perturbador”
(Anderson 1992; 18). El conflicto colombiano entonces se intenta descifrar desde las raíces
mismas de lo insólito, con toda su carga de humor y violencia, en una combinación de catorce
capítulos y unas breves crónicas al final de cada uno de ellos, donde las mujeres juegan un
rol distinto a la visión pasiva que generalmente está presente en la literatura latinoamericana.

Por la novela circulan situaciones extraordinarias e increíbles que son tratadas con un aparen-
te apego a las fórmulas realistas, pero que van deslizándose hacia otra realidad, la mágica que
se aparta de toda lógica y racionalidad.

Con un movimiento abrupto Perestroika se liberó del control de la viuda de Solórzano y


comenzó a caminar loma abajo detrás de la alcaldesa, arrastrando por el camino una pe-
sada cuerda que tenía atada a su cuello mientras mugía de forma ruidosa. Luego como si
el mugido de la vaca fuera una llamada secreta a la rebelión, las mulas, cerdos, cabras,
perros, gatos, el loro y otras aves sueltas se escabulleron por el camino para unirse a
Perestroika y a Rosalba. Las mujeres abandonaron la protección del antiguo burdel y
corrieron detrás de sus animales gritándoles que regresaran. (Cañón 2009; 258)

En la anterior cita aparece la solidaridad expresada por los animales con la alcaldesa, a quien
un grupo de mujeres pretende suplantar. Aquí se puede apreciar la hiperbolización, procedi-
miento propio del realismo mágico que altera la visión normal de los objetos o acciones y los
presenta en forma desproporcionada. Pero también al extremar las características de un sujeto
o de situaciones se termina por hacer una caricatura del mismo, tal es el caso del maestro de
escuela Ángel Alberto Tamacá, líder político que se dedica al proselitismo entre sus paisanos,
a quienes no logra convencer de las bondades del marxismo, a pesar de llegar al extremo de
amenizar sus charlas con cerveza, pero lo único que consigue, sin proponérselo, es que sus
disertaciones políticas únicamente sirvan para proporcionar los nombres revolucionarios que
llevarán las nuevas generaciones, por eso en la novela figuran personajes como Che López,
Vietnam Calderón, Cuba Castro, Trosky Sánchez y hasta dos gatos que reciben el nombre de
Fidel y de Castro, como una forma paródica de criticar cierto fanatismo surgido en nuestro país
por los años setenta.

El humor, como resultado de la hiperbolización y la caricaturización de hechos y personajes,


cruza transversalmente la novela y el lector encuentra breves oasis en medio de una atmósfera
de abandono y lucha por la subsistencia. El siguiente ejemplo, que se refiere a un incidente
ocurrido a la dueña del prostíbulo de la aldea, produce una sensación límite entre la risa y la
mordacidad.

Y la última vez que atendió a un cliente le devolvió el dinero que éste le había pagado.
Emilia tenía 68 años y su dentadura postiza se cayó durante una sesión de sexo oral.
El cliente, un adolescente con cara salpicada de acné, no tenía motivo de queja, pero a
176 Libardo Vargas Celemín

ella le parecía que no estaba a su nivel profesional e insistió en que el joven recobrara
su dinero. (Cañón 2009; 63).

La precariedad y las carencias que se apoderan de la aldea se hacen tan evidentes que, ante
la escasez de harina para hacer las hostias, las mujeres se ingenian unas pequeñas arepas,
dulces unas veces, saladas otras y hasta con sabor a queso, para que el cura pueda continuar
con su ritual. A propósito del cura, este personaje a quienes los guerrilleros le respetan su con-
dición de líder religioso, se convierte inicialmente en la gran solución que encuentra la alcalde-
sa para su programa de procreación, pues ella vislumbra un futuro incierto para su aldea, sino
aparece una nueva generación. El cura renuncia a los votos de castidad, emprende su lucha
por embarazar a cerca de treinta mujeres y fija un reglamento en el que se establece que ellas

Tendrán que registrarse con la secretaria de la alcaldesa. Para registrarse se exigiría una
prueba de la edad. Una vez que el registro se hiciera oficial la participante sería colocada
en una lista y se le informaría de cuándo podría esperar la visita del padre. (…) Por res-
peto a Dios, todas las imágenes religiosas deberían sacarse de la habitación donde se
fuera a consumar el acto sagrado. No se involucrarían los sentimientos; el padre no les
iba a hacer el amor, sólo estaría haciendo bebés, ojalá varones. Y finalmente las mujeres
deberían considerar la posibilidad de donarle comida al padre para que se mantuviera
fuerte y sano durante toda la campaña, la cual duraría un par de meses. (Cañón 2009;
163).

El estruendoso fracaso del cura por poblar de nuevo a Mariquita (así se llama la aldea) lleva
a la alcaldesa a tomar otra medida extrema con los niños que no han sido secuestrados por
tener menos de doce años. Cuando cumplan los quince serán considerados “como propiedad
del gobierno, trabajadores cuya exclusiva labor será la de procrear hijos y por cuyo trabajo les
será proporcionado alojamiento y comida y nada más, por el tiempo que se requiera su labor”
(CAÑON 2009; 181). Pero ellos también fracasan porque no alcanzan a ejercer su labor y caen
envenenados, víctimas de los celos del cura.

Ese humor se torna escatológico, como en muchos pasajes de la obra de García Márquez. En
La aldea de las viudas por ejemplo Orquídea, una de las mujeres del pueblo, de muy joven tuvo
un pretendiente que se marchó con la guerrilla en una de las primeras incursiones “La deser-
ción le afectó tanto que durante dos meses tuvo diarrea. Finalmente un día, después de usar
el retrete del patio de la casa, abrió la puerta y dijo en voz alta y decidida: Acabo de cagar lo
último que me quedaba de mi amor por Rodolfo” (cañón 2009; 16). Así se cura de la dolencia
física, pero no del amor, porque jamás volverá a tener un novio.

Un tercer componente de esta novela tiene que ver con el conflicto de género que subyace
en toda la obra y que parece concluir con esa “segunda oportunidad” que le han dado sobre
la tierra a las mujeres, protagonistas centrales de esta obra que, sin ser un largo discurso fe-
minista, si encara las relaciones entre los sexos de una manera diferente, pues el género es
entendido como un conjunto de “prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que
atribuyen características específicas a mujeres y hombres. Esta construcción simbólica (…) re-
glamenta y condiciona la conducta objetiva y subjetiva de las personas.” (Lamas 1996). lo cual
se evidencia en las transformaciones mentales, sociales y culturales que asumen las mujeres
de Mariquita, en la medida que tienen que enfrentarse a la construcción de un nuevo modelo
de sociedad, después de haber perdido la tutela de los hombres.
Realismo mágico, humor, conflicto de género y violencia en “La aldea de las viudas” 177

Según Foucault “El dominio de la conciencia de su cuerpo no han podido ser adquiridos más
que por el efecto de la ocupación del cuerpo por el poder “(Foucault p. 77). Esto explica el
porqué las mujeres logran liberarse de sus imaginarios en los que la obediencia y la sumisión
marcaban sus vidas de madres, novias y hermanas, para reinventar sus papeles y alcanzar el
respecto y el reconocimiento de su condición de trabajadoras y mujeres en toda su plenitud.
Los conflictos que surgen en esas relaciones simbólicas se van resolviendo hasta lograr un
equilibrio, tesis que parece implícita en toda la novela y que se ilustra en varios momentos del
relato, cuando afloran enfrentamientos entre las mujeres mismas o los cuatro hombres que
regresan al final.

El impacto que sufren las mujeres al sentirse desprotegidas por los hombres que han sido
obligados a marchar, tiene como reacción inicial el llanto “La viuda de Morales lentamente
dio media vuelta. Con la misma lentitud se echó a caminar hacia su casa seguida un prolijo
eco de gemidos” (cañón 2009; p. 29). De ese caos inicial las mujeres comienzan a tratar de
organizarse y es Rosalba, la viuda del Sargento Patiño quien asume las riendas del poder y se
inicia ese largo recorrido por tratar de reorganizar la aldea, ahora que las figuras tutelares de
los hombres habían desaparecido y con ellos el tratamiento de inferioridad con que las habían
tratado todas sus vidas.

La primera gran empresa con carácter económico para no dejar desaparecer la aldea es ini-
ciada por Emilia, la dueña del prostíbulo, quien es la que más directamente experimenta la
ausencia de sus clientes y por eso decide visitar pueblos vecinos para promocionar a sus doce
muchachas. La estrategia le funciona por algunas noches, pero después los hombres que
llegaban subrepticiamente son detenidos en la vía de ingreso a la aldea, por las solteras que
reivindican el derecho al placer y entregan sus cuerpos a cambio de una caricia, una chocola-
tina o un poema. El fracaso de Emilia es el fracaso de la explotación sexual y ella, en su último
intento por hallar hombres para sus mujeres, se queda anquilosada “sintiendo de pronto una
oleada de júbilo, se reclinó contra el respaldo del banco y fijó los ojos en el cielo, pero esta vez
ya no pudo ver que el cielo era de color azul” (Cañón 2009; 78).

La aceptación de un nuevo orden resulta muy complejo para quienes siempre han estado
inmersas en un mundo masculino de donde provienen las órdenes y los rituales, por eso la ac-
titud de Francisca de deshacerse de todo aquello que la hiciera infeliz, es un grito de rebeldía
contra la costumbre de vestir de luto como homenaje a sus maridos y, ayudada por el azar,
viaja a la capital donde dilapida parte de la fortuna encontrada en su propia casa, pero los
cambios físicos, adornos y vestimenta chocan con la austeridad impuesta en la aldea y cuando
la alcaldesa la conmina para que comparta su riqueza con el resto de mujeres ella toma una
actitud sorprendente

...se desvistió por completo. Apiló, en medio de su sala, todas las nuevas prendas y zapa-
tos, sus costosos accesorios y sus fajos de billetes, todo junto. Luego con el único líquido
que había quedado en su casa, roció todo ese montón de bienes como si se tratase de
un ritual (…). Fue hasta la cocina, agarró una caja de fósforos , caminó hasta la puerta,
la abrió, se giró, prendió un fósforo y lo arrojó al empapado montón ” (Cañón 2009; 126)

La transformación de las relaciones que se dan entre las mujeres desembocan en prácticas
abiertas de lesbianismo, sin querer decir con ello que obedezcan a problemas de identidad
sexual, pues son reacciones individuales condicionadas “tanto históricamente como por la
ubicación que la familia y el entorno le dan a una persona a partir de la simbolización cultural
178 Libardo Vargas Celemín

de la diferencia sexual: el género” (Lamas 1995). En otras palabras, el asumir públicamente


el noviazgo entre mujeres como lo hace la alcaldesa con su secretaria, lo mismo que otras
parejas que deciden deshinibirse, tiene que ver con las valoraciones sociales que realizan en
ese momento concreto de sus vidas.

Otras parejas revelaron con timidez sus secretos, y cuando ya no hubo más parejas por
conocer, unas cuantas mujeres solteras comenzaron a declarar su amor por las otras.
El sentimiento era tan contagioso que algunas decidieron en ese mismo instante, que
estaban enamoradas de la mujer que tenían al lado y así se lo hicieron saber: Incluso
las mujeres más viejas, quienes no habían sido amadas en muchas escaleras, sintieron
de nuevo la fuerza de la pasión ardiendo en sus encogidos cuerpos (Cañón 2009; 283).

Las relaciones homosexuales proscritas en el pasado en la aldea, se desvanecen con la ad-


quiesencia de las mujeres que asisten a la despedida final de Pablo y Santiago, dos jóvenes
que desde niños habían sostenido una relación intensa. Uno de ellos viaja en busca de futuro
a Nueva York y regresa enfermo a cumplirle la promesa de reencuentro, mientras el otro ha
permanecido en la aldea esperando su llegada.

Santiago miró la luna y extendió sus brazos como si estuviera ofreciéndo un sacrificio.
Fijó su mirada en el rostro de Pablo, llenándose plenamente del hombre que amaba y
con delicadeza empezó a aflojar sus firmes brazos separándose lentamente de la pe-
queñez de la espalda de su amado. Entregándoselo a la corriente como una ofrenda
(CAÑÓN 2009; 156)

Las mujeres consolidan su construcción simbólica de una nueva aldea, que inclusive bauti-
zan con el nombre de “Mariquita la Nueva”, con la adopción de una forma distinta de llevar el
tiempo. Ante los desperfectos del reloj de la iglesia y la imposibilidad de su arreglo, optan por
un sistema basado en el periodo mestrual de las mujeres y elaboran un calendario donde se
cambian los nombres de los meses regulares y en su reemplazo fijan los nombres de mujeres
de la aldea. Otra partricularidad del calendario es que no es progresivo, sino que cuenta el
tiempo hacia atrás, como una forma de consolidar el poder total sobre sus vidas.

El cuarto componente temático en la Aldea de las viudas tiene que ver con la presentación
realista de historias de vida de varios actores de esa guerra no declarada oficialmente que se
desarrolla en el país. La historia de Colombia es una sucesión de guerras, desde los orígenes
mismos de su fundación y la literatura, especialmente desde mediados del siglo XX ha tratado
de reflejar esta problemática con resultados distintos. En una referencia a la llamada “violencia
partidista”, el profesor Augusto Escobar Mesa expresa:

La literatura colombiana, generalmente ausente del acontecer social y como producto


mediocre de una cultura dominada y dependiente, salvo unas cuantas excepciones, no
pudo marginarse del movimiento sísmico de la Violencia. Esta se le impone y la impacta
aunque de una manera desigual y ambigua (Escobar Mesa 1997; 114).

Esta afirmación también es válida para las posteriores violencias y su tratamiento realista en
La aldea de las viudas choca con el esmero estilístico previo. Sin embargo su funcionalidad
tiene que ver, antes que con los contrastes del lenguaje, con esa visión compleja que trata
de atrapar el autor, desde la multiplicidad de la focalización narrativa. Por eso aparecen las
Realismo mágico, humor, conflicto de género y violencia en “La aldea de las viudas” 179

historias de vida signadas por el terror que experimentan los informantes, por el horror que
campea en las acciones de los mismos y que constituyen una especie de viñetas que anclan o
contextualizan la aventura de las mujeres en la aldea.

La realidad aparece aquí con toda su carga descriptiva como si se tratara de dibujarnos los
gestos de la guerra. Es más, se pudiera afirmar que el procedimiento utilizado por el autor linda
con las formas del naturalismo decimonónico, donde lo importante es la objetivación minuciosa
de los resultados de la intervención degradante del mismo hombre sobre sus congéneres. En
el siguiente ejemplo un paramilitar recuerda una masacre de indígenas, porque no quisieron
decir donde estaban los guerrilleros:

Góngora dio unos pasos hacia atrás y apuntó con el revolver la cabeza del indio. Observé
sus ojos: miraban en blanco más allá de nuestro líder, más allá de nosotros. Luego miré
a mis compañeros y luego a Góngora, pero cuando Góngora apretó el gatillo, miré hacia
otro lado. Más tarde, nos enteramos de que los guerrilleros les habían cortado la lengua
a los indios mucho antes que nosotros (Cañón 2009; 226)

Estas descripciones escalofriantes, aunque aparecen como crónicas sueltas en medio de cada
capítulo, se estructuran a la novela y se articulan al conjunto del conflicto en que está inserto el
país, para mostrar el contraste de lo que ocurre en Mariquita y en sus alrededores donde cun-
de el horror y aparece otro mal, el desplazamiento hacia la ciudad indolente. Javier Vanegas,
un desplazado, confiesa casi que eufemísticamente su aventura para sobrevivir en la ciudad:
“Mis mejores trucos consisten en hacer que aparezca comida en la basura de otra gente, y
hacer que desaparezca dinero de los bolsillos de los hombres y los bolsos de las mujeres”
(Cañón 2009; 58)

La llegada de Gordon Smith a la aldea, su enfermedad, las atenciones de las mujeres y las
explicaciones que este les da de su trabajo periodístico, explican el ensamblaje de las crónicas
del periodista norteamericano, con la historia paralela de las mujeres que asumen un rol autó-
nomo y construyen la aldea ideal. Lo anterior permite reconfigurar un texto que va más allá de
una problemática local y se transforma en un relato universal que visualiza las potencialidades
que se despiertan a partir de una concepción de mundo, cuyos componentes simbólicos hacen
posible mirar el horizonte, como lo hace Rosalba al adquirir plena conciencia de que:

La actual transformación no se encontraba en el horizonte, sino en ella misma y en la


forma que ahora veía el mundo. El universo le había regalado nuevos ojos, y ella los
había usado para descubrir una nueva filosofía sobre la vida, sobre el trabajo y la inde-
pendencia, nuevos paisajes de armonía y orden, donde quiera que posara su mirada.
(Cañón 2009; 349).

La madurez política que adquieren la mujer con el paso de los años se manifiesta en la orga-
nización que asumen al pasar de una alcaldesa que toma todas las decisiones, a un consejo
que se reúne para discutir los principales problemas y tomar las decisiones, por duras que
sean, como por ejemplo la expulsión del gringo, por no tener clara las intenciones de su visita.
Gordon Smith se marcha, pero antes le da una última mirada a la aldea, la que se rige ahora
por auténticas formas sociales comunitarias y las palabras de narrador parecen resumir todo
el ciclo: “Gordon le dio otro vistazo a Mariquita la Nueva, como si quisiera fijar ese pueblo en la
memoria y asegurarse de que no se lo había imaginado” (Cañón 2009; p. 317)
180 Libardo Vargas Celemín

Notas

“Tales from the Town of Widows”, cuya traducción al español aparece como La aldeas de las
viudas fue publicada simultáneamente en EEUU, Canadá y el Reino Unido por la editorial Har-
per Collins en 2007. Posteriormente ha sido traducida al francés, italiano, alemán, holandés,
coreano, hebreo y turco. En España acaba de ser publicada por la editorial La Otra Orilla (parte
del Grupo Editorial Norma).

Esta novela ganó en Francia el premio a la mejor primera novela extranjera publicada en el año
2008, y el premio de los lectores del festival América de Vincennes (también en Francia). En los
EEUU, fue obra finalista del premio nacional de novela Edmund White, y del premio nacional
de novela Lambda. Kirkus Reviews la escogió en el 2007 como uno de los “10 Mejores Libros
del Año” para grupos de lectores.

Referencias

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CAÑÓN, J. (2010). Soñar es el trabajo de todo escritor. En El nuevo Día (21-02-2010), págs.
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Foucault, M. (1992). Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid.

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Fundación Universidad Central.

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Lamas; M. (1995). Usos dificultades y posibilidades de la categoría de género. En revista La


tarea.

___________. (1998). La perspectiva de género. En: La ventana. Pág. 3.


181

Visión de América a través de la novela El árbol imaginado


de Carlos Flaminio Rivera: Ficción desde la Expedición
Botánica del Nuevo Reino de Granada
Por: Nelson Romero Guzmán*

Durante los últimos años, una de las tendencias de la novela escrita en Colombia no
pierde de vista la historia como trasunto de sus preocupaciones temáticas y del lenguaje, ex-
plorando nichos inéditos que ponen a prueba la imaginación frente a las épocas que han mar-
cado nuestro devenir. A esta estirpe pertenece la novela El árbol imaginado (2010), de Carlos
Flaminio Rivera, escritor que merece una mirada particular de la crítica, pues su obra trabaja
arduamente para superar los facilismos de la escritura, convirtiendo el talento del escritor en
una exploración más allá de los contenidos mediáticos. Por eso, para este autor, la novela es
un complejo estético que involucra no sólo la necesidad de contar una historia, sino que dicho
nivel exige del escritor el uso de herramientas narratológicas y del lenguaje capaz de superar
la superficialidad de lo anecdótico. Dichas exigencias se constatan a través de la lectura de sus
cuentos y sus novelas.

Carlos Flaminio Rivera (Líbano, Tolima, 1960), autor de la novela que nos ocupa, por el hecho
de volcarse a la historia en El árbol imaginado, no pretende desconocer la realidad del hoy,
ni como escritor quiera vivir de espaldas a ella, sino que a través de su escritura trasfiere el
presente a la historia. ¿Cómo lo logra?, regresando a sus raíces, donde la herida aún no ha
sanado y continúa abriéndose en el presente. De ahí que el trasfondo histórico de su novela
más reciente sea la llamada Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, a la cabe-
za del sabio José Celestino Mutis, que iniciara el inventario de la flora y la fauna del Virreinato
de la Nueva Granada en 1783, durante el reinado de Carlos III de España. La independencia
a la que contribuyó el pensamiento ilustrado de la Expedición, en la novela se vuelve presente
histórico desde la ficción como conciencia de una realidad viva.

*
Nelson Romero Guzmán. Candidato a Magister. Nació en Ataco, Tolima (Colombia), en 1962. Licenciado
en Filosofía y Letras por la Universidad Santo Tomás de Aquino. Magíster en Literatura Latinoamericana,
Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Días Sonámbulos (Editorial
Mundo Nuevo, 1988), Rumbos (Casa de poesía de Manizales, 1993), Surgidos de la Luz (Universidad de An-
tioquia, 2000), Voy a nombrar las cosas (Fondo Mixto de Cultura de Ibagué, 2000), Grafías del Insecto (Escala
de Jacob, Universidad del Valle, 2005), La quinta del sordo (Universidad Nacional de Colombia, 2006) y
Obras de mampostería (Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá, 2007). Además, su libro Surgidos
de la luz fue traducido al inglés por el escritor norteamericano Andrés Berger-Kiss”.
182 Nelson Romero Guzmán

Carlos Flaminio Rivera es autor de los libros de cuento Sin puntos sobre las íes (1996), Cruen-
tos y adioses (1999), La mirada sumergida, cuentos en el tiempo (2001), Sudor de sueños y
otros textos (2004) y de las novelas La cita (2008) y Las horas muertas (2008).

El nivel del relato: La historia es una fábula

La novela se inicia con la llegada de Don Emilio Estupiñán del Alto, procedente de Carta-
gena de Indias, quien viaja en un champán hasta el puerto de la villa de San Bartolomé
de Honda, donde lo espera su primo don Baltasar Maldonado y Arteaga, administrador del
embarcadero. Estupiñán del Alto representa al español ambicioso acabado de llegar a las
Américas a enriquecerse con la comercialización de una orquídea exótica de las laderas de
la Sierra Nevada del Ruiz que en su mente fabulosa proveería de vainilla a toda España,
pero al final sabemos que dicha planta no existe, tan sólo fue un embuste de su primo,
el criollo don Baltasar Maldonado y Arteaga, quien se valió de esa argucia para traerlo al
Nuevo Reino de Granada y permitir que desde el Real Jardín Botánico de Madrid fueran
enviados a José Celestino Mutis hasta el puerto de Honda y luego a Santafé, capital del
Virreinato, unos baúles que contenían un preciado tesoro: varios libros, entre ellos “Los
Derechos del Hombre y del Ciudadano” y unos folletos no menos libertarios con imágenes
lujuriosas. Con esos documentos en poder de Maldonado y Arteaga en Honda, Mutis en Ma-
riquita con los trabajos de la Expedición Botánica, Antonio Nariño con la imprenta en Santa-
fé y los intelectuales del grupo llamado El Arcano Sublime de la Filantropía con la filosofía
heredera del humanismo, se inicia la lucha emancipadora de las colonias del Nuevo Reino
de Granada, subyugadas por el poder monárquico del virrey don José de Espeleta. Se trata
de una revolución ilustrada que vino a remover los cimientos de la moral a través de unos
folletos lujuriosos que el criollo Maldonado y Arteaga repartió entre los habitantes de San
Bartolomé de Honda. Estos folletos vienen a simbolizar la libertad de conciencia de un clero
que sustenta la monarquía a través de la represión sexual. El poder, con su doble moral, se
halla representado en las figuras del cura y el sacristán, quienes se unen al desenfrenado
erotismo en el poblado de Honda, pues las imágenes de los folletines desencadenaron una
verdadera orgía que por primera vez igualó las clases sociales y despojó a una sociedad
de sus prejuicios.

La novela, en su transcurso rápido a ese festín orgiástico de exaltación de la libertad, consigue


transmitirnos de manera significativa este efecto, gracias a una polifonía de voces narrativas
controladas y asumidas por un narrador testigo, quien se encarga de mantener una perma-
nente focalización hacia la emancipación de las colonias frente a las represiones del virreinato
de Espeleta. Nariño, alcalde de Santafé, aparece con Mutis, Estupiñán del Alto, Maldonado y
Artega y todos los representantes del la filantropía, entre ellos Francisco Antonio Zea, el Doctor
Reiux y Diego de los Monteros, como los representantes de la emancipación de las colonias.
Ellos son los gestores de lo que podía llamarse una Revolución Ilustrada, lo que implica una
revolución por el conocimiento a través del saber milenario de los antiguos pobladores –en la
novela los Mineimas del Nevado del Ruiz–, el cual viene a ser superior al conocimiento ilus-
trado de la enciclopedia y de la Expedición Botánica, reconocido por el mismo sabio Mutis. De
ahí que los personajes concedan un amplio valor a la ideología liberal de la Ilustración, pero
desde una cosmovisión de lo americano. Ya al contacto con la cultura americana de primera
mano y ante el poder de la naturaleza, el foráneo se convierte en un ser fabuloso y libre del
poder español, al menor en su imaginario. Resultan simbólicos en la novela los baúles recién
llegados de España con el tesoro de los libros, de donde surge una crítica soterrada al poder
Visión de América a través de la novela El árbol imaginado de Carlos Flaminio Rivera 183

de España, pues en el trueque es superior la imaginación del habitante de América a la am-


bición del colonizador: los baúles traen los libros, pero nunca regresan con la preciada flor de
la vainilla. Ese sueño se trueca en Estupiñán del Alto por las ideas libertarias. Esto aparece
consignado en su diario por boca de su primo embustero: “Todo ha sido un engaño –dijo sin
remordimiento–, ¡No hay tal vainilla! ¡No hay tal riqueza! ¡Pero sepa Vuesa merced, que si hay
mucha Grandeza!” (176).

Esta revisión de la historia y el valor que el narrador concede a la conciencia americana, se


da a través de una valoración del mito americano y de la naturaleza a través de los cuales el
europeo ve el nuevo mundo. El científico no es sólo un observador minucioso de la flora y la
fauna, sino un ser completamente asombrado por la riqueza del nativo, por su capacidad de
ver más allá de lo que ve el hombre de ciencia y por el control que tiene de la naturaleza a
través de su pensamiento mágico-fabuloso, nada inferior al saber legitimado por la ciencia. De
ahí que el sentido de la emancipación por parte de estos hombres visionarios –Nariño, Mutis,
Estupiñán del Alto y Arteaga– sea el de conservar el mundo de los nativos y su saber como
parte del progreso humano. Defienden la idea de que existe una ciencia nativa. De esta forma
la novela nos hace entender que antes de las elaboraciones filosóficas de la Ilustración y de
su saber científico, el humanismo ya estaba aquí. De ahí el propósito atribuido a la revolución
sexual como principio de la emancipación: bloqueada la educación a través de la moral, se
anula el discurso de sometimiento a los catecismos clericales mediante los cuales el poder
político se protege y legitima bajo la enseña del cuerpo como pecado. Esa ideología de lucha
contra lo moral elevada a poder soberano y de subversión de valores, tanto en los personajes
protagonistas como en las voces narrativas, invade toda la novela con una focalización que no
rompe el hilo hasta el final.

En este nivel, el manejo de la novela Carlos Flaminio Rivera, estructurada en capítulos breves,
no pierda de vista tópicos esenciales que van dándole orden al discurso narrativo, tales como:
el erotismo, la mentira elevada a fábula, el mito, la naturaleza, visión del mundo a través de las
ideas políticas ilustradas, entre otros. La novela no pretende abarcar los sucesos, ni agotarlos
en la secuencia de la historia, pues el sentido ulterior radica no en un narrador omnisciente,
sino en su capacidad para ubicar unas escenas muy significativas que sirven de pretexto para
esquivar el dato histórico y dimensionar la ficción literaria a través de la imaginación de los per-
sonajes históricos con nombre propio, en esto hay que abonarle a la novela uno de los grandes
aciertos en la construcción del relato.

Las estrategias narrativas

Ubicados en el nivel narrativo de El árbol imaginado, tenemos que los cambios de focalización
y de escenarios se alternan y se tejen, capítulo a capítulo, por unos textos breves que toman
la forma de poema, como especie de altos en el camino que los personajes mismos elaboran
y enfocan desde la subjetividad, apropiándose de un lenguaje poético altamente simbólico.
Algunos son pequeños herbolarios o bestiarios, donde el poder de lo fantástico hace que la
metáfora transfigure el relato mismo y lo enriquezca desde la intertextualidad. Otros, cargados
de reflexión, se insertan a la historia que se cuenta; recurso novedoso que además –junto
con las demás formas de escritura y por ende del uso del lenguaje–, permite que la novela se
matice de variadas formas expresivas, el lenguaje se enriquezca de tonalidades melódicas y
significados yuxtapuestos. Así tenemos que, mientras el narrador asume la crónica y da la voz
a los personajes, lo hace a partir de giros sutiles del lenguaje que evocan el estilo de la crónica
184 Nelson Romero Guzmán

de indias, respetando la época en que el autor del diario registra sus notas, realizando una
nueva versión de los hechos y reflexionando sobre los mismos, además que este uso de giros
arcaicos de la lengua contribuyen a darle trasfondo y colorido a la época en que se inserta el
relato. De este registro se pasa a otro o se vuelve al mismo, dependiendo de la voz que asuma
en su momento el eje narrativo. Por eso la novela seduce al lector por su tejido de voces y de
estilos en permanente alternancia.

Fuera de estos recursos, la novela, es cuidadosa no sólo en la presentación de la trama y en


la dosificación de la historia –que está más allá de los hechos mismos que la configuran–, sino
que el autor, oculto tras el narrador, se apropia de una riqueza de recursos que hacen parte de
la novela, destinados principalmente a brindarle al relato una serie de intertextos y ensambla-
jes propios del pastiche que tienen como propósito realizar una parodia al documento histórico
y subvertirlos mediante el humor, la crítica indirecta, la ironía o el erotismo. Recursos narrativos
de las formas breves clásicas como el diario, la carta, el mito, la leyenda y el poema mismo,
se van ensamblando en el discurso, como formas con las que el narrador, al conceder la voz
a sus personajes, hace no sólo el gran retrato fantástico de la época, sino que permite que el
entramado de la novela asume la polifonía de voces narrativas, haciendo que el subgénero de
la llamada novela histórica no termine rindiéndole culto a las formas del discurso literario del
pasado, sino que sea el pretexto de la ficción para elaborar y apropiarse de recursos muy con-
temporáneos del relato. Ejemplo de esta elaboración lo encontramos en el capítulo titulado “Un
día, todas las hierbas”. Aquí percibimos con claridad una muestra no sólo de destreza narrativa
de un ensamblaje perfecto, sino un corto e intenso poder de la escritura que se fragmenta en
un paralelo de voces en espacios y en tiempos distintos, pero ya sin fronteras, en el momento
en que don Emilio Estupiñán del Alto observa el cuerpo del muchacho indio herbolario contor-
sionarse semidesnudo bajo el árbol imaginario intentando tomar un fruto; entonces el español
mirón evoca apartes de los diarios de las descripciones que Mutis y Valenzuela hicieron de
las partes sexuales de algunas flores. Vale la pena traer un buen trozo de este capítulo que
contiene la parodia y la burla del texto descriptivo de Mutis. Ver y evocar con sutileza, son dos
momentos contrapuntísticos de la conciencia que narra este pasaje que alterna breves des-
cripciones del cuerpo del indio herbolario al contorsionarse, con el diario de Mutis que describe
una flor. Veamos:

…Era joven, alto, tallado en el cobre que otorga el sol de estas tierras a la piel. Las líneas
de los músculos se templaban por todo su cuerpo, marcando recorridos vigorosos. Fiesta de
carne agreste y soberbia. (…) El cabello largo, negro, agitado; embellecido por el follaje del
descuido. Su rostro amplio, con el despilfarro de estos climas.

“Estilo lineal de la altura de los machos mayores: estigma gruesito, pubescente, refracto, su-
brevoluto…”

Las manos que sostenían la vara donde se amarraba la verbena de barrer, eran hermosas y
fuertes.

“Tallo largucho, con un lugar para los cornezuelos, con una hermosa bolsita que le sirve de
puesta. Se le podrían ver las dobleces donde se encierra su polvo”.

Las piernas largas subían con perfección al bulto de las nalgas, que estaban cubiertas por
un faldellín de algodón burdo, tejido, blanco. Siempre venía calzado y bajo la faldilla, por las
formas que se insinuaban, no vestía nada.
Visión de América a través de la novela El árbol imaginado de Carlos Flaminio Rivera 185

“Debajo de esta cornisa, una bóveda llena de néctar espeso y blanco. Por el medio de esta
bóveda se ve pasar una vena que remata en una incisión en la raíz de la curva”. (113-114)

A propósito, María del Pilar Lozano Mijares (2007), menciona varias características del arte
posmoderno que asume la novela escrita de estos últimos años, entre ellas: la cita irónica, la
parodia, el pastiche, la mezcla de estilos y los fragmentos reciclados. La narrativa de Carlos
Flaminio se apropia de estas características para otorgarle a la novela un nivel de escritura
donde varias voces narrativas contribuyen cada una a ensamblar piezas, relegando al autor
tradicional que tomaba el hilo de la historia desde el comienzo hasta el final; aquí “la máscara
estilística” difumina las fronteras del narrador paternalista y las posibilidades discursivas enri-
quecen el relato, gracias a que a los cambios de registro en la escritura están acompañados de
la carta, el diario, el documento, el archivo, voces anónimas de espíritus, pesadillas o visiones
sobreexaltadas producidas por la embriaguez, así como la leyenda, la opinión y tantos otros re-
cursos con los que la novela fragmenta la gran historia y la enfoca desde una visión de América
que enriquece la imaginación. La observación por parte del hombre de ciencia se convierte en
un misterio poético. Se eleva lo imaginario a lo histórico o a como imaginaba el hombre de la
época. Leamos lo que Mutis contó a Estupiñán del Alto y éste registró en su diario al describirle
unos frutos y unas ramas:

“…como corazas duras de cuero que sirven para almacenar agua y fermentar líquidos. Las
hojas cargan unos gusanitos que ondean mientras comen (…) imposibles de pintar, con un
aire ligero de amarillo, como si estuviera cargada de cicatrices invisibles..(74)

También le confió fon Celestino a don Emilio que en la vista, en el olfato, en la curiosidad, en
la tendencia al misterio, en la búsqueda de cosas desconocidas por parte del herbolario, así
como en la memoria y en el sentido artístico del dibujante, reposa el éxito de la Expedición”
(75).

La carga estética de la novela la posibilita el lenguaje sin el artificio fácil de la frase elaborada
y retorcida, sino gracias a los personajes mismos que no pueden observar el mundo más que
desde su realidad fantástica. Por eso sorprende la minucia del lenguaje para describir el mun-
do observado por el hombre de ciencia, ideologizado por el mito y por el reconocimiento de
una cultura y de un saber que los ilustrados elevan a ciencia. En otro aparte, Estupiñán del Alto
consigna en su diario: “Las cosas de las plantas si son muy de ellos, pues como he visto, ni el
propio Mutis sabe tanto de sus misterios” (127)

Es en la visión del indio, del español y del criollo, donde radica el poder y el saber. La Expe-
dición no pudo ser posible sin el sentido artístico, es el aborigen Mineima el que le transmite
el saber a la Expedición, el herbolario le enseña al científico el misterioso conocimiento de las
plantas.

El sentido del árbol imaginado

Como título El árbol imaginado es un pretexto poético que esconde varias intenciones: Expre-
sar el proyecto de la Expedición Botánica como una forma de reconocer una ciencia nativa,
exploración del mundo fantástico de la naturaleza, deseos de emancipación, reelaboración de
un mito propio del génesis que le brinda a los expedicionarios, pintores e ideólogos de España
y de América una manera nueva de concebir la libertad; también otro pretexto con el cual se
186 Nelson Romero Guzmán

engaña al colonizador que pretende enriquecerse con los frutos de ese árbol, para finalmente
suplantar su imaginario por ideas libertarias y, por último, el título nos lleva a invertir la forma de
ver el mundo a través de la subversión de una moral de poder, la cual es desarticulada por la
incursión de unos panfletos llenos de imágenes lujuriosas que se repartieron clandestinamen-
te, como preámbulo a la traducción “Los Derechos del Hombre y del Ciudadano”.

En el nivel de la narración mítica elaborada por el narrador, al beber chicha, el hombre se eleva
y alcanza las visiones del maíz. Sólo de esta forma se puede acceder a las historias del árbol
imaginado y al encuentro con el dios de los Mineimas, su Pájaro Creador, quien en sus oríge-
nes tuvo que inventar el árbol o la montaña Blanca del Ruiz para posarse y crear el mundo.
Esta historia nos es revelada gracias a una borrachera del pintor Matiz con Estupiñán del Alto.
Este último nos la cuenta en duermevela y a través de ella conocemos este secreto del pintor
de la Expedición. “En mí nunca hay silencio, don Emilio. Pinto las plantas nuevas imaginando
la melodía de algún pájaro que siempre, en todo momento, canta en un lugar cualquiera de
este reino, menos en mi casa”. (140). Es la historia de la expedición y de la emancipación
oculta en el mito. Es el poder del mito y no de la razón, como una tendencia fuerte de los
personajes a desvanecer la historia y reconstruirla de adentro hacia afuera; es lo que el árbol
imaginado nos cuenta en su corteza, donde está grabada la voz del dios.

Los espacios narrativos

Otro de los aciertos de El árbol imaginado es la presencia de un espacio singular, que son
varios en sus niveles tanto objetivo como subjetivo. Si bien los acontecimientos ocurren en es-
pacios distintos, se hallan unidos narrativamente a partir de giros del lenguaje que nos ubican
en el presente. Mientras unos personajes están en Honda, otros en San Sebastián de Mari-
quita, en Santafé y en Madrid, la historia se nos cuenta en una unidad de tiempo que apunta
a enlazar todos los sucesos en un mismo propósito: la emancipación como expresión de la
fábula. Al interior de los personajes, esos espacios topográficos se vuelven míticos o imagina-
rios a través de una naturaleza que se hace carnal a través de ellos. Tenemos, entonces, que
la ruta cenagosa y tupida del río Grande de la Magdalena, la cual como lectores reconocemos
a través del viaje en champán de don Emilio Estupiñán del Alto, nos describe una flora y una
fauna agreste y maléfica que devora al hombre, a la vez que en la subjetividad de los viajeros
aparece llena de fábulas; también los habitantes Mineimas, aborígenes de la Sierra Nevada
del Ruiz, permean la mentalidad del criollo y del español con un espacio reconocible a través
de su leyenda de la creación. Digamos que los espacios se alternan en la medida en que los
personajes se ubican en los acontecimientos, alcanzando una dimensión al interior de la con-
ciencia, pero tienen la virtud de no actuar por separado ni desenfocar la historia, pues lo que
importa es la unidad del suceso en sí, a lo que el espacio cede ubicando a unos personajes y
otros a un mismo tiempo, pero en diferentes escenarios. En ese sentido la novela se sucede
de manera alterna en diferentes lugares y el narrador controla, mediado por distintos enfoques,
la dimensión espacial sin que esta se vea afectada o forzada.

La ficción dentro de la historia

Andrés Amorós (1989), al referirse a la novela contemporánea, dice que no nos interesa hoy
el tiempo cronológico, sino el tiempo humano, afectivamente vivido por los personajes de la
narración, relativo y problemático (83). La novela de Carlos Flaminio Rivera se cuida en su
Visión de América a través de la novela El árbol imaginado de Carlos Flaminio Rivera 187

tono de la nostalgia por el pasado. Los personajes protagonizan un presente continuo, están
ellos mismos por fuera de la historia en su sentido clásico de hechos en el pasado, no hacen
el “flash-back” a través de voces secundarias en la narración que le creen al lector la ilusión
de estar leyendo una historia que ya transcurrió, sino que vivimos con los personajes lo que
está pasando en el momento de la lectura. Este uso del tiempo le imprime mucha más verosi-
militud al relato y lo hace más atractivo. Todo se nos da allí, en el momento en que los leemos
hechos, mediante una narración que apropia lo que Paul Ricoeur ha hecho reconocible como
“el tiempo humano”, es decir, vivido afectivamente por los personajes, no sujetos al tiempo
cronológico, aquel que se asume por fuera de la lectura. Por tanto, como lectores no tenemos
conciencia de estar recuperando un pasado, sino viviendo un continuo presente. El argumento
no quiere llevarnos a entender ni a descifrar nada, pues la novela de Carlos Flaminio Rivera
no persigue la verdad histórica, sino que los personajes, valiéndose de contextos del pasado,
van insertando sus propias vivencias, protagonizan otros sucesos y entre todos no tienen otra
salida que tejer una fábula porque están insertos en un mundo fabuloso. La Expedición Botá-
nica no es otra cosa que un hecho fabuloso, de verdadero descubrimiento en el sentido que
los expedicionarios, pintores, científicos y herbolarios, se dejan atrapar por lo asombroso y lo
misterioso. De ahí que la intrahistoria, la subjetividad y el microrrelato recobren tanta fuerza en
la reconstrucción de la historia, porque no se trata de contar de nuevo los hechos del pasado,
con estilo depurado y facilista del autor que quiere conmover al público con las marginaciones
de la explotación, sino de recontarla desde la literatura, al rescate de lo fabuloso. Al escribir,
el autor de El árbol imaginado tiene conciencia que el pasado, como narración historiográfi-
ca, es híbrido y por eso acude a las voces y a los documentos para convertirlos en su única
posibilidad: metarrelatos, ficciones unidas a otra ficción reconocida como historia. De ahí que
Carlos Flaminio conceda tanta importancia a los registros narrativos, como forma viable de
posibilitar la ficción a un mudo propio, originario e inédito de una historia vivencial, evitando así
la secuencia de la narración historiográfica que elabora el argumento de la historia buscando
reproducir hechos objetivos.

La historia que El árbol imaginado narra no es la historia que es (la oficial, presuntamente ob-
jetiva del historiador que le da secuencia a los hechos sucedidos en el pasado), es la historia
que pudo haber sido y la que estamos obligados a imaginar. Esta novela, más que detenerse
en reconfigurar unos hechos del pasado, respetando el canon de la historia, lo que hace es
valerse de un marco específico, esto es, la Expedición Botánica en la época del virreinato de
Espeleta, para explorar el poder de ficción y de fábula que la misma historia, antes de ser re-
gistrada en hechos con una trama secuencial, tuvo –o pudo tener– en sus protagonistas. Es la
historia que está presente en el mundo subjetivo de los personajes la que se hila, aquella que
se manifiesta como una toma de conciencia frente a la realidad. No es tampoco la historia per-
sonal de unos personajes egoístas que narran a su capricho, sino que explora aquéllos nichos
que el dato histórico no registra por carencia de objetividad, pero que en la novela encajan
dentro del contexto.

Como al autor de El árbol imaginado no se preocupa por elaborar un argumento, como sí un


punto de vista desde los personajes históricos, los sucesos que encarna la ficción se super-
ponen hasta el capítulo final titulado “El diablo de los folletos” el cual tampoco marca un final
propiamente dicho, de desenlace de acciones, sino que la novela continúa en la imaginación
del lector. El final es apenas el inicio de una revolución, cuyas armas eran los folletos en las
manos de todos los habitantes de los estamentos sociales de San Bartolomé de Honda, los
cuales se repartieron clandestinamente y que “eran hojas llenas de figuras lascivas, sucias y
deshonestas, contrarias a la buena crianza y las sanas costumbres, motivadoras de la pasión
188 Nelson Romero Guzmán

y el placer individual…” (184). Para la ambientación de este capítulo, la ironía del narrador des-
enmascara la moral oficial con el juego paródico y la burla que invierte valores religiosos. Los
objetos, incluso, participan de se festín erótico; la iglesia es un símbolo fálico: “…la iglesia, en
erección a pesar del terremoto reciente, temblaba bajo el cobertizo del medio día (…) Dentro
de ella, un viento esparcía con desparpajada gracia la literatura oculta y prohibida, infiel, eró-
tica, picaril”. (184). Las labores de los hombres participan de es fecha orgiástica. El lenguaje
contribuye poderosamente al clímax:

En la casa de las aguateras se vertía un delgado aire de suspiros y respiraciones; en la de las


sirvientas, un incendio de piernas abiertas consumía la única alcoba; en la de los artesanos,
las manos apuraban con destreza el surgimiento del espasmódico río; en la del escribano, ya
no había roce de papeles, pero sí de seda y algodones y dedos en la tinta viscosa de la fiera.
En la de labores no se oía tejer, ni bordar telas; no cosían ni remendaban mantillas, enaguas
o camisas; encajes y caracoles se mantenían en las cestas mientras la mujeres, zurciendo
anhelos sobre las imágenes esparcidas la noche anterior, deseaban el más antiguo de los
oficios. En la de la autoridad, el mugido de las negras. En la de los joyeros, los tembleques
de oro y perla se agitaban estrujados por la loca avaricia de los frutos de la carne. Donde las
monjas no se leía, ni se oían explicaciones, ni se hablaba de santos o de misa…(185-186)

Es cuando don Emilio consigna en su diario aquella frase lapidaria con que todo el pueblo
inicia el camino hacia la libertad: “Yo, Emilio Estupiñán del Alto, hoy decido no servir más a
Majestades”. De esta manera la novela se cierra abriéndose a una posible lectura de mundos,
con la imagen de una recua de mulas y bueyes cargados de cajones con los folletos, camino
a Santafé.

Bibliografía

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189

Ramos Sucre: Estética y metafísica


Por: Winston Morales Chavarro*
Universidad de Cartagena

El Universo es una creación mental,


Sostenida en la mente del todo.
El Kybalión

Ramos Sucre, el gran Ramos Sucre, no tiene un locus exacto de ubicación. Muchos
quieren estacionarlo o equipararlo con el romanticismo, el modernismo e incluso el surrealis-
mo. No obstante, su literatura, su voz, su estro escapa a todo rótulo y a toda categoría. El poeta
se estaciona en un supratiempo y un sutraespacio que no tienen vínculos con las jerarquizacio-
nes literarias. Además, vive con dureza una especie de metempsicosis que lo lleva a transfor-
marse en todos los hombres y todos los tiempos, en todos los objetos y todos los elementos,
en todas las causas y todos los efectos.

El poeta venezolano posee la llave para entrar en una atmósfera “otra”, en donde todas las
épocas confluyen, se encuentran, se mezclan y se enlazan. Su transubstanciación lo lleva a
incorporarse en el cuerpo metafísico de un hombre total, aquel que es capaz de traducir la voz
de un hombre ecuménico, el mismo que tiene el rostro de todos los relojes y el cuerpo de todas
las máscaras: “Yo había perdido la gracia del emperador de China. No podía dirigirme a los
ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación. Un rival me acusó de haberme
sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi au-
diencia. Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron
a palos”. (El Mandarín, Pág. 372)

* Winston Morales Chavarro. Nació en Neiva-Huila 1969. Comunicador Social y Periodista. Magíster en
Estudios de la Cultura mención Literatura Hispanoamericana Universidad Andina Simón Bolívar, Quito.
Profesor de tiempo completo Universidad de Cartagena. En la parte literaria ha ganado los concursos de
Poesía Organización Casa de Poesía 1996; José Eustasio Rivera 1997 y 1999; Concursos Departamentales
del Ministerio de Cultura 1998; Concurso Nacional de Poesía “Euclides Jaramillo Arango” Universidad del
Quindío-2000; Segundo premio Concurso Nacional de Poesía “Ciudad de Chiquinquirá” en el 2000; Con-
curso Nacional de Poesía Universidad de Antioquia en el 2001; Tercer Lugar en el Concurso Internacional
Literario de Outono de Brasil. Primer y único Premio en la IX Bienal Nacional de Novela José Eustasio
Rivera. Primer Puesto en el Premio Nacional de Poesía Universidad Tecnológica de Bolívar Cartagena 2005. 
Ha publicado los libros de poemas Aniquirona, Trilce Editores, 1998; La lluvia y el ángel, Trilce Editores,
1999 (Coautoría); De Regreso a Schuaima Ediciones Dauro Granada-España 2001; Memorias de Alexander
de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005; la novela Dios
puso una sonrisa sobre su rostro, Fundación Tierra de Promisión, 2004; el libro de Ensayos, Poéticas del
Ocultimo en las escrituras de José Antonio Ramos Sucre, Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime
Sáenz, Trilce Editores, 2008; el cuadernillo Antología, de la Colección Viernes de Poesía, Universidad Na-
cional, 2009; el libro de poemas Camino a Rogitama, Trilce Editores 2010, y el libro de poemas La Ciudad
de las Piedras que Cantan, en la Colección Poetas colombianos Siglo XXI, Caza de Libros Editores, 2011.
190 Winston Morales Chavarro

El poeta dialoga con personajes aparentemente inexistentes, etéreos, gaseosos, con formas
individuales que parecen o aparenten otro tiempo, otro escenario, otra estratosfera. A través de
la palabra, Ramos Sucre es capaz de violentar las limitaciones de carácter mental, geográfico,
temporal. Da la sensación de que el poeta conoce ese principio hermético que sustenta que
el universo es mental y que todo se sostiene en la mente del todo. Su poesía es una poesía
que halla sus estructuras en la linealidad de un tiempo que no posee presente, pasado, futuro.
Es mas, podemos aseverar con certeza que estamos enfrente de una poesía que adquiere
dimensión con el paso de los años y que comienza a cifrarse en generaciones futuras y no
pasadas, fenómeno que se repite en poetas tan descollantes como Blake, Novalis, Holderlin,
Nerval o Baudelaire.

Ramos Sucre parece pertenecer a otro tipo de sociedad (¿sociedad secreta o poética?) y es
en ese tiempo y en ese espacio en donde funda su reino (la literatura), instala su bandera (la
poesía) recrea su lenguaje (el poema), marca su territorio (la visión o la imaginación), crea sus
habitantes (los personajes, la arquitectura, las deidades, la historia, el mito) para entregarlos a
un lector cuyo entendimiento se eleve a consideraciones de carácter trascendental, desprovis-
to del exceso de la lógica o el razonar masculino.

La metafísica y su camino de diamantes

La poesía de Ramos Sucre es una poesía que habla en primera persona, emana de un ser
individual que puede representar un ser colectivo, es una voz que se sujeta a un todo poético,
de donde emerge la voz reflexiva de un todo poético. En la poesía del aeda venezolano cobra
un importe especial la palabra Yo, lo que nos sugiere un vínculo especial con un precipicio
esotérico, un principio bíblico, una apertura alquímica: “Yo era el senescal de la reina del
festín. Habíamos constituido una sociedad jocunda y de breve existencia”. (Ramos Sucre, El
malcasado, Pág. 508)

Toda su obra está habitada por la presencia de lo “incorpóreo”, de lo “inmaterial”, de lo “invisi-


ble”. Su estética parece traducirse en un elemento extrafísico que escapa a las formas de lo
concreto, de lo material, de lo presente. De allí que pueda decirse y reafirmarse que Ramos
Sucre pertenece a otro reino, a otra sociedad, a otro razonar; el raciocinio o la lógica en la que
trasegaron poetas latinoamericanos como Dávila Andrade, Carlos Obregón y Jaime Sáenz.

Además de la presencia literaria de lo distinto, es común observar en la poesía de Ramos


Sucre la permanencia de otros mundos. Es como si en él se revelara esa sentencia de Paul
Eluard: “Hay otros mundos pero están en éste”. Ramos Sucre descubre esos mundos, entra
en ellos, los recorre, se pierde en ellos, divaga por ellos: “Una mano desconocida había de-
positado, antes de mi deserción, una corona de flores lívidas en la mesa de su oratorio. Esa
corona, ceñida a la frente de la muerta, bajó también al reino de las sombras”. (El malcasado,
Pág. 508).

¿Qué es lo que posibilita esa visión en Ramos Sucre? ¿Cómo adquiere el poeta esa facultad
de mirar lo incorpóreo? Sin lugar a dudas que la respuesta subyace en la consecución de un
sentido extraterreno, en la apropiación de un sentido suprasensorial que permite al poeta la
visualización de otras presencias, otras formas, otras estructuras, muchas amalgamas, otros
resortes.
Ramos Sucre: Estética y metafísica 191

Su olfato poético le permite transplantarse en un tiempo absoluto (¿el Aleph planteado por Bor-
ges?) en donde puede presenciar las cosas que han ocurrido, van a ocurrir o están ocurriendo.
En ese plano confluyen cientos de ciudades, cientos de historias, miles de cartografías que
Ramos Sucre engulle para plasmar en el papel una vez ha regresado a su cuerpo material, a
su estado inicial, a su manía literaria.

Da la impresión de que el poeta está conectado con una memoria que no es propiamente la
suya y que le permite divagar por una dimensión desconocida, una dimensión que se abre al
creador por vía de la imaginación y la intuición filosófica, una geografía a la que acceden los
artistas más adelantados y confeccionados: “Yo rastreaba los dudosos vestigios de una forta-
leza edificada, tres mil años antes, para dividir el suelo de dos continentes”. (La ciudad de las
puertas de hierro, Pág. 510).

¿Es Ramos Sucre un olfateador de resonancias? ¿Se apropia el poeta de esas reverberacio-
nes acústicas de manera consciente o es un proceso subconsciente el que le alimenta?

En una carta dirigida a su hermano Lorenzo el poeta le aconseja ciertas lecturas: “La Iliada,
La Odisea, Plutarco y Virgilio, El Edda o sea la mitología escandinava, La Divina Comedia,
Orlando Furioso por Ariosto, Don Quijote en español, el Fausto de Goethe, el Telémaco, las Mil
y unas Noches...” (Carta fechada el 24 de marzo de 1921).

Estos gustos literarios demuestran su apego y proximidad a textos fundamentales de todos


los tiempos.

Sin embargo, ¿es posible que tales libros le hablen a todas las almas? ¿Acaso es falso que
no todos los individuos están diseñados para tales lecturas y que no toda lectura se revela de
igual manera a todos los hombres? Esa concomitancia secreta entre estos libros y el espíritu
del aeda venezolano se resuelve y se manifiesta en su temperamento, en su carácter poético,
en su pluma, en su prosa. Lo anterior nos arroja la hipótesis de que Ramos Sucre habla con
sus iguales, se acerca a sus almas gemelas, a sus hermanos esotéricos. Ramos Sucre se vita-
liza, se robustece en el mundo literario de un Milton, un Dante, un Plutarco, pero, sobre todo, a
raíz de la mitología escandinava –la que quizás le hablaba desde un locus común o cercano–,
la mitología egipcia, la griega, la hebrea, la mitología hermética u obscura.

Es casi un regresar al suelo transitado, una especie de tierra prometida, una búsqueda del
tiempo aparentemente perdido. Ese lenguaje abstruso, esa figuración de lo incomprendido le
lleva a relegarse de su “contexto”, de su “historia”, de aquel tiempo, como él decía, inventado
por relojeros.

Poesía y desterritorialización

La memoria arcana que habla al poeta lo lleva a situarse en una especie de No-lugar, un preci-
picio que abarca el conocimiento absoluto (Ramos Sucre estudió latín, alemán, inglés, francés,
sueco, holandés, historia, literatura, filosofía, geología, geografía, derecho, matemáticas) y lo
estaciona en un universo total, cosmología poética en donde no entran las glorias mundanas o
las romerías, y donde lo único que apremia es el dolor, el retiro, la oquedad.
192 Winston Morales Chavarro

Al ubicar o fundar otro territorio, no propiamente físico, Ramos Sucre establece una especie
de desterritorialización voluntaria, pues es indudable que se extrae de una realidad “presente”
para ubicarse en una “realidad” pasada o eterna, donde lo único que cuenta es la configuración
de un ente universal y perenne. El poeta se declara, a través de su escritura, en un ser que
lucha por elevar su conciencia humana, un hombre que combate el animal que todos llevamos
dentro. Su escritura muestra una permanente fricción entre la materia y el espíritu, entre el
conocimiento absoluto y la lógica de la contemporaneidad: “Yo rodeaba la vega de la ciudad
inmemorial en solicitud de maravillas. Había recibido de un jardinero la quimérica flor azul.

Un anciano se acercó a dirigir mis pasos. Me precedía con una espada en la mano y portaba
en un dedo la amatista pontificial. El anciano había ahuyentado a Atila de su carrera, apare-
ciéndole en sueños”. (La Procesión, Pág. 320)

Este saber abstruso le obliga a un ejercicio de liberación. La escritura en Ramos Sucre no es


muestra de intelecto, de pose, de apariencia filosófica. Su poesía es el reflejo de lo que el hom-
bre es; su prosa poética nos desnuda a un alma en constante ascenso-movimiento hacia lo
divino, lo total, la unidad, la nada, el todo. Ramos Sucre sufre y eso lo constatamos en sus car-
tas, en sus primeros indicios de suicidio, en su descontento y en su avidez. El árbol del saber
provoca todas estas crisis; sólo los idiotas son felices, diría alguien por allí; lo que confirma que
el único estado de felicidad para el aeda latinoamericano es la escritura, la disciplina literaria.

Todo lo anterior refuerza mi hipótesis sobre la desterritorialización del vate. Ramos Sucre car-
ga sus bártulos y su cruz y va por los rincones de un mundo al que no todos tenemos acceso.
Por intuición filosófica el poeta trasciende la normatividad de un mundo presente-vulgar para
instalarse en las coordenadas de un continente mitológico, divino, etéreo, cuyos planos fueron
diseñados por las manos del gran creador. Ramos Sucre lucha por una armonía y un equilibrio
entre la materia, el intelecto y el espíritu, razón por la cual el sufrimiento es uno de sus mejores
lenguajes: “Yo me había internado en la selva de las sombras sedantes, en donde se holgaba,
según la tradición, el dios ecuestre del crepúsculo”. (El Alumno de Tersites, Pág. 540)

La poesía de Ramos Sucre constata una permanente fuga, un aislarse de lo “real” y aparente
para sumergirse en el río de la historia, el río cuyas aguas son claras y por eso mismo fidedig-
nas, y cuya corriente está delineada por la memoria de un prisma humano de donde emana
la voz del pasado, de lo vivido, de lo que sigue viviendo, de lo que gravita indefiniblemente
por la atmósfera y el estro literario: “Yo recataba mi niñez en un jardín soñoliento, violetas de
la iglesia, jazmines de la alhambra. Yo vivía rodeado de visiones y unas vírgenes serenas me
restablecían del estupor de un mal infinito”. (Victoria, Pág. 209)

Santidad a través de las ciencias oscuras

José Antonio Ramos Sucre fue un visionario. Además de poseer el don, el escaso don de la
palabra, poseía la visión de todo iniciado. En una carta a su hermano Lorenzo, argumenta:
“Creo en la potencia de mi facultad lírica. Sé muy bien que he creado una obra inmortal y que
siquiera el triste consuelo de la gloria me recompensará de tantos dolores”. (Apartes de una
carta fechada el 25 de octubre de 1929, a pocos meses de su suicidio).

Esta carta demuestra el convencimiento del creador, la certeza de que su búsqueda –no sólo
literaria– era la adecuada y que su flecha apuntaba a un blanco inexcusable.
Ramos Sucre: Estética y metafísica 193

Ramos Sucre conoce el camino del exceso mental para acceder a otros niveles síquicos. Su
certeza también estriba en la búsqueda de la santidad –no la del monje ni la del papa– a través
de las ciencias oscuras. La mayor preocupación del poeta venezolano es lograr la gran obra
–la del trabajo alquímico- a través de la literatura órfica y el saber teosófico.

Sólo a partir de una transformación espiritual –propósito de todo metafísico– era factible la
consecución de la gran obra, de la tabla esmeraldina. Ramos Sucre sabe que la transforma-
ción del mercurio en oro es sólo una alegoría y que en últimas lo que los grandes alquimistas
buscan es la transformación de la materia en espíritu. De allí su preocupación, su coherencia,
su consecuencia. El poeta sabe que las peroratas son para los oficiantes, para los sordos –par-
lantes de los radicalismos ideológicos: “Yo vivía perplejo descubriendo las ideas y los hábitos
del mago furtivo. Yo establecía su parentesco y semejanza con los músicos irlandeses, junta-
dos en la corte por una invitación honorable de Carlomagno”. (El valle del éxtasis, Pág. 211)

José Antonio Ramos Sucre conoce el lugar donde se funden las presencias, conoce el valor
simbólico de la tierra negra, del Yo Soy, de la serpiente verde, de la tabla esmeralda. A su
vez, conoce las cartografías finamente diseñadas por Hermes Trismegisto (padre de todas
las religiones y todas las filosofías), Ramón Llull (Filósofo y místico catalán) Pico de la Mirán-
dola (neoplatónico renacentista), Francesco Giorgi (Monje cabalista), Cornelio Agripa (filósofo
y mago), Rogerio Bacon (filósofo aristotélico), Trithemius (Iniciado en las ciencias secretas),
Paracelso (Antroposofista, místico y mago) Cagliostro (avezado en las palabras, las yerbas
y las piedras), Saint-Germain (virtuoso en las ciencias Ocultas) etc., etc., etc. De allí que se
acerque de manera concienzuda al misticismo, a la filosofía, a la ciencia, al arte, a la Cábala
y a la filosofía hermética. La única manera de resolver sus interrogantes más profundos es
acercándose a la vida de prohombres como los arriba mencionados y recapitular su plano
físico en el conocimiento del espíritu y las doctrinas “oscuras”. A través de ese camino busca la
salvación, la resolución de sus conflictos internos y externos, los que purifica y metamorfosea
a partir de la escritura y el ejercicio literario: “Yo visité la ciudad de la penumbra y de los colores
ateridos y el enfado y la melancolía sobrevinieron a entorpecer mi voluntad... Yo salí a recrear
la vista por calles y plazas y pregunté el nombre de las estatuas vestidas de hiedra. Prelados
y caballeros, desde los zócalos soberbios, infundían la nostalgia de los siglos armados de una
república episcopal”. (La Cañoneas, Pág. 346)

La muerte, su escritura, su círculo

Existe un sino trágico en los cuatro poetas andinos: La muerte. Si es verdad que el único que
no lleva a feliz término su propósito –porque la muerte es un propósito, pienso– es el poeta
boliviano Jaime Sáenz, también es cierto que no podemos omitir sus intentos de suicidio y la
permanencia de ese Ente maravilloso entre sus versos.

Tanto Ramos Sucre, como Carlos Obregón, César Dávila Andrade y Jaime Sáenz la tributan,
la coronan, la ovacionan. Los poetas de todos los tiempos de igual modo la festejan, le cantan.
La muerte es para ellos un territorio, un elemento literario, un recurso estilístico. Todos los ar-
tistas, los grandes artistas, han trasegado por su territorio de sombras (¿o de luz?): Homero (el
descenso de Odiseo al submundo), Virgilio (el encuentro de Eneas con Anquises, el descendi-
miento a los infiernos), Dante Alighieri (conversación de Charles Martel con Dante, El paraíso),
Ronsard (Himno de los daimones), Milton (El Paraíso perdido), Goethe (El Fausto).
194 Winston Morales Chavarro

De este modo, Ramos Sucre no podía ser la excepción; su poética es un canto permanente a
Perséfone (diosa griega) o Proserpina (su equivalente en la mitología romana). La muerte para
el gran creador venezolano no es solo una idea infausta, la vaga idea extendida por una reli-
gión represiva cuyo máximo interés es el desarrollo, a través de ella, del miedo y la conversión.
La muerte para el poeta posee un cuerpo –casi siempre literario–, una seducción poética, un
hechizo metafísico, una fascinación esotérica. Al aproximarse a ella, a su territorio de ánimas
volantes, se presenta una especie de conversión espiritual, de ascenso hacia lo absoluto:
“Cuando la muerte acuda finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje
solitario, yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la armonía de
origen supremo, y un solaz infinito reposará mi semblante...” (Omega, Pág. 364)

La muerte está representada en lo femenino, ciclo que comienza y que termina, que empieza
y que acaba, espiral que no muere, que no bosqueja su último trazo. La muerte es la única
posibilidad –eso lo sabe Ramos Sucre– el fin de la sonrisa absoluta de la que adolece la vida.
Para el poeta la muerte es una forma corpórea, una presencia, una vibración, un movimiento
hacia otros espacios.

¿Pánico a ella? ¿Miedo a ella? Estos interrogantes nos llevan tal vez a la contradicción como
respuesta. Es muy factible que se le cante con tal de mantenérsele retirada, como también no
deja de ser cierto que constituya un resorte por el que se entra a otra lógica, a un nuevo ra-
cionamiento sobre la vida, a una nueva percepción del espacio y su tiempo. En esa búsqueda
frontal de la verdad, la muerte suele ser el camino más apropiado, el único camino, el sendero
de las respuestas, las prácticas, las visiones y las experiencias. Cantarle a la muerte, escribirle
a la muerte, tratar de descifrarla es, en resumidas cuentas, una manera de apropiarse de la
historia, del presente, de una cronología que está muy vinculada a la expiración y a todo lo
que fenece.

La muerte es el rostro del tiempo, es la cara de un eco de horas que van quedando inscritas
en un éter que los poetas intuyen. Ese éter se reincorpora de lo gaseoso y comienza a poseer
una configuración material: todo lo que “expira”, todo lo que “acaba”, todo lo que se transforma
(la materia no se destruye) toma un matiz revelador en la escritura del vate. En la muerte, por
supuesto, no existe la percepción del tiempo terrestre, la idea racional de un espacio real, la
certeza de un órgano tangible y específico. La muerte crece en el poeta, se desarrolla de modo
muy particular a través y a partir de su angustia literaria: “He seguido los pasos de una mujer
pensativa. Me sedujeron los ojos negros y la extraña blancura de la tez.

Una enfermedad me había desinteresado de la vida. Recorrí una serie de calles desempedra-
das y sumidas en la oscuridad. Yo me abandonaba al peligro de una manera indolente...

He presenciado el desfile y la reunión de unas figuras ambiguas. Todas mostraban el rostro


de la mujer pensativa y me rodearon, formando un coro de amenazas y de lamentos...” (El
Extravío, Pág. 398)

De otro lado, la muerte significa un develamiento del todo, la voz secreta del todo, la omnipre-
sencia del todo. En ese camino de estrellas, en esa noche absolutamente obscura (donde se
encuentra la totalidad de la luz) el poeta es capaz de fundirse con su lenguaje interior, aquel
lenguaje que contiene la búsqueda de la verdad, la verdad como una señal particular del ser
trascendental e interior.
Ramos Sucre: Estética y metafísica 195

La muerte se constituye, pues, en un entreacto, en la escena que conduce a otras escenas,


el intermedio de la obra en donde se pasa a otra sala, a otros ambientes. Esos ambientes son
quizás los puntos de partida y de llegada, el NO-Lugar donde se recupera la memoria absoluta,
aquella que nos habla de todos nuestros nacimientos y todos nuestros fines.

La expiración, el acabose de las cosas puede tener una estrecha relación con el olvido, ¿qué
es el olvido sino la muerte de un recuerdo, de una vivencia? En ese sentido el olvido guarda
grandes relaciones con lo que fenece. Se muere diariamente, se recapitula la página en blan-
co de la existencia a través del tiempo recobrado, de lo que logra evocarse. Lo demás está
“aparentemente” muerto, subyace en el río del olvido, en las aguas fragorosas de las sombras.
La memoria nos mantiene vivos, la reconstrucción de la historia –de nuestra historia– nos
hace dueños de la vida y de sus discursos literarios. ¿No seremos acaso el recuerdo de algún
Daimon? ¿La idea sostenida en el espacio por algún dios antiquísimo y suprahumano? ¿Es el
olvido de ese dios lo que nos lleva al fallecimiento? Acaso la muerte sea el desaparecer –por
un minuto– de las corrientes subterráneas e invisibles de un pensamiento extraterreno, lo que
nos lleva, en el tiempo formal, a ausentarnos por muchas “horas” del territorio de los “vivos”.
Esa es quizás una de las razones más poderosas para que Ramos Sucre se apropie de su
memoria individual, de la memoria colectiva de la que forma parte, memoria que, sin embar-
go –como en el Efecto Mariposa– puede retocar, recrear, interceder, modificar y alterar: “Un
relicario de bronce guardaba, más de mil años, los despojos de una virgen cristiana arrojada al
Tíber. Yo había reconstruido algunos episodios de su jornada en este mundo por medio de las
noticias breves, lineales, de una crónica devota... ...Yo me restablecí de un afecto desvariado
asumiendo una actitud contemplativa, esforzándome en dibujar la figura ideal de la santa. Yo
me perdí adrede en la soledad de unos montes bruñidos y me abandonaba sobre un reguero
de piedras. Una golondrina desertaba de los suyos en el mes de sombras de la cuaresma y
creaba delante de mí, enredándose en mis cabello, la vista de la vía desierta y de la iglesia del
relicario en la Roma pontifical”. (El Jardinero de las espinas, Pág. 356)

Vocabulario esotérico

Ramos Sucre cifra su lenguaje en una atmósfera obscura, en un lenguaje que debe desmon-
tarse y desarticularse hasta que quede totalmente desnudo. De esa desnudez surgirá, sin
lugar a dudas, una idea auténtica, una verdad relativa, una consideración trascendental que
bordeará los predios de lo absoluto y lo hermético: “Yo quisiera estar entre vacías tinieblas,
porque el mundo lastima cruelmente mis destinos y la vida me aflige”. (Preludio, Pág. 33)

El poeta aspira al silencio del todo, a la nada de la no-escritura, de la no –palabra, de la no–


razón para que éstas le ofrezcan las esencias originales de lo callado y mudo, aquello que lo
aleje del barullo escatológico de la cotidianidad humana: “Yo había pasado la mitad de la noche
a la vista de las frías constelaciones y vine a recogerme y a dormir en una sopeña a la manera
de Orfeo. (Bajo el velamen de púrpura, Pág. 523)

Esta relación del poeta con la cosmología interna y externa (el poeta como microcosmos) lo
lleva a una transubstanciación en donde asume la visión de un individuo no material, etéreo,
capaz de contemplar las estrellas desde su naturaleza inorgánica, no material, no sustancial
–desde la óptica de lo físico– y amparado en una nueva estructura de espacio, cuerpo, tiempo
y mente. Esa es una consideración plenamente esotérica y metafísica.
196 Winston Morales Chavarro

Sus recursos literarios, su estilo, sus sobrias metáforas, su propuesta atmosférica plantean
siempre la existencia de un plano que no se sujeta a coordenadas terrestres o a lo expresa-
mente humano: “Su mente padece la visión de los jinetes del exterminio, descrita en las pági-
nas del Apocalipsis y en un comentario de estampas negras”. (Los Herejes, Pág. 212).

Parece que Ramos Sucre evocara siempre un trance al que suele tener acceso, ya sea por
vía literaria-intuitiva, ya por vía imaginativa-filosófica. De todos modos, siempre resulta es-
clarecedora su poesía en el sentido en que propone una realidad posible, otra, que el poeta
conoce, moldea, maneja y trueca. Es una verdad maleable, una tela que se dobla de acuerdo
a los pliegues trazados por el propio poeta venezolano: “Yo adivinaba los acentos claros del
alba, salía de mi retiro y pisaba con reverencia y temor la escalinata roída por la intemperie”.
(Lucía, Pág. 215).

En otros poemas parece existir un poeta-oído, un hombre cuya oreja se extiende a conside-
raciones de carácter extrageográfico e intemporal. Es como si el poeta sumergiera su aparato
auditivo en la resonancia universal de un silencio acústico, una nada sonora, una música muda
que es sólo audible desde un no-lugar poético, desde una cartografía sonora o un mundo
constituido por puros sonidos, por el trazo musical de un resorte “involuntario” y perenne: “Yo
visitaba la selva acústica, asilo de la inocencia, y me divertía con la vislumbre fugitiva, con el
desvarío de la luz... ...Yo frisaba apenas con la adolescencia y salía a mi voluntad de los límites
del mundo real”. (Antífona, Pág. 218).

Antífona, por ejemplo, nos sugiere y plantea la facultad que posee su creador de abandonar
los límites del mundo y trascender esa otra dimensión POSIBLE, dimensión que nos dibuja y
bosqueja a través de su niñez y su adolescencia. Pero, ¿de qué niñez y de qué adolescencia
nos habla Ramos Sucre? ¿De la suya, de la de su otro, de la de sus otros, de la de un ser
que FUE y con el que se descubre? Es muy factible que ese asilo de la inocencia del que
habla en el poema no sea sino su escritura y la metamorfosis que vive a través de ella. El
asilo lo recibe a diario, es su segunda o primera morada, es el lugar de encuentro con sus
múltiples voces, fantasmas y temporalidades: “Mi viaje se verificaba en un mismo tiempo”
(La Salva, Pág. 219)

Ese lenguaje, esa palabra, esa idea, ese concepto no se reducen a la noción de escritura,
como una cosa mecánica, sino que se eleva a la revelación, al trance, a la visión, a la percep-
ción de lo “invisible” o a lo que se esconde de los ojos. La poesía del aeda venezolano es el ha-
bla de la videncia y de la audiencia, a través suyo –si puede llamársele receptor– nos cuentan
sus cosas las Salamandras y las sílfides, secretos reservados para este tipo de prohombres,
de visionarios, de superoyentes: “Aleja de tal modo las insinuaciones del amor y de los afectos
humanos para seguir mereciendo el socorro de la Salamandra y de la república volante de las
Sílfides”. (El Rebelde, Pág. 225)

Esa renunciación a la que se somete Ramos Sucre, ese desprenderse, ese anularse como
hombre material, ese negarse como un individuo físico, ávido de los afectos del sexo y del
género, ese omitirse como ego, como sujeto individual para asumir su estructura colectiva,
holista, ecuménica lo llevan a trascender el espacio y el tiempo, a tomar las voz de los otros, a
traducirse en una polifonía de ondas y de figuras, de cuerpos, de esqueletos, de disposiciones
mentales, de reverberaciones humanas:
Ramos Sucre: Estética y metafísica 197

El Peregrino de la fe

Yo gustaba de perderme en la isla pobre, ajena del camino usual. Descansaba en los cemen-
terios inundados de flores silvestres, en el ámbito de las iglesias de madera.

Mi pensamiento se desvanecía a la vista del cielo de ámbar y de una serranía azul.

Yo rompía al azar la flora voluble de los prados. El iris mágico de una columna de agua aturdía
la serie de mis caballos imprudentes.

El sol fortuito invertía las horas de la vigilia y del sueño, presidiendo el fausto de una latitud
excéntrica.

Los ríos verdes ocupaban un cauce de cenizas. Merecían el privilegio de llevar al océano el
ataúd de una virgen desconsolada.

Yo recliné la cabeza en una piedra, compadeciendo la frente proscrita de Jesús, y dormí en


una colina sobria, en donde crecía una maleza perfumada, cerca del blando tapiz del mar.

Yo disfruté, en el curso de la noche plácida, las visiones reservadas a Parsifal y recibí, antes
del alba, el mandamiento de alejarme en silencio.

Un prócer de la corte celeste, favorecido con el semblante y la sabiduría de un San Jerónimo,


me esperaba a breve distancia en el barco del pasaje y lo dirigió con la voz. (Pág. 226)

Bibliografía

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199

Horacio quiroga: La selva del escritor


Por: Gabriel Arturo Castro*

Horacio Quiroga enlaza el modernismo representado por Lugones, con la tradicional


narrativa de los años veinte e incluso con la posterior derivación entre realismo (Arlt, Amorim)
e intelectualismo (Borges). La vida de Quiroga tuvo un signo trágico, entre diversos homicidios,
suicidios y fracasos, halo terrible que une una trilogía de motivos: el afecto de otros, una incli-
nación por el desvarío y la desolación ante la vida, ideas persistentes del escritor. Todo evento
narrado siempre culmina en la muerte, la muerte le duele en carne viva, angustia del crea-
dor, verificación del sentido íntimo y profundo de su soledad, territorio de sombras y espinas.
La acción de sus relatos adquiere características violentas, su estilo claro, al tiempo que su
energía individual era transmitida a sus personajes que se enfrentan a la lucha. Su modalidad
básica fue la sencillez eficaz, la economía expresiva y la tensión a través de la emoción y el
peligro. Su impresión de la selva, fondo de una tragedia personal, resulta excepcionalmente
viva, abierta a la realidad del trabajo y hastío del colono. La escritura quirogiana persevera aún
y su lectura es una posibilidad presente y futura.

Horacio Quiroga nace el 31 de diciembre de 1878 en Salto (Uruguay), cuando su familia vivía
sobre una chacra abundante en caza. Su padre un año después muere accidentalmente y,
luego, su padrastro se suicidaría doce años más tarde. Por aquel entonces pasaba días en-
teros en un taller de reparación de maquinarias y en una carpintería. A los 18 años ha leído a
Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Bécquer, Darío, Heine y Verlaine, y a los 20, sus prime-
ros balbuceos de escritor tendrían un marcado influjo de Edgar Allan Poe y ciertos sesgos de
Baudelaire.

Ya a fines de 1900 sus cuentos poseen una acentuada tendencia modernista, siendo dueño
de una vasta imaginación, fructífera y talentosa. Y a mediados de 1903 va a suceder algo muy
trascendental en la vida de Quiroga: el Ministerio de Instrucción Pública de Argentina encarga
a Leopoldo Lugones una expedición de estudio a las ruinas jesuíticas de San Ignacio, Misio-
nes, provincia que limita con el Paraguay. Quiroga, muy allegado a Lugones, decide participar
en el viaje como fotógrafo. El acercamiento penoso a la selva y a un nuevo paisaje va a modi-
ficar su literatura.

* Gabriel Arturo Castro, Bogotá, 1962. Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Ensayista,
poeta, tallerista de arte, comentarista de libros y catedrático de la Universidad del Tolima. Ganador de los
premios nacionales de poesía: “Aurelio Arturo”, 1990; “Ciro Mendía”, 2006, y “Porfirio Barba Jacob”, 2009.
Ha publicado: “Libro de alquimia y soledad”, Educar editores, Bogotá, 1990; “Alquimia de la media luna”,
Verdehalago-UNAM, México, 1996; y “Tras los versos de Job”, SIC editores, Bucaramanga, 2009.
200 Gabriel Arturo Castro

Es el año de 1906: Quiroga compra con facilidades 185 hectáreas en Misiones, cerca de San
Ignacio, su futuro espacio de vacaciones, oficio y retiro. Sus cuentos a partir de entonces to-
man un radical camino de transformación.

Ya por el año de 1910 Quiroga se instala en Misiones. El cuentista uruguayo lucha con sus
contradicciones: la búsqueda de sí mismo y al tiempo las fugas de sí mismo: sus evasiones y
reencuentros con la realidad. La vida en la selva va a constituirse –como lo dice Arturo Sergio
Visca (1959: pág. 4)– en un encuentro y olvido de sí mismo. Aquí aprende la tensión constante
a manera de atributo de la vida y de la obra literaria.

El ambiente es feroz, agreste, pero él se arma de valor y coraje para modificarlo todo con las
manos: siembra plantas, derriba árboles, extrae caucho, destila naranjas, fabrica tinturas, caza
animales o hace trampas para capturarlos, disecarlos o sacar sus pieles para venderlas.

Además de comerciante e inventor, por necesidad fue barbero, sastre, juguetero y pequeño
cirujano. La selva era descubierta por el trabajo y a Quiroga lo revelaba la selva provista de
todos sus secretos. Pero esta lucha tiene un signo claro:

Quiroga no vio sólo en la naturaleza un objeto de contemplación, sino también una fuerza
fraternalmente enemiga, con la cual era necesario luchar para subyugarla. Esa lucha
es, para el salteño, un puente tendido entre la intimidad del espíritu y la intimidad de la
naturaleza (Jítrick, 1960: pág. 32).

Este período va a desembocar literariamente en la elaboración y difusión de los Cuentos de


la selva (1918), texto formado por ocho relatos que reflejan su concepción ética y estética del
mundo, sitio donde converge el hombre-escritor, el hombre desnudo y el artista de soledades
profundas, de las cuales se desprenden sus mayores virtudes y defectos. Sus personajes
rondan el hondo sentido de la muerte y sus intervenciones en la trama parecen otorgarle a
la palabra una eficacia: el lenguaje, la fantasía y la imaginación individual tienen en Quiroga
un valor práctico. Sus relatos están impregnados de veracidad, certidumbre y constancia. Su
composición va ceñida a la angustiosa biografía de un hombre, de una manera de advertir el
universo y de hacer esenciales unos temas. Dentro de su ficción los animales son el sustituto
del hombre, pues a ellos les traspasa los valores morales que ha interiorizado como sujeto
social. Sin embargo, la persecución a las fieras no posee en Quiroga ninguna significación
mitológica ni simbólica. El sacrificio de los animales no es otra cosa que un acto derivado de la
necesidad material de sobrevivir.

La selva jamás se constituye para Quiroga en un lugar sagrado, ya que la única verdad latente
allí es la suya, la del hombre. El carácter de sagrado supone una conciencia de atribución a la
vida a seres superiores, culto a los antepasados o entidades animadas, espirituales: ofrenda
y atribuciones a seres sagrados. El accionar práctico de Quiroga corresponde mejor a la labor
profana del individuo, impío y laico, un acto meramente personal sin relación alguna con el sis-
tema legal o ilegal de creencias. Un profano que nunca se comunicó con sus víctimas y cuyos
sentimientos fueron contrarios a la cualificación del sujeto frente a los demás seres. Noé Jitrik
afirma al respecto:

El mutismo y el encerramiento de Quiroga pueden llevar a creer que en su punto de par-


tida hay una metafísica, porque su proceso de acercamiento a la naturaleza es paralelo
al alejamiento de los hombres. Como si el hecho de acercarse a la naturaleza significara
Horacio Quiroga: La selva del escritor 201

aproximarse a algo esencial en detrimento de la máscara de humanidad que Quiroga


llevaba como la llevan todos los otros tal vez con menos conciencia y significara aden-
trarse en la propia piel como para captar la particular índole de su soledad. Pero no hay
alegría en Quiroga, ni siquiera un hálito de participación cosmogónica y menos aún una
metafísica aceptación de la naturaleza (Jítrick, 1960: pág. 41).

La selva es para Quiroga un campo de barbarie que recibe a un hombre civilizado y culto,
proveniente de la civilización que tiene prisa por el dominio del hombre. Quiroga soñó mal la
selva, pues ésta no fue el lugar terapéutico para calmar su interior tormentoso y angustiante.
Poco a poco él se convirtió en un intruso en perjuicio de la naturaleza y quien vivió la odisea de
ser invadido por la insensibilidad que le proporcionan sus instintos de sobre vivencia, siendo
impotente su parte intelectual para lograr una reconciliación.

Según Jean Franco (1983: pág. 235), la postura ideológica corresponde, al igual que en La
Vorágine de Rivera, a un intenso testimonio final del concepto romántico europeo de la selva:
la barbarie verdadera se impone a formas extrañas, la razón y la voluntad humana prevalecen
sobre las fuerzas naturales, que “imprevisibles” y “peligrosas” retan al hombre valiente, “en
una región donde los pioneros habían tenido que desembarazarse de la compasión y de la
moralidad, donde la simple sobre vivencia era una virtud” (Franco: p. 236).

Si el transcurrir de Quiroga por la selva no le sirvió de terapia curativa a sus males, tampoco se
constituyó en un rito expiatorio de sus pecados, pues en aquel lugar no se sintió representado
ni identificado, aunque, de pronto si conmovido por su experiencia de vivir en Misiones, tierra
que le sirvió de abrigo y defensa, escenario de sus decisiones éticas. Su escritura se va mol-
deando a la medida de sus experiencias vitales, haciendo que obra y pensamiento actúen en
estricta concordancia, cara y sello del mismo cuerpo.

Es evidente que la mirada de Quiroga sobre la selva es la misma mirada construida por la civi-
lización occidental, en donde su encuentro con la naturaleza es una salida buscada ante la pri-
sión que se volvió su propia vida (laberinto sangriento, lugar propicio para la autodestrucción).
Ir a Misiones le significó desplegar el espíritu radical que lo habitaba, desesperada tentativa
de encontrar una vía de salida a la realidad total, quizás buscando la salvación ante el elogio
fúnebre que le preparaba la existencia. La selva lo enfrenta a la maravilla de otra cotidianidad:
viva, inocente y temible al mismo tiempo: la infancia que recorre la espesura verde provista de
imaginación y deseo.

Allí se proyecta, trasciende, transforma, destruye: rondándole la cabeza la idea de la moral del
trabajo o la idea de la utilidad que no abandona, pese a su rebeldía social y a su misantropía
activa: su mundo individual lo habitan seres y cosas útiles o inútiles, buenos o malos, benéficos
o nocivos. Nada escapa a ésta, su idea del universo, reacomodando sus nociones a su fan-
tasía de la selva, como réplica de la sociedad urbana. Lo insólito se desplaza a la selva, pero
el discurso no se adapta al nuevo espacio vivido. Allí, el fin, la justificación de la existencia, no
coincide entre el sujeto y su medio, pues la misma naturaleza no deja de ser un horizonte de
utensilios, el campo de fenómenos que se realizan independientemente del hombre. La selva
es una realidad exterior que el sujeto ordena, transforma y transfigura; un nivel distinto poblado
por seres que no poseen atributos de humanidad, ni vida autónoma. La referencia común a
todos esos seres es el hombre, sus signos de sociedad reproduciéndose en la naturaleza igno-
rante: el lugar salvaje para enfrentar al enemigo, juzgar a la muerte y a las relaciones violentas.
202 Gabriel Arturo Castro

La selva, sin embargo, gran paradoja, es el objeto de un ejercicio de pensamiento, el cam-


po sobre el cual vuela la imaginación y lúdica quirogiana. Sus cuentos nacen, parten de las
circunstancias más particulares de la vida indómita, en las actividades que desarrollan sus
personajes, las cuales describe descarnada y puntualmente.

Experiencia que no concluyó en una purificación (rito que mediante aflicciones y trabajos se
dispone a limpiar todo lo extraño que evita la perfección del ser), ni en un acto de iniciación
(introducción de un individuo a un nuevo estado de vida que transforma sustancialmente su
anterior existencia material y espiritual).

La iniciación para Eliade (1998: p. 92 ) equivale a un tránsito de un modo de ser a otro, operan-
do una verdadera mutación ontológica e implicando siempre una ruptura y una trascendencia.
Un rito de tránsito supone un cambio radical de régimen de existencia del ser y de su status
social, y todo paso implica una tensión y un peligro que desencadena una crisis.

Pero en Quiroga lo que hallamos es una secularización radical de la selva, una experiencia
nada religiosa que logró una separación temporal del lugar habitual del escritor, quizás un
aprendizaje práctico de la espesura, el alejamiento de su familia para aislarse en la jungla, acto
que inconscientemente significa para él otro contacto con la muerte.

El alejamiento y huida, de acuerdo con Jean Cazeneuve (1972: p. 75 ), sería la reacción de un


hombre ante la angustia que experimenta, identificándose con el misterio, lo excepcional, lo
anormal, lo insólito. Los conflictos del inconsciente motivan los principios del desorden, inquie-
tud y caos; su libertad, el sentimiento o la ilusión de ser libre lo lleva al intento de emanciparse
de todo cuanto lo condiciona.

El hombre encuentra la posibilidad de hallar un alivio para su angustia que en lugar del ritual
viene a señalar el límite entre cultura y naturaleza, frontera donde camina el escritor uruguayo
–el mundo que dejó atrás y la selva como algo desconocido e irreductible–.

La creación literaria constituye su única realidad trascendente, o sea, la obra escrita, realidad
creadora, producto de la huida de sí mismo, de su tiempo inestable, tremendo y fascinante.

De la misma manera, cuando Arnold Van Gennep (2008: p.68 ) generalizó la estructura del
proceso de los ritos de paso, propuso una progresión de tres etapas rituales sucesivas: sepa-
ración, transición e incorporación.

Podríamos suponer este desarrollo para Horacio Quiroga. El escritor desde muy temprano
inaugurará la distancia que hay entre los otros y él, y la selva será un espacio geográfico, lo
subrayamos, que se sumó a su soledad voluntaria.

La separación está dada con la determinación de irse a vivir a Misiones, un desafío contra sí
mismo, una prueba de su presencia en el mundo, motivo por lo que se aisló y recogió en su
reducto.

La iniciación de Quiroga empieza con el abandono de su anterior rango social, riqueza y esta-
tus. Van muriendo lentamente los privilegios que tenía en la ciudad y que su adaptación a su
nuevo hogar le exige.
Horacio Quiroga: La selva del escritor 203

La transición, es pues, un período de empobrecimiento material y de enriquecimiento simbóli-


co. Lo primero se efectúo, lo segundo no.

Quiroga obtiene una práctica de técnicas de supervivencia en la selva, retornado a los prin-
cipios manuales de trabajo. El aprendizaje fue individual y autodidacto, sin instructores, ni
formadores diferentes a su propio riesgo y empirismo constante.

Quiroga tomó con gran capacidad y habilidad las nuevas actividades propias de la cotidiani-
dad selvática, pero no asumió una reestructuración cognitiva, ni una interiorización de mitos y
símbolos que la encarnan.

No hay en su vida y obra símbolos ni acciones simbólicas para capturar y manejar lo originario;
no siente inclinación por los tiempos precedentes, ni se identifica con ellos, e incluso abandona
la posibilidad de potencia mágica para terminar encerrándose en su mera condición humana,
creando una sola realidad trascendente que es su obra, la realidad creadora, las historias que
plasma y que traducen sus relaciones con el mundo.

La etapa de transición se torna así incompleta, generando con su comportamiento conflictos y


desórdenes en su relación con la naturaleza.

Su poder es incrédulo, pues en la escritura representa con imaginación realista sus episodios.
Así puede transgredir normas que no conoce, como la destrucción de un hábitat, ya que las
reglas bajo las cuales actúa son las de la sociedad urbana, a la que nunca dejó de pertenecer.
Quiroga quiso trascender los límites de su estatus anterior, pero no aceptó las restricciones
tácitas del nuevo medio que exige la existencia en la selva.

De la mano de Mircea Eliade, podemos entender que el accionar del cuentista uruguayo no
se aproximó a la noción del sagrado, ya que este concepto se presenta como algo que no es
humano ni cósmico, sino una realidad más cercana al misterio constituido. Quiroga no tuvo
acceso a la revelación del misterio, porque jamás descubrió las analogías del simbolismo de la
selva, su sustancia ontológica y energía creadora.

De las tres etapas rituales que suponen un viaje iniciático y sagrado, sólo se llevó a cabo la de
la separación, la transición fue inconclusa y la incorporación nunca existió.

Este intento iniciático fue incompleto, pues el escritor no se arriesgó a cambiar su propia fiso-
nomía e ideología que trasplantó a la selva un colonialismo, reflejo del pensamiento de una
época histórica, de valores maniqueos.

El espíritu recio de Quiroga únicamente se acercó a los seres de la manigua en un trozo afec-
tivo, limitando su aproximación total, su integración horizontal para una posible convivencia.

Su rol creador de literatura artística se separa enfáticamente de su praxis histórica, de esa


transformación manual que tanto le importó. Cambió de medio, alteró una geografía, un es-
pacio, un hábitat a la manera de los primeros progresos humanos, pero su espíritu y su mano
privilegiada nunca palpó la actividad poetizante.

Al respecto Noé Jitrik nos comenta:


204 Gabriel Arturo Castro

Quiroga ha debido cambiar totalmente las perspectivas para comprender una realidad de
otro tipo a la cual penetraba, no tanto por estar en Misiones y verla, como por decisión de
ir a Misiones, es decir, porque crecía en él un germen acuciante y progresivo que lo em-
pujaba a trastornar la naturaleza y situación de los objetos en su estabilidad consagrada,
aceptada y mundana. (Jítrick, 1960: p. 40)

Este viaje al interior de la selva significó para Quiroga la confrontación con su yo más profundo,
de la cual salió mejor librado el escritor que el hombre. Su arte literario fue producto de una
labor individual, solitaria, que lo llevó dentro de la naturaleza a alejarse de ella misma. Pero
jamás renunció, en cambio, a su mayor compromiso: su arte, de la mano de una convicción
enorme.

Talento, voluntad y compromiso: tres instancias donde cabe la figura de Quiroga. Desde la
orilla literaria y la imaginación, el escritor se acercó creativamente a la naturaleza, provisto de
realidad interior, modificando el medio habitado, imponiendo su modelo cognoscitivo y per-
cepción moral, reflejando sus valores: riquezas y pobrezas espirituales, el reencuentro con
experiencias cercanas o lejanas, el sentido del trabajo y la concreción de preceptos éticos, así
hubiesen sido negativos.

Quiroga, al crear la realidad del arte, transforma lo estético en ético, como lo afirma Lukács:

“Pues el goce artístico que puede procurarnos el mal, lo repugnante de la vida, tiene que
reconducirse a la mundialidad del arte auténtico” (1966: p. 85)

Bibliografía

Cazaneuve, Jean (1972). Sociología del rito. Buenos Aires: Amorrortu.

Eliade, Mircea (1998). Mito y realidad. Barcelona: Paidós.

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Lukács, Gyorgy (1966). Estética: la peculiaridad de lo estético. Barcelona: Grijalbo.

Visca, Arturo Sergio (1959). Cartas inéditas de Horacio Quiroga, Montevideo: Ministerio de
Instrucción Pública, Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos.
205

Las ciudades reinventadas:


Construcción de un imaginario a través del rock suramericano
Por: Carlos Arturo Gamboa Bobadilla*

El presente trabajo pretende rastrear la construcción de un imaginario de ciudad su-


ramericana a partir de las letras de canciones catalogadas dentro del género del rock latino, o
rock en español como se denomina en muchos ámbitos. Para lograr lo planteado se limita un
corpus de canciones de grupos de Argentina, Chile y Colombia, entendiendo que estos tres
países suramericanos han sido pioneros en la consolidación de una cultura del rock, así mis-
mo se retoma este género musical por ser una expresión propia de lo urbano y que surge de
diferentes fusiones de lo que en los años cincuentas llevara el rótulo de música popular. Las
canciones escogidas empiezan a sonar en las emisoras entre la década de los ochentas y el
inicio del siglo XXI, época en la cual el rock en español alcanza un gran auge y luego empieza
a decaer. El rock como género musical es muy difícil de delimitar en la actualidad, puesto que
muchas expresiones musicales pueden encajar en él; tuvo su gran auge precisamente en la
época de mayor implosión urbana, los años 60: París ardía, las calles de Londres estaban en
ebullición y en Woodstock las guitarras lograron imponer un nuevo imaginario cultural para el
mundo, la música nunca sería igual. El rock logra hacer confluir diversos ritmos y preocupacio-
nes contemporáneas, incluso permite mezclas con partituras clásicas haciendo que se abra a
su alrededor un gran espectro de opiniones. En ese sentido Vidal afirma que:

La cultura rock representa una peculiar confluencia histórica entre modernismo, las van-
guardias artísticas y la cultura de masas propia de la posmodernidad. En cuanto mo-

* Carlos Arturo Gamboa Bobadilla. –1970, Ibagué, Tolima, Colombia–. Licenciado en español y literatura.
Especialista en gerencia de instituciones educativas. Docente universitario del área de literatura. Conforma el
colectivo contracultural “El Salmón”, en cuya revista han aparecido algunos de sus textos. Primer puesto en
las modalidades de cuento y poesía concurso universidad del Tolima. 1997. Primer premio en la modalidad
poesía en la convocatoria realizada por el Ministerio Nacional de Cultura (Colombia) para talentos menores
de  30 años, en 1998, por el departamento del Tolima. Primer premio modalidad ensayo en la convocatoria
realizada por la ESAP en el 2005. Catedrático Universidad del Tolima.
Bibliografía:
La rendija de los tiempos. Poemario. Grafilasser impresores. Ibagué. 1997.
Apuntes sobre investigación formativa. Grafilasser impresores. Ibagué. 2008.
Desarrollo metodológico para la caracterización y perspectivas pedagógicas del canon literario. Ibagué. Universidad
del Tolima. Idead. Agosto 2008.
Sueño imperfecto. Universidad del Tolima. 2009.
206 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

dernismo, se ha constituido desde sus inicios como una fuerza cultural subversiva y de
oposición al sistema, participando de características comunes con las vanguardias de
inicios del siglo XX: la utilización de muchas técnicas artísticas experimentales, así como
su ánimo ofensivo hacia la burguesía o sus valores1.

Esta mirada es clave en el trabajo propuesto, ya que el rock siempre ha estado asociado a
los fenómenos contraculturales propios de la juventud y su rebeldía, son los jóvenes quienes
han impedido que el rock termine encasillado en un género clásico con una estructura formal
inmodificable, y por el contrario, cada nueva generación le incorpora nuevos sonidos, miradas
y letras que buscan cuestionar el mundo que les tocó vivir. El rock cada vez más urbano se ex-
pande por múltiples rincones del planeta y a donde llega se alimenta de ritmos locales, se hace
más vital y se poetiza llegando a crear escenarios de una cultura global con particularidades
glocales. El rock es una manera de viajar, de expandir las fronteras de la música, de reconstruir
las rutas del mundo y por eso se nutre de cultura y genera cultura:

El rock siempre propone un viaje imaginario, y cuando se combina la pasión por la mú-
sica con la curiosidad por conocer algo de la vida de quienes la ejecutan, en las mentes
se dibujan calles y casas que intentan darle cierta forma y familiaridad a entornos que
muchas veces evocan fragmentos de ciudades imaginadas. Y surgen como de la nada
ciudades con pocas opciones de ser mecas2.

Ahora bien, siendo el rock una forma de expresión propia de un tiempo convulsionado, da cuen-
ta de los dramas que circulan en los sujetos y de los lugares que habitan, es por medio de la
música que estos sujetos fragmentados, para usar un tema propio de la posmodernidad, se ex-
presan en contradicción con el mundo; en las letras musicalizadas se cruzan diferentes artes, la
poesía, la música y no pocos dramas. El joven rockero se sabe ajeno a mundo en total caos, su-
jeto a la cuerda del consumo y en permanente trance, por eso busca el grito como escapatoria,
quiere des-alienarse mediante rituales contraculturales, la ropa que usa, los atuendos que riñen
con la formalidad, el ritmo desenfrenado de las guitarras, como dice Enanitos Verdes: “Déjenos
cantar, por favor que nos dejen cantar”3; es el canto urbano la nueva forma de habitar esos luga-
res multiformes que genera el sistema es su ensordecedora carrera por civilizar el mundo, ante
el grito avasallador de la modernidad sólo le queda al sujeto gritar. Por eso el rock es grito, es
nota elevada, es riff de guitarra eléctrica, es exceso de alcohol, drogas y sexo, es vagabundear
por los intersticios de las ciudades para perderse en los nuevos laberintos del Minotauro. Y en
esos tránsitos el sujeto recrea la ciudad, es absorbido por ella, pero también se alimenta de sus
puentes, sus grandes avenidas, sus tugurios, sus enjambres humanos; y ella aparece en las
canciones como una manera de exorcizar el demonio urbano. Más allá de la discusión en torno
a la calidad estética del rock, de sus letras como poesía urbana, lo que interesa al presente
estudio es rastrear esas señales de ciudad que se entretejen en ese artefacto comunicacional
propio de la posmodernidad y que la industrial cultural, en la mirada de Adorno, ha logrado en
muchas ocasiones capturar y poner al servicio del consumo, pero que es casi inatrapable en su
totalidad, puesto que se metamorfosea constantemente en un acorde de libertad.

1
VIDAL AULADELL, Felipe. (2006) Vanguardia, Símbolo y simulacro: Una contradicción interna. En: Revis-
ta La Tadeo. Rock, voz urbana, lenguaje universal. No. 72. Universidad Jorge Tadeo Lozano. Bogotá.
2
ARIAS, Eduardo. (2006) Nueve fragmentos de ciudades imaginadas. En: Revista La Tadeo. Rock, voz urbana,
lenguaje universal. No. 72. Universidad Jorge Tadeo Lozano. Bogotá.
3
ENANITOS VERDES. (1988) Guitarras Blancas. Álbum: Carrusel.
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 207

La devastadora Buenos Aires y el rock argentino

Argentina lleva el título de ser el país rockero más importante de Latinoamérica, sus bandas,
su historia, sus descontrolados cantantes y compositores han posicionado un imaginario de
Buenos Aires como la ciudad del rock. Fundada en 1536, Buenos Aires se ubica entre las
ciudades más grandes del planeta con más de trece millones de habitantes; población que se
constituye en todo un híbrido cultural, puesto que desde sus inicios como república Argentina
ha estado supeditada a grandes migraciones de italianos y alemanes principalmente. En ese
sentido, la capital argentina es un consolidado artefacto habitacional propio de las sociedades
modernas, diseñada bajo las estructuras imperantes del poder organizativo de la razón, pero
que también crea un caos que De Certeau describe de la siguiente manera:

El lenguaje del poder “se urbaniza”, pero la ciudad está a merced de los movimientos
contradictorios que se compensan y combinan fuera del poder panóptico. La ciudad se
convierte en un tema dominante de los legendarios políticos, pero ya no es un campo de
operaciones programadas y controladas. Bajo los discursos que la ideologizan, prolife-
ran los ardides y las combinaciones de poderes sin identidad, ilegible, sin asideros, sin
transparencia racional: imposible de manejar4.

Es precisamente ese el escenario propicio para la reinvención de la ciudad a partir de las


expresiones del rock, esa es la ciudad que surge de las letras y los acordes de los rockeros
argentinos, veamos esta descripción con ejemplos textuales. Quizás la canción emblemática
de esa Buenos Aires salvaje, que se adentra en el alma de los habitantes, pero que también
los excluye, se encuentra en el tema titulado La ciudad de la furia, del legendario grupo Soda
Stereo, de la cual se transcriben algunos apartes:

Me verás volar por la ciudad de la furia


Donde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos.
Nada cambiará, con un aviso de curvas
Ya no hay fábulas en la ciudad de la furia
Me verás caer como un ave de presa
Me verás caer sobre terrazas desiertas
Te desnudaré por las calles azules
Me refugiaré antes que todos despierten
Con la luz del sol se derriten mis alas
Sólo encuentro en la obscuridad
Lo que me une con la ciudad de la furia
Me verás caer como una flecha salvaje
Me verás caer entre vuelos fugaces
Buenos Aires se ve tan susceptible
Ese destino de furia es lo que en sus caras persisten5.

En el letra de la canción se textualiza el drama del sujeto invisible en la gran urbe, por eso la
reiteración de la expresión “me verás” y se repite literalmente porque en ese Buenos Aires por

4
DE CERTEAU, Michel. (2008) Andar la ciudad. EN: Bifurcaciones. Revista de estudios culturales urbanos.
Número 7. Pág. 4.
5
SODA STEREO (1990) La ciudad de la furia. Álbum: Canción animal. CBS
208 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

donde circulan miles de sujetos anónimos “nadie sabe de mí y yo soy parte de todos”. Es esa
la voz lírica que busca reconocimiento, porque como lo hace notar Barbero, en Latinoamérica
lo popular construye un espacio vital para la consolidación de la cultura:

En América Latina la idea de identidad cultural está asociada predominantemente al es-


pacio de las culturas populares. Su razón se halla en la presencia en estas sociedades
de diferencias culturales no reducibles a la distancia contracultural o al museo, su razón
es la vigencia y pluralidad de lo popular señalando el espacio de conflictos profundos y
de una dinámica cultural insoslayable6.

Entonces la letra del rock en Latinoamérica se convierte en el medio discursivo mediante el


cual los sujetos hilan lo popular para intentar masificarlo, como una especie de lucha desigual
contra los otros artefactos comunicacionales que imponen un metarrelato de cultura universal.
Buenos Aires es una “ciudad de la furia”, en la cual no existen posibles “fábulas”, sólo realida-
des atroces, una ciudad en la cual sólo es posible reconocerse bajo el manto de la nocturnidad,
porque el joven sujeto no se identifica con la cotidianidad diurna, por eso añora y conjuga en
futuro sus deseos de penetrar esa Buenos Aires desde la noche ya que él afirma: “Sólo en-
cuentro en la obscuridad, lo que me une con la ciudad de la furia”. Sin embargo, es consciente
de la imposibilidad de sobrevivir a la ciudad, porque como un destino de furia Buenos Aires per-
siste en las caras de los habitantes, a pesar de parecer tan susceptible. En Solos en América,
Miguel Mateos indaga: “Buenos Aires, La Habana, Nueva York, me pregunto quién empezó el
juego”7 y entonces podemos cuestionar esta frase para averiguar a qué está aludiendo, ¿cuál
juego puede identificar esas tres grandes ciudades arquetípicas del ya no nuevo continente
americano?, pues el inicio de este tema parece dar mayor claridad, se trata de la soledad
identitaria de un continente que aún no ha podido ubicar un lugar en ese espacio irreal llamado
historia universal, de ahí que la ciudad que se construye siguiendo los cánones de otras civili-
zaciones termine siendo ajena a las necesidades del sujeto que la habita:

Miro la ciudad, un fantasma sin edad


Después del amor.
La lluvia y el smog dibujan a pincel
Tu cuerpo en el balcón.
No hay luz en el bar, nadie espera un tren
No hay coches en el boulevard.
Desde aquí puedo escuchar
El ruido de las estrellas
Cayendo sobre el mundo8

Esta ciudad es la marca siniestra de la desolación latinoamericana, ya que catalogar la ciu-


dad como un fantasma es invisibilizarla para desaparecer con ella a todos esos seres sin
identidad que la transitan, porque es una ciudad en la que el smog y el boulevard nos remiten
a un lugar construido con extranjerismos, pedazos de otros discursos que se superponen a
los propios y los desplazan. Miguel Mateos recurre constantemente a este juego de palabras

6
MARTÍN-BARBERO, Jesús. (1989) Identidad, comunicación y modernidad en América Latina. En: Revista
Contratexto. No. 4. Lima.
7
MATEOS, Miguel. (1986) Solos en América. Álbum: Solos en América.
8
Ibídem.
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 209

que emergen en sus canciones y alertan sobre la atrocidad de esa ciudad, que es su Buenos
Aires:

La ciudad está partida en dos por las sirenas y los robocops


Son como alarmas que gimen de placer y los chicos salen de la discoteque
Y yo te busco nena yo te busco entre la multitud pero no hay nadie que responda
Oh oh oh ciudades en coma.
La ciudad de pronto enmudeció por el gas de nervios y la procesión
Todos los puentes que me llevaban a casa se incendiaron hoy, no podré volver
Nos veremos nena, bajo otro cielo bajo otro cielo encenderás mi fuego
Tiempo de amar a alguien ciudades en coma
Meterse dentro de alguien ciudades en coma
Dónde bailar cuando todo se acabe ser sobrevivientes o robots cobardes
Los hambrientos se han puesto en fila saquean la oficina de Naciones Unidas
Dónde bailar cuando todo se acabe y yo te busco nena yo te busco entre la multitud
Pero no hay nadie que responda.
Tiempo de amar a alguien ciudades en coma
Meterse dentro de alguien ciudades en coma9.

De nuevo encontramos aquí los elementos constitutivos de esa ciudad a punto de morir:
sirenas, alarmas, discotecas y un elaborado control que se personifica en los robocops,
esos nuevos guardianes robotizados que se encargan de imponer el orden en las ciudades
nocturnas. Esa ciudad fantasmagórica, propia de un relato de horror, es por la que circula
el sujeto en busca de otro para amar, para meterse adentro de alguien, figura delicada que
da idea de la profunda soledad que le acompaña. Esa ciudad es artefacto de control, pero
también deja fracturas por donde escaparse, deja posibilidades como el baile y la música, y
esto es clave en la discografía de Miguel Mateos, como en el tema Cuando sea grande por
medio del cual canta:

Soy un chico de la calle, camino la ciudad


Con mi guitarra sin molestar a nadie
Voy cortando cadenas, estoy creciendo
Contra la miseria y alguna que otra pena
Soy un casi condenado a tener éxito
Para no ser un perro fracasado
Y así yo fui enseñado
Generaciones tras generaciones pasan a mi lado
Yo sólo quiero jugar, soy el sueño
De mamá y papá, yo no les puedo fallar10.

Al respecto Graciela Rodríguez nos recuerda como De Certeau construye una teoría de las
prácticas cotidianas que se erigen como formas liberadoras y puntos de escape para esa to-
talización del poder:

9
MATEOS, Miguel. (1990) Ciudades en coma. Álbum: Obsesión.
10
MATEOS, Miguel. (1986) Cuando seas grande. Álbum: Solos en América.
210 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

Si para Foucault todo dispositivo lleva en sí mismo, constitutivamente, la posibilidad de


encontrar una ‘falla’, un sitio donde escapar a la vigilancia y al control, de Certau se va
a colocar en la perspectiva de los puntos de fuga. Sus actores, por lo tanto, no serán las
instituciones, sino los sujetos. Allí donde Foucault desmenuza los dispositivos de control
y disciplinamiento, De Certeau se va a ubicar del otro lado de esos dispositivos, en los
lugares en los que sujetos comunes y ordinarios viven su vida cotidianamente, para ob-
servar las fugas, las anti-disciplinas11.

En ese sentido, para el rockero la ciudad es desolación, control y ambigüedad de existir, pero
también es punto de fuga, catarsis, posibilidad de crear un nuevo relato en donde él sea el
protagonista. El sujeto puede acceder a un proyecto de emancipación cuando no se disciplina
a las prácticas impuestas, y en ese sentido el rock es un elemento subversivo que desnuda la
ciudad y la recrea.

Otro de los cantautores más importantes de Argentina, Andrés Calamaro, construye un tema
mediante un juego de negación para desmitificar esa Buenos Aires que todos sueñan visitar;
pero también la ciudad que le habla en lenguaje directo de los lugares, los personajes y las
cotidianidades que en definitiva construyen un imaginario alrededor de ella:

Ya siento que estoy radiante por volver


Tengo en cuenta que el diamante es carbón
...con el doble de canciones
Vuelvo a tomar aire para saludar a Buenos Aires
Vuelvo al palo, a una ciudad del palo
Donde tu equipo es lo más venerado
Aunque suene exagerado, pero es verdad
Estoy en la ciudad de la pelota
La mentira se estira y la pelota es el sentimiento
Apocalipsis now total el lado invisible del sueño flexible
Y yo vengo a la ciudad que conozco de verdad
Donde viven los míos y los que ya no están
Y luego como siempre con una locura transparente
Que repito cada vez que vuelvo
Porque a veces parece que estoy, pero me voy
Pero una ciudad además de cemento es carne y hueso y sangre
Buenos Aires es mía y no la cambiaría
La ciudad es testigo, viejos aires
Estás pobre y sin futuro yo te presto veinte pesos
Y cómprate lo que quieras no puedo darte laburo
Nacimos desorientados y nos educaron como tarados
Y esperar una revancha te sentís vivo en la cancha
Te sentís vivo en la plaza fumando algo, riéndote de nada

11
GRACIELA RODRÍGUEZ, María. (2009) Sociedad, cultura y poder: La versión de Michel De Certeau. En:
Papeles de trabajo. Revista Electrónica del Instituto de Altos Estudios de la Universidad Nacional de General
San Martín. Buenos Aires. Pág. 5.
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 211

Y con todo en contra tuyo


Vuelvo a tomar aire para saludar otra vez
A Buenos Aires mi cloaca preferida12.

Acá la ciudad posee dos caras, una que refleja la realidad, una ciudad que se prefigura estática
y sin vida cuando se le califica de “ciudad de palo”, pero también una urbe avasalladora que
llega a comparar con el apocalipsis, en la que se es consciente que se vive y se muere, una
ciudad que no es sólo cemento sino sangre y carne, es decir una ciudad que palpita, que igual
que los sujetos que la circundan muere en sus propias calles, y cada vez que un rascacielos
nace otras edificaciones mueren. La otra ciudad es la que ha construido el imaginario cultural
de sus habitantes, por eso se añora, por eso el retorno trayendo la imagen de sus cotidianida-
des como el fútbol, los amigos del barrio, las esperanzas y las derrotas, la ciudad de Buenos
Aires se nos presenta por medio de Calamaro como una gran dualidad, ambivalente, tanto así
que la llega a denominar “viejos aires”, pero un lugar que se acepta así con sus contradiccio-
nes porque de alguna manera le han permitido al sujeto construir un lugar en medio del vacío
de la existencia, y lo hace ciudadano, es decir bonaerense. En ese sentido, Villagrán, Román y
Scarmatto, nos hacen caer en cuenta de esa doble relación entre sujeto y ciudad:

A esto nos referimos cuando decimos que en la dialéctica ciudad-ciudadano: la urbe


imprime sus formas y sus sentidos en la piel del transeúnte pero se retroalimenta con el
latir del ritmo de los cuerpos que la habitan. Los espacios son disputados en función de
los discursos legitimantes, y las nuevas formas de moverse se inscriben en los terrenos
de dichas disputas13.

Amada y odiada, la ciudad se convierte en leif motiv para el artista, para el trovador del asfalto,
y así sus pasos se pierdan en otras urbes, terminará por añorar de una manera simbiótica
aquel lugar que como arcadia se erige en voz y le permite crear; por eso al final Calamaro nos
recuerda que Buenos Aires es su “cloaca preferida”.

Prisioneros en Santiago, la ciudad como aparato ideológico

Tal vez ningún grupo suramericano haya logrado posicionar una voz tan particular en el surgi-
miento del rock latino como lo hicieron Los Prisioneros, de Chile. Otros quizás se han venido
convirtiendo en leyendas vivientes, pero este trío marcó un momento esencial en el desarrollo
musical porque juntó ideología y canciones, de manera que se convirtió en referente de una
renovación de otros sonidos tradicionales de América Latina como la música protesta, la nueva
trova cubana y la música social. El contexto de acción de este grupo tuvo su germen bajo la
dictadura de Pinochet y ese aspecto influiría bastante en la construcción de sus letras, ya que
la idea totalitaria de las dictaduras procuran poner todo en orden, por lo tanto los espacios y
los cuerpos son objetos que deben estar bien administrados, y por supuesto la ciudad debe ser
reorganizada para que los elementos de control queden bien distribuidos: centros policiales,
clínicas, manicomios, cuerpo judicial y escuelas, deben responder a la lógica de ese orden to-

12
CALAMARO, Andrés. (1999) No tan buenos aires. Álbum: Honestidad brutal. CD2.
13
VILLAGRÁN, Juan Pablo / ROMÁN, Cesáreo Aldo / SCARMATTO, Martín. (2009) La ciudad y los
cuerpos. Prácticas, movimientos y nuevas performances. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación,
U.N.L.P. JUMIC.
212 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

tal. Al respecto Ordovás en La cuestión urbana trae a colación la opinión que Castells plantea
en esas relaciones de dominación ideológica que se erige desde los espacios:

La ideología se hace específicamente urbana porque se produce y desenvuelve en la


ciudad que, como proyección de una sociedad en el espacio, invalida la existencia de
una teoría espacial al margen de una teoría social general y contribuye, por contra, al
bosquejo de un entramado espacial como expresión de la estructura social correspon-
diente. En opinión de Castells esa organización espacial resulta de la combinación de
tres elementos: el sistema económico, el político-institucional y el ideológico14.

Es contra esas tres categorías del orden que las letras de las canciones de Los Prisioneros
arremeten. En un tema titulado La estamos pasando muy bien, mediante la carga irónica lo-
gran desnudar ese sistema que le interesa construir sujetos para el consumo, haciéndoles vivir
en una burbuja ideológica de bien-estar:

Como puedes ver las vitrinas están llenas de cosas que comprar
en sus autos la gente va feliz a trabajar,
no hay problemas ni necesidad... este lugar es ideal, para vivir lo mejor.
Todos tenemos mucho dinero para gastar
compramos en el parque Arauco y en el Almac,
nada es muy caro si se trata de nuestra felicidad.
Todos tenemos trabajo digno y bien pagado,
nadie está en desventaja ni es maltratado,
nuestros jefes nos sonríen y nosotros también... a ellos
Aquí no roba nadie ni hay porque robar
nuestros sueldos son buenos y hasta podemos ahorrar
ven a jugar aquí somos un país... de verdad
Lo estamos pasando muy bien, yeah! yeah! yeah!
Engordamos bastante, ia ia ia o
Esto es magnífico tra la la la la
La comida es muy buena si lo que quieres es comer
el vino, las carnes, un pollito muy bien asado,
todos quedamos satisfechos después del almuerzo
¿no es cierto?
Si se trata de estudiar ahí está la universidad
un abogado, un arquitecto o enfermera puedes ser
el trato es serio, la enseñanza muy buena...
¿Y el costo? ¡Qué importa el costo!15

Esa manera de convertir la represión en sumisión es una forma ideal de operacionalizar los
aparatos ideológicos, porque de esa manera el sujeto se encarga de establecer mecanismos
de auto-control y coadyuvar a la administración del sujeto. Para eso está la ciudad, para que
opere como la gran máquina macedoniana que nos ilustra Piglia en La ciudad ausente, y es
sobre lo que Foucault llama la atención:

14
GONZÁLEZ ORDOVÁS, María José. (1998) La cuestión urbana, algunas perspectivas críticas. En: Revista
de Estudios políticos. No. 101. Pág. 312.
15
LOS PRISIONEROS. (1987) La estamos pasando muy bien. Álbum: La cultura de la basura.
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 213

No hay necesidad de armas, de violencias físicas, de coacciones materiales. Basta una


mirada. Una mirada que vigile, y que cada uno, sintiéndola pesar sobre sí, termine por
interiorizarla hasta el punto de vigilarse a sí mismo; cada uno ejercerá esta vigilancia so-
bre y contra sí mismo. ¡Fórmula maravillosa: un poder continuo y de un coste, en último
término, ridículo!16.

En ese sentido las dictaduras convierte los lugares en topos de control, distribuyen espacios y
inspeccionan entradas, vigilan directamente pero también invitan a los ciudadanos que formen
parte de ese control, esto se logra mediante artimañas discursivas propias de las enunciacio-
nes estatales como: progreso económico, embellecimiento de la ciudad, competencias ciuda-
danas y aspectos presentes en esta canción como bienestar, consumo, trabajo, educación,
etc. Por eso el estribillo de esos ciudadanos responde a esa lógica: “La estamos pasando muy
bien, engordamos bastante, esto es magnífico”.

Dentro de esta misma línea se plantea el tema Noches de la ciudad, el cual, apropiándose del
lenguaje de la educación ciudadana, muestra esas múltiples facetas que hacen de la ciudad
el lugar ideal para dominar el cuerpo y la mente, por eso esas personas indeseadas deben ser
expulsadas para que el orden, la ley y la moral imperen en ese mundo del trabajo y el progreso:

Fuera de la cuidad! toda esa gente que está mal


Orden y tranquilidad! para poder progresar
Hombres honrados y sin vicios mujeres castas y piadosas
Fuera de la cuidad! los que no son de fiar
Orden! moral! orden!
Noches en la ciudad! sin drogadictos ni alcohol
Los borrachos huelen mal! los inmorales peor
Hombres honrados y sin vicios mujeres castas y piadosas
Noches en la cuidad! como tarjetas de navidad
Noche en la cuidad todo el mundo a descansar
Noche en la cuidad y mañana a trabajar
Todos sueñen con el cielo, todos cuiden sus ovejas
Perdonando al que ha pecado, pero apartando al descarriado
Orden! moral! orden! moral!
Es una noche ideal en la ciudad
La gente reza en sus mesas con gran piedad
Todas las cosas que se hacen son por amor
Y sólo esposos y esposas bajo el signo del señor
Control remoto y el sillón la tranquilidad
Al final de la jornada que comodidad
Sin elementos negativos salvajes y tal
Que nos alteren el programa que elegimos usar
Todos vecinos todos sanos, todos comiendo cosas ricas
Sin decisiones de esas gentes que no aportan a la vida
Y sin moteles sin borrachos sin ociosidad

16
FOUCAULT, Michel. (1980) El ojo del poder. Entrevista con Michel Foucault, en Bentham Jeremías: El
panóptico. Ediciones La Piqueta. Barcelona. Pág. 7.
214 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

Sin la mentira ni el engaño ni la falsedad


Y a las doce todos deben reposar
Para mañana en la mañana madrugar
Es una noche ideal de la ciudad
Como si fuera una tarjeta de navidad
Es tan justa la gente tan de su hogar
Que no puedo aguantar las ganas de vomitar17.

En esta ciudad nocturna los elementos del comportamiento están bien delimitados con el fin
de garantizar el objetivo final de la ciudad al día siguiente: trabajar para poder progresar. Al
respecto Ordovás es enfático: “El tejido urbano interesa al proceso productivo tanto por la
estructura y disposición del espacio como por el sistema de valores ofertado por la ciudad
que logra la combinación óptima como “consumo de lugar y lugar de consumo”18. Esa es la
Santiago de Chile que nos dibujan las canciones compuestas por González, Narea y Tapias,
una ciudad que en la década de los ochentas estaba perfilando el lugar de modernidad que
hoy se jacta de tener, una ciudad pionera en copiar los mecanismos de la modernidad líquida,
en términos de Bauman, de grandes avenidas y de grandes proyectos, de controles disfraza-
dos de progreso, pero que en el fondo las letras de sus canciones lograron denunciar, incluso
llamar de manera descarnada como lo hacen cuando afirman: “Somos la cultura de la basura,
tenemos la cabeza dura”19.

Ciudades colombianas: sueños y pesadillas

A diferencia de otros países de Suramérica, Colombia presenta más de una gran metrópoli,
no se encuentra una Sao Paulo, una Buenos Aires, una Santiago de Chile o una Caracas,
en donde se concentran grandes multitudes invisibles. En el país de la esquina privilegiada
de Suramérica se encuentran al menos cuatro grandes ciudades que albergan poblaciones
semejantes y que se rigen bajo la misma lógica: Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla. Este
orden permite que de cierta manera se creen diferentes epicentros que actúan como focos
de encuentros y desencuentros, y que se alimentan de migraciones internas que en forma de
oleajes desplazan las poblaciones a dichos centros acumuladores; el problema es que esos
lugares no sólo concentran poblaciones, sino igualmente recursos económicos y desarrollos
políticos, haciendo prácticamente invisibles los otros espacios intermedios, por no hablar de la
invisibilización de lo rural. Pero al interior de esas grandes urbes también habitan los seres invi-
sibles, los extraños que deambulan por las aceras de la modernidad mezclada con ritos medie-
vales, la ciudad de los posmodernos con audífonos y mp3 que circulan al lado del vendedor de
talismanes, la ciudad en donde un edificio se erige al lado de una casona de bahareque, una
ciudad diseñada para imposibilidad del encuentro entre diferentes, como lo recuerda Bauman:

Según la definición de Richard Sennett, una ciudad es “un asentamiento humano en la


que extraños tienen posibilidades de conocerse”. Quiero agregar que esto significa que
los extraños tienen probabilidades de encontrarse en su calidad de extraños, y que posi-

17
LOS PRISIONEROS (1990) Noches en la ciudad. Álbum: Corazones rojos.
18
GONZÁLEZ ORDOVÁS. Óp. Cit. Pág. 304.
19
LOS PRISIONEROS (1987) La cultura de la basura. Álbum: La cultura de la basura.
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 215

blemente seguirán siendo extraños tras el ocasional encuentro que termina de modo tan
abrupto como comenzó20.

Y en esa misma lógica de agrupamiento que proponen las ciudades como centros de acopios
de vidas y subjetividades, también se crea la periferia como exclusión, por eso en esas cuatro
grandes urbes existen anillos de miseria que se reflejan en los cerros de la desolación. Mu-
chos de estos lugares in-habitables es el espacio que hoy ocupan los desplazados, no sólo de
la violencia, sino del consumo y de su máquina de producción. Si la antigua Roma y la Paris
moderna escondían sus ciudadanos no deseados en las catatumbas y en las cloacas, en Co-
lombia, debido quizás a su agreste geografía, los cerros son lo excluyente, y desde allí cada
noche uno puede imaginar a los marginados contemplando el titilar de las luces de la ciudad,
soñando con algún día poder descender a ser parte de ellos, porque:

La ciudad es el escenario del intercambio y participa activamente en la ideología del


«consumo dirigido», en el cual los signos desempeñan un papel de primera magnitud,
hasta el punto de que la publicidad se incorpora al arte, la publicidad, reclamo para el
consumo, se apodera de la ciudad y de su ideología, ya no sólo se consume lo material,
los objetos fungibles, sino los propios símbolos, por ejemplo la vivienda, su tamaño, su
ubicación, sus prestaciones, su apariencia es un símbolo de éxito y de posición social21.

Esas ciudades que albergan y excluyen, que ofrecen un imaginario de progreso pero que de-
vasta a sus habitantes, que concentra la riqueza y la miseria, son las que se reconstruyen en
el imaginario del rock hecho en Colombia, el cual principalmente se ha accionado en Medellín
y Bogotá y que podremos catalogar en tres grupos: Los que visionan la ciudad como exclusión
total, los románticos-melancólicos y los idealistas. Veamos estos casos. En Kraken, agrupa-
ción de Medellín y una de las bandas más antiguas de Colombia, la ciudad es el lugar en donde
la sociedad deja sus marcas de exclusión, como lo expresan en el tema titulado Seres de barro
y miedo:

Crecen allí, oh triste suerte


Es su hogar el frío cemento inerte
En él se pierden, en él se sienten
También soy gente.
Despojados sin esperanzas
Huelen a olvido
Mezcla de piel y dolor
Son... ángeles mutilados
Hombres ignorados, seres de barro y miedo
Los que nunca han sido... sociedad
Hablan como espejo.
Han cortado sus alas, violencia y tormento
El sistema así habla, su don es ser ciego
Ángeles mutilados, flores de invierno
De un sembrado que han creado... mi nación
Que indiferente, todo lo pierde

20
BAUMAN, Zygmunt. (2006) Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica. México. Pág. 103.
21
GONZÁLEZ ORDOVÁS. Óp. Cit. Pág. 306.
216 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

Y poco a poco igual su gente


Yo soy la gente.
Los seres mutilados
Son hombres que huelen a olvido
Con el derecho negado
Siempre han sido y serán...
Sociedad... sociedad... sociedad22.

La imagen de esa ciudad en Kraken, es una pesadilla, es la Medellín de la miseria, esa urbe
oscura que se levanta a gritos en donde los “seres de barro”, es decir que tienen un origen
mítico-religioso, ahora son mezcla de “piel y de dolor”. Las metáforas en este tema conducen
a visibilizar los habitantes de los suburbios, esos personajes que todos rechazan porque afean
y hacen peligrosa la ciudad, pero que para el rock son temas de reflexión. ¿De dónde han
surgido esos seres? En El viejo Galeón la crítica va directa contra ese “barco sin timón” como
denominan al progreso, guiado por un capitán de la “ruta de los muertos”:

Nos enseñan que avanzar, en un barco sin timón


Es mejor que repensar, nuestras vidas sin control
Cárcel de cerebros, autodestrucción,
Es la ruta de los muertos,
En su viejo galeón.

Nos obligan a aprender, sedentaria educación,


Para luego sustraer, nuestra sangre en promoción
Muerte a los pensantes, muerte al precursor,
Grita fuerte el almirante...
En su nave corroída por el sol23.

El llamado es a derrotar ese orden impuesto por la educación “sedentaria”, invitar a repensar
la existencia y en ese sentido los temas musicales de esta agrupación se constituyen en una
voz disonante frente al sistema local y universal, en una rebeldía que se elabora desde la re-
cuperación de un pensamiento crítico y de una revisión de la subjetividad del habitante de la
ciudad: lo cual se reafirma en Residuo social cuando así mismo se cuestiona:

Cómo puedo ser yo residuo social


Y cómo puedo ser si dejo a otros por mí pensar
Cómo puedo ser yo
Y cómo puedo ser si dejo a otros por mí actuar
Nunca... lo haré...nunca... lo haré...24

En ese mismo sentido se escenifica la urbe en el tema Siloe del grupo bogotano Compañía
Ilimitada, en él se toma la ciudad como representación femenina para dar cuenta de la exclu-
sión topográfica que se marca por la ubicuidad. El sur es una filigrana de lugares que siempre
suelen relacionarse con la pobreza, en el mismo orden en el planeta pervive dicha lógica, los

22
KRAKEN. (1990) Seres de barro y miedo. Álbum: Kraken III.
23
KRAKEN. (2009) El viejo Galeón. Álbum: Humana deshumanización.
24
KRAKEN (1990) Residuo social. Álbum: Kraken III.
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 217

países del norte figuran entre los más desarrollados, mientras que en el sur se ubican den-
tro de los más deprimidos económicamente. En muchas metrópolis estas distribuciones se
construyen de la misma manera y hace que la existencia de estas ciudades desechadas se
expresen desde la ambigüedad de otro mundo dentro del mundo civilizado, como se muestra
en el tema:

Al sur de esta ciudad, existe otra ciudad


Que colinda con el sol, baña sus calles entre sombras
Juega a hacer de viento y de papel, tiene nombre de mujer
Siloe...Siloe...
Al sur de esta mujer, existe una ciudad
Divisándose a si misma, parece recordar
El color de sus fachadas, el dolor de sus calzadas
Y las escaleras que algún día me llevarán
Al sur de cualquier lugar, siempre encontrarás
Una ciudad o una mujer, verás y verás que son casi lo mismo
Pero nunca más será igual
Porque tú eres Siloe25.

Es interesante ahondar en la metáfora femenina que se construye aquí, ya que la ciudad actúa
como madre que alberga y da calor a sus habitantes y si se tiene en cuenta la expresión “Al
sur de esta mujer, existe una ciudad” encontramos la complementariedad de los dos términos;
pero es una mujer que sufre y recuerda, que padece, más aún cuando se entiende que Siloe
es el nombre de uno de los barrios más excluidos y que se erige en los cerros del sur de Cali.
Aún así, la ciudad como mujer puede amarse.

Por su parte el grupo Poligamia, oriundo de Bogotá, le canta a su ciudad desde la remembran-
za, tratando de recuperar el tiempo ido que modifica el idilio de infancia, la música se utiliza
como un espejo retrovisor que permite describir unos sucesos en unos espacios determinados
que lograron construir el imaginario cultural de toda una descendencia, por eso el título de la
canción, Mi generación:

Yo nací con mis vecinos cuando hablar era un peligro allá en el 73


Y crecí mirando un cielo que ya no parece eterno, ni con hierbas ni con fe
Me enseñaron de pelado que Dios sólo muestra un lado y se le reza en inglés
De mi casa hasta Unicentro nunca tuve mucho tiempo para preguntar porqué
Es la historia de mi generación decime a dónde vamos
Mi ciudad ya no es la misma canción presiento que este cuento no acabó
Se tomaron la embajada, se tomaron el palacio, yo los vi en televisión
Yo tomaba Chocolisto y escuchaba a Lucho Herrera coronarse campeón
Cuando ya me enamoraba, las muchachas escuchaban dizque rock en español
Y las bombas reventaban mientras tanto relataban una gran Constitución26.

Se construye aquí el espacio como tiempo por recobrar, las calles, las avenidas, los centros
comerciales, la embajada y El Palacio de Justicia se convierten en topos cargados de existen-

25
COMPAÑÍA ILIMITADA. (1988) Siloe. Álbum: Contacto.
26
POLIGAMIA. (1998) Mi generación. Álbum: Buenas gracias-muchas noches.
218 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

cia, hay en la mirada de Poligamia una especie de retroceso en el tiempo desde una óptica
romántica. Ese ideal del lugar perdido, de añoranza arcádica, aparece también en el grupo
Ekhymosis, quien en Ciudad pacífico da cuenta de todos esos ideales que se imaginan deben
contener una ciudad:

Piensa un mundo al poniente


Ríos de flores, días de sol.
Ciudad pacifico, frágil tierna
Donde los niños juegan con miel.
Que no haya final, ni frontera racial
Colores mágicos, formas de caracol.
Amigos, saludos, sonrisas, vas a ver
Amigos, saludos, sonrisas, vas a ver
Ciudad pacifico, frágil tierna
Donde los niños, juegan con miel.
Burbujas de arena, girasoles
El tiempo loco, sin proporción27.

La construcción de una ciudad ideal con el nombre de “pacífico” se antepone al régimen de


violencia sobre el cual se ha venido desarrollando la historia social de Colombia y la misma
disposición violenta con que se urbanizan los territorios. En esa ciudad se idealiza la amistad,
la diferencia y el equilibrio del hombre con la naturaleza, es decir una ciudad opuesta a la que
los pies caminan en estos tiempos.

Imaginarios de ciudades suramericanas musicalizadas

Como se ha evidenciado hasta aquí, la ciudad es un tema recurrente en las letras del rock
hecho en Suramérica, y esa ciudad se presenta desde diferentes perspectivas haciendo que
quienes la tomen como punto de referencia se conviertan en fabuladores de la misma, son
ellos quienes a través de la música y la letras de estas canciones, la ficcionalizan, la desnudad,
le dan un nuevo sentido con todo el entramado cultural que constituye una complejidad de
multitudes; en ese sentido nos dice Gil Montoya:

Más que un espacio habitado, la ciudad es hoy símbolo, presencia viva de una estética
que nombra en la ficción los signos de las complejidades culturales. En ella hace pre-
sencia el fabulador citadino, conectado a la maraña urbana, testigo y autor de un mundo
que se mueve y que se perfila tan extraño e interesante como la misma realidad virtual
generada por los medios electrónicos28.

Al recorrer la ciudad, el transeúnte la reinventa, doma sus vértigos, descubre sus puntos de
escape, descubre sus dramas y se adentra en un laberinto por donde circulan las subjetivida-
des humanas, en ese recorrido descubre que aún existen puntos de fuga en donde los seres
respiran el aire de la esperanza, que construyen resistencias individuales y colectivas para ha-
cerle frente a los esquemas totalizantes del mundo globalizado, esos son los espacio vacíos:

27
EKHYMOSIS. (1994) Ciudad pacífico. Álbum: Ciudad pacífico.
28
GIL MONTOYA, Rigoberto. (2005) Guía del paseante. Gobernación de Caldas. Manizales. Pág. 23
Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock suramericano 219

Pero la familia de los espacios vacíos no se reduce a los productos de desecho de


la planificación arquitectónica y a los márgenes olvidados por la visión urbanística. De
hecho, muchos espacios vacíos no son simplemente desechos inevitables sino ingre-
dientes necesarios de otro proceso: el de “mapear” el espacio compartido por muchos
usuarios diferentes29.

Como lo expone Bauman, recorrer la ciudad es mapearla para volverla a transcribir en los
lenguajes cotidianos, en las múltiples expresiones artísticas que resurgen de sus entrañas,
como el grafiti y la música urbana en sus variadas expresiones, entre ellas el rock como la más
significativa. En el lenguaje de la música la ciudad se hace notoria para los otros, los que no
están subsumidos en sus cotidianidades robóticas. En muchas de estas formas de organizar
la ciudad está presente el mundo del progreso, muchas veces con las flexibilizaciones propias
de un nuevo discurso, y de la concepción foucaultiana de panóptico se pasa a la de sinóptico
en donde, “El sinóptico no necesita aplicar la coerción: seduce a las personas para que se con-
viertan en observadores. Y los pocos a quienes los observadores observan son rigurosamente
seleccionados”30, es decir, predispone a los ciudadanos a que se auto-controlen sin violencia
física, pero desde una mirada coercitiva de las formas de actuar y comportarse en ella.

En general las ciudades encontradas en estas expresiones, son las mismas que se transitan
pero mixturadas por sonidos de guitarras y baterías, redescubiertas, analizadas al ritmo de un
vida de transeúntes que devoran asfalto en busca de sueños, que saben de las limitaciones
de la libertad pero se niegan a ser parte de ese sistema operante de dominio, porque quizás
comparten con Ospina cuando afirma que:

En las calles violentas del Bronx, en los melancólicos edificios de la Banlieu parisina, en
los anillos viales que ciñen a Florencia, en las comunas de Medellín o en la azotea del
centro de Sao Paulo, uno ya puede sentir que las ciudades no son más las coronas de
la civilización sino dédalos crecientes y desalmados donde se alternan la angustia y el
tedio, donde se gestan tal vez monstruos aún más indeseables31.

Queda pues aquí un breve inventario de las formas de socialización e invención de mundos
que nos presta el rock elaborado en estos territorios, expresiones que dan cuenta de nuestra
búsqueda constante, de las miradas criticas frente a unos modelos de organización que sólo
alimentan la barbarie, pero al mismo tiempo expresiones ensoñadoras que en medio de las pe-
sadillas plantean posibilidades de escape, en las formas de pensar, en las formas de recorrer
la ciudad y el mundo como gran metrópoli, en los golpes nocturnos de las guitarras eléctricas
que aún hacen pensar que otro mundo mejor siempre será posible.

29
BAUMAN, Zygmunt. Óp. Cit. Pág. 112.
30
BAUMAN, Zygmunt. (1999) La globalización. Consecuencias humanas. Fondo de Cultura Económica.
México. Pág. 71.
31
OSPINA, William. (1992) Es tarde para el hombre. Grupo Editorial Norma. Bogotá. Pág. 92.
220 Carlos Arturo Gamboa Bobadilla

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222

112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas


Por: Celedonio Orjuela Duarte*

El cancerbero cuatro veces


al día maneja su candado, abriéndonos
cerrándonos los esternones, en guiños
que entendemos perfectamente1.
Vallejo, César
 

Pensar la poesía peruana como una constante de la literatura hispanoamericana, no es


un desatino. Si hacemos una mirada panorámica en distintas épocas, siempre encontraremos
voces que reflejan su presencia en el concierto de la lírica universal, desde la poesía anóni-
ma quechua, pasando por el poeta romántico Mariano Melgar (1791-1815), quien murió muy
joven fusilado por los realistas y escribió sólo diez poemas reunidos bajo el título de Yaravíes;
el anarquista y poeta Manuel González Prada (1844-1918), quien restituyó el verso político
en español (caso de sus Baladas peruanas y libertarias, editadas después de su muerte); el
retórico modernista José Santos Chocano; junto a Abraham Valdelomar, quien, al decir de
Vallejo, logró romper junto a Manuel González Prada, “el academicismo anacrónico que as-
fixiaba nuestra mentalidad (…) ha traído rebeldía, libertad, amplitud de horizonte, más oxigeno
sentimental. Por él, pues, se ponen de manifiesto los mediocres en todo su liliputismo, y por
él hallan espacio las alas grandes”2; o como fuera el caso de autores surrealistas del talante
de Cesar Moro (Alfredo Quíspez Asín) y Emilio Adolfo Westphalen. Como ocurrió con Neruda
en Chile, Cesar Vallejo ha, de alguna forma ensombrecido en el Perú la obra de otros muy
buenos poetas. Es el caso de Martín Adán, Carlos Germán Belli, Jorge Eduardo Eielson, Javier
Sologuren y de, por sobre todo, otro gran clásico de las letras peruanas: Carlos Oquendo de
Amat (1905- 1936) y su prestigioso libro de tono vanguardista 5 metros de poemas3, quien por

* Celedonio Orjuela Duarte. Estudió literatura en La Universidad pedagógica Nacional. Tallerista y conferen-
cista de la Casa de Poesía Silva de Bogotá. Invitado al Festival de poesía de Medellín, al Internacional de Bogotá,
El patio azul de Perú, Abbapalabra en México, el Internacional de Costa Rica. Autor de los libros Precario Equili-
brio (poesía 1996). Visiones: Un inventario de afectos literarios, Mujeres y otros cuentos de riesgo (compilación de
cuentos, 1997), Ofrendas y tentaciones (compilación de cuentos, 1998), Presencias (poesía 2004), Dónde estará
la melodía, (Novela 2005). La memoria a la orilla de los actos, (poesía, 2007) San José de Costa Rica. Colección
Caza de Poesía. 50 Poetas y una antología. Por el portón salen los ausentes (Antología personal) Caza Libros,
Ibagué 2010.  Sus reflexiones sobre algunos poetas del mundo han aparecido en diferentes revistas nacionales
y extranjeras. Fue colaborador del desaparecido Magazín Dominical del diario El espectador. Actualmente es
el subdirector del periódico de libros Lecturas críticas. Asesor de La Editorial Lengua Franca (Bogotá) y Doble
Fondo de la Biblioteca Libanense de Cultura. 
1
Vallejo, César. Obras esenciales. Pontificia Universidad Católica del Perú. Selección, prólogo y cronología de
Ricardo Silva-Santiesteban. Lima 2004.
2
Artículos y Crónicas completos I. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima 2002.
3
Carlos Oquendo de Amat. 5 metros de poemas. Colección El manantial Oculto. Pontificia Universidad
Católica del Perú (2002)
112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas 223

demás también estuvo preso por varios motivos como el tener en su poder una fotografía de
Stalin. En otra ocasión, al haber participado en una revuelta, se le da la oportunidad del destie-
rro, logra llegar a España y más tarde a París. Una tuberculosis crónica heredada de su padre
lo lleva a la muerte. Así reflexiona Daniel Salas Díaz sobre Oquendo:

El vanguardismo en Carlos Oquendo es una entrada lúcida al mundo moderno y a través


de un lenguaje nuevo, muy a distancia de la tanta bulla que Vallejo denunciara en Trilce
y que se plasmaba (y aún se plasma) en el experimentalismo banal por los que peno-
samente se condujeron los menos aprovechados discípulos del superrealismo o de la
estética de la ruptura de Apollinaire (…) Oquendo toma el concepto de poema sintético
y del superrealismo el influjo onírico aunque, aplicando una singular vuelta de tuerca,
por lo cual la imagen superreal se convierte en la propuesta de rehumanizar el mundo
enajenado4.

Hay así mismo poetas peruanos que ya tienen un espacio en las letras americanas, que han
reivindicado su voz con una obra ya representativa, como es el caso de Washington Delgado y
Blanca Varela, ambos recientemente fallecidos, al igual que Antonio Cisneros, Américo Ferrari
y Ricardo Silva-Santiesteban.

Otro aspecto que interesa de la poesía peruana es que siempre se la está examinando (como
puede verse, por ejemplo, en los trabajos del poeta Eduardo Chirinos y una de sus últimas re-
flexiones: La Poesía peruana: Entre la tradición y la orfandad5), lo que en Colombia raras veces
ocurre. En el año 2006, la Universidad Complutense de Madrid llevó a cabo el Primer Congreso
Internacional de Poesía Peruana (1980-2006). Se rindió un homenaje a uno de los poetas ma-
yores de la lengua, Carlos Germán Belli, así como a Jorge Eduardo Eielson y Pablo Guevara.

Volvamos a Vallejo y ese aire enrarecido que padeció antes y después de caer en prisión (sus
112 días que corresponde a finales 1920, y los primeros meses de 1921). Algunos objetarán
que este es un leve lapso de tiempo para recordar en la vida de un poeta, no es el caso de
bardos que pagaron largas condenas como Jean Genet o Nazim Hikmet, en el primero, fue
tal el despojo de una sociedad que lo excluyó desde el nacimiento o un Nazim que abrazó las
causas revolucionarias de pueblos que sepultaron zares y sultanes. O Fray Luis de León al
violar las leyes del concilio de Trento, por traducir directamente del hebreo El Cantar de los
Cantares de Salomón y no de la Vulgata. Suceso que le costó cinco años de arresto en los
calabozos del Santo Oficio.

Vallejo no purgó la cárcel por circunstancias parecidas, aún era muy joven y no se había des-
prendido de su Santiago de Chuco, causa que abrazaría en su estancia por París y España,
ahí están sus libros España aparta de mí este cáliz y Poemas humanos. Cuando cae en prisión
ya había publicado Los heraldos negros (1918), en él anticipaba torcerle el cuello al cisne de la
estética modernista, luego es como si cayeran dos seres en prisión Vallejo y lo que sería su se-
gundo libro Trilce. Por tal razón es pertinente ubicar ciertos episodios sucedidos entre los años
1919 y 1922, en los que corresponde los 112 días que estuvo preso, que es lo que interesa
recordar aquí; tenía poemas en formación. Para cuando ocurren los sucesos de Santiago de

4
Ibíd.
5
Revista Casa Silva No 20. Pág. 33, Bogotá, 2006.
224 Celedonio Orjuela Duarte

Chuco, venía madurando su segundo libro, como efectivamente lo hace, primero escribe una
serie de poemas en la casita de Mansiche, de propiedad de Antenor Orrego, su descubridor.
Entra a la cárcel con un puñado de poemas inéditos, sometiéndolo en la soledad de la prisión
a una forja de la más alta estética, apostando por una nueva gramática poética. Aquí aparece
el Vallejo en sus momentos lúgubres, ese tono en el que está su ascendencia, pero también el
universo todo, en él vuelve a renacer un orden de verdad y autenticidad de la poesía; ya Rubén
Darío había cantado con sones europeos. Vallejo inaugura una nueva manera de mirar la poe-
sía en cada giro, en la cadencia, en un rompimiento real y profundo, en la certeza del porqué
de ese aparente desquiciar del lenguaje, que no tenía otro fin que poetizar de nuevo, romper
cánones, retóricas, para que las palabras quedaran suspendidas en la eternidad. En ese gran
lienzo que es su palabra más honda y total del ser, el alma humana puesta al desnudo. Así lo
dice en una carta que le manda a Antenor Orrego, anunciándole el reto que había asumido al
escribir tan extraño libro:

Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mayor cosecha artística... ¡Dios
sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en liberti-
naje! ¡Dios sabe hasta que bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo,
temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva! ¡Y cuantas
veces me he sorprendido en el espantoso ridículo, lacrado y boquiabierto con no se qué
aire de niño que se lleva la cuchara por las narices! En ese momento casi revivo todo el
fragor que dio vida a Trilce y a Los Heraldos negros6.

Trilce, aparece editado, triste ironía, en los talleres de la cárcel, un tiraje de doscientos ejem-
plares. De allí sale con la idea de partir de esas tierras que en los últimos años le deparaban
persecución y olvido y efectivamente lo hace con destino a París unos años después. Como
Trilce es producto del confinamiento en Mansiche y luego la cárcel. De esa experiencia sale
completamente transformado, con una dosis y carga de silencio muy grande.

Oh las cuatro paredes


Oh las cuatro paredes de la celda.
Ah las cuatro paredes albicantes
Que sin remedio dan al mismo número.
Criadero de nervios, mala brecha,
Por sus cuatro rincones cómo arranca
Las diarias aherrojadas extremidades.

Amorosa llavera de innumerables llaves,


Si estuvieras aquí, si vieras hasta
Qué hora son cuatro estas paredes.
Contra ellas seríamos contigo, los dos,
Más dos que nunca. Y ni lloraras,
Di, libertadora.

Ah las paredes de la celda.


De ellas me duelen entre tanto, más
Las dos largas que tienen esta noche

6
Vallejo César. Obras esenciales. Op. Cit.
112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas 225

Algo de madres que ya muertas


Llevan por brumorados declives,
A un niño de la mano cada una.
Y sólo me voy quedando,
Con la diestra, que hace por ambas manos,
En alto, en busca de terciario brazo
Que ha de pupilar, entre mi donde y mi cuando,
Esta mayoría inválida de hombre.

Por eso decía que Trilce es un libro más para ser leído con el oído interno, su lectura ofrece
otra cadencia a la que no se estaba acostumbrado. No se trata de mera habilidad verbal como
suele ocurrir con ciertos innovadores al uso que acuden a la retórica hueca. En Trilce los
poemas acarician un nuevo lenguaje y el rompimiento de una estética que ya venía melosa
y alambicada, un libro propicio, como lo subraya Ricardo Silva Santiesteban, “para múltiples
lecturas que aún no se agotan, es un libro de autogeneración continua después del tiempo de
su lectura, porque el poeta nos hace ascender a un orden superior en una nueva interpretación
ontológica, para ello se vale de todo lo que posee el lenguaje”7, y yo agregaría lo que Novalis
indicara: “por medio de la práctica y la reflexión aprende el poeta a conocer su lengua. Sabe
perfectamente lo que puede hacer con ella y no se le ocurrirá jamás exigirle más allá de sus
fuerzas”8. Vallejo se vale de todos los recursos lingüísticos que poseen la lengua española,
pero la violenta, poniendo incómoda la pureza de los académicos con tantas “deformaciones”
del uso correcto de la preceptiva. Por eso decía antes de Trilce, es un libro más para ser leído
con el oído interno.

Ese apretado mundo que es un poema y con tantas innovaciones juntas, hacen que siga sien-
do un libro para iniciados. Lo hace tan personal, el hecho de haber sabido guardar el equilibrio
de lo que significa saltar de una estética a otra sin caer en el vacío.

La escritura como testigo del tiempo

Es normal en los escritores que no falsean su pluma hacer una conexión entre vida y obra,
aunque algunas teorías esteticistas pretendan separarlas. Por tanto, cómo concebir la escritu-
ra de Vallejo sin las tribulaciones que precedieron sus textos, ese acontecer de sucesos en el
que comenzaban a irse sus mejores amigos, sus amores, su familia. Ocurrieron uno tras otro
entre 1918 y 1922. Le ocurría todo de golpe a un poeta genial que venía de la “nada”, es decir
un alma que apareció en un pueblito de la sierra, llamado Santiago de Chuco, de no más de
tres mil almas situado en la lejanía de los andes peruanos, sin ningún tipo de relación con el
mundo de la cultura y los corsés que le son familiares; como lo dice Alberto Espinosa Bravo:
“Vallejo no pertenece a ninguna escuela. A veces parece llegar al simbolismo, pero no. Pare-
ce ser un dadaísta, tampoco. Es que es sintético. Es que es personal, únicamente personal
e inconfundible. Hará escuela, tal vez sea el vallejismo”, ese mismo vallejismo del cual dan
razón estudios posteriores en plumas autorizadas como la de Raúl Hernández Novás, Américo
Ferrari, Gutiérrez Girardot, Fernández Retamar o Ricardo Silva-Santiesteban.

7
Ibíd.
8
Novalis. Enrique de Ofterdingen. RBA. Editores. Barcelona, 1994.
226 Celedonio Orjuela Duarte

El tono personal viene desde lo más querido que le prodigaba la provincia de aquel entonces:
la madre, doña María de Los Santos Gurrionero: “Madre, me voy mañana a Santiago, a mo-
jarme en tu bendición y en tu llanto acomodando estoy mis desengaños y el rosado de llaga
de mis trajines”9 (poema LXV, de Trilce). En otro aparte leemos: “O la evocación de amores
fortuitos. /Lento salón en cono, te cerraron, te cerré, /aunque te quise, tú lo sabes, /y hoy de
qué mano penderán tus llaves” (Poema LXXII). También al revisar la metafísica del devenir:
“También el paso del tiempo /Tiempo. Tiempo /Mediodía estancado entre relentes. /Bomba
aburrida del cuartel, que achica /Tiempo. Tiempo”10.

El 23 de Julio de 1919, fallece Manuel González Prada, poeta y pensador ácrata (tendencia
ésta que no se dio en Colombia dado que el pensamiento libertario siguió derecho hacía el sur,
sin dejar ninguna huella, acaso Biofilo Panclasta, y dejando apenas entre nosotros el dogma
estalinista y otras inflamaciones purulentas) que alguna vez acogiera cordialmente a Vallejo y
a su poesía, según se desprende de la dedicatoria que le hiciera de Los dados eternos. En una
de sus visitas reflexiona así a uno de sus maestros: Por él no pasa el ala apacible que aban-
dona horizontalmente; sino el ala en el ritmo acelerada de su vuelo que sube eternamente. Por
eso no es solemne, porque no parece un anciano. Es perenne flor ecuatorial y rara de rebeldía
fecunda... Es que Vallejo se congrega con un puñado de creadores que daban cuenta del
devenir del arte que se ventilaba en los conventillos de los periódicos de Lima y Trujillo. Para
cuando ocurren los sucesos que lo llevaron a presidio, Vallejo conservó unos amigos fieles, al
igual que algunos gremios como los periodistas, o las juventudes universitarias, quienes eleva-
ron memoriales, pidiendo la pronta liberación del poeta, así escribió el intelectual y periodista V.
R. Haya de la Torre, trascribo la parte final de “El poeta Vallejo está encarcelado”

El cantor de Los Heraldos Negros grita desde la cárcel: Se trata de asesinarme la ju-
ventud que es lo único que tengo de presente y de tesoro. Su voz amargamente sincera
nos recuerda que Vallejo es pobre y modesto. ¿No es su dolor un imperativo de acción
solidaria en su favor para todos los que le conocemos?11.

Recordemos su juventud, el alto valer de su mentalidad vigorosa, el dolor de su vida de inquieto, de


soñador y de humilde, y dirijamos al poeta aherrojado nuestra voz de aliento. Y a los jueces no les
pedimos clemencia, que no cabe ante la inocencia: basta un llamado a su superioridad espiritual y
a su sentido de humildad, norma de toda justicia. Ese sentimiento de solidaridad, lo mantuvieron los
gremios y la intelectualidad de Lima y Trujillo desde cuando fue perseguido por la policía y tuvo que
esconderse unos meses en la casita de campo de Antenor Orrego, como ya dije, quien por demás
hace un visionario prólogo, a la primera edición de Trilce, de lo que sería su poesía en el futuro.
Miremos este fragmento del poema XXII, que dice mucho de su estado de ánimo en dicho lugar:

Es posible me persigan
…Si pues siempre salimos al encuentro
De cuanto entra por otro lado,
Ahora, chirapado eterno y todo,
Heme, de quien yo penda,
Estoy de filo todavía. Heme!

9
Vallejo, César. Obras esenciales. Op. Cit.
10
Ibíd.
11
Vallejo, César. Artículos y crónicas completos II. Pontificia Universidad Católica del Perú Lima 2002.
112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas 227

En la correspondencia de Vallejo se lee todo el inmenso amor por sus padres y sus herma-
nos, de quienes quería saber lo que hacían y cómo poder ayudarlos con algunos soles. El 9
de agosto de 1919, recibe la noticia de la muerte de su madre. Así le escribe una carta a su
hermano Manuel Natividad:

Han pasado 114 días desde el inolvidable 9 de agosto; y para siempre vivo en la fe de
Dios y estoy seguro de que mamacita está viva, allá en nuestra casita, y que mañana o
algún día que yo llegue, me esperará con los brazos abiertos, llorando a mares. Sí…Yo
no puedo aceptar que la haya llevado Dios tan temprano para el amor y la esperanza de
sus hijos que han luchado para conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies
de nuestra santísima madrecita Santitos12.

En el mismo año de 1919 se suceden sus amores tormentosos con Otilia Villanueva, por lo que
escribe su poema nueve:

Sombras

En el rincón aquél, donde dormimos juntos


Tantas noches, Otilia, ahora me he sentado
a caminar. La cuja de los novios difuntos
fue sacada, o tal vez qué habrá pasado.
Has venido temprano a otros asuntos,
y ya no estás. Es el rincón
donde a tu lado leí una noche,
entre tus tiernos puntos,
un cuento de Daudet. Es el rincón
amado. No lo equivoques
Me he puesto a recordar los días
de verano idos, tu entrar y salir,
poca y harta y pálida por los cuartos.
En esta noche pluviosa,
Ya lejos de ambos dos, salto de pronto…

Son dos puertas abriéndose cerrándose,


dos puertas que al viento van y vienen
sombra a sombra.

Meses después muere el escritor Abraham Valdelomar, gran amigo de Vallejo, y éste queda
aturdido con su desaparición. En La Prensa de Lima, dice el 4 de noviembre de 1919:

“¿Pero qué me pasa? ¿Estoy llorando? ¿Por qué me aprieta el cuello? ¡Ah, detestable
pizarra de La Prensa! Abraham Valdelomar ha muerto. La campana de la basílica lírica
está tocando vacante”13.

12
Vallejo, César. Correspondencia Completa. Edición, estudio preliminar y notas Jesús Cabel. Pontificia Uni-
versidad Católica del Perú. Lima 2002.
13
Ibíd.
228 Celedonio Orjuela Duarte

El 1 de agosto de 1920, en medio de un ambiente de tensión política y como consecuencia


de los disturbios de tipo político en Santiago de Chuco, los gendarmes encargados de cuidar
el orden se marchan a divertirse y regresan embriagados, poniendo en libertad a los presos
de los calabozos. Como algunos de los presos se dirigen a la casa comercial de Carlos Santa
María, el pueblo penetra allí y al no hallarlos incendia el establecimiento. De regreso a la plaza
principal, el sub-prefecto, en compañía de varias personas y de César Vallejo, intenta preparar
el informe que debe remitir a sus superiores en la oficina comercial de la familia Vázquez. A
media noche la oficina de los Vázquez se encuentra en llamas y el establecimiento saqueado.
El 20 de este mes, el abogado Elías Iturri Luna Victoria levanta la instrucción: se ordena la de-
tención de doce personas, entre las que se encuentra el poeta; dado que a este no se le puede
probar su participación en el incendio de la casa comercial, es acusado como instigador inte-
lectual. Vallejo huye primero a Huamachuco y luego a Trujillo y se refugia en la casa de Antenor
Orrego, en la campiña de Mansiche, donde permanece desde los últimos días de agosto hasta
los primeros días de noviembre. Sus amigos van a visitarlo y le llevan libros. Una persona llega
donde Vallejo el 5 de noviembre y le informa que no era seguro el lugar donde se encontraba
y que lo mejor sería ir a Trujillo a casa del doctor Andrés A. Ciudad, para ver a Héctor Vázquez
también con orden de captura. La policía que seguía las huellas de Vázquez, allanó la casa del
doctor Ciudad y se encontró también con Vallejo que fue detenido. Vallejo califica su detención
como intrigas de politiquería provinciana, cuando dice:

Soy totalmente extraño a los salvajes sucesos acaecidos en agosto en Santiago de Chu-
co; mi conciencia y la vindicta pública lo proclaman. La Corte de Trujillo comisionó para
levantar el sumario respectivo a un juez ad hoc, llamado Elías Iturri, quien suplantó es-
candalosamente la instrucción, cometiendo todo género de regicidios para cumplir con el
venal compromiso contraído anteriormente comprometiendo, en el juicio de los vecinos
más notables del lugar y, muy en especial, a mí14.

Por estos días, noventa años después, el poder judicial de Perú, comenzó un desagravio públi-
co con una serie de actos que incluyeron el expediente que se le abrió a Vallejo en esa ocasión,
así como el acta por medio de la cual se le designó juez de paz en la ciudad de Trujillo. También
se exponen sus notas como estudiante de derecho de la Universidad Nacional de Trujillo.

De su confinamiento en Mansiche, escribió los siguientes poemas, todos incluidos en Trilce: “A


trastear, hélpide dulce” (poema XIX); “Es posible que me persigan” (poema XXII); “Al borde de
un sepulcro” (poema XXIV); “Y nos levantaremos cuando” (poema LII); “Amanece lloviendo”
(poema LXIII). Leamos este último:

Amanece lloviendo. Bien peinada


La mañana chorrea el pelo fino.
Melancolía está amarrada;
Y en mal asfalto oxidente de muebles hindúes,
Vira, se asienta apenas el destino.
Cielos de puna descorazonada
Por gran amor, los cielos de platino, torbos
De imposible.
Rumia la majada y se subraya

14
Ibíd.
112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas 229

De un relincho andino.
Me acuerdo de mi mismo. Pero bastan
Las astas del viento, los timones quietos hasta
Hacerse uno,
Y el grillo del tedio y el (j) giboso codo inquebrantable.
Basta la mañana de libres crinejas
De brea preciosa, serrana,
Cuando salgo y busco las once
Y no son más que las doce deshoras15.

Envío

Para que el asunto poético de la prisión nos deje una sensación final de cómo transcurrieron
esos 112 días del joven poeta César Vallejo, leeré de corrido algunos versos sueltos, en una
especie de collage, que den una idea de sus poemas escritos en prisión, como una lectura
de las múltiples que ofrece el universo vallejiano. Recuérdese por demás que Vallejo murió
relativamente joven, a la edad de 46 años, es uno de los grandes iconos de la poesía de
Hispanoamérica, de él se han ocupado el mundo académico, cineastas, editores. Cada vez
se difunde más su obra, mejor editada y más completa, como quiera que ha influenciado a
grandes poetas de la lengua.

En la cárcel escribe: “Quién hace tanta bulla, y ni deja /testar las islas que van quedando”
(Poema I). Desde allí, puede verse en poemas como “Oh las cuatro paredes”, (poema XVIII)
la rutina de aquel encierro denigrante, el desespero de un ser que ya comenzaba a volar, aún
encontrándose en un “criadero de nervios”, de hombres y mujeres que se mantienen en el
límite, oyendo a diario al ordenanza, esperando noticias de la libertad. He aquí otros breves
ejemplos:

A ras de batiente nata


(poema XX)

Y he aquí que se me cae la baba, soy


Una bella persona, cuando
El hombre Guillermo secundario
Puja y suda felicidad
A chorros, al dar lustre al calzado
De su pequeña de tres años

La muerte de rodillas mana


(poema XLI)

En tanto, el redoblante policial


(otra vez me quiero reír)
Se desquita y nos tunde a palos,

15
Vallejo, César. Obras esenciales. Op. Cit.
230 Celedonio Orjuela Duarte

Dale y dale,
De membrana a membrana,
Tas
Con
Tas

El cancerbero cuatro veces


(poema L)

Por entre los barrotes pone el punto


Fiscal, inadvertido, izándose en la falangita
Del meñique,
A la pista de lo que hablo,
Lo que como,
Lo que sueño.
Quiere el corvino ya no hayan adentros,
Y cómo nos duele esto que quiere el cancerbero.

En la celda, en lo sólido
(poema LVIII)

En la celda, en lo sólido, también


Se acurrucan los rincones
Arreglo los desnudos que se ajan,
Se doblan, se harapan.
…..

El compañero de prisión comía el trigo


De las lomas, con mi propia cuchara,
Cuando, a la mesa de mis padres, niño,
Me quedaba dormido masticando.

Esta noche desciendo del caballo


(Poema LXI)

Esta noche desciendo del caballo,


Ante la puerta de la casa, donde
Me despedí con el cantar del gallo.
Está cerrada y nadie responde.

Podríamos decir que Vallejo, en la práctica, fue obligado a corregir y escribir nuevos poemas
para dar por terminado definitivamente Trilce, luego de circunstancias como el tener que esca-
par y esconderse de la justicia durante un lapso de seis meses y medio.

El 26 de febrero del año 1921, César Vallejo sale de la cárcel. Lo esperaban aquellos amigos
que tanto lucharon por su libertad. Era sábado y después de 112 días con sus respectivas
112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas 231

noches se abrían los cerrojos para dejarle libre gracias a las campañas de adhesión de la
juventud universitaria y de sus colegas intelectuales.

Bibliografía

Chirinos, Eduardo. Revista Casa Silva No. 20. Bogotá, 2006.

Oquendo de Amat, Carlos. 5 metros de poemas. Colección El manantial Oculto. Pontificia Uni-
versidad Católica del Perú (2002).

Vallejo, César. Obras esenciales. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima 2002.

___________. Artículos y crónicas completos I y II. Pontificia Universidad Católica del Perú.
Lima 2002.

___________. Correspondencia Completa. Edición, estudio preliminar y notas de Jesús Cabel.


Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima 2002.
232
233

Índice

Pág.

Lo universal sin paredes................................................................................................. 7

Formas de metaficción en el cuento hispanoamericano


Lauro Zavala .................................................................................................................. 9

La aldea encantada
Fernando Cruz Kronfly ................................................................................................... 20

Necesidad y vigencia de la teoría literaria/debates y reformulaciones contemporáneas


en hispanoamérica y colombia
Cristo Rafael Figueroa Sánchez .................................................................................... 30

La ciudad de los sujetos liminales: Una aproximación a la novela Opio en las nubes
de Rafael Chaparro Madiedo
Albeiro Arias ................................................................................................................... 44

El rol de la mujer en los contratos sociales


María Mercedes Jaramillo .............................................................................................. 54

La ontología diseminativa de “Funes el memorioso”


Alfredo Abad T. ............................................................................................................... 65

El pensamiento del indio que se educó dentro de las selvas colombianas de Manuel
Quintín Lame. Etnopoética e historia
Betty Osorio . .................................................................................................................. 73

Infancia masculina y exilio. Una lectura de lo marginal en las primeras novelas de


Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Manuel Puig y Fernando Vallejo
Óscar Torres Duque ....................................................................................................... 82

José eustasio rivera: Un escritor de latinoamérica para el mundo


Betuel Bonilla Rojas ....................................................................................................... 102
234 Índice

Cada uno en su lugar: Segregación urbana en la narrativa corta de enrique


congrains martín
Diana Vela ...................................................................................................................... 114

Tragedia y humor en Augusto monterroso y Julio Cortázar


Jaime Alejandro Rodríguez ............................................................................................ 125

Como una pintura nos iremos borrando: la lírica y el legado de netzahualcóyotl


Jorge Ladino Gaitán Bayona .......................................................................................... 132

Tomás eloy martínez: Por los caminos de walsh


Rigoberto Gil Montoya . .................................................................................................. 143

Las relaciones entre sociología, literatura e historia en la obra de rafael gutiérrez


girardot
Leonardo Monroy Zuluaga ............................................................................................. 153

Literatura precolombina: la visión de los vencidos


César Valencia Solanilla . ............................................................................................... 162

Realismo mágico, humor, conflicto de género y violencia en La aldea de las viudas


Libardo Vargas Celemín . ............................................................................................... 174

La visión de América a través de la novela El árbol imaginado de Carlos Flaminio Rivera:


Ficciones de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada
Nelson Romero Guzmán ................................................................................................ 181

Ramos sucre: Estética y metafísica


Winston Morales Chavarro ............................................................................................. 189

Horacio quiroga: La selva del escritor


Gabriel Arturo Castro . .................................................................................................... 199

Las ciudades reinventadas: Construcción de un imaginario a través del rock


suramericano
Carlos Arturo Gamboa Bobadilla . .................................................................................. 205

112 días sólo un hombre. Vallejo tras las rejas


Celedonio Orjuela Duarte ............................................................................................... 222

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