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LUIS MONTAN

EPISODIOSdelaGUERRA civil

COMO F U E

T O M A D O ALTO DEL LEON


EL
EPISODIOS DE LA GUERRA CIVIL
POR

LUIS MONTAN

ILUSTRACIONES DE «GEACHE»

CÓMO FUÉ TOMADO


EL ALTO DEL LEÓN

EPISODIO NÚMERO 1

LIBRERÍA SANTARÉN VALLADOLID


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Imprenta Castellana - V a I I a d o li d

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Episodios de ia guerra civil, por Luis Montán
I I Ilustraciones de «Geache» t

CÓMO FUÉ TOMADO EL ALTO DEL LEÓN


TEMORES Y ESPERANZAS
San Rafael es uin pueblín serrano tendido en la falda Norte de Ja
Sierra del Guadarrama. Ni siquiera es un pueblín. San Rafael es más
bien urna Colonia de verano que ha ido formándose por una aglome-
ración de hoteles de (reoreo construidos a los dos lados de la carretera
de La Comuña como principal núcleo urbano.
Se llega a él por el Alto del León que 3e decora con toda su esce-
nografía montañosa, constituyendo la primera gran barrera que se-
para a Madrid del resto de la parte Sur de Castilla la Vieja.
Desde al Alto del León el camino de macadanes amplios se tira
casi verticaknente hacia San Rafael con en atrevido trazado de curvas
abierto entre frondas de pinos y viejos encinares bajos. Lo que pudié-
ramos llamar recta del pueblo se inicia en un paraje denominado Gudi-
llos, en el q-ue ya comienzan las primeras construcciones destinadas al
mundo veraneante, entre las que figura casi en primer término el hotel
propiedad de don Alejandro Lenroux. El pueblín extendido a ambos
filos de la carretera, se extiende hasta cerca del llamado Preventorio
Infantil. Visto desde el Alto, San Rafael, parece por la variedad de
sus edificios y por la esbeltez, gracia y pintoresca colocación de Jos
mismos, sobre verdes altozanos y frondosas barranquillas, uno de esos
puebliecitos de nacimiento que la arquitectura artesana compone para
solaz de los niños en las vísperas navideñas. Las estribaciones guada-
rr ame ñas le envuelven, con sus pinadas por los flancos y queda como
encajonado en un pleamar verde de pimpollos y resinas.
Los sábados por la noche y domingos por la mañana, San Rafael
se ve invadido por gran número de familias madrileñas que en trenes,
coches y autobuses acuden a él paira distraer al día feriado correteando
por sus pinares, comer en plena naturaleza y tonificar el pulmón con
el aire nuevo y puro de la serranía. Como todo pueblo de verano, cuen-
ta también con su clásico tren de los maridos que tiene su llegada a San
Rafael a las nueve de las noches del sábado. Son industriales, comer-
ciantes y hombres de negocio en su mayoría, que abandonan Madrid
sólo por unas horas paira regresar a sus quehaceres el domingo por la
tarde o el lunes en el primer tren de la (mañana. Así pues, San Rafael
goza de unos días de domingo, poblado de una animación nueva que
en plena canícula llega, en ocasiones, a la congestión.
Los «maridos» llegados de Madrid el sábado poir la noche y ei
domingo por la mañana en trenes y en otros medios de locomoción,
fueron ya portadores a sus familias de la inquietud y el augurio de
' graves sucesos que presidía desde la mañana del sábado 18 de Julio
ía vida de la capital de la República.
El domingo comenzaron a vivirse enitre los veraneantes de San
Rafael los primeros temores. Las gentes, pendientes de la «radio»,
durante todo el día, iban acrecentando su inquietud a medida que la
emisora de la Unión Radio de Madrid iba dando a entender cómo los
acontecimientos precipitaban su gravedad. En las primeras horas de
la noche, la «radio» dió noticias aún más concretas de la situación, por
las que ya pudo colegirse que nos encontrábamos en los umbrales de
una guerra civil. Ello indujo a muchos veraneantes a no separarse de-
sús familias y a demorar su regreso a Madrid hasta que la desorienta-
ción del momento fuera aclarándose. Y a esta precaución deben segu-
ramente muchos de ellos la vida.
A las nueve circuló por los hoteles la noticia de que los rojos del
pueblo de Guadarrama se disponían a bajar del Alto. Cerraron antes
de su hora acostumbrada cafés y bares, y la gente se recluyó en sus
casas. El rumor tuvo plena confirmación. A la una y media de la
madrugada llegaron del Alto dos camiones llenos de milicianos de
Guadarrama armados con escopetas y tercerolas. No molestaron para
nada al vecindario que ya dormía. Se limitaron a incautarse del edi-
ficio de Teléfonos, desde el que celebraron varias conferencias con
Guadarrama y con Madrid. En Teléfonos, donde estaban citados, se
reunieron con dos comunistas del propio San Rafael, por los que
supieron que los guardias civiles de la Comandancia del puesto habían
salido por la tarde hacia Segovia con órdenes de concentración, ya
que San Rafael es el primer pueblo bajando de la sierra que pertenece
a la provincia de Segovia, y sabiendo que en el cuartel no había y i
guardias se sintieron valientes, y dirigiéndose a él aporrearon la
puerta, obligando a levantarse, con el susto consiguiente, y abrirles,
a las mujeres de los guardias ausentes.
Amaneció el lunes lleno de fatales presagios entre la colonia de
San Rafael, que se calmaron al mediodía al escuchar por la radio ia
emisora de Segovia dar cuenta de que en dicha ciudad, como en
otnas muchas del país, se había declarado el Estado de Guerra al grito
de «Viva España)), y que avanzaban hacia Madrid varias poderosas
5 •—

columnas del Ejército, entre ellas una de cuarenta mil hombres al


mando del general Mola, que, procedente del Norte, su ala derecna
pasaría por Valladolid y San Rafael con dirección a la capital. La gente
se echó a la calle, y en mitad de la carretera comenzó a vitorear a Es-
paña. Pero algo ocurrió también frente al Bar Molinero que aglomeró
al vecindario. ¿Qué era? Era el primer chispazo patriótico que daba la
juventud de Falange Española en su heroísmo salvador.
En San Rafael las familias madrileñas veraneantes eran en su in-
mensa mayoría gentes de derechas, y ante las noticias que por la
radio llagaban, uoa porción de muchachos de diez y ocho a veinte años,
enrolados a Falange de Madrid, se disponían a marchar a la capital
para unirse a sus centurias. Cuatro automóviles preparados:
— ¿ D ó n d e vais?
— A Madrid.
—Pero si no os van a dejar pasar del Alto del León.
—Nos abriremos paso a tiros, pues nuestro deber está hoy ta
Madrid.
Los jóvenes se despedían de sus padres. Y ni una lágrima en los
ojos viejos al ver partir al hijo; al contrario, una ejemplar entereza
en aquellas madres españolas cuyas entrañas se habían abierto para
dar sólo héroes. Y en los padres un aliento postrero, una excitación
para el cumplimiento del deber.
— ¡ H i j o : mucha suerte! ¡ Que te portes bien!
En esto, una señora que acude presurosa a los coches;
— ¡Mi José Luis! ¿Habéis visto a mi José Luis? ¿Se va con
vosotros ?
Y uno de los falangistas, ya con el pie en el estribo del vehículo:
—José Luis se marchó esta mañana con Ramón y Pepe Pezuela.
Se fué sin decírselo a usted por si no le dejaba marchar.
— ¿ S e marchó mi hijo? Si usted le ve dele esta medalla. Dígale
que se la envío yo y que se la ponga, que está bendecida.
Temple en las almas. Fortaleza en los corazones. España, por los
labios de mil madres encendidos de fe, comenzaba a ponerse en pie.
Los coches partieron entre una ovación cerrada. ((¡Fuerte, valientes!»
« ¡ V i v a España!» «¡Arriba España!» Los vítores fueron la escolta
rendida a aquellos bravos que enardecidos, extendido el brazo por
fuera de las ventanillas saludaban con un último adiós. De casi todos
ellos ya no sabremos más. Hacen ya guandlia sobre los luceros.
A las tres y media de la tarde se supo por la Unión Radio de Ma-
drid la rendición del cuartel de la Montaña, y poco después hicieron
su entrada en San Rafael cuatro automóviles llenos de milicianos de
Guadarrama. Llevaban los cañones de los fusiles apoyados en las ven-
6 •—

tanillas, miraban jactaciosa y aun enojadamente, a la gente que dis-


curría pacíficamente por la carretera. Estuvieron en el pueblo como
dos horas, y al marchar dejaron un delegado que resultó ser el teniente
de alcalde del Ayuntamiento de Guadarrama, quien pistola en mano,
y acompañado de dos sujetos de San Rafael, comenzó a querer mandar
entre los veraneantes, dando órdenes y disolviendo hasta los grupos
que las familias formaban en las aceras. La ausencia de la Benemérita
era bien aprovechada por aquel sátrapa de vía estrecha.
Ese día se registró en San Rafael el primer suceso- de la guerra
civil, lo que pudiéramos llamar el bautismo de sangre de la toma del
Alto del León.
El hombre de la pistola, o sea el comunista de Guadarrama que
había fijado su «mando» en San Rafael, seguía molestando al vecin-
dario y dándoselas de jaque entre los pacíficos veraneantes, y en vista
de ello se notificó por teléfono a Segovia lo que ocurría. Serían las
siete de la tarde cuando se detuvo frente al cuartel dle la Guardia
civil, sito a la entrada de la carretera de Segovia, una camioneta con
varios números del benemérito Cuerpo, al mando de un teniente. Al
verlos el comunista se retiró estratégicamente hasta la casa de Telé-
fonos, en la que penetró en unión de sus dos acompañantes; se pre-
sentó con objeto de telefonear a Guadarrama y dar cuenta de la lle-
gada de la Guardia civil.
El teniente preguntó apenas había descendido de la camioneta:
— ; Dónde está ese ?
Los veraneantes le indicaron:
— A l veriles a ustedes se ha metido eai Teléfonos.
Y el teniente ordenó ail sargento y a dos números:
—.Desplieguen ustedes conmigo cubriendo toda la carretera, y res-
petando a la gente de orden, vamos a Teléfonos.
El sargento a grandes voces, iba diciendo:
— ¡ A tierra todas las peirsonas de orden! ¡Echense a tierra!
E n cosa de un instante cambió el aspecto de la carretera. Los vera-
neantes a los que la orden' de la Guardia civil! sorprendió a las puer-
tas de sus casas se metieron atropelladamente en ellas. Otros, hombres,
mujeres y niños, desorientados y sin saber lo que hacer, se pegaron a
las paredes. Sonaban. Has puertas al cerrarse precipitadamente. El sar-
gento, temiendo cualquiera sorpresa, conminó enérgicamente:
— ¡ T o d o el mundo a tierra! ¡A tierra las personas dle orden!
Y hombres, mujeres y niños se echaron a tierra apelotonados unos
encima de otros. Las mujeres, presas de un' pánico injustificado, gri-
faban: — « ¡ N o tiren, por Dios! ¡No tiren!». ¡Los niños lloraban con-
tagiados por la confusión.
— ¡ N a teman, no teman, y a tierra!
Y paso a paso, atenta a balcones y ventanas, ia Benemérita siguió
avanzando hasta llegar frente a la casa de Teléfonos, dond'e se detuvo
abriéndose en semicírculo.
El sargento se aproximó como a unos cuatro metros de la entrada
y voceó con energía:
—¿Quién anda abí? ¡Las personas de orden que salgan con los
brazos en alto o que se echen a tierra!
En este mismo momento, el comunista de Guadarrama, que se
disponía a salir seguido de sus dos acompañantes, retrocedió ocultán-
dose detrás del paño de pared que hay entre las dos puertas de entra-
da. El sargento, que advirtió la maniobra, gritó de nuevo, echándose el
fusil a la cara:
—¡Fuera todo el mundo o disparo!
Su voz resonó amplia y profunda en el silencio dramático de la
escena. Y apenas había terminado su conminación, cuando asomó por
ia puerta un brazo en mangas de camisa y sonó un disparo de pisto-
la. Era el comunista que respondía con las armas a las órdenes de la
Guardia civil. El sargento se agachó rápido y la bala le pasó rozando
un hombro. Cinco, seis, ocho disparos de maüser y pistola ametralla-
dora, respondieron rápidos a la agresión. Eran los guardias y el tenien-
te q-ue disparaban' a siu vez a través de los cristales de la otra puerta
cerrada de Teléfonos, tras los cuales se advertía desde la calle la pre-
sencia de los tres marxistas. Eil eco de ios disparos ¡retumbaron en las
montañas próximas. Eran unas detonaciones secas tocadas del dra-
matismo nuevo de la guerra, a las que siguieron una nueva descarga
sobre los balcones y ventanas del mismo edificio. Y luego un silencio
hondo y augusto en el camino sólo impregnado de un olor penetrante
a pólvora.
En el zaguán de Teléfonos había tres hombres tendidos. El comu-
nista de Guadarrama, vestido con pantalón y camisa blancos, empuña-
ba aún su pistola niquelada. Sobre la tetilla izquierda le brotaba un hilo
de sangre que iba abriendo una gran mancha roja sobre el lienzo. Una
palidez cerúlea le cubría el rostro. Tema los ojos abiertos, abiertos con
esa dilatación de las pupilas en una última mirada de detención y des-
pedida sobre las cosas. El otro, viejo y chaparro, como de sesenta
años, vestido de negro, estaba tirado boca abajo. El tercero, un joven
alto y delgado, extendido cara arriba, abría acompasadamente los labios
con esa voracidad de aire que parecen tener los peces recién sacados
del agua.
Llegó el médico del Preventorio, un señor joven con gafas de oro.
El reconocimiento fué breve.
8 •—

Este de la pistola está muerto.


Al volver al viejo, un charquito de sangre manchaba el pavimento.
Tenía la herida en mitad del pecho.
—También muerto.
Al joven alto, que respiraba fatigosamente como un pez, fué trans-
portado a la Farmacia.
La señorita Pura, la farmaceútica, habilitó una cama turca ,en la
que fué depositado el herido e intervenido sólo en cuanto permitía la
gravedad de su estado. Tenía dos heridas en el vientre, y su situación
era desesperada. Sin poder prestar declaración falleció a las pocas horas.
Aquella noche quedaron los tres cadáveres en San Rafael. La
Guardia civil no había hecho más que repeler una agresión al estar
el pueblo en estado de guerra. Los veraneantes, temiendo que las
consecuencias del suceso provocaran represalias entre los comunistas
de Guadarrama, pidieron al teniente de la Benemérita que pernoctaran
cuando menos una pareja de guardias aquella noche en el pueblo;
pero en Prados los socialistas de El Espinar habían tiroteado por la
tarde a cuantos vehículos transitaban por la carretera de Segovia, y las
órdenes recibidas por la Comandancia provincial eran que una vez
la fuerza hubiese restablecido el orden en San Rafael, saliese con di-
rección a Prados, como así hizo cerca de las ocho de la noche, de-
jando a la colonia veraniega completamente a merced de un posible
ataque de los rojos de Guadarrama. La mayoría de las familias no se
acostaron, velando junto a los aparatos de radio para seguir ansiosa-
mente la marcha de los acontecimientos y estar prevenidas contra cual-
quier golpe de mano. Los pocos jóvenes, simpatizantes con Falange,
que quedaban en el pueblo, montaron una guardia nocturna.
El martes la gente siguió viviendo junto a la Radio, un poco des-
concertada por las flagrantes contradicciones que existían entre la
emisora de Segovia y la Unión Radio de Madrid, ya que mientras ésta
afirmaba que el movimiento estaba totalmente dominado en toda Es-
paña, en Segovia se daba como inmediata la llegada de la columna del
general Franco a Madrid, que había pernoctado la noche anterior en
Córdoba. Pero ¿y las fuerzas de la columna Mola que venía por el
Norte y cuya ala derecha tenía que pasar por San Rafael? La impa-
ciencia de los veraneantes era grande al ver que dicha fuerza no lle-
gaba. A las cinco de tarde, radio Segovia comunicó que las tropas del
general Mola estaban ya en Valladolid. Algunas familias no se acosta-
ron, creyendo que la columna pasaría por la noche por el pueblo.
Pero esperaron en vano, y amaneció el martes con una desorientación
grande y una honda desesperanza entre las gentes.
9 •—

LLEGADA DE LAS FUERZAS


Amaneció la jornada del 22 de Julio con on día daro y joyante. En
las primeras horas de la mañana ya estaba la Colonia en Ja carretera
comentando en corrillos el seceso de Teléfonos y haciendo vaticinios
acerca de la posible situación de la tan esperada columna.
A las doce aparecieron sobre el Alto del León dos grandes avio-
nes. Traían la dirección de Madrid y evolucionaron sobre el pueblo
a bastante altura. N o se les dió ninguna importancia y los veranean-
tes continuaron en la carretera y a las puertas de los Hotelés, viendo
cómo los ((pájaros» se alejaban de nuevo siguiendo la misma dirección
que habían traído.
A la ama se observó en el oenitro del pueblo un movimiento inusi-
tado. La gente se aglomeraba en el lugar denominado ((Puerta del
Sol», en mitad de la calzada, ya que obedeciendo órdenes de no se
sabía quién, el comercio, los cafés y los bares habían cerrado. Llegó un
muchacho del pueblo corriendo para dar la noticia:
—¡Que vienen las tropas! ¡Ahí están las tropas!
El público no daba crédito a la ¡noticia porque nada se advertía
por lo más alto de la carreteara de La Coruña hacia el Preventorio.
Hasta que .una muchacha del servicio que iba con una cesta al brazo
se acercó a sus señores para decirles:
—En «Las Peinetas» hay e n motorista que ha dicho que dentro de
•una hora llegan los militares. Que él ha llegado delante de reconoci-
miento. 4 ,
La gente comenzó a correr hacia el barrio denominado de «Las
Peinetas» en busca del motorista. Se promovió un griterío ensordecedor.
— ¡ Y a esitán ahí las tropas!
— ¡Que vienen! ¡ Y a vienen!
Y balcones y ventanas se llenaron de gente que oteaba presa de
gran ansiedad con dirección al Preventorio. Aún no se veían fuerzas,
pero por el centro de la carretera avanzaba un numeroso grupo de
hombres, chicos y mujeres formando un amplio semicírculo. En el'
centro se divisaba un motorista llevando el «relentí», la máquina.
El motorista se detuvo de nuevo frente a Casa Alvarez. El gentío
volvió a rodearle agobiándole a preguntas. Era el agente del Cuerpo
de Investigación y Vigilancia de la plantilla de Valladolid, señor Pa-
nizo, que iba ya camino del Altto en servicio de dlesoubierta:
— ¿ E s cierto que llega la tropa?
—Sí, señor. Dentro -cíe una hora aproximadamente estará aquí. Y o
los he dejado en Villacastín donde se han unido las fuerzas de Valla-
lO

dolid con otaras de Segovia. Algunos están comiendo; pero la mayoría


viene en ayunas y con muciha hambre, así es que nos ha encargado
el coronel Serrador que a ver si ustedes les pueden tener preparado
algo de comida para cuando lleguen.
El entusiasmo que despertó la noticia no es para descrito. Todo
el vecindario estaba en las calles; los vivas al Ejército atronaban el
espacio, y una señora, pálida de emoción, gritó:
—Ahora si que voy a poder decirlo: ¡Viva España!
' Era eil primer grito de '«¡Viva España!» que resonaba en una vía
pública del país lanzado a todo pulmón y sin temor a sanciones guber-
nativas. El viva fué coreado por miles de voces.
—¿Dice usted que vienen sin co-
mer?
—hSí, señora.
—Pues a preparar todo el mun-
do cosas. ¿Y usted dónde va?
— Y o voy al Alto . ¿Saben ustedes
ú hay ya allí ¡rojos?
—Debe haber alguno.
—Pues allá v o y .
— Y el motorista Panizo puso
nuevamente en marcha su máquina
y despedido por una atronadora
ovación, se lanzó a todo gas sobre
los primeros repechos dte Ja cuiesta,
camino1 del AJito.
En cosa de segundos se organi-
zó una cuestación pública entre los
veraneantes para adquirir alimentos
para las fuerzas. Las señoritas ae
la Colonia encargadas de la colecta
y distribuidas por parejas, busca-
ron unas bandejas y con ellas co-
menzaron a recorrer el pueblo.
—.para comprar comida para los solidadlos de España que van a
llegar.
Y las ibandtejas fueron llenándose de toda clase de monedas y bille-
tes. Una porción dle señores vaciaron en ellas sus boOlsillos y sius car-
teras.
-—Aquí no llevo más que siete pesetas; pero esperad que voy a casa
por dinero.
San Rafael vivía unos inolvidables momentos d'e fiesta y esperan-
— i r .—

za. En cosa de media hora se habían (recogido más de seis mil pese-
tas. Con ellas las señoritas veraneantes se metieron en los comercios de
ultramarinos, en los cafés, en el estanco, y poco después se veía a
ambos lados de la carretera varias docenas de grandes cestos repletos
de toda clase de viandas y bebidas. Embutidos, cajas de conserva,
panes, frutas, botellas de vino, de cerveza, de licores y verdaderas
montañas de cajetillas y cajas de cigarros. Sobraba a primera vista
para abastecer con ello a todo un Ejército.
Era la hora de la comida y la gente seguía esperando a pie firme
la llegada de ¡las tropas con un completo olvido de quehaceres y de
que en sus casas esparaba ya seguramente en la mesa el yantar co-
tidiano.
De pronto por «Las Peinetas» sonó en la altura el estallido de un
cohete. Era la señal convenida de que las tropas estaban ya a la vista.
La confusión, la algarabía, el entusiasmo entre el público no es para
descrito. Una locura suelta, una ola die frases desbordadas invadió
de lleno toda la carretera. Mujeres, niños, ancianos, corrían atrepe-
llándose hacia «Las Peinetas», entre un delirante vocerío de vítores.
Todos querían ser los primeros en llegar al encuentro de las fuerzas.
Destacado como cinco kilómetros del resto de la columna llegó pri -
meramente un coche de turismo de la matrícula de Valladolid, en ei
que iban el capitán de Artillería don Eloy de la Pisa, el comandante
Moyano y el sacerdote don Misael Núñez, que vestía un traje negro
de seglar.
El vehículo fué rodeado por la multitud, que aclamaba a sus ocu-
pantes. Unas señoras de la colonia se ofrecieron solícitas:
—Ustedes vendrán sin comer, ¿verdad?
El comandante Moyano respondió:
—Venimos sin comer, sí. Pero lo interesante es que coman los sol-
dados y los falangistas y no nosotros.
—Tenemos para todos. Pero ustedes son oficiales y no van a comer
en mitad de la carretera.
—Eso es lo mismo.
—No. En casa tenemos hasta la mesa puesta. Acompáñennos us-
tedes.
Otra señora se brindó:
— Y en la mía. Nos les repartiremos. Por irnos momentos son us-
tedes huéspedes de honor de San Rafael.
El capitán de la Pisa intervino:
—La cosa es no causarles a ustedes molestia. Nos basta con cual-
quier cosa para, comer. Ya que nos hemos puesto a bien con Dios,
— 12

pongámonos ahora siquiera sea regularmente con el estómago. ¿Ver-


dad Padre?
El Padre Misael respondió:
Pero no carguemos mucho el estómago, no sea que luego esos
malditos nos den demasiado que hacer allá arriba.
El motorista Panizo bajaba a toda marcha del Alto, y se detuvo
junto al coche. Se cuadró y dijo al comandante Moyano:
—Mi comandante. Hasta arriba, pasado el merendero, está libre.
Pero en el Alto ya hay gente. Me han tirado y he tenido que dar
la vuelta en la última cuesta.
—¿Son muchos?
No sé. Desde luego, a simple vista, más de trescientos.
¿Te han tirado con ametralladoras?
_ N o , mi comandante. Deben haberme tirado con mosquetón a
juzgar por el estampido.
—Pues sigue hacia adelante, hasta el coche del coronel, que ya
no debe estar lejos, y le comunicas esto mismo.
El comandante Moyano se volvió hacia las señoras, y sonriendo
muy gentilmente añadió:
— ¿ H a n oído ustedes? También nos esperan ya arriba. Pero como
decía el capitán Pisa, siempre será mejor morir con algo en el estóma-
go. ¿Vamos?
Por la cuesta del Preventorio fueron apareciendo los primeros ca-
miones llenos de soldados, de falangistas, de guardias civiles, que
hicieron su entrada en San Rafael escoltados por una gran muchedum-
bre ebria de patriotismo, gesticulante hasta el paroxismo.
En otros coches de turismo hicieron su entrada el coronel Serrador
con sus ayudantes el capitán de Caballería García Ganges y el de
Artillería Soler; alférez de la misma arma Venancio Aguado; el ca-
pitán Arbat; el teniente de Caballería Sánchez Huerta; el teniente de
Artillería Gracia Hernández; el de Infantería Bragado Casado; el jefe
de Falange González Vicent y los falangistas Girón, Guzmán Mingóte
y Palma. Otros jefes y oficiales quedaron almorzando en Villacastín.
L a columna la formaban un grupo de Artillería del 1 4 Ligero; un
escuadrón y una sección de ametralladoras de caballería del regimiento
de Farnesio; un batallón de Infantería de San Quintín; secciones de
Intendencia y Sanidad, y un grupo de falangistas y otras milicias.
Todas estas fuerzas procedentes de Valladolid, y a ellas se unieron
en Villacastín una sección del regimiento de Transmisiones _ de El
Pardo, un grupo de morteros y dos compañías de la Guardia civil que
procedían de Segovia. La columna compuesta de unos novecientos
hombres iba al mando del coronel Serrador.
— 13 —

Apenas llegad'os los coches y camiones a Las Peinetas, un grupo


de muchachos de la Falange de Madrid que no habían abandonado
San Rafael con el propósito de unirse a la columna y participar con
ella en la conquista del Alto, comenzó a recorrer los establecimientos
cerrados y golpeando sobre sus cierres y puertas, les obligaron, a abrir
de nuevo al grito de «¡Viva España!» con objeto de que las tropas
pudieran adquirir en ellos lo que quisieran, corriendo todo el gasto
que hicieran a cuenta de la Colonia. Este grupo lo capitaneaba don
Javier Pezuela, y de este modo fueron nuevamente abiertos «Moli-
nero», «Royalty» y otros bares y restauirants.
La coíliumna se detuvo en Las Peinetas, donde ya los soldados
comenzaron a ser obsequiados por los vecinos de aquella barriada de
hoteles, y mientras esto ocurría, los jefes y oficiales que en automóviles
de turismo se habían adelantado y estaban ya en el centro del pue-
blo comenzaron, ayudados por algunos veraneantes, a tomar posesión
de un modo oficial de San Rafael, con objeto de dejar organizada la
¡retaguardia para cuando comenzara el avance escalando el Alto. Don
Miguel Valentín Pastrana, el conocido empresario madrileño, don
Juan Rodríguez Sayago, don Enrique Paredes, el señor Hervás, don
Juan Hurtado y don Luis Moreno se pusieron a disposición de la ofi-
cialidad con objeto de ayudarles en su misión.
El capitán de Artillería, don Eloy de la Pisa, después de almorzar
en un periquete, se incautó de Teléfonos, usando para ello de una
gran diplomacia unida a una sólida energía.
Las señoritas encargadas del cuadro telefónico se resistían a cum-
plir las órdenes entregando el edificio y ponerse a la disposición de
la autoridad militar.
El capitán Pisa les razonó así:
—Ustedes saben que San Rafael es provincia de Segovia, y en toda
esta provincia la autoridad militar ha declarado el Estado de guerra y
es la única que manda.
La señorita jefa respondió:
— N o se lo niego a usted. Pero nosotras necesitamos que eso nos
lo comuniquen oficialmente desde Segovia. Y o cumplo con mi deber
no entregando a nadie el cuadro, ni obedeciendo más órdenes que las
que desde Segovia directamente me transmite la Jefatura.
—Vista así la cosa puede que tenga usted razón; pero comprenda
que toda esta fuerza llegada no supone ningún juegoi de niños y que
responde a un fin dictado por la autoridad militar.
•—Esto es el pan de todas nosotras, señor capitán, y usted que es
todo un caballero no nos pondrá en el trance de que lo perdamos.
—De ningún modo.
— 14 —

—Unicamente por la fuerza nos podrán obligar ustedes a que de-


sertemos de nuestro deber,
Por la fuerza no, señorita, porque nosotros lo que necesitamos
es que ustedes se pongan a nuestras órdenes. Si yo les obligo a que
abandonen ustedes el cuadro no consigo tampoco nada, porque como
nosotros no sabemos manejarlo...
El veraneante don Miguel Valentín Pastrana habló aparte al capi-
tán para decirle que entre las personas de la colonia había quien co-
nocía el manejo de los cuadros. El capitán Pisa rogó entonces a la
señorita jefa: „
Bien, un militar no puede usar de la fuerza con unas señoritas,
mucho menos cuando éstas creen cumplir un deber; por consiguiente
vamos a hacer otra cosa: Y o les ruego que abandonen los cuadros,
que ya designaré yo la persona que se haga cargo de ellos.
Las señoritas abandonaron inmediatamente los auriculares e hi-
cieron entrega de la instalación. Se buscó a uno de los señores ve-
raneantes, gran técnico de la radio, que se sabía conocía algo de telé-
fonos, y se le puso al frente de los cuadros. ^ „
Mientras esto ocurría, el comandante Moyano se incautaba de l e -
légrafos Pero esta incautación fué más accidentada. Se sabía entre los
veraneantes que el jefe de Telégrafos de San Rafael, un señor calvito
y con gafas, que observaba una vida muy apartada, era uno de los
conspicuos rojos del Sindicato dle Telégrafos de Madrid, hombre abier-
tamente de izquierdas que durante los veranos se hacía cargo de aque-
lla estación para gozar a un tiempo de un sobresueldo y de un veraneo
tranquilo, ya que el trabajo era escasísimo en la Colonia. Con estos
antecedentes, el comandante Moyano se dirigió a Telégrafos y conminó
al telegrafista a que le hiciese entrega del servicio.
El telegrafista le recibió sentado en su mesa, junto a los aparatos,
sin tener la atención siquiera de levantarse al ver entrar al comandante.
—Vengo a que me haga usted entrega de la instalación y del edi-

E1 telegrafista respondió secamente y malhumorado:


¿Y eso en nombre de quién?
—En nombre de la autoridad militar, que es ahora la que manda
aquí.
—Pues eso me lo han de decir a mí desde Madrid, que es donde
está el Gobierno y del cual yo dependo.
Usted depende ahora de nosotros.
—Eso será una opinión suya.
Y el telegrafista, con una mano puesta en la palanca de uno de
los aparatos de transmisión, apenas si se movió.
— 15 —

—Una opinión que usted debe respetar y obedecerme.


— L o siento mucho, pero no puedo obedecer y no entrego nada.
El comandante Moyano-, en vista de la resistencia, dió la vuelta por
la mesa poniéndose a un lado del telegrafista, sacó con la mano derecha
su pistola, cuya cañón puso sobre uno de los costados al telegrafista, pre -
sionando sobre la americana, extendió el brazo izquierdo sobre la mesa
para descubrir su reloj pulsera y mirando hacia éste agregó con gran
serenidad:
—Cinco minutos le doy a usted! d¡e tiempo para que abandone esa
mesa y se marche.
El telegrafista comenzó a palidecer, miró de reojo hacia el arma
cuyo cañón sentía sobre la carne a través dé la ropa y lentamente fué
incorporándose. Y a en pie, muy despacio, cruzó la estancia, cogió
su sombrero, y ya en la puerta, antes de marcharse aún dijo:
—Que conste que me ha obligado usted por la fuerza, y que yo
salvo toda responsabilidad de lo que pueda ocurrir.
El comandante Moyano sólo replicó con dureza:
—¡Vaya usted1 con Dios!
En uno de los hoteles de San Rafael veraneaba la familia del en-
tonces Presidente del Consejo de Ministros, señor Giral, y se sabía que
en el hotel había instalado un hilo telefónico directo con Madrid, y
y hacia el hotel se dirigieron el capitán de Artillería don José Arbat y el
falangista de Madrid doin Javier Pezuela.
La puerta diel hotel estaba cerrada, pero por el ojo dle la cerradura
vieron que había gente dentro. Llamaron y abrió una. sirviente:
—Los señores ¿están?
La sirviente titubeó:
—<No sé... no sé...
—Deseamos verlos.
A los pocos instantes apareció un señor de edad coin poblada barba
blanca.
—¿Es usted de la familia del señor Giral?
El señor con voz apagada respondió:
—Si señor. ¿Qué se les ofrece?
El capitán Arbat le calmó:
— N o tema usted, porque está entre caballeros. • Sólo queremos
saber dónde tienen, ustedes el teléfono, y que sinceramente me diga
si ha comunicado usted recientemente con Madrid..
— N o sé, y o no sé. El teléfono está en esta habitación.
Se abrió una de las puertas que daban al recibimiento y apareció
una señora como de unos cincuenta años. Era la esposa del señor
Giral, que dijo con voz temblorosa:
— i6 —

—Desde anoche no hemos comunicado con Madrid.


El capitán, Arbat dijo respetuosamente:
—'Señora; necesitamos cortarles el teléfono.
—Pero ¿nos van a hacer a nosotros algo?
— N o señora. Esitá usted hablando con un capitán del Ejército es-
pañol, no con un asesino. Tranquilícese que y o respondo de la segu-
ridad de todos ustedes.
El falangista Pezuela cortó los hilos del teléfono oficial, y dijo luego:
— ¿ Y el coche? Ustedes tienen un coche oficial.
El capitán Arbat aclaró:
—También necesitarnos que nos entreguen ustedes ese coche.
—El coche... El coche está roto. Tiene; una rueda pinchada y no
sé lo que le pasa al motor.
—«Nosotros lo veremos.
En una especie de barracón sito en el jardín se encontraba el coche.
Reconocido se vió que funcionaba normalmente y que sus cuatro rue-
das estaban intactas. En, él montó el capitán, Arbat llevando al volante
al falangista Pezuela.
La llegada al centro del pueblo de los camiones con tropa y falan-
gistas fué algo apoteósico, que la pluma mejor cortada apenas acertaría
te a describir. Los vehículos fueron materialmente cubiertos de flores. Las
señoritas de la colonia habían materialmente arrasado los jardines de
todos los hoteles, y falangistas y soldados, de pie en las plataformas,
levantando al aire sus fusiles, recibían la rociada de rosas al grito, de
((¡Viva España!», que era contestado a coro por el pueblo invadiendo
la carretera.
—¡Viva el Ejército! ¡Vivan nuestros soldados!
Hombres, mujeres, niños, poseídos de una santa locura pretendían
asaltar los camiones. Cada uno quería ser el primero en estrechar una
mano, ofrecer una flor. Soldados y falangistas, con una emoción
vivamente reflejada en sus semblantes, apenas podían articular pala-
bra. El falangista vallisoletano Girón, sobre uno de los baquets gritó:
—¡Viva Valladolid! ¡Viva España!
Gritaba congestionado, trémulo, dominado con la potencia de su
voz el estruendo del pueblo enardecido.
— ¡ A Madrid! ¡A Madrid!
— ¡ A por ellos!
E n unoi de los camiones tremolaba una bandera española. Una se-
ñorita trepó por los estribos, la cogió y se abrazó a ella besándola con
conmovedora unción. Era la primera bandera roja y gualda que los
veraneantes madrileños veían flamaer desde hacía cinco años, bajo
los cielos de España.
17 •—

La bandera pasaba de ¡mano en mano, era disputada como un


tesoro por todos para llevarla amorosamente a sus labios y dejar sobre
sus pliegues la ofrenda de un beso, que era como un juramento. Los
vítores continuaban cubriendo la tierra, atronando el espacio. Las mu-
jeres lloraban cubriéndose los ojos con ios pañuelos; los hombres se
esforzaban en contener las lágrimas apartándose para ocultarlas de los
sitios de mayor congestión. La señora de Muñoz León, esposa del co-
mandante de Infantería del mismo apellido, que con otros jefes y oficia-
les de la colonia había marchado el domingo a incorporarse a Ma-
drid, sufrió un desvanecimiento y fué auxiliada por los mismos solda-
dos que ya habían echado pie a tierra desde los camiones.
El coronel Serrador fué objeto de un recibimiento delirante. Su
ayudante, el capitán de Artillería Soler, rogó a los veraneantes que
empezasen a repartir la comida a los soldados, porque no convenía
retrasar la llegada de la columna al Alto.
•Grandes y chicos se disputaban él honor de entregar las viandas a
falangistas y soldados. El pueblo to-
do fraternizaba con el Ejército. Las
señoritas con cestas al brazo repar-
tían panes, conservas, fiambres y
botellas de vino.
Los soldados y milicias las piro-
peaban. Hasta las familias se dis-
putaban igualmente el orgullo de
poder sentar a sus mesas dispues-
tas a jefes y oficiales. Aquel día
en San Rafael sólo comía el Ejér-
cito salvador.
De las casas las señoras traían en
platos y fuentes, «1 almuerzo que tenían preparado para los hijos y
familiares.
— T o m e usted un poco de pollo.
—Este pescado es fresquísimo.
— ¿ S o n ustedes diez en el camión? Voy a traerles un "jamón sin
empezar, y se lo llevan. Que a la noche tendrán otra vez apetito.
— Y o tengo en la despensa una jarra de lomo en adobo. ¿Les
gusta ?
— ¿ Y pasteles? ¿No tienen ustedes pasteles? Voy a la pastelería a
por ellos.
Las gentes rivalizaban en ofrecimientos y generosidad.
Terminada la comida, las señoras y señoritas de la colonia comen-
zaron a repartir medallas entre los soldados. Los mismos soldados las
— i8 —

pedían. Se hacían constantes viajes de la carretera a las casas para


traer nuevas reliquias.
—Esta medalla es un recuerdo de mi esposo. Pero usted se la lleva.
Está bendecida.
Las señoritas iban prendiéndolas con sus propias manos en el
cuello de los soldados.
El. falangista vallisoletana Manuel Igea, que se había entretenido un
p o c o y no. había recibido ninguna, iba pidiendo una a voces:
—Una medalla para mí! ¿Queda alguna medalla?
Una señora le paró:
— ¿ N o tiene usted medalla?
—No, señora.
—Pero, hijo, si yo ya he repartido ocho. Todas las que tenía.
La Señora dudó unos instantes. Luego se despasó la blusa y sacó
de debajo de ella una magnífica medalla de oro y brillantes de forma
ovalada.
— N o tengo más que esta. Es de la Purísima, regalo de mi hijo
Alberto que está en Madrid de falangista. Es arquitecto y me la
regaló con el primer dinero que ganó en su carrera. Y o se la voy a dar
a usted; pero a condición de que cuando llegue a Madrid busque a mi
hijo y le diga que yo se la he ofrecido. Se llama Alberto Saiz Martín.
Usted sabrá honrarla.
Y la señora colgó del cuello de Manuel Igea aquella joya, que el
falangista vallisoletano recibió marcialmente cuadrado, como quien
es objeto de la imposición de un trofeo heroico.
—.Gracias, señora. Si alguna vez me falta valor, ella me lo dará.
El coronel Serrador dió la orden de marcha. Sonaron varios silbatos.
Soldados, guardia civil y falangistas ocuparon de nuevo los camiones.
Todos llevaban flores enhebradas sobre sus guerreras. Los camiones
iban llenos de botellas, de embutidos, de cajas de pastas, de pan, de
cajetillas de tabaco.
— ¡ A por ellos! ¡Por España! ¡Viva España!
La voz de Girón resonó de nuevo con solideces de bajo cantante:
— ¡Viva Falange! ¡No vamos a dejar ni uno!
Las muchachas se aupaban sobre las puntas de los pies para estre-
char por última vez las manos de los bravos expedicionarios.
— ¡ Adiós, guapa !
— ¡ A d i ó s , valiente!
Y la columna se puso nuevamente en marcha, en medio del vocerío
ensordecedor de la muchedumbre, mezclados vivas y vítores, aplausos
y aclamaciones, como si la tierra se abriese por sus entrañas en un
volcán crepitante de entusiasmo y encendidos fervores.

•i
—- 19 —

Metida la «tercera» , como monstruos jadeantes, los vehículos inicia-


ron la cuesta camino del Alíto. El público ya en un silencio expectante,
conteniendo hasta la respiración, fué siguiendo con la mirada cómo el
último camión se perdía en la primera vuelta de la carretera, sobre
la misma línea de Arroyo Mayor.
España estaba ya en guerra.

LA AVIACION ROJA
Retiradas las gentes a sus casas, no hacía escámente veinte mi-
nutos que la columna del coronel Serrador había salido de San Ra-
fael, y cuando aún no se oía ni un disparo por el Alto, hicieron su
aparición sobre el pueblo tres trimotores del Gobierno de Madrid.
Dos de ellos viraron a la altura de Gudillos, y se percibieron con
toda claridad dos explosiones consecutivas sobre la carretera. El tercer
avión, pintado de color negro, se adentró por encima del centro del
pueblo y descargó dios bombas
seguidas sobre el puente llamado
ie la estación y casas colindantes.
Los veraneantes salieron preci-
pitadamente a la calle para co-
nocer la causa de las detonacio-
nes. A las puertas de Jos Hoteles
de Escolar se hallaba reunido un
núcleo de personas atentas a las
evoluciones del aparato. Había
en él mujeres y niños, y esto les
hacía estar más confiados. Pero
el trimotor planeó a motor para-
do, descendiendo' hasta el mismo
ras de los tejados, e inopinada-
mente vomitó una andanada de
plomo de ametralladora sobre el
grupo, que huyó despavorido. El
público corría con giran confu-
sión en todas direcciones.
Una señora se asomó al balcón
de su casa y comenzó a llamar a
gritos a una niña que momentos antes había salido a la carretera. El
avión volaba sobre aquel sector, describiendo amplios círculos. Y
de nuevo descargó sobre las viviendas una segunda cinta de ametra-
20

lladora. La señora del balcón cayó muerta sobre la barandilla, con la


cabeza cosida a balazos. Quedó de pie, con la cabeza y medio cuerpo
colgando hacia afuera, como un trágico muñeco grotesco.
En San Rafael habían quedado dos morteros de artillería, con sus
servidores, que empezaron a disparar por elevación, por encima del
Alto, con objeto de ir abriendo paso a nuestras tropas y contener el
avance del enemigo por la ladera Sur de la sierra. Uno de ellos había
quedado emplazado en la esquina del edificio de Telégrafos, donde
desemboca la carretera de Segovia a la de La Coruña. Estaba hábil-
mente cubierto con ramajes y camuflado con unas lonas.
La gente, antes de llegar los aviones, acudió a ver cómo disparaba
el cañón, cuyo servicio quedó a las órdenes del comandante Moyano.
Este, tan pronto como se vieron los trimotores rojos, mandó que el
público se retirara de aquellos alrededores y se recluyera en sus casas.
Márchense ustedes, porque esos canallas en cuanto nos vean van
a meterse con nosotros.
El comandante Moyano cogió un fusil. Había acertado en su pro-
nóstico. El trimotor negro tan pronto divisó la pieza, se fué hacia
ella 'echándola dos bombas. Moyano gritó a los soldados:
—¡Muchachos: a tierra!
Las bombas estallaron en unos prados próximos, y desde la cuneta
dondte Moyano y sus hombres se habían tirado, hicieron una descarga
de fusilería sobre el ((pájaro». El avión bajó el vuelo y de regreso
ametralló la pieza y dejó caer una tercer bomba que ya estalló más
cerca. Moyano advirtió:
—Es que está rectificando la puntería y vendrá a por nosotros.
¡ Arriba muchachos, y a defendernos! A ese como le cojamos le parti-
mos por la mitad.
El cañón comenzó a disparar de nuevo. El 'trimotor fué segura-
mente a por nueva carga, porque a los veinte minutos ya se hallaba
otra vez sobre San Rafael. El comandante Moyano advirtió a sus
soldados:
—Como le dejemos nos destroza la pieza, así es que el que quiera
que se quede aquí conmigo. Hay que darle la cara y defender esto.
Procurar tirarle sobre seguro y sin perder la serenidad.
El trimotor avanzó de nuevo pausadamente sobre, el cañón, trazan-
do un nuevo círculo para apartarse de la trayectoria dle los disparos y
entrarle por un costado.
El comandante Moyano quedó al pie de la pieza con su fusil ya
montado sobre el hombro. El avión descargó dos bombas seguidas;
« n a de ellas estalló a metro y medio del cañón levantando a éste en
•ilo y corriéndolo c o m o tres metros a la izquierda. T o d o él quedó
21

envuelto en una espesa humareda. El comandante Moyano apoyado ea


la pared, un poco pálido, sosteniendo aún con la dterecha el fusil y
cubriéndose el vientre con la otra mano sólo dijo:
—Me ha herido ese oobardte. ¿Han roto la pieza?
Un hilillo de sangre le manchaba la frente ennegrecida por k
pólvora.
— L e llevaremos a usted en " -
brazos, mi comandante.
—¡Dejadme! ¡El cañón! ¡Ver
el cañón!
Sobre el pantalón, por una in-
gle, se le iba dilatando una gran
mancha.
—¡Cuidar del cañón!
—¡Venga usted!
— ¡ N o ! Esperad que vuelva,
que quiero tirarle otra vez.
La voz se le iba debilitando.
Poco a poco iba resbalándose
hacia tierra con la espalda apo-
yada en la pared.
Hasta que le cogieron a viva
fuerza en brazos. Apenas se le
oía. Iba desmayado.
—¡El cañón, ed cañón! Dejad-
me y volver. Muchachos ¡Viva
España!
Y dobló la cabeza sobre el hombro de uno de los soldados que le
llevaban..
El bombardeo de la aviación enemiga tenía conmocionado al pue-
blo. El estallido de las granadas se sucedían' sin interrupción. La gente
huía a campo traviesa buscando el refugio de los pinos donde guare-
cerse. Gritaban las mujeres, sollozaban los niños. Era un éxodo cruel,
una página de impresionante aguafuerte. Otras familias, con mantas
y cestas de comida trepaban por el monte buscando' guarecerse en las
lobregueces del túnel de la vía férrea. Desde el pueblo se percibían ya
claramente los tabletees de las ametralladoras y las descargas de fusi-
lería en el Ato, cuya conquista habían ya iniciado nuestras tropas.
LA CONQUISTA DEL ALTO DEL LEÓN
La columna motorizada comenzó eil ascenso al Alto del León abrien-
d o marcha los camión,es de la sección de ametralladoras. Pasó por
Gudillos y tomó las primeras rampas del Guadarama sin ser hostili-
zada. La columna avanzaba lentamente, con gran precaución para
evitar toda sorpresa, montados fusiles y ametralladoras sobre los ve-
hículos. En la descubierta marchaban dos motoristas y un. coche ligero
con el teniente de Infantería don Abilio Bragado y el alférez don
Venancio Aguado.
Al llegar a la recta que termina en el último puente en curva,
donde existe una fuente junto a un pequeño merendero, desde las lade-
ras del Alto furon tiroteados los motoristas y el coche. Pararon éstos
para hacer marcha atrás y dar cuenta al mando de la aparición del
enemigo.
El coronel Serrador ordenó echar pie a tierra desalojando los camio-
nes que quedaron junto a la cuneta. Y las fuerzas perfectamente esca-
lonadas y encuadrados los falangistas entre soldados y guardia civil,
comenzaron la ascensión por la ladera derecha con objeto de enfren-
tarse con el enemigo en el mismo plano. La coüumna se desplegaba
en el ascenso .en una ala dte unos dos kilómetros. Los falangistas, biso-
ños en las artes de la guerra, subían, cantando y vitoreando a España.
Los jefes les impusieron silencio. La escalada se hacía con relativa
rapidez, contando qu.e los mismos soldados iban subiendo a brazo las
ametralladoras y cajas de municionamiento. Media hora larga de su-
bida hasta ganar la altura del monte las avanzadillas, para luego, ya
con suaves ondulaciones ir hacia la izquierda en busca de la planicie
del Alto, donde los rojos estaban: atrincherados. Se avanzaba en trián-
gulo yendo el sector de la izquierda mediado el monte y la punta del
triángulo por la cima. La artillería ligera, a retaguardia, también había
sido metida entre los pinos buscando la mayor altura y visibilidad
posible resguardada por núcleos de grandes peñas.
La avanzada la llevaban los de San Quintín al mando del coman-
dante Lázaro González. Y al kilómetro y medio de marcha sonaron
los primeros disparos procedentes del campo rojo, atrincherado el
enemigo en la ladera y alrededores del Alto. Los de San Quintín echa-
ron cuerpo a tierra buscando el abrigo de los jarales y pimpollos,
mientras el sector izquierdo, formado por Falange y Guardia civil y
el derecho por Tranmisiones y Caballería a pie, prosiguieron el avance.
Ya se había generalizado el tiroteo. Los falangistas en cabeza, Gon-
zález Vicent, Palma y Girón, empujaban por su ala, saltando dte pino
en pino para sostener el avance debidamente protegido'. Con ellos, aren-
gándoles, iba el Padre Misael Núñez.
—¡Adelante, muchachos! ¡Por España!
A unos cuatrocientos metros se divisaba al enemigo, amparado' en
piedras y en las ondulaciones del terreno. Eran en su mayoría soldados
de Ingenieros y. milicianos armados die mosquetomes.
Comenzaron a tabletear las ametralladoras. Y a retaguardia sona-
ban los primeros disparos de nuestra artillería, que causaron gran
sorpresa y pánico en los rojos, que retrocedieron momentáneamente.
Uno de los primeros disparos de nuestros artilleros desplomó un
trozo de la techumbre del merendero de la derecha del Alto del León.
Estaba ya la acción en pleno
apogeo. Se acortaban las distan-
cias entre los dos fuegos. Esca-
samente trescientos metros los
separaban. Los rojos gritaban
desaforad ámente:
—¡Granujas: no pasaréis!
—¡Vamos por vosotros, cobar-
des! ¡Arriba España!
La aviación roja apareció de
improviso sobre el Alito, dete-
niendo con su lluvia de metralla
el avance de nuestras tropas,
proyectando especialmente s u s
bombas sobre el ala izquierda
que atacaba ascendiendo y en si-
tuación desventajosa respecto al
enemigo. Nuestras ametrallado-
ras levantaron el tiro hacia los
dos trimotores, descargando in-
útilmente sobre ellos varias cin-
tas. El comandante de Caballe-
ría García Ganges, gran tirador, disparaba también sobre los upájaros»
marxistas su fusil ametralladora gritándoles:
— ¡Bajad, cobardes, bajad!
El teniente Bragado, que mandaba la sección de San Quintín, que
iba en el centro, aconsejaba a sus soldados:
— ¡Todos a tierra cara al suelo!
Los falangistas Miró, Ballesteros, Girón, Palma y Vicent, desta-
24 •—

cados de su ala, seguían batiéndose como leones, puestos en pie y sin


importarles las andanadas de los trimotores que en vuelo bajo tiraban
con ametralladoras. García Ganges les dió una v o z :
— ¡Cuidado, muchachos! ¡Cuidado con los pájaros! ¡Echaros a
tierra!
# Girón replicó v i v o :
— ¡ N o ' h a y cuidado, mi comandante! ¡Son pájaros bobos!
García Ganges se multiplicaba atendiendo a todas partes y dando
órdenes. Saltaba como un gamo de piedra en piedra, animando a sus
muchachos.
Uno de los aviones que descubrió a los camiones alineados al borde
de la carretera, proyectó sobre ellos seis bombas seguidas, que al es-
tallar sobre la dureza del macadán atronaron el espacio. Varios ve-
hículos quedaron destrozados, convertidos en un montón de hierros
retorcidos.

Los trimotores no saltaban su presa. Las bombas caían entre las


filas de nuestras tropas diezmándolas. Se oían juramentos, impreca-
ciones, gritos de angustia y vítores encendidos de un entusiasmo in-
destructible de los falangistas, obligados a batirse con los rojos atrin-
cherados y los aviones a un tiempo.
— ¡ Arriba España! ¡ Adelante!
Cayeron las primeras víctimas. El falangista Manuel Franch -.e
arrastraba ensangrentado por los matorrales sin abandonar su fusil.
Alonso Pimental, con la barbilla toda destrozada y la frente hecha
toda una mancha de sangre, clamaba entre el dolor y el,deber:
— ¡Canallas! ¡Tirarle, tirarle a ese!
José Miró acudió a atenderle:
—¡Antonio! Apóyate y sube a mis hombros que te llevo.
— ¡ N o puedo! ¡Me muero, Pepe!
Miró acudió en busca del Padre Misael.
El Padre Misael lo cogió en sus brazos, le apoyó la cabeza en sus
¡rodillas y le confesó.
—¡Hijo, hijo! Mueres corno un valiente.
Alonso Pimentel dejaba escapar un gruñidito entrecortado, como un
25 •—

ronquido. A unos cinco metros, José Miró, con su fusil nerviosamente


cogido con las dos manos, como un tigre en acecho, se disponía a
la defensa del camarada moribundo, mirando retadoramente hacia el
cielo, por donde se oía el abejorreo trágico de los motores de avia-
ción. Tenía el labio inferior metido entre los dientes en rabiosa acti-
tud y una lágrima le ¡rodaba por las mejillas.
Silbaban alrededbr del grupo las balas, sonaban con limpios chas-
quidos el rebotar en las piedras.
— « E g o te absolvo».
José Miró se acercó extático ante el camarada muerto, y extendien-
do su brazo derecho gritó:
—¡Antonio Alonso Pimental' ¡Presente!
La-columna seguía avanzando bajo un fuego cerrado. Una ambu-
lancia se llevó el cuerpo inanimado del falangista, que ya hacía guar-
dia sobre los luceros.
Los soldados y guardias civiles, con mayor instinto para la guerra,
buscaban las comisuras de las gran-
des piedras y lo tupido de las enci-
nas para proseguir el avance, de-
fendiéndose al propio tiempo de !a
acción mortífera de la aviación. Pe-
ro los falangistas, aquellos bravos
mozos, que avanzaban cantando
cara a la muerte, iban a pecho des-
cubierto, dando heroicamente el pe-
cho al enemigo. Quizá por sospe-
char en ellos tanta sobra de valor
como falta de experiencia en la gue-
rra, los trimotores rojos fijaban pre-
ferentemente en ellos la atención.
César Sanz, cayó poco después
con un muslo todo destrozado. Y
tras él Fernando Ballesteros, que
con un hombro roto y la camisa
azul hecha un cuajaron de sangre, se revolcaba sobre la tierra gritando:
—¡Que me ahogo! ¡Que me ahogo!
Y quedó tendido, cara al cielo, con los brazos en cruz. •
El coronel Serrador, casi en primera línea, dirigía el avance, dando
órdenes a sus ayudantes.
— H a y que avanzar y tomar el Alto antes que les lleguen refuerzos.
Hubo un instante, que al cruzar una zona poco poblada de pinos,
los dos aviones enemigos coincidieron, dejando caer seis bombas en
20

el espacio de uoos cincuenta metros cuadrados. E¡1 ¡humo y la polva-


reda envolvía a los hombres. El comandante García Ganjes acudió
presuroso al lugar y al ver un grupo die unos dooe falangistas, todos
de pie y apelotonados junto a un pino, les amonestó enérgico:
—¿Qué hacéis ahí todos de pie y juntos?
Félix Igiea respondió:
—Nos lo ha díicho el sargento al ver llegar los aviones.
¿Dónde está el sargento?
Eil sargento' estaba tumbado entre dos piedras con el fusil al lado.
El comandante García Ganjes se dirigió á él. El sargento se puso
en pie. Y sólo le dijo:
—Eres un traidor.
Y descargó sobre él su pistola, matándole.
Los rojos retrocedían poco a poco. La fusilería actuaba por des-
cargas cerradas. El ruido de las ametralladoras taladraba los oídos
;on su tableteo incesante. La voz
de Girón lo dominaba todo:
~ ¿ *
— ¡ Adelante, que no son hom-
bres !
Los falangistas ganaban terre-
no sin interrupción, disparando
protegidos por los pinos.
El teniente de la reserva de
Caballería, Coronel, bajito y di-
námico, recibió cuando estaba
subiendo de la carretera para el
servicio de municionamiento un
trozo de metralla que le hirió a
flor de piel en una pierna. Co-
ronel se sentó en la cuesta para
vendarse con un pañuelo la he-
rida, cuando una nueva bomba
de aviación le cayó material-
j$V mente entre las piernas destro-
zándole.
Guardias civiles, soldados y Falange seguían batiéndose como leo-
nes, superándose unos a otros en heroísmo-. Donde caía uno, tres le
reemplazaban. Todo el monte era como un volcán crepitante de fuego,
de humo y de estallidos. De punta a punta de la columna los vítores y
aclamaciones de ¡Arriba España! se sucedían sin interrupción.
Luego de tres horas de combate, nuestras fuerzas estaban ya a
escasos metros de la plazuela del Alto, en la que los rojos, detrás de
27 •—

parapetos hechos con piedras y sacos terreros, parecían dispuestos a


defender el terreno palmo a palmo. En el monumento central que da
nombre al Alto, tremolaba una bandera roja.
Se alineaban en la avanzadilla Girón, Fernando Ballesteros Mar-
tín Sanz, Rodríguez Alvarez, Germán Temprano, Palma, Vicent, Guz-
mán Mingóte y Manuel y Félix Igea.
Girón vociferó:
— ¡Esa bandera roja hay que quitarla! ¡ A por ella!
Félix Igea, lesionado en un pie, avanzaba con cierta dificultad. Su
hermano Manolo le dijo:
— ¿ T e cansas? Ve detrás de mí cubriéndote y apóyate en el fusil
como si fuera un bastón, que yo
dispararé por ti.
—Si no puedo cogerlo por ei
cañón. Me quema las manos.
— Y a mí—replicó Palma—.
Pero a pedradas vamos a hacer-
íes correr.
Se escuchó el ruido del motor
de un coche que subía por la
carretera. Era un camión con
Guardia civil y falangistas que
había con avería quedado en
Arroyo Mayor y llegaba a unir-
se a la columna. Uno de los tri-
motes rojos le salió al paso, pre-
sentándose de improviso sobre
él aprovechando la joroba del
monte. El trimotor fijó bien el
blanco, y sin dar tiempo a los
ocupantes para abandonado les
largó una potente bomba que
cayó sobre el juego de las ruedas delanteras, volándolo en mil pe-
dazos.
Al borde de la plazoleta del Alto se combatía a una distancia de
trescientos metros. Las tropas nacionales atacaban por el flanco iz
quierdo sobre la ladera, y por el centro ocupando las espaldas de uno
de los restaurants que les protegía. El ala derecha de la columna st
abría por la falda opuesta, cubriendo el ataque por aquel sector.
Se cruzaban insultos y retos de paute a paite. Los soldados de
Ingenieros que se batían al lado de los rojos, retrocedían tomando
ya el descenso del' Alto. En las trincheras marxistas la fuerza la com-
— 29 —

ponían en su mayoría milicianos y guardias dle Asalto. Se batían los


parapetos enemigos con fuego intenso de fusilería y ametralladora.
Habían desaparecido los aviones para ir a cargar de nuevo a su base
y esto permitió a nuestras fuerzas intensificar el ataque sin otra preocu-
pación que la del enemigo que tenía delante cuya moral parecía ir ce-
diendo poco' a poco. Nuestras ametralladoras batían sus posiciones
haciendo fuego por ráfagas, servidas con una abnegación y un sacri-
ficio, que no conocía el cansancio.
El servicio de enlace transmitió a los tenientes Bragado y Gracia
Hernández, la orden de atacar a la bayoneta. Los cornetines dle órde-
nes tocaron llamada para el
ataque. Falangistas y solda-
dos ajustaron sus machetes a &
las bocas de sus fusiles. Brin-
caban de impaciencia y de co-
raje para lanzarse al ataque.
El clarín sonó de nuevo, con
dos toques agudos y penetran-
tes con el ímpetu de un ba-
yonetazo.
El espectáculo fué de una
belleza magnificada en medio
de aquel momento trágico,
en que la muerte parecía cu-
brir con su ala siniestra a.
aquel grupo de héroes. Con la cabeza baja y el tranco ágil, siguiendo
una recta inviolable hacia las trincheras avanzaban nuestros soldados
con los fusiles fuertemente sujetos con las dos manos. Un diluvio de
balas rasgaba el aire silbando a ras de los hombros. Era un silbido
largo, fino y prolongado, como el dle ese aire agorero que en noche de
tormenta abre con sus manos las puertas de los moribundos para que
«.ella» pase.
El teniente Bragado a la cabeza de Falange, con la pistola en la
diestra y el brazo izquierdo' extendido, hacia el cielo, avanzaba con uji
vitor que le quemaba los labios en entusiasmo:
—¡Adelante, muchachos! ¡Viva España!
•Girón, hecho un toro, pisoteando cuanto encontraba a paso, fuerte,
decidido, recrecido en su valor indomable, vociferaba furioso: .
— ¡ A por ellos, que son pocos! ¡Arriba la Falange!
Su voz amplia y profunda era como un trueno de oro ahogado en
sangre.
_ 3o —

El choque all pie dfe las trincheras fué aüigo de epopeya. Se mataba
a bayonetazos, a culatazos, a brazo partido, a mordiscos.
Palma, cogido el fusil por el cañón, como un ariete, trazaba en
el aire como, un remolino de sangre. Se hundían las bayonetas sobre
la carne como si la carne fuese arcilla. Las rocas y las piedras se man-
chaban de púrpura. Se saltaba sobre el parapeto. Los hombres caían
detrás d¡e él entrelazados en uu abrazo a vida o muerte.
— ¡Granujas!
— ¡Viva España!
— ¡ A y ! . . . ¡ Noooo!
Quejas y lágrimas, sangre y carnes flageladas. Dolor y locura ciega
de victoria.
Girón, con la camisa rota, despechugado, ebrio de triunfo y de
venganza, se erguía sobre los cadáveres, con la belleza nueva y trágica
de un héroe de leyenda. El rostro mordido por la tierra y el polvo,
la bayoneta enrojecida y brillante como un rubí de caprichosa talla.
Los rojos huían a la desbandada.
José Miró, vomitando sangre, enronquecida la voz, gruñía pala-
bras ininteligibles.
— ¡Tomad, canallas!
Al pie del parapeto Fernando Ballesteros, con el cuello ensangren-
tado, se arrastraba penosamente:
— ¡Dadme agua! ¡Un poco de agua!
Manolo Igea, derramando angustiosamente la mirada por todas
partes, repetía como un autómata:
— ¡Félix! ¡Félix! ¡Mi hermano! ¿Habéis visto a mi hermano?
Palma le gritó:
— ¡Aquí está Félix!
Los dos hermanos se unieron en un apretado abrazo de emoción.
— ¡Félix! ¡Félix... ¡Arriba España!
Girón clamó potente:
— ¡ A aquellos! ¡ ¡ A aquellos! ¡ Que no se nos vayan! ¡ Seguidme!
Y seguido por un grupo de falangistas, Girón se tiró cuesta abajo,
por la ladera de la derecha, sin escuchar el cornetín que ordenaba
que cesara el avance.
El enemigo se había replegado abierto en semicírculo entre las
grandes piedras de una de las calvas de la pinada. Los falangistas,
ciegos de coraje en la persecución, siguieron avanzando diseminados.
El cornetín vibraba enérgico en nuevas llamadas de retirada. Lo
oyeron sólo unos pocos que detuvieron el temerario avance. Los más
adelantados prosiguieron metiéndose en la encrucijada. Desde los pinos
altos el enemigo les hizo tres descargas cerradas. Estaban rodeados por
— 3i —

todas partes. La artillería roja ¡había entrado ya en acción, y locali-


zando el avance castigaba la zona, impidiéndoles la retirada. Para-
petados en las piedras se defendían tenaces y heroicos los falangistas.
Iba anocheciendo, y cesó el fuego. El Alto del León estaba ya con-
quistado para España, pero allá abajo en los cuévanos entre enormes
lijas, uno, dos, tres, cuatro cadáveres abrían sus ojos inmóviles a).
cielo. Todos ellos vestían la camisa azul de la Falange. Ya no verían
la amanecida del día nuevo; pero por su heroísmo pródigo y generoso,
en España comenzaba a amanecer.
Tras este día 22 de Julio de 1936 llegaron nueve días con sus nueve
noches, en que los soldados de España y la Falange vallisoletana si-
guieron dando su preciosa san-
gre en aquel Alto del León, sin
que bastara para dominarles ru
la acción bárbara y cobarde de
la aviación roja en la inmunidad
de sus ataques, ni la multipli-
cación de refuerzos que el Go-
bierno de Madrid enviaba a aquel
monte de serranía, cuyo nombre
ha de pasar a nuestra Historia.
Diez días de, heroísmo siempre
renovado, durante los que los
soldados y milicias de España ni
conocieron el descanso ni lo pi-
dieron. Sabían que estaban cum-
pliendo un sagrado deber que
era el primer cimiento de una
nueva España. Seguramente que
la guerra se ha ganado en mu-
chos sitios y no es hora de re-
gatear honores a la acción aD-
negada en otros frentes; pero donde la guerra comenzó a ganarse
fué en el Alto del León y al nervio dle Castilla, a la donación generosa
dle Valladolid, debe España esta primer conquista, eslabón de cabeza
en feliz y larga cadena de posteriores éxitos. Estos diez días, durante
los que se afianzó la toma del Alto dleil León, merecen letra de oro en
el libro de la Reconquista. Durante ellos cayó para sdempie lo más
joyante y preciado de la juventud vallisoletana. Familias enteras visten
hoy las negras ropas del dolor que lloran sobre una ausencia irrepa-
rable. Las guerras siempre se hacen, con víctimas, pero no §iempre
se ganan con héroes. H o y el Alto del León vive entre frondas resi-
neras al amparo de una bandera recuperada a plena gloria, la bandera
roja y gualda bajo cuyos pliegues no se ponía el sol en sus dominios.
De su picacho inhiesto ya no se ausentará nunca. Porque señalará
una fecha y un gesto de epopeya.
Día 22 de Julio de 1936. El Alto del León fué conquistado para
España por soldados y milicias de la Castilla austera, sobria y fuerte,
que parió un Imperio, lo perdió y hoy lo rehace de nuevo.
Gloria eterna para los que en él murieron., gratitud imperecedera
para los que les sobreviven. Y sobre la victoria, la amistad fraterna
de todos los españoles. Porque en la amistad hay aligo de fiesta.

EL PRÓXIMO 'EPISODIO:

"LOS CENTAUROS DE ESPAÑA

EN EL P U E R T O DEL PICO 1
Algunos libros indispensables para conocer el desarrollo del alzamiento nacinnal
1 Hacia una nueva E s p a ñ a
(De la revolución de Octubre a la revolución de Julio, 1934-1936>*'por FRAN-
CISCO DE COSSIO, 340 páginas, 5 PESETAS
2 Augurios, estallido y e p i s o d i o s de la guerra civil
(50 días con el Ejército del Norte), segunda edición, aumentada con transcen-
dentales documentos históricos, por JOAQUIN PEREZ MADRIGAL, 312 pági-
nas en cuarto, S PESETAS 1

3 ¡Campesinos, contra la ciudad!


Un libro de combate contra el marxismo y sus hombres, escrito por un sacer-
dote español, DANIEL GUERRERO DE LA IGLESIA, 350 páginas en cuarto,
4 PESETAS
4 Estampas trágicas de Madrid
(De «A B C» a «Mundo Obrero», pasando por «Heraldo», «Claridad» y «El Socia-
lista», con gran número de grabados que ponen de manifiesto la barbarie roja),
por JUAN GOMEZ MALAGA, 200 páginas, 5 PESETAS
5 Boinas rojas en Austria
(Impresiones de un viaje a Viena con motivo de la muerte de don Alfonso
Carlos de Borbón, 230 páginas, 4 PESETAS
6 L a francmasonería, crimen d e lesa patria
de J. TURQUETS, 1|PESETA™Í
7 H e c h o s d e la historia c o n t e m p o r á n e a ]
(Apuntes de la guerra civil española, trczados en el campo defcombate por
un jefe carlista), por NAZARIO S. LOPEZ, ¡1 t SO P E S E T A S
8 A tragedia e s p a n h o l a no mar
(Anarquía, fracasos y crímenes délos marinos rojos y éxitos de los nacionales),
por MAURICIO DE OLIVEIRA, 8 PESETAS
9 M a r x i s m o , judaismo y masonería
Un folleto interesante y un estudio agudo de la actuación de estas sombrías
sectas, por NAZARIO S. LOPEZ, 0,60 PESETAS^
10 C ó m o se inició en Valladolid el glorioso moví
miento nacional y la gesta heroica del Alt
del L-eón
Una página viva de la historia contemporánea, por F. J DE RAYMUNDO,
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11 ¡España inmortal!
Comedia dramática en tres actos y en verso,"originallde SOTERO OTEK
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