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Primeros años del reinado de Felipe IV

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Datos principales
Inicio

1600DC

Fin

1700DC

Rango

1600DC to 1700DC

Periodo

Austrias Menores

Lugar

España
Derechos

Juan Antonio Sánchez Belén

Desarrollo
Erradicar la corrupción y satisfacer las demandas de los reinos van a ser los dos polos
en torno a los cuales gire la política interior de Felipe IV y su valido, el conde-duque de
Olivares, entre 1621 y 1626. La Junta de Reformación, creada el 8 de abril de 1621,
suscita la simpatía de las ciudades castellanas al retomar las propuestas formuladas
por el Consejo de Castilla en su consulta de 1619, del mismo modo que provoca el
temor entre la burocracia la intención de exigir inventarios de bienes a todos aquellos
que hubiesen desempeñado cargos administrativos desde 1592 y a quienes fuesen
nombrados en adelante, para así evitar su enriquecimiento a costa del tesoro, aunque
los resultados fueron decepcionantes. Este malestar se aprecia también en el seno de
la nobleza, no tanto por la persecución que se emprende contra el clan de los Sandoval,
como por la recomendación dada al soberano en noviembre de 1621 de no conceder
mercedes y favores a expensas de la real hacienda. La actitud favorable de las
ciudades pronto tropieza con la concepción que el Conde-Duque tiene de cómo deben

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ser las relaciones entre el rey y el reino, porque si algo tiene claro el valido es que las
Cortes deben estar sometidas a la autoridad del monarca y no imponer sus exigencias -
creación de comisiones paritarias integradas por ministros y procuradores para abordar
las reformas-, enarbolando cual arma arrojadiza la negativa a conceder los servicios
solicitados por la Corona. Por si fuera poco, la reanudación de la guerra con los
holandeses al concluir la Tregua de Amberes obliga a Felipe IV a decretar el secuestro
de las remesas de plata que vienen de América a nombre de particulares, concediendo
a cambio moneda de vellón, cada vez más devaluada respecto a la de plata, y juros,
cuyo interés se intenta rebajar al 5 por ciento, todo lo cual venía a demostrar que los
deseos reformistas del monarca y del valido eran letra muerta ante las necesidades
militares de la monarquía. Las buenas intenciones del Conde-Duque, sin embargo, no
deben ponerse en duda, aunque sólo sea porque las reformas económicas y sociales -
que de todo hay- eran imprescindibles si se quería que la presencia de la Monarquía
hispánica en los asuntos europeos fuese la que correspondía a una potencia de primer
rango. Por este motivo, la recién creada Junta Grande de Reformación -había celebrado
su primera reunión el 11 de agosto- elabora un informe, aprobado por el monarca el 20
de octubre de 1622, en el que se propone la reducción en dos tercios de los escribanos,
recaudadores y alguaciles, el recorte de los empleos palatinos, la moderación en las
dotes y en los gastos suntuarios de los súbditos, el traslado a sus señoríos de la
nobleza cortesana y el freno a la emigración para evitar que los pueblos queden
abandonados. También aconseja conceder exenciones fiscales y privilegios a los
artesanos que se instalen en España, siempre que sean católicos, a los matrimonios
jóvenes y a los que tengan seis o más hijos varones, y sugiere que las fundaciones de
caridad proporcionen una ayuda económica para las dotes de huérfanas y doncellas
pobres. Junto a estas propuestas, la Junta Grande recomienda la adopción de medidas
proteccionistas para la industria castellana y la creación de Erarios y Montes de Piedad.
Este proyecto, que ya habían planteado Peter van Oudegherste y Luis Valle de la Cerda
en el reinado de Felipe II y Jerónimo de Ceballos en su "Arte regia y política para el
gobierno de los reinos", escrito en 1621, consistía en la fundación de una red bancaria,
con la participación de todos los súbditos, seglares o eclesiásticos, que invertirían una
vigésima parte del valor de sus propiedades percibiendo un tres por ciento de interés
anual. La finalidad primordial de estos Erarios era la de prestar dinero a los agricultores
y artesanos para aumentar su producción a cambio del pago de un interés del 7 por
ciento, así como la de recaudar los tributos, lo que abarataría el coste de las
recaudaciones y permitiría al erario disponer con más facilidad de su importe. En cuanto
al sistema fiscal, la Junta aconseja abolir el servicio de millones y repartir su rédito entre
todos los núcleos de población a razón de dos soldados, si bien con los ajustes
necesarios según la riqueza de cada lugar, y una mayor participación tributaria de los
otros reinos de la monarquía, como ya lo habían planteado el Consejo de Castilla en
1619 y el Consejo de Hacienda en abril de 1622. El desvelo de los corregidores para
persuadir a los ayuntamientos de las excelencias de este proyecto no surtió los efectos
obtener un servicio de 12 millones de ducados a pagar en seis años, sobre cuyo
importe se podían emitir juros al 5 por ciento de interés, y la venta de 20.000 vasallos.
El freno puesto a la reforma por las ciudades castellanas no impidió que ésta se pusiera
en marcha. En efecto, el 10 de febrero de 1623 se publican los Artículos de

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Reformación, un compendio de las propuestas realizadas en 1622 por la Junta Grande
con alguna concesión a las ciudades industriales de Castilla, como prohibir la entrada
en el reino de una amplia gama de productos manufacturados extranjeros.
Paralelamente, el monarca convoca las Cortes en un esfuerzo más por atraerse a las
ciudades -o socavar su resistencia- pero sin éxito alguno, pues los procuradores
manifiestan su protesta por la creación de los Erarios a golpe de decreto real e indagan
el estado de las finanzas de la Corona. El 4 de octubre de 1623 se avienen a votar un
servicio de 60 millones de ducados a pagar en doce años, además de los 12 millones
pendientes de la última concesión, pero condicionan su aprobación a que el soberano
financie los Erarios. Esta crecida suma de dinero concedida por las Cortes provocará el
descontento de las ciudades, sobre todo de las andaluzas, pese al viaje del rey por
aquellas tierras en los meses de febrero, marzo y abril de 1624, resultando imposible
llegar a un acuerdo salvo si se reduce su importe, como así ocurrió, pues el 19 de
octubre de dicho año las Cortes acuerdan un servicio de 12 millones de ducados, al que
las ciudades dan su conformidad el 30 de junio de 1625 después de obtener además la
promesa del monarca de no seguir adelante con la reforma municipal decretada en
1623 y de financiar los Erarios con el caudal de la hacienda, lo que suponía
arrinconarlos ante la falta de recursos de la Corona para llevar adelante el proyecto.
Tras varios meses de negociaciones las ciudades de Castilla habían logrado imponerse
al valido, convenciéndole así de que lo mejor -y más acertado- era gobernar sin su
concurso y gobernar incluso al margen de los Consejos, a través de juntas creadas ad
hoc, como así lo representa a Felipe IV en el Gran Memorial de 25 de diciembre de
1624, aun cuando la experiencia -es el caso de la Junta de Comercio- no había sido
demasiado positiva. Pero, por otra parte, también reconoce que es necesario liberar a
los castellanos de contribuciones a fin de potenciar las actividades productivas y desviar
una porción de las cargas fiscales que recaían sobre sus hombros hacia los demás
vasallos, para lo cual se requería que los diferentes reinos de la monarquía se rigiesen
al estilo y leyes de Castilla, formando un todo al ejemplo de Francia, con iguales
responsabilidades y derechos, sin diferencias de ningún tipo, debiendo el soberano
establecer sólidos vínculos entre la nobleza de los distintos reinos mediante enlaces
matrimoniales, como el de los Medinasidonia con los Braganza, o recurrir a la amenaza
de acciones militares, e incluso a invasiones con el pretexto de sofocar revueltas
populares, si los reinos oponían resistencia a este proyecto. Pese a todo, Felipe IV
procuró no enajenarse la enemiga de sus vasallos adoptando medidas de fuerza; no al
menos hasta que la situación financiera de la Corona se hizo insostenible. El proyecto
de la Unión de Armas, presentado al Consejo de Estado el 13 de noviembre de 1625,
refleja el optimismo del Conde-Duque en la capacidad financiera de los reinos y en su
fidelidad al monarca, pero también el sentir de Castilla respecto a un reparto más
equitativo de las contribuciones, como se venía solicitando desde 1619. La idea de
formar un ejército de 140.000 soldados sufragado por cada reino, según una cuota fija
en función de sus recursos económicos y demográficos, era, pues, acertada, aunque su
distribución no lo fuera tanto, porque mientras que a Castilla y las Indias se les asignan
44.000 soldados, a Cataluña, Portugal y Nápoles les corresponden, respectivamente,
16.000 hombres, a Flandes 12.000, a Aragón 10.000, a Milán 8.000, a Valencia 6.000, a
Sicilia 6.000 y a Baleares y Canarias otros 6.000 a partes iguales. La respuesta de los

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reinos a este plan no se hará de esperar. Por de pronto, los territorios de la Corona de
Aragón, en lugar de enviar plenipotenciarios a Madrid, manifiestan su deseo de que el
rey celebre Cortes para que en ellas se debata este asunto. Entre los meses de enero y
marzo de 1626 Felipe IV tiene que desplazarse a Barbastro, donde convoca a los
aragoneses, a Monzón, sede de las Cortes de Valencia, y a Lérida, población elegida
para reunirse con los catalanes. Con esta decisión Olivares pretende satisfacer las
exigencias de los reinos y demostrar su voluntad negociadora, pero a duras penas
logrará aplacar los ánimos, sobre todo porque en Barbastro se han antepuesto los
intereses del rey a la reparación de agravios. La Iglesia y la nobleza no ponen trabas,
aunque sí las ciudades, con Zaragoza al frente, que rechazan los cálculos de la
monarquía por excesivos y no están dispuestas a votar ninguna concesión sin el
consentimiento de sus vecinos. En Valencia, donde las repercusiones económicas de la
expulsión de los moriscos todavía no han sido superadas, la Corona encuentra
obstáculos parecidos, esta vez por parte de la nobleza, que es quien opone mayor
resistencia: ni se pueden reclutar 6.000 soldados ni recaudar el dinero necesario para
movilizarlos, y además el reino no mantiene fronteras con los enemigos y costea la
defensa del litoral con más de 30.000 ducados anuales. En Lérida, los catalanes no sólo
han conseguido que antes de aprobar cualquier subsidio se discutan sus
reivindicaciones (recortar la jurisdicción inquisitorial, no pagar el quinto de los ingresos
municipales) y se elaboren nuevas leyes, sino que se oponen, pese a la oferta del
Conde-Duque de crear una Compañía Mercantil para el Levante, a toda contribución de
soldados porque sus constituciones prohíben hacer la guerra fuera de sus fronteras y
porque cualquier leva debe realizarse siempre que el monarca se ponga al frente del
ejército, si bien están dispuestos a entregar 2 millones de libras, cantidad que parece
insuficiente a Felipe IV, aunque la situación económica del Principado no era por
entonces boyante. La actitud intransigente de las Cortes catalanas, donde la Corona ni
siquiera puede contar, para forzar la oposición de las ciudades a la Unión de Armas,
con el apoyo de la nobleza y del clero, en cuyo seno se producen fuertes disensiones,
exaspera al monarca y al valido, por lo que el 4 de mayo la Corte abandona Lérida. En
Aragón será preciso que tropas castellanas crucen la frontera para que el reino se
avenga a votar el servicio solicitado, aunque no en hombres sino en dinero, y rebajada
la cantidad prevista en un veinte por ciento. Tampoco las Cortes de Valencia han votado
lo que se pedía, pero aun así han realizado un esfuerzo considerable al otorgar
1.080.000 libras por quince años. En Castilla la Unión de Armas se proclama en el mes
de julio de 1626 con la promesa de que la Corona costeará la mayor parte del esfuerzo
bélico, y en Flandes, no sin dificultades, se acepta la cuota estipulada de 12.000
hombres, lo mismo que en Nápoles, donde se ha ido formando una nobleza de nuevo
cuño en los últimos años que asume las directrices políticas de Madrid sin oposición por
los beneficios obtenidos.

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