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Caso 5A Elena CPSY630

En su primera visita a la clínica de salud mental, Elena lloró y habló sobre su falla de memoria. A la edad de 26
años—demasiado joven para padecer Alzheimer—se sentía senil algunos días. Durante varios meses había observado
“huecos en su memoria”, que en ocasiones tenían dos o tres días de duración. Su problema para recordar no era sólo
parcial; en cuanto a lo que sabía sobre sus actividades en esos días, bien pudiera haber permanecido anestesiada. Sin
embargo, a partir los datos colaterales—como la comida que había desaparecido de su refrigerador, y algunas cartas
que habían llegado en fecha reciente y estaban abiertas—sabía que debía haber estado despierta
y en actividad durante esos periodos. Mientras se completaban los procedimientos de la separación de bienes por su
divorcio reciente, Elena vivía sola en un pequeño departamento; su familia vivía en un estado lejano.

Disfrutaba los pasatiempos silenciosos, como leer y ver la televisión. Era tímida y tenía dificultad para
conocer gente; no había nadie que ella viera con frecuencia suficiente para ayudarle a explicar el tiempo perdido.

En ese sentido, Elena no estaba del todo segura a cerca de los detalles de los primeros años de su vida. Era la
segunda de tres hijas de un pastor itinerante; sus memorias de la niñez temprana eran una mezcolanza de campos de
trabajo, habitaciones baratas de hotel y sermones bíblicos.
Para cuando llegó a los 13 años, había acudido a 15 escuelas distintas. Más adelante en la entrevista, reveló que
prácticamente carecía de memorias de cuando tenia 13 años. La labor pastoral de su padre había tenido un éxito
moderado, y se habían establecido durante algún tiempo en un pueblo pequeño en el sur de Oregón—el único periodo
en que había iniciado y terminado algún grado en la misma escuela. Pero ¿qué es lo que había ocurrido
en esos meses? De ese periodo ella no recordaba nada.

A la semana siguiente Elena regresó, pero se veía diferente. “Llámeme Liz”, dijo y dejó caer la bolsa que llevaba
colgada al hombro en el piso, y se reclinó en la silla. Sin algún aviso, se embarcó en una referencia larga, detallada y
dramática de las actividades que había realizado durante los últimos tres días. Había salido a cenar y bailar con un
hombre que había conocido en el supermercado, y después habían ido a un par de bares juntos.
“Pero yo sólo tomé refresco”, dijo, sonriendo y cruzando sus piernas. “Nunca bebo. Es terrible para la figura”.
“¿Hay una parte de la última semana que no pueda recordar?”
“Oh, no. Es ella la que tiene amnesia”.
“Ella” era Elena Jens, a quien Liz con claridad consideraba una persona diferente a ella. Lisa era feliz, despreocupada y
sociable; Elena tendía a la introspección y prefería la soledad. “No digo que ella no sea un ser humano decente”, aceptó
Liz, “pero usted la conoce—¿no cree usted que es algo timida?”. Aunque durante muchos años había “compartido el
espacio de vida” con Elena, no fue sino hasta después del divorcio que Liz había comenzado a “salir”, como ella lo
refería. Al principio esto había ocurrido tan sólo durante 1 o 2 h, en particular cuando Elena estaba cansada
o deprimida, y “necesitaba un descanso”. En fecha reciente Liz había tomado el control durante periodos cada vez más
largos; una vez lo había hecho durante tres días.
“He tratado de ser cuidadosa, pues ella se asusta tanto”, dijo Liz con un gesto de preocupación.
“He comenzado a pensar seriamente en tomar el control todo el tiempo. Creo que puedo hacer
un mejor trabajo y sin duda tendré una mejor vida social”.
Además de haber sido capaz de contar sus actividades durante los periodos en blanco que
habían obligado a Elena a solicitar atención, Liz podía atestiguar también todas las actividades
consientes de Elena. Incluso sabía lo que había ocurrido durante el año “perdido” de Elena, cuando
tenía 13 años.
“Fue papi”, dijo enrollando el labio. “Dijo que era parte de su misión religiosa ‘practicar para
recrear la Anunciación’. Pero en realidad tan sólo era otro macho libidinoso metiendo mano a
su propia hija, y algo peor. Elena le dijo a mamá. Al principio, mamá ni siquiera le creía. Luego,
cuando por fin lo hizo, obligó a Elena prometer que nunca lo diría. Dijo que eso rompería la familia.
Todos estos años he sido la única que lo sabe además de ella. No me extraña que esté perdiendo
el control—eso incluso me hace sentir enferma”.

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